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Alberto Conejero
Alberto Conejero Fuegos compartidos
El teatro necesita siempre de la primera persona del plural. Sin un “nosotros” es imposible que suceda el teatro. Es necesario juntar los cuerpos en el mismo espacio y tiempo para que el teatro sea; es necesario mover nuestras emociones con las de los otros (esto es: conmover) para pensarnos juntos de otro modo, para preguntarnos qué somos pero, ante todo, imaginar quiénes podríamos ser, sentir qué hay de los otros en nosotros. Es necesario mirar juntos en el teatro —este es el étimo del teatro, el lugar donde se va a mirar— para poder mirarnos. Creo que fue Juan Mayorga quien afirmó que el teatro es una escuela de imaginación moral. También de imaginación emocional. Porque el teatro nos hace sentir una compasión amenazante por los Otros; cada representación abre una escisión en lo que somos para mostrarnos otras posibilidades de ser nosotros. Porque el teatro nunca es un espejo servil. El helenista e historiador francés VidalNaquet habla de la tragedia griega como un “espejo roto” en el que cada fragmento “remite a la vez a una realidad social y a todas las restantes”. La escena arroja imágenes inesperadas de nosotros, nos recuerda todo lo que tiembla amenazante fuera de los límites de la polis, de nuestro cotidiano supuestamente ordenado. El teatro entonces es un ejercicio de maravilla, de extrañamiento. Como también lo es todo viaje que sea verdadero. La invitación de la AECID a impartir un taller de dramaturgia en Centros Culturales de la Cooperación Española —en mi caso fueron Chile, Uruguay y Perú, en ese orden de llegada—, en el marco de su programa DramaTOURgia, reunía esta doble condición: la del viaje y la del teatro. Era una oportunidad de aprendizaje, de crecimiento profesional pero, ante todo, personal. Y todo gracias a la cooperación entre la Agencia y el Centro Dramático Nacional. También era una enorme responsabilidad. Años atrás yo había sido beneficiario del programa Iberescena, una experiencia que cambió para siempre mi modo de entender el teatro. En esta ocasión era yo quien viajaba a Latinoamérica como docente (o “tallerista”). De los cuatro países asignados yo solo había visitado anteriormente Chile y, en general, mi conocimiento de sus lenguajes teatrales era escaso y fragmentario. El viaje empezó en Colombia. El taller se impartió en el impresionante Teatro Colón de Bogotá; es su teatro nacional y está considerado como una de las maravillas del país. Fue también el lugar donde se firmó el acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno colombiano poco antes de mi visita. Allí conocí de primera mano la vivísima escena teatral de la capital. Sabía de la pujanza de su dramaturgia por el contacto con compañeros como Tania Cárdenas o Erik Leyton, pero la estadía en la ciudad me permitió visitar los espacios de colectivos como La Maldita Vanidad (que comanda Jorge Hugo Marín) o el legendario Teatro de la Candelaria. Encontré en Bogotá un grupo espléndido de compañeros y compañeras, con experiencia y caminos diversos. Pero desde el primer día sentí que hacer y pensar
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juntos la escritura para la escena —imaginar mundos posibles, vidas posibles— tendía puentes entre nosotros en un ejercicio continuo de reconocimiento y de extrañeza, de identificación y singularidad, de un castellano con geografías distintas, con acentos distintos, con aires distintos, con estratos distintos. Este primer taller coincidió —gracias a las gestiones de todos los responsables— con el estreno de La piedra oscura en Bogotá, dirigida por Víctor Quesada. El montaje adquirió inesperadas y concretas resonancias en el horizonte del acuerdo recién firmado entre las FARC y el Gobierno. De repente una obra que sucede en una celda en Santander, en nuestra Guerra Civil, se resignificaba para hablar allí del perdón, del diálogo, de tratar de ser un Nosotros otra vez. Recuerdo aquellos días de Bogotá del 2016 como un vértigo feliz, como un dulce soroche (el mal de altura). Después de Bogotá llegué a Santiago de Chile y de allí a Asunción. Quizá Paraguay fue el país en el que la experiencia cobró su sentido más pleno, más hondo. Es un país con anhelo de imaginario, de presencia, de permanencia. Es una isla tierra adentro, un tornadizo de identidades. La ciudad muestra heridas abiertas, los barrios desahuciados, las diferencias abismales entre un hombre y otro hombre, entre una mujer y otra mujer. Las gentes del teatro allí pelean con vocación, arrojo y sin desfallecer en circunstancias dificilísimas por construir un teatro nacional. La labor del Juan de Salazar, centro en el que impartí el taller y que entonces dirigía Eloísa Vaello Marco, está siendo decisiva. Un año después regresé por el estreno de La piedra oscura dirigida por Jorge Báez. En Asunción quedan amigos del alma como Ana Ivanova o Manu Alviso, representantes para mí de una generación —junto a David Cañete, Paola Irún, etc.— que desea el teatro allí donde quizá muy pocos lo esperan pero tanto lo necesitan. La hospitalidad de todos ellos es inolvidable. Confío en que mi presencia allí, en el marco del Mes de Teatro Hispano-Paraguayo primero, y al año siguiente para impartir un taller de Teatro y Memoria, sirviera para aportar algo de impulso en esa hermosa batalla. El periplo concluyó en Lima casi un mes después. Además del taller en el Centro Cultural de España, dirigido entonces por David Ruiz López-Prisuelos, impartí un taller de Teatro y Memoria en la Universidad del Pacífico, gracias a la intercesión del actor y teatrólogo Sergio Llusera. De nuevo encontré un grupo entregado y generoso, hombres y mujeres compartiendo caminos, ficciones y retos. Al año siguiente regresé a la ciudad por el estreno de La piedra oscura, dirigida por Juan Bautista de Lavalle, y que tuvo funciones en el mismo Centro y antes en el Teatro de Lucía. Impartí asimismo un taller sobre el “teatro imposible” de Lorca, aprovechando los distintos espacios del Centro como lugares de representación. Qué hermoso el resonar del teatro de Lorca allí en el corazón de Lima, en esa casona rosada. Durante esa estancia asesoré asimismo al director de un montaje local sobre la figura de Lorca, llamado Duende. He reseñado los tres estrenos de La piedra oscura —en este 2019 se ha unido también Santiago de Chile— porque la función sirvió para que los distintos elencos enfrentaran a los públicos locales a sus dos asuntos centrales: la memoria histórica y los derechos del colectivo LGTBI. Pero desde luego el viaje ha sido de ida y vuelta. En todo lo que he escrito desde entonces ha reverberado ese intenso mes. Siento que he escrito algo válido para el teatro cuando la escritura concluye y no soy la misma persona que la inició. Lo mismo ocurre con los viajes. Cuando regresé a Madrid no era el mismo hombre. Conmigo están siempre los compañeros, acentos y teatros de Bogotá, Lima, Asunción y Santiago.
Alberto Conejero impartiendo un taller en el CCE Lima en febrero de 2018.
La memoria del teatro es frágil, muy frágil. La escena es como una hoguera que nos convoca, nos reúne y cuando se apaga nos dispersa. Pero queda el recuerdo de esa luz y de ese calor compartidos. De los talleres en Bogotá, Santiago, Asunción y Lima me acompaña no tanto lo que traté de enseñar sino lo que aprendí de ellos. Confío en que algunas de las semillas que sembramos den sus frutos, tarde o temprano, de un modo u otro. El vínculo que sigo manteniendo tres años después con muchos de los alumnos y compañeros es para mí lo más preciado y precioso del viaje. Agradezco profundamente a la AECID y al Centro Dramático Nacional la confianza y la oportunidad. Empecé estas líneas sosteniendo que el teatro necesita siempre la primera personal del plural para suceder. Concluyo ahora con la certeza de que ese Nosotros ha de ser Nosotros y Nosotras, de sur a norte, y de norte a sur, desafiando las fronteras que las banderas y los poderes económicos señalan, haciendo de la cultura y del teatro una patria universal.
Dramaturgo. Licenciado en Dirección de Escena y Dramaturgia por la Real Escuela Superior de Arte Dramático y doctor en Ciencias de las Religiones por la Universidad Complutense de Madrid. Premio Ceres al mejor autor 2015, Premio Max al mejor autor teatral 2016 y Premio Nacional de Literatura Dramática 2019.