Revista Casapalabras N° 36

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Homenaje a Juan Montalvo A 130 años de su muerte en París

Jacinto Santos Verduga (Chintolo) Poemas

Juan Villoro

El maestro Miguel Donoso Pareja

Marialuz Albuja Poesía

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LA CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA invita a la exposición

GIRASOLES, ÉXTASIS Y TERNURA de Salvador Bacón Salas Kingman y Guayasamín Avs. 6 de Diciembre N16-224 y Patria (frente a El Ejido).

Del 7 de febrero al 2 de marzo. Horario de atención: 09h00 a 16h45 de lunes a sábado


editorial

Organización institucional de la CCE

A

l terminar el año 2018, debemos señalar que los mejores esfuerzos de este primer año de administración los hemos dedicado a la organización institucional para responder a los desafíos que los nuevos tiempos demandan, como el apoderamiento, la integración y consolidación de los Núcleos con su Matriz. Se dio principal atención a la estructuración orgánica de la Casa de la Cultura, para que se enmarque dentro de la nueva legislación que establece los parámetros para el desarrollo de la cultura del país. Se debe recordar que, a partir de la publicación de la Ley Orgánica de Cultura, el 30 de diciembre de 2016, la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión inició un proceso de reformas y cambios en cuanto a su estructura institucional se refiere. Es así que se ha logrado la aprobación de su Matriz de Competencias y Modelo de Gestión Institucional, herramientas que le han permitido a la Institución consolidar su estructura a nivel nacional. Igualmente se cumplieron con todos los estudios lográndose el desarrollo y aprobación de otras herramientas, como el Manual de Puestos y la Planificación del Talento Humano, que tienen como objetivo principal valorar y racionalizar el trabajo de los servidores de la CCE. El propósito de estas herramientas es el de mejorar y fortalecer la oferta de bienes y servicios culturales que la CCE ofrece a la ciudadanía. Igualmente, buscan estandarizar y mejorar esta oferta a nivel de los 24 Núcleos Provinciales de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

número treinta y seis • diciembre 2018

Presidente Camilo Restrepo Guzmán Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Marialuz Albuja, Jorge Basilago, Ruth Bazante, Pablo Colacrai, Carlos Eduardo Jaramillo, Yuliana Marcillo, Emerio Medina, Teresa Melo, Lenin Oña, Augusto Rodríguez, Gabriela Ruiz Agila. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila L. Portada Enriquestuardo Álvarez, En busca del mundo perdido, óleo y pan de oro sobre tela, 2017.

Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 463 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

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índice

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Poemas de Francisca Aguirre, Premio Nacional de las Letras Españolas 2018.

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El secreto de Alicia, relato del escritor colombiano Roberto Burgos Cantor, quien falleciera en Bogotá en octubre de 2018.

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Poesía de Jacinto Santos Verduga, poeta manabita desaparecido prematuramente en 1967.

Homenaje a Juan Montalvo, a 130 años de su muerte en París: Itinerario de Montalvo en París, crónica del afamado escritor y periodista Raúl Andrade. Fragmento de Las catilinarias. Fragmento de la novela Noticias del imperio, de Fernando del Paso, el excelente escritor mexicano fallecido hace poco. Yuliana Marcillo rememora al poeta español Miguel Hernández. Para atrapar la sombra de la amada, poesía de Carlos Eduardo Jaramillo. Leonardo Haberkorn, periodista uruguayo, escribió su carta de renuncia a la universidad: Con mi música y la Fallaci a otra parte Poesía de Teresa Melo, escritora y editora cubana. Ecuador Póster Bienal, exposición de afiches del mundo en la CCE. Muestra poética de Marialuz Albuja. Carne cruda, relato del escritor guayaquileño Augusto Rodríguez

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La poeta Ruth Bazante Chiriboga nos ofrece su poesía erótica en Desnudo fuego.

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El gran escritor mexicano Juan Villoro rememora los talleres literarios de Miguel Donoso Pareja.

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El arquitecto e historiador Lenin Oña Viteri estudia la trayectoria del Salón Mariano Aguilera.

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Gabriela Ruiz Agila reseña el libro Panorama del ensayo en el Ecuador, de Rodrigo Pesántez Rodas.

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El galardonado escritor cubano Emerio Medina nos ofrece su cuento Camino de cabras.

El Museo del Pasillo en Quito, crónica de Patricio Herrera Crespo. María Fernanda Ampuero y Mónica Ojeda: la mejor literatura ecuatoriana

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El escritor argentino Pablo Colacrai presenta su relato El mejor regalo del mundo.

Jorge Basilago nos presenta una semblanza del cine y la vida de Federico Fellini.


homenaje

Juan Montalvo (1832 – 1889)

A 130 años de su fallecimiento, en París, rendimos homenaje a uno de los más grandes escritores ecuatorianos de todos los tiempos.


Raúl Andrade

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ay una callejuela en París de altos y espectrales edificios de hollín que cruza, a trasmano de su corazón, desde el bulevar Courcelles hasta empalmar con el ruidoso y colorido bulevar Montmartre. Es una típica callejuela de París, con sus grandezas decorativas y sus miserias astrosas. La habitan silenciosos rusos proscritos, panaderos de rostros feroces, ágiles muchachitas de París empeñadas en la espiritual conquista del encaje o en la prosaica de la cena. No es, ciertamente, de las más atrayentes ni de las más pintorescas. Los negocios oscuros de carbón y de vino, extrañamente hermanados, suceden a los tenderetes de hierros viejos, de libros de deshechos, de zapaterías de remiendo. Es la calle Cardinet, postrera de París que contemplara un hombre nuestro, de magnífico empaque, de dolorosa trayectoria, de fiera y arrogante estatura, a quien, todos, hemos convenido en denominar don Juan, sin otro aditamento ni título. Es la calle en que se asila, vive sus días de enternecida nostalgia y muere rodeado por cinco francos de rosas, vestido del frac que acaso no llegara a estrenar en sarao alguno, ese hombre huraño y sentimental cuya existencia fuera una tempestad sin tregua y cuyo corazón fuera una rosa indeleble.

Esa calle está unida a nuestra áspera leyenda de país levantisco y gallardo, y cualquiera de nosotros que ponga por primera, o por última vez, sus plantas en París, se siente irresistiblemente atraído por lo que ella significa para nuestro bravío pasado de inconformes. Allí, años atrás, se reunirá una tarde un puñado de compatriotas a rendir un homenaje a la memoria que aún habita en el número 27 de la rue Cardinet. Los burgueses y complacidos habitantes de la sórdida callejuela se sentirán un tanto asombrados antes la presencia de unos caballeros que interrumpiendo el tránsito con anuencia del alcalde de París y con la presencia de un cordón de guardias de paz, leen unos discursos emocionados y sinceros entre los que se destaca la cuartilla que ha llevado expresamente, en un bolsillo de su alto chaleco sin ventanas, don Miguel de Unamuno. Talvez es ese el más significativo gesto del homenaje. El que rinde, en ese momento, un ilustre proscrito español a otro ilustre proscrito ecuatoriano, de quien aprendiera todas las graduaciones de petardo que suele poseer en nuestro idioma común la palabra, cuando es expresión de indignaciones justas y de sagradas cóleras. Sobre los muros de París, las fábricas, las guerras y la tristeza han

acumulado su hollín espeso. Difícilmente en esa ciudad suelen resplandecer las lápidas conmemorativas. Pero ello no tiene importancia. El hombre de cualquier latitud que atraviesa esa calle y alza a mirar a las paredes del edificio número 27, sabe que allí vivió y murió, con estoica templanza, don Juan Montalvo. Muchas veces anduve y reanduve por esa estrecha, silenciosa y gris «rue Cardinet», buscando el rastro de don Juan, sin hallar a nadie que quisiese o pudiese darme una indicación aproximada de su destino. Solamente a la altura de un piso principal, en el número 27, una placa borrosa y desteñida por el hollín y los años, indicaba pálidamente que allí vivió un señor de su nombre, en las bohardillas del edificio, cuyas ventanas siempre abiertas permitían contemplar, entonces, las callejuelas trepadoras de la colina libre de Montmartre. Allí se acodaba don Juan, de espaldas a su dolorida existencia que transcurriera más allá del ancho mar, en medio de la calumnia y la envidia disimulada. Triste es leer en viejas cartas de tinta decolorada por los años, palabras como las siguientes: «Estoy tocando con varias dificultades puramente físicas para mi viaje —escribía desde Ipiales a Rafael Portilla —; no sé siquiera dónde apearme en Quito: tal es el horror que han infundido en mi ánimo mis antiguos amigos». ¡Ah! don Juan, tan duro en apariencia, pero tan sensitivo en el fondo de su alma, clara como una vasija de cristal. Acaso no se detendría a pensar nunca en que esos amigos de ayer, sus enemigos de entonces, serían el pedestal de su posteridad y se encargarían, a pesar de ellos mismos, de ir relievando su estatura. Por el portón de piedra manchada de grises funerales saldría su alta figura de caballero extraño, de estrecha y alargada levita y chistera


romántica, en busca de la sombra de los añosos castaños del parque Monceau, a refrescar su alma contemplando jugar sobre los prados verdes a esa chiquillería revoltosa y alegre de París que, con el correr de los años, se torna escéptica y sombría, desdeñosa de la gloria, ávida del festín cotidiano y del placer saboreado con lentitud. Talvez fuese gruñón, malhumorado y hostil, precisamente para defender la zona enternecida de su nostalgia. Por eso, hasta le dolían las amistades insignificantes y esquivas y las lastimaduras del rencor; por eso, no le bastaban a su selecta sensibilidad la perspectiva inigualada de las calles de París ni el espectáculo asombroso de sus atardeceres, dorados por una tonalidad purificada de vino derramado en las cornisas de los edificios. Es probable, en verdad, que don Juan nunca entendiese a París. París entra en esa categoría de seres humanos de los que decía Oscar Wilde que no están hechos para entenderlos, sino para quererlos nada más. Es decir, las mujeres. Pero don Juan, insaciable e incansable, pretendía comprender a París, como si no le fuese suficiente contemplarlo a todas las luces del día, exactamente como a las mujeres queridas, anotando sus cambios, e inclusive alegrándose por la aparición de una arruga que, la última vez, pasó desapercibida. Como todos esos misteriosos viajeros que un día desembarcan en cualquier estación y otro día se van por donde llegaron, sin dejar huella, aparente o sensible, don Juan, que fuera un hombre triste, no haría otra cosa que recorrer la ciudad de los grises puros y de los crepúsculos sin opulencia, teñida indeleblemente por la melancolía. ¡Cómo reiría interiormente, don Juan, de esos alegres y calaveras paisanos de su época que creían emular en elegancia a Morny y en galantería

al entonces aún joven príncipe de Gales, corriendo por las calles a la captura de la amorosa aventurilla que ofrece París a los metecos de todo tiempo, en los alrededores de la Place de la Madeleine, por el equivalente de «dos o tres pesos fuertes». Y qué íntegramente pleno de estoica soberbia se sentiría, recorriendo los viejos muelles del Sena, con sus libreros de viejo, sus grisetas sonrientes que aún y siempre serán capaces de otorgar sus sonrisas, a trueque de un menudo manojo de violetas, a esos morenos y románticos americanos que un día llegan a París con su bagaje de nostalgia y allí se quedan alucinados por el embrujo de las aguas del Sena, hasta el preciso día de su muerte. Allí escribe don Juan sus páginas definitivas, tamizando sus explosivas pasiones, olvidando sus rencores, eliminando mansamente de su recuerdo por inútiles los rostros de sus enemigos de antaño, ninguno de los cuales —salvo uno— mereciera el honor de pasar a la historia, por su pobre calidad de bribones. ¿Qué sentido tenía para un hombre como don Juan, enfervorizarse en la magnífica pelea panfletaria, a sabiendas de que en su lejana patria nada sería capaz de rectificar la lugareña noción del mundo y de que sus pícaros siniestros y arrogantes o simplemente pícaros, jamás modificarían su esencia, su insignificancia, su mezquina conducta? También, como todos los hombres misteriosos que arriban cada tarde a París, don Juan dejará el fruto de un amorío, iniciado al pasear por las riberas del Sena, arrullado por el rumor indescriptible de las hojas de los castaños barridas por el viento, con la solemne arquitectura de los palacios como telón de fondo y el alegre y encantador escenario de los solemnes parques, como alcoba nupcial. Fruto de un amorío que no hace ni tiene historia y que quizás devendría panade-

ro o héroe o efímero protagonista de cualquiera novela callejera sin comienzo ni epílogo. ¿Qué se haría ese hijo de don Juan? En París se pierde el rastro de un hombre, cuando ese hombre sale por el portón de su casa, conducido sobre los hombros de los cuatro amigos cordiales que lo empujan a ese destino oscuro que unos llaman olvido y otros posteridad. En suma, el paso de don Juan por París se caracterizaría por su cotidianismo borroso, igual al de todos los desconocidos por ilustres que sean, que van y vienen sobre los puentes del Sena. Se ha dicho que en París, para vivirlo en plenitud, hay que permanecer un mes o ciento cincuenta años. Don Juan se queda un lapso de cerca de cincuenta años, sólo que, bajo tierra. Su destierro será, sobre todo, post mortem. Su fantasma va a asustar durante algunos lustros más a esas gentes que fueron zarandeadas con donaire, tan elegante como estéril, en sus Catilinarias. La llamada del suelo que acaso sintiera muchas veces pero que nunca quiso confesar su orgullosa soberbia, va a sacudir sus huesos, cincuenta años después, casi como si fuera la campanada o el anuncio de una segunda muerte física: la de las cenizas que van a desmenuzarse en cenizas por definitiva vez. Entonces el gran proscrito, con su volición espectral resuelve su regreso, ansioso de reintegrarse a la tierra natal, cuando ya su gloria constituye un todo orgánico que nada podrá deshacer. Entonces, con sus penetrantes ojos de cadáver flotante ascenderá hasta la bohardilla de la rue Cardinet a contemplar por definitiva última vez, también, el panorama cambiante de París en donde las casas, al nacer, ya tienen la pátina indefinible de los años, de la melancolía, del cansancio glorioso. (Publicado en Letras del Ecuador, Nos. 70-72, año VI, pág. 32, CCE, Quito,1951).

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Juan Montalvo

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os legisladores han concluido las leyes: el último día revisten de facultades extraordinarias sin término al dios de los dioses, toma cada cual su mula de alquiler, y, el delito en el corazón, la infamia en el rostro, las alforjas al anca y el empleo en la faltriquera, se reparten por provincias y ciudades. Saliéndose aun de la órbita de ellas, el rey de los trogloditas no arrepentidos, es dictador: su dictadura, es modesta; para desterrar a los buenos; para sepultar a los mejores en prisiones; para llevarse a su casa los caudales públicos; para gravar con nuevos impuestos a la agricultura, la industria; para celebrar contratos en los cuales se favorece él mismo con medio millón de pesos; para quitar a los planteles de educación sus rentas naturales; para ceder las aduanas a los cómplices, como le manden su parte equitativamente; para ninguna cosa mala. Y este cumplido troglodita está haciendo cada día una cruel amenaza a los ecuatorianos. «Me he de ir, dice; me he de ir a Europa, en donde saben apreciarme. Ingratos: me he de ir; en Francia me quieren; en Inglaterra conocen y reconocen mis méritos; en Alemania tengo vara alta: me he de ir». ¿Y en España, Ignacio de los Palotes...? ¿Y en Madrid...? ¿y en la ca-

lle del Arenal...? ¿y en el hotel de las Cuatro Naciones, no te saben apreciar, no te conocen tus méritos, no te quieren? Sí te quieren, para alojarte en los pontones de Cartagena o dar contigo en la Carraca. Testigo el marqués de Acapulco, don Mariano del Prado, con quien te mandó afectuosas memorias el italiano Juan Borella. No te vayas: las requisitorias están en París, te echan mano. Puedes irte, el niño: le ablandarás al de Madrid con un buen por qué de unto de Méjico; pues para algo han de ser los quinientos mil pesos que te tienes por ahí, amén de los seiscientos mil que te vayan a caer del cielo por el ferrocarril de Yaguachi. Puedes irte, amigo, y goza de las consideraciones y el amor que te profesan en Europa. ¡Llorad, ecuatorianos, se va! Derretíos en lágrimas, se fue. Los esquilmos de vuestras haciendas estarán seguros, las alhajas de vuestras hijas no correrán peligro, la vajilla yacerá en su alacena: llorad. Un negro con lanza, un cholo cualquiera con gorra no os insultará en la calle, un jefe beodo no os cubrirá de injurias, un rufián de servicio no os llevará a la cárcel: llorad. Vosotros, periodistas; vosotros, jueces; vosotros, profesores y catedráticos. Llorad. Llorad, ya no tendréis quien os confisque vuestra

imprenta, quien os castigue vuestra justicia, quien os reprenda vuestra enseñanza, llorad. Clérigos, llorad: ya no os sepultarán en húmedas mazmorras, ni os pondrán grillos perpetuos, ni os harán firmar escritos infames el puñal al pecho. Llorad, sastres, carpinteros, zapateros, vuestras hechuras no os serán defraudadas, ni ocurriréis peligro de ir al cuartel, si tenéis la avilantez de reclamarla. Estudiantes, jóvenes que ansiáis por ilustraros, llorad, se va don Alonso el Sabio, se va el Albusense: llorad. Se va Tritemio, se va Santo Tomás de Aquino. Poetas, se va Mecenas, se va Augusto, llorad. Se va Cristina de Suecia, se va Luis XIV. Llorad, agricultores, se va Olliver de Serres, se va Enrique, el protector del trabajo y la industria. Maestros de la escuela, llorad, se va el dueño de vuestras rentas, se va. Matronas de alta guisa, llorad: se va el yerno codiciado. Niñas de quince abriles, se va el novio pretendido: llorad. Llorad ninfas, se va el Silfo. Náyades de las fuentes napeas de los bosques, dríadas y amadríadas, llorad: se va el Amor, el Genio de los fantásticos placeres. Llorad, Musas, se va Apolo. Flores, llorad: se va el fresco, blando Céfiro. Pan del hambriento, vino del sediento, vestido del desnudo, qué no era ese San Carlos Borromeo ceñido de invicta espada. Enseña al que no sabe, da buen consejo al que lo ha menester, visita a los enfermos, con la bolsa en la mano, para meter allí lo que encuentra en sus santas peregrinaciones, si gargantillas de perlas, si cucharas de plata. Lloremos compatriotas, lloremos, se va nuestro libertador, nuestro civilizador, nuestro benefactor. Ingratos, ¿no lloráis? Oh corazones broncos, oh pechos áridos, oh almas de al-


«Me he de ir, dice; me he de ir a Europa, en donde saben apreciarme. Ingratos: me he de ir; en Francia me quieren; en Inglaterra conocen y reconocen mis méritos; en Alemania tengo vara alta: me he de ir».

mirez, sacad agua de las piedras, llorad. Ya no oiréis ese paso lento, pesado, fatídico por vuestras calles. Ya no veréis ese pescuezo de meses mayores que está amenazado con una reventazón de hiel y vinagre; ya no sentiréis en las carnes esa uña envenenada. Se va el rey, se va el papa, se va. Se va, se va nuestro padre y madre: llorad, lloremos. ¿Qué llanto deplorable es ese que inunda los ámbitos de la nación? Lloran los hombres, lloran las mujeres; lloran los civiles, lloran los eclesiásticos: se fue… No lloran porque se va, sino porque no se quiere ir ni morir el bruto: lloran los cobardes, cuando lo que deben es alzar el brazo y dar al través con ese malvado tan sin fuerza contra un pueblo pundonoroso y valiente. ¿Es por ventura su poder obra de su vigor? La flaqueza de los demás, la entereza del ruin que al menor síntoma de cólera popular pone las manos a gentes extranjeras y las llama en su socorro. ¿Qué fuera de él con la nación alzada? ¿Qué de sus cómplices y esbirros ahogados siempre en bebidas soporíferas y apocadoras? Pueblo, pueblo, la honra ha huido de tu pecho, la vergüenza de tu rostro. ¿Cuándo viste sobre ti alimaña soez y despreciable que ésta que hoy te está chupando la medula de tus huesos? ¡Y no te en-

derezas, y no te superas a ti mismo, y no ruges de cólera y sacudes de tu cuerpo el ávido murciélago que ya te tiene exangüe! Honor, pundonor, consideración de las demás naciones, bienes de fortuna, todo lo que he comido, todo. Y le sufres aún; y, esqueleto rechinante, le sirves de caballo, y él te monta, y él te mata. Pueblo, pueblo, pueblo ecuatoriano, si no infundieras desprecio con tu vil aguante, la lástima fuera profunda de los que te oyen y te miran. Un tirano, pase: se lo puede sufrir quince años; ¿pero un malhechor? ¿pero un salteador, tan bajo, tan infame?... Pueblo, pueblo, pueblo ecuatoriano, ve la reconquista de tu honra, y muere si es preciso. Se va a Europa, allí le aprecian, le quieren. Los que no saben cuánto alcanza en la naciones del viejo mundo, en esas capitales opulentas, un desconocido cualquiera que llega sin nombre ni bienes de fortuna, podrían quizá dar alguna significación a la pajarotada de ese farandulero. ¿Quién le aprecia en Europa? ¿La motilona que le lleva a mediodía su pitanza a la cama? ¿El mozo de la cervecería que le sirve copa sobre copa? ¿La dama del número 5 que le conoce como su parroquiano? ¿El dueño del garito que le ve todas las noches? Estos le aprecian, estos le quieren.

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Premio Nacional de las Letras Españolas 2018

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Ítaca

Desde fuera

¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca? ¿Quién no conoce su áspero panorama, el anillo de mar que la comprime, la austera intimidad que nos impone, el silencio de suma que nos traza? Ítaca nos resume como un libro, nos acompaña hacia nosotros mismos, nos descubre el sonido de la espera. Porque la espera suena: mantiene el eco de voces que se han ido. Ítaca nos denuncia el latido de la vida, nos hace cómplices de la distancia, ciegos vigías de una senda que se va haciendo sin nosotros, que no podremos olvidar porque no existe olvido para la ignorancia. Es doloroso despertar un día y contemplar el mar que nos abraza, que nos unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos. Recordamos los días del vino compartido, las palabras, no el eco; las manos, no el diluido gesto. Veo el mar que me cerca, el vago azul por el que te has perdido, compruebo el horizonte con avidez extenuada, dejo a los ojos un momento cumplir su hermoso oficio; luego, vuelvo la espalda y encamino mis pasos hacia Ítaca.

¿Quién sería el extraño que quisiera conocer un paisaje como éste? Desde fuera, la isla es infinita: una vida resultaría escasa para cubrir su territorio. Desde fuera. Pero Ítaca está dentro, o no se alcanza. ¿Y quién querría descender al fondo de un silencio más vasto que el océano? Silencio son sus habitantes, silencio y ojos hacia el mar. Desde fuera las aguas son caminos —desde la playa son sólo frontera—. ¿Y quién sería el torpe navegante que entraría en un puerto sin faro? Desde fuera, los dioses nos contemplan. Desde aquí, no hay un pecho capaz de cobijarlos: los dioses son palabras; con el silencio, mueren. ¿Alguna vez la isla fue distinta? Quién lo puede saber desde el aturdimiento. Sin palabras, sin dioses, Ítaca es sólo el mar.


premio Testigo de excepción

A Maribel y Ana

Un mar, un mar es lo que necesito. Un mar y no otra cosa, no otra cosa. Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre. Un mar, un mar es lo que necesito. No una montaña, un río, un cielo. No. Nada, nada, únicamente un mar. Tampoco quiero flores, manos, ni un corazón que me consuele. No quiero un corazón a cambio de otro corazón. No quiero que me hablen de amor a cambio del amor. Yo sólo quiero un mar: yo sólo necesito un mar. Un agua de distancia, un agua que no escape, un agua misericordiosa en que lavar mi corazón y dejarlo a su orilla para que sea empujado por sus olas, lamido por su lengua de sal que cicatriza heridas. Un mar, un mar del que ser cómplice. Un mar al que contarle todo. Un mar, creedme, necesito un mar, un mar donde llorar a mares y que nadie lo note.

Desmesura

A Javier Statié

Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo. Luego, la vida hizo una pausa y todo pareció recomponerse como esos acertijos infantiles en los que sólo falta una palabra, una palabra necesaria y rara. Pero dijo que no. Cerró los labios y escuchó el gorgoteo de las sílabas luchando por vivir a la intemperie. Dijo que no. Y el tiempo oyó el silencio. Luego, la vida hizo una pausa.

Y todo fue distinto: el dolor fue más cauto, más sensato, la lujuria lloró en su madriguera. Y el tiempo inauguró sus máscaras: hubo un pequeño espanto en los rincones, temblaron los espejos agobiados defendiendo impotentes el azogue. Los pájaros callaron esa tarde y la luna brilló blanca y sin manchas. Ardió la noche como vieja tea con la absurda avaricia de la muerte, con su luto distante y pegajoso, y un rencor resabiado y carcomido descargó como lluvia en el desierto. Entonces, sólo entonces, oyó a su corazón ladrando y se volvió despacio a los espejos y los vio tiritar con mucho frío y pedir compasión desde su escarcha. Y no supo qué hacer con tanta desmesura: cerró los labios y escuchó al silencio.

Lágrima extendida Ciertos amaneceres me producen la sensación de un pálido naufragio. El día punta desnortado, se percibe en la luz que se insinúa un paso inválido y torpísimo. Se eleva el día como un mar apagado, una extensión de agua deprimida que roza las ventanas con una pobre espuma. Parece enorme esa húmeda extensión que me aguarda: parece peligroso no sé bien si el rumor de las olas o el viento con salitre que me quema la cara. Qué día submarino se avecina: hay algas, pero no brillan los corales. ¿En dónde habré dejado el remo, la brújula? ¿Mi ancla, dónde quedó? Los aparejos se han perdido. No veo ni una barca. Y el día aumenta como un gran océano; busco el faro que vive en el espejo: emite sus señales pacientes. Para verlas sólo tengo que abrir y cerrar los ojos. Viejo amigo, querido tartamudo del socorro, aquí estoy agarradita al hilo que me tiendes, dispuesta a utilizarlo como si se tratase del cordón de Ariadna.

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Allá afuera las olas lamen lentas los bordes de la prisa. Miro las caracolas que descansan sobre los libros, ¿dónde está el sol que las hizo brillar como estrellas por tierra? A ellas y a mí nos llama el mar. Ay, cómo suena su voz de aliento sumergido, de catastrófico salitre en movimiento, de eco coral y solitario. Allá voy, marineros transeúntes, faltos de acordeón, que aunque parezca que no soy del mar, que aunque un día perdí los aparejos, pertenezco a la historia de las aguas. Oh día submarino, música acuática y salobre, eres como una lágrima extendida, como un naufragio que no se consuma, como un mar que llamara a mi ventana dispuesto a reducirse a niebla. Oh día, oh mar que inevitablemente y cada día bates y bates mi puerta.

El préstamo A Esperanza y Manuel Rico Apenas si veía pájaros. Se oían voces y ruidos de vasos, y una música triste, derrumbada, una canción distinta, pero intensa. Todo se hallaba absurdamente detenido dentro de una burbuja de desdicha, de distancia sin aire, de muralla de hielo. Y la niebla besaba largamente aquel rincón del mundo en que te hallabas, aquella esquina mísera y absurda desde la que mirabas hacia fuera, hacia un lugar inhóspito y aislado, un sitio que te rechazaba, donde tú no existías, donde nadie entendía tus palabras, un sitio en donde sólo se podía llorar, llorar como esa niebla que todo lo cubría. Como una gasa vieja aquel opaco manto te ocultaba detrás de los cristales. Allí, lejos del sol y falta de tu idioma tu acorralada infancia descubrió el castigo del abandono. 10

Cayó la noche sobre las aceras como un charco de tinta: apoyaste la frente en los cristales y lloraste despacio en español. Unos niños cantaban a lo lejos: «Au clair de la lune/ mon ami Pierrot/ prete moi ta plume/ pour écrire un mot». Y con la pluma que ellos te prestaron has venido escribiendo sin reposo la palabra tristeza.


ese futuro sin futuro y me pongo a llorar sobre la vida diciéndome: Penélope, deberíamos hacer algo que no fuera morir. (Tomado de: https://trianarts.com/francisca-aguirre-eleterno-retorno/#sthash.YqfETtmU.dpbs)

Francisca Aguirre (Alicante, España – 1930)

El orden Deberíamos hacer algo que no fuera morir, pero a menudo se nos viene la muerte tan callando que hasta pasado un tiempo no sabemos que estamos habitando nuestro proprio cadáver. Si nos hubieran advertido, si un gesto por lo menos nos hubiera indicado la descomposición que nos poblaba, Pero había un silencio como el orden, un retirarse para volver luego, un fluir de marea mesurada. Nadie nos quiso dar la mala nueva, nadie quiso advertirnos del desastre. Tal vez porque la muerte me fue tornando extraña y las viejas palabras no bastaron y sólo fue posible mirar, mirar cómo la muerte avanza. Y ahora, del otro lado del silencio yo contemplo también esa mirada, ese ver que no pide sino asiste,

Su padre fue condenado a muerte por el régimen franquista y ejecutado en 1942. Empezó a trabajar a los 15 años, se hizo socia del Ateneo de Madrid y empezó a acudir a distintas tertulias literarias. En 1971 obtuvo el premio de poesía Leopoldo Panero por su libro Ítaca y en 1976 el Ciudad de Irún por Los trescientos escalones. Entre sus otras obras están: La otra música (1977), Ensayo general (1995), Pavana del desasosiego (1998), La herida absurda (2006), Nanas para dormir desperdicios (2007), Historia de una anatomía (2010). En 1994 alcanzó el Premio Galiana por su libro de relatos Que planche Rosa de Luxemburgo. Aparte de los ya citados, ha obtenido los siguientes premios: Premio Esquío de Poesía (1995), Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández (2010), Premio Nacional de Poesía (2011), Premio Nacional de las Letras Españolas (2018). 11


Fernando del Paso

I Castillo de Bouchout 1927

H 12

oy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino, cargado de recuerdos y de sueños, en una carabela cuyas velas hinchó una sola bocanada de viento luminoso preñado de papagayos. Me trajo un puñado de arena de la Isla de Sacrificios, unos guantes de piel de venado y un enorme barril de maderas preciosas rebosante de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida hasta que

mi piel de princesa borbona, hasta que mi piel de loca octogenaria, hasta que mi piel blanca de encaje de Alenzón y de Bruselas, mi piel nevada como las magnolias de los Jardines de Miramar, hasta que mi piel, Maximiliano, mi piel quebrada por los siglos y las tempestades y los desmoronamientos de las dinastías, mi piel blanca de ángel de Memling y de novia del Béguinage se caiga a pedazos y una nueva piel oscura y perfumada, oscura como el cacao de Soconusco y perfumada como la vainilla de Papantla, me cubra entera, Maximiliano, desde mi frente oscura hasta la punta de mis pies descalzos y perfumados de india mexicana, de virgen morena, de Emperatriz de América.

El mensajero me trajo también, querido Max, un relicario con algunas hebras de la barba rubia que llovía sobre tu pecho condecorado con el Águila Azteca y que aleteaba como una inmensa mariposa de alas doradas, cuando a caballo y al galope y con tu traje de charro y tu sombrero incrustado con arabescos de plata esterlina recorrías los llanos de Apam entre nubes de gloria y de polvo. Me han dicho que esos bárbaros, Maximiliano, cuando tu cuerpo estaba caliente todavía, cuando apenas acababan de hacer tu máscara mortuoria con yeso de París, esos salvajes te arrancaron la barba y el pelo para vender los mechones por unas cuantas piastras. Quién iba a imaginar, Maximilia-


ausencia no, que te iba a suceder lo mismo que a tu padre, si es que de verdad lo fue el infeliz del Duque de Reichstadt a quien nada ni nadie pudo salvar de la muerte temprana, ni los baños muriáticos ni la leche de burra ni el amor de tu madre la Archiduquesa Sofía, y al que apenas unos minutos después de haber muerto en el mismo Palacio de Schönbrunn donde acababas de nacer, le habían trasquilado todos sus bucles rubios para guardarlos en relicarios: pero de lo que sí se salvó él, y tú no, Maximiliano, fue de que le cortaran en pedazos el corazón para vender las piltrafas por unos cuantos reales. Me lo dijo el mensajero. Al mensajero se lo contó Tüdös, el fiel cocinero húngaro que te acompañó hasta el patíbulo y sofocó el fuego que prendió en tu chaleco el tiro de gracia, y me entregó, el mensajero, y de parte del Príncipe y la Princesa Salm Salm, un estuche de cedro donde había una caja de zinc donde había una caja de palo de rosa donde había, Maximiliano, un pedazo de tu corazón y la bala que acabó con tu vida y con tu Imperio en el Cerro de las Campanas. Tengo aquí esta caja agarrada con las dos manos todo el día para que nadie, nunca, me la arrebate. Mis damas de compañía me dan de comer en la boca, porque yo no la suelto. La Condesa d’Hulst me da de beber leche en los labios, como si fuera yo todavía el pequeño ángel de mi padre Leopoldo, la pequeña bonapartista de los cabellos castaños, porque yo no te olvido. Y es por eso, nada más que por eso, te lo juro, Maximiliano, que dicen que estoy loca. Es por eso que me llaman la Loca de Miramar, de Terveuren, de Bouchout. Pero si te lo dicen, si te dicen que loca salí de México y que loca atravesé el mar encerrada en un camarote del barco Impératrice Eugénie después de que le ordené al capitán que arriara la bandera francesa para izar el pabe-

llón imperial mexicano, si te cuentan que en todo el viaje nunca salí de mi camarote porque estaba ya loca, y lo estaba no porque me hubieran dado de beber toloache en Yucatán o porque supiera que Napoleón y el Papa nos iban a negar su ayuda y a abandonarnos a nuestra suerte, a nuestra maldita suerte en México, sino que lo estaba, loca y desesperada, perdida porque en mi vientre crecía un hijo que no era tuyo sino del Coronel Van Der Smissen, si te cuentan eso, Maximiliano, diles que no es verdad, que tú siempre fuiste y serás el amor de mi vida, y que si estoy loca es de hambre y de sed, y que siempre lo he estado desde ese día en el Palacio de Saint Cloud en que el mismísimo diablo Napoleón Tercero y su mujer Eugenia de Montijo me ofrecieron un vaso de naranjada fría y yo supe y lo sabía todo el mundo que estaba envenenada porque no les bastaba habernos traicionado, querían borrarnos de la faz de la Tierra, envenenarnos, y no sólo Napoleón el Pequeño y la Montijo, sino hasta nuestros amigos más cercanos, nuestros servidores, no lo vas a creer, Max, el propio Blasio: cuídate del lápiztinta con el que escribe las cartas que le dictas camino a Cuernavaca y de su saliva y del agua sulfurosa de los manantiales de Cuautla, cuídate, Max, y del pulque con champaña, como tuve yo que cuidarme de todos, hasta de la Señora Neri del Barrio con la que iba yo todas las mañanas en un fiacre negro a la Fuente de Trevi porque decidí, y así lo hice, beber sólo de las aguas de las fuentes de Roma en el vaso de Murano que me regaló Su Santidad Pío Nono cuando fui a verlo de sorpresa sin pedirle audiencia y lo encontré desayunando y él se dio cuenta de que estaba yo muerta de hambre y de sed, ¿quiere unas uvas la Emperatriz de México? ¿Se le antojaría un cuerno con mantequilla? ¿Leche quizá, doña Carlota, le-

che de cabra recién ordeñada? Pero yo lo único que quería era mojar los dedos en ese líquido ardiente y espumoso que me habría de quemar y tostar la piel, y me abalancé sobre el tazón, metí los dedos en el chocolate del Papa, me los chupé, Max, y no sé qué hubiera hecho yo después de no haber ido al mercado a comprar nueces y naranjas para llevarlas al Albergo di Roma: yo misma las escogí, las limpié con la mantilla de encaje negro que me regaló Eugenia, examiné las cáscaras, las pelé, las devoré y también unas castañas asadas que compré en la Via Appia y no puedo imaginar cómo me las hubiera arreglado sin la Señora Kuchacsévich y sin el gato, que probaban toda mi comida antes que yo, y sin mi camarera Matilde Doblinger que se procuró un hornillo de carbón y me hizo el favor de llevar unas gallinas a la suite imperial para que yo pudiera comer sólo aquellos huevos que viera poner con mis propios ojos. Entonces, Maximiliano, cuando yo era el pequeño ángel, la sílfide de Laeken y jugaba a deslizarme por el barandal de las escaleras de madera del palacio, y jugaba a estarme quieta para la eternidad en los jardines, mientras mi hermano el Conde de Flandes se paraba de cabeza y me hacía muecas para hacerme reír y mi hermano el Duque de Brabante

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Max, no sabes, después de siglos de no comer sino angustias y sobresaltos, tenía yo tanta sed, Max, después de siglos de no beber sino mis propias lágrimas, que devoré tu corazón y bebí tu sangre. Pero tu corazón y tu sangre, mi querido, mi adorado Max, estaban envenenados. 14

inventaba ciudades imaginarias y me contaba la historia de los naufragios célebres, entonces, cuando mi padre me había invitado ya a cenar por primera vez con él y me coronó con rosas y me llenó de regalos, yo iba cada año a Inglaterra a visitar a mi abuela María Amelia que vivía en Claremont, ¿te acuerdas de ella, Max, que nos dijo que no fuéramos a México porque allí nos iban a asesinar?, y una de esas veces en el Castillo de Windsor conocí a mi prima Victoria y mi primo el Príncipe Alberto. Entonces, mi querido Max, cuando yo era la niña de los cabellos castaños y mi cama era un nido blanco alfombrado con nieve tibia donde mi madre Luisa María humedecía sus labios, mi prima Victoria que tanto se asombró de que yo me supiera de memoria los nombres de todos los reyes de Inglaterra desde Haroldo hasta su tío Guillermo Cuarto, en premio a mi aplicación me regaló una casa de muñecas, y cuando la casa llegó a Bruselas mi papá Leopich, como yo le decía, me llamó, me la mostró, me volvió a sentar en sus piernas, pasó su mano por mi frente y al igual que le había

dicho a su sobrina Victoria la Reina de Inglaterra, me dijo que cada noche de cada día mi conciencia, así como mi casa de muñecas, debía estar inmaculada. Desde entonces, Maximiliano, no hay noche en que no me dedique a ordenar mi casa y mi conciencia. Sacudo las libreas de terciopelo de mis lacayos en miniatura y te perdono que hayas llorado, en la Isla de Madeira, la muerte de una novia a la que quisiste más que a mí. Lavo en una palangana los mil platos minúsculos de mi vajilla de Sèvres, y te perdono que en Puebla me hayas abandonado en mi cama imperial, bajo el dosel de tules y brocados, para irte a dormir a un catre de campaña y masturbarte pensando en la condesita Von Linden. Y les saco brillo a las fuentes de plata miniatura, limpio las alabardas de mis alabarderos liliputienses, lavo las pequeñísimas uvas de los pequeñísimos racimos de cristal y te perdono que hayas hecho el amor con la mujer de un jardinero a la sombra de las buganvillas de los Jardines Borda. Después barro con una escoba del tamaño de un pulgar las alfombras del castillo del tamaño de un pañuelo, y sacudo los cuadros y vacío las escupideras de oro del tamaño de un dedal y los ceniceros minúsculos, y así como te perdono todo lo que me hiciste, perdono a todos nuestros enemigos y perdono a México. Cómo no voy a perdonar a México, Maximiliano, si todos los días sacudo tu corona, pulo con ceniza el collar de la Orden de Guadalupe, lavo con leche las teclas de mi piano Biedermeier para tocar en él todas las tardes el himno imperial mexicano, y desciendo las escaleras del castillo y de hinojos a la orilla del foso lavo en sus aguas la bandera imperial mexicana, la enjuago y la exprimo y la cuelgo a secar en la punta de la torre más alta, y la plancho después, Maximiliano, la acaricio, la doblo, la guardo y le prometo que mañana, de nuevo, la sacaré a ondear para que la


vea Europa entera, de Ostende a los Cárpatos, del Tirol a la Transilvania. Y sólo hasta entonces, con mi casa limpia y mi conciencia tranquila, me desvisto y me pongo mi camisón minúsculo y rezo mis pequeñísimas oraciones, y me acuesto en mi gran cama miniatura y bajo la almohada del tamaño de un alfiletero bordado con acantos en flor pongo tu corazón y lo escucho latir y escucho los cañonazos de la Ciudadela de Trieste y del Peñón de Gibraltar saludando a la Novara, y escucho el triquitraque del ferrocarril de Veracruz a Loma Alta y escucho las notas del Domine Salvum fac Imperatorem y escucho de nuevo la descarga de Querétaro y sueño entonces, quisiera soñar, Maximiliano, que nunca abandonamos Miramar y Lacroma, que nunca nos fuimos a México, que nos quedamos aquí, que aquí nos hicimos viejos y nos llenamos de hijos y nietos, que aquí en tu despacho azul adornado con áncoras y astrolabios te quedaste tú, escribiendo poemas sobre tus viajes futuros en el yate Ondina por el archipiélago griego y la costa de Turquía y soñando con el pájaro mecánico de Leonardo y me quedé yo, para siempre adorándote y bebiendo con mis ojos el azul del Adriático. Pero me desperté con mis propios gritos, y tenía yo tanta hambre, Max, no sabes, después de siglos de no comer sino angustias y sobresaltos, tenía yo tanta sed, Max, después de siglos de no beber sino mis propias lágrimas, que devoré tu corazón y bebí tu sangre. Pero tu corazón y tu sangre, mi querido, mi adorado Max, estaban envenenados. (Fernando del Paso, Noticias del Imperio, Fondo de Cultura Económica, México, 2012) (Tomado de: http://www. fondodeculturaeconomica.com/ subdirectorios_site/libros_electronicos/ desde_la_imprenta/013635R/files/paso_ noticias%20del%20imperio.pdf )

Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino, cargado de recuerdos y de sueños, en una carabela cuyas velas hinchó una sola bocanada de viento luminoso preñado de papagayos.

Fernando del Paso (Ciudad de México, 1935 – Guadalajara, 2018) Novelista, poeta, dibujante, diplomático y académico mexicano. Cursó los bachilleratos de ciencias Biológicas y Económicas, así como dos años de la licenciatura en Economía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde realizó también estudios de Literatura. Vivió dos años en Estados Unidos, como participante del International Writing Program de la Universidad de Iowa City; 14 en Londres, como colaborador de la British Broadcasting Corporation (BBC), y ocho en París, donde se desempeñó como consejero cultural y después fue cónsul general de México. José Trigo es su primera novela, publicada en 1966, año en que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia. Diez años después apareció Palinuro de México, que recibió el Premio de Novela México a la mejor obra inédita en ese género. El escritor también ganó los premios Internacional Rómulo Gallegos, en 1982, y a la Mejor Novela publicada en Francia, en 1985. Su tercera novela, Noticias del Imperio, de 1986, es sin duda la cumbre de su creación literaria. Ha sido traducida al inglés, francés, portugués, alemán, holandés y chino, entre otros idiomas. En 1995 publicó su cuarta novela, Linda 67; en 1998, La muerte se va a Granada, obra de teatro en verso sobre Federico García Lorca, y en 1999 Cuentos dispersos. Entre los reconocimientos que recibió destacan el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 1991, el FIL de Literatura en 2007, el Mazatlán de Literatura en 1988 y el Premio Novela México 1975. En 2015 el gobierno español le otorgó el Premio Cervantes, el más importante de las letras castellanas, en reconocimiento a toda su obra. Falleció el 14 de noviembre de 2018. 15


Dios insurgente

La hora gris Si ya no disparo mis versos al continente negro de la noche, es porque una intermitente angustia compromete la misión centinela de mis ojos. Si ya no sonrío ante el fantasma del recuerdo, es porque el perfil morboso de los días sorprende el sueño de mi inconsciencia. Si ya no recojo las voces de la tarde, es porque un viento lejano me trae los cargados racimos del llanto. Y si a veces reniego de mí mismo, es porque, frente a las desnudas heridas, no puedo borrar la faz triste de los niños con hambre. 1965 16

A Juan, el lotero que cuando va de noche a la escuela, calza mis zapatos viejos. No me preguntes más la edad de la pobreza, la estatura del llanto y el domicilio del hambre; confórmate con saber que si Dios viviera entre nosotros, también clamaría la insurgencia. 1965


memoria Inventario de fin de año

La espera

Doce meses de amor. Los tres últimos sin empleo. Un hijo por llegar. Dos hermanas distantes. Un premio grande y otro menor. Todos mis amigos presentes. Un par de zapatos nuevos. Muchas malas noches. Dios y el diablo conmigo. Dos venas menos. Varios vasos rotos. Una visita al siquiatra. Otra al cementerio. Y esta soledad en el alma que parece un domingo a las tres de la tarde.

Aquí estoy desde siempre, ahorcándome el aliento, sumergido en la fiebre de esta sangre impaciente. Enajenado. Contándole las uñas al tiempo, oyendo cómo grita el silencio. Mordiéndome los dientes. Amarrado a esta ansia de verte y temiendo que a tu regreso sólo encuentres el polvo de mis huesos.

1966

I 967

A mis amigos Si se quisiera definir un día esto que me anima, decid, sencillamente, que soy un grito angustiado, una herida que filtra dolores, un eco de mis propias pisadas, una lágrima triste o más simplemente un hombre que ama y que vive.

Cosecha Sacudidme el corazón y veréis que caen, como fruto de un árbol, las cuatros letras de su nombre. 1967

1967

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Profecía Se intoxicarán de tristeza los gusanos cuando yo muera. 1967

Historia de un hombre cualquiera

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El grito inaugural fue al atardecer de un desangre enorme, en la vecindad del mar que guarda en silencio sus peces muertos. Seguramente me desveló, igual que a otros niños de aquella época, el vuelo nocturno de extraños pájaros. Y empecé a conocer jardines marchitos a la misma hora que lactaba leche solidaria y me arrullaba el llanto de todas las madres. Por entonces el cielo reflejaba la sombra del árbol maldito que deshojó letales cenizas en la tierra. Quién sabe en qué grieta de la soledad hice la primera trinchera de mi infancia. En qué instante el abismo de mi hermano traumatizó mi alma. Cómo supe del precio del amor.

Y empezó a hincarme la espina del recuerdo. Cuál de los inviernos humedeció para siempre el itinerario de mi sangre. Yo sólo recuerdo que iba a la escuela a la hora precisa que el viento hace la siesta. Y una tristeza vestida de niña me hacía señas de lejos. Una tarde cuando recogí el cadáver de un caracol sin padre descubrí mi vocación por el llanto. Desde entonces tengo la costumbre de visitar la casa de los pájaros, peinar la hierba que crece desolada y salir por las noches a buscar abrigo para la lluvia. Mientras tanto la vida ha ido mostrándome sus cartas, yo subiendo, inútilmente, la cuesta, —que es alta—, pagando desde el nacimiento; enloqueciendo con insomnios y preguntas del tamaño de la muerte. Bebiéndome la última gota de esperanza y sangrando la hora más amarga del planeta.


En la peluquería a Agustín Vera Rodríguez

—¿Me hace la barba, maestro? —Al instante.

Al sentir la navaja trepándose, como un beso, por mi cuello, cerré los ojos y rogué a Dios que este hombre se quedara loco, furiosamente loco.

JACINTO SANTOS VERDUGA (Chintolo) (Bahía de Caráquez 1944 - Guayaquil 1967) 1967

Poema final a Francisco Pérez Febres Cordero Perdónenme si mi silencio les causa ruido, si les duele la herida que yo he curado. Comprendan, no es mía la culpa, ya estaba señalado.

Estudió en su ciudad natal hasta el tercer año de colegio. El resto de la secundaria la realizó en Guayaquil, en el colegio Vicente Rocafuerte, donde empezó a triunfar en concursos intercolegiales de poesía. En 1964 comenzó a estudiar leyes y al siguiente año, a trabajar en el Registro Civil y, además, como profesor de literatura del colegio Dolores Sucre. Se relacionó con Ileana Espinel y otros poetas guayaquileños. Publicó Testimonio (1965), La llaga insomne (1967) y Con los días contados (1967), y una serie de poemas sueltos que aparecieron en revistas y diarios. Se suicidó en el puerto principal el 2 de diciembre de 1967.

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El secreto de Alicia Roberto Burgos Cantor

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Para Antonia y mi Gabriela

n el correo electrónico, como tantas veces, estaban las noticias suyas. Éstas me llegaban desde algún hospedaje de carretera. Hacía un viaje de Atlanta a New York. Peregrinaje lo llamaría más tarde en la crónica que escri-

bió al volver sin saber que sería la última. El aire todavía guardaba el frío del final del invierno y a la orilla de la autopista estaba la nieve apilada y el resplandor de vidrio de los restos de la capa de hielo sobre el asfalto. Nunca avisaba de los viajes. Por ellos abandonaba las salas de cine donde miraba las películas antes del estreno y se iba a los festivales o a las entrevistas con los actores y realizadores en Londres, Barcelona, Roma, Los Ángeles, La Habana. Apenas advertía de la ausencia cuando se daba un encuentro casual antes de la partida o cuando debía posponer la fecha de una cita por este motivo. Aunque no le desagradaban las ciudades pequeñas, de calles solitarias en la noche con algún borracho


valoración detenido en la incertidumbre pasmada de no saber dónde estaba, en el mismo sitio de tantas veces, esta vez se incomodó por el error en la reserva del hotel en Bethlehem. No encontraron habitación y debieron deambular por la noche para atravesar esas horas después de las dos del amanecer que parecen trabadas. Distrajeron el inconveniente entre restaurantes de servicio 24 horas y parqueaderos desiertos en los cuales encendían un momento el automóvil hasta que la calefacción ponía tibio el interior. En esa amanecida sintió el malestar. Lo atribuyó a la mala noche. En la estación de combustible donde volvieron a llenar el tanque y bajaron a desayunar, fue al lavabo. Se limpió con agua caliente la cara y lavó los lentes. Hizo buches. Un bienestar que duró poco lo acompañó al café con su olor permanente a salchichas doradas y mostaza, papas fritas, chuletas con manzana. No precisó en cuáles filmes vio esta escena con niñas secuestradas y asesinos que oscilaban entre el instinto de la destrucción y el enamoramiento. Pronto ubicó la mesa donde su hija, el marido y la pequeña Antonia, la más despierta por la aventura de mal dormir en el automóvil, se habían sentado. Distinguió los huevos fritos cubiertos de pimienta de cayena que el yerno empezaba a comer con tostadas de pan negro. Antes de sentarse padeció las ascuas de la inapetencia y sin quejas ni maldiciones se oyó decir otra vez una frase que le había dicho a uno de sus amigos después de un doble con películas imposibles. Quién sabe si recordó esa vez con el amigo o la frase voló sola. Afirmó para sí, con ternura y cruel certidumbre: hasta lo malo tiene fin. Optó por un té negro de bolsa y una tajada de pan blando con mermelada de naranja amarga. Lo atacó sin energías mientras recor-

daba desconsolado sus momentos, los más, de glotonería gozosa en los cuales cada plato hacía un homenaje a una película o venía la remembranza de una comida con alguien de su aprecio. El bacalao con Vásquez Montalbán, el arroz con coco y la posta negra con Cabrera Infante y Myriam, el sábalo frito en manteca de cerdo rodeado por trocitos de caracol de pala y arroz de auyama en Cartagena de Indias durante el festival de cine cuando visitaba a Constancia Cantor en la isla de Manga, el chivo con suero y yuca cocinada en el restaurante guajiro de Yiya. Ninguno de estos recuerdos, más raudos que compasivos, en los que apreciaba tanto los platos como la compañía, le devolvió las ganas de comer y una falta de apetito incómoda ganó terreno. El automóvil volvió a la autopista y avanzó entre la luz uniforme encajonada en un techo de cielo gris pizarra sin horizonte. Vio la caravana de camiones con remolque, sus luces rojas de señales y los tubos altos de escape con su fumarola de globos que ascendían al cambiar de velocidad y se deshacían. Pensó en Punto de fuga, el filme donde un camión cual encabronada ballena blanca persigue al automóvil Pequod de un solo tripulante, y tuvo la imagen de Cabrera Infante en la penumbra de una de las viejas salas de cine del neblinoso Distrito Capital de Bogotá, de muchas sillas y con la olorosa humedad de sus alfombras de hebra gruesa de trapeador, selva de pulgas, moviéndose en la platea con sus pasos cortos mientras contaba cómo escribía los guiones y el enredijo que provocó en su mente el guión de la novela de Malcom Lowry, Bajo el volcán, y la risa desordenada del poeta Santiago Mutis que se regó como aguacero sobre un techo de zinc en el silencio reverencial del público de universitarios y el desconcierto del cubano que atinó

Intentó describir, para él mismo, lo que padecía. No iba a arruinarles el viaje. Además faltaba poco para llegar. Era como si las fuerzas, el ánimo, se fugaran por una grieta desconocida que él no había abierto. Le resultaba difícil atrapar los pensamientos. Ni siquiera sabía si en el pozo de inquietud se volvían burbujas. Era una perturbación distinta.

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En el correo electrónico, como tantas veces, estaban las noticias suyas. Éstas me llegaban desde algún hospedaje de carretera. Hacía un viaje de Atlanta a New York. Peregrinaje lo llamaría más tarde en la crónica que escribió al volver sin saber que sería la última.

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a decir: apuesto a que no sabes lo que es haber estado en una clínica de reposo, como llaman con cierta compasión al hospital de locos, con la identidad traspapelada. Curioso recuerdo, pensó. Y se puso a decir frases cortas para disimular el malestar en aumento y a cambiar con dificultad de posición en el asiento de atrás del carro donde iban él y Antonia sin haber sacado el apoyabrazo de la mitad del espaldar. Repetía diálogos de películas con los que jugaba con frecuencia: (Mi revólver es más largo que el tuyo), (Yo te hablo con los sentimientos y tú me respondes con las palabras), (Soy un hombre viejo que le tiene miedo a la oscuridad), (A veces uno encuentra su destino en el camino que tomó para evitarlo), (Entonces la vida es un espantoso horror), (Tócala Sam), (Para mí una película empieza por algo muy vago). Tres pájaros raudos que no alcanzó a atrapar: algo de Hitchcock sobre el crimen perfecto en Ventana indiscreta; un libro de Paul Eluard en una de Godard; una palabra de Ciudadano Kane que le hacía anticipar a Brando y su tan-

go patético y su poder de padre y patrono. Margarita, su hija, al lado del marido quien conducía, había reclinado el asiento y sin abrir los ojos comentó: Reconocí dos películas. ¿Haces trampa? Quería reírse y sintió la risa atrancada. No salía. Ese instante de felicidad secreta quedaba sin expresión, obturado, apenas para él y la imposibilidad. Le dolió. De esos dolores sin lugar que matan todo. La boca parecía llena de algodón recién recogido, áspero, seco. La pequeña, Antonia, abandonó la cabeza contra su torso. El abuelo cerró los ojos. Echó la cabeza hacia atrás hasta dar con el cabezal. No encontraba otra ocasión en que hubiera padecido lo que ahora. Quiso describirlo. Los hilos del títere, los movimientos o gestos que alguien le ahorra a uno y le evita discernir la dirección, su utilidad, su fundamento, parecían cortados. Estaban encogidos, lombrices aburridas, inmóviles y gastadas. Intentó describir, para él mismo, lo que padecía. No iba a arruinarles el viaje. Además faltaba poco para llegar. Era como si las fuerzas, el ánimo, se fugaran por una grieta desconocida que él no había abierto. Le resultaba difícil atrapar los pensamientos. Ni siquiera sabía si en el pozo de inquietud se volvían burbujas. Era una perturbación distinta. Iba encogido en el hueco cuando algo reconocible y alegre para él lo sacó. La voz de Liza Minnelli cantando «You are my Lucky Star» en New York New York con Robert de Niro. Habían llegado. Margarita le dijo: lo tenía programado para ti. ¿Te acuerdas? No cerró más los ojos y trató de entretenerse con el paisaje de puentes, túneles, edificios, avenidas, taxis, limusinas, bocas del metro, enormes vitrinas, que le eran familiares a fuerza de verlas en las pelí-


culas. El estómago le dolía por todos los lados y la piel desde el bajo vientre hasta las tetillas se había puesto tensa, de tambor. Le hubiera gustado atrapar la pregunta de Margarita: ¿Te acuerdas? ¿De qué se acordaba él? En la fluorescencia plata-gris de la estación fría que terminaba dejó la vista en el Central Park, los árboles indigentes con las primeras yemas y algunos cuervos perdidos en las ramas de cortezas heladas, los senderos con fango, las ardillas raudas. Descubría en las bolsas de tela liviana o papel áspero que llevaban las oficinistas rubias, con su andar entre militar y sensual, con el cuidado de quien transporta huevos, las puntas de los tacones de siete centímetros que se quitaban para no estropearlos en ese suelo sin tapetes.

Llegaron al hotel donde habían hecho la reserva. Uno de los edificios bajos de ladrillos, con una recepción en penumbra, de escasa decoración, con alojamiento confortable. Entraron a la habitación doble y él a la sencilla que estaba contigua. Antonia preguntó si podía irse con él. Le dijeron que más tarde, que dejará a Apeco descansar y ducharse. Los mayores habían aceptado el acercamiento fonético de los niños al nombre del abuelo. Alberto se convirtió en Apeco. Apeco. No pudo levantar la persiana de madera y soltó la valija de viaje en el suelo. Casi mil millas de carretera. Se echó en la cama y estuvo boca arriba mirando sin mirar el techo y afligido por no entender lo que le ocurría, la fatiga, las ganas de no

vivir, el desconsuelo, el nuevo abatimiento. Entonces, en medio del techo vacío con la capa gruesa de pintura de aceite color marfil, las luces estaban en las lámparas de pie y de mesa, lo asaltó sin violencia la novela de su amigo Alberto Sierra. Aquella novela, Dos o tres inviernos, a la cual él le había escrito el prólogo. La escritura mostraba una estética afín y se parecía a una introducción de autor. Una novela del hastío, de la ausencia de horizonte, del despojo existencial, que lo había entusiasmado. Se detuvo a considerar los pocos pensamientos que le obedecían: que si acaso él, como el personaje femenino de Sierra, estaba frente al muro, sin salida, sin vuelta, sin regreso. Le habría gustado a Alberto Sierra saber que este

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instante parecía salir de su novela después de tantos años. Otra vez la risa empozada: se anunciaba por un incidente de aquellos días. Habían ido al mar, Sierra, él, un novelista que fue cronista de guerra con máquina de rodillo y teclas ruidosas al hombro, y un poeta que dirigía un movimiento de artistas. A la semana siguiente había recibido del poeta una fotografía en la cual todos jugaban: alguno en calzoncillos, otro con el pantalón arremangado, entre las olas de salto alto del Caribe. En el respaldo había escrito: en recuerdo de la orgía de sol, mar y nalgas. Dejó la fotografía en la vitrina de sala donde la mujer de su padre guardaba las tazas chinas con su decoración en relieve de ramas de cerezos y borde dorado, las cartas que alguna vez contestaría, las latas de las galletas importadas, la dulcera con la jalea de guayaba y los animalitos de cristal de colores. Al volver de la Universidad donde hacía esfuerzos por seguir en la facultad de Derecho, encontró a su padre vuelto una furia. Había abandonado la mecedora donde se balanceaba para aliviar el sopor quieto del mediodía, y blandía con su mano en alto el papel esmaltado blanco y negro. Lo único que me faltaba, repetía, mientras caminaba de un extremo al otro de la sala, sin mirarlo. Lo único que me faltaba, mi único hijo varón y resulta con una parranda de maricas. Respiraba el aire tibio, recalentado por su ira y continuaba, no quiero maricas en mi casa. No quiero. Él sorteó la indignada molestia y encontró mansedumbre para decirle: padre es una metáfora. Sus palabras suaves, casi tiernas, tuvieron el efecto de la vara inclemente que hurga la herida en el toro y, su padre, con las frases que arrojaba como un telegrama viejo por las desarmonías de su respiración alterada, retomó la erupción de rabia:

¡Qué metáfora ni qué jerigonza ni metamierda! ¡Maricadas, maricadas, maricadas! Tampoco pudo esta vez ver aflorar la risa. No logró expulsarla. Un dolor más fuerte se anunció en el torso, en la espalda, en el vientre. Nube sin viento que se instala en el cielo podrido de tormenta. Con lentitud se dio vuelta en la cama hasta tener los pies en el suelo. Movió la persiana y puso sus láminas paralelas. Miró entre ellas. Vio mucho de lo que amaba. Desde el paisaje escueto de su geografía literaria, mundo de restos y agonías, hasta este portento de rascacielos, puentes, el río, y enormes aviones boeing que se metían entre las ventanas de las torres y las derruían. Subió la persiana y le pareció observar una pecera detrás del aire de acero esmerilado, azuloso, en que estaba sumergida la ciudad. Lo perturbó el pensamiento de que no la había visto bajo la lluvia. Se propuso revisar el periódico para saber si uno de sus directores de cine preferidos estaría en un bar del Village, de esos de notas de saxo incrustadas en la atmósfera y en las paredes con retratos y carteles viejos que la culpa o la gratitud tardía hacen memorables, y lo imaginó con su rostro apacible de judío travieso, su angustia mental, sus lentes de vidrio grueso, con el saxofón persiguiendo un solo. Se dispuso a prepararse para salir. En el cuarto de baño fue consciente por primera vez del color de su piel. Una palidez que desconocía estaba en el espejo, en el resplandor fijo de la luz halógena. El recuerdo de la fotografía en el mar lo acercó a la sombra de cómo era. Más alto. El cabello negro al rape. Los ojos orientales sin gafas. La punta de la nariz delgada. Los labios voluntariosos sin fisuras. Había perdido cabello y el descampado arzobispal de la cabeza en la coronilla dejaba una forma noble que surgía como

piedra marina del cercado espumoso que caía sobre su cuello. Atribuyó el color y el abotagamiento del rostro a la vigilia y a la incomodidad del viaje y dejó salir el agua de la ducha hasta que estuvo caliente. Se abandonó al calor y al sonido del agua que lo aislaba más, y después de un rato entre el vapor se arropó con la toalla. Se pasó la máquina de afeitar al tacto por donde estaban erizados los pelos de la barba. Cuando abrió la puerta, Antonia venía por él. Desde la otra puerta Margarita y el marido la miraban avanzar por el corredor. Bajaron en el ascensor, de mecanismos suaves y precisos, que ahora desprendía el olor a limpiametales y sus partes de bronce brillaban en la iluminación discreta. En la calle respiró cuidadoso con el propósito de llenar los pulmones. El aire del invierno no le produjo ningún bienestar. Después de varias cuadras, el placer que solía sentir al caminar las calles de las ciudades que visitaba quedó agotado. Se supo exhausto, sin más pasos. Encontró una excusa vaga que no alarmara y contó que estaba descompensado por el viaje. Antes de continuar a buscar el carro hicieron un descanso en un Starbucks con los barriles y sacos de café de orígenes diversos a la vista. Observó los jarros y tazas exhibidas para verificar si había alguna que no tuviera en su colección. Era un capricho que había empezado con un recuerdo de viaje que le había traído una enamorada reciente. Como en otros amores distantes, él prolongaba el recuerdo y no dejaba de aumentar el talismán, la prenda contra el olvido, para celebrar la pasión y castigarse por ausencia. Así acumuló libros de Cortázar, canciones de Benedetti, películas de Jarmousch, líneas y líneas en rollos de papel descontinuados de teletipos vetustos y La dalia negra de Ja-


mes Ellroy que compartía con una generosidad contagiosa. Una vez en el automóvil le dio a su yerno una lista con direcciones. Disimuló con eficiencia el esfuerzo y en un ejercicio de brevedad le indicaba a Antonia para que oyeran todos: la belleza acorazada de Greta Garbo cuando mira por un telescopio torres y vías y terrazas y los traduce en toneladas de acero y cemento, no busca a las estrellas; la escena donde el espejo envidia la desnudez de la australiana acariciada desde atrás por el ojo de vidrio ansioso de Stanley Kubrick; la capilla de la Universal Funeral Home donde Marilyn le dijo a Capote: A veces quiero saber lo que va a pasar; el lugar del crimen en la novela de Vásquez Montalbán; el vacío donde una vez hubo dos torres, y Antonia mira y mira y recuerda torres de princesas, bosques encantados, una película de Burton que le mostraron sus padres. Se detuvieron en el moma y le preguntaron si se recuperaba. Entraron y quiso ver a los artistas colombianos que tenían obra exhibida. Quería ver también la ampliación y, sin exigirse porque no tenía cómo, entraron. Se sentó a examinar catálogos y planos. Pensó sin deliberación en Álvaro Barrios. Este pintor había diseñado la tapa de su primera novela. Consideró si acaso lo lejano atrae a lo que está cerca o lo que está cercano atrae a lo que queda lejos. Y rememoró los collages de Barrios, su San Sebastián de ojos envueltos en un suspiro y su Dick Tracy, su irreverencia que muestra cómo cada época mira y esa mirada es la única posible. ¿Sería que esa estética los unía? Cuando volvieron al carro había oscurecido. Buscaron la calle 17, entre las avenidas 5ª y 6ª donde un almacén de música tenía los discos que no hallaba en otro lugar. Aunque hacía meses buscaba unos blues que Elvis Costello produjo con el

Vio mucho de lo que amaba. Desde el paisaje escueto de su geografía literaria, mundo de restos y agonías, hasta este portento de rascacielos, puentes, el río, y enormes aviones boeing que se metían entre las ventanas de las torres y las derruían. Subió la persiana y le pareció observar una pecera detrás del aire de acero esmerilado, azuloso, en que estaba sumergida la ciudad. Lo perturbó el pensamiento de que no la había visto bajo la lluvia. silencio de los músicos de New Orleans durante la inundación y el abandono posterior, no pudo superar la debilidad y prefirió una mentira suave. Les dijo que ya se lo habían enviado. Margarita le guardaba otra sorpresa. Rodaron por Manhattan acercándose a la calle 60. En la carrera 2ª se detuvieron en el número 222. El marido de su hija, Camilo, les pidió que se bajaran mientras encontraba un lugar dónde estacionar. Lo tuvo enfrente y el asombro le dificultó creerlo. Percibió otro sentimiento: una pequeña zona vacía se llenaba. A pesar de las dificultades para seguir el curso de los instantes de bienestar, pudo reconocer que acababa de saldar una de esas deudas con uno mismo. Por años se había propuesto, sin lograrlo, venir a este restaurante: Serendipity. Vio

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las colas de orientales y nórdicos esperando una mesa. Apretó el nudo de su bufanda. Hundió las manos en el abrigo y sin fastidio se sentó en la acera. Se puso a recordar la comedia que habían filmado en el año 2001 aquí. Miró enfrente el local gigantesco de Bloomingdale’s y los espacios de las ropas y utensilios de invierno que comenzaban a recoger para ponerlos en las secciones de saldos. Le dijo a Antonia, en un susurro sacado de la emoción, que Serendipity era una palabra que había nacido en 1754 y no envejecía. Cuántos años tiene preguntó la niña. Una pila, respondió él, como Drácula. Quiso jugar sin reírse: enve-je-ci-do. Do, do, de mi clarinete. Se quedó sin aire. Envejecido: guare-ci-do en los montones de años y años. Antonia se plantó delante de él, junto a sus piernas estiradas sobre la calle y le preguntó que qué era guagua- re- re- re- cido. Apeco buscó aire en las alturas y le contestó: guarecido es guarecerse, refugiarse, ampararse, esconderse, protegerse. Como ahora: estamos guardados por Serendipity junto a su puerta que se abrirá y nos ofrecerá una mesa. Mejor que las puertas de la ley. ¿Verdad Margarita? Ella sonrió y él se quedó mirando el suelo de la calle mientras Antonia decía: estamos locos. Se acercó a su oreja y protegiendo la voz del viento y el descampado de la calle con sus manitas aún formándose le dijo algo. Apeco, sometido por la parálisis del desánimo, no respondió. Con esfuerzo miró arriba. Les avisaron que podían entrar y recorrió con los ojos lentos los íconos memorables de Serendipity. Quería pensar con cuidado en la relación nueva entre los enormes dinosaurios del museo de Ciencias Naturales que vistos desde fuera ya asustaban, y las latas y reproducciones de Andy Warhol que adoraba este restaurante y cuyos objetos

volvían distinta la comida, y el artefacto entre dinosaurio y creatura de guerra de las estrellas que Antonia desarmaba y rearmaba sin cesar. No podía. Se le escapaban las ideas. Compartió una quiche con todos y sorbió la Coca-Cola sin prisa. No le sabía a nada. No fue la pausa que refresca. Llegaron al hotel y después de escarbar cuanta migaja de ánimo le quedaba, mostró su ternura, la gratitud, ese amoroso rito que completaba sus deseos y ayudaba a apuntalar el territorio de vida que escogió desde la muerte de su padre. Serendipity. Tuvo una noche interrumpida por las pesadillas. La brisa desatada de las dos de la tarde y él en una embarcación pequeña de motor fuera de borda con su amigo escritor de Cartagena de Indias navegando hasta los pilotes de un puente en construcción sobre el río y los remolinos que se llevaban el arca y el barco de rueda de Noé León. Cuando se levantó había tomado la decisión. Con explicaciones escasas les dijo que cambiaría el pasaje y retornaría a Bogotá, que algo en su salud no estaba funcionando. Con abundantes amores expresó su gratitud por el inolvidable peregrinaje. No permitió discusiones y aceptó que lo dejaran en el aeropuerto. Ahora conocía las torturas. Un alivio de un orden desconocido lo poseyó cuando el avión descendía.


Una llovizna apretada enredaba más la movilidad del tránsito en Bogotá. Calles destrozadas, grúas quietas, trancones, desvíos y la claridad extraña del alumbrado público colándose entre el agua. Otra vez la recuperación de las sensaciones: vuelta a casa. Regresar. El conductor del taxi lo vio cansado y tomó la valija para entregarla al portero. Éste lo saludo y llevó el equipaje a su puerta en la primera planta. La dolencia predominaba y le impedía reconocer el paliativo, o las alegrías dispersas de llegar, de aligerar lo que el viaje ponía en suspenso. Abrió la puerta y exploró la pared con la palma de la mano mientras daba con el interruptor. Lo oprimió. Y allí estaba lo que dejó: la mesa pequeña. La sala de espacio recogido. El estante con las tazas. Los carteles que celebraban su entusiasmo por algún filme. La fotografía de cuerpo entero que casi ocupaba la altura de la

pared y arrojaba un ánimo alegre: Gabriel García Márquez y el fotógrafo Hernán Díaz. Parecían unos invitados satisfechos, de los que no quieren irse y abrazan al anfitrión. Ahí en la pared, lo esperaban. Lo único que deseaba era tirarse en la cama pero se asomó a la habitación de las alquimias, con su orden geométrico de libros, copias digitales de películas, el ordenador, un PC de pantalla grande. Sobre las superficies reposaba la capa de polvo que delata las ausencias. En la mañana no terminaba de despertarse cuando sus dos hijos, los varones, llegaron al borde de la cama y lo conminaron: nos vamos contigo al médico. Oyó el contigo como un énfasis, un subrayado doble, y sin fuerzas para discutir fue al baño, se hizo un aseo desganado y lo cubrió con la colonia que le gustaba,

Polo, uno de los aromas interesantes que no se camuflaban con las selvas ni las hierbas aromáticas. Invención humana. Olor de la época. Se sabía tan devastado que cuando el facultativo, le gustó decir facultativo, dijo sereno una receta que suponía lo indiscutible de una orden —nos vamos para el hospital—, no preguntó nada, ni se opuso. Aquí la percepción única es que se entregaba a esa parte del destino ignoto, sin señales, pura revelación. Exámenes y exámenes, un drenaje que le quitó el peso en el vientre. Días de reclusión en el hospital con los anuncios de sus amigos periodistas que referían la noticia de su salud averiada en un hospital. Él, que nunca fue al médico. La presencia de amigos, ¿que no veía hace cuánto?, le llevó la preocupación de que algo que no le habían informado estaba sucediendo. Entre imprecisiones y esperas del diagnóstico en el hospital se acabó su paciencia. A una amiga de todos los tiempos que fue a verlo le dijo: Esto se complicó. La fortaleza y los cimientos que puso al ánimo se derruían con el paso de los días. La luz sucia al amanecer colándose por las persianas. El mal dormir de los hijos que se turnaban para acompañarlo en un sofá frío. La enfermera y su saludo risueño de rutina. La imparcialidad simulada de los médicos. La actualidad que poco a poco se le fugaba en el televisor de la habitación con sus noticieros donde la única jerarquía es la noticia. El anudamiento de los hilos de la vida cuando recibió a su amigo Álvaro Medina y rememoraron la noche en que se fueron por las avenidas de la ciudad recién hecha, a la sala donde proyectaban Los cuatrocientos golpes. Y ese niño que corría y corría hasta que prendían las luces. Allí estaban los dos, después que se desocupó el cine, los dos mirándose 27


Apeco no tuvo tripas para preguntar cuánto tiempo le quedaba y si había tratamiento para curar o para alargar. Se quedó en silencio, como tantas veces en que su respuesta a un malentendido sentimental o un reclamo de trabajo o una crítica literaria era quedarse callado. Nunca cedió a romper la coraza de mutismo por mucho que lo hirieran las palabras del otro, esos reclamos que al repetirlos aumentaban su filo, su innecesaria crueldad.

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sin saber qué hacer con tanta felicidad y tanta ternura y tanta tristeza. Y se devolvieron a sus casas caminando porque había terminado el horario del transporte público colectivo y no tenían para un taxi. Caminaban sin poder hablar con esas imágenes incrustadas en los ojos, en el alma, y el rumor de la corriente indetenible del río y el aroma a caimanes en celo y las flores de los árboles tapizando las calles. Y de repente, saber que lo habían despertado sus propios gritos en la pesadilla. ¿Qué quedaría? Con tanto por escribir. Tantas películas le dieron la clave de la solemnidad que acompañaba al médico ese mediodía de lluvias y luz sucia donde el clima destemplaba los jirones de la existencia.

El hígado estaba sitiado por el cáncer. Abrir, dijo abrir para referirse a la cirugía, es un padecimiento inútil. Sintió que lo expulsaban del hospital. Nunca lo expulsaron del colegio. Apeco no tuvo tripas para preguntar cuánto tiempo le quedaba y si había tratamiento para curar o para alargar. Se quedó en silencio, como tantas veces en que su respuesta a un malentendido sentimental o un reclamo de trabajo o una crítica literaria era quedarse callado. Nunca cedió a romper la coraza de mutismo por mucho que lo hirieran las palabras del otro, esos reclamos que al repetirlos aumentaban su filo, su innecesaria crueldad. Cuando volvió a la casa estaba más impedido. Una enfermera lo acompañaba de día y otra hacía turno de noche. Se aburrió pronto de las pastillas y las cucharadas, y su voz seductora que se oía en programas de radio nocturnos empezó a desvanecerse. ¿Qué quedaba? Soportaba una especie de presente inmóvil en el que desaparecieron los días y las noches. Como si el tiempo se hubiera trabado para él y se hubiera convertido en una acechanza. Reconocía un estado de rabia sin salida y se frotaba una mano contra la otra. Algo parecido al olvido se instalaba en su mente. Se demoró en reconocer que su hija Margarita, de la cual se había despedido en New York, estaba ahora acá, con él. Vislumbró entonces que el final se acercaba. Se dio cuenta de que Antonia entraba a la habitación a verlo y con ella las hijas de Olga, su otra hija, Alicia y Gabriela de siete y cinco años, quienes le preguntaban que cuándo se iba a levantar. Que cuándo iban a cine. De vez en vez abría los ojos y se quedaban quietos, ostiones moribundos en las aguas opacas de los manglares.


’ ’ ’ Por el internet no llegaban noticias. Entonces fui a verlo. ¿O fui a que me viera? Las calles con automóviles. El portero del edificio donde vivías, ¿vivías?, sin saber a quién entregarle la correspondencia. El mundo siempre extraño empezaba a prescindir de ti. Una cobija liviana te cubría. Habías adelgazado. Me preguntaste por el paquete con cinta de regalo que estaba al lado de una cuchara en la mesa de noche. Esas cucharas que fuera de la mesa y las comidas adquieren una soledad rara. Abrí por un extremo el papel azul y te dije: Vivaldi. Me quedé en silencio acompañando tu silencio sin regresos. No encontré manera de despedirme y en puntillas innecesarias salí con la tristeza de que estabas más al otro lado, ese donde las palabras no llegan y el tiempo se sale de los relojes, de sus cuerdas repetidas. No había manera de que este lado te importara más. ’ ’ ’ Alicia se coló a tu habitación. Insistió en darte las buenas noches. Al momento salió desolada y me confió: Apeco no me conoció. Después Antonia y Gabriela dijeron lo mismo. La esperanza del milagro es obstinada. Y le pone a la existencia un toque de complejidad de la cual carece cuando queda prevista por las certidumbres de una racionalidad vanidosa. Además la negación del milagro ennoblece el sufrimiento. ¿Lo sabías? Volví al otro día y conjeturé que tú, Apeco, no tendrías ya días, ni horas, ni soles, ni noches. El mismo portero, un hombre con la cortesía rural sin las intemperancias de la

urbe, me atendió. Alicia estaba en la sala de la recepción. Le pregunté qué hacía allí. Me respondió que la madre estaba allá. Él allá recibió la nota de un gesto de su mano que indicaba el apartamento de Alberto. Me sorprendió que se hubiera desprendido de la televisión del portero donde pasaban unos dibujos japoneses. Alicia es concentrada y por eso Apeco la llevaba al cine. No hablaba, ni hacía ruido de papeles y papas fritas y dulces. Ahora armaba un globo de helio, de juguete, y lo cargaba de mensajes. La sentí mirarme, como si buscara algo en mi rostro. Entonces dijo: Apeco se murió. Me hice el desentendido en tanto las sustancias del dolor estragaban las zonas desconocidas que nadie sabe que tiene. Vi la sombra en su rostro de niña que por primera vez se enfrentaba a lo inexplicable, un misterio que no producía curiosidad como el ratón Pérez, o el niño Dios de diciembre. Vi la tensión entre su inocencia que se defendía de los apresuramientos de la realidad y aceptaba una devastación. Su mirada exploraba respuestas en mi cara de palo, congelada por lo inevitable de la aflicción. Y repitió: Apeco se murió. Yo que me había disfrazado de lámpara en la oscuridad, de risa suelta en el llanto, de rey en la necesidad, de Sherezada en los insomnios, de soldado en los ataques, yo, su amigo, el amigo de Alicia, salí corriendo al sótano a llorar y a orinarme en los pantalones como un borracho desamorado que se abraza a sí mismo para padecer la indiferencia del mundo. (Tomado de: https://aprendeenlinea. udea.edu.co/revistas/index.php/ revistaudea/article/ viewFile/7392/6836)

Roberto Burgos Cantor (Cartagena de Indias, 1948 – Bogotá, 2018) Abogado de profesión, inició su carrera literaria en 1965 con el cuento La lechuza dijo el réquiem, publicado en la revista Letras Nacionales. En 1969 ganó el Concurso Nacional de Cuento del periódico Pizarrón, de la Pontificia Universidad Javeriana, y en 1971 obtuvo el Primer Premio del Concurso Jorge Gaitán Durán, del Instituto de Bellas Artes de Cúcuta. En 1981 apareció su primer libro de relatos, Lo amador. En este género publicó además los libros De gozos y desvelos, Quiero es cantar, Juego de niños, Una siempre es la misma y El secreto de Alicia, así como el libro testimonio de época, Señas particulares, y las novelas El patio de los vientos perdidos, El vuelo de la paloma, Pavana del ángel, La ceiba de la memoria —ganadora del Premio de Narrativa Casa de las Américas 2009 y finalista del Premio Rómulo Gallegos 2010—, Ese silencio, El médico del emperador y su hermano y Ver lo que veo, Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura de Colombia 2018. 29


Yuliana Marcillo

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ntes de su muerte, Miguel Hernández Gilabert garabateó quizá su último verso en la pared de la cárcel de Alicante: «Adiós, hermanos, camaradas, amigos: déjame despedirme del sol y los campos». Falleció joven y enfermo. Fue el 28 de marzo de 1942, a la edad de 31 años, tras ser arrestado por simpatizante comunista y antifascista.

En marzo de 1940 fue condenado a pena de muerte, pero gracias a sus amigos intelectuales que intercedieron por él, la pena fue conmutada a 30 años de prisión. En la cárcel, primero enfermó de bronquitis, luego de tifus, lo que después desencadenó en una tuberculosis. Dicen sus biógrafos, que la falta de atención médica y las terribles condicio-


evocación Inspiración en Orihuela

nes en las que se encontraba en prisión fueron tales, que cuando murió, nadie se preocupó por cerrarle los ojos. La enfermedad, la desnutrición y las represivas condiciones carcelarias de la inmediata postguerra acabaron con la vida del poeta y dramaturgo español Miguel Hernández, y en este 2018 se cumplen 76 años de su deceso.

Hernández no quería ser enterrado en el cementerio, pidió que su carne y sus huesos queden en la tierra como abono para la siembra, para la vida. Dicen que algunos de los versos de quien fue considerado uno de los grandes modelos de la literatura española del siglo XX y de la literatura universal, fueron conservados por sus carceleros, y otros, durante muchos años, en las paredes de la cárcel.

Miguel Hernández nació el 30 de octubre de 1910 en Orihuela, una ciudad eclesiástica y señorial, rodeada de decenas de iglesias, conventos y huertas, donde solo un 16% de la población estaba alfabetizada. Los niños de aquella época solo recibían un año de instrucción en la escuela, luego se los preparaba para trabajar en el campo, con el resto de la familia. La biografía del poeta español ha estado marcada por la historia en la que se desenvolvió su infancia y adolescencia: en el campo, entre el ganado y la repartición de leche; también es conocido como un «pobre pastor de cabras que estuvo en la guerra y que escribió poesía». Lo cierto es que la tierra y la naturaleza constituyeron parte fundamental en su vida, lo que luego se vio reflejado en sus escritos. Orihuela era el lugar donde siempre quería volver, ya sea para correr por sus verdes prados o para treparse en lo alto de un árbol. «Su padre fue un hombre muy autoritario y duro, entregado a su labor de pastor y tratante de cabras. La madre era más bien de carácter tímido y seco, se dedicaba a los trabajos de su casa e intentaba suavizar la actitud severa del padre en las riñas familiares; también era muy enfermiza. La familia estaba compuesta por tres hermanos y tres hermanas», señalan sus biógrafos. Desde pequeño, Miguel aprendió a conducir el rebaño de su padre por los campos y sierras de Orihuela. La naturaleza, la luna, las estrellas, la lluvia, los animales son parte de sus primeras composiciones poéticas. Sólo el breve paréntesis de unos años interrumpe esta vida, para asistir a la Escuela del Ave María, anexa al Colegio de Santo Domin-

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go, donde estudia gramática, aritmética, geografía y religión, donde se destaca ante los demás por su alto grado de sensibilidad y por el lirismo empleado en sus escritos.

Amigos influyentes

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José Luis Ferris, autor de Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta, en una ampliación de la biografía que escribiera ya hace 13 años sobre Hernández, señala que si bien es cierto eran familia de campo, el padre del poeta español llegó a tener cierto poder de caciques locales, debido a su negocio de ganado. «Miguel Hernández fue menos pobre de lo que él dio a entender, y si bien es cierto que fue pastor, lo fue de sus propias cabras. Lo que sí es cierto es que sufrió una tremenda humillación al tener que abandonar los estudios primarios, en los que se había destacado, para ponerse a cuidar cabras», apunta el biógrafo. Su padre nunca estuvo de acuerdo con que le dedicara tiempo a la literatura. Le impedía leer o escribir de noche, con cierta violencia incluso, para que no malgastara luz, señalan sus biografías. Pero él leía mientras pastoreaba, a escondidas.

Como Hernández siempre se destacó en el ámbito intelectual, los jesuitas le ofrecieron la gratuidad de los estudios para que continuara en la escuela, afianzando más la proximidad que el joven tenía con la Iglesia. En ese ambiente comienza a frecuentar a Ramón Sijé (seudónimo de José Marín), «un muchacho enfermizo, que sale poco de casa y que lee mucho. Se convierte en su consejero y le dota de libros». Entre ellos se crea un vínculo de amistad. También frecuenta a los hermanos Fenoll (dueños de una panadería pero con aficiones literarias) y al padre Almarcha, quien también le presta libros. El grupo constituye en Orihuela una peña literaria, se reúnen para escribir y leer poesía con tinte religioso. Es entonces cuando comienza a publicar sus poemas en revistas como El Pueblo de Orihuela o El Día de Alicante. En 1934 publican la revista cristiana El Gallo Crisis, de la que solo salieron seis números. En la década del treinta viaja a Madrid y colabora en distintas publicaciones; establece relación con los poetas de la época, Vicente Aleixandre y Pablo Neruda; con este último fundó la revista Caballo Verde para la Poesía. A su vuelta a Orihuela redacta Perito en lunas (1933), donde se refleja la influencia de los autores de literatura clásica que lee en su infancia y los que conoce en su viaje a Madrid. Otras de sus obras fueron El rayo que no cesa (1936), Viento del pueblo (1937), El hombre acecha (1938) y Cancionero y romancero de ausencias (1938–1941), además de cinco obras de teatro. «Las ideas marxistas del poeta chileno Neruda tuvieron una gran influencia sobre el joven Miguel, que se alejó del catolicismo e inició la evolución ideológica que lo conduciría a tomar posiciones de compromiso beligerante durante la


Guerra Civil Española, entre 1936 y 1939», señalan sus biógrafos. Terminada la guerra regresó a Orihuela, no pudo escapar de España después de la rendición republicana, es entonces cuando es detenido y condenado a muerte.

Las voces de sus poemas Treinta años después de su muerte, sus versos fueron musicalizados por uno de los más celebrados cantautores del habla hispana: Joan Manuel Serrat. Uno de los poemas más divulgados del poeta español es Nanas de la cebolla, musicalizado por Alberto Cortez, que es parte del disco Miguel Hernández, lanzado en 1972, por Serrat. Este poema fue escrito en 1939, mientras el poeta estaba encar-

«Pese a que tradicionalmente se le ha encasillado en la generación del 36, mantuvo una mayor proximidad con la generación anterior hasta el punto de ser considerado por Dámaso Alonso como un ‘genial epígono’ de la generación del 27». celado recibió una carta de su esposa Josefina, en la que le contaba que sólo podía ofrecer pan y cebolla a su hijo para que se alimentara. Sus poemas también fueron musicalizados por el grupo español Jarcha. Carmen Linares también los incorporó en su repertorio de flamenco, además de otros cantautores como Víctor Jara, Pablo Guerrero, Ana Belén y Víctor Manuel, Adolfo Celdrán, Luis Cilía, Elisa Serna, Amancio Prada, entre otros.

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Vientos del pueblo me llevan Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me avientan la garganta. Los bueyes doblan la frente, impotentemente mansa, delante de los castigos: los leones la levantan y al mismo tiempo castigan con su clamorosa zarpa. No soy de un pueblo de bueyes, que soy de un pueblo que embargan yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros con el orgullo en el asta. Nunca medraron los bueyes en los páramos de España. ¿Quién habló de echar un yugo sobre el cuello de esta raza? ¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos ni trabas, ni quién al rayo detuvo prisionero en una jaula?

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Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada, valencianos de alegría y castellanos de alma, labrados como la tierra y airosos como las alas; andaluces de relámpagos, nacidos entre guitarras y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas; extremeños de centeno, gallegos de lluvia y calma, catalanes de firmeza, aragoneses de casta, murcianos de dinamita frutalmente propagada, leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza, hombres que entre las raíces, como raíces gallardas, vais de la vida a la muerte,

vais de la nada a la nada: yugos os quieren poner gentes de la hierba mala, yugos que habéis de dejar rotos sobre sus espaldas. Crepúsculo de los bueyes está despuntando el alba. Los bueyes mueren vestidos de humildad y olor de cuadra: las águilas, los leones y los toros de arrogancia, y detrás de ellos, el cielo ni se enturbia ni se acaba. La agonía de los bueyes tiene pequeña la cara, la del animal varón toda la creación agranda. Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta. Muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama, tendré apretados los dientes y decidida la barba. Cantando espero a la muerte, que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.

Rosario, dinamitera Rosario, dinamitera, sobre tu mano bonita celaba la dinamita sus atributos de fiera. Nadie al mirarla creyera que había en su corazón una desesperación, de cristales, de metralla ansiosa de una batalla, sedienta de una explosión. Era tu mano derecha, capaz de fundir leones, la flor de las municiones y el anhelo de la mecha. Rosario, buena cosecha, alta como un campanario


sembrabas al adversario de dinamita furiosa y era tu mano una rosa enfurecida, Rosario.

Sobre los ataúdes feroces en acecho, sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho hasta en el polvo, esposa.

Buitrago ha sido testigo de la condición de rayo de las hazañas que callo y de la mano que digo. ¡Bien conoció el enemigo la mano de esta doncella, que hoy no es mano porque de ella, que ni un solo dedo agita, se prendó la dinamita y la convirtió en estrella!

Cuando junto a los campos de combate te piensa mi frente que no enfría ni aplaca tu figura, te acercas hacia mí como una boca inmensa de hambrienta dentadura.

Rosario, dinamitera, puedes ser varón y eres la nata de las mujeres, la espuma de la trinchera. Digna como una bandera de triunfos y resplandores, dinamiteros pastores, vedla agitando su aliento y dad las bombas al viento del alma de los traidores.

Canción del esposo soldado He poblado tu vientre de amor y sementera, he prolongado el eco de sangre a que respondo y espero sobre el surco como el arado espera: he llegado hasta el fondo.

Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera: aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo, y defiendo tu vientre de pobre que me espera, y defiendo tu hijo. Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado, envuelto en un clamor de victoria y guitarras, y dejaré a tu puerta mi vida de soldado sin colmillos ni garras. Es preciso matar para seguir viviendo. Un día iré a la sombra de tu pelo lejano, y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo cosida por tu mano. Tus piernas implacables al parto van derecho, y tu implacable boca de labios indomables, y ante mi soledad de explosiones y brechas recorres un camino de besos implacables. Para el hijo será la paz que estoy forjando. Y al fin en un océano de irremediables huesos tu corazón y el mío naufragarán, quedando una mujer y un hombre gastados por los besos.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos, esposa de mi piel, gran trago de mi vida, tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos de cierva concebida. Ya me parece que eres un cristal delicado, temo que te rompas al más leve tropiezo, y a reforzar tus venas con mi piel de soldado fuera como el cerezo. Espejo de mi carne, sustento de mis alas, te doy vida en la muerte que me dan y no tomo. Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas, ansiado por el plomo. 35


Emerio Medina

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or estos montes no se puede andar de noche sin haberlos recorrido primero a la luz del sol. No se puede caminar seguro sobre estas piedras resbalosas, sobre estos roquedales traicioneros de serpentinas que se deshacen cuando el pie no asienta bien. Solo descuidarse un poco y el pie resbala sobre las puntas de las rocas. Porque ahora todo es bajada. Bajada de tres mil metros. Dice Camilo que hay más. Y yo digo que hay seis mil por la carga que llevo sobre los hombros. Son cien libras de café. Tres mil metros de bajada por este camino de serpentinas resbalosas con cien libras de café sobre la espalda. De noche. Vamos con la vista baja para tratar de adivinar los huecos. De recordar dónde es-

tán. Todo para no partirnos un pie. Y para cuidarnos de las zarzas. Ya cuántas veces nos quedamos ensartados en las espinas como peces. Pero no somos peces. Vamos bajando desde los cafetales, vamos a pie, con miedo a resbalar en estas piedras sueltas del camino. Vamos saltando desde arriba, esquivando las espinas de las zarzas. Bajamos como los chivos por estos roquedales, pero no somos chivos. Somos nosotros. Vamos bajando cargados de café por este camino de cabras. Café robado. Uno pudiera pensar que nada bueno nos espera. Uno pudiera pensar eso. Pero vamos juntos. Camilo y yo vamos delante. Desde acá vemos las luces del pueblo y nos detenemos a esperar.


cuento Difícil creer que allá abajo esté la gente durmiendo. Es gente que se levantará temprano para ir a trabajar. Gente que seguro espera encontrar mañana un poco de la buena suerte. Un pedazo de ella. Falta saber si se conformarán con un pedazo. Si serán como nosotros. Si podrán andar por estas lomas con las cien libras sobre la espalda. Pero nosotros dormiremos la mañana. Después iremos a vender el café. Antes lo vendíamos temprano. Se lo vendíamos a los negros en la casa de Oliveros. Tenían un carro preparado. Era bueno eso del carro porque ellos compraban todo el café. Se iban por la noche con diez quintales. Con más. Yo nunca supe con cuánto. Camilo sí. Camilo es una fiera en eso de los números y las cuentas. Camilo siempre fue así. Inteligente. Yo no. Yo lo único que hago bien es subir y bajar por estos lomeríos. No tengo cabeza para otra cosa. Hoy no cargamos café seco, que era el que los negros compraban bien. A quinientos pesos el quintal. Café bien seco que les comprábamos a los guardias. No era como este café maduro que llevamos hoy. Lo recogemos directo de los campos. Nos metemos en los cafetales y llenamos los sacos. Eso es difícil. Difícil y peligroso, porque los guardias tienen carabinas y tiran a matar. Por eso ya no nos gusta este negocio. Bajamos de noche con los sacos llenos de café maduro. Como hoy. Es café maduro lo que llevamos en los sacos. Café que va chorreando miel. Miel que se mezcla con el polvo hasta formar una costra sobre la piel. Hasta empaparnos la ropa. Nos rueda por la espalda directo hasta el culo. Y del culo a los huevos. Y el culo y los huevos empiezan a arder. Son tres mil metros de bajada por este camino pedregoso con cien libras de café maduro sobre la espalda, con miedo a resbalar o a sajarnos la piel con

Vamos bajando desde los cafetales, vamos a pie, con miedo a resbalar en estas piedras sueltas del camino. Vamos saltando desde arriba, esquivando las espinas de las zarzas. Bajamos como los chivos por estos roquedales, pero no somos chivos. Somos nosotros. Vamos bajando cargados de café por este camino de cabras. Café robado. las espinas, y con la picazón en el culo y los huevos. A veces arde tanto que soltamos la carga para rascarnos. Nos rascamos con las dos manos. Con las uñas sucias. Y eso es peor. Pero al final del camino nos espera un baño en el río, y al final de la noche nos espera una cama. Un baño en el río y una cama por el café maduro que llevamos sobre los hombros. Camilo va callado. Se rasca callado. Se adelanta a veces, maldice bajito. Lo dejo ir delante. Lo veo recortarse contra las luces del pueblo. Ahí va Camilo con su saco al hombro. Cien libras. Ni una menos. Nunca ha querido cargar menos. Y yo siempre he querido protegerlo. Le digo que no cargue tanto. Que no se esfuerce tanto. Y es que Camilo es más bajito que yo. Mucho más. Tiene mi edad pero parece un niño de diez años. Ni bigotes tiene. Dicen que por un problema de las glándulas. Camilo nunca ha querido hablar de eso. No lo habla con nadie. No lo habla conmigo. Y yo no le pregunto. La gente sí. La gente pregunta. Le dicen apodos. Yo no. Yo le digo Camilo. Será por eso que le gusta

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Porque tiene que haber sido eso lo que yo creía cuando se me ocurrió matar a Oliveros. Matarlo de verdad. Quitarlo del camino. Son cosas de dejarse llevar. Voces que le llegan a uno a veces. Gritos de pezones duros como rocas que resuenan en la cabeza y le dicen a uno: Mátalo, mata a ese viejo de mierda.

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andar conmigo. Siempre conmigo. Siempre juntos. Camilo es el mejor para hacer negocios de café. Sabe de épocas y de maduraciones. Sabe discutir de precios y de cosas de café. Yo no. Yo no tengo cabeza para este negocio. Creo que para ninguno. Lo mío es cargar el saco. Si es café seco voy contento. Si es café maduro me voy rascando. Pero contento también. Contento de andar con Camilo. Una vez hicimos bastante dinero y quisimos comprar un caballo. Vimos muchos, todos caballos viejos. A Camilo no le gustaron. Dijo que esos no. Seguimos buscando hasta que apareció la yegüita. A Camilo le gustó. —Bonita —dijo. La compramos. Camilo se encargó de atenderla. La cuidaba bien. La bañaba. Estaba gorda la yegüita. Bajaba bien por los trillos con cuatro sacos de café. Al mes dijo Camilo que era mucho. Empezamos a bajar dos sacos. Camilo la llevaba de la brida. Yo iba detrás. Fue un tiempo bueno porque el dinero entraba fácil y no nos cansábamos tanto. Vendíamos el café en los barrios del llano. Siempre había gente buscando café. Gen-

te que había hecho algún dinero y se empeñaba en hacerlo crecer. Gente que se arriesgaba. Llegaban desde lejos y se llevaban el café por quintales. Fue cuando conocimos a Oliveros. Tenía el negocio de la charada. No le interesaba el café. No le hacía falta. Gente que hay así, con suerte. Con maña para buscarle sus vueltas a la vida. Solo quería que conociéramos a unos negros. Tenían preparado un carro para traficar y nos daban un buen precio. Y buenos negros eran. A Camilo le gustó hacer el negocio con ellos. A mí me daba lo mismo con quién se hacían los negocios, fuera con los negros o con otra gente. Pero me gustaba ir a la casa de Oliveros porque allá estaba Marilia con sus chores cortos. La tela se le metía bien adentro y yo me quedaba mirándola sin poder hacer otra cosa. Estaba viviendo con Oliveros desde los carnavales. Vamos bajando desde los cafetales, vamos a pie, con miedo a resbalar en estas piedras sueltas del camino. Vamos saltando desde arriba, esquivando las espinas de las zarzas. Bajamos como los chivos por estos roquedales, pero no somos chivos. Somos nosotros. Vamos bajando cargados de café por este camino de cabras. Café robado. Y no es que no supiera qué hacer con las mujeres, porque a mí las mujeres se me daban fácil. Las mujeres de por aquí. Las que casi se mueren de hambre en estos campos. Era solo que Marilia tenía aquel aire de mundo y aquella piel. Ella se dio cuenta de que yo la miraba. Ya entonces se dio cuenta y no me apartó la mirada. No lo hizo, coño, y esa fue la primera cosa mala. La primera cosa del diablo. Porque tiene que haber sido cosa del diablo, digo yo. Del que anda suelto por estos campos. Del que se asoma de noche a los ojos de los hombres y los hace ver las cosas de otra forma. Y Camilo me decía que no me de-


jara tentar. Que las mujeres como Marilia terminaban por joderle a uno la vida. Pero yo no quise oír a Camilo. Qué podía saber Camilo de mujeres. Qué podía saber él, que lloró aquella noche en el trillo de las cabras, aquella noche misma en que la yegüita resbaló sobre las serpentinas y se partió las patas. Tuvimos que rematarla aquella noche. Camilo la acarició como a una mujer y me dio el cuchillo. Se apartó para no oírla llorar y lloró él mismo. Comemierda ese Camilo. Un muchacho. Le dije que debíamos aprovechar la carne. Que la gente la pagaba bien. Y él dijo que sí. Le llevamos los perniles a Oliveros. Era bien oscuro. Nosotros con el susto y el olor a sangre. Nosotros con el miedo. En estos campos hay mucha gente mala. Gente que se pasa la vida tratando de saber cosas como esa. Para decírselas a la policía, o para contarlas más adelante, así como así, como si los problemas de la gente tuvieran esa importancia, como si fuera cosa de risa o de ir hablando por ahí, diciendo que vieron esto y aquello, o que oyeron que alguien lo dijo. Por eso íbamos con miedo por los callejones oscuros. Con el miedo de quien ha debido enfrentar algo penoso y lo

lleva como una carga. Con ese tipo de susto que obliga a uno a volver la cabeza cuando el viento rompe una ramita seca. Y Oliveros no quiso comprar la carne. Dijo que no iba a meterse en ese asunto peligroso. Suerte que Marilia se asomó por la ventana y nos dijo que esperáramos. Los oímos discutir dentro de la casa. Después Oliveros salió y dijo que estaba bien. Se quedó con toda la carne y dijo que sería bueno si nosotros lo ayudábamos a prepararla. Por eso nos quedamos esa noche allá. Camilo estaba sentado en su rincón. Me miraba destazar los perniles. Miraba la sangre que goteaba de la mesa. Triste que estaba Camilo esa noche. —Si se ha quedado sin mujer —dijo Oliveros riéndose—. Cómo quieres que esté. Pero a mí no me hizo gracia lo que dijo Oliveros. No me hizo ninguna gracia, y así se lo di a entender al viejo. Si no se lo dije con palabras fue porque Marilia estaba entrando y ya no tuve otra cosa en qué pensar. Se me puso al lado y me rozó la

espalda con la bata de dormir. Bata fina. Olor de cama y de hembra. Cosa del diablo, sería, y por poco me corto con el cuchillo. —Tienes buenas manos —dijo ella. Yo quería decir que tenía otras cosas buenas también. Le hubiera dicho que si quería probar solo tenía que pedirlo. Le hubiera dicho más. Le hubiera dicho todo. Porque en eso de decirles cosas a las mujeres yo sí que no soy como Camilo. Yo las cosas las digo de una manera que las mujeres se me ríen enseguida. Se me ríen de esa forma que uno espera. Las de por aquí se ríen siempre cuando les digo mis cosas. Y a Marilia yo tenía ganas de hablarle de ese modo aunque no fuera de por aquí. Aunque tuviera aquella piel y aquel aire. A una mujer debe gustarle que le digan esas cosas. A cualquier mujer debe gustarle, sea de por aquí o de cualquier otra parte. Debe gustarle que le hablen un poco sucio. Que le digan cosas de sexo. Insinuaciones, digo yo. Así que yo podía hablarle a Marilia sin

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miedo. Decirle mis cosas sin miedo. Cosas buenas que tengo yo aparte de las manos. No podía estarme allá tranquilo sin decirle nada. Sin mirar los pezones que se marcaban bajo la blusa. Pezones que gritaban Tócame. Seguro gritaban Tócame si hubieran podido hablar. Y yo podía oírlos aunque no gritaran. Yo podía olerlos. Estaban allí, como dos serpentinas sueltas del camino, peligrosas y traicioneras, dos rocas que gritaban Tócame. Y dos rocas tenían que ser. Duros y grandes que se veían. Oliveros daba vueltas y se quedaba mirando. Marilia cerca. Camilo en su rincón. Camilo como si no existiera. Yo creo que fue un momento malo. Un tiempo así como de noche que va a terminar mal. Como de amanecer que no llega. Y yo trataba de apartar los ojos de Marilia. De alejarme del olor a cama y a mujer. Del grito de los pezones limpios. Del Tócame que decían. Era mejor alejarse porque Oliveros estaba cerca. Y yo con el cuchillo. Cosas que se le ocurren a uno cuando los ojos se cierran. Cosas que uno ha querido apartar de la cabeza porque sabe lo que puede venir después. Amanecía cuando nos fuimos de la casa de Oliveros. A Camilo no le dije nada de Marilia. Ni él dijo nada tampoco. Me dio mi parte del dinero y se escurrió en el callejón. Se fue callado, con la mirada fija en

el suelo. Triste, digo yo. Triste que se veía. Por lo de la yegua, seguro. Y yo entendí que no podía hacer nada por él. Dejarlo solo. Era eso lo único. Por el momento era eso. Después lo podía buscar, más tarde, pero entonces estaba pensando yo en ese problema mío con Marilia. En esa fijación. Pensé que era mejor apartarme. Apartar la mirada. Alejar ese olor y ese grito. Taponear los oídos y cerrar los ojos. Pero en los ojos nadie puede mandar. A los ojos no les pueden decir que no miren. Y mis ojos miraban. Dicen que es el corazón el que se manda solo. Y yo digo que el corazón no es nada sin los ojos. Por ellos se me entró Marilia al cuerpo. Se me asomó al interior. Son esas cosas que le pasan a uno a veces. Uno se pregunta qué hacer con toda esa sangre mala. Porque debe ser la sangre la que se le pone a uno difícil. Y uno quisiera preguntar si está mal o está bien eso de dejarse llevar por el instinto. Uno quisiera que lo pararan a tiempo. Pero no había nadie cerca. Camilo estaba. Y a Camilo no se le podía preguntar de esas cosas. Camilo solo podía saber de café. Se quedaba callado y bajaba la cabeza cuando los hombres hacían sus cuentos de mujeres. Dicen que ese problema de las glándulas le dejó todo chiquito. Así que yo no tenía ningún derecho a meter a Camilo en mis cosas. Y no tenía tiempo tampo-

Ahora no puedo decir que todo fue idea de Marilia. Ahora todo se me confunde en la cabeza. Quizá fui yo mismo el de la idea. Aunque Camilo me ha dicho que no. Ha dicho que Marilia lo tenía todo planeado. Ella y los negros. 40


co. Solo tenía los ojos para mirar a Marilia. Para mirar sus pezones y sus nalgas o imaginar cómo eran. Ahora no sé si será bueno mantener ese recuerdo. Ahora ya nada me importa. No como antes. Como en aquel tiempo cuando Camilo y yo íbamos a la casa de Oliveros a vender el café. Y como la primera vez que Marilia y yo estuvimos solos. Debe haber sido cosa del diablo. Él se encargó de alejar a Oliveros. De alejar a los negros. Esa tarde se me habían entrado en el cuerpo unas ganas tremendas. Yo creo que a Marilia también. Entonces fue mía toda aquella carne. Toda aquella piel fina. Todo aquel desnudarse y sudar desde dentro. Todo aquel morirse despacio en la cama de Marilia. En la cama de Oliveros. Uno llega a olvidar que no es así como deben ser las cosas. Uno llega a creer que algo como eso no va a tener consecuencias. Y es que de andar y andar por la vida se le ponen a uno las cosas de una forma. O se le ponen de otra. Y uno tiene que escoger entre dos caminos que llevan al mismo destino. Es entonces que uno se equivoca y escoge el camino más corto. Ese que se encuentra fácil con los ojos. Y cierra uno los ojos para no ver que ha equivocado el camino. Los cierra uno y cree que es el corazón el que lo va guiando. Porque tiene que haber sido eso lo que yo creía cuando se me ocurrió matar a Oliveros. Matarlo de verdad. Quitarlo del camino. Son cosas de dejarse llevar. Voces que le llegan a uno a veces. Gritos de pezones duros como rocas que resuenan en la cabeza y le dicen a uno: Mátalo, mata a ese viejo de mierda. Y yo solo podía hablar de eso con Marilia. Aconsejarme con ella. Porque uno tiene que saber si está bien o está mal para dormir sereno. Para no andar por ahí con esas cosas en la cabeza. Y Marilia pensaba lo mismo que yo. No estaba bien eso de

dejarse manosear por un viejo. Eso de acostarse cada noche con él. De esperar el amanecer como una salvación para el cuerpo. Eso me decía Marilia en la cama. Me decía un Te quiero y yo entendía Mátalo. Me dejaba caer una lágrima y yo casi lloraba también. Casi, digo, porque yo no soy hombre de andar llorando por nada. Yo las cosas las resuelvo rápido y me ahorro la lágrima que pueda salir. Así andaba yo en ese tiempo. Yo andando y pensando y comiéndome de rabia cuando llegaba con Camilo a la casa de Oliveros y me encontraba a Marilia con aquellos ojos que me decían Hasta cuándo. Me comía por dentro con aquellos ojos mirándome. Ahora no puedo decir que todo fue idea de Marilia. Ahora todo se me confunde en la cabeza. Quizá fui yo mismo el de la idea. Aunque Camilo me ha dicho que no. Ha dicho que Marilia lo tenía todo planeado. Ella y los negros. Y yo creo que esas son cosas de Camilo. Cosas de quien no conoce bien a las mujeres. No puede ser que todo lo de Marilia conmigo haya sido mentira. Y no puedo creer que se haya ido con los negros. Con el dinero de Oliveros, y con el mío. No tengo cabeza para pensar en esas cosas. Ahora no. Ahora lo que hago es fijarme bien dónde pongo los pies para no resbalar con las piedras sueltas del camino. Camilo y yo vamos delante. Nos detenemos para mirar las luces del pueblo. Para rascarnos. Y para esperar por Oliveros. Él viene lejos todavía. Viene despacio. Viene bajando con nosotros por este trillo de las cabras. Trae cien libras de café robado sobre los hombros. Es café maduro que va chorreando su miel. La miel le rueda por la espalda y le llega hasta el culo. Pero Oliveros no se rasca. No maldice. Debe ser porque a esa edad ya nada importa. O debe ser cosa del diablo, digo yo.

Emerio Medina (Mayarí, Holguín, Cuba – 1966) Estudió Ingeniería Mecánica en Uzbekistán, Unión Soviética. Ha incursionado en el cuento y la novela. En 2005 se publicó su primer libro: Plano secundario, y en 2007 vio la luz su segundo título: Las formas de la sangre. Con Rendez-vous nocturno para espacios abiertos obtuvo el Premio de la Ciudad de Holguín 2006; con el relato Los días del juego, el Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2009; y ese mismo año el Premio UNEAC de Cuento Luis Felipe Rodríguez por su volumen Café bajo sombrillas junto al Sena. En 2011 obtuvo el Premio Casa de las Américas por su libro La bota sobre el toro muerto; Premio Alejo Carpentier 2016 por el libro La línea en la mitad del vaso. 41


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Ninguna puerta tiene el nombre de Penélope

Entendimiento del mundo a través del amor

Siempre habrá en nuestras vidas una hermosa mujer cuyo destino no habría de juntarse con el nuestro una inocente mujer que tomó nuestro corazón en su mano lo acarició y echó a volar como una paloma (pero las palomas no son golondrinas las amorosas palomas no son pájaros libres) una bella mujer que eligió su camino a veces /oh cruel Dios/ paralelo a nuestras vidas pero por un instante /sólo por un instante/ nos mordió los labios con dientes de eternidad. Ojalá no tengamos que pagar el precio de su cercanía de un fortuito encuentro que corrompa el aire del cerrado paraíso del recuerdo ya casi devorado por el olvido reconstruido a nuestro sabor y riesgo. Adiós novia perdida /bello perfil cabeza neblinosa/ El nombre de Penélope quería decir «No vuelvas».

No es el norte magnético tampoco el puro azar o la victoria siempre del más fuerte mas sí una conmoción que podría matarnos un remolino que nos mete en su vórtice como una hermosa flor caníbal que destruye a los que se resisten pero para los más los débiles los otros es el deslumbramiento la droga poderosa el ácido lisérgico los hongos alucinantes de los chamanes capaces de hacernos avizorar el tiempo que habríamos podido vivir de ser más puros pero cuyos efectos por desgracia pasan demasiado pronto no alcanzan la duración de una vida. Nadie se lo merece no otorga privilegio haber llegado antes haber sufrido más uncirse en eslabones solidarios.


lírica

Ocurre cuando ocurre fuera de la invención y del deseo lo importante es que sea dar con la veta de la armonía del mundo sentir su plenitud atravesándonos por un instante largo sabernos inmortales.

A través de los ojos del búho o del murciélago ¡Por clarividencia me estoy volviendo un hombre triste! porque he empezado a ver las cosas como a través de los ojos del búho o del murciélago. No puedo soportar la luz los predecibles juegos de ciertas circunstancias. Yo nunca sembré un árbol /amé muchas mujeres escribí muchos libros/. Odio la realidad que me descubre que una mujer no me ama aunque haga a veces el amor conmigo sienta correr el pulso de la vida a través de su cuerpo palpitando en su ombligo.

Uno cree poder encontrar su pareja en cualquier parte ama lo insólito por insólito por su parentesco con lo imposible Se recuesta a morir a descansar a jugar el papel de no ser la entelequia que vagamente cree ser. ¿Qué pasa? ¿qué ominoso juego que fe inútil es ésta? Rescato mi rodilla de humillación mi labio que alguna vez besara el suelo como si fuera una flor. Rescato mi vocación de colibrí que sólo quiere hundirse en la corola oscura de tus piernas en tu inconsciencia que no por eso te hace ser menos amada.

Canción a la hermosa mujer imperfecta Me gustas por imperfecta porque eres una mujer muy sola y a veces tu alegría es loca triste desenfrenada tu urgencia de vivir como queriéndote sacar de golpe la soledad de espina que llevas dentro se te asoma a los ojos congela tu sonrisa te lleva de la mano como un animalito sumiso e indefenso. Y no sabes cambiar o no quieres te gusta el perfil de tu karma en el espejo tu sufrimiento

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y prefieres luchar sola sin hombre como las amazonas salvo el sexo violento con algún extraño cuya mirada descubrió tu secreto te hizo atisbar algo que podría ser terriblemente duradero pero que no lo es ni lo será lo decapitará tu corazón de golpe o se irá lo dejarás ir se desvanecerá. Todos caminamos alguna vez sonámbulos por el filo de la cornisa y regresamos sorteamos los laberintos de la felicidad o del infierno Y estará bien mientras tengamos en las pupilas el resplandor de la partícula de eternidad en que las bellas cosas suceden.

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Cuando los cuerpos se encienden alumbran como lámparas Cuando las yemas de mis dedos se hayan deslizado morosamente sobre tu piel desnuda transidas ya las manos de tu olor a manzana no salados los besos todavía la piel ardiendo a mares podrán quemar los cuerpos sus profundos sahumerios librar los subterráneos ríos purificadores intercambiar la miel de sus ofrendas seminales. No importará después que cada cuerpo vuelva a su espiral a su invencible timidez a su pudibundez original a su viva ceniza.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Plegaria contra las desazones del amor

Otra mujer es la que se asoma a los ojos de esta niña que me mira y sonríe. ¿Por qué te escondes por qué te empeñas en desaparecer? ¿por qué me arañas el corazón con uñas duras? Por lo menos ahora te sorprendí rondándome antes había sentido solo tu respiración sobre la nuca el nudo de tus brazos ahogándome tu sombra suave sobre la cama dura ausente bajo la luz vacía pero atravesándome como la espada de un faquir. Algún día lo sé vas a mirarme desde mis propios ojos en el espejo. Entonces estaré perdido.

Oh Dios que pueda soportar el tránsito de nuestro amor hacia la indiferencia que tu cercanía no me haga arder que podamos amablemente celebrar los días eludiendo el espejo donde uno de los dos no se verá cualquier signo que pueda afantasmarnos hacernos ver nuestra indigencia.


Fitzcarraldo Nadie dirá después en mi edad provecta que mis ojos miraron tu piel desnuda que te frotaste lenta en mi ombligo y mi pecho que descendí la rampa de tus muslos cuando tu cuello y hermoso rostro se tensaban como flecha en el arco como un ariete griego. Nadie creerá las historias recogidas de mi memoria vívida por mi voz cercana ya del ancho estuario donde todo perece. Pero mis ojos vieron pero mi piel ardió oyeron mis oídos el murmullo de la seda al desplomarse en los tobillos de la diosa después sus breves pasos alejándose al reino de los sueños después los falsos signos la burla de los dioses el silencio.

Carlos Eduardo Jaramillo (Loja – 1932) Vivió su niñez y juventud en Loja, donde se graduó de bachiller. Hizo sus estudios en la Universidad Central en Quito, se doctoró en Derecho. Ejerció la profesión de abogado en Guayaquil, donde fue ministro de la Corte Superior de Justicia. Fue catedrático del Instituto de Diplomacia de la Universidad de Guayaquil hasta el año 2000. Sus principales obras son: La trampa (1964), Maneras de vivir y de morir (1965), Una vez la felicidad (1972), Perseo ante el espejo (1974), Blues de la calle Loja (1990), Canciones levemente sadomasoquistas (2000) y la antología Poesía junta (vol. 6, 2006). En 2007 recibió el galardón Eugenio Espejo. En 2018 la CCE publicó su poemario Para atrapar la sombra de la amada. 45


Con mi música y la Fallaci a otraparte Leonardo Haberkorn

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espués de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez. No dictaré clases allí el semestre que viene y no sé si volveré algún día a dictar clases en una licenciatura en comunicación. Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook. Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla. Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir selfies. Claro, es cierto, no todos son así. Pero cada vez son más. Hasta hace tres o cuatro años la exhortación a dejar el teléfono de lado durante 90 minutos —aunque más no fuera para no ser maleducados— todavía tenía algún efecto. Ya no. Puede ser que sea yo, que me haya desgastado demasiado en el combate. O que esté haciendo algo mal. Pero hay algo cierto: muchos de estos chicos no tienen conciencia de lo ofensivo e hiriente que es lo que hacen. Además, cada vez es más difícil explicar cómo funciona el periodis-

mo ante gente que no lo consume ni le ve sentido a estar informado. Esta semana en clase salió el tema Venezuela. Solo una estudiante en veinte pudo decir lo básico del conflicto. Lo muy básico. El resto no tenía ni la más mínima idea. Les pregunté si sabían qué uruguayo estaba en medio de esa tormenta. Obviamente, ninguno sabía. Les pregunté si conocían quién es Almagro. Silencio. A las cansadas, desde el fondo del salón, una única chica balbuceó: ¿no era el canciller? Así con todo. ¿Qué es lo que pasa en Siria? Silencio. ¿De qué partido tradicionalmente es aliado el PIT-CNT? Silencio. ¿Qué partido es más liberal, o está más a la ‘izquierda’ en Estados Unidos, los demócratas o los republicanos? Silencio. ¿Saben quién es Vargas Llosa? ¡Sí! ¿Alguno leyó alguno de sus libros? No, ninguno. Conectar a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es como enseñar botánica a alguien que viene de un planeta donde no existen los vegetales. En un ejercicio en el que debían

salir a buscar una noticia a la calle, una estudiante regresó con esta noticia: todavía existen quioscos que venden diarios y revistas. En la Naranja mecánica, al protagonista le mantenían los ojos abiertos con unas pinzas, para que viera una sucesión interminable de imágenes, veloces, rápidas, violentas. Con la nueva generación no se necesitan las pinzas. Una sucesión interminable de imágenes de amigos sonrientes les bombardea el cerebro. El tiempo se les va en eso. Una clase se dispersaba por un video que uno le iba mostrando a otro. Pregunté de qué se trataba, con la esperanza de que sirviera como aporte o disparador de algo. Era un video en Facebook de un cachorrito de león que jugaba. El resultado de producir así, al menos en los trabajos que yo recibo, es muy pobre. La atención tiene que estar muy dispersa para que escriban mal hasta su propio nombre, como pasa. Llega un momento en que ser periodista te juega en contra. Porque uno está entrenado en ponerse en los zapatos del otro, cultiva la empatía como herramienta básica de trabajo. Y entonces ve que a estos muchachos —que siguen teniendo la inteligencia, la simpatía y la calidez de siempre— los estafaron, que la culpa no es solo de ellos. Que la incultura, el desinterés y la ajenidad no les nacieron solos. Que les fueron matando la curiosidad y que, con cada maestra que dejó de corregirles las faltas de ortografía, les enseñaron que todo da más o menos lo mismo. Entonces, cuando uno comprende que ellos también son víctimas, casi sin darse cuenta va bajando la guardia. Y lo malo termina siendo aprobado como mediocre; lo mediocre pasa por bueno; y lo bueno, las pocas veces que llega, se celebra como si fuera brillante.


crítica

No quiero ser parte de ese círculo perverso. Nunca fui así y no lo seré. Lo que hago, siempre me gustó hacerlo bien. Lo mejor posible. Justamente, porque creo en la excelencia, todos los años llevo a clase grandes ejemplos del periodismo, esos que le encienden el alma incluso a un témpano. Este año, proyectando la película El informante, sobre dos héroes del periodismo y de la vida, vi a gente dormirse en el salón y a otros chateando en WhatsApp o Facebook. ¡Yo la vi más de 200 veces y todavía hay escenas donde tengo que aguantarme las lágrimas! También les llevé la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri. Toda la vida resultó. Ahora se te va una clase entera en preparar el ambiente: primero tenés que contarles quién era Galtieri, qué fue la guerra de las Malvinas, en qué momento histórico la corajuda periodista italiana se sentó frente al dictador. Les expliqué todo. Les pasé el video de la Plaza de Mayo repleta de una multitud enloquecida vivando a Galtieri, cuando dijo: «¡Si quieren venir, que vengan! ¡Les presentaremos batalla!».

Normalmente, a esta altura, todos los años ya había conseguido que la mayor parte de la clase siguiera el asunto con fascinación. Este año no. Caras absortas. Desinterés. Un pibe despatarrado mirando su Facebook. Todo el año estuvo igual. Llegamos a la entrevista. Leímos los fragmentos más duros e inolvidables. Silencio. Silencio. Silencio. Ellos querían que terminara la clase. Yo también. (Tomado de: http://leonardohaberkorn. blogspot.com/2015/12/con-mimusica-y-la-fallaci-otraparte.html. Carta publicada en diciembre de 2015, en su blog personal El informante, y donde pone su renuncia como profesor de la Facultad de Comunicación en la Universidad ORT de Montevideo, Uruguay).

Leonardo Haberkorn (Montevideo, Uruguay – 1963) Periodista. Trabajó en medios de prensa de su país (Punto y Aparte, Búsqueda, Tres, Plan B, El Espectador, entre otros). Fundó y dirigió entre 2000 y 2006 el suplemento Qué Pasa del diario El País. Publicó en revistas internacionales como Gatopardo (Colombia-México), Etiqueta Negra (Perú) e Internazionale (Italia), entre otras. Ha sido incluido en antologías de periodismo narrativo publicadas en Chile, México, España e Inglaterra, incluyendo Antología de crónica actual latinoamericana (Madrid, 2012). Publicó 12 libros. Entre ellos Historias tupamaras, Crónicas de sangre, sudor y lágrimas y Milicos y tupas, que ganó en 2011 el premio Bartolomé Hidalgo. Su libro más reciente es Gavazzo. Sin piedad. Hoy trabaja como corresponsal en Uruguay de la agencia de noticias Associated Press (AP). 47


Altas horas El día que mi padre me decía al oído: Be careful, it´s my heart Louis Armstrong dictaba en el oído lo que nunca cantó. Otro hombre perfecto fue su dueño. Cantores, militares, ya no viven aquí. Vive Daniela/ El eterno retorno de la canción que pide cuida mi corazón de alturas y cemento. Y por la suerte cuido. Levísima es la suerte a la que doy memoria. Hija mía. Sé libre ama con esperanza/ con ingenuidad. Una taza de té empecé a tomar hace años y hace más tiempo removía la carne temblorosa que tomaría el té. Desde ese temblor escribí, escribí: ahora cuento las palabras que quedan sin contaminar. Dentro de mí el piso 23 la escuela el corazón que cae, Tú eres ese cuerpo sin fragmentar intacto. 48

Hija mía soy libre te amo con esperanza/ con ingenuidad. Quédate cerca de la puesta del sol: quien la fragmenta y disecciona no puede hacer que el sol se ponga para ti. Quien diseca la palabra no puede hacerte vibrar con palabra alguna. Eso te doy las puestas de sol que fueron las sobre mí las que te inquietarán y aquietarán y esta palabra sin contaminar para que la bebas con fruición como la leche de las altas horas la acunes, aprendas y mastiques y te haga luz en la hora violeta cuando el sol se ponga sobre mí.


poesía La breve duración

Bukowski

Leí un largo poema de William Carlos Williams sobre el amor y los asfódelos. Entre lo que ignoro, tampoco sé qué cosa es el asfódelo. Otras flores tuve y de otros poemas gusté y también tuve otras ignorancias. Es cierto que los poemas colocan cosas sobre el mundo y que hay personas que no gustan de ellos ni del mundo, aunque serían mejores si tuvieran aquello que tienen los poemas. ¿Qué tienen los poemas, William Carlos Williams? Provocan la desazón de lo desconocido, el deseo de asir el humo que emana de lo que creemos conocido. Tuve esta flor, por ejemplo, hace años, sobre la pared de una casa en la que estuve viviendo; en su patio las orquídeas cubrían el lugar donde antes estuvo la caseta de madera; en la caseta de madera, el padre de mi amigo, una mañana nada especial amaneció colgado de las vigas. Las orquídeas luego cubrieron el lugar pero no borraron su aura de tragedia.

No tuve que dejarles mi hermoso cisne pues no había invierno ni lagos congelados donde mueren los cisnes. Y es lo único que no he tenido que dejarles. Los mismos que arrastraban sus zapatos de polvo y echaban su distracción sobre los seres vivientes pidieron para sí todo lo que tenía: gatos de mirada equidistante haciendo equilibrios sobre las alambradas pájaros comunes que anidaron en mis árboles. Los vi desde el cercado ya no tenían ese brillo en la mirada y morían contemplados por las miradas sin brillo de los que hablaban de la comida y el verano y uno me miró para que lo pusiera a morir a salvo en mi corazón pero fui cobarde y lo dejé allí como tú les dejaste tu hermoso cisne y nadie me ha vuelto a mirar con la misma necesidad.

De entonces acá estas flores no perdieron hermosura, pero igual son materia del suicidio.

Casa en la tierra

Otra flor tuve que vi crecer bajo mi agua —el lirio perenne descrito por Ariel—; tenía pocas cosas, paredes alquiladas me servían de hogar: todavía me sirven. No tuve asfódelos, tuve éstas para mí. Y de mí ellas no guardaron memoria. Es vanidad de los poemas fijar los deseos del otro y es vanidad de los poetas creer que sus versos se fijan en el otro como no lo hace la flor más que el tiempo que le corresponde. Si acaso guardaré algo para mí será lo mismo que di a los otros que se me acercaron: la breve duración de los asfódelos, las orquídeas suicidas, los lirios de agua.

Sobre la tierra firme construimos refugios promisorios creemos en ellos como la salvación: nadie nos salvará de nuestra vanidad nuestro peso de hormiga en la casa mudable nada nos apartará de las paredes provisionales pegadas a las rocas. En el antiguo mundo en las montañas de Petra los hombres cincelaron el sueño rosa de los otros. En filas sudorosas / aspirando en el polvo tallaron las catedrales de los dioses de piedra. Nuestros dioses de arcilla en ciudades insomnes enredan su confusión en columnas y techos circulares. Pues toda casa tiembla. Sobre la tierra firme la única firmeza proviene de los sueños que echamos hacia el agua y el agua los devuelve como lengua que lame los contornos del cuerpo y los suaviza y les crea la breve eternidad de las paredes de los sueños de agua las palabras. 49


Donde serrano cree que puedo detener el salto para Edurman Mariño Él cree, yo lo dejo creer. También me gustaría atrapar la palabra capaz de detener el salto. Él cree que podría. Nadie puede. Tengo esta manía de repetir los mismos argumentos pero de esos pocos, ninguno sirvió para detener saltos que ni siquiera presencié. Escribo cosas que describen a los suicidas colgados de mi cuello como adornos navideños: siempre retornan en sus fechas siempre se piensan en otras parecidas. Tuve a Karim tendido en una acera fija y ha transcurrido todo, menos lo que era él tendido allí: repaso esa película en que él grita un estúpido nombre de mujer y salta con el grito todavía sonante. No regresé al piso 23 de F y 3ra. no alcé los ojos hacia él: nada gané con esas omisiones: en mí hay un piso elevado desde el que sigue lanzándose. Tuve a Ignacio, muerto tiempo después de estar ya muerto abrazada de Ariel en las escaleras que bajan al San Juan donde es probable que Ignacio no estuviera nunca. No volví a ver el río desde esa perspectiva. De nada me sirve si él muere desde el balcón que eligió y muere en mi escalera. Cuento lo mismo. Él cree. Yo lo dejo creer. Los muertos míos que no me pertenecen tienen otros nombres en la muerte de otros. Ninguna palabra les evitó saltar. Saltó Belkys Ayón al encuentro de la avispa de metal saltó Raquel, abandonando el tabaco en un parque de New York saltó a las aguas contaminadas Ángel Escobar escribo estos nombres que mastico con dificultad, envueltos en arena. No sé los otros. No sé el del que acaso lee esto con la sonrisa desviada del que cree saber. A ti que piensas que podrías saltar ¿qué puedo decirte si sólo puedo contarte fracasos como estos? ¿Un discurso asumiendo que la vida es bella? La vida es bella, querido mío, y es terrible saberlo, y no saber otras muchas cosas de la vida que borrarían saber cuánta belleza echamos a perder o tiramos a medio usar al basurero. La vida es bella, más que el hombre que esperas te ordene si debes pensar que La vida es bella.

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Un hombre no es suficiente para ello, no es culpable ni inocente la belleza. La vida es bella, y tú duermes sobre la funda de almohada con remiendos y lo último que creíste ver antes de dormir fue el cable eléctrico de la única luz de esta habitación. La vida es bella, tarareable y silbable, lo crees cuando apagas esa luz e imaginas una vida más bella que la que crees es la de esta habitación. Pero yo no soy el durmiente. Yo sólo atestiguo lo adormecido. Yo sólo veo la vida bella, dejando las vegas. Yo sólo quiero encontrar la frase que lo señale de una forma que acaso te convenza, que detenga el salto, el impulso del salto, la memoria del salto, la frase que obligue a no saltar. La sé instintivamente. No sirve para ti. La tuya la sabes o la ignoras instintivamente. La vida es bella, querido mío es siempre mejor que el salto a solas cuando en el último instante querría asir tu mano detener el grito hacer retroceder lo que no me sostendría y es muy tarde.

Teresa Melo (Santiago de Cuba – 1961) Filósofa, narradora, poeta y editora cubana. Es graduada de Filosofía en la Universidad de La Habana. En su extensa trayectoria literaria destacan los títulos Libro de Estefanía (1990), El vino del error (1998), poemario este por el que recibió el Premio de la Crítica de ese año, Yo no quería ser reina (2000), El mundo de Daniela (poesía para niños, 2002) y Las altas horas (2003), libro con el que obtuvo el Premio de Poesía Nicolás Guillén. Es además autora de las antologías Mujer adentro (2000), Incesante rumor (2002) y Soy el amor, soy el verso. Selección de poesía de amor en lengua española (2004). Actualmente trabaja en la Fundación Caguayo. Es miembro de la UNEAC y, entre otros reconocimientos, le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional.

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Pablo Colacrai

S

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i bien ahora Peralta acelera, esperanzado y más tranquilo, hace apenas unos minutos estuvo a punto de rendirse. Pensó en detenerse en la próxima estación de servicio para llamar a Laurita y decirle que la camioneta se había descompuesto en el camino, que había chocado, o algo así. Prefería mentir antes que afrontar la vergüenza de ir al cumpleaños de su hija con las manos vacías. Para eso no había perdón, ni consuelo. Además, ella no, porque era una princesa, pero Mariana se lo iba a recordar por el resto de sus días. Fue como si hubiera podido verla: parada en la puerta del edificio, bloqueándole el paso con el cuerpo, arrogante, los brazos en jarra y la mirada cargada de desprecio. No le decía nada, no le reprochaba nada, sólo se quedaba ahí, altanera, impasible. La odiaba tanto cuando adoptaba esa pose. Pero más odiaba todavía tener que darle la razón y por eso llegó a pensar en dar la vuelta y no visitar a Laurita. Aunque le doliera, era lo mejor. Entonces, casi milagrosamente, se dio cuenta de que podría comprar el regalo en alguno de los pueblos de la ruta. De esa manera, nadie sabría nunca de su lamentable descuido. Esa idea, esa maravillosa solución encontrada de casualidad, es la causa por la que ahora Peralta

conduce a toda velocidad con la ventanilla baja, esperanzado y más tranquilo, sintiendo cómo el viento lo despeina. Y es la causa, también, de que Peralta mire a cada rato el reloj del tablero y piense que tiene tiempo, que todavía no son las ocho y apriete aún más el acelerador, llevando el motor al límite sin escucharlo, concentrado en tratar de adivinar cuál es el mejor regalo para su hija. Ni osos de peluches, ni bebés de juguetes, ni juegos de cocina, ni rompecabezas, piensa. Todo esos son regalos demasiado comunes, intrascendentes. Ninguno va a servir porque este regalo tiene que ser especial. Algo que dure por siempre, que Laurita no olvide nunca en su vida. Al principio no se le ocurre nada. Pero no se impacienta, está calmado; le gusta pensar en su hija. Más que ninguna otra cosa, le gusta pensar en Laurita, en sus hoyuelos, en sus rulos, en sus piecitos. Y así, un poco después, la solución llega sola: una bicicleta. Eso es, una bicicleta, dice Peralta, despacio, como paladeando la idea. Una bicicleta, repite después hamacándose en el asiento casi sin poder contenerse de felicidad. Y menos ahora que de la nada, al costado de la ruta, aparece un cartel que anuncia la entrada a un pueblo y Peralta dobla sin desacelerar, haciendo que las ruedas chillen

sobre el pavimento. No tiene tiempo de leer el nombre del pueblo. No le importa. Avanza unas cuadras, se detiene en una esquina y pregunta dónde puede comprar una bicicleta. Un muchacho le indica la dirección de un negocio que, probablemente, todavía esté abierto. —Y si está cerrado —le dice mientras él ya está poniendo el motor en marcha otra vez—, toque el timbre en la puerta gris, es la casa del dueño. Peralta da las gracias, se despide y arranca. El pueblo se parece a los pueblos que conoce. Casas viejas, bajas,


relato

sin el revoque completo. Calles anchas y silenciosas. En la puerta de un bar, un grupo de hombres lo saluda con la cabeza. Él sonríe y responde levantando, apenas, la mano del volante. Siente que conoce a esa gente, que podría entenderla. Y siente, también, que ellos, todos ellos, lo entenderían a él. Sin muchas palabras y sin juzgarlo, ellos entenderían que él estaba pasando por un mal momento pero que amaba sinceramente a su hija, que estas cosas a veces ocurren. Ya a una cuadra reconoce el negocio. Las persianas están bajas y las luces apagadas. Decidido, se

baja del auto, busca la puerta gris más cercana y toca el timbre. Después retrocede para espiar el local. Es inmenso. Llega a distinguir una larga hilera de cocinas, ventiladores y aire acondicionados. Más atrás: máquinas de cortar el césped, lavarropas y algunas motos. No hay bicicletas. Al menos no a la vista. Pero no se inquieta. El lugar es muy grande, podrían estar en cualquier parte. Perdidas en un depósito, por ejemplo, como si fueran un tesoro. No sólo va a comprarle una hermosa bicicleta a su hija, sino que todo eso será una gran aventura que, de alguna

manera, estará incluida en el regalo, como un valor extra, invisible y secreto. Será algo privado entre Laurita y él. Dentro de muchos años Laurita seguirá contando cómo su papá recorrió cientos de kilómetros para comprarle una bicicleta en un pueblito perdido. Seguramente también agregará algún peligro inocente, algo misterioso y un poco exagerado. Él no va a contradecirla, nunca; los chicos son así, y está bien que sean así. La puerta se abre dejando ver a un hombre más bien gordo, descalzo y en camiseta. A Peralta le agrada esa naturalidad, esa confianza

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El pueblo se parece a los pueblos que conoce. Casas viejas, bajas, sin el revoque completo. Calles anchas y silenciosas. En la puerta de un bar, un grupo de hombres lo saluda con la cabeza. Él sonríe y responde levantando, apenas, la mano del volante. Siente que conoce a esa gente, que podría entenderla. Y siente, también, que ellos, todos ellos, lo entenderían a él.

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para atender de entre casa, sin pose, a un desconocido. —Disculpe que lo moleste —dice—. ¿Usted es el dueño de ese negocio? El otro asiente y Peralta le extiende la mano y se presenta. Sin darle tiempo a reaccionar, le explica que necesita una bicicleta para su hija. No confiesa el olvido imperdonable, aunque sabe que será comprendido, piensa que no hay suficiente tiempo y no es necesario. Dice, en cambio, que del apuro dejó el regalo en su casa. El dueño del local no parece molesto, tampoco demasiado interesado en la historia. Saluda a alguien que pasa por la vereda de enfrente y vuelve a mirar a Peralta. Deja pasar unos segundos, como si dudara. Después, con algo de resignación, dice que está bien, que lo espere ahí. Peralta aguarda, inmóvil. El pueblo está ahora más silencioso todavía que hace un rato. A lo lejos, un grupo de perros le ladra a una camioneta. Y no mucho más. Es la hora de cenar, piensa Peralta y se da cuenta de que tiene un poco de hambre y de sed. Por hacer algo, mete las manos en los bolsillos, da unos pasos y se detiene frente al local. Algún farol proyecta su sombra, tenue, sobre la vidriera. Espera

ansioso, como sabe que también va a tener que esperar a Mariana. Ella siempre demora en atenderlo. A propósito demora. Por eso él va a tener que tocar el timbre más de una vez y quedarse ahí, como ahora, con las manos en los bolsillos, intentando mantenerse sereno, dueño de la situación. Además, sabe que desde la mesita del palier del edificio el guardia de seguridad va a mirarlo con desconfianza, como si no lo conociera, como si él no fuera el mismo que vivía ahí hasta hace sólo unos meses. Eso siempre le da mucha bronca. Un odio visceral, casi. Pero tiene que controlarse. Entonces, sonríe y levanta la mano, cordial. El guardia le responde y sigue leyendo el diario. O simula leer, porque Peralta sabe que está alerta, como un sabueso, mirándolo por el rabillo del ojo. Por fin se escucha la voz metálica de Mariana que, desde el parlante del portero eléctrico, entre molesta y preocupada, pregunta quién es. Yo, va a decir Peralta, como hacía antes, como si nada hubiera cambiado. Mariana no le contesta. Yo, repite él. Eso es todo, no tiene por qué dar más explicaciones. Mariana no dice nada y Peralta tiene que esperar otra vez, inquieto, hasta que la ve salir del ascensor, en bata y pantuflas, arrastrando un poco los pies porque es tarde y ya esta-

ban durmiendo. Y ve, también, que cuando ella pasa frente al guardia lo saluda con un movimiento de cabeza casi imperceptible, reafirmando algún tipo de oscura complicidad. Lo hace a propósito, Peralta lo sabe. Por eso no reacciona. Por eso y porque esta vez él tiene la carta ganadora, el as de espadas. Mariana abre la puerta y entonces, antes de que empiece con los reproches (es muy tarde, no llamás nunca, tu hija pregunta siempre por vos), Peralta se anticipa: le traje algo a Laurita, dice. Así, seco, firme, contundente, sin saludarla siquiera: le traje algo a Laurita, como si fuera un salvoconducto o una cachetada. Mariana, sorprendida, se queda mirándolo a los ojos en silencio, intentando descubrir si es cierto, o no. Cuando se encienden las luces del negocio su sombra desaparece de la vidriera y surgen, de la nada, miles de objetos que hasta hace un segundo eran invisibles. El dueño se acerca. Ahora lleva puesta una camisa a cuadros y zapatillas. —Por acá —dice, y Peralta sigue al dueño hasta el fondo del local. Papá tuvo que atravesar un bosque de cosas para conseguirte esta bici, Laurita, pero vos te la merecés. Su hija lo mira fascinada. ¿En serio?, pregunta. Sí, era un lugar oscuro y tenebroso, lleno de cosas extrañas que encerraban historias viejísimas, algunas horribles y sangrientas. Laurita se asusta un poco y Peralta se enternece ante tanto candor. No te preocupes, dice, y no puede esconder su felicidad. Está feliz. Inmensamente feliz. Y nadie, ni Mariana, va a poder arruinarle este momento. Cuando llegue le va a exigir que despierte a Laurita. ¿Qué importa la hora? ¿Qué importa que mañana se levante temprano? ¿Qué importan las obligaciones cuando uno está por vivir un momento único, irrepetible? O no. Mejor. Mariana va a tener que dejarlo pasar. Eso. Mariana lo deja


entrar y él, entonces, vuelve a su casa. A la que fue su casa hasta hace muy poco. La que debería seguir siéndolo. Mariana le sostiene la puerta y él entra hinchando el pecho. Saluda al guardia con una sonrisa triunfal, despectiva, y después, en el ascensor, le habla a Mariana sólo de cosas banales y cotidianas, como el clima o el tránsito. Típica conversación de ascensor. Y ella se molesta un poco ante tanta frivolidad, pero no puede decirle nada, no puede reprocharle nada; él es el padre de su hija y le lleva el mejor regalo del mundo. —Esto es lo que tengo —dice el dueño del negocio. En un rincón, colgadas de un gancho como si fueran reses, hay tres bicicletas. Una se nota que fue usada. La otra es de carrera, casi profesional. La tercera, un poco más chica, es azul. —¿Es todo? —pregunta Peralta, haciendo un esfuerzo por no desanimarse. —Ajá. Ahora se escucha, nítida, demoledora, la carcajada de Mariana. ¿Esto es lo mejor que pudiste

conseguir? ¿Y viajaste tanto para esto? ¿En serio? No, no podés entrar. Y llevate ese adefesio, por Dios, dice, y vuelve a reírse con esa risa espantosa que tiene a veces. Entonces él siente que ya no puede contenerse. Hizo todo lo posible, pero eso es demasiado. Está cansado de tanto desprecio, de tanta insensibilidad, de tanta incomprensión. Cierra los puños y avanza hacia ella. Da un paso, dos. Después se detiene. Y no porque el guardia de seguridad haya dejado el diario sobre la mesita y se levante, lento, acomodándose el cinturón. No es por eso. Él no le tiene miedo a nada. Ya no. Simplemente no es así. Él no hace esas cosas. No, no las hace. —Necesito una bicicleta —dice. —¿La azul no le gusta? —sugiere el dueño del local. Peralta duda un segundo. Mariana también observa la bicicleta, intrigada. No es fea, dice, pero es inmensa. —¿No es un poco grande? —pregunta Peralta—. Laura cumple apenas tres añitos.

El dueño del local mira la bicicleta como si no la hubiera visto nunca antes. —Los chicos crecen rápido —dice—. Más rápido de lo que creemos. Se lo digo por experiencia. No seas tonta, Mariana, los chicos crecen rápido. Ahora te parece grande, pero antes de que nos demos cuenta ya no le sirve más. Ella achica un poco los ojos y lo mira con suspicacia. Se levanta entre ellos un silencio espeso. Peralta espera, confiado. Cada segundo que pasa juega a su favor. Siente que ella empieza a ceder terreno, la está convenciendo. Poco a poco, la está convenciendo. Sí, dice Mariana al final, dubitativa. Puede ser. Entonces él respira. Ya está más cerca. Ya casi puede saborear la victoria. Pero ni bien empieza a serenarse creyendo que de ahora en adelante todo va a ser más fácil, ella contraataca, artera, lapidaria, como siempre. Pero es azul, dice. Peralta, sorprendido, no puede evitar abrir grandes los ojos. Eso envalentona a Mariana. ¿O no te diste cuenta de que era azul? ¿Ahora sos daltónico también?

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No seas antigua, Mariana. Eso de rosa para las nenas y azul para los nenes, no va más. Todo es distinto ahora. Más libre, más desestructurado. Peralta se escucha y piensa que su voz no suena todo lo sólida y segura que él quisiera. ¿Sí?, pregunta Mariana. ¿Y vos cómo sabés eso?

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—Pero es azul. —Más bien violeta —contesta el dueño—. Parece azul por la luz. Peralta se acerca a la bicicleta. La rodea, la estudia desde todos los ángulos como si fuera una pieza de museo. Es inútil, sigue viéndola azul. —Además —dice el dueño, sonriendo—, eso de azul para los chicos y rosa para las chicas es muy viejo. —¿En serio? —Por supuesto. No seas antigua, Mariana. Eso de rosa para las nenas y azul para los nenes, no va más. Todo es distinto ahora. Más libre, más desestructurado. Peralta se escucha y piensa que su voz no suena todo lo sólida y segura que él quisiera. ¿Sí?, pregunta Mariana. ¿Y vos cómo sabés eso? Peralta siente, profundo, el aguijón del sarcasmo, pero igual consigue responderle sin perder la calma. Porque es obvio, dice, el mundo cambió; todo cambió. Fijate: antes las parejas no se separaban al primer inconveniente, luchaban por lo que tenían, hacían esfuerzos, concesiones. Ahora no, ahora las parejas al primer problema se separan y listo. Eso cambió, ¿no? Y a vos te parece bien. Te gusta eso. Bueno, también cambió la cuestión de los colores: tanto que las nenas ahora prefieren el azul. Además, dice en tono conciliador, si mirás bien, no

es azul azul, es más bien violeta. —¿Y? —pregunta el dueño del local—. ¿Qué piensa? —No sé —dice Peralta. Se pasa la mano por la cara—. No sé qué hacer. —Si me permite un consejo —dice el otro—, a los chicos no les importan los detalles, a ellos les gustan los regalos. Peralta lo mira. —Es cierto —dice. —Al menos, eso es lo que pienso yo —dice el otro levantando los hombros. —Es cierto —repite Peralta—. Papá decía siempre que el alma no tenía bolsillos. —Eran sabios los viejos. Peralta asiente en silencio. ¿Escuchás, Mariana? Lo importante no son los objetos, lo importante es el acto de regalar, porque es un gesto, un símbolo. Y los símbolos son eternos, duran por siempre. Las cosas, en cambio, van y vienen. —Tenía un método para enseñar a andar en bicicleta —dice Peralta. —¿Su papá? ¿Cómo era? —Simple, pero infalible. Está a punto de agregar como todo lo simple, pero prefiere dejarlo así. Hace una pausa y siente que la frase sigue vibrando en el aire, como si se agrandara.

—Silbar —dice después. —¿Silbar? —preguntan, al unísono, Mariana y el dueño. Peralta sonríe, satisfecho de haberlos sorprendido. —Sí —dice, con cadencia docente, tratando de ocultar el entusiasmo—. Nadie se cae de una bicicleta si está silbando. Seguramente a Mariana le gustaría discutírselo, demostrarle que está equivocado, pero es astuta y como no está segura, no agrega nada. —¿Y usted, aprendió así? —pregunta el dueño. Mariana hace como si no estuviera interesada en la respuesta. Pero Peralta sabe que está atenta a sus palabras, buscando un error, un desliz, algo que pueda, después, echarle en cara. —Sí —dice, convencido, y siente que ese sí es un lazo que lo une, al mismo tiempo, con su padre y con su hija. Mariana empieza a desdibujarse otra vez y ahora Peralta, su padre y Laurita pasean en bicicleta por un parque inmenso en un espléndido día de sol. Su padre está orgulloso, se le nota. Hizo las cosas bien. Tiene un hijo y una nieta que lo quieren. De repente Laurita se adelanta, silbando fuerte, sola y segura, en la bicicleta nueva. El método funciona. Funciona, dice Peralta a su padre, y los dos se ríen con una risa muy parecida, casi duplicada. —Necesito una bicicleta. —Créame que lo entiendo —dice el dueño—. Pero es lo único que hay. Mariana reaparece, como un fantasma, en la entrada del edificio. Después retrocede, dejando que la puerta se cierre delante de ella. —La llevo —dice Peralta, desesperado, bajando la bicicleta azul del gancho. —Espere que lo ayudo. El dueño sostiene la rueda de adelante y el manubrio.


Mariana se acomoda la bata y mira, curiosa, primero a él y después a la bicicleta. Hace muchos años que ella no lo miraba así. Y a él le gusta. Le gusta Mariana y le gusta que lo mire así. Como si esperara algo de él, como si él pudiera, todavía, sorprenderla. Entonces se quedan unos segundos en silencio mientras, detrás de ella, la puerta se cierra sola, sin hacer ruido. —Es un poco pesada, ¿no? —comenta Peralta cuando logran apoyar la bicicleta en el suelo. —No se crea —dice el dueño. Peralta también nota que la bicicleta está sucia y tiene las ruedas desinfladas. Pero no le importa. Nada importa. Las cosas, los objetos, van y vienen. Por eso a Mariana tampoco le importa que sea grande o azul. Entiende, por fin, que es más que un juguete; es un ritual, una ofrenda. Tampoco le importa estar en bata y pantuflas en la calle porque se da cuenta de que, otra vez, están viviendo algo único. Una noche que será inolvidable para ella, para él y para su hija. Tenés razón, dice, con una dulzura que Peralta ya no recordaba, es violeta, a Laurita le va a encantar. Peralta la mira a los ojos. Entonces, después de tanto tiempo, de tantas luchas y discusiones, sus miradas vuelven a encontrarse. Mariana está sonriendo y es preciosa cuando sonríe, se le forman dos hoyuelos juveniles, adorables. A Peralta también se le escapa una sonrisa. De repente todo está bien. Ya no hay por qué pelear, ni discutir. Eso es el pasado. Ahora las cosas van a ser como él siempre las imaginó. Como deben ser. ¿No querés subir y se la das vos?, pregunta Mariana. Y esas son las palabras más hermosas que podría haber dicho, las más maravillosas. Claro que quiere, es lo que más quiere en el mundo. Pero no lo dice. No lo va a decir. No puede decirlo. Tiene que guardar las formas, ir despacio, cuidarse, volver a

seducirla como la primera vez. Si no es molestia, murmura, exagerando la formalidad. Mariana lo mira como diciendo que no, no es molestia, cómo va a ser molestia. Pero tampoco lo dice. Ella también sabe cuidarse. No es fácil empezar de nuevo. El dueño del local lo acompaña hasta la calle y le cuenta que su hijo está viviendo en Buenos Aires. —Es duro tenerlos lejos —dice. Peralta asiente mientras acomoda la bicicleta en el baúl y la asegura con una soga. En otro momento se hubiera quedado charlando; ahora no. —Disculpe —dice—, me tengo que ir. Se estrechan la mano y Peralta sube al auto. Antes de arrancar mira por el espejo retrovisor. El manubrio de la bicicleta asoma como colgado del cielo. Es una buena señal, piensa Peralta y da marcha al motor con la certeza, ahora, de que Mariana y él van a entrar juntos al edificio y van a pasar de nuevo frente al guardia, sólo que esta vez Peralta va a saludarlo como siempre, afectuoso y cordial, sin resentimientos. Al fin y al cabo, es sólo un muchacho que hace su trabajo. Cuando dejan atrás al guardia, llaman el ascensor. Todavía no se dijeron nada. Están disfrutando de ese silencio nuevo, suave y cariñoso. Por fin llega el ascensor. Peralta le cede el paso a Mariana. Después acomoda la bicicleta. Hay poco espacio para los dos y terminan tan cerca que él puede volver a sentir, después de tanto tiempo, el inconfundible perfume de Mariana. Ella presiona el botón quince y empiezan a subir. Con suavidad, Mariana pasa la mano por el saco de Peralta, como sacándole una pelusa, y le pregunta si tuvo un buen viaje. Él entorna los ojos para disfrutar de ese levísimo contacto y dice que sí, se le hizo un poco largo, pero está acostumbrado. Quiere continuar la conversación, decirle algo acerca del perfume, o del lugar donde compró

la bicicleta, o del método infalible de su papá para no caerse, pero en ese instante el ascensor se detiene de golpe, con un pequeño latigazo que Peralta siente en la boca del estómago. Llegamos, dice Mariana y abre la puerta. Peralta no se mueve, no puede hacerlo. Se queda quieto, observándola. Se siente tan pleno y eufórico que casi no puede aguantar toda esa felicidad en el pecho. Ella se da vuelta y lo mira a los ojos. ¿Pasa algo?, pregunta. No, nada, dice él rápido, sonriendo. Nada, repite, y levanta la bicicleta y sale del ascensor. (Este cuento forma parte de su libro Nadie

es tan fuerte, Editorial Modesto Rimba, 2017).

Pablo Colacrai (Noetinger, provincia de Córdoba, Argentina – 1977) Creció y vive en Rosario. Es licenciado en Comunicación Social y coordina talleres de escritura creativa. Entre otras distinciones, recibió en 2006 el primer premio en el Concurso ‘De las sombras a la luz’, organizado por la Municipalidad de Rosario y, en 2009, obtuvo el primer premio en el concurso convocado por la revista Una Mano. Además, algunos de sus cuentos se publicaron en antologías y medios locales y nacionales. En el 2012 publicó el libro de cuentos La noche en plena tarde (Río Ancho Ediciones) y en 2017 Nadie es tan fuerte. Finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. 57


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a Casa de la Cultura presentó, en la Sala Joaquín Pinto del Museo de Arte Moderno, la muestra ‘Ecuador Póster Bienal’, con 850 afiches de la más variada temática y la participación de 84 países del mundo.

La creatividad vertida en el diseño es tan significativa como la de la literatura, la música, la pintura y todas las artes. Este mundo, el del diseño, es uno cargado de simbología. Es que la creatividad se ha instalado en nuestra sociedad


estampas 84 países del mundo participaron en la muestra ‘Ecuador Póster Bienal’, con 850 afiches de la más variada temática y creatividad. como un valor cultural absoluto, prácticamente una ética: todo el mundo la reivindica. Está asociada a la originalidad, la audacia o la transgresión y hasta la arbitrariedad, lo insólito, lo inesperado, lo sorprendente, lo caprichoso, lo infundado. Eso es lo creativo. Y todas estas características se observaron en ‘Ecuador Póster Bienal’, evento organizado por la Embajada de la República de China en la República de Ecuador y ‘Ecuador Póster Bienal’, presidida por Chistopher Scott.

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El miedo me traspasaba con deleite

No sé si será la sangre galopándome en la espalda

cuando venía el gato negro a pronunciar todos mis nombres

o el latido de la muerte que no encuentra una salida y se despeña frente a mí.

cuando asechaba tras de mí para arrancarme.

Cómo quisiera distinguir pero son tantas las pastillas en mi cuerpo que no sé.

Cómo volver si ya los pájaros limpiaron el sendero y las luciérnagas borraron su reflejo en el paisaje. Si no ocurriese que la duda me persigue ya ni siquiera intentaría recordar pero la niña sin escrúpulos que fui deja sus huellas en el fango escupe llora se revuelca mientras aquella la de los abuelos viene a buscarme entre las sombras todavía. (De Detrás de la brisa, 2013)

Si el bisabuelo aún viviera, escondería en su cajón la última pizca de morfina —en confidencia de celoso boticario— «para la nena», pensaría en su sordera taciturna y las estrellas sobre el domo escaparían al mirar mi levedad. Mas quién me iba a comprender ese dolor si en la niñez la vida es algo irrefutable. La bisabuela en su ataúd bajo la cama vino a tocar oscuridades compartidas. Ahora no sé si fue buena idea comprometerme. El espanto sacude palabras. Si las dejo de lado me olvidan. Semejante orfandad no otra vez. (De Detrás de la brisa, 2013)

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poesía No soy yo ni soy esto que escribo. Tampoco soy la sombra de lo que habría querido ser o escribir. Menos aún, mi rostro en el espejo fiel a su imagen desde hace cuánta soledad en los relojes. No soy la madre de tres hijos ni la mujer de un irlandés americano misógino anarquista ni el fantasma de mí ni la serpiente en que pensé me había convertido (en el poema para Ulises tú lo sabes). No soy la palabra que sigo esperando en las noches despejadas —como caída del cielo— y nada tengo que ver con ésa que se sienta a leer versos en la mecedora. Pero me he acostumbrado tanto a mí que tengo miedo de perderme aunque, en verdad, no pierda nada si me esfumo si mis sentidos mis ideas mis terribles presunciones hacen un pacto con la muerte a mis espaldas.

Te arrojaré al cielo más sucio Serás un papel arrugado en esa isla de rascacielos donde perdimos el hilo. Serás un cartón de jugo bajo la rueda del autobús… Intentaré recogerte del polvo y besaré tus heridas una por una. Seré Magdalena, Verónica, la que tú quieras. Imprimirás en mis manos tu cara desierta y sabré que te has ido.

Tal vez por eso mi pequeño personaje inútilmente se entretenga en fantasías y supuestos… Intimidado frente a aquello que sí soy no puede más que alucinar por si le creo, nuevamente, sus mentiras. (De Detrás de la brisa, 2013)

(De Llevo de la luna un rayo, 1999)

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Más allá del páramo donde los gallinazos entretienen la mirada antes de anclar su soledad una no sabe si podrán cerrar los ojos para verse si un sonido de campana los lastima si acaso su sangre en remolino se agolpa cada vez que la garúa desdibuja la montaña y si entonces morirán de pena si el picoteo de la ruina algo de pulcro dejará en sus paladares algo de triste de insaciable

de sombrío cuando la luz se desmorona entre las nubes y ellos atrapan, consumada, la belleza. Oscuros ángeles que marcan el sendero si por el filo de la muerte me encamino. Con sus señales he logrado desandar la destrucción volver intacta. Pero esta noche no será. Llevo una soga entre las manos y me esperan. (De Detrás de la brisa, 2008)

Si ella pudiese sólo ahora recuperar los ademanes de la casa el entusiasmo en la cocina apenas sombra que habitó estos muros antes que su cuerpo antes, también, de conocer esa manera en que la muerte imprime señas sobre un rostro gestos que nadie ha descifrado laberintos. Si aún supiera descubrir la madrugada en que corrió tras la negrura del ciprés para entrever en las pupilas del abuelo ese dolor que se escondía bajo tierra como un despojo que hasta ahora puede amar. 62

Y si quisiera recordar el breve júbilo de las palabras descubiertas como sueños comprendería lo que tanto le hace falta y en amistad con cada cosa partiría. Casi fugaz. De frente. Sin ninguna culpa. (De Detrás de la brisa, 2013)

El frío me araña los huesos. Padre, me has desterrado. Voy en busca de un lugar para quedarme y sólo me encuentro con las colinas donde se eleva tu casa en el horizonte. No sabes que ya no soy yo, que hace tiempo me dejé esperando un tren que jamás llegaría, que una tarde me abandoné en un mercado repleto de gente mientras mi boca se perdía en las delicias de la fruta. Ahora tú me echas. Pero no sabes que ya no soy yo que hace tiempo me abalancé bajo las ruedas de un coche que una mañana desperté en otra tierra y volvió mi vacío. A veces me espanta la noción de mi cuerpo llamándome desde ese lugar al que no tengo acceso. Sin embargo pueden ser bellos el destierro y el abandono como lo son las gotas de sangre en el cristal destrozado por un puño. Como lo es mi dolor en la oscuridad. Él será la tierra que habrá de sacarme a flote cuando todo lo demás comience a hundirse. Me has desterrado, padre. Tal vez sea justo. Pero hace tiempo que ya no me importa saberlo. (De La pendiente imposible, 2008)


Concédeme la liviandad de la neblina la luz de la abeja el invisible despertar del páramo y mi alma cantará tus alabanzas.

Desde la lengua más dichosa la más libre surgirán voces que hasta ahora no han hablado. Concédeme el fluir de la palmera su danza siempre abierta al resplandor y extenderé todo mi ser sobre las aguas para que impregnes por completo tus señales. Descenderá la poesía con que tú me guiarás en el estrecho precipicio de la duda. Será banquete en mis entrañas el vocablo pronunciado con el soplo que le diste cuando nada estaba hecho y podré reconciliar en mi balcón al colibrí que juguetea con su sombra No temeré por el destino de la araña que teje y teje a la intemperie su modesta perfección sin importarle la belleza o su contrario.

Ya nunca más preguntaré dónde mi casa. El infinito acunará mis titubeos. Galoparé, en pos de tu nombre, a reencontrarme con la nube con el pasto con la ola sin olvidar que en el dintel estará ella esa muchacha que jugaba con el barro aquella tarde en que perdió la liviandad de la neblina la luz de la abeja el invisible despertar del páramo… Y entonces mi alma cantará tus alabanzas.

Marialuz Albuja Bayas (Quito - 1972) Magíster en Estudios de la Cultura con mención en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar. Ha publicado los poemarios Las naranjas y el mar (1997), Llevo de la luna un rayo (1999), Paisaje de sal (2004), La pendiente imposible (2008), obra premiada y publicada por el Ministerio de Cultura del Ecuador, Detrás de la brisa (2013), colección premio César Dávila Andrade, Cristales invisibles (Gammar, Colombia, 2014) antología personal, y El último peldaño (2015). En novela ha publicado En caso emergencia (no) rompa el vidrio (Editorial SM, 2017), premio Darío Guevara Mayorga en categoría novela, y Maura (Editorial SM, 2018). Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés, portugués, italiano, francés, euskera y árabe. Forma parte de antologías y publicaciones en el Ecuador, América Latina y Europa. En literatura infantil ha publicado libros de relato y poesía: Cuando cierro mis ojos, Cuando duerme el sol, Aunque no sea cuento de hadas esta historia y De viento y sol. Es traductora, cofundadora del sello editorial Rascacielos y catedrática de la Universidad de los Hemisferios.

(De Detrás de la brisa, 2008)

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Augusto Rodríguez

Vivo algo que no espero vivir. Federico Jeanmaire

S

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hui no recuerda casi nada de su infancia. De lo poco que recuerda está su antigua casa en China. Era un lugar pequeño, limpio (su madre es temática con la limpieza), lleno de cosas raras, siempre había gente en esa casa; escuchaba risas, conversaciones, voces que se estrellaban contra las paredes. Era una casa muy húmeda, el clima en su ciudad era como un desierto: el calor y sol golpeaban como campanas todas las ventanas. China era una palabra que le sonaba familiar pero ahora la siente lejana. Shui quisiera imaginar más cosas de su pasado. Era muy niña para eso. Solo aparecen sombras que van y vienen de su frágil me-

moria. Ahora ella vive con su madre en un pequeño piso de París. De a poco aprendió a hablar francés, con dificultades, pero aprendió a usar esa lengua impostada, esa lengua que venía del otro lado del mundo. Una lengua que no tiene nada que ver con ella. ’ ’ ’ A veces sueña con grandes lenguas verdosas que la acarician, la inundan, la mojan entera y le dicen cosas en chino y generalmente son quejidos, insultos, llantos atragantados. Ella se desespera, quiere gritar pero el grito se le queda atrapado en medio de la garganta sin poder salir. Shui es una jovencita china que se pasa viendo televisión, suele comer algo que encuentra en


cuento la refrigeradora, sobre todo algo que le haya cocinado Li, su madre, la noche anterior. Va a clases de francés en un centro cultural chino-francés. Sale a caminar bastante, come poco e imagina mucho. Mira el cielo gris de París y cree que es un burro obeso que sufre de estreñimiento.

que no reniegan. Les pagues lo que les pagues siempre dirán gracias. Los distintos colores de los euros brillan ante sus ojos rasgados de igual forma. Creen que ellos no se inmutan por nada, solo viven para trabajar.

’ ’ ’

Shui descubrió que su nombre significa agua. Se imaginó que ella era parte de toda el agua del mundo. La gran parte de nuestro planeta. Agua que fluye y que da vida. Agua que baja por la garganta y que refresca y agua oscura que botan los cuerpos sucios de los cadáveres en estado de descomposición. Shui es una niña curiosa que le gusta leer mucho y que le gusta escribir. En Francia, ya conociendo la lengua, leyó un libro que le gustó mucho, se llama El sabotaje amoroso, de Amélie Nothomb, una escritora francesa que nació en Kobe ( Japón) pero que vive en Bruselas. Por eso se compró un diario y a veces escribe lo que se le pasa por la mente. Se llama a sí misma: la niña del agua, la niña que fluye por la naturaleza, la niña líquido, la niña invisible. Li, la madre de Shui, sale a trabajar en un mercado de víveres por el centro de París. Por lo general se marcha de la casa a eso de las ocho de la mañana. Shui va a clases de francés en un centro cultural chino-francés que queda a tres estaciones de metro de su casa. Entra a las 10:00 de la mañana y sale a las 14:00. A ese centro cultural, que es realmente una casa okupa que se han tomado a la fuerza un grupo de chinos y franceses. Cambiar de país fue como cambiar de planeta. Li sentía que el aire era distinto. La ciudad que tenía al frente era París, miles de kilómetros luz de su ciudad natal y de su país opresor. Siente pena por las personas que quiere, en especial de

Li es la madre de Shui. Tiene 52 años. Vive hace algunos años en París. Decidió irse de China porque la vida en su país era difícil. Había demasiada opresión y limitaciones. No puedes llevar una vida libre. El gobierno de China te fiscaliza todo el tiempo, te prohíben tener los hijos que quieras, limitan tu salario, pagas muchos impuestos, no puedes elegir lo mejor para ti, allá vives observado. En China trabajaba en un mercado de frutas, no ganaba mucho, pero le alcanzaba para vivir. Para pagar el arriendo, la comida y los gastos básicos de Shui. Las cosas se pusieron cuesta abajo: cerraron el mercado de frutas, se quedó sin trabajo estable, tuvo que hacer de todo para sobrevivir, hasta que decidió irse de su país y viajar a París. Le costó encontrar trabajo porque no tenía papeles y no hablaba el idioma. Solo se limitaba a mover la cabeza y decir gracias. En París, al principio, pasó mucho frío y hambre. El dinero que recibía por el trabajo era limitado. Li aprendió hablar francés, con dificultades pero lo aprendió. Su niña era muy pequeña y pudo enseñarle una parte de la lengua para que se pueda proteger y para que más grande se pueda defender sola. Pudo tener sus papeles de residencia pero es dura la competencia y para los franceses, todos los chinos y las chinas son lo mismo. Piensan que son gente trabajadora que les puede quitar el trabajo, robots que no se cansan, que hablan poco y

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sus pocos familiares que viven allá y ella acá. Se le inundan de agua los ojos, se humedecen, ruedan lágrimas como si cayeran gotas de ella, pedazos de piel o algo tal vez más íntimo, más de adentro, algo que es invisible y que yace el fondo de nosotros y que no tiene nombre y que el lenguaje que es insuficiente no se atreve a nombrar. ’ ’ ’ Li trabaja ocho horas en París pero solo en papel, a veces se extiende la jornada a diez o doce horas. Siempre tiene frío, siente que la piel se le hiela, es así desde niña, de nacimiento. Nunca fue muy amiga del frío. Alguna vez leyó que el miedo nace en la boca del estómago y por eso las personas sufren de muchos dolores estomacales y de frío. Miedos no identificados ni tratados. Teme por ella y por su hija Shui. Se parte el lomo con tal de no perder el trabajo. Esa es su mayor gastritis de frío. Shui desayuna un pan tostado y alguna fruta, especialmente una banana o una manzana (su fruta favorita), toma el metro y llega al centro cultural que como sabemos es una casa okupa, una casa donde viven chinos y franceses. Cada uno vive en su espacio pero casi siempre hay discusiones y peleas. El choque de culturas es evidente. Los chinos son ordenados, temáticos, rígidos y los franceses, lo contrario, beben todo el tiempo, fuman marihuana, se roban la comida e incluso se ponen la ropa de los demás, esto origina discusiones interminables pero igual viven todos juntos, no tienen otra opción. Shui lleva un cuaderno y varios bolígrafos y escribe todo el tiempo lo que le enseña Dominique, un profesor jubilado de un colegio fiscal. A Dominique le gusta escribir poemas y los compartía en clases. Shui siempre le prestaba mucha

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Shui descubrió que su nombre significa agua. Se imaginó que ella era parte de toda el agua del mundo. La gran parte de nuestro planeta. Agua que fluye y que da vida. Agua que baja por la garganta y que refresca y agua oscura que botan los cuerpos sucios de los cadáveres en estado de descomposición.

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atención porque le gusta la poesía, sobre todo la musicalidad que encuentra en la poesía de Rimbaud y Mallarmé. Dominique ríe todo el tiempo, le gusta enseñar, así no le paguen ni un euro. Disfruta de enseñar a los habitantes de este sitio y a todo visitante que quiera aprender más del francés. ’ ’ ’ A pesar de que cree que los franceses son en general gente amable, Li ha tenido problemas con algunos clientes, en especial con los latinoamericanos y con los asiáticos. A veces da la impresión de que tienen celos que ella tenga trabajo y ellos no, y siempre le dicen alguna ofensa o algún insulto de más. Li se ha quejado con el dueño de la tienda de víveres y el gordo francés le dice: —Mujer, no te pongas así, yo sé que hay clientes difíciles, eso pasa en todos lados, pero vivimos de su dinero, de lo que ellos nos consumen en nuestra tienda, ¿comprendes? Li agacha la cabeza y se marcha murmurando malas palabras en su idioma natal. Palabras que el gordo francés no entiende. Palabras que nacen en su interior y que están retenidas en su cabeza y que salen de su boca como mariposas negras. Todo iba bien hasta que Shui nota que su madre empieza a llegar muy tarde o no llega a dormir a casa, y a ella, por esta razón, se le va el sueño seguido, es decir, vive un insomnio permanente. Cuando ve a su madre en la cocina o haciendo el aseo y le pregunta por qué no va a dormir o llega muy tarde. Li no le responde o le dice cosas como: —No moleste, no se meta, no me fastidie, preocúpese de sus cosas. Li empieza a adelgazar y se ve enferma. Su cuerpo lo afirma pero ella niega el lenguaje del cuerpo. Shui sigue en su rutina de clases, con el profesor Dominique, incluso ya escribió su primer poema.

’ ’ ’ Una noche, suena el teléfono en la casa. Es muy tarde. Shui contesta. Se escucha del otro lado la voz de un hombre: —Aló, aló, Li, Li, ¿estás en casa? Aló, aló, aló, aló. ¿Dónde estás? —Ella no está en casa —que no ha regresado del trabajo, responde Shui. Se corta la llamada. Shui queda preocupada. Su mente está en blanco, no sabe qué pensar al respecto. Llama al móvil de su madre pero está apagado. Li no regresa a casa esa noche. Shui se queda dormida muy cerca de la puerta de la entrada, esperando noticias de su madre. A la mañana siguiente, Shui llama a sus vecinos y a sus conocidos del barrio para saber algo de su madre. Nadie da noticias sobre ella. Llama varias veces al móvil de su madre pero sigue apagado. Tiene miedo de que a su madre le haya pasado algo malo. A los pocos días, suena el teléfono. Es Li. Shui llora al escuchar su voz. Li le dice que la perdone, que ha estado mal de salud, ha estado internada en una clínica para inmigrantes. Li le dice que tuvo que dejar la tienda de víveres y que ahora la llama de la casa de un amigo, que pronto la llamará y que le ha dejado trescientos euros con una vecina del barrio, para que pueda comer y estar tranquila, que pronto llamará de vuelta. Shui tiene muchas preguntas que no hace y le dice que irá por el dinero pero antes llora del otro lado del teléfono. Su voz suena lejana y rota. Li cuelga. Shui deposita el dinero en una gaveta y trata de economizar. Compra lo básico para comer. Quiere que el dinero le dure lo que más pueda hasta que regrese su madre. Vuelve a sonar el teléfono. Nuevamente es la voz del hombre pregun-


tando por Li. Shui responde que no está en casa, que no ha regresado. El hombre se enfurece y grita: —Maldita sea, china de mierda, por qué no has regresado. No vuelvo a prestarle dinero. Dile a tu madre que me debe mucho dinero, que no se haga la loca —el hombre cuelga. Shui no sabe qué decir. Teme por su madre. Tiembla. Llora. A los días, llama Li, su voz suena preocupada, le dice que no puede verla, que tiene que irse lejos porque tiene un loco que la persigue. Teme por su vida. Shui grita: —¿Por qué mamá? ¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no vienes a casa? ¿Quién es ese hombre? —Shui, hija mía, no puedo explicártelo ahora, te dejé dinero con

la vecina. Pronto te llamaré de vuelta. Cuelga. ’ ’ ’ Shui toca la puerta de la vecina. Del otro lado se escucha a lo lejos la voz de una mujer. —Hola señora, ¿mi mamá me dejó algo para mí? —preguntó Shui. —Hola Shui, claro, tu madre me dejó cien euros para ti. —¿Dónde está ella? —preguntó Shui. —No lo sé pero se ha ido lejos, teme por su vida, al parecer tiene muchas deudas y un hombre mayor la persigue —dijo la vecina. —¿Quién es ese hombre? —preguntó Shui.

—No lo sé —respondió la vecina. —¿Por qué quiere hacerle daño? —preguntó Shui. —Al parecer le debe dinero. Tu madre estuvo en una clínica, tiene una rara enfermedad que no sabemos y no tiene dinero para pagarle el préstamo a ese hombre —dijo la vecina. —Mi madre trabaja en una tienda de víveres —dijo Shui. —Sí, pero sé que renunció a ese trabajo hace tiempo, sobre todo era para que le dieran los papeles de residencia. Ahora ella está lejos. Debes estar pendiente de su llamada, seguro te llamará pronto. No pierdas la esperanza. Tu madre estará bien —dijo la vecina—, cuídate, adiós. Shui caminó de vuelta a casa.

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’ ’ ’ Pasaron los días y Shui estaba convertida en un mar de nervios. Casi no dormía, ni comía esperando noticias de su madre. Shui fue a visitar a la vecina y le dijo que estaba asustada y que necesitaba trabajar, que ya casi no tenía dinero. Shui, le dijo la vecina, puedo hablar con un conocido mío que tiene un bar para que te ayude, es lo único que se me ocurre por el momento. La vecina anotó un teléfono celular en una hoja de cuaderno. Ella se lo llevó y lo llamó, le dijo que llamaba de parte de la vecina, amiga de su madre, y quería saber si podía darle un trabajo, en lo que fuera. El hombre le dijo que sí, que claro, que fuera a verlo, que andaba buscando meseras. El hombre se llamaba Donatien, era divorciado, gordo, calvo y era dueño de un bar en el barrio Pigalle de París. Shui fue a verlo al día siguiente, tuvieron una breve conversación y empezó a trabajar en el bar. Su horario de trabajo era de 09:00 a 18:00.

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Shui era una buena mesera. Trabajaba bien e incluso recibía buenas propinas pero no le alcanzaba el dinero. Por ser menor de edad, Shui no recibía un sueldo digno y de paso era extranjera, cosa que no ayudaba. Donatien tenía una debilidad, le fascinaban las menores de edad y si eran vírgenes mejor. Él le coqueteaba a Shui e incluso le propuso salir a comer a un restaurante, los dos solos. Le propuso aumentarle de manera considerable el sueldo si se convertía en su amante. Shui siempre se negaba, hasta que no tuvo escapatoria. Una noche salieron a comer a un lujoso restaurante del centro de París y después la invitó a su casa. Shui tenía mucho miedo. Le pidió que se desnudara. Shui poco a poco se fue quitando la ropa. Temblaba. No le gustaba ese viejo feo pero el dinero prometido era bastante. Shui se acostó en la cama. Donatien le bajó el calzón con los dientes y se acercó a su tierna vagina, rosadita, sin vellos y se quedó observándola. Shui seguía temblando del miedo y no decía nada.

—Quiero confesarte algo, Shui, las vaginas de las mujeres son hermosas, pero sobre todo las vaginas de las chinas son únicas, olorosas, especiales. Son diferentes al resto de las mujeres del mundo. Son más apretadas, más finas, más delicadas; es difícil de explicar. Desde que te vi, esperaba este momento. Amo tu vagina virgencita, la amo. Donatien olía su vagina como si fuera el mejor perfume de París. Shui tenía los ojos cerrados. Él agarró su verga y la puso sobre su vagina y metió la punta varias veces. Shui gritaba. Otra vez, otra vez y otra vez. Shui gritaba y lloraba. Unas gotas de sangre mancharon las sábanas. Donatien sudaba y babeaba de placer. ’ ’ ’ Shui siguió viviendo en su casa, aunque dormía casi siempre en casa de Donatien. Shui casi no hablaba. No decía palabra alguna. Solo trabajaba de mesera y en las noches era penetrada, a veces, de manera salvaje pero no se quejaba. Nunca se quejaba por nada. Hasta que un día, recibió una llamada por teléfono. Era Li, su madre, que le pedía que la vaya a ver. Le dio la dirección de


Li agacha la cabeza y se marcha murmurando malas palabras en su idioma natal. Palabras que el gordo francés no entiende. Palabras que nacen en su interior y que están retenidas en su cabeza y que salen de su boca como mariposas negras.

una clínica lejana, casi a las afueras de París. Shui fue a verla en compañía de Donatien. Al verlos llegar juntos, Li se asombró pero no dijo nada. La diferencia de edad era muy notoria, podrían pasar fácilmente como el padre y su hija e incluso como un abuelo y su nieta. Li estaba muy delgada y moribunda. Tenía una rara enfermedad. Le pidió disculpas por todo, por su ausencia prolongada. Le dijo que el hombre que tanto la perseguía era un viejo amante que la acosaba que por suerte se alejó de su vida, que no tiene sentido hablar de él, que ya eso quedó en el pasado. Shui solo asentía con la cabeza y no decía nada. Shui y Li lloraron juntas agarradas de la mano. Donatien a lo lejos, guardaba distancia, no dijo nada. A los pocos días, Li dejó de respirar. Él la abrazó con fuerza a Shui y le dijo que lo sentía mucho. Shui lloró mucho. ’ ’ ’ Una noche la vecina de su casa, al verla caminar por la calle le dijo que quería conversar con ella, que había algo que nunca le había dicho, que era importante que le

cuente. —Dígame qué es lo tan importante —dijo Shui, en medio de la calle, mientras caía una leve garúa. —No te dije toda la verdad, Shui, es sobre Donatien. Hubo un silencio como de película muda… Él era la pareja de tu madre. Él estuvo loco por ella, la acosaba, pero al verla que envejecía y estaba enferma, la dejó esperando por una china más joven… Su debilidad son las chicas jóvenes y más sin son chinas. Sospeché que él se enamoraría de ti como lo hizo con tu madre. Pero déjame decirte que cuando tengas más edad, es muy posible, que te deje por otra más joven, es su mal, dijo la vecina. —Ya lo sabía, dijo Shui con voz ronca, mi madre me lo dijo en chino ese día final en la clínica. Me lo imaginaba por la forma en que se miraban… me tuve que vengar y lo hice con su correa favorita. Ahora su cuerpo debe estar más frío que una carne cruda. La vecina se quedó atónita y no supo qué más decir. Shui se dio media vuelta, cruzó la calle de forma apresurada bajo la lluvia que caía en ese rato por las calles de París.

Augusto Rodríguez (Guayaquil - 1979) Periodista, editor y catedrático. Ha publicado quince libros en varios géneros como poesía, cuento, ensayo y novela en países como España, Francia, México, Rumania, Estados Unidos, Chile, Cuba, Perú y Ecuador. En cuento, ha publicado: Del otro lado de la ventana (2011), Los muertos siempre regresan (2012) y El hombre que amaba los hospitales (2017). En novela: 5079 archivos secretos. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía David Ledesma Vázquez (2005), el Premio Nacional Universitario de Poesía Efraín Jara Idrovo (2005), el Premio Nacional de Cuento Joaquín Gallegos Lara (2011). Fue finalista del Premio Adonáis (2013), finalista del Premio de Crónicas Nuevas Plumas, México (2014) y finalista del Premio Herralde de Novela (2016). Parte de su obra poética está traducida a once idiomas. Editor de El Quirófano Ediciones y de Visor Libros Ecuador. Director del Festival Internacional de Poesía de Guayaquil Ileana Espinel Cedeño.

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Unicornio Mi unicornio mío, fustigador y ángel; caramelo impaciente, tu piel de frailejón me circunda profano, es cuchillo y caricia, y es cayado abriendo la amorosa carne. Te amo y te giro sobre mi espejo lívido, y me amas sin palabras, y me amas febril, y te amo en el delirio de tu piel y mi piel irreverentes.

Desvarío consciente ¡Ay amado! si solo tú y yo pudiéramos dejar que nuestras almas se hablen sin palabras, dejar que nuestros cuerpos se amen sin fronteras, ahogar sus silencios de espumas y de tiempos. Este amor tormentoso me asfixia y aprisiona en desvaríos locos, en febriles deseos. Ay amado, te releo en mi mente, mis ansias de ti crecen en brasa viva, se incendian y nada se consume. ¡Qué tormento se apodera de mí y me perturba! Con los ojos cerrados te beso intensamente, recreo y acaricio tus íntimos recodos y recorro tu cuerpo de Eros recostado, con la sed de mis labios devoradora llama. Cuando tú me taladras con buril de ternura, alma, cuerpo y mente son llamarada de luna. Al fin puedo encontrar la razón confundida en la sinrazón del desequilibrio de la sangre, en Eros imantado a tu cuerpo y al mío, a tu mente y la mía, a tu alma y a mi alma.

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Qué terrible martirio no tenerte a mi lado ni jinetear tu piel, potro salvaje, ni domarte a fuerza de hincar en tus ijares las espuelas de este fuego de amor inconsumido.

Posdata de ternura sobre el corcoveo de la grupa. Mi vientre es inquieta libélula, bombonera en susurros para la espiga de tus ansias, para el hierro lascivo en celo levantado, huracán con un solo destino, río alado, torrente y tornado. Mis labios conocen el camino. Tu beso inmóvil móvil sobre el párpado de mis escalofríos Inventa dulcísimos esteros. Mi unicornio mío, sediento bebedor de mis vertientes. en mis febriles redomas temblorosas. Mi unicornio mío, tu cuerno imantado atrae mis arrebatados metales. Talabartero fecundo en la cobriza piel, me enmarea de ternura, me habla sin palabras, me envuelve en sus claves y me vuelvo marina compartiendo su oleaje. Mi unicornio mío.


remembranza

Voracidad de fuego Siento que su rĂ­o se encabrita en mi lecho, siento romperme en estallidos graves, en ritmos, en esencias, en minerales luces sobre el huerto maduro de sus vĂŠrtebras. Tu torrente es limo en mi verde cintura que se quiebra en racimos de azĂşcar impalpable, en la vital urgencia del turbulento abismo.

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Tu ángel presuroso invade mi océano. Penetra victorioso el polen de la vida. Eros hace el amor entre las dunas bajo la delgada transparencia marina. Mis peces alimentan tu voracidad de fuego. Por dentro me crece un dulce huerto para saciar tu lengua enajenada en el juego lascivo de todos los sentidos.

Resucítate en mí Un ángel descendió, se posó en mí con una muleta de hierbabuena sobre los párpados de mi vientre. Con su sonrisa endulzó el pan moreno de mis manos, que se hicieron miel canela; besó la corola dormida, fúlgida, anochecida, mágica. Le brotó nuevo canto encadenado al arco fogoso de sus labios. Su entusiasmada vela fue abriendo mi océano con extraños idiomas, depositó en él acarameladas cuartillas líquidas, y peces temblorosos brincaron jubilosos. Grité, me di a ti ángel perturbador para la crucifixión de tus partículas. Volví a gritar, ¡crucifícate en mí! ¡muérete en mí!, ángel devorador, en el gólgota de mis ansias. Y degollé todas mis mentiras para que resucites tú en mí, única realidad en mis espejos lívidos. Resucitó en mí, con todos sus demonios. Volcó en mis espacios cóncavos estertores mordidos de lujuria. 72

Alucinación Mis pies buscan desesperados la salida. ¿Qué aire me retiene? ¿Qué rocas me sustentan? No alcanzo a columbrar por qué me pierdo en su mirada de agua, por qué me instalo en su sonrisa mágica que dentro de mí cae radiante y luminosa, médula necesaria en mi jornada de huesos, de piel y de sentidos. Por qué me prendo hoja en su rama, en el olor de su textura de hombre, gladiador en los instintos, y me atrevo a rozar su piel de acelerado ritmo de animal salvaje. Qué cuerda me retiene apretada a su cuerpo de titán invencible.

Porque pierdes tus remos en todas mis bahías Qué hay de ti en ti que no sea mío, tus manos y tu boca, tu presentida brújula; tu has hecho de mis íntimas vertientes un océano grávido de fuego que no cesa, que sin querer me incendio entre tus brazos. Tú eres yo y yo soy tú indefinidamente, porque has dado forma a mi voz transparente. porque sobre mis besos vas inventando besos, porque pierdes tus remos en todas mis bahías.


Deja amor que me aferre a tus mareas y huracanes. Déjame adolescente tejerme entre tus venas mientras me haces mujer sin horario ni tiempo, encendiéndome estrellas, envolviéndome en brisas. ¡Junto a ti solo tengo vocación de navío!

Estás en mí Estás en mí, como yo en mí misma, sumergido en mi esencia, total, inevitable, infinito, sobrepasando mis límites, mis distancias, mis angustias. Sé que estás en mí, erguido dentro mío; tus labios escriben en los míos ligeros aleteos de ternura. Tus manos ávidas construyen tibias arquitecturas amorosas. Estás en mí, errante caminante, sembrador en mi surco florecido. Estás en mí, tiernamente violento, marcando en mí tu territorio con tus dedos crecidos y amorosos. Y estás presente o impresente caminando por mis amplias avenidas, o por mis sorpresivos y delirantes caminos de herradura antes intransitados. Estás en mí, total, imprescindible.

Ruth Bazante Chiriboga (Quito – 1942) Es Licenciada en Ciencias de la Educación, especialización Literatura. Tiene estudios de doctorado en Letras, también es egresada del doctorado en Pedagogía. Es maestra, actriz, poeta, narradora y ensayista, miembro de la Sociedad Ecuatoriana de Escritores, fundadora del grupo cultural Alborada, miembro de la Asociación de Escritoras Contemporáneas del Ecuador. Ha publicado los poemarios: Grito adentro, grito afuera, Manual de cicatrices, Alborada 1, Alborada 2, Madre en tu día, Semillas al viento, Mentis erectus, Manuela y Simón: dos espadas y un solo corazón; Filosofía, axiología y praxis de la literatura infantil, Bajo el tejado gris de la llovizna, Quito cara de Dios, relicario de América y otros, Rostros sumergidos. En cuento publicó Este perro mundo (CCE, 2013). Su poesía y narrativa consta en más de treinta antologías dentro y fuera del país y su trabajo literario ha sido traducido a cinco idiomas.

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Jorge Basilago

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n distintas oportunidades, Federico Fellini se definió como «un gran embustero»; alguien «constitucionalmente incapaz de decir la verdad». Pero por esas notables paradojas que tiene la vida, quien afirma tal cosa de sí mismo acaba por representar una curiosa versión de la sinceridad: cuando menos es cierto que mentirá siempre. «Me agrada creer en todo aquello que estimule la fantasía y me ofrezca una visión del

mundo y de la vida más seductora o que sea, de algún modo, más acorde con mi manera de ser», completaba. Obsesionado desde pequeño por todo cuanto fuese inaudito, asombroso, insólito o extravagante, Fellini hizo de su cinematografía una extensión de esos intereses. A despecho de quienes lo incluyeron en el llamado neorrealismo italiano —categoría que, al paso de los años, devino en fallido invento de la crítica—, la mayoría de sus filmes


escaleta mundillo cinematográfico. Desparejo, anárquico y un tanto déspota, dueño de un estilo claro y reconocible, dejó tras de sí un puñado de filmes esenciales del siglo XX. Y un genuino compromiso con su público: «Siento la responsabilidad de no engañar, de no contentarme, de atestiguar con una aplicación rigurosa de los instrumentos expresivos de que dispongo, el enredo en que de tiempo en tiempo me encuentro», explicó en alguna ocasión.

Transformar la memoria

deja bien claro que nada le importa menos que pasar por sustitutos de la realidad. Son artificios, invenciones que se muestran sin tapujos como tales, y desde allí narran o interpelan a los retazos de fantasmas y experiencias que todos llevamos dentro. Al momento de morir, hace 25 años, el creador de clásicos como La dolce vita y La strada concitaba como pocos los mayores elogios y las críticas más despiadadas del

«El Rímini que inventé es más preciso y concreto, para mí, que el real», sostenía Fellini. Nacido en 1920 y criado en esa pequeña ciudad de la costa adriática, en una familia de clase media sin grandes privaciones, el futuro cineasta recibió una educación tradicional y estuvo expuesto a las grandes censuras y tabúes de su generación. Razón de sobra para transformar o ‘redecorar’ su memoria de aquellos años. De la tediosa y cínica moral cristiana, por ejemplo, conservó apenas el vago reflejo de una hermana lega adolescente, que se le acercó lo suficiente como para provocarle su primera erección: «Lo que recuerdo es que cada tanto me abrazaba, me apretaba, me restregaba contra ella en medio de un olor de cáscara de patatas, aroma de caldo rancio y ese olor que despiden las faldas de las monjas», solía evocar. Dueño de una natural aversión por los horarios, las autoridades y las obligaciones establecidas, su principal descubrimiento escolar fue el dibujo: un espacio de libertad que le permitía, una página tras otra, volcar su inspiración, su creatividad y su aburrimiento en garabatos sobre el papel. «Quizás, en la escuela, más que griego, latín, matemática o química (…) aprendí a desarrollar

el espíritu de observación, a escuchar el silencio del tiempo que pasa, a reconocer los sonidos lejanos, los olores que llegan desde las ventanas de enfrente, un poco como el presidiario que sabe cuánto tardará el triángulo del sol en llegar hasta el catre», razonaba. Por esa época también se encontró con el mundo artístico, en una mezcla no del todo tamizada que incluía las novelas negras de Georges Simenon, el circo y las comedias cinematográficas de Buster Keaton —«Me gustaba más que Chaplin, porque no hacía chantaje con los sentimientos», decía—, Harold Lloyd, Laurel&Hardy y los Hermanos Marx. Con el transcurso de los años, subrayaría que los actores cómicos eran benefactores de la humanidad: «Hacer reír a la gente me pareció siempre la más privilegiada de las vocaciones, algo así como la de los santos», era su argumentación habitual.

Dibujo, radio, cine Terminada la escuela secundaria, su habilidad para el dibujo y su admiración por ilustradores como Winsor McCay, lo condujeron a probar suerte en Florencia y Roma, donde consiguió empleo en distintos periódicos y revistas de historietas. Mientras fingía ante sus padres la intención de estudiar Derecho, pasó por las redacciones de Il 420, Marc’Aurelio e Il Piccolo, entre otros. Lo curioso del caso, considerando sus dotes plásticas y su trayectoria posterior, es que en varios de aquellos espacios fue contratado como guionista. Muy pronto, también en la radio advirtieron su talento y lo convocaron para escribir libretos, destinados a magazines humorísticos que protagonizaban los cómicos célebres del momento. En ese medio conoció a dos personas claves en su vida: la actriz Giulietta Ma-

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Al momento de sina —con quien se casó en 1943 y de quien ya no se separaría hasmorir, hace 25 ta su muerte— y el guionista Tullio Pinelli. Masina sería su musa y años, el creador compañera de múltiples aventuras en las que pondría rosde clásicos como artísticas, tro, cuerpo y alma a varios persoinolvidables de su filmografía, La dolce vita y La najes como la prostituta Cabiria y la instrada concitaba genua y entrañable Gelsomina de La strada. Pinelli, en tanto, lo conectó con como pocos los Roberto Rossellini y con el munmayores elogios do del cine. Durante la segunda mitad de la década del cuarenta, y las críticas más Fellini fue escenógrafo, guionista e actor —por una única vez, despiadadas incluso en El milagro, basada en un cuendel mundillo to suyo— en diversos proyectos de Rossellini y de otros realizadores, cinematográfico. hasta que en 1950 dirigió Luces de variedades junto con Alberto Desparejo, Lattuada. Dos años después, una casualidad lo ubicó en soledad soanárquico y un bre la silla de director: «Todo se inició porque Carlo Ponti y Mitanto déspota, chelangelo Antonioni rechazaron guión de El jeque blanco que yo dueño de un elhabía escrito junto con Pinelli, y de estilo claro y ese modo me obligaron a que yo dirigiera el filme», recordaba. reconocible, dejó tras de sí un Reproducir ilusiones Hasta 1990, su creatividad se puñado de filmes desplegaría en veinticinco pelíen las que se preocupó por esenciales del culas, reproducir la ilusión que más le «El cine es, de todas siglo XX. interesaba: las formas de expresión artística, la que más se parece a la vida»,

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solía repetir. Aunque se trataba de una existencia ficticia, cuyos rasgos artificiales Fellini subrayó cada vez más con el correr de los años: por eso eludía los escenarios naturales y prefería filmar en los estudios romanos Cinecittá, aunque eso implicara la necesidad de fabricar una Venecia o Roma en miniatura, o un océano con enormes pliegos de plástico. «No me gusta ser esclavo de nada o de nadie, ni siquiera del sol romano, ni de los colores de la ciudad. Prefiero inventarlo todo», rezongaba. Tan intuitivo y espontáneo como caótico, al principio solía mezclar las páginas de sus guiones para que nadie tuviese muy claro qué filmaría y cómo pensaba hacerlo. Más adelante, ya solo contaba con una línea argumental básica sobre la cual hacía jugar —no sin conflictos— a sus protagonistas como si fuesen marionetas. «Estaba atrapado por la mentira que construyó en torno de sí mismo, como Orson Welles», dijo de él Donald Sutherland, para quien representar a Giacomo Casanova bajo su mando resultó «una tortura». Además, a contramano de los imperativos de su época, Fellini se mostró siempre reacio a incluir definiciones ideológico-políticas en sus filmes: él mismo no las poseía. De hecho, si bien muchos de sus trabajos cuestionan especialmente a las clases acomodadas y a la moral católica, lo hacen de una forma apenas enunciativa, ambigua, con mucha suerte entre la ingenuidad y la chacota. «Posiblemente no haya ningún otro director que tenga tan pocas cosas que decir, pero que sepa decirlas de una manera tan sorprendente», anota al respecto el crítico Allan Hunter en su libro Los clásicos del cine.


De tal suerte, cada uno de los filmes de Fellini pasó a ser la historia de una idea original que, una vez realizada, concluía en algo muy diferente: «Yo no he creado un sistema, no puedo hacer escuela», supo admitir, como justificándose. Por eso no es extraño que su trayectoria registre oscilaciones entre esas joyas tituladas I vittelloni, La strada o La dolce vita, pasando por propuestas destacables pero más desparejas como I clowns y Ginger y Fred, para luego tropezar con otras bastante desafortunadas al estilo de Casanova, a la que él sin embargo consideraba su película «más madura y valiente». «¿Y si esta fuera la caída final de un cochino farsante, sin olfato ni talento?», se pregunta el atribulado cineasta Guido Anselmi, encarnado por Marcello Mastroianni, en medio de la crisis de inspiración que motiva Ocho y Medio. A su alrededor, deambulan espectros de su pasado y de su presente; musas, productores, esposas, técnicos y amantes que pugnan por un lugar de realidad en torno a la verdad de su protagonista. Que no es otro que ese farsante llamado Federico Fellini, que un cuarto de siglo después de su partida sigue conquistándonos con la sinceridad de sus embustes.

La lengua popular

Todo artista que se precie de genuino, por más embustero que pueda ser, tiene en la lengua popular un deseable destino de eternidad. Las canciones que, basadas en melodías célebres, se entonan en las protestas callejeras o en los estadios de fútbol, son un buen ejemplo de ello: indican, de un modo tan claro como rotundo, que la comunidad las ha hecho suyas. En el caso de Federico Fellini, ese aporte se verifica de dos maneras. Primero, el propio título de una de sus películas, La dolce vita (La dulce vida), se ha vuelto sinónimo habitual de quien vive una existencia despreocupada o relajada. Pero lo que no tanta gente sabe es que de ese mismo filme proviene también la costumbre de llamar papparazzi a los fotógrafos de la farándula: el singular de ese término, papparazzo (gorrión), es el apodo de un personaje de la obra, fotógrafo desde luego. Otra mentira fellinesca que se ha vuelto verdad, a fuerza de circular de boca en boca. 77


Juan Villoro

E

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l 16 de marzo de 2015 murió Miguel Donoso Pareja, el escritor ecuatoriano que vivió exiliado en México y entendió la literatura con la desbordada generosidad de quien concede a los textos ajenos más importancia que a los propios. Recibí la noticia de su fallecimiento en Italia, en casa de Beatrice del Monti, viuda del escritor Gregor von Rezzori (cuya novela Memorias de un antisemita traduje al español). La baronesa Del Monti brinda hospedaje a autores para que, durante un mes o un mes y medio, se dediquen a su obra sin otro compromiso que asistir a las cenas donde la anfitriona cuenta anécdotas inolvidables de sus tiempos como galerista en Milán o editora de reportajes para Vanity Fair. Bruce Chatwin escribió un texto bastante conocido sobre su estancia en ese oasis de la Toscana y, más específicamente, sobre la torre del siglo XIV que cada año recibe a nuevos inquilinos. El viaje tenía para mí algo excesivo. Quizá a causa de las represivas enseñanzas del Colegio Alemán, no he podido curarme de la superstición de que los auténticos logros proceden del dolor y el sufrimiento. Pasar un mes a cuarenta minutos de Florencia, en compañía del poeta escocés Robin

Robertson, José Aníbal Campos (el más eminente traductor de Rezzori), y la simpatiquísima baronesa, dedicado a escribir y a probar guisos de jabalí, representaba para mí un inmerecido paraíso. Pero el clima se encargó de demostrar que incluso en ese paisaje poblado de ermitas y cipreses que parecen posar para un pintor renacentista, ocurren terribles sobresaltos. El día anterior a mi llegada, una tormenta de viento arrancó inmensos árboles de raíz y convirtió la región en una zona difícilmente transitable; el bosque semejaba un jardín mancillado por un cíclope. Comenzaba a reponerme de esa extrañeza cuando supe que Miguel Donoso Pareja había muerto. Una vez más entendí que por más auspiciosas que sean las circunstancias, nada te aparta de tu origen. Y para mí, Donoso Pareja representa el comienzo de todas las cosas. Mi apartado mes en la campiña italiana se convirtió en un diálogo fantasmal con mi primer maestro. Lo conocí en 1972, en el piso 10 de la Torre de Rectoría de la UNAM. Cada miércoles, a eso de las siete de la noche, se vaciaban las oficinas de Difusión Cultural y sólo quedaba encendida una de esas lámparas que dan más pena que luz y suelen aparecer en los


geografías cuadros de Edward Hopper. Un resplandor amarillento iluminaba los manuscritos en la mesa donde sesionaba el Taller de Cuento. A lo lejos, sumido en sombras, el estadio de Ciudad Universitaria parecía un escarabajo boca arriba. Yo tenía entonces quince años. Cuando me presenté en el Taller sólo había escrito un cuento. Donoso también debutaba en ese sitio. Se había hecho cargo de la vacante dejada por Augusto Monterroso, así es que los dos iniciábamos una actividad que lo convertiría a él en una leyenda de la pedagogía literaria y a mí en su permanente discípulo. Desde la primera sesión, Donoso me tomó insólitamente en serio; no se sorprendió de recibir a un menor de edad, preguntó por mis autores favoritos, sonrió cuando mencioné a Julio Verne y asintió cuando agregué a Juan Rulfo y Julio Cortázar. Con la seriedad que se le concede a un colega, quiso saber cuántos relatos había escrito. Para hacerme el prolífico contesté: —Dos. Pidió que los llevara el siguiente miércoles. Esa semana escribí a toda prisa un cuento sobre mineros que sufrían espantosamente y a los que deseaba salvar en mis páginas. Eran tiempos en los que comenzaba a leer libros de vulgata marxista y en los que trataba de llevar mis recién adquiridas convicciones a los cuentos que escribía (o, más bien, que pensaba escribir). Hombre político, que vivía exiliado en México y había padecido cárcel por sus ideas, Donoso detestaba la literatura panfletaria. El cuento de los mineros le pareció horrendo. Fue una lección decisiva para mí. «El arte es revolucionario en tanto arte, no por el tema que trata», comentó, parafraseando a Gramsci. En cambio, el otro cuento, escrito previamente, sin la presión

de mostrarlo en el Taller, le pareció aceptable. —Se nota que es posterior —dijo con la bonhomía de quien le atribuye a alguien de quince años una etapa previa. Fue la única vez que se equivocó conmigo. Para quedar bien, ‘reconocí’ que el cuento de los mineros era ‘más viejo’. Entré a un taller de ficción con una mentira, pero aprendí que ahí sólo se decía la verdad. Durante cuatro años, los miércoles representaron para mí la ascensión decisiva al Piso 10 de la Torre de Rectoría. Ahí conocí a un poeta brillante, torrencial, dueño de un humor cáustico, José Alfredo Zendejas, que más tarde adoptaría el alias de Mario Santiago Papasquiaro y en Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, aparecería como el mítico Ulises Lima. Mario formaba parte del Taller de los martes, dedicado a la poesía y coordinado por Juan Bañuelos, pero participaba en nuestras sesiones como un espléndido juez de narrativa. Donoso era entonces un activo promotor de la nueva literatura latinoamericana. En 1972, año en que lo conocí, publicó Prosa joven de la América hispana, antología en dos tomos que formó parte de la colección ‘SepSetentas’ y tuvo un tiraje de diez mil ejemplares. En el periódico El Día publicaba la columna ‘Bitácora latinoamericana’, observatorio de nuevas tendencias literarias, dictaminaba textos para la editorial Extemporáneos y planeaba el lanzamiento de la revista Cambio, con Julio Cortázar y Juan Rulfo en el consejo de redacción. Estábamos ante un maestro de excepción, pero también ante alguien que intervenía en los más distintos aspectos de la circulación literaria y establecía significativos puntos de confluencia entre autores de diversas latitudes. Al ver

Yo tenía entonces quince años. Cuando me presenté en el Taller sólo había escrito un cuento. Donoso también debutaba en ese sitio. Se había hecho cargo de la vacante dejada por Augusto Monterroso, así es que los dos iniciábamos una actividad que lo convertiría a él en una leyenda de la pedagogía literaria y a mí en su permanente discípulo.

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Taller de Guayaquil en los ochenta. Liliana Miraglia, Livina Santos y Gilda Holst.

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que me interesaba combinar la literatura fronteriza, que mezclaba lo real con lo fantástico, y recursos de la contracultura, me recomendó que leyera Desnudo en el tejado, del chileno Antonio Skármeta, que había ganado el Premio Casa de las Américas, y Para comerte mejor, del argentino Eduardo Gudiño Kieffer. Hasta ese momento yo dependía básicamente de los libreros capitalinos para recibir recomendaciones literarias. Se trataba de buenos lectores, pero su radar era explicablemente local. El limitado horizonte de mis lecturas se amplió en forma extraordinaria con la bibliografía que Donoso elaboraba a mi medida, pidiéndome que leyera con la mente de quien aborda un mecanismo, dispuesto a apropiarme de las piezas sueltas que me hacían falta («con el desarmador en la mano», como aconsejaba Gabriel García Márquez).

«La literatura es un don, pero también una dificultad adquirida», reiteraba el maestro. Debíamos entender nuestros textos como borradores susceptibles de infinita mejora. La verdadera vocación no se muestra en el primer esfuerzo, sino en la voluntad de corregirlo. En consecuencia, nos instaba a llevar segundas y aun terceras versiones del mismo cuento para saber si las críticas habían dado resultado. Desde las primeras sesiones nos convenció de que la crítica es una forma de la creatividad y que nada ayuda más a un autor que descubrirle defectos. Carlos Chimal, Jaime Avilés y otros compañeros de generación se beneficiaron de su rigor. También ahí conocí a Luis Felipe Rodríguez, que actualmente es uno de los mayores astrónomos de México y entonces escribía sugerentes cuentos de ciencia ficción. Cada alumno llevaba al maestro a


diferentes asociaciones con otros autores. A propósito de Rodríguez, analizó a Bradbury y Lovecraft. En otra ocasión, un texto de atmósferas sensuales del arquitecto Luis Porter lo llevó a hacer una exposición del Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Sin darnos cuenta, esas referencias cruzadas fueron integrando un curso adicional, de literatura comparada. Estoy convencido de que Donoso encontró en el Taller una vocación inesperada. Había trabajado como marino, abogado, periodista y editor, procurando que esas faenas le dejaran tiempo para escribir sus cuentos y novelas. Abordó el Taller con el mismo ánimo, pero descubrió ahí una faceta de sí mismo que no había previsto. Siempre llegaba antes que nosotros. No tenía coche y remontaba en autobús un buen tramo de la más extensa avenida de la ciudad, Insurgentes, hasta llegar al campus de la Universidad. En el trayecto, mataba el tiempo leyendo el periódico deportivo Esto, impreso en sepia y blanco. Aunque ya Umberto Eco, Roland Barthes y, entre nosotros, Carlos Monsiváis habían dado nuevo estatus a la cultura popular, no era común que se hablara de esos temas en las aulas universitarias o los suplementos culturales. Donoso nos libró de ese prejuicio y nos animó a adentrarnos en las más distintas formas de representación del mundo, lo cual incluía a la cultura de masas, el deporte, el folletín y la sociedad del espectáculo. Ajeno a las reductoras supersticiones de los eruditos, no entendía la literatura como una especialización autorreferente. Para él, el escritor que sólo sabía de literatura ni siquiera sabía de literatura. Le apasionaba analizar los textos como instrumentos de relojería, pero también las circunstancias que los habían hecho posibles y que podían llevarnos a disquisiciones sobre po-

«La literatura es un don, pero también una dificultad adquirida», reiteraba el maestro. Debíamos entender nuestros textos como borradores susceptibles de infinita mejora. La verdadera vocación no se muestra en el primer esfuerzo, sino en la voluntad de corregirlo.

lítica, teología, los medios de comunicación, el erotismo, la ciencia y todos los temas bajo el sol. Donoso era un hombre corpulento al que la vida sedentaria había otorgado una emblemática barriga. Al corregir cuentos con un bolígrafo o un plumón presionaba la página con una fuerza excesiva. Desempeñaba esta parte artesanal del oficio con pulso de herrero o carpintero. Una vez roturado, el texto era discutido en detalle. El maestro se detenía en las minucias (un punto y coma, un adjetivo, un anglicismo) con el mismo placer con que disfrutaba los comentarios de trazo más amplio sobre la psicología de los personajes, los símbolos ocultos entrelíneas, la pertinencia política o histórica de la trama. Nunca lo vi desesperarse ante un manuscrito, por malo que fuera. En verdad gozaba esas sesiones en las que nos hacía mejores. Monterroso había dejado el Taller porque el acceso era libre y un día se hartó de los ‘turistas del cuento’ que asistían un par de veces y luego desaparecían. Donoso contó desde el principio con un grupo estable que le rindió devota pleitesía, pero nunca desdeñó a los visitantes de ocasión, incluso a aque-

llos que, cumpliendo con la necesaria radicalidad de las universidades, llegaban a acusarlo de estar creando una secta de agradecidos feligreses. Poco a poco se corrió el rumor de que en el Piso 10 ocurría algo peculiar y el Taller llegó a tener suficientes miembros para formar una asamblea. El éxito llegó a oídos del director de Bellas Artes y Donoso fue invitado a crear una red de talleres en provincia. Con ímpetu de caballería andante, extendió su magisterio a San Luis Potosí, Aguascalientes y Zacatecas, las ciudades formativas del mayor de nuestros poetas, Ramón López Velarde. El exiliado dispone de una mirada desplazada y puede ejercer la perspectiva que concede el paralaje: ve otras cosas porque se ha movido para verlas. Donoso leía mis textos, me recomendaba libros, hablaba conmigo de los más diversos temas culturales, pero esto no le pareció suficiente. Decidió completar mi enseñanza rescatándome del centralismo mexicano: —En provincia pasan cosas de las que no te has enterado —me dijo, y me invitó a acompañarlo a su Taller en San Luis Potosí. Para entonces, ya tenía yo dieciocho años y me convertí en una

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Para él, el escritor que sólo sabía de literatura ni siquiera sabía de literatura. Le apasionaba analizar los textos como instrumentos de relojería, pero también las circunstancias que los habían hecho posibles y que podían llevarnos a disquisiciones sobre política, teología, los medios de comunicación, el erotismo, la ciencia y todos los temas bajo el sol.

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especie de escudero del itinerante Donoso. Conversábamos durante cinco o seis horas en autobús y compartíamos en San Luis el fin de semana entero. Las sesiones proseguían en el restaurante y la cantina, donde él ejercía el carisma tranquilo de quien no necesita enfatizar su liderazgo. En sus orígenes, la filosofía surgió como un urgente programa de autoayuda, en busca de instrucciones para los misterios de la vida diaria. El modo socrático permitía el razonamiento abstracto, pero también resolvía los predicamentos cotidianos de los discípulos. A veces quisimos tener este trato ateniense con Donoso y le pedimos contraseñas para seducir a una chica o aliviarnos del abandono. Lo idolatrábamos en tal forma que deseábamos convertirlo en juez de nuestra intimidad. También en eso fue muy riguroso: por más tequila que se sirviera en la mesa y por más boleros que cantara el trío de turno, nos aclaró que en el insondable laberinto de las pasiones, cada quien es responsable de sus actos. Rechazó el paternalismo que le proponíamos, buscando el alivio de evadirnos de nosotros mismos, y nos condenó al fuego del libre albedrío. El mandato de pensar con diferencia, al margen de coacciones externas, caló tan hondo en el Taller que jamás se nos ocurrió que la crítica literaria pudiera ejercerse por compromiso o razones extraliterarias. Con los años sabría que muchas reseñas se escriben por conveniencia; en el Taller, eso era impensable. Las primeras notas críticas que publiqué estuvieron marcadas por una sinceridad casi suicida. Una de ellas se refería, precisamente, a la novela Día tras día, de Miguel Donoso Pareja. Aunque mi texto era fundamentalmente elogioso, me permití hacer algunos reparos porque era lo que había aprendido en su Taller.

Él agradeció la nota, ‘sobre todo por las críticas’. A los diecinueve años concursé para ingresar al Taller de Augusto Monterroso, donde no había ‘turistas del cuento’ porque el autor de La oveja negra y demás fábulas sólo recibía a tres alumnos al año. Fui admitido y Miguel decidió echarme de su Taller, no por celos hacia el nuevo maestro («un gran cuentista y un hombre sabio», dijo), sino para acabar con una relación que tenía claros signos de dependencia. Seguir ahí era como usar muletas cuando ya ha sanado la fractura. Debía continuar el camino por mi cuenta. Me dio la noticia en el tono fraternal con que siempre me trató, como si la expulsión fuera una manera de graduarme. Esa noche, bajé los diez pisos de la Rectoría por las escaleras para demorar el desastre de ingresar a una vida sin el Taller de los miércoles. La última lección del maestro fue la más dura y la más significativa: tendría que criticarme a mí mismo. Años después, cuando ya había vuelto a Guayaquil, sus alumnos le hicimos un homenaje en San Luis Potosí. Donoso regresó a México a escuchar nuestras ponencias. Cuando terminó el aluvión de anécdotas y gratitudes, dijo con toda calma: —Ya saben que me gusta corregir. Acto seguido, sometió los elogios a un insólito taller, demostrando que nunca dejaría de ser nuestro maestro. En noviembre de 2014 fui a Quito para presentar sus Cuentos completos. Pensaba verlo, pero el médico le impidió hacer el viaje de Guayaquil a la capital. Me enteré de esto cuando ya estaba en Ecuador y sentí una honda decepción. Uno de sus alumnos advirtió mi estado de ánimo y le habló por teléfono para que yo hablara con él al terminar la mesa redonda. Volví a oír la voz que marcó mi


A veces quisimos tener este trato ateniense con Donoso y le pedimos contraseñas para seducir a una chica o aliviarnos del abandono. Lo idolatrábamos en tal forma que deseábamos convertirlo en juez de nuestra intimidad. También en eso fue muy riguroso: por más tequila que se sirviera en la mesa y por más boleros que cantara el trío de turno, nos aclaró que, en el insondable laberinto de las pasiones, cada quien es responsable de sus actos. adolescencia y mi primera juventud, y la voz que definió mi rito de paso hacia la literatura. Le recordé lo mucho que le debía. Él hizo bromas, evadiendo el sentimentalismo. La llamada fue casi festiva. Meses después estaba en Italia, en una residencia para escritores que había tenido eminentes inquilinos. El fallecimiento de Miguel me devolvió al origen, revelando que un autor jamás llega a la meta. Bruce Chatwin había ocupado mi misma habitación, pero eso no me rescataría de ser, para siempre, un principiante. Con su muerte, mi maestro me daba una última lección. Pensé en la conversación que sostuvimos por teléfono, él en Guayaquil, yo en Quito. Ambos sabíamos que no volveríamos a hablar, pero hablamos como si nos fuéramos a encontrar al día siguiente y ejercimos lo que nos unió desde que yo tenía quince años: la ficción. Mi mente no colgará esa llamada. (Tomado del libro A la mar la palabra. Memoria de los talleres literarios de Miguel Donoso Pareja. MéxicoEcuador, CCE, Quito, 2018).

Juan Villoro (México D.F. – 1956) Narrador, dramaturgo, cronista, ensayista y periodista. Miembro del taller literario de la Universidad Autónoma de México (UNAM) en la década del setenta. Estudió Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, condujo el programa de Radio Educación El lado oscuro de la luna, y fue agregado cultural en la embajada de México en Berlín Oriental. Ha ejercido como director del suplemento La Jornada Semanal, además de impartir talleres de creación y cursos en instituciones como el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Nacional Autónoma de México. Como redactor, ha colaborado en las revistas Cambio, Gaceta (Fondo de Cultura Económica), Universidad de México, Crisis, La Orquesta, La palabra y el hombre, Nexos, ¡Vuelta, Siempre!, Proceso y Pauta, de la cual fue jefe de redacción, así como en los periódicos y suplementos La Jornada, Uno más uno, Diorama de la Cultura, El Gallo Ilustrado, Sábado, entre otros. Fue becario del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) en el área de narrativa y del Sistema Nacional de Creadores Artísticos. Ha sido profesor en la Universidad Autónoma de Madrid, Yale, en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y en Princeton. Vive entre México y España. Su éxito como novelista llegó en 2004 con El testigo, Premio Herralde. Entre otros, ha obtenido los siguientes premios: Premio Xavier Villaurrutia (1999), Premio Internacional de Periodismo Vázquez Montalbán (2006), Premio Antonin Artaud (2008), Premio Ciudat de Barcelona (2009), Premio Iberoamericano de Letras (2012). 83


Lenin Oña

Publicación por los 91 años del Salón Mariano Aguilera.

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l Mariano para los artistas, el Mariano Aguilera para la prensa, el Salón Mariano Aguilera para los documentos oficiales, fue durante décadas el mismo y una denominación consensuada por la costumbre que comenzó a regir desde 1917, cuando se dio la primera convocatoria del concurso anual más antiguo en las artes plásticas ecuatorianas. Todo se inició gracias al donativo testamentario de una casa de propiedad del ‘miembro del Concejo Cantonal’ de Quito, el jurisconsulto Mariano Aguilera, que con su gesto filantrópico quiso estimular la labor de los artistas. Eran épocas de incertidumbre en el país y en el mundo. En Europa se sucedían los crímenes de la Gran Guerra y en la Rusia zarista los bolcheviques proclamaban la revolución y ponían fin al imperio. Acá no acababan de apagarse los rescoldos de la ‘hoguera bárbara’ (como la llamó Alfredo Pareja Diezcanseco) en la que se inmoló a Eloy Alfaro y a la posibilidad de transformación radical que había propugnado el Liberalismo triunfante en 1895.

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Calle 14, Camilo Egas.


boceto

Mama Cuchara, Jose Enrique Guerrero.

Uno de los legados más positivos y duraderos de la Revolución Liberal ha sido el laicismo del Estado, en especial en la educación pública con la reactivación de la enseñanza artística al refundarse la Escuela de Bellas Artes y el Conservatorio de Música, abandonados a su suerte y, a la larga, desaparecidos tras la consumación del régimen de García Moreno. El estímulo establecido por Mariano Aguilera y administrado por el Concejo Municipal cumplió su objetivo y concitó la participación de artistas e intelectuales, jurados y curadores de todo el Ecuador. Durante medio siglo fue el único certamen que permitió evaluar la situación del arte nacional, hasta la apertura de los salones de Julio y Octubre en Guayaquil, el Luis A. Martínez en Ambato y la Bienal Internacional de Cuenca, recién

creada en 1987, que diversificaron los escenarios para confrontar la llamada expresión plástica en el país. Se dieron otros intentos, en Quito y en otras ciudades, pero, o no prosperaron o no tuvieron mucha capacidad de convocatoria.

58 salones en 93 años En el año 2010 se conmemora el 93 aniversario del Salón Mariano Aguilera. En tan dilatado período, en realidad el salón que siempre tuvo carácter anual, abrió sus puertas solo en 58 ocasiones. Es de señalar que en 1982, los premios se declararon desiertos pero se exhibieron las obras seleccionadas, mientras en el 2008, no hubo exposición ni concurso porque la curadora de turno no encontró nada digno de mostrar al público.

Al ojear su historia, se descubre que ha estado llena de tropiezos, y que gracias a la determinación de varias administraciones municipales, se evitó que el salón desapareciera para siempre. En algunos períodos su aplazamiento obligó a que de un evento anual se tornara bianual. Así ocurrió en 1922-1923, 1925-1926, 1934-1935 y 19631964. Pero hubo suspensiones que se prolongaron dos años (19461947), ocho (1948-1955), once (1966-1976), cinco (1997-2001). En la última convocatoria de 2008 que va hasta el 2011, el Municipio capitalino decidió transformar el salón anual en Bienal de Arte Contemporáneo, de manera que contemple un lapso prudencial a la labor creativa de los artistas y, también, para estar a tono con los tiempos actuales en los que se manifiesta una mayor libertad en la elección de temas y medios para el trabajo artístico. No deja de ser interesante la estadística del número de salones transcurridos en décadas: en la primera, la del diez, hubo cuatro, cumplidamente desde 1917 hasta 1920; en la década del veinte, ocho; en la del treinta, nueve; en la del cuarenta, apenas tres, en la del cincuenta, cinco; en la del sesenta, tres; en la del setenta, cuatro; en la del ochenta, diez (la única que completó las exhibiciones anuales); en la del noventa, siete; y, en la primera del siglo actual, seis. Las razones para sus dificultades y avatares han sido, casi siempre, de índole económica, pero también de falta de visión, previsión y decisión. Es significativo lo que relata Carlos Villacís Endara, por entonces funcionario municipal, sobre la apertura del Mariano Aguilera de 1977: «En 1967, la Casa de la Cultura Ecuatoriana se encontraba organizando la Bienal de Quito-Sudamericana de Pintura y la situación económica para poder

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Icono con flor roja, Ramiro Jácome.

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financiar los premios era muy difícil, ya que a más del Gran Premio se había programado dos Primeros Premios: para el mejor artista extranjero y para el mejor artista nacional. Para el primer caso, fue el I. Municipio de Guayaquil quien ofreció ese premio y, para el segundo caso fue la I. Municipalidad de Quito, pero por encontrarse en una situación económica difícil, decidió financiarlo en base de los intereses que produciría el pequeño capital del Concurso Mariano Aguilera en los próximos años. Esta fue la razón para que (en) diez años no se haya vuelto a realizar tan importante Certamen».

Sobre el ámbito del Mariano Aguilera —local o nacional— no se puede establecer juicios definitivos debido a que no se ha contado con un registro riguroso de los participantes (y era difícil que se lo llevara porque el Salón ha sido un programa más entre otros muchos del Departamento de Cultura del Municipio). Sin embargo, al observar la nómina de los premiados, se puede apreciar su alcance nacional al ubicar a los artistas por su lugar de residencia, que es lo que cuenta, y no por el lugar de nacimiento, que es un dato accesorio más, tratándose de un mismo país.

Así, la gran mayoría de galardonados han sido en su momento residentes en Quito. Hay cuatro guayaquileños laureados con la máxima presea: Araceli Gilbert (1961), Mariela García (1977), Mauricio Suárez Bango (1990) y Juan Pablo Toral (2004); tres cuencanos: Luis Crespo Ordóñez (1938), Jorge Chalco (1983) y Adrián Washco (1996), y tres extranjeros: el norteamericano Lloyd Wulf (1956) y dos chilenos, avecindados por largos años en la ciudad: Claudio Arzani (1986) y Carlos Catasse (1987-2010). En los concursos artísticos, de cualquier alcance que tengan, lo que se juzga, en primer término, es la obra de los artistas, pero por los resultados también puede evaluarse a los jurados y curadores. En el Mariano han prevalecido en este grupo personajes de la más distinta procedencia profesional e intelectual sobre los especialistas (artistas, críticos e historiadores del arte, curadores). El registro de las ocupaciones originales de aquellos ‘conocedores y amantes del arte’ es de lo más variado: políticos —‘cultos’, se sobrentiende—, escritores, poetas y periodistas, algún sacerdote, varios arquitectos, algún arqueólogo y hasta un musicólogo. Cada veredicto conlleva polémicas y desacuerdos, y como es lógico los únicos que comparten el juicio del jurado son los premiados. En la historia del Mariano hay un episodio, curioso y demostrativo, que una investigación exhaustiva tendría que dilucidar. El caso es que el cuadro El carbonero, de Eduardo Kingman, nuncio del realismo social en el país, fue rechazado por el jurado de admisión en 1935, pero fue admitido al año siguiente y laureado con el primer premio. Los jurados, desde luego, tienen nombres y apellidos, pero también posiciones ideológicas.


Nicolás Kingman, hermano del pintor, asegura que la obra fue descartada por un jurado conformado por Jacinto Jijón y Caamaño (arqueólogo y directivo del Partido Conservador), Isaac J. Barrera (historiador de la literatura ecuatoriana) y Carlos Manuel Larrea (historiador), todos de pensamiento de derecha, aunque premiada por Gonzalo Escudero —uno de nuestros grandes poetas—, Pablo Palacio —uno de nuestros mayores narradores—, ambos de izquierda, junto a Antonio Salgado, un acreditado escultor, autor de la Fuente de la insidia que desubicada y todo embellece con sus focas y el desnudo femenino un cruce de avenidas en la ciudad de Quito. Frente a la versión de Nicolás Kingman, escritor y periodista activo, los registros del Salón incluyen exclusivamente el nombre de Manuel Mena (director de la Escuela de Bellas Artes y secretario del Concejo Municipal), como jurado de admisión para el Salón 1934-1935.

El Salón de Mayo Como se ha dicho, se dieron largos períodos sin convocatorias y sin exposiciones. La respuesta fue abrir otros salones, algunos paralelos al Mariano Aguilera pero ninguno consiguió perdurar. En 1939 el Sindicato de Escritores y Artistas, cuyo secretario general era el poeta Jorge Reyes, estableció el Salón de Mayo, que «daba cabida a todas las tendencias, puesto que valiéndose de innumerables formas puede plasmarse la creación artística del espíritu humano», y que «no estableció premios de ninguna clase, con el fin de evitar disputas», según José Alfredo Llerena y Alfredo Chaves, autores del libro La pintura ecuatoriana del

Entierro de una niña negra, Galo Galecio.

siglo XX. Los expositores fueron José Enrique Guerrero, Oswaldo Guayasamín, Eduardo Kingman, Guillermo Latorre, Luis Moscoso, Diógenes Paredes, Carlos Rodríguez y Leonardo Tejada. En el segundo salón de 1946 se concedieron nuevos premios por primera vez y en escultura ganó César Bravomalo. A más de los artistas que concurrieron al primero, participaron, entre otros, César Andrade Faini, Gerardo Astudillo, Alba Calderón de Gil, José Espín, Piedad Paredes, Galo Galecio, Germania Paz y Miño, América Salazar, Segundo Ortiz y tres extranjeros: los refugiados judíos Olga Fisch y Carlos Kohn y el holandés Jan Schreuder. Se expusieron un total de 169 obras. Al año siguiente «las obras enviadas se redujeron a la mitad, pero había mayor selección». Entre los nuevos expositores figuraban Pedro León y Bolívar Mena Franco.

Los salones de la Casa de la Cultura En 1967 la Casa de la Cultura organizó la exposición Testimonio Plástico del Ecuador: en el catálogo el presidente de la institución, Benjamín Carrión, con su inalterable optimismo, anotó: «El Ecuador, dueño de grandes nombres de la plástica continental en la Colonia y los primeros años de República, ha mantenido ese primer puesto en la época contemporánea. Sin olvidar las lecciones universales, está hallando su voz, su estilo y su raíz. Esta muestra es la presencia digna de nuestro país en la escena del arte universal». A la muestra concurrieron algunos de los ya citados y otros como los hermanos Gilberto y Juan Almeida, Félix Arauz, Carlos Vicente Andrade, el cubano René Alis, la argentina Iska Kraal, los alemanes

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Margarita Baum y Peter Musfeldt, las checo-judías Gitti Neuman, Katya y Tanya Kohn, Voroshílov Basante, Pilar Bustos, Oswaldo Cercado, Julio Cevallos, Hugo Cifuentes, Fancisco Coello, Alberto Coloma Silva, Theo Constante, Rafael Díaz, Antonio del Campo, Segundo Espinel, Estuardo Maldonado, Alfonso Mena Caamaño, Humberto Moré, Luis Molinari, Guillermo Muriel, Oswaldo Moreno, Germán Pavón, Félix Arauz, Manuel Rendón, León Ricaurte, Jorge Swett, Enrique Tábara, Atahualpa Villacrés, Jaime Villafuerte, los escultores Luis Cornejo, Alfredo Palacio, César Bravomalo, Yela Lofredo y Manuel Monard, los grabadores Kurt Muller y Oswaldo

Rivadeneira. La lista es más extensa y se completa con los nombres de algunos participantes y ganadores del Mariano Aguilera y otros que canjearon el arte por la cátedra, lo abandonaron o no trascendieron. El mérito del Testimonio Plástico radica en haber congregado a muchos artistas procedentes de distintos lugares del país, sobre todo de Guayaquil, constituido para entonces en el segundo centro del arte ecuatoriano, gracias, entre otros factores, a la labor de la Escuela de Bellas Artes, fundada en 1941en esa ciudad. Bajo la presidencia de Oswaldo Guayasamín, la Casa de la Cultura llevó adelante, en 1968, lo que quiso ser la Bienal de Quito, que no

pasó de ser la primera versión, pero a la que se debe reconocer como el único intento nacional hacia una convocatoria americana. Hubo una nutrida concurrencia y el gran premio fue para el paraguayo Carlos Colombino, pero la anti-Bienal urdida por el grupo VAN (Tábara, Villacís, Muriel, Hugo Cifuentes, entre los principales), también contó con buena participación y la novedad de una oposición contra la Casa de la Cultura, que le granjeó cabida en la prensa y simpatía entre los sectores que sentían la necesidad de renovar la plástica ecuatoriana, hegemonizada durante más de tres décadas por el realismo social. Insistiendo en su visión latinoamericanista, la Casa, bajo la misma presidencia, organizó en 1972 el Salón de la Independencia, al que llegaron artistas de los países de América, con excepción de Uruguay, México y Guatemala. El equipo ecuatoriano, escogido por Guayasamín, José Alfredo Llerena y Claude Demarygni, agregado cultural de Francia, no presentó figuras muy notables, a no ser Aníbal Villacís, José Enrique Guerrero, Gilberto Almeida, José Carreño, Jaime Villa.

Los concursos del Banco Central, las prebienales y otros En los años 1977, 1978 y 1979 se presentaron los concursos nacionales de artes plásticas del Banco Central, que ya llevaba un decenio de aportar de modo significativo al arte y la cultura, sobre todo a través de sus museos y en especial el de Arqueología. Los primeros premios se concedieron, en su orden, a Oswaldo Viteri, Milton Barragán

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Litografía, Araceli Gilbert.


El camión, Leonardo Tejada.

y Mauricio Bueno. En todos los casos se contó con jurados de categoría internacional: Clement Greenberg, Jorge Romero Brest, Carlos Areán, Gaston Diehl, Juan Acha, Ángel Kalemberg, entre otros. Entretanto, la Casa de la Cultura mantenía su salón anual, complemento y alternativa al Mariano Aguilera, que desde la apertura de la Bienal de Cuenca en 1987 tuvo que competir también con los concursos de selección para los participantes ecuatorianos, las ‘prebienales’ a más de los ya consolidados salones de Guayaquil y Ambato. También se abrieron durante lapsos limitados, salones de grabado, dibujo, fotografía, y el Vicente Rocafuerte en Guayaquil en 1983 «para artistas menores de 35 años», por una sola vez.

La proliferación de concursos —saludable por sí misma dada la multiplicación de oportunidades que ofrece para que los artistas se promuevan, en un medio reducido como el nuestro— con un coleccionismo incipiente que solo alcanzó cierto auge en los años dorados del espejismo petrolero (años setenta y parte de los ochenta), no carecía de un lado menos positivo, puesto que obligaba a un conglomerado no muy numeroso de artistas, a doblar y repicar para no perder la ocasión de participar en tanto evento, con lo cual, en muchos casos, la calidad de las obras desmejoraba. (El presente artículo corresponde a la primera parte del ensayo Del Salón al Premio Mariano Aguilera Retrospectiva 1917-2008).

Lenin Oña Viteri Arquitecto, historiador y crítico de arte. Profesor titular de Historia del Arte y la Arquitectura en la Universidad Central del Ecuador, desde 1969. Ha publicado estudios sobre Araceli Gilbert, Eduardo Kingman, Estuardo Maldonado, artículos sobre artistas ecuatorianos y latinoamericanos, monografías comparativas: Apuntes para el estudio de las vinculaciones artísticas entre Ecuador y México; Influencia y presencia italiana en las Artes plásticas del Ecuador; Arte en las antípodas —Ecuador y Japón—. Curador del Salón Mariano Aguilera 2003 y de las exposiciones ‘En la tierra, Quito...’ (2005), ‘Otro arte en Ecuador’ (2008), ‘Arcilla de la Historia’ (2009).

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anaquel

Gabriela Ruiz Agila

L

a Casa de la Cultura Ecuatoriana presenta, en su colección Antítesis, la obra Panorama del ensayo en el Ecuador, de Rodrigo Pesántez Rodas (Azogues, 1937). En 1996 recibió la condecoración internacional José Vasconcelos que reconoció su labor como investigador y crítico literario, así como catedrático y autor. Cincuenta años de producción literaria hacen indispensable la voz de Pesántez a la hora de estudiar con amplitud la historia de la literatura ecuatoriana. ntre sus ensayos destacan: Visión y revisión de la literatura ecuatoriana (México, 2010); Modernismo y postmodernismo en la poesía del Ecuador (2006); Ocho poetas tanáticas del Ecuador (México, 2005); Del vanguardismo hasta el 50 (1999); Antología de la poesía cósmica del Ecuador (México, 1996); En el umbral del modernismo (1977); Siete poetas del Ecuador (1970). El autor aclara que el libro no es un estudio sino una aproximación; la propuesta cumple con los criterios de presentación cronológica de los autores, la contextualización de sus obras, y la relación con sus contemporáneos. Según Pesántez, «hay graves distorsiones de la realidad, contradicciones, omisiones y hasta fantasías» que afectan el trabajo de ensayistas en el país, por lo que se

E

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hace necesario retomar y rectificar la investigación para continuar con el ejercicio de reflexión acerca de la literatura hecha en Ecuador. Pesántez define al ensayo como «una vena abierta a cuantos latidos de expresividad interpretativa y contenidos se puedan sentir». El ensayo en Ecuador —explica— se inicia en el período colonial con Gaspar de Villarroel hasta el legado de Eugenio Espejo y en la era republicana registra su cambio con la pluma de Vicente Solano, Juan León Mera, Federico González Suárez y Juan Montalvo. ‘Períodos y no metodología generacional’ es la estrategia que configura la observación de 100 autores. Para Pesántez, el primer período fecundo de nuestro ensayo como género literario se da a partir del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX, caracterizado por la sincronización unánime de vivencias, pensamiento crítico, y un lenguaje de alta resonancia estilística. Así tenemos a José Peralta, Luis Monsalve, Agustín Cueva, Bolívar Echeverría y Enrique Ayala Mora construyendo la conciencia histórica; Marietta de Veintemilla, Gonzalo Zaldumbide, Aurelio Espinosa Pólit, Remigio Crespo Toral, Isaac J. Barrera, Gonzalo Escudero, Jorge Carrera Andrade, César Dávila Andrade y Benjamín Carrión dándonos patria desde la cultura, y

en particular desde la literatura con compromiso político, Alfredo Pareja Diezcanseco, Ángel. F. Rojas, José de la Cuadra y Raúl Andrade. En nuestros días, Pesántez reseña los aportes de Miguel Donoso Pareja, Víctor Manuel Rendón, Alejandro Moreano, Fernando Tinajero, Jorge Núñez, Mario Campaña, Raúl Serrano Sánchez, Vicente Robalino, Iván Carvajal, Abdón Ubidia, Raúl Vallejo, Hugo Alemán, Cristóbal Zapata, Alicia Ortega, María Rosa Crespo, Ramiro Oviedo, Leonardo Valencia, Ángel Emilio Hidalgo y Siomara España. Si como apunta Pesántez: «Estudios sistematizados sobre el ensayo casi no existen», la línea de investigación sobre temas y autores adeuda indagación más que antologías o mera recopilación en la observación de sus fronteras con el periodismo, filosofía, política y docencia. Hacia el final del libro, el lector podrá disfrutar de fragmentos de cartas, fotografías, prensa, que muestran la cercanía entre el propio Pesántez y otros autores, en especial con Hernán Rodríguez Castelo, destacado ensayista y crítico literario, con quien dialogó sobre sus intereses en común y el avance en sus obras en términos de mutua admiración y reconocimiento. Estos son recuerdos de 81 años de vida dedicados a la literatura.


reminisencia

Patricio Herrera Crespo

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uito tiene un Museo del Pasillo. El presidente de la República, Lenín Moreno Garcés, principal impulsor de este proyecto, lo inauguró conjuntamente con el alcalde de Quito, Mauricio Rodas, y el presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Camilo Restrepo Guzmán. Este nuevo centro cultural es en realidad un Museo-Escuela del Pasillo y está ubicado en la esquina de las calles García Moreno y Bolívar, en un edificio señorial de tres plantas, construido en 1907, con 1.200 metros cuadrados.

El Museo Según Mario Godoy, coordinador del proyecto, al ingreso estará el piano de doña Corina Parral de Velasco Ibarra, y en la primera planta habrá una visión sintética de lo que fue la música andina. Estarán dos objetos de impacto: una réplica de la vihuela de Santa Marianita y una botella silbato. Varios instrumentos musicales, esculturas, cabina de radioteatro, discos de carbón, etc. Al fondo la cantina ‘El Aguacate’ con un escenario. En el segundo piso estarán los bustos de los más grandes cantores y compositores de música ecuatoriana, en especial del pasillo. El tercer piso es des-

tinado a la Escuela del Pasillo. En cuanto a los instrumentos musicales, se contará con el requinto de Homero Idrovo, donado por Consuelo Vargas, y el requinto de Segundo Bautista. Se está elaborando una réplica de la guitarra hawaiana de Luis Alberto Sampedro, la primera guitarra eléctrica del Ecuador, cuyo original reposa en el Museo Pedro Pablo Traversari de la Casa de la Cultura. Precisamente esta institución ha colaborado decididamente en la conformación del museo entregando en comodato, de la reserva de su museo de música, una trompeta de bronce, un clarinete de plata, una tromba de bronce, un trombón de bronce, una flauta de plata, un oboe de madera de boj, un piccolo de plata y una tuba de bronce.

El pasillo «El pasillo es un producto artístico mestizo, urbano, de la época republicana. En inicio se trató de un baile popular, cuyo nombre se debería, según la versión más aceptable, a la manera de bailarlo, con pasos cortos», según el libro Pasillo y pasilleros, de Edwin Guerrero. Al referirse a su origen, se distingue el pasillo-baile, que podría ser una danza francesa llamada passe-pied que, luego de pasar a la

península ibérica, llegó con emigrantes portugueses y españoles al Caribe, y de allí a Centroamérica, luego a Colombia y Ecuador. Hay autores que afirman que el pasillo se introdujo a Sudamérica por Colombia y Venezuela. Por otra parte, el pasillo-canción aparece y tiene su apogeo en el siglo XX. Al respecto, Guerrero afirma que su origen puede estar en el fado portugués, el bolero español y las habaneras. Hay también en el pasillo reminiscencias de los cantos morunos que llegaron a Andalucía. Afirma que la mayor parte de las primeras composiciones con texto se realizaron sobre los versos que no fueron escritos para los compositores, sino que se inspiraron en ellos y los musicalizaron. Dice Ketty Wong en su libro Música ecuatoriana (premio Casa de las Américas 2010) publicado por la CCE, que «el pasillo es, en esencia, un poema de amor musicalizado», y coincide con Edwin Guerrero en que en los años veinte y treinta del siglo pasado los músicos populares componían los pasillos seleccionando primero los poemas para luego musicalizarlos. La Casa de la Cultura acaba de publicar la obra El pasillo, en cuatro volúmenes, que incluyen uno de partituras. 91


Historia y antología de la literatura ecuatoriana Tomo V: Literatura ecuatoriana – Período 1830-1895 Tomo VI: Literatura ecuatoriana – De la Revolución Liberal hasta la Generación del 30 Autor: Varios autores Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2018 Ecuador es un país de alta cultura literaria, que requiere ser mejor estudiada y conocida por las nuevas generaciones. Esa ha sido la motivación que ha llevado a la Academia Nacional de Historia a preparar esta Historia y antología de la literatura ecuatoriana, concebida originalmente en 14 volúmenes en cuya elaboración han participado más de 60 académicos y escritores de reconocido mérito. Va nuestra gratitud para la Casa de la Cultura Ecuatoriana cuyos representantes, Camilo Restrepo Guzmán y Patricio Herrera Crespo, presidente y director editorial, respectivamente, han brindado su generoso respaldo para la publicación de esta obra.

El carpintero Autor: Antón Amaruñán Género: Novela Editorial: CCE Año: 2018

En este viaje de vida, a través de la madera del taller, de la lente que capta la vida de los muchachos en el barrio, de los estudiantes en la universidad y de las vivencias que marcaron la época, El carpintero narra buena parte de la historia de América Latina y del primer experimento socialista en la URSS, que termina siendo una lección de fe, esperanza y crítica revolucionaria. 92


Literatura e historia – Conversatorio virtual con Stalin Alvear Autor: Fausto Aguirre Género: Entrevista y ensayo Editorial: CCE Año: 2018

«La pregunta a esta altura es obvia: ¿hay vínculos entre la literatura y la historia? De alguna manera este tema, con el rabo del ojo sobre la obra de Stalin Alvear, es lo que trato de visualizar como punto de partida. Indudablemente, un componente de la naturaleza hipotética que desarrollo, no puede quedar restringido a una obra y a su autor, muy por el contrario, eso nos ha permitido abrir horizontes sobre otras literaturas y desde aquí o desde allá, pretendo clarificar un tema que no ha sido abordado profusa ni detenidamente». FA

Los desamparados Autor: Vladimiro Oña Viteri Género: Cuento Editorial: CCE Año: 2018

«Si hay una cualidad que singulariza al conjunto de relatos que han sido reunidos bajo el título Los desamparados, escritos por Vladimiro Oña, es el uso de la anécdota como recurso literario. Se destaca la manera repentina con que las historias se cierran, lo que enfatiza el efecto sorpresa y permite, a su vez, reforzar el carácter humorístico de los relatos. El humor en Los desamparados tiene un registro que va desde una suave ironía, que despierta en determinados momentos una cierta ternura, hasta alcanzar el extremo del humor negro». FAR

Pincelada de esperanza Autora: Mae de la Torre Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2018

«Mae de la Torre, escritora y artista plástica de fantástica creatividad, mujer de sutil ingenio y talento deslumbrante, su delicada expresión palpita con la intensidad de la paradoja que no se extravía en el enigmático laberinto de lo exclusivamente emocional, ni se petrifica en la desconcertante formalidad protocolaria de los paradigmas congelados». CAC

El radioteatro en Quito, de 1940 a 1965 Autoras: Mirian Félix y Patricia Robalino Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2018

«Este libro estudia con detalle los logros y alcances que tuvo el radioteatro en el Ecuador, donde alcanzó su apogeo entre 1940 y 1965, teniendo entre sus grandes figuras a artistas de la talla de Leonardo Páez, Gonzalo Proaño y su esposa Alma Nury, Miguel Ángel Casares, Marco Barahona, Hugo Vernel, Ernesto Albán, Edmundo Rosero e incluso a Carlota Jaramillo».JNS 93


Por qué se fueron las garzas Autor: Gustavo Alfredo Jácome Género: Novela Editorial: CCE – Núcleo de Imbabura Año: 2018

Grillo constante - Historia y vigencia de la poesía musicalizada de Mario Benedetti Autores: Jorge Basilago y Guillermo Pellegrino Género: Ensayo Editorial: Cuatroesquinas Ediciones (Montevideo, Uruguay) Año: 2018

Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo Precursor de piel cobriza Autor: Nelson Humberto Salazar Ojeda Género: Historia Año: 2018

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«Al abordar la vida del escritor Gustavo Alfredo Jácome, encuentro entre sus páginas una de sus grandes obras literarias, Por qué se fueron las garzas, y con ella, la pluma y el talento de un representante de la narrativa ecuatoriana, que transforma la palabra en un recurso para describir aspectos sociales del pueblo indígena. Las páginas discurren con majestuosa habilidad, provocando en el lector el deseo de continuar ojeando y encontrar en sus líneas la diversidad cultural, tradicional y costumbrista de sus personajes». DB

«Un repaso histórico de la interacción músicaliteratura; el análisis contextualizado de la obra musical de Benedetti y el testimonio de quienes colaboraron con él o eligieron musicalizar su poesía, reafirman su estatura de creador coherente con su lugar y su tiempo, pero despojado de ataduras de época o perspectiva. El exhaustivo recuento de los registros discográficos que incluyen sus textos poéticos, interpretados por múltiples artistas de distintas épocas y procedencias, es otro elemento que fortalece esta percepción». BM

«Este libro contiene los episodios sobresalientes de la vida ejemplar de nuestro genial mestizo, y lo escribí no solo con el afán de perpetuar su memoria, sino para que la niñez y juventud ecuatoriana, los hombres y mujeres de mi patria, se sientan comprometidos con la admiración al precursor quiteño, y con la convicción de reconocer que su lucha heroica y desigual no fue en vano». NHSO


Eloy Alfaro inmortal Autor: Dúmar Iglesias Mata Género: Historia Año: 2018

Juan Montalvo Autor: Jorge Isaac Cazorla Género: Ensayo Editorial: CCE – Núcleo de Imbabura Año: 2018

Pie de página Revista literaria de creación y crítica Autor: Varios autores Editorial: Universidad de las Artes Año: 2018

Imbabura, extraordinaria XXV Autor: Varios autores Editorial: CCE – Núcleo de Imbabura Año: 2018

«El libro que ahora presenta al público Dúmar Iglesias es un paso más en la secuencia de sus trabajos de estudioso y divulgador. Contiene una gran variedad de textos respecto de Alfaro y el alfarismo, sobre temas que van desde su vinculación con Manabí, hasta la proyección internacional. También en esta ocasión presenta documentos nuevos, que aportan al acervo de los estudios no solo sobre el gran personaje, sino sobre la realidad nacional». EAM

«Nueve etapas en este libro escrito con meditación pausada, en esta biografía en donde lo natural y espontáneo se descubren a primera vista transformados por el arte. La inteligencia del autor ha ahondado en un tema que ha sido grato, y por esto su estilo ha podido levantar el vuelo en la fluidez de las palabras, en el claroscuro de las situaciones antitéticas, en las afinidades con el propio espíritu sorprendidas en la lectura del biografiado, en el placer de ver la vida y obras montalvinas transformadas en arte a través de estas páginas». JRG

«Pie de página es una fiesta a la que concurren la crítica y la creación literarias. Un nuevo espacio destinado a la investigación, análisis y comentario de libros, en el campo de la literatura, que recoja los trabajos de los académicos del país y de Latinoamérica. Un lugar que, preferentemente, muestre los textos narrativos y poéticos de los creadores ecuatorianos y que, en gran medida, divulguen sus novedades». RV

«La publicación de este número extraordinario de la revista Imbabura se da cuando han transcurrido ciento cincuenta años del terremoto de gran magnitud del 16 de agosto de 1868, el cual dividió en dos tiempos la vida de las ciudades y pequeñas poblaciones de nuestra provincia: antes y después del terremoto que la destruyó totalmente». HJC 95


Postales

Loja y sus colores

V CONCURSO NACIONAL DE PINTURA INFANTIL La Casa de la Cultura Ecuatoriana realizó el V Concurso Nacional de Pintura Infantil 2018 y declaró triunfadores a los siguientes niños: Primera categoría (6 a 8 años): Primer Premio a Orlando Gabriel Rodríguez Granda, de 6 años, Loja, con la obra Mi festival de alegría. Segundo a Ikeana Salinas, de 8 años, de Loja, con la obra Loja y sus colores; y, Tercer Premio, a Santiago Said Flores Peña, de 6 años, Loja, con la obra La fiesta en las artes vivas. Recibieron menciones Michelle Alexandra Moncada Morocho, de Zamora Chinchipe; Katherin Astrid Vargas Lojano, de Cañar, e Isabel Tafur, de Quito. En la segunda categoría de 9 a 11 años el Primer Premio fue para Wilson Israel Faicán, de Loja, 11 años, con la obra Postales; Segundo Premio, Danna Valentina Faicán Córdova, de Loja, 9 años, con la obra El florecimiento; y, Tercer Premio, Roberto Vargas, de Quito, con la obra Ecuador turístico. Recibieron Menciones Pablo Isaac Córdova Díaz, de Loja; Leonardo Umaquinga, de Quito; y, Vivián Ortiz Villafuerte, de Babahoyo. En la Tercera Categoría, de 11 a 14 años, el Primer Premio fue para Danny Fernando Villamagua Camacho, de Loja, de 12 años, con la obra Mi país paraíso natural; Segundo Premio para Karen Vilatuña, de 14 años, de Quito, con la obra Platillo de la costa; Tercer Premio, Druman Mauricio Espinoza, de 12 años, Loja, con la obra El tren de ilusiones. Recibieron menciones Lesly Romero, de Azogues; Gabriela Salazar, de Quito, y Paola Prato González, de Riobamba. La Directora de Museos de la CCE, Patricia Noriega, destacó que en este año hubo una gran participación, pues se totalizó 180 obras pintadas por niños de todas las ciudades del país. 96

Mi festival de la alegría


panel

PRIMER SALÓN NACIONAL DE PINTURA AZOGUES 2018 La Casa de la Cultura Núcleo de Cañar, con la colaboración del GAD Municipal de Azogues, convocó al Primer Salón Nacional de Pintura de Noviembre, Azogues 2018, en homenaje a los 198 años de emancipación de esa ciudad. Según informó el Dr. Édgar Palomeque Cantos, director del Núcleo, en el concurso fueron admitidas 44 obras luego de un riguroso análisis del jurado de admisión integrado por los artistas y catedráticos Ariadna Baretta, Hernán Illescas y Sandra Jimbo. Posteriormente, el jurado calificador, integrado por los artistas plásticos Jorge Chalco, Washington Mosquera y Rafael Díaz, emitió un dictamen unánime en el que se declara ganadores a Wilman Orlando Rodríguez Bonilla con la obra Pura labia; Premio Revelación a Ketgly Mercedes Solórzano Mayeza, con la obra Es solo un juego. Menciones de honor, en su orden: Jorge William Martínez Cevallos, con la obra Sacrificio y faenado; Édison José García Lozano, con la obra Recuerdos del tiempo; y, Andrés Llowasky Ganchala Cáceres, con la obra La llamada.

PREMIO UNICO Autor: Wilman Orlando Rodríguez Bonilla Título: ‘Pura labia’ Técnica: Óleo sobre tela. 120 X 110 cm. PREMIO REVELACIÓN Autor: Katgly Mercedes Solórzano Mayeza Título: ¡Es sólo un juego! Técnica: Óleo sobre lienzo. 150 X 150 cm.

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MURAKAMI, EN QUITO Haruki Murakami, uno de los escritores más leídos del mundo y candidato al Premio Nobel de Literatura en varias ocasiones, estuvo en Quito con motivo de la Feria Internacional de Libro. Durante su estadía visitó la Casa de la Cultura, donde fue recibido por su presidente, Camilo Restrepo Guzmán. En el Teatro Nacional fue entrevistado por el escritor y ministro de Cultura, Raúl Pérez Torres, con la asistencia de más de mil personas.

En la foto: arriba: Haruki Murakami, Raúl Pérez Torres, Patricio Herrera Crespo y Camilo Restrepo Guzmán. Abajo: El Presidente de la CCE con el escritor Murakami

PRESENTACIÓN DE TRILOGÍA BANDOLERA El libro Trilogía bandolera de Eliecer Cárdenas fue presentado por el presidente Nacional de la CCE, Camilo Restrepo Guzmán, en la gráfica, en un acto en el aula Benjamín Carrión, al que asistieron autoridades, escritores, intelectuales y numeroso público. La obra contiene tres novelas: Polvo y ceniza, El árbol de los quemados y El héroe del brazo inerte, y es parte de la colección Letras Claves que publica la CCE. En la gráfica el Ministro de Cultura Raúl Pérez Torres, el autor Eliecer Cárdenas, el embajador de Cuba Rafaél Dausá Cépedes y la escritora Mercedes de Armas García. De pie: Camilo Restrepo Guzmán, presidente de la CCE.

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El presidente de la Casa de la Cultura dialoga con Simón Espinosa Cordero y su esposa.


HOMENAJE A

ESCRITORES El Núcleo del G la Cultura Ecuat uayas y la Casa Matriz de la Cas oriana rindieron a de ho tores y gestores culturales de gran menaje a dos escrizón Vera, Premio va Nacional Eugen lía, Fernando Caio Espejo, y Mel Mora Witt. ania En el acto al qu tacó la presencia e asistió numeroso público se de sde millo, de quien la l gran poeta Carlos Eduardo Jara Casa de la Cultu ra libro de poesía: T ras la sombra de la editó este año su amada.

Arriba: Camilo Restrepo Guzmán (al centro), presidente Nacional, junto a Manuel Naranjo, director del Núcleo, quienes destacaron la trayectoria cultural y les entregaron sendas preseas. Les acompañan los homenajeados y la escritora Sonia Manzano. A la izquierda: El poeta con Camilo Restrepo Guzmán y Patricio Herrera Crespo, presidente y director de Publicaciones de la CCE, respectivamente.

TRAYECTORIA DE 50 AÑOS La Casa de la Cultura Ecuatoriana entregó el reconocimiento al mérito cultural al Dr. Julio César Chamorro, destacado personaje de Nariño, Colombia, quien cumplió una trayectoria de 50 años como historiador, poeta y escritor. El Dr. Chamorro, quien además es presidente de la Casa de Montalvo en el vecino país, recibió este testimonio de manos del presidente de la CCE, Camilo Restrepo Guzmán, en un evento al que asistieron importantes personajes del acontecer cultural. 99


reconocimiento

María Fernanda Ampuero

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aría Fernanda Ampuero y Mónica Ojeda, dos jóvenes escritoras guayaquileñas residentes en España, fueron incluidas en los listados internacionales del 2018 que recopilan los textos literarios más importantes. Pelea de gallos (editorial Páginas de Espuma), primera obra cuentística de Ampuero, fue escogida por The New York Times como una de las diez mejores obras de ficción. La novela Mandíbula (editorial Candaya), de Ojeda, estuvo clasificada entre los doce mejores libros por parte del diario El País (España). Haber sido escogidas por esos periódicos tan importantes como los mencionados y publicar en dos de las más destacadas editoriales independientes españolas, es un reflejo de la alta calidad literaria que han logrados estas dos escritoras ecuatorianas, que actualmente forman parte de una de las más importantes generaciones de mujeres que están escribiendo las mejores obras de nuestra literatura.

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Mónica Ojeda


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CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA

1944 - 2019

La primera institución cultural del país

Miembros fundadores de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Constan, entre otros, de pie: Gonzalo Maldonado, Hugo Alemán, Rafael Alvarado, Alfredo Pareja D., Guillermo Lasso, Enrique Garcés, Alfredo Chaves. Sentados: Carlos Zevallos Menéndez, Jaime Chávez Granja, Benjamín Carrión, Roberto Crespo Ordóñez, Pío Jaramillo Alvarado y Luciano Andrade Marín. Cortesía: Centro Cultural Benjamín Carrión


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