Escuela de Cronistas. 2a publicación

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ES CRITORES Y CRONISTAS DE ÑUBLE Edicion numero 2

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29 de diciembre de 2019


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DE “TOD@S CONTAMOS”

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Revista antológica de escritores regionales de Ñuble No. 2 Año 1

PROYECTO FNDR CULTURA 2019 DEL GOBIERNO REGIONAL DE ÑUBLE “Autores del texto de la propia vida. Escuela de cronistas y escritores para la memoria de Ñuble” Equipo Equipo editorial: editorial: Ziley Mora, Birgit Tuerksch, Amara Ávila y Francisco Martinic · Editor: Editor: Francisco Martinic · Fotos: Fotos: Cristian Cáceres, Mauricio Ulloa, Archivo La Discusión, Agencia Uno · Portada, Portada, diseño diseño y y diagramación: diagramación: Jaime Castro ·· Impresión: Impresión: Impresora La Discusión

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esarrollar una Escuela de Escritores y Cronistas significa ir mucho más allá que dar curso a producir textos y publicarlos. Estos más bien son el resultado fi nal e indirecto de toda una preparación interior respecto del fondo creativo de la persona que escribe. Primero –y antes de los textos- se trata de verse a si mismo, descubrir lo clave del enfoque de lo que nos pasa y la interpretación que hacemos de eso que nos pasa. Por ejemplo, en las sesiones de trabajo de escritura, se trata de un descubrir qué nos entusiasma, lo que no queremos recordar, lo que nos deprime, la fuerza o no fuerza que ponemos en las cosas, la conexión que hay entre lo que son nuestras decisiones y los resultados que obtenemos al final del día, etc. En verdad para escribir se requieren ejercicios previos de autoconocimiento para así ir logrando poco a poco el control de nosotros mismos/as, hasta que un día no sea necesario una sistemática inducción previa. En nuestras jornadas tanto en Chillán como Bulnes y también Coihueco, desarrollamos Talleres de Producción de Textos en tres o cuatro niveles diferentes. Primeramente, aparte de aplicar técnicas para crear narrativas, los profesores incitamos a los participantes a generar un entusiasmo para desarrollar un hábito, una práctica más o menos sistemática por el escribir. Vivenciamos colectivamente ejercicios guiados respecto a cómo redactar unas primeras páginas, partiendo desde lo más próximo, desde el sentir emocional del corazón, tomando contacto con las cosas simples que nos dan profundas alegrías a nuestra alma, y cerrando con algunos asuntos que nos complican un poco más, como los recuerdos que desearíamos eliminar, por ejemplo. Todo intercalado con lectura de los avances, con ejemplos que modelen lo que los guías especialistas en escritura querrían lograr en dicha sesión. Instancias importantes presentan los ejercicios para ayudar a cambiar la mirada del típico narrador de una historia. Vale decir, pasar de la primera o tercera persona, a otro sujeto. En este caso, inducimos a narrar una historia contada por una determinada prenda personal muy querida, o un juguete o bien un peluche. Generalmente esta narración se hace en formato de carta, o bien, simplemente una pequeña historia narrada como un recuerdo desde la propia “conciencia” o “sentimientos” de dicho objeto amado por el niño/a. Es así como, en esta segunda entrega de textos, el lector encontrará el reflejo de lo que hemos explicado más arriba, particularmente en la forma de textos de “Día típico de mi infancia”, “Impresiones del vivir” y diversos escritos y crónicas abordados desde la memoria y de la irrenunciable subjetividad de todo escritor/a. Les invitamos a adentrarse al mar de las experiencias de nuestros alumnos/as, a través de estas primeras barcas exploratorias hechas de letras y párrafos. LOS PROFESORES Birgit Tuerksch y Ziley Mora

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RELATORES

Ziley Mora Penrose

Birgit Tuerksch

Filósofo, escritor, etnógrafo, educador, y consultor independiente en procesos humanos y sociales. Experto en cosmovisiones indígenas y en cultura mapuche. Asesor educacional y profesor de mapudungun, latín y griego. Es pionero en México, Chile y en Latinoamérica en estrategias para reescribir terapéuticamente la biografía y la identidad personal. Fundó en México la disciplina conocida como Ontoescritura. Es autor de 25 libros, que han dado cuenta de sus investigaciones. Entre sus obras, destacan “Yerpún, el libro sagrado de la tierra del sur” (1992, Edit. Kushe), “Magia y secretos de la mujer mapuche”, (Editorial Uqbar, 4ta. Edición, Stgo, 2014). “Escribir para sanar. Manual de Ontoescritura”(Editorial Amate, 2010, Guadalajara, México). Su trabajo cumbre es el diccionario etnográfico mapuche “Zungún, palabras que brotan de la tierra” (Editorial Uqbar, 2016).

Destacada periodista de nacionalidad alemana. Es magíster en Literatura, lingüista, editora de un periódico bilingüe con más de tres mil artículos escritos, editora de la revista literaria Fértil Provincia, publicación enfocada en el aporte de la cultura alemana a la literatura chilena. Es, además, consultora independiente en desarrollo humano y orientadora de personas. Co-creadora del Emotionales Kursbuch, una metodología de manejo escrito de las emociones y del programa “Coaching para escribir un libro”. Es co-autora del libro “Volver a creer y amar, claves para hacerme digno de un gran amor” (Editorial Uqbar). Birgit es también profesora en el Programa Procade, Unidad de Capacitación y Desarrollo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ejerce además como terapeuta en biomagnetismo y naturopatía.

¿Qué es la Ontoescritura? Es una guía metodológica para resignificar la experiencia de lo vivido con un foco capaz de revelarle el destino a la persona, ayudándole a narrarse la existencia con un relato digno del Ser que somos. La disciplina -creada en México por el filósofo Ziley Mora- consiste en el arte de identificar la fuerza pura del Ser desde el escribir, separando los relatos emocionales de la personalidad condicionada (narraciones parásitas) de los relatos sencillos, pero llenos de poder y sentido existencial. “Su objetivo es narrarse con lucidez una biografía-saga, más allá de una miope crónica desangelada de sí mismo.” Ziley Mora y Birgit Tuerksch

Vivir la libertad creativa y espiritual “Quisimos que el nacimiento de la nueva Región coincida con el nacimiento de una Escuela para crear, para sanar, ser y robustecer la identidad, sea esta personal, cultural o social. Porque no tiene sentido vivir y hacer región y desarrollo, si ello no va a acompañado del reflexionar, del soñar y del examinar que conlleva el oficio de escribir. Y parafraseando a Sócrates: ‘una vida sin examen no merece vivirse’. Nosotros, con Ziley Mora, planteamos que no tiene sentido la autonomía político administrativa si primero no se vive la libertad creativa y espiritual; es decir, si no acompañamos el sentido de ese crecer con escritura.” BIRGIT TUERKSCH, Directora académica Escuela Escribir para Sanar y profesora de la Escuela de Cronistas y Escritores de Ñuble

Escribir cambia nuestro pasado y narrar nos transforma “Como el pasado nunca termina de durar, un suceso del pasado se puede cambiar. Y no solo a través de afectarlo con un tipo subjetivo de memoria, sino escribiéndola, pues la experiencia humana se transforma en el acto de narrarla.” ZILEY MORA , Docente y Guía de la Escuela de Cronistas y Escritores de Ñuble

Todas las cosas llegan a nosotros deseosas de convertirse en símbolo.” Friedrich Nietzsche (1844-1900)

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Recuerdos de un día de mi infancia No hay experiencia más subjetiva que el paso del tiempo en la infancia. Los días eternos hacían eternas también las horas, dejando impresiones en el alma infantil, entonces lábil y plástica. Narrar un día típico de esa época, es entonces un buen recurso para producir un texto. Se trató aquí de reproducir con palabras lo que en verdad nunca se ha ido de nosotros. Ese tiempo congelado se licúo en palabras con este ejercicio.

Un ángel a los 10 años

Digna Pérez Zapata (70 años)

Mis padres eran muy católicos y nos llevaban a misa los domingos, también rezaban el Rosario y nos ingeniábamos para hacer nuestro propio pesebre. Los padres no intervenían en eso. Con esa forma de vida, los siete hermanos sabíamos todos los rezos. Yo era una verdadera lora, muy rápida para decirlos, pero sin saber qué decía. Las mujeres en la Purísima y los varones en el Seminario. Cuando llegó la etapa de hacer la primera comunión fui preparada en el Catecismo por la Madre Clara, ella era la ecónoma del colegio. Por lo tanto, era muy gordita. Me quería muchísimo porque era seca para los rezos, sacándome adelante para decir el Credo, Padre Nuestro, Señor Mío Jesucristo, entre otros. Era buena para leer las historias de los Santos, “Vidas Ejemplares”. En la biblioteca de la casa había mucha lectura de todo orden. Llegó el momento del rito, todos se preparaban con el vestuario que era como si fuéramos novios chicos, los recuerdos que se entregaban los veía tan brillantes que creía que tenían oro. Mamá solo compró un bello velo blanco en Casa del Niño, que fue entregada por una monja para hacerme una toca. Este personaje me consiguió un vestido que había lavado y perdió el almidón, por lo tanto se había desinflado. Mamá me compró zapatos de color café, no blancos, ya que esos eran para usarlos una sola vez, un gastadero. Cuando estábamos en la fila para entrar a la iglesia del colegio llegó una inspectora y me sacó de la fila diciéndome que no podía entrar a la casa de Dios así. Me llevaron a una escuela que estaba al lado y le sacaron las zapatillas blancas de gimnasia a una niña y le pusieron los zapatos café. Yo estaba a punto de llorar. Me di ánimo y pensé que a la entrada de la capilla Dios me vería muy feliz y sentí la sensación de convertirme en un ángel que volaba y no caminaba. Cuando me dieron la hostia pensé que era una santa. Se terminó el rito y me despojé de la ropa y me puse mi uniforme. Entendí que lo material no importa, sino lo profundo de tu corazón. Creo que el día de hoy tengo una estrella que me ilumina y da fuerzas para llevar una vida feliz.

La niña superpoderosa

María Graciela Muñoz (78 años)

En Chillán, como en cualquier parte del mundo, la primavera es una estación hermosa, especialmente de octubre en adelante, pues en septiembre todavía llueve y el viento del sur es muy helado. En el patio interior de mi casa había, entre muchos árboles frutales, dos naranjos antiguos, altos, gruesos, de ramas muy firmes, que yo trepaba con facilidad. En uno de ellos, a una altura, de tres a cuatro metros, tres ganchos gruesos y paralelos hacían una especie de plataforma curva hacia el norte. Mi escuela fiscal estaba a media cuadra de mi casa también hacia el norte. Mi jornada escolar era solo en la mañana; en la tarde iban los niños más grandes. En esos días soleados y cálidos, después de almorzar en familia, mis padres volvían a sus trabajos y la casa quedaba en siesta. Yo tendría s ocho o nueve años. Mi nana seguía con sus labores: lavar la loza, asear la cocina, alguna cosa más, y descansar un rato. Yo, invisible me escabullía al patio y subía con gran agilidad al naranjo. Ya en días anteriores, también invisible, había acarreado un grueso plumón -de plumas de pollo-que se usaban a los pies de las camas en invierno; lo tenía instalado en los tres ganchos y me tumbaba cómodamente a observar mi entorno. Miraba hacia abajo y veía el ir y venir de la gente que circulaba por el patio; las nanas, las costureras de mi abuela que tenía un taller de camisas y ropa interior sólo de caballeros. Las escuchaba reír, conversar y me divertía saber que ellas no tenían idea que eran observadas. Cada una hora, tocaba la campana de la escuela, y el griterío de los niños en recreo me llegaba potente, a veces creía entender lo que decían; dos recreos y la salida a las cinco con sus correspondientes griterío. En los intervalos, había un silencio lleno de ruidos lejanos, bocinas, frenazos, gritos, maquinarias. Todo era mágico y yo tenía poder sobre todo y todos. Me gustaba estar en esa soledad, a veces dos a tres horas. Nunca supe si alguien me echaba en falta o si sabían dónde estaba. Creo que no. Fue mi secreto. Mi etapa de niña superpoderosa e invisible. 5


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Bárbara Yáñez Ormeño (18 años)

Nueve y dieciocho Hoy tiendo a llegar demasiado temprano. Antes cuando el reloj marcaba los 8 am, un grito de mi mamá me advertía que ya iba tarde. Hoy desayuno avena y frutas. Antes me bebía en un apuro la leche con milo, sagrada en mi rutina. Hoy transito con los mechones apuntando donde les plazca. Antes mi abuela los tiraba como si quisiera que las trenzas me duraran toda la vida. Antes me iba de la mano de mi mamá a clases, cotona de blanco brillante que solo duraría hasta el primer recreo. En alguna de las cuatro clases del día me pelearía con algún compañero, en otra tiraría notitas con Felipe, en la siguiente escucharía con atención y quizá en alguna me comería la colación a escondidas. Hoy tengo que correr tras el bus. Antes la tía Margot me esperaba con la puerta del furgón abierta. Antes mi abuela me recibía con pan amasado y otra leche. Hoy tengo la fortuna de que aún me aguarda, con el agua hervida para el cafecito de la tarde. La Bárbara de nueve años hacía las tareas, dibujaba sirenas y soñaba historias de un mundo donde Harry Potter y Atlantis se mezclaban. Al menos hasta que daban las siete y veía Los Simpson, tradición impuesta por su primo favorito. Antes -igual que hoy- su madre llegaría a las ocho, cenarían con el ruido de las noticias de fondo y se tomaría la última leche del día. Hoy me desvelo escribiendo mundos. Antes soñaba con ellos, hasta que a las 8 am el grito de mi madre los desvanecía. Iba tarde otra vez.

El pescador de la Señora Puy Con su figura pequeña y encorvada, su cara surcada de profundas arrugas y su infaltable cigarrillo colgando del labio como formando un solo cuerpo...una sola cara; eso era don Yayo, el pescador de la Señora Puy. No olvido su mirada aguda, su risita ladina, de hombre de campo y vida solitaria, sin parientes o familia que yo conociera. Su andarsin prisas y el sombrero raído por el eterno uso y el solazo propio de la Cordillera de los Andes en Talca. Callado, eficiente y taciturno, explorando el río y sus pozones tranquilos, en el curso del torrentoso y helado Maule, mimetizado con el paisaje y esperando con paciencia ancestral a los escurridizos salmones. Nosotros…Santiago, Verónica, Claudio, Bernardo, Pedro Pablo, Augusto, mi mamá y yo, por muchos años fuimos de vacaciones al mismo lugar y en la misma fecha, las dos primeras semanas de febrero. ¡Qué imborrables recuerdos! Era la casa de la Señora Puy y de don Alfonso, quienes daban pensión a familias. Llegábamos desde Talca con camas y frazadas a habitar las piezas de madera, donde uno podía ver sin mucha dificultad las estrellas. El lugar se llamaba la Mina, cerquita de la última aduana y un poco más lejos del Médano, donde están los famosos Baños del Médano, y con un terrorífico puente torcido e inestable que papá cruzaba con el más chico de nosotros en brazos. Conviene subrayar que éramos siete niños. Empezamos a ir cuando yo tenía como 8 a 9 años, siendo yo la segunda de toda la parvada. Sin embargo siempre me sentía la mayor y me angustiaba por ello, pues más de alguna vez me tocó salvar a un hermano que sin saber nadar (ninguno de nosotros en realidad sabía nadar, ni a nadie se le enseñó) aleteaba con desesperación hundiéndose en el poderoso río Maule. Mi papá durante la semana trabajaba en Talca y nuestra mamá muchas veces dormía siesta, pues sin duda su vida diaria era siempre de trabajo y de rigor. Entonces, vacacionar en la Mina era el descanso supremo. Pero volvamos a Don Yayo. Su presencia y actividad diaria (ir a pescar para la cocina de la Señora Puy) era condición clara de que estábamos de vacaciones. Habíamos llegado a nuestro preciado destino después de un viaje en camión, cargados y entierrados a más no poder. Pero todo eso olvidábamos estando en ese hermoso lugar que mi papá privilegió para que tuviéramos contacto con el saludable aire cordillerano, que supuestamente nos mantendría sanos respiratoriamente en invierno. Él lo creyó así, quizás como un karma o un ejercicio para exorcizar su juvenil experiencia de TBC y la estadía en el sanatorio El Peral. Truchas de maravilloso color salmón colgaban del coligüe o salían del morral que don Yayo, cual trofeo de guerra, entregaba a la Señora Puy, engrosando la abundancia de platos y comidas de la pensión cordillerana: hirvientes sopas para las heladas noches y esas truchas fresquitas y crujientes, de vuelta y vuelta que disfrutábamos junto al rico pan amasado. ¡Qué delicia! Don Yayo estaba siempre allí, era ya un anciano, pero parecía que no envejecía. Con sus pasitos cortitos; era el ayudante perfecto de la Señora Puy y nuestro cable a tierra.

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Marcela Castro Bravo (65 años)


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Don Seco Campo y abuelo. Imagen reiterativa y personaje omnipresente en mi niñez. Aquí veo sin duda una frase típica, un titular: “Criado por los abuelos “, perfecto para este relato. Salida del colegio un día viernes en la tarde. El inmortal día de la semana que se repitió hasta la adolescencia, junto a la camioneta del abuelo y el camino a Yungay, que eran parte de la escenografía de una obra que se estrenaba cada fin de semana. Justo en estos momentos pienso y me pregunto por el significado de mi fuerte conexión con el mundo campesino, desde muy niño. Mis primeros amigos surgieron allá, entre cabalgatas por callejones enmurallados de zarzamora y potreros alfombrados de pasto, con pichangas en la calle entierrada y rugosa, con paseos en bicicleta por rincones y ciclovías inventadas, con zambullidas en pedregosos y poco asépticos canales de regadío. Escudriño en mi mente de adulto, intentando encontrar la trascendencia de esa época, quiero ahora hallar un significado. ¿Será eso de lo que tanto se habla, de encontrar nuestras raíces? No puedo responder fehacientemente, al menos por ahora, aún sigo escarbando entre cabeza y corazón y en esa herencia extra urbana que tengo. Parece que no quiero llegar a la pregunta vital: ¿Quién eres? Vuelvo al aquí y ahora. Hasta el presente mis hermanos me apuntan, culpándome y acusándome de haber sido un privilegiado (palabra no muy santa en estos días). Yo era el regalón del Tata, era el que recibía casi todo en primer lugar, el que era tocado por una varita mágica. Pero me pregunto: ¿qué responsabilidad pudo tener un niño en las decisiones de un adulto? Era el elegido del Supremo Anciano, un sucesor destinado a cumplir su plan, algo así como el alumno predilecto del profesor tendencioso. Con el tiempo me fui dando cuenta que, aparentemente, yo era el hijo que nunca tuvo, quien sería el depositario de su experiencia. El alcanzó a tener solo hijas, entre ellas mi mamá; entonces debo de haber tenido una categoría de unigénito varón en los años de su etapa otoñal. Retorno a escena. Comienzo a hojear la revista de aparición semanal, esa que se abría los viernes por la tarde y se terminaba de leer los domingos. Panadería Ñuble, Mercado, Plaza Sargento Aldea y Casa Rabié, fueron otros ambientes inamovibles de ese día. Como verdaderos actos de una obra teatral en curso, donde se abren y se cierran los cortinajes, nos trasladábamos de uno a otro lugar, estacionándose por aquí y por allá, caminando de una calle a otra, asemejándose fielmente a cambios entre una y otra escena. Había que abastecerse para al menos una semana, con frutas, verduras, carne, te, azúcar, bebidas, arroz y una casi interminable lista de productos que también tenía poca diversidad semana tras semana. Utilería sin cambios y guion pétreo. Ahora sí, listos para emprender el viaje al terruño rural, preparados para zarpar y poner rumbo hacia las afueras de la ciudad. En esa época, el recorrido tomaba cerca de una hora, mitad camino pavimentado y mitad camino de ripio. El arribo a destino, también y casi siempre fue predecible, hora de once, más o menos seis o siete de la tarde, jamás en horario nocturno. La abuelita se hace presente, cumpliendo invariablemente la estructura de este guion semanal, acompañada de alguna persona de su confianza, muchas veces mirando por la ventana, enfocándose en el horizonte del polvoriento camino que había frente a la casa, como viendo un navío que se acerca a la costa. La verdad, no sé sí su espera era con grandes ansias. Con el tiempo supe que el Tata no era un artista exclusivo. ¿Acaso la abuela sospechaba? En realidad, nunca lo averigüé. ¡Listos! Comienzo de la operación desestiba del cargamento: cajas de cartón amarradas con lienza de plástico, javas de madera con bebidas, pirguas con naranjas y manzanas, paquetes de tamaño diverso, bolsas varias… Fin de la travesía. Y ahora, a recuperar energía, a conectarse con los aromas y sabores de la once de campo. Pan amasado con quesillo y mantequilla y -por qué no- un poquito de ají molido, con ajo… y qué tal unas cebollas escabechadas… ¿Algo más? un mate con azúcar en panes. Gracias abuelita, gracias señora Sabina. Marcelo Moraga (51 años)

¡A cantar! Tuvimos que correr un buen trecho con mis hermanas para alcanzar esa carreta que nos acercaría hasta nuestro destino. El hombre nos esperó y así pudimos subir, no sin dificultad. Éramos niños y la altura de ese transporte de tracción animal era difícil para nosotros. Aquel campesino quiso acompañarse con nuestra presencia y no hallar tan aburrido y largo su viaje. Nosotros, como una suerte de paga por ese gesto, debíamos cantar alegres canciones que inundaban el ambiente de júbilo. Al retornar a casa hacíamos el mismo ejercicio y esperábamos el recibimiento de nuestra madre, cuál sería su semblante. Fue una etapa feliz de mi infancia que nunca volví a experimentar en mi vida.

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Ramiro Ferrada R. (54 años)


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El Monaguillo

Juan Carlos Olmedo Ulloa (67 años)

A principios de los 60, llegó a Chillán un cura español de nombre de José Luis. Él fue designado por el obispado a la tarea de realizar las misas de madrugada en la Capilla de las monjas Siervas de Jesús. Las monjas llegaron a las puertas de mi casa buscando dos monaguillos para la misa de madrugada. Mi madre cerró el trato y junto a mi hermano Roberto partimos al día siguiente, de madrugada y en pleno invierno atravesamos los gigantes árboles de la plaza La Victoria. Yo creía en el Ángel de la Guarda, dulce compañía, que no me desampara de noche ni de día. Mi hermano mayor duró poco en el trabajo, se desmayaba en misa, sin embargo, a mis nueve años yo seguía sin faltar un día a mis obligaciones. Temprano el reloj despertador con sus campanillas tocaba en la pieza de mis padres. Mi madre llegaba a despertarme, pero yo ya estaba vestido con mis pantalones cortos. Las tres cuadras que separaban mi casa del convento eran de plena oscuridad; la monja portera me llevaba de la mano por los pasillos y dos monjas me esperaban en la Sacristía, junto a un gran lavatorio con agua templada. Las monjas con una delicadeza de mariposas, desprendían las humildes ropas de mi cuerpo, solo cubierto con los calzoncillos que mi madre me hacía en la vieja máquina de coser Singer, con el género del quintal de harina de Molino Fuentes. La purificación de mi cuerpo convertía el agua cristalina en agua turbia, los paños jabonosos de las monjas, luchaban con fuerza contra el piñén de mis rodillas y tobillos. Ya purificado y seco me cubrían con telas traídas de Francia, con camisones almidonados y blancos de gloria, con capas de seda con los más exquisitos bordados, con guantes blancos radiantes. Así las maravillosas manos de las monjas convertían al pilluelo en un príncipe de la realeza de España; la rebeldía de mi pelo era lo único que lograba sacar de la santidad a esas mujeres, un puercoespín, un pelo hirsuto, lleno de remolinos donde naufragaba la paciencia de mis peinadoras, ni el jugo de limón con sus benditas pepas, ni la receta de membrillo traída de España y usada como gomina por el propio Rey podían con mi pelo. No era el dinero el que me hacía ir cada mañana a realizar mi trabajo de monaguillo al convento de las Monjas Siervas de Jesús, tampoco era la transformación de pilluelo de Chillán a Príncipe de Asturias. Era algo extraordinario que ocurría en misa; las monjas me dejaban cantar el Ave María en latín, pero algo maravilloso sucedía cuando el coro de monjas cantaba en la capilla, ellas flotaban en el aire, levitaban como nubes, todo era paz y luz, era algo extraordinario. Yo también levité un par de veces, al fin mi pelo cambió y se puso suave y sedoso; el secreto para la transformación fue una cadena de oraciones pidiendo por la transformación de mi cabello. Hace poco, me encontré con el padre José Luis en la diagonal de la plaza La Victoria: Padre -le dije- yo podría jurar que las monjas flotaban en el aire cuando cantaban en la capilla en misa de madrugada. El cura me miro muy serio y sin que se le moviera un solo musculo de la cara me contestó: “es verdad”.

Nostalgias que reviven

De la montaña venía…

Yo acompañaba a mi abuelo a pagarse de su pensión al servicio de seguro social (SSS) de Yungay, una vez por mes. Podía ser a caballo y otras veces en carreta. La primera parada a eso de las 5 de la mañana era en la cantina “El Viajante”, que quedaba en el camino viejo que iba de Cholguán a Yungay. Mi abuelo pedía una malta con harina fresca de trigo o maíz. Ese brebaje tenía dos características: era para “hacer la mañana” y era “al libro”, es decir fiado. Se entendía que al regreso traeríamos plata, por lo tanto era un paso obligado en la vuelta a casa. Una vez que los del seguro le pagaban su jubilación, íbamos a tomar desayuno. El lugar elegido era “Donde Astudillo”, una picada que a mí me gustaba porque conocí a mis 7 u 8 años la primera “discorola” (wurlitzer). Era fascinante ver que luego de colocar la moneda, el bracito tomaba el disco de vinilo y lo colocaba en la tornamesa, sólito, sin ayuda. Las canciones de Cuco Sánchez y Vicente Fernández nos transportaban a esos campos y fincas mexicanas. Desayuno y almuerzo eran bien regados, por lo que el retorno era incierto, largo y no menos emocionante. Cuando pasábamos al “Viajante”, la dueña al ver el evidente estado de mi acompañante, le cobraba la cuenta multiplicada por cuatro. Al día siguiente, al hacer el arqueo de sus escudos, mi abuelo decía: “esta vieja cochina, siempre me escribe las cuentas con un tenedor”.

Fernán Troncoso Jofre

Debo haber tenido cuatro años. Recuerdo a mi abuelo materno que llegaba de la montaña en su caballo blanco que se llamaba Zeppelín. Más tarde me contó que el nombre se debía al famoso globo alemán. Recuerdo que venía con una manta negra de Castilla, traía su sombrero alón grande y lucía una barba blanca que terminaba en una pera, tipo Jaime Celedón. Su montura chilena bien apenada con batanes y piel de cordero muy esponjoso, su lazo tejido en cuero, para apegualar caballos y animales chúcaros, decía. Colgaban dos “prevenciones” (alforjas), tejidas por mi abuela. En ellas venía un gran paquete de galletas de vino McKay, esas con envoltorio azul…

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Fernán Troncoso Jofre


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Alonso Herrera Vega (Ahacheve, 83 años)

La mano muerta En ese inolvidable primer día de vacaciones de invierno, deseando estar cuanto antes, me había ido solo al campo. En tanto, mis hermanas y hermano se habían quedado en el pueblo, en casa de nuestra tía. En el campo, al ponerse el sol y finalizar las tareas propias del agro, era habitual que las personas se reunieran en la espaciosa cocina con piso de tierra, donde perfectamente podían caber dos o tres mesas para otras tantas familias. Y después de haber cenado todas se ubicaban en torno a una gran fogata que había en el medio. Era el momento propicio para comentar los chascarros del día, así como también comenzar la competencia de adivinanzas, para finalmente contar y escuchar con gran expectación las historias más fabulosas inventadas por narradores de gran imaginación. En relación a esto último, los adultos parece que se esforzaban en hacerlas más fantásticas y terroríficas; las que invariablemente versaban sobre duendes, brujerías, apariciones del Demonio, como el Mandinga, el Jinete sin cabeza, etc. Quizás lo hacían adrede, para asustar aún más a los oyentes, especialmente jóvenes. Siendo ya muy tarde, mis mayores me habían ordenado ir a dormir. Mamá me había preparado mi cama en una pieza enorme, que más parecía bodega que dormitorio. Y ésta se encontraba muy distante del resto de las habitaciones. Sentí gran pereza dejar la fogata, con su envolvente y acariciadora tibieza que invitaba a no abandonar el lugar. Además, esa noche llovía torrencialmente, con un fuerte viento norte, lo que hacía más pavoroso el escenario. Contando guarenes Después de despedirme de las personas que quedaban disfrutando de la fogata, salí de la cocina y corriendo atravesé el patio, bajo el parrón, para cobijarme en el corredor y sacudirme el agua, y luego abrir la puerta de la bodega que me habría de servir de dormitorio. Una vez adentro, encendí el farol a parafina, cuya luz desveló la cama que me esperaba en un rincón. Todo lo cual en esas circunstancias para mí no podía ser más tétrico. La cama estaba tan helada que sus sábanas me parecían hechas de hojalatas; no obstante, había que acostarse, ya se entibiarían con mi cuerpo. Mientras yo, acurrucado entre las ropas, esperando dormir y así olvidarme del frio y de las historias tétricas que continuaban torturando mi mente, sentía que el tiempo pasaba, mas mis ojos no se cerraban. Cuando de pronto, al fijar mi vista hacia arriba, descubrí a un bicho negro, para mí muy espantoso, moviéndose parsimoniosamente, atravesando a lo largo una viga, como escudriñando el lugar; con sus ojillos cuales luciérnagas rojas punzando la penumbra, me ponía los pelos de punta. Era un ratón guarén, que luego de lanzar agudos chillidos desapareció por el extremo opuesto de la viga. Concluida la escena, llegaron a mi memoria mil historias escuchadas en tantas pasadas fogatadas nocturnas. Mis ojos cansados, sin embargo muy abiertos, observando persistentes trajines de familias de guarenes que hacían lo suyo, atravesando las vigas allá en lo alto. Y en seguida de contar tantos ratones -en vez de ovejas- perdí el conocimiento, quedándome por fin profundamente dormido. Casi en la madrugada, semidormido, boca abajo, entre las sábanas ya calentitas saqué mi mano izquierda y la metí bajo la cabecera en el borde mismo del colchón. Cuando de pronto, mi mano tropezó con algo helado que se movía… Luego palpé unos dedos y, finalmente, una mano completa. ¡Horror era una mano humana! ¿Pesadilla? ¿Broma macabra? No, no, yo estaba despierto... Era real… ¡Dios mío! El descubrimiento Al mismo tiempo que salió de mi garganta, no un grito, sino un alarido que podría fácilmente asustar al mismísimo demonio, con inusitado coraje nacido de no sé de donde, agarré fuertemente por la muñeca la gélida mano que colgaba entre el colchón y la cabecera y tiré de ella decididamente para que no se me fuera a escapar; y así tener la evidencia de una historia verdadera y no fabulosa, la que más tarde yo también podría narrar y dejar con la boca abierta a los contertulianos dispuestos a escucharme. Como el tirón que di a la mano fue con tal violencia, caí de la cama aparatosamente, dando vueltas, enredado en las frazadas. Pero no aflojé la evidencia que, helada e inerte, permanecía atenazada fuertemente por mi mano izquierda. Por fin, como era de esperar, la puerta se abrió bruscamente y aparecieron -al rescate- casi al mismo tiempo, mi papá en calzoncillos portando una lámpara y mi mamá con un chal a medio poner sobre sus hombros, preguntando alarmados: Alonso… Hijo mío, qué te pasa, dinos qué te pasa, por Dios… Así me encontraron, botado y revolcándome en las tablas del piso, en el fragor de la feroz lucha que libraba con la macabra aparición y aun gritando “¡La tengo, la tengo, la mano, la tengo! Mi padre se acercó con miedo y curiosidad. Y en cuclillas junto a mí, me miró y luego me dijo: -Claro que la tienes. Tienes la mano derecha tomada por la izquierda… ¿Qué te pasa hijo? ¡Despierta caramba! Qué frustración más grande. Ahí, a la luz de la lámpara, sentado en el piso, me di cuenta de la realidad. Mi padre también y con su característica perspicacia, lanzando una carcajada de consuelo, refirió a mi madre -y a las demás personas que ya venían asomando por la puerta, fisgoneando en pos de la copucha- lo que me había ocurrido: Lo que pasó es que el muchacho se quedó dormido de cubito abdominal y con el brazo derecho bajo la cabecera, por lo que se le acalambró, perdiendo la sensibilidad de su mano. Así como al quedar colgando y destapada, se heló al extremo. ¡Qué bochorno! Mi mamá se quedó un momento conmigo friccionándome el brazo y la mano que ya volvían a la normalidad, con ese característico hormigueo tan desagradable. 9


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¿Cómo se conocieron mis padres? El objetivo de este ejercicio es que emergieran recuerdos de costumbres locales de socialización, tradiciones que se enredan con sentimientos para dar vida y forma a crónica de relaciones profundamente humanas.

Juan Carlos Olmedo Ulloa (67 años)

El Enrique y la Maruja Mi tía Marta viajó de Santiago a Puerto Montt en la primavera de 1946 por algunos días, tiempo suficiente para convencer a mi futura madre de viajar a Santiago diciéndole que necesitaban cocineras en el Hotel Carrera. Mi madre vio en el viaje una oportunidad de buscar nuevos horizontes y preparada la maleta y con la bendición y consejos de mi abuela, partió cargada de sueños hacia el norte, a la capital. También el destino, que ciertamente juega con las vidas de las personas, hace que mi futuro padre viaje a Santiago, a tomar un curso de perfeccionamiento del magisterio. Así, estas dos almas provincianas llegan a la capital del país aproximadamente en la misma fecha, diciembre de 1946. Se conocen los primeros días de enero de 1947, mientras paseaban un fin de semana en la Quinta Normal y así pasaron los dos primeros meses del año. Enrique, sabiendo que los primeros días de marzo debería regresar a Chillán para seguir con su trabajo de profesor primario, le pide una prueba de amor a María. En esa época mi madre estaba muy enamorada y entusiasmada con mi futuro padre y le contesto que sí, que estaba dispuesta a darle una prueba de amor. Y no solamente eso, más bien estaba dispuesta a darle varias pruebas de su gran amor y recordando los consejos de mi abuela Carmen en la pisadera del tren, le contestó que tenía que ser con cierta formalidad, con libreta. Mi padre al escuchar esto, salió corriendo detrás de unos compañeros de curso y tomándolos del cogote, los asaltó, logrando arrebatarles los “10 centésimos” que el Registro Civil pedía en estampillas de impuesto para oficializar el matrimonio. Este se efectuó el 25 de febrero de 1947, dos meses después de conocerse. La luna de miel fue de regreso a Chillán. Mi abuela Javiera, enterada por telegrama del casamiento de su único hijo, no dejaba entrar a María a su casa, a pesar de que mi padre ya le había mostrado la Libreta de Matrimonio. “Permítame una pregunta señorita”, le dijo mi abuela. “Señora”, le interrumpió mi madre. “Permítame una pregunta, señora -insistió mi abuela-, ¿usted es de alcurnia?” Mi madre muy seria y mirándola a los ojos, le contestó: “Si señora, soy de alcurnia, mi padre es José Ulloa, Conde de Carelmapu y mi madre es Carmen Andrade, Baronesa de Punta de Chocoy”. Así mi abuela dio un paso al costado y al fin mi futura madre pudo cruzar el dintel de la puerta de la casa. La misma casa cuyas tablas han visto pasar ya cinco generaciones. Mi abuela, mis padres, mis hermanos, mis hijos y ahora mis nietos: los gloriosos Pabellones Normal 30, mi casa.

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“Paloma del alma mía”

Elsa Dinamarca Figueroa (66 años)

En esta historia las flechas de Cupido llegaron certeras a los corazones de Elsa y Horacio. Elsa junto a su amiga Carola, ambas de 21años, acostumbraban a salir de compras, de paseo, al cine, etc. Elsa trabajaba como operadora en la Compañía de Teléfonos en Curicó y Carola estudiaba. En una oportunidad que coincidieron sus días libres, fueron al cine a ver una película cuyo título se perdió en el tiempo, pero que llevaba la frase “Verde Mar”. El protagonista era un joven muy guapo del cual se prendaron ambas por su apostura: Elsa más que Carola, pues esta última ya tenía novio. Por su parte Horacio, también de 21 años, con alguna experiencia en trabajos menores, había postulado a la misma compañía, siendo aceptado como instalador de teléfonos. Vivía con su madre y aunque tenía una relación armónica con ella, abrigaba la esperanza de tener un hogar propio y formar una familia. Había puesto sus ojos en varias niñas, pero ninguna de ellas había llenado sus expectativas. Ansioso, le decía a su madre: “Parece que la Divina Providencia no escucha mis ruegos, o ya se olvidó de mí”. A lo que ella respondía: “hijo, Dios tiene que atender cosas mucho más importantes que tus anhelos”. Aquel día Horacio se presentó formalmente vestido en la oficina de la Compañía de Teléfonos siendo recibido por Elsa, quien en cuanto lo vio casi se desmaya de la impresión y pensó: “Qué haces aquí, si tú estás dentro de esa película, y para colmo, anoche soñé contigo”. Mientras tanto, Horacio la miró y dijo para sí: “Ella es”. Pasaron algunos instantes en que ninguno de los dos habló, sólo se miraban y sonreían: Cupido hizo lo suyo. No había vuelta atrás. Fue el inicio de una hermosa relación con mucho romanticismo, colmada de anécdotas. Una de las más divertidas es que cuando Elsa estaba de turno de noche, Horacio se comunicaba con ella mediante un teléfono de prueba que conectaba desde un poste, directamente a la central telefónica. Años más tarde, ambos reían al recordar el episodio: él en medio de la noche, arriba de un poste -con frío, lluvia y viento- hablando largas horas con su amada, planificando el futuro. Después de un tiempo se casaron. Horacio recibió una oferta de trabajo en la Compañía de Correos y Telégrafos, pero debía trasladarse a Rafael, en la comuna de Tomé. Esto significó separarse un tiempo, mientras él encontraba la casa antigua donde formaron su hogar y su familia de cuatro hijas. Recuerdo que con Loly, mi hermana mayor, descubrimos parte de sus tesoros: dos paquetitos de cartas, uno de Elsa y el otro de Horacio, que se habían escrito mientras estuvieron distanciados. Nos impresionó la perfecta caligrafía de ambos, escrita con pluma y tinta. Y como niñas nos causaba mucha risa el contenido, palabras tan llenas de amor que no alcanzábamos a entender. Ahora, al recordarlas, nos llenan de ternura: “Paloma del alma mía”, “Los días son interminables y las noches eternas”, “Me haces mucha falta”, “Te amaré por siempre y más allá de siempre”.

Un buen cuento nace de la significación, intensidad y tensión con que es escrito; un buen manejo de estos tres aspectos. La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento gana por knock-out.” Julio Cortázar (1914-1984)

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12 12 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

¿Cómo se llamaban las telas de antaño? Popelina, Tocuyo, Trevira (Polyester), Osnaburgo, Percala, Villela, Lino, Organdí, Maletón, Mezclilla, Alcatran, Astragan… Con gran entusiasmo nombramos en clase todas estas telas de antaño, que muchas de ellas ya prácticamente no existen. Y con ello, rápidamente, surgieron los recuerdos de nuestras prendas más queridas y favoritas, las de la infancia y de la adolescencia, las que nos daban autoestima y entregaban identidad, las que más que nuestro cuerpo, vistieron nuestra alma y dieron alas a nuestro espíritu e imaginación…

Un recuerdo de buena tela Es increíble cómo un perfume, una foto, la música, un sabor agradable o lo sensitivo de unas manos nos pueden envolver en el pasado. Recuerdo… El único vestido que me ha fascinado en mi vida. No tenían que luchar conmigo para que feliz lo luciera. Era un vestido de tela organza traslúcido verde agua con encajes de mariposas y hojas finas bordadas. Me sentía volar por los aires, vaporosamente fresco, al caminar, no sentía mis pasos. Flotaba… Me percibía como esas ninfas del bosque que habitaban junto a la cascada que mi madre me leía en el cuento. Mágicas, traviesas y un poco inquietas. Tan solo me faltaban las alas, pero a cambio, tenía una imaginación desbordante con la que podía trasportarme en un chasquido a mis lugares favoritos. Es increíble cómo un perfume, una fotografía, la música, un sabor agradable o lo sensitivo de unas manos nos pueden hacer volver al pasado. Fernán Troncoso (52 años)

Mi primera camisa de lino

Marcela Soto Quintana (50 años)

Mi primera camisa de lino estaba arrugada, tipo “amasada”. Pero había trabajado mucho para tenerla. Recolecté rosa mosqueta, zarzamora y bellotas de encinos para venderlas a mis vecinos. Y llegó el día. Eran como dos meses y algo más de intensos e inflexibles ahorros. Fui a la tienda de Don Fridolín y me quedé pegado frente a su única vitrina un poco ahumada, tal vez sucia. Estaba exhibida la más hermosa y distinguida camisa color barquillo, esa con botoncitos oscuros, tenía hasta en las aletitas del cuello botones negros. En las mangas y hombros una presillas que la hacían extraordinaria. También un bolsillito en el pecho lado izquierdo. Era ancha, fresca y elegante. Yo imaginaba que con esa camisa tan “encachada” sí que me vería muy bien en el baile del sábado en el Camino Real. Ya habíamos salido de octavo básico, así que el mundo era nuestro.

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En una autobiografía no se trata de borrar la memoria dolorosa, traumática o desconcertante, ni menos tergiversar o negar lo sucedido, sino más bien penetrarla más a fondo, obligar al hecho a que arroje todas sus luces y todas sus sombras…” Ziley Mora y Birgit Tuerksch


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Brunilda Sepúlveda González (71 años)

El orgullo de mi tienda de géneros ¡Buenos días! Hoy abro mi tienda de géneros de todo tipo para la comunidad. ¡Géneros a los mejores precios, para todos los bolsillos! Primero entra a la tienda una señora elegante: Buenos días, qué se le ofrece. “Necesito un género para un vestido de fiesta”. ¿Algún color en especial? “Muéstreme los géneros por favor”. Aquí están los géneros de fiesta, cuál desea. “Ese color azul petróleo me gusta”. Este es un raso, especial para la temporada. “De ese llevo, gracias”. Luego entra una persona humilde: “Buenos días señorita, quiero ver un género barato para hacerme un delantal para el trabajo”. Acá tiene Percala y Popelina, ¿cuál prefiere? “Me gusta ese de varios colores, así no se nota tanto lo sucio…” Ese es Percala. “Ese con flores me gusta, gracias”. Más tarde entra una mamá con su hija. Quiere un tul y raso, es para hacerle un traje para la niña. Así estuve vendiendo géneros en la mañana, muy ocupada. En la tarde seguiré … Hasta el momento me ha ido muy bien, creo que encargaré cintas de diferentes anchos y colores, cierres de diferentes largos, sé que los necesitaré, pues se acerca la Fiesta de la Primavera. Ahora revisaré qué géneros tengo. Broderie, sedas, encajes, crepé, géneros raso brillante para hacer vestidos de fiesta. Lanillas, casimir, cotelé mil rayas, raso opaco, para pantalones de dama. Mezclilla cruda, mezclilla elasticada, policrón para pantalones de dama y varón.También hay géneros para cortinajes, visillos, linos, géneros para cortinas gruesas, fundas de sillones, cubrecamas, carpetas, géneros para sábanas y otros. En conclusión, tengo todo tipo de géneros para ofrecer a mis clientes. Solo les quiero recordar: “No sé olviden de pedir su boleta...”

Mi vestido de graduación

Brunilda Sepúlveda González (71 años)

Recuerdo que estaba terminando mí octavo básico, con buenas notas. Mí madre me llamó y me mostró un vestido. Yo estaba muy contenta, pues el vestido era de género tipo seda, celeste, con círculos pequeños en relieve. Para mí era lo más hermoso que me había comprado, fue una gran sorpresa. Era un vestido con corte a la cintura y la falda era tipo evace, con un escote redondo no muy rebajado, sin mangas, con cierre en la espalda. Tomé el vestido, me lo probé, me sentí una princesa de cuentos, con mis zapatos de charol negros, taco tres cuartos.También llevaba un cintillo del mismo género. Me sentía la muchacha más feliz, faltaban pocos días para la graduación. Llegó el día tan esperado. En la mañana, me levanté temprano, me bañé y me vestí. Para mí todo era como un sueño, saldría en público delante de los profesores, de las compañeras y apoderados. Estaba nerviosa y ansiosa, nos empezaron a llamar, llegó mí turno: la maestra me nombró y dijo que yo tenía una excelente conducta, siendo merecedora de un premio. Mi madre me abrazó, la directora y profesores también me abrazaron. Fue el día más feliz de mí vida, me sentía orgullosa de mí madre adoptiva que me crió, siendo ella soltera y profesora.

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14 14 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

Inolvidables paseos con el maestro Luis Cómo han pasado los años desde que mi padre me llevaba de paseo los sábados a alguna fabrica a reparar algún telar, tendría yo siete u ocho años. Don Fua, don Constantino o los Hasbún llegaban hasta nuestra casa en busca del maestro para que les reparara alguno de sus telares. “Lulú, vamos a la fábrica”, decía mi padre. Yo feliz, me gustaba salir con él. Mi madre me emperifollaba con el típico vestido blanco, los zapatos reina y la infaltable cola de caballo. La fábrica quedaba cerca del Club Hípico, en Santiago. Calles grises, con edificios altos, cuadrados y con ventanucos pequeños y también cuadrados. Entrábamos a uno de esos edificios directo a la oficina donde a mí me sentaban en un escritorio frente a una máquina de escribir. Allí me entretenía tecleando, mientras mi padre reparaba algún telar, a lo lejos se escuchaba: chaf, tac,chaf, tac, chaf, tac… cada vez más rápido. Cuando estaba reparada, mi padre me iba a buscar y me llevaba a la sala de máquinas. Había muchas en el salón; mientras la máquina estaba funcionando me enseñaba las partes que emitían tanto ruido: el “chaf” eran los peines, uno subía y el otro bajaba, y el “tac” la lanzadera. Esta tenía un cono de hilo en su parte media y pasaba por entre los dos peines de un lado al otro. Los peines tenían muchos hilos entre los dientes. La tela salía por atrás de la máquina y por un costado tenía un gran motor. Mi padre trabajó en varias textiles, de cada una de ellas hacía diferentes telas: de unas hacían algodón y de otras, rayón y sedas. Con algunas de estas telas mi padre nos hacía un caleidoscopio. Mi imaginación se iluminaba entre tanto trocito de género y papeles de colores metidos dentro de un cono tapados por ambos lados con tela blanca semitransparente. Él siempre me llevó a las textiles donde trabajó. Yo disfrutaba enormemente mirando esas máquinas tejer, o viendo como teñían los hilos o mirando a los tejedores anudar los hilos, cuando alguno se cortaba en plena faena y tenían que parar el telar. En la última fábrica en que trabajó tejían policrón. Yo ya era adolescente. Él de vez en cuando llegaba a casa con un paquete bajoel brazo: “les traje dos cortes de género”, decía. Siempre nos llevaba telas a mi hermana y a mí. Como yo lo esperaba para servirle la cena, elegía primero. De ese corte me mandaba a hacer, donde la señora Nora, la modista, un hermoso vestido de corte francés, sacado de una revista Burda o pantalones pata de elefante. Mi papá fue un mecánico textil muy querido y reconocido. Sabía de mecánica y de telas y para mífue un aprendizaje de primera mano. Me enseñó, entre muchas otras cosas, a diferenciar una tela sintética del algodón. A lo largo de mi vida han llegado a mis manos diferentes telas, como la gaza, liviana como una espuma; el terciopelo, suave como la piel de una guagua, o el Georgette, liviano y con una linda caída. Hoy no compro telas para vestirme, porque ya no hay esas modistas que sugerían el modelo para cada tela y para tu figura, la modista que tomaba entre sus manos esas telas con suavidad, con delicadeza y que yo luciría con coquetería. Ha sido una experiencia enriquecedora e inolvidable junto a mi padre, el maestro Luis.

Si el libro que leemos, no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo? Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos adentro.” Franz Kafka (1883-1924)

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Luisa Villalobos (67 años)


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Percala: la fina tela de algodón

Marcela Castro Bravo (65 años)

Con su coquetería innata, mi mamá Dorita, como la llamaba la mayoría de la gente que la conocía por su alegría y candor a flor de piel, se miraba frente al espejo de mi abuela Ángela con la nueva creación: un vestido de percala verde intenso con pequeñas flores en fucsia, rosado y toques de amarillo, que daban una impresión festiva y de pequeño jardín a su nueva obra. Un buen escote redondo dejaba ver el inicio de sus pechos que orgullosamente destacaba y el ruedo seguía la moda del corte plato o godé. Parecía complicada su confección pero era solo asunto de técnica. Eso sí, se ocupaba más percala para dar el efecto godé. La percala era una fina tela de algodón, usada para hacer ropa a bajo precio. Mi madre, con su venta de huevos, juntaba lo suficiente para comprar nuevamente al vendedor ambulante, que semanalmente visitaba su casa. Confeccionaba así, rápidamente, un nuevo vestido y cambiaba semana a semana los diseños, poniendo un toque de novedad, gracia y encanto también al amor que poco a poco iba creciendo con Orlando, aquel morenazo de bigotes finitos, compañero de su hermano Rolando en el Comercial, allí en Colín, en el campo que sus padres con tanta dificultad sacaban adelante.

Mi primer terno ¡Mira, éste es el corte italiano!, -exclamó el hombre desde el portal de su negocio, mientras miraba atentamente mi terno, entretanto pasaba frente a él. Miraba mi tenida, pero la verdad, no la veía. El terno, en esos años, tenía una connotación social. Elegancia asociada a un sector adinerado. Razón había. El terno era una verdadera obra de arte confeccionada por artesanos del género, los sastres. Consistía en una chaqueta, pantalón y un chaleco. Todo con la misma tela; ya era una historia calcular cuántos metros se utilizaban, además del tipo y cantidad de botones y demás materiales. La calidad del género idealmente era gabardina o nuestro muy nacional orgullo del vecino Puerto de Tomé. Estos géneros tenían su prestigio ganado y se utilizaban por su belleza, originalidad y duración. Por esto mismo ya en ese tiempo se utilizaba el reciclaje y se aplicaba de la siguiente manera: el hijo menor utilizaba el terno del hermano mayor. Si el desgaste era evidente, se “viraba” el género, o sea, se daba vuelta y se reutilizaba en una nueva confección. De aquí venía elproceso especial para cada persona, previa elección del “estilo” o moda. No existía aún la fabricación masiva de esta vestimenta y se debían tomar las medidas de cada persona. A continuación se debían realizar “pruebas” que, generalmente, eran varias con sus correspondientes correcciones. De esta manera, el costo de la confección era alto. Según calculó mi padre, la mano de obra tenía un valor equivalente a aproximadamente 10 meses de entradas al cine los domingos, lo que me pareció una barbaridad, pues corría el riesgo de la restricción de mis entradas a los rotativos. A lo anterior se debía agregar el valor del género y la renovación de zapatos, camisa y corbata, todo que hiciera juego, incluyendo pañuelo. Entonces había que tener mucha plata para “ternear” a una familia con varios varones. Por esto mismo, se utilizaba para situaciones especiales: matrimonios, cumpleaños, visitas protocolares y otros. Era considerando un artículo de lujo. Cuento aparte merece el estilo italiano que utilizaba ese día memorable. Esta moda se había popularizado por la llegada de la motoneta, las películas italianas, los actores y actrices de moda y las canciones. La moda italiana estaba en la cima. Pero el secreto de mi satisfacción solo yo lo sabía. Porque ese día, el del primer paseo, no solo estrenaba mi primer terno, sino sobretodo el reconocimiento del paso de mi niñez a ser un adulto. Esa mañana al ver la admiración suscitada, caminé lo más garboso posible, sintiéndome todo un hombre.

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Sergio Meza Carrasco (76 años)


16 16 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

Impresiones del vivir Jamás un día será igual a otro. Jamás un momento se repetirá idéntico. Por tanto, para el alma despierta, cualquier experiencia cotidiana, cualquier amanecer, cualquier gesto, por mínimo que sea, puede volverse eterno, decisivo, trascendental. El Taller de Escritores volvió consciente de tal maravilla a los practicantes de escritura. Y se les instó a salir a cazar dichos momentos. Este fue el resultado.

Emilio Andrés Mellado Cáceres (29 años)

Un milagro subestimado En aquellos años que trabajaba fuera de mi ciudad natal debía levantarme muy temprano, cuando aún la luna refulgía sobre el cielo estrellado y todo permanecía en reposado silencio; ni siquiera el trino de las aves hacía gala de su espléndida melodía a esas horas. Luego de un breve trayecto hacia la otrora terminal de buses Línea Azul, y todavía con la oscuridad reinante, pagaba mis boletos de viaje redondo. “Hola, buenos días, a Parral ida y vuelta, por favor”, enunciaba cada día de la semana a la cajera de turno, quien amablemente me deseaba una excelente jornada. Con mis pasajes en las manos esperaba que la máquina hiciera arribo a la terminal. Observaba a mi alrededor y distinguía los rostros familiares de las personas con quienes viajaba en el trayecto común. Los pasajeros comenzaban a congregarse, mientras los atrasados raudamente obtenían sus pasajes en la caja. Esperábamos mientras el auxiliar limpiaba exiguamente el bus. Finalmente abrían las puertas y buscaba mi habitual asiento reservado y me acomodaba, dejando mi mochila a un lado. Sentía un aroma entre limpia pisos y desodorante ambiental, en tanto frotaba mis manos para calentarlas un poco. Entre los pensamientos de la rutina laboral percibía la reconfortante fragancia a café de los pasajeros que lentamente subían al bus. Eran rostros conocidos, personas que habituaba de lunes a viernes en el mismo lugar y en el mismo horario; incluso era tal el nivel de costumbre que hubiera podido apostar dónde se ubicaría cada uno de ellos, con la certeza de no equivocarme. “Buenos días”, era la frase más repetida a esa hora de la mañana, era el ritual de saludo en esa suerte de sociedad de trabajadores que confluía en aquel sitio, a diario. Existía una pluralidad de oficios y profesiones: profesores, educadoras de párvulos, kinesiólogos, trabajadores sociales, administrativos y carabineros; todos ellos con sus rostros pálidos y narices enrojecidas por el frío matutino. El bus partía como un bólido en la opacidad de las horas previas al despunte del astro rey. Luego el novicio auxiliar, acompañado de un anciano inspector, pasaba revisando los boletos, preguntando robóticamente a los pasajeros su lugar de destino, manteniendo dificultosamente el equilibrio mientras la máquina acelera y se zarandea por el camino. Cuando la tarea finalizaba era indicio que el conductor podía apagar la molesta luz ambiental para que las personas durmieran un poco más, antes de llegar a sus respectivos empleos. Incluso se podía percibir cómo las conversaciones iban concluyendo para dormitar unos minutos. Suena algo irrisorio, pero se agradecía enormemente. Yo no era la excepción, y con el vaivén del bus, poco a poco me voy sumiendo en el sueño… Hoy es una extraña emoción presenciar diariamente el amanecer, que tenía para mi dos marcados significados; el primero era un sentimiento de abatimiento físico proyectivo, porque me aguardaba una extenuante jornada laboral, hasta altas horas de la tarde, para luego realizar el mismo viaje de vuelta a mi hogar; pero asimismo, emanaba optimismo y júbilo, con ganas de continuar ejerciendo mi amada profesión, retribuida en parte con la imperecedera alegría de los niños con quienes compartía día a día. Ahora escribiendo estas palabras, puedo percatarme que a diario pasaba por alto algo tan bello como el presenciar un amanecer; que la rutina le convierte en un elemento cotidiano, pero que nunca deja de ser algo de inconmensurable majestuosidad, un espectáculo gratuito y al alcance de todos, un milagro subestimado.

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17 29.DICIEMBRE.2019 ‹ 17

José Astroza (24 años)

La hazaña de poder ver el amanecer Fue inusual la hora a la que me desperté ese día sábado, eran las 5:45 de la mañana. Debía ir a trabajar, me levanté lo más rápido posible, ya que no tenía claro a qué hora pasaba el primer bus. Llegue al paradero antes de la 6:30, acompañado de unos cuantos perros callejeros, con un poco de frío y esperando a que pasara el bus. Existía un silencio que solo interrumpían el caminar y los pájaros. Pensé en la última vez que vi el amanecer y no lo recordé; había pasado hace tanto tiempo que no tenía una imagen de cómo era. Minutos antes que pasara el bus el sol apareció por la cordillera. Me di el tiempo de sacarle fotos y enviarle algunos mensajes a la familia y amigos, contándoles la hazaña y la alegría de poder ver el amanecer en esa fría mañana. Subí al bus, me senté en el último asiento, estaba todo callado, solo interrumpía alguna tos, o cuando avisaban los pasajeros donde se bajaban. Veía como el sol se elevaba por arriba de las montañas; era algo hermoso para mí. En un momento el caballero que iba a mi lado le dijo al auxiliar que lo despertara en el cruce, luego de eso se puso a dormir. Notaba algo extraño, nadie veía por la ventana, noté el cansancio de un día sábado por la mañana en las personas, por eso todo iba en silencio, por eso el caballero solo quería dormir… Para la gran mayoría el amanecer era tan cotidiano; me imaginé que ellos tuvieron que levantarse más temprano que yo, pero multiplicado por largas semanas. El sistema tiene cansada a la gente, oprimida, tanto que no se detienen en las pequeñas cosas del día, no se preocupan de los demás y están en piloto automático. ¿Cuándo será el día que podremos cambiar nuestro ritmo de vida? Dicen que el silencio otorga; a mí me otorgó el momento de pensar y darme cuenta que un amanecer al cual le han dedicado canciones, sinfonías, pinturas y poemas, a la gente se le hace monótono y sin importancia. Pero no es su culpa, es del sistema en el que estamos inmersos. Después de haber estado una hora sentado en ese bus, casi haciendo un monologo interior, me bajé y llegué a mi destino. Fue distinto, también había silencio, pero en mi conciencia.

Comencé a creer

Pablo Donoso Guzmán (24 años)

Aflicción Los adiós sin pronunciar, los últimos besos que tuve que darle al aire por ausencia de mejillas que los recibieran.

En invierno el sol asoma por la cordillera más tarde que en verano, pero el cielo cubierto de nubes grises no deja verlo. Mi abuela me decía que el veranito de San Juan era el momento del año en que el sol aparece entre los temporales, un milagro que devuelve las energías a los que madrugan, sean personas, animales, plantas. Yo no creía, pensaba en la causalidad, en el clima, pero es verdad. Una mañana de invierno, después de días de copiosa lluvia, vi la luz roja iluminando la montaña blanca de nieve, inundando el valle de calor y comencé a creer. Ahora lo espero todos los años, aunque sea solo por un día, para abrazar la estrella que apaga a las demás.

El abandono invisible, donde soledad era una amiga y la verdugo más cruel. Crecer sintiendo que algo falla, que estoy fuera de casillas, que destrozo el orden. Haber amado tanto, tanto, tanto y tener en las manos nada más que migajas.

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Bárbara Yañez Ormeño (18 años)


18 18 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

El cielo se comenzaba a iluminar Parque Nacional Conguillío, noche de julio, corríamos hacia el campamento base para evitar la lluvia. Éramos 15 en el grupo, pero llegamos siete, nos habíamos separado; mientras preparaban la hoguera yo esperaba al resto, apuntaba con mi linterna hacia el sendero por donde veníamos, pero no llegaban. Llamaba por radio, no contestaban; la tormenta no cedía, dije con voz enérgica: “no puedo seguir esperando, ustedes dos conmigo, el resto quédense aquí”. Salimos a su búsqueda, un rayo de luz de luna nos iluminó el camino como si fuera un regalo de Dios, las linternas ya no eran necesarias. “Debemos dividirnos, tu por la derecha, tu toma la izquierda, mantengan los radios cerca”… Esparcidos por el sendero los fuimos encontrando, ”dos por acá”, “por acá hay tres”, dicen por la radio. “Vuelvan al campamento, marquen el sendero, yo volveré con él resto”. Con miedo en mi interior, pero más miedo a no encontrarlos, y con la luna como compañera, seguí cerro arriba. Entre las rocas escuché un grito de socorro, un grito desgarrador, que aceleró mi pulso cardiaco y mandó adrenalina directo a mis músculos cansados. Un segundo aliento, una bengala en el cielo, marcó mi camino hacía ellos: “¿necesita asistencia?” preguntaron por radio, “solo para traer a los perdidos”, dije con voz alivianada por ya saber dónde encontrarlos. Allá en la cima, un inconsciente, un deshidratado y una joven muchacha con shock nervioso: “todos tranquilos, dije; “ya vienen los refuerzos, ahora descansen, nos quedaremos aquí hasta que despierte y pueda caminar, los demás están en el campamento esperándonos”. El cielo se comenzaba a iluminar, la hora azul se hacía presente. Mojados, cansados y sobretodo hambrientos, esperamos por refuerzos. El resto del equipo llegó con la ayuda para transportar a los heridos. Mis últimas palabras fueron: “Nadie se queda atrás, o nos vamos juntos, o morimos juntos”

Sergio Meza Carrasco (76 años)

6 más 1 Algo le faltaba el 7 de julio de 1977. Algo le recordaba el siete. Al revisar sus bolsillos tenía setenta y siete mil pesos. Algo le decía el destino. De pronto, el reloj dio las siete de la tarde, cuando pasaba frente al Club Hípico. Entró en el momento en que se preparaba la séptima carrera, y un caballo lo miró fijamente… Es una señal -se dijo- y apostó los 77 mil pesos al caballo número siete: el caballo llegó a la meta en séptimo lugar…

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Mr. Enoky (Pseudónimo, 26 años)


19 29.DICIEMBRE.2019 ‹ 19

Resumen de un mal día

Brenda Lagos Riquelme (29 años)

“La alentamos a que lo siga intentando”. Eso quería decir que había reprobado. Después de eso no escuché nada más. Fue en enero, había un calor insoportable, estaba cansada, pero no tenía sueño; tenía hambre, pero no ganas de comer. Terminé llorando toda la tarde. ¡Qué día más nefasto!

El robo del tren de Coihueco

María Verena (28 años)

Si miro hacia atrás… Si soy honesta, a mis 28 años y si miro hoy hacia atrás, tengo la sensación de que mi vida se ha parecido bastante al ropero de mis padres. Me he vestido con sus ropas, que no se ajustan a mi talla, son incómodas, aprietan o más bien me desaliñan. Considero que no encontraba mi ropa, y de algo debía vestirme, porque andar desnuda no podía.

Juan Carlos Olmedo Ulloa (67 años)

Mi papá, Oscar Enrique Olmedo Ramírez, profesor normalista, acostumbraba viajar a Coihueco en la locomotora del tren, deferencia que le hacia el maquinista y el fogonero del ferrocarril. En el invierno era mejor viajar ahí, tomándose una botella, lejos de los ojos de los pasajeros. Así mi padre creía ocultar su alcoholismo y defendía su integridad de profesor primario. De esa forma aprendió los secretos de manejar esa endiablada máquina. No fueron un misterio para él, palancas, relojes y perillas de su comando; le encantaba tocar el pito para espantar vacas y caballares. En uno de sus viajes de retorno a Chillán y junto a otro profesor, invitaron a tomar unas “maltas” al maquinista y fogonero, en pago a los repetidos viajes en locomotora. Ya un poco nublados por el alcohol, mi padre y su amigo, en un descuido de sus invitados, salieron del bar y corrieron hacia la Estación de Ferrocarriles de Coihueco y en un dos por tres la máquina corría rabiosa rumbo a Chillán. Las vacas espantadas miraban el feroz montón de fierros que bufando y pitando se abría paso. El telégrafo acusete ya daba cuenta a la Estación de Chillán del robo del tren. La policía alertada del delito, esperaba en el andén el arribo de los asaltantes. Por influencia de alguna compasiva autoridad de la época, mi padre no fue a dar con sus huesos a la cárcel, mal que mal, eran profesores primarios de la gloriosa Escuela Normal de Chillán. Así, todo el embrollo no quedó más que en una pintoresca anécdota. El que no perdonó el desaguisado fue el jefe provincial de educación de Ñuble, que con firma y timbre en papel sellado y con las estampillas respectivas, suspendió del ejercicio de profesor a mi querido padre y a su acompañante. Años después sería perdonado y reincorporado, primero como inspector en una escuela hogar para hacer mérito y luego como profesor de Ciencias Naturales de la recién inaugurada Escuela 20 de la Ampliación Purén, terminando su profesión en la Escuela 4 y en la vieja Escuela 1.

Yo no soy lo que viví, sino lo que recuerdo de mí y lo que quiero hacer con estos recuerdos. Como el pasado nunca termina de durar, un suceso del pasado se puede cambiar. La experiencia humana se transforma en el acto de escribir, de narrarla.” Ziley Mora y Birgit Tuerksch

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20 20 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

La catedral de Las Peras Es normal que en los sectores rurales la luz eléctrica se corte y en Las Peras no es la excepción. La noche en el campo no me atemoriza, pero una iglesia en la oscuridad me pone la piel de gallina. En Las Peras hay una iglesia de dos pisos, demasiado grande en comparación con las humildes casas de alrededor, con lujosos vitrales, en mosaicos de colores que contrastan con el plomo del cemento de que está construida. Está rodeada por unos pinos inmensos en los que abundan los murciélagos que se asoman a la luz de la luna. Pero lo más raro de todo es que ya no se ocupa, está abandonada. Hace poco levantaron una iglesia más grande, que nunca se va a llenar con todos los feligreses que viven en el sector. La fe no mueve montañas, las construye. Pablo Donoso Guzmán (24 años)

¿Qué es escribir?

Chile y su sanación

Fernán Troncoso (52 años)

Escribir es vaciar en letras lo que está en el corazón. Escribir es revolucionario. Escribir es un grito del alma, esa alma, que a veces ríe, a veces llora, a veces ama o a veces olvida. Escribir es rupturista. Porque el buen escritor le saca el aliento, o un recuerdo, o una sonrisa al lector…

Marcelo Moraga A. (51 años)

Ximena Leiva (44 años)

Cuando el mar toca el cielo produce una reacción pupilar que refleja lo maravilloso que es que dos grandes energías se unan en un mismo color, luego libera lo que el agua ofrece y el oxígeno mejora. En las búsquedas imperfectas, decenas de partículas llegarán a comprometer un camino sin sed y con inspiraciones y expiraciones no forzadas que lleguen a entender que lo que la biología da, vive para siempre en un mar inmenso que miro al cielo e invito a caminar en el azul profundo de una bandera chilena.

Trenes Trenes: eso sí que para mí es nostálgico y recuerdo vivo de mi niñez y adolescencia. Viajes de vacaciones de invierno a Santiago, ida y vuelta en tren. Imposible de olvidar el pasaje Chillán-Alameda; el cartoncito de tamaño pieza de dominó, ese que el inspector cortaba con una especie de alicate o cortaúñas grande, haciendo una perforación con el sonoro clic, lo que indicaba confirmación de asiento y su revisión. Previo a ello, se escuchaba a viva voz la repetitiva y potente frase: “boletos sin revisar”. Lo asimilo al profesor, en la sala de clases, pasando la lista de todas las mañanas. El coche del tren era como un aula y la ventana era el pizarrón donde conocí nuevos paisajes, vi otras ciudades y campos, como también observé distintos ríos y edificaciones. La estación de Avenida Brasil era obviamente el escenario donde comenzaba el anhelado viaje invernal. Que decepcionante y triste está ese edificio en la actualidad. La espera al tren, que casi siempre venía de Concepción, se hacía nerviosa e inquieta. En los primeros viajes aún me acuerdo del estómago apretado y las caminatas inquietas de un lado a otro del andén. Algo así como la típica escena del futuro papá, esperando afuera de la maternidad y no sabiendo en qué momento le avisarían del nacimiento de su hijo. Llegó el momento. Se anuncia por los parlantes la llegada del expreso procedente del sur con destino a la capital. Lo tengo en mi memoria auditiva, nítida y completa: “Señores pasajeros, atención, a 5 minutos de su llegada, por la primera línea, automotor salón procedente de Concepción, destino Alameda”. Aquella época, parece que no volverá. Boleterías, Custodia de equipaje, Cafetería, Sala de Espera y Carros porta maletas, ¿a dónde se fueron? Al purgatorio, junto con los trenes (así lo cree el escritor Hernán Rivera Letelier). Promesas, malas inversiones, abandono, desidia. ¿Barrio Estación? ¿Qué es eso? Al menos en Chillán, es algo inexistente o cuanto mucho, fantasmagórico. La estación de ferrocarriles pareciera querer convertirse en un monumento, algo así como una oficina salitrera, como una instalación industrial de pasado glorioso. Siento pena e impotencia, pero al mismo tiempo algo de conformidad y esperanza. Me pregunto: ¿No será que los trenes y locomotoras pertenecen al pasado? Así que Orwell, no me defraudes, déjame controlar el pasado para que en un futuro próximo reviva mi estación y se llene de trenes.

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Para Elisa En aquella visita a Puerto Montt sentí la necesidad de volver a ese lugar del cual tenía recuerdos bellísimos y donde tanto disfruté cuando fui con unos estudiantes a exponer sobre un tema que me generaba mucha atracción: el mundo de los “sangre fría”. Ahí conocí a Marcela que me había obsequiado su libro sin siquiera conocerme. Marcela había editado una obra fundamental llamada “Herpetología de Chile”, junto a Antonieta. Ambas habían actualizado un campo ampliamente olvidado. Conocía mucha otra gente de la cual había leído algún trabajo científico o que tan solo había visto por alguna foto, como a Felipe, amante de las ranas y que publicó una bella guía de campo que me autografió; Andy, quien se había dedicado bastante a levantar el tema de las amenazas de la ranita de Darwin; Claudio, conocido por su trabajo sobre los sapos en el norte; y Gabriel, un colega médico veterinario, interesado en el manejo de fauna y en las amenazas de la invasora rana africana. Pasé varias horas entre charlas de ranas, sapos, lagartijas y culebras. Junto con las historias de pasillos, se acrecentó la camaradería y me encontré con la humildad de los diversos investigadores invitados. Y no siendo un detalle menor, en los recreos degustábamos deliciosos kuchenes de murta y de la conversación con los dueños de casa y su hija, Elisa. El paisaje lacrimoso de la llovizna del sur revelaba la belleza del bosque, sus matices y aromas. Por las tardes, el canto de las hylorinas carraspeaba en un charco escondido entre algunos senderos. En ese ambiente me enteré de la historia de Elisa, quien con su pañoleta en la cabeza me dio a entender el haber sobrevivido a un tratamiento de cáncer. Elisa sonreía fácil y a través de su alegría daba a entender que estaba mejor, aunque algunos colores y sombras mostraban aún debilidad en camino de ser superada. Para el año siguiente, en un nuevo encuentro, Elisa se veía bastante bien y con energía en las actividades de las que participábamos en un segundo coloquio sobre anfibios y reptiles. Para el tercero, ya no volvimos a Katalapi. En el terminal de Puerto Montt, junto a los minibuses que se dirigían al primer tramo de la Carretera Austral, recordé la conversación que tuvimos con Elisa antes de que yo abandonara uno de esos coloquios herpetológicos para regresar a mi hogar, distante varias horas al norte. Sentía bastante admiración por su obra, se había convertido en un referente en la conservación de biodiversidad en áreas privadas. Quería saludarla en persona en ese nuevo viaje a las tierras del Reloncaví. Pero esta vez, no vi a Elisa. Supe por su madre, Ana María, que estaba bien. No fue extraño no encontrarla, había realizado esa visita de forma impulsiva, mientras visitaba la capital de Los Lagos, con la esperanza de asirme de nuevo a ese lugar entrañable que guardaba en mi memoria y poder conversar, otra vez, con esa mujer admirable. Antes de regresar a Puerto Montt, recorrí Katalapi, caminé por esos frescos senderos que tanto ansiaba, mientras trabajaba entre cuatro paredes durante el árido verano de Chillán. Me entregué a la sensación de sombría humedaddelos árboles vestidos de epífitas y a la musicalidad de los pájaros que se cobijan en un bosque. Encontré un lugar agradable para sentarme y abrí un espacio sagrado para meditar entremedio del follaje y la hojarasca. Un colibrí se me presentó y con la alegría que me dio su visita, atesorada todavía en mi mente, me alejé de Katalapi. Años después volvería al parque para un taller. Elisa ya había muerto. En vida había construido muchas redes para la conservación de la naturaleza; había recibido mucho cariño antes y después. En esa ocasión estuve con su madre y me pude percatar del dolor oculto en sus silencios, a pesar del cual seguía siendo muy cariñosa. Yo venía de mi propia muerte y me sentí vivo los días que me alojé en el parque. Antes de marcharme visité la tumba de Elisa, alejado de mis compañeros de taller. Junto a ella, me alegré de estar vivo a pesar de mis infiernos. La vida nos muestra que tiene sentido solo al vivirla, aunque tengas la muerte en la vereda del frente y haya que viajar lejos para oler el musgo, una y otra vez, para recordarlo.

Daniel Roa Núñez

Las pequeñas rueditas Mi primer recuerdo consciente de mi existencia en este cuerpo fue cuando tenía más o menos cuatro años. Como todo niño alocado por la inocencia de la vida, del goce y la simpleza, con la finalidad de disfrutar cada momento, salí con mi bicicleta. No tenía rueditas pequeñas de apoyo. En una apresurada decisión yo las había sacado para decirle a mi madre que había aprendido a andar sin ellas. Salí entonces con mi pequeña bicicleta, pero la verdad es que no había aprendido a andar en ella sin las rueditas, solo buscaba impresionar a mi madre sin razón alguna consciente. Es por ello que salí con ella a dar una vuelta, pero lo chistoso es que jamás me subí a en la bicicleta, sino realicé toda la vuelta a la manzana al lado de ella. Cuando llevaba como media cuadra en esta misma senda, caminando al lado de la bicicleta, recuerdo que me comenzaron a dar unas ganas terribles de orinar que cada vez se hicieron más fuertes. Ahí ya estaba lejos de mí casa y como no sabía andar en mi bici para poder llegar más rápido y justo cuando lo necesitaba, no tuve otra opción que correr con la bicicleta al lado lo más rápido posible. Lamentablemente no alcancé a llegar a casa a tiempo ya que llegue orinado completo. Ahí mi mamá se enteró de que aún no sabía andar en bicicleta sin las rueditas pequeñas.

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Julio San Martín Órdenes

La identidad es un discurso, una narración: yo soy lo que digo que soy. Identidad viene de “idea”. Identidad es volvernos idénticos a la idea original, convertirnos en lo que somos, adecuar el discurso a esa idea que somos… Para empoderar la identidad, lo estratégico es escoger las experiencias cuyo recuerdo nos dan poder.” Ziley Mora


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Bulnes Panorámica de los alumnos de Bulnes. La Escuela de Escritores y Cronistas allí se divide en dos niveles : adultos diversos y niños. Ambos siguen metodología semejante (ejercicios de Ontoescritura), pero temáticas y contenidos de los ejercicios diferentes, ad hoc a los intereses etáreos respectivos. Todos concurren los sábados en la mañana a la espaciosa Biblioteca Municipal Fernando González Urízar

Martín Javier Padilla Villablanca (23 años)

Escudero

Martín Javier Padilla Villablanca (23 años)

Solo espero tú “te amo”, pero llegan marchitos y me pierdo entre centenos Yo que fui el guardián de tus “te quiero” Y hoy en el portal me quedo… pobre y triste escudero Centenares de años petrificada silueta y un escudo Protégete novelesco hidalgo, Novilunio ante la sonoridad de tus “te quiero” Y no ves que son caprichos, taciturno ser maltrecho Malaventurado es el amor, maléfica es la concepción de sentir amor Pero un “te amo” es el tesoro mejor resguardado En mi guardilla lo escondo y en solitario lo contemplo Como la joya más costosa de todos mis recuerdos.

María Ignacia Urrea Barra (14 años)

Carta a mí mismo, escrita por un juguete Querido Javo, te escribo esta madrugada en medio del ensordecedor conticinio que aterra, cuando el bullicio no molesta y la calma trae a la orilla los recuerdos. Cómo no recordar, si ya anciano me siento y solo puedo recordar. Recordar días de tu infancia me alivia el letargo de seguir viviendo, los veranos en la calle jugando en el sol, los inviernos escurriendo barro, tus amigos del barrio, tu hermano, los juegos interminables, días que pasaban lentos y yo en un rincón, ser inerte, sin movimiento. Recuerdo tus guerras interminables, jugando a ser mayores y cantar, cantar y buscar, explorar las calles interminables, todo parecía más grande, hasta el tiempo parecía interminable, el sol no se ponía por la tarde y la noche saludaba casi llegando la madrugada. Juegos interminables, jugar, simplemente jugar, inventar mundos en las raíces de los árboles y jugar, sin horarios sin rutinas, parecía que nada era suficiente por explorar, siempre quedaba un lugar, un juego más. Hoy que la rutina te consume, que los juegos te aburren y que de mí no te acuerdas, te deseo ser feliz. Sigue siendo el niño preguntón, sigue siendo el inventor de mundos inimaginables, sigue con la bondad que siempre reflejaste y las ganas inmensurables de ayudar.Yo siempre te cuido, yo siempre te observo desde un rincón del ropero, junto a otros juguetes viejos. Saluda atentamente, tu amigo.

Recuerdo Todo me recuerda a ti Desde un simple color Hasta una sencilla prenda de vestir. Todo me trae hacia ti El recuerdo del maqui que tanto te gustaba Todo me recuerda a tu pasada. Al escuchar el violín Me acuerdo de ti Danzando, sin fin Todo me recuerda a ti. El sencillo olor a dulces Si, los que comías sin fin Todo me recuerda a ti.

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Manuel Osorio Retamal (73 años)

Nos vamos de un golpe a 1957 Para mí, que ya cumplí siete décadas, me pareció en un principio tarea difícil volver a un pasado tan lejano. Curiosamente, no obstante el ineluctable transcurrir del tiempo, constaté que tengo muchos recuerdos de esa época, en especial vivencias muy gratas. Parece ser verdad,entonces, la vieja aseveración que afirma la persistencia en nuestra memoria de los sucesos de los primeros años de vida. Nos vamos de un golpe al año 1957… Es mayo y cumplí nueve años, pero nadie en mi casa se acordó de celebrar o recordar siquiera la fecha (quizás mi mamá se acordó). En mi casa somos ocho personas y a lo mejor por eso no se celebran los cumpleaños. Sé que a algunos compañeros, los más ricos sobretodo, le hacen una fiesta con invitados, torta y regalos, pero nosotros no tenemos esta costumbre y a nadie le molesta. Hoy la mamá nos despertó a las siete y media para ir a la escuela y fuimos al patio a lavarnos la cara y las manos, en la artesa. En la cocina mamá ya tenía el brasero encendido y encima la parrilla con la tetera y el cacharro con el café de trigo hirviendo. Se sentía el olor rico del café. Nos servimos pan con margarina y café y si alguien quería comer caldo de papas, cebolla y fideos, también podía hacerlo. La mamá prepara todos los días este caldo para el papá. Al poco rato partimos para la escuela, queda a tres cuadras de la casa. Yo me voy con Juan,mi hermano. Se veían ya las carretas que traen cosas al pueblo y también vimos al carretón de Pellizco, con el Pellizco parado en el carretón y una huasca para pegarle al caballo. Y un poco más allá el Cuartel de Carabinero y el furgón nuevo que les llegó. Mi escuela se llama Escuela de Hombres Número 6 de Coelemu, queda frente a la Plaza de Armas. Es grande, está hecha de madera y tiene baños y patio para jugar en los recreos. Como hoy es lunes, se hace un acto en la entrada, donde se canta la canción nacional y el himno de la escuela, el profesor García dirige el coro, que somos todos los alumnos. A mi profesor le dicen el “Pituco” García, porque siempre anda con terno y corbata y porque dicen que se corta el pelo todas las semanas. Él nos dice que saquemos nuestro cuaderno de historia y que copiemos todo lo que él escriba en el pizarrón. El profesor escribe con tiza en toda la pizarra, queda lleno de polvo blanco y nosotros copiamos con lápices de madera. El señor García es bueno, es raro cuando le pega a algún compañero, además que solo les da un reglazo en las manos a los desordenados. Menos mal que no me tocó con el “Pelao” Venegas. Ese sí pega con varillas y cachetadas. Otro que es mañoso es Pérez, profesor que a los revoltosos agarra de las patillas y casi llega a levantarlos. Algunos grandotes de quinto y sexto hacen lo mismo con los más chicos, les dicen coopere con el señor Pérez, se creen muy graciosos… A eso de las 10 se escucha el sonido de la campana y salimos al primer recreo y también a recibir el jarro de leche que nos dan. La leche la preparan los cabros de sexto año, los más grandes. Primero tienen que hervir agua en unos fondos grandes, después echar la leche en polvo y, por último, revolver y repartir a los alumnos. Faltaba poco para volver a clases cuando se armó una pelea en el patio. Me acuerdo que se agarraron a puñetes el “Bocina” Donoso con el Flaco Varela, todos alrededor gritábamos por el flaco, porque el Bocina es muy pesado, se cree la muerte porque tiene bicicleta y pasa tocando la bocina. Al fin llegó un profesor y se los llevó a la oficina del director. Llegué a la una de la tarde a almorzar a la casa. La mamá tenía pescado frito, antes de entrar a la cocina ya sentí el olor a fritanga. Me gusta este plato, con papas cocidas y ensalada. El pescado llega en el tren de Tomé y lo reparte en una carretita de mano un hombre de apellido Solís, a quien todos conocen como el “Jurel”. Como siempre, la mamá dice que tengamos cuidado con las espinas. En la tarde, como hacía calor y nos toca gimnasia, fui sin zapatos a la escuela, total es cerca y muchos niños hacen lo mismo. En todas partes la gente habla de las elecciones de Presidente. En mi casa al papá le gusta Alessandri, un viejo que aparece en un tremendo afiche, donde mira fijo y abajo se lee: “A usted lo necesito”. El otro candidato es Allende, un doctor con lentes, que dice mi papá que es comunista y que si gana, puede quitarle la viña que tiene en el campo. Hay otro que se llama Eduardo Frei, un hombre flaco y alto, que tiene una tremenda nariz y por eso le dicen “El Narigón”. Después de tomar once, me puse a hacer las tareas. Me tocó tarea de matemáticas, sumas, restas y divisiones por un número. Creo que el otro año vamos a dividir por 2 y 3 números, ahí te quiero ver… Cuando terminé las tareas me fui con los cabros a jugar a las bolitas, me fue bien, ya tengo más de 100 bolitas y como 20 polcas. Al rato llegaron más cabros y el Richar trajo una pelota de trapo que hizo con un calcetín relleno con lana, así que armamos una pichanga en la calle, con unas piedras de arcos. Jugamos hasta que nos cansamos, quedamos llenos de polvo y seguro que la mamá nos va regañar por andar ensuciándonos, pues es ella la que tiene que lavar a mano en la artesa y nadie le ayuda. En la casa, aparte de la mamá, somos puros hombres. Las chiquillas también juegan en la calle, cuestiones de ellas, hoy las vimos jugando al luche, otros días saltan una cuerda o solo conversan entre ellas. Nosotros no nos metimos con las mujeres. Una vez el Chitín saltó la cuerda un ratito con ellas y lo jodieron varios días diciéndole mariquita. Ya en la casa, el papá pone la radio y escuchamos los radioteatros. Están pasando “Adiós al séptimo de línea” y “Hogar dulce hogar”, una cuestión medio chistosa. Ahí escuchamos las comedias mientras cenamos. En invierno, cuando está helado en las noches y estamos calentándonos cerca del brasero, al papá se le ocurre que los dos más chicos, Juan y Manuel que soy yo, nos agarremos a puñetes para calentar el cuerpo. A la mamá no le gustan estas peleas, porque nos damos duro y yo tengo tres años menos que mi hermano. El caso es que el papá y los otros hermanos se mueren de la risa y nosotros quedamos cansados y con las orejas coloradas. Después de las comedias, casi siempre el papá se queda dormido en la mesa. Nosotros también tenemos sueño y la mamá nos manda ligerito a lavarse, orinar y acostarse. Buenas noches, chao, hasta mañana.

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