Escuela de cronistas. 3a publicación

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Es critores y cronistas de ร uble

Edicion numero 3

1 ยบ de marzo de 2020


› ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

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Revista antológica de escritores regionales de Ñuble

PROYECTO FNDR CULTURA 2019 DEL GOBIERNO REGIONAL DE ÑUBLE “Autores del texto de la propia vida. Escuela de cronistas y escritores para la memoria de Ñuble” Equipo editorial: Ziley Mora, Birgit Tuerksch, Amara Ávila y Francisco Martinic · Editor: Francisco Martinic · Fotos: Cristian Cáceres, Mauricio Ulloa, Archivo La Discusión, Agencia Uno · Portada, diseño y diagramación: Jaime Castro · Impresión: Impresora La Discusión


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LA EXPERIENCIA DE ESCRIBIR DESDE LA MEMORIA DE ÑUBLE

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a culminado la etapa de cursos y talleres de la Escuela de Escritores y Cronistas de Ñuble. Y ya, en una primera retrospectiva, comprobamos a cabalidad que se cumplieron los objetivos centrales de este pionero Proyecto FNDR. Los cuatro grandes grupos participantes que se sometieron durante cuatro intensos meses al trabajo-placer de escribir, rescataron y editaron en tres revistas y en un libro antológico en preparación, las experiencias de la subjetividad asociadas a las historias locales de Ñuble. Historias y crónicas, todas centradas en el valor de lo local y en el patrimonio inmaterial de la memoria biográfica personal, que a la vez estimularon la práctica creativa de potenciales escritores, particularmente en jóvenes, adultos profesionales y tercera edad, los tres grupos etarios participantes. Quizá, lo que mejor sintetiza esta privilegiada experiencia de rescatar la memoria de Ñuble sean estas concretas palabras del profesor de Lenguaje del Liceo Intercultural de Pueblo Seco, Wilber Gallegos, quien así relata su vivencia en estos cuatro meses: “Hay que estar muy felices porque tuvimos la oportunidad de aprender con Ziley y Birgit. La memoria de Ñuble se construye con todas estas experiencias, situaciones, toma de contacto…Por ejemplo, a través de la oralidad fantástica, lo que muchas ocasiones pudimos vivenciar en aula; un producto de ese sincretismo en Ñuble al ser un antiguo baluarte español y con anterioridad una tierra ancestral, con su propio ecosistema mapuche. Ese juntarse en familia y charlar de esas historias personales extrañas, misteriosas y envolventes. Todo un realismo mágico constante y cotidiano. Rescate y vivencia de la identidad de tierras antiguas que no mueren con terremotos”. En las aulas del CECAL-UdeC, cada lunes, pudimos dar vitrina regional al talento emergente o escondido, creando una corriente de competencias lecto-escriturales en la nueva región, sembrando y alimentando el germen para empezar a posicionarla también como “Región del libro y de la cultura inmaterial escrita”. Sin el requisito de “disponer práctica previa con el escribir”, igual pudimos instalar las bases para “hacer Escuela” de la memoria biográfica, entregando los insumos para aprender a contar la propia vida, sea en el contexto familiar, del barrio, del pueblo o de la gran ciudad. Fue un proceso abierto, democratizador de las herramientas académicocreativas para producir textos, generando amor al lenguaje formal en esos tan diversos grupos. En todos los alumnos percibimos justamente la disposición de amar el proceso de escribir, reflejado en la abundancia de escritos que aquí el lector podrá comprobar, aspecto no menor porque en ese esfuerzo por textualizar los propios recuerdos, evidentemente se aprecia el germen del amor a sí mismo y a sus experiencias vitales. Por tanto, la metodología empleada, la Ontoescritura, cumplió su objetivo y expectativas, pues en palabras de Julio San Martín -uno de los participantes- “sirvió para redescubrir mi ser, arrojando una valiosa luz de sentido a experiencias de infancia que habitualmente uno no repara,una valoraciónde mi historia personal mucho más allá del ego por mostrarse. En mi caso, por ejemplo, yo había desechado como ‘sin importancia’ciertos juegos o indagaciones de niño, descubriendo precisamente en ellos los indicios de mi fuerte vocación docente actual. Y escribir sobre esos recuerdos fue el factor que me reveló ese sentido que hoy alimenta mi vida”. Con los ejercicios, tareas y exposición colectiva de los textos, se trató de verificar la dimensión existencial-terapéutica que contiene la escritura biográfica guiada, pues se puede escribir no solo para comunicar y crear, sino también, y fundamentalmente, para sanar, ser y crecer. Evocar escribiendo, llevó a muchos y muchas a capturar ese esquivo “por qué” de la existencia humana. ZILEY MORAY-BIRGITTUERKSCH DOCENTES Y RESPONSABLES PEDAGÓGICOS


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RELATORES

Ziley Mora Penrose

Birgit Tuerksch

Filósofo, escritor, etnógrafo, educador, y consultor independiente en procesos humanos y sociales. Experto en cosmovisiones indígenas y en cultura mapuche. Asesor educacional y profesor de mapudungun, latín y griego. Es pionero en México, Chile y en Latinoamérica en estrategias para reescribir terapéuticamente la biografía y la identidad personal. Fundó en México la disciplina conocida como Ontoescritura. Es autor de 25 libros, que han dado cuenta de sus investigaciones. Entre sus obras, destacan “Yerpún, el libro sagrado de la tierra del sur” (1992, Edit. Kushe), “Magia y secretos de la mujer mapuche”, (Editorial Uqbar, 4ta. Edición, Stgo, 2014). “Escribir para sanar. Manual de Ontoescritura”(Editorial Amate, 2010, Guadalajara, México). Su trabajo cumbre es el diccionario etnográfico mapuche “Zungún, palabras que brotan de la tierra” (Editorial Uqbar, 2016).

Destacada periodista de nacionalidad alemana. Es magíster en Literatura, lingüista, editora de un periódico bilingüe con más de tres mil artículos escritos, editora de la revista literaria Fértil Provincia, publicación enfocada en el aporte de la cultura alemana a la literatura chilena. Es, además, consultora independiente en desarrollo humano y orientadora de personas. Co-creadora del Emotionales Kursbuch, una metodología de manejo escrito de las emociones y del programa “Coaching para escribir un libro”. Es co-autora del libro “Volver a creer y amar, claves para hacerme digno de un gran amor” (Editorial Uqbar). Birgit es también profesora en el Programa Procade, Unidad de Capacitación y Desarrollo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ejerce además como terapeuta en biomagnetismo y naturopatía.

¿Qué es la Ontoescritura? Es una guía metodológica para resignificar la experiencia de lo vivido con un foco capaz de revelarle el destino a la persona, ayudándole a narrarse la existencia con un relato digno del Ser que somos. La disciplina -creada en México por el filósofo Ziley Mora- consiste en el arte de identificar la fuerza pura del Ser desde el escribir, separando los relatos emocionales de la personalidad condicionada (narraciones parásitas) de los relatos sencillos, pero llenos de poder y sentido existencial. “Su objetivo es narrarse con lucidez una biografía-saga, más allá de una miope crónica desangelada de sí mismo.” Ziley Mora y Birgit Tuerksch

Vivir la libertad creativa y espiritual “Quisimos que el nacimiento de la nueva Región coincida con el nacimiento de una Escuela para crear, para sanar, ser y robustecer la identidad, sea esta personal, cultural o social. Porque no tiene sentido vivir y hacer región y desarrollo, si ello no va a acompañado del reflexionar, del soñar y del examinar que conlleva el oficio de escribir. Y parafraseando a Sócrates: ‘una vida sin examen no merece vivirse’. Nosotros, con Ziley Mora, planteamos que no tiene sentido la autonomía político administrativa si primero no se vive la libertad creativa y espiritual; es decir, si no acompañamos el sentido de ese crecer con escritura.” BIRGIT TUERKSCH, Directora académica Escuela Escribir para Sanar y profesora de la Escuela de Cronistas y Escritores de Ñuble

Escribir cambia nuestro pasado y narrar nos transforma “Como el pasado nunca termina de durar, un suceso del pasado se puede cambiar. Y no solo a través de afectarlo con un tipo subjetivo de memoria, sino escribiéndola, pues la experiencia humana se transforma en el acto de narrarla.” ZILEY MORA , Docente y Guía de la Escuela de Cronistas y Escritores de Ñuble

Es preciso saber describir el mundo que queremos, saber darle un hogar a nuestra alma. Lo que no accede al plano del lenguaje no accede nunca al plano de la realidad”. ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch


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Mi barrio Nada hay más afectivo que el propio barrio donde se creció, se vivó o se sufrió. Evocar las siluetas, las atmósferas o los personajes de esas calles hoy irrepetibles, conviene a la narración escrita. Las letras hacen un servicio mucho más perdurable que el cemento, las tejas o que el hormigón armado y amado…

No tengo barrio Nadie de mi generación tiene barrio. Nacimos cuando las paredes del individualismo comenzaron a alzarse. Sé que hubo barrio, en las mismas calles que antes no tenían pavimento. Hubo barrio de caldo de papa y canal. Barrio en el que llamaban tía a mi abuela, aun cuando no había lazos sanguíneos o legales. Me hubiera gustado experimentarlo. Sé que me criaron para la década anterior, donde me descoloca encontrarme con Narcisos. Sé que aún hay personas de barrio cuando el vecino no me cobra el pasaje, porque compartió infancia con mi mamá. Sé que me hubiera hecho feliz, porque hoy la falta de empatía me rompe en llanto. La falta de barrio. La falta del otro y nosotros. Bárbara Yáñez Ormeño (18 años)

Antaño y ogaño de nuestro barrio Otrora, muy contentos por haber recibido nuestras respectivas casas. No solo en el seno familiar, sino todos los vecinos de la Villa. La que con tanto esfuerzo habíamos logrado comprar el terreno y luego construir; y sin pedir una chaucha a nadie, sólo con nuestros ahorros y sueldos como funcionarios del Indap. Solíamos juntarnos en más de algún pasaje para conversar o proyectar algún trabajo de ornamentación, o sencillamente “echar la talla”. Así como también, frente a las casas, plantar maitenes, que ya crecidos, lamentablemente, fueron atacados por plagas que no supimos combatir; por lo que tuvimos que reemplazar por arces. Sin embargo, nuestro sector conservó su nombre como “Villa Los Maitenes”. En las tardes nos reuníamos no solo con el fin de regar plantas, sino también para comentar copuchas políticas de aquel entonces, tomar acuerdos para festejar algún cumpleaños, o celebrar fechas religiosas o folclóricas. Así también, a veces, para el despido de algún colega que le había llegado “sobre azul”, lo que en un comienzo igualmente celebrábamos como “un jovial despido”. ¡Qué indolencia! Con el tiempo fue aumentando el número de exonerados de Indap. Y en la misma medida sus propiedades rematadas por causas de dividendos impagos. Debimos olvidar los “joviales despidos”, ya que era conmovedor ver a colegas con sus familias recién formadas siendo desalojados de sus casas, también recientemente adquiridas. Dramas que teníamos que habituarnos a ver y sufrir. Ahora, los que logramos quedarnos en la Villa, nos asiste una gran pesadumbre, al recordar a tantos colegas que tuvieron que abandonar sus viviendas e irse a otros lugares. O quién sabe si ya partieron de este mundo para siempre. Como la vida y sus avatares deben continuar; en un comienzo nos costó un poco conocer a los nuevos residentes, ya que ellos venían de otros lugares y/o trabajos. Sin embargo, hemos compatibilizado muy bien. En sitios públicos, por ejemplo, nos saludamos atentamente y hablamos sobre temas distintos. Claro que algunos, especialmente jóvenes, pasan al lado de uno como “caballo policial”, sin siquiera mirar. ¿Será hábito o cultura de los nuevos tiempos? No lo sé. Sin embargo, la mayoría demuestra ser buenas personas, de trato gentil, colaboradores en lo que sea menester, buenos conversadores y graciosos además, lo que se ha puesto de manifiesto en varias oportunidades. Por ejemplo, una vecina cuenta que tenía una gatita llamada Virginia. Le tuvo que cambiar nombre. Ahora se llama Violentada, porque fue “asaltada” por un gato viejo al que han motejado como el Cara-Dima.“Ese animal, todas las noches, cruza el pasaje y saltando tapias se adueña de los tejados, rondando en pos de gatitos nuevos e indefensos. A nadie le cae simpático ese gato”,termina ella contando. Alonso Herrera Vega (84 años)


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Chillán: ciudad de párpados pesados Creo que nunca me conociste en realidad, pero hubo una noche donde juré que podías leer mi alma. Constitución con 18 de Septiembre y me soltaste el humo de tu cigarro barato sobre los labios y yo, como la maldita adicta que era, inhale todo tu volátil amor. Chillán es una ciudad de párpados pesados y de calles que se duermen rápido, quizá por ello sus romances son aletargados, como si todo estuviera dentro de una extraña burbuja. He robado besos en Avenida Argentina, he entrelazado mis dedos y mi breve destino en varios paraderos, en esta historia que se funde con ciudad, he bebido de labios que juraron promesas demasiado infantiles para cumplirse. Avenida Vicente Méndez y le dije que me amara, que me amara tanto que doliera, porque de esa forma mis otras angustias enmudecían, incapaces de torturar más que la laceración de un amor estropeado. Cuando el sol caía sobre un Paseo Arauco desolado, nos bebimos las estrellas, consumiéndonos con la mirada. Sabíamos que no era permanente, que sería tan efímero, pero tan dulce que nos emborrachamos de las constelaciones de esa invernal oscuridad. Nunca sospechamos de la fatídica resaca. Jóvenes absurdos, simplemente enrollamos nuestros dedos y seguimos brindando con la vista hacia los puntos brillantes que, a kilómetros demasiado extensos de esta ciudad, arden tal como las memorias que llevo. Bárbara Yáñez Ormeño (18 años)

Amo mi lugar y mi casa En el año 1995 compramos una hermosa casa en la población Pedro Lagos. Lo que más nos gustó fue la buena construcción y el tranquilo barrio.Tenemos una excelente locomoción y varios negocios como verdulerías, panadería y supermercados, y también un zapatero. Muy cerca se encuentra la Clínica Chillán, el Estadio Municipal, el club de tenis, la Medialuna, un CESFAM y la Iglesia San Juan de Dios, que es monumento nacional. La gran noticia es que se está construyendo el nuevo hospital regional de Ñuble y sus obras finalizan el 2023. La mayoría de mis vecinos son de la tercera edad, por lo tanto, hay muchos viudos. No se ven niños.Mi casa es de dos pisos, asoleada y con varios árboles, un palto, un damasco y un limonero que da todo el año. En cuanto a flores, tenemos camelias, cedrón, romero y un ficus que adorna la entrada. Tenemos dos guardianes, foxterrier, la Pepa y el Toby. Ellos avisan cuando tocan la puerta y también si anda gente en la noche. De herencia, recibí de mamá una gran campana que solo se toca para avisar a los vecinos si ocurre algo fuera de lo normal. Con mi vecina Rosario conversamos de plantas y flores. Ella me cuenta de sus actividades manuales y también de sus problemas. Tiene un hijo de cerca de 50 años que está en la droga. Siempre anda con su cartera colgada en el cuello, día y noche. La pasa mal, a veces sale a caminar para calmar sus penas. En mi barrio, todos conocen a Bernardita. Ella tiene un negocio y es muy amorosa, también a la señora Sonia que da viandas y tiene bastante clientela. No me puedo olvidar de don José, él es dirigente de la Junta de Vecinos. A mi casa llegan todos los días muchos pajaritos, el cual más me agrada es un zorzal. Tengo dos hijos casados que viven a dos cuadras de mi casa, uno en los departamentos Schleyer y otro en Palermo. Mi esposo me ha propuesto cambiarnos a una casa de un piso porque ya tenemos problemas de rodilla por el tema de la escalera, pero la verdad es no me veo en otro lugar. Amo mi lugar y mi casa. Digna Pérez Zapata (70 años)

Pabellones de Emergencia de la Escuela Normal Juan Madrid Este es el antiguo y pomposo nombre de mi barrio. En estos terrenos se encontraba la Escuela Normal de Chillán, que fue destruida por el fatídico terremoto del martes 24 de enero de 1939. Mi padre aseguraba que estas viejas maderas fueron donadas por el gobierno de Brasil. No existe, ni antes ni después del terremoto, este tipo de arquitectura, con amplios corredores que con el tiempo sus vecinos fueron cerrando para hacer el “living”. Los sobres de las cartas no toleraban este largo nombre. La costumbre y los carteros lo cambiaron solamente a “Pabellones Normal”. Hoy no hablaré de mis vecinos con los que me crié, pero no es raro verlos con un plato tapado con una servilleta, caminando por el pasaje, compartiendo sopaipillas, empanadas, pan amasado, humitas, tomates o frutas de temporada. En mi barrio todavía los niños cantan y bailan canciones, corren por el pasaje y piden caramelos para Halloween. En mi barrio hay un peumo gigante, es el rey de los árboles, no hay en mi ciudad un árbol tan hermoso como nuestro peumo. En mi barrio las noches son quietas y apacibles, como noches de campo. Sus viejas tablas aún guardan los murmullos de tiempos pasados. En el verano las puertas y ventanas se abren para que entre “el fresco”. El zinc hace que la lluvia tenga un concierto de sonidos en el invierno. Por las noches todavía se escuchan los compases de jazz de la batería del “Guatón Pezoa” y el piano de la señorita Nieves. También se escucha el motor de la vieja camioneta Ford A de los Dueñas y el traquetear de la maquina Olivetti de mi padre, junto a los compases de la maquina Singer de mi madre. Mi barrio está lleno de historias de trompos y volantines, de gente esforzada que todos los días le gana a la vida. A mi barrio todavía no llega el WhatsApp ni el Internet… Juan Carlos Olmedo (67 años)


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Mis vecinos del ayer A Los ancianos de mis barrios de Pinto y Chillán

“Barrio alto” de Chillán

La vida en el antiguamente llamado “Barrio Alto” de la ciudad de Chillán, aproximadamente 55 años atrás, era muy distinta a lo que se vive en el hoy denominado “Barrio Patrimonial”. La solidaridad y la confianza compartida se expresaba con una impagable firmeza espiritual. Al llegar de visita donde un vecino,la acogida y la amabilidad en el recibimiento se notaba a flor de piel, a cualquier hora que se llegaba le ofrecían lo que estuviera disponible en alimentación, aunque fuera poca, se repartía para que todos los presentes degustaran lo que se servía.El pan amasado,las infaltables sopaipillas, nunca faltaban tampoco las tortillas a rescoldo de cáscara crujiente, con olor a una mezcla natural de ceniza y tierra y un sabor que aumentaban las ganas de seguir comiendo, a pesar que la barriga estuviera arrebozando. También se recuerda los infaltables toques de licores que se compartían al llegar a un hogar, recibiéndolos con un aromático y bigoteado tintolio y a la despedida con un cortito de Cinzano de bajativo. Todo se realizaba entre las olas del océano estelar de relucientes, temperadas y acogedoras estrellas humanas. La desconfianza estaba erradicada entre vecinos. Prueba de ello era que la puerta principal de entrada en las casas permanecíaabierta a toda hora del día y también parte de la noche.

Yo les recuerdo viejos. Yo les recuerdo sencillos. Como puentes de una sola tabla. Nunca el sol les pilló en la cama. Amigos del arado y la huerta, de ciruelos y zorzales. Cristianos humildes. Me evocan personajes bíblicos. Observadores de la vida. Su riqueza era la salud y el trabajo. Bebedores de más de una copa. Amaban a su familia, como la gallina a sus pollitos. Viajeros de mundos celestes, hoy me acompañan desde la luminosidad de una estrella. Fernando Arriagada Cortés (61 años)

La vida humanamente más sencilla En esos tiempos la mayoría de las calles eran de tierra, no existía red de alcantarillado, faltaban comodidades en el interior de los hogares, los animales domésticos pasaban la mayor parte del día debajo de la mesa del comedor diario. A pesar de las necesidades y falta de recursos económicos disponibles, las familias se las arreglaban para realizar sus actividades en forma normal y compartir lo que estuviera al alcance del bolsillo con sus semejantes. La vida en esos tiempos era más sacrificada y a la vez más natural, por lo que se valoraba más lo que con mucho sacrificio y esfuerzo se conseguía.Hermosos recuerdos que hacían sentir el corazón unido, el alma viva, la vida humanamente mássencilla, menos estrés y más feliz. La juventud de ese tiempo era honrada, responsable y respetuosa de las personas mayores, además muy cooperadoras en ayudar con trabajos voluntarios a los vecinos que se les presentaba algún problema inesperado, sobre todo inundaciones en la temporada invernal. En los tiempos actuales la vida en el barrio es muy distinta, calles asfaltadas, red de alcantarillado funcionando en la mayoría de las casas, mayor conectividad, más vehículos circulando, todo esto contrasta con mayor congestión y más contaminación, es decir, menor calidad de vida natural. En estos tiempos no hay control ni “tenencia responsable de las mascotas”, de tanta publicidad y alarde, porque las mascotas diariamente salen a recorrer las calles del barrio a florear y perfumar las veredas con sus “tortas”. Respecto a las comunicaciones actuales con los vecinos, se ha perdido la tradición de compartir y socializar, cada uno vive su propio mundo, individualismo total, la desconfianza se impuso firmemente, viviendo en un mismo barrio como imperfectos y mortales desconocidos.¿Por qué será? Fernando Daza Hurtado / FDH

Si yo nunca sé lo que vivo en mi vida, no tengo una historia; si no sé nada de mí no poseo raíces. Y si no tengo conciencia de ellas, no tengo Ser. Para crecer en la identidad se deben regar las raíces, pero antes, elegir cuál de ellas alimentar escribiéndolas.” ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch


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Donde vivía “la conche´su…”

Sin duda mi barrio era muy singular. Llegamos a él después que mi padre devolvió una quinta que estaba comprando en San Luis de Macul. Su explicación fue que, en San Luis, él no podía poner un taller metalúrgico, que era su hobby, así que él decidió que la compra del terreno, con una pieza de adobeque era una pesebrera, seria en la población “Los Nogales” de Santiago. Yo tenía dos años cuando llegamos a ese lugar. Para mí no fue agradable llegar a ese barrio, a esa calle “General Velásquez”, a esa cuadra donde estaría nuestra futura casa. Agua, electricidad y alcantarillado no habían. El agua se traía desde un pilón y la alcantarilla era un pozo séptico compartido con nuestro vecino, el mismo que le vendió el terreno a mi padre. La tierra era de color verde amarillenta, con olor a azufre, donde no crecía ningún tipo de vegetación. Al frente a unos cuantos metros de nuestra casa, había una larga muralla que nacía en la calle Logroño y terminaba cerca de la línea del tren,el que iba a San Antonio. En ese lugar acopiaban carbón coke; años después la muralla la corrieron, y allí nació la futura “Panamericana”, la que nunca concluyeron y la que ahora es la entrada principal de los buses que llegan desde la zona sur de nuestro país. Víctor Jara y el Padre Hurtado Había -y hay- una gran escuela: Santa María Goretti, dirigida por un cura jesuita, el Padre Vicente. Él se llamaba Vicente Irarrázaval García- Huidobro y la escuela la construyó con su herencia.El Padre tenía grandes aspiraciones: que ésta escuela primaria se convirtiera en una universidad, lo que nunca fue. Estaba ubicada entre Fernando Yunque y Galvarino, de oriente a ponientey de sur a norte, entre Antártica y Capitán Gálvez. Ésta fue famosa, porque en esta escuela funcionó la Compañía de Bomberos llamada “Bomba Chile”, creada en 1959. Jamás vi al Padre Vicente con sotana o sombrero nuevo; sus zapatos negros eran enormes como también eran enormes los hoyos en la planta, no usaba calcetines, invierno y verano era la misma ropa. Como mucho, se ponía una bufanda en los días más helados y siempre estaba dispuesto para las almas que lo necesitaran. En este barriovivía, gente apatronada como mi padre, ferianos, trabajadores de la construcción, muchos borrachos, delincuentes, cartoneros, vagabundos… Vivió en esta población Víctor Jara, que recorría las calles con el Padre Hurtado, alegrándole la vida a esta gente humilde con su guitarreo. Cantando y peleando Con el tiempo se pavimentaron algunas calles, como Pingüinos, Fernando Yunque, Gandarillas. Los niños solían bañarse en el mes de julio, desnudos en grandes charcos que se hacía en la calle Pingüinos y los adolescentes se divertían desnudando a un pobre viejo que lo llamaban “el Pío Pío”.Por nuestra calle todos los días por la tarde pasaba una pareja de borrachitos cantando o peleando. A él lo llamaban “el Pecho de Palo” y a ella “la Conche´su. Ellos vivían en la calle Manuel Rodríguez, por ahí también vivía el “Pedro de las Burras”, ahijado del presidente Jorge Alessandri. Aunque no me gustaba el barrio, tuve mucha actividad social, haciendo catecismo, enseñando a leer a personas adultas, siendo parte de un Centro Comunitario o dirigiendo a las juventudes de un partido político. Después de mucho tiempo me fui. Cuando falleció mi padre –y por lo miedos de mi madre- la gran casa que construyó (de dos pisos, asísmica, anti incendio y con un techo piramidal) se vendió y nunca más regresé. Luisa Villalobos Muñoz / LULU (67 años)


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Calle Domingo Faustino Sarmiento Sabía que a las tres de la tarde debía estar en casa de mis recientes amigas, Paulina y Ana María, las mellizas Garay,lasmenores de ocho hermanos. La sesión de nuestro nuevo club empezaría a esa hora. Era un día esperado y la ansiedad se apoderaba de mí. A mis cortos ocho años solía apresurarme como si el tiempo también lo hiciese para adelantar dicho encuentro. Después del almuerzo era obligada la siesta. ¡Un martirio para mí! Sólo quería volar a casa de mis amigas.Debíamos llevar algún alimento como galletas o dulces que compartíamos alegremente.Solíamos crear actividades como contar cuentos y anécdotas que actuábamos, dibujar, cantar. A veces hacíamos rifas. Mi breve vida de hija única se había convulsionado con toda la novedad que significaba mi salida al mundo exterior. Antes sólo acosumbraba acompañar a mi madre a los lugares de siempre, donde sus amigos de toda la vida, los viejos tíos, sus primos, hermanos etc. ¡Pero lo nuevo era tan distinto! Conocí a mis amigas en el Colegio de la miss Gaby, ubicado en la calleIrarrázaval en Santiago, justo al frente demi calleDomingo Faustino Sarmiento.Yo vivíaen el Nº108 y ellas en el Nº 216, ubicadaentre Irarrazaval y Sucre en el barrio de Ñuñoa. La casa dePaulina y Any tenía el acceso principal por Miguel Claro y otra entrada casisecreta, por D.F. Sarmiento, que era por donde yo llegaba. Debía cruzarun pasaje largo de casas hastael final,topándome con una puerta gris, desteñida por el sol. Siempre estaba semi abierta, sin timbre ni nada que avisara mi llegada. Se empujaba forzando un poco, logrando ingresar al patio trasero…A ahíotro escenario, otro mundotan distinto al mío. El tiempo pasó volando… Me encantaba llegar allí, corría como desforada desde que salía de mi casa hasta cruzar aquella puerta. Al ingresar, caminaba unos cuantos pasos para entrar por la cocina.Tímidamente me asomaba para preguntar por mis amigas, que muchas vecesya estaban jugando en el patio. Armábamos casas con palos de escobas y chalonescomo techo, que podían cubrir nuestros pequeños y frágiles cuerpos. En verano nos manguareábamosen esas horas de gran calor…Así eltiempo transcurría tan rápidoen casa de mis amigas, por lo entretenido de los juegos comopor el movimiento constante que yo observaba como espectadora silenciosa de un entrar y salirde gentes que al principio me confundía. Entre los papás de mis amigas, hermanos mayores, amigos, novios de las hermanas grandes y otras parentelas. En mi hogar éramos tres. Poca bulla, salvo la mía y la radio encendida casi todo el día. Los domingos a veces íbamos a la matinal de las 11. Al teatro California, hoy Teatro Municipal de Ñuñoa. ¡Que afortunada soy! Todo ha cambiado. Nosotras también. Me pregunto si seremos conscientes de lo felices que éramos.Hace un par de años fui a recorrer nuestra calle Domingo F. Sarmiento, en donde salí por primera vezal mundo.Un logro personal, sin la ayuda ni protección materna. Sus plátanos orientales estaban casi intactos. Muchas de sus grandes y hermosas casas las han convertido en departamentos o condominios modernos, despojados de toda humanidad. Las que lograron mantenerse en pie se ven abandonadas en su mayoría, averiadas por el tiempo… El pasaje que cruzaba para llegar donde mis amigas aún existe, bien cerrado ahora. Me costó, pero pude con dificultad mirar hacia el fondo si aún estaba la puerta por donde ingresaba al mundo de los juegos y a la fantasía: no, no estaba, un muro la reemplaza. La casa de los Murphy, amigos entrañables, estaba abandonada. Encontré los espacios más pequeños. Recordé y pude visualizar algunos días de verano cuando nos juntábamos un grupo grande de niños y niñas de toda la cuadra para hacer carreras en bicicleta. Eran tiempos más libres. Que alegre nostalgia de vívidosrecuerdos, sentir que son tan nuestros, tan míos, compartiendo una niñez inolvidable. ¡Qué afortunada soy! Conocí el valor de la amistad. Allí crecí y desperté para entender cuán bello y temible puede ser el mundo entre mis 8 y 10 años. Experimenté también por primera vez la discriminación, el amor, la libertad de poder expresarme. Han transcurrido 56 años… ¡Oh, tengo una llamada perdida! ¡Es de mi amiga, Anita Garay! María Mercedes Sandoval Vergara (63 años)


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Memorias de un barrio emblemático de Chillán ¿Existen los barrios hoy en día en estado químicamente puro? Me inclino a creer que un barrio tradicional y la vida de barrio pertenecen a otra época y en los últimos años han estado agonizando notoriamente. Incluso hay hasta un travestismo en la denominación de ellos, así podemos encontrar: villas, poblaciones, parques residenciales, parques habitacionales, conjuntos habitacionales, condominios, loteos, comunidades de edificios, etc. ¿En Chillán, habrá alguien que actualmente haya escuchado hablar de “Barrio Estación“, “Barrio Cementerio“ o “Barrio Regimiento“? A lo sumo y escasamente, he oído a veces decir “Barrio Céntrico“, para referirse al casco histórico de la capital regional, el cual pareciera que tampoco califica como un típico barrio. ¿Cuánta gente vive en las manzanas cercanas al mercado? ¿Se juegan pichangas en el Paseo Arauco? ¿Se visitan los vecinos de la plaza San Francisco? En el papel sí podría figurar como tal, pero en la actualidad es como un cuerpo momificado: tuvo vida, se desarrolló y creció, pero enfermó y nunca recuperó su condición original. Está en un estado de cierta preservación, como legado para las nuevas generaciones, algo así como una combinación de maqueta a escala natural y museo de cera a la vez. Ahí está el tradicional distrito más moderno, con centros comerciales, paseos peatonales, bancos, farmacias, cafeterías, negocios varios, etc. Sí claro, con gran cantidad de gente circulando, inmersa en compras, trámites y quehaceres, pero son personas con las que probablemente no me encuentre nunca más y con las cuales apenas podría haber un saludo y quizás una conversación. Pocos de quienes deambulan o están establecidas en el sector se conocen, hay desconfianzas y claramente, no hay comunidad, ni redes, ni es posible distinguir un verdadero tramado social. El túnel del tiempo Retrocedo un par de décadas. Michel J. Fox, se sube al De Lorean y llega directo a Avenida Argentina con Avenida Libertad y a la Calle Francisco Ramírez. Indelebles nombres marcados en los recovecos de mi memoria. Allí viví por dos décadas. Allí pasó la niñez y adolescencia, hasta que asomó el adulto joven. En esas coordenadas se encontraba mi casa, frente al gran referente del barrio, el Hospital Herminda Martín. El antiguo edificio de cuatro pisos, de color celeste aguado y descascarado, siempre presente como verdadera montaña, inmutable y estático todos esos años. Por esta razón, esa esquina fue y aún sigue siendo un punto neurálgico de la ciudad, con gran ajetreo de personas, y un intenso movimiento de vehículos (mucho más escaso en esos años). Tan inferior era el tráfico en ese tiempo, que mi papá tenía un lanchón, el Acadian Beaumont, amarillo crema, modelo 1970, que quedaba estacionado en plena calle. En el día y en las noches debía ser aparcado bajo la frondosa protección de una catalpa, la cual compartía dominio territorial con una titubeante luminaria. La casa tenía una entrada para vehículos, pero las dimensiones de la nave no permitían su recalada en los escasos cuatro metros del estacionamiento. Aún recuerdo el frío de las mañanas invernales, los vidrios del parabrisas y las puertas tapizadas de blanco con la gruesa escarcha y la operación deshielo. Mi mamá nos decía a mi hermano y a mí, cuando tomábamos la cremosa y concentrada leche de vaca: “Parece que anoche cayó la tremenda helada. Así que dejen agua caliente en la tetera, mézclenla con agua de la llave y échensela al auto, mientras ya salgo a hacerlo partir. “ Avenida Argentina 538 Así comenzaba el día en Avenida Argentina 538. Al lado sur de nuestra casa se encontraba una modista y su manufactura artesanal instalada en una dependencia interior. Vivía con su hermana, eran las “doncellas “ Espinoza, algo así como Selma y Patty ( de Los Simpson) chillanenses. En muy pocas oportunidades fui para allá; recuerdo que algunas veces se caía una pelota y había que ir a buscarla. Claro que ellas, o padecían de problemas oftalmológicos o bien tenían una escasa capacidad auditiva, porque tocábamos el timbre de la puerta de calle con gran decisión, se escuchaba el ring perfectamente, y no salía nadie. Así es que hasta nuevo aviso, suspendida por razones de fuerza mayor, la tarde de práctica deportiva. Con quienes sí tuvimos una relación importante, fue con las también señoritas de la familia Cabezas. Eran las vecinas de la esquina. Su casa era la única de dos pisos de toda la cuadra. Ellas eran cinco hermanas de diversas edades y adictas al celibato. La ligazón se dio, porque al poco tiempo que nosotros llegáramos, ellas recibieron a una sobrina con su hija, la cual fue compañera de curso de mi hermana. De este modo, jugábamos en el patio de este lado o del otro lado, veíamos televisión allá o acá, celebraciones varias, y de vez en cuando mateadas con las damiselas. Pero quien realmente tenía velas en ese entierro, era mi hermano chico; perseverante el nene en sus exámenes del vecindario y al final parece que el cántaro en algún momento se rompió. No pecaré de envidia, lo cierto es que no lo puedo confirmar ni desmentir, ya que conmigo Pablito nunca se explayó en el tema. Emporio Geno Los vecinos a quienes nunca se les presentaron cartas credenciales fueron los de la casa subsiguiente (hacia el sur). En primer lugar, era una casa “blindada”, con una reja en el ante jardín absolutamente tapiada con planchas metálicas negras y de altura considerable. También eran gente de avanzada edad que tenían una única y diamantada hija, mucho mayor que yo, un púber de 15 y una madurita de 25, cero posibilidad. Además, ya había presencia policial y de alto rango; con el correr del tiempo se supo que el galán que llegaba casi todas las tardes en un sedán blanco del año, era ni más ni menos que un alto representante de un gigantesco y célebre supermercado de esos años. Genoveva Riveros Galaz, gran personaje, de considerable voluminosidad y potente personalidad. Esta señora era la propietaria del conocido “Emporio Geno“, ubicado en Francisco Ramírez, enfrentando la Asistencia Pública. Verdadero hipermercado del sector: rotisería, almacén, botillería, librería, todo ahí y atendido por sus propios dueños. Entrar, y la señora Geno sentada al lado de una mesa redonda, hacia atrás del mesón principal; lo usual era que estuviera fumando o tomando mate y comiendo (dependiendo de la hora, era el menú). Su corpulencia le restaba movilidad, así que no era extraño que cuando uno iba a comprar, tenía que auto-atenderse, recorrer estantes y vitrinas en busca de los artículos de la lista, para luego colocar todo lo elegido encima del mesón, de modo que ella pudiera ver, revisar, sacar cuentas y extender la boleta; recién en ese momento se podía abrir una puertecilla tipo vaivén (de igual altura del mesón) para avanzar hacia el lugar donde se encontraba ella y pagar. Cicles Rosales Y sí de dos ruedas se trataba, allí estaba el imprescindible taller de bicicletas “Cicles Rosales“. Qué manera de haber máquinas estacionadas en la vereda, esperando de ser retiradas por sus dueños. Principalmente se ubicaban en fila, afirmadas unas a lado de otras, entre la vereda y la calle; estas bicis aparentemente ya estaban listas, porque a veces uno iba y se sentaba en el sillón esperando que lo atendieran y así aprovechaba de probar diferentes modelos: pisteras, minis CIC, Bianchis,


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triciclos o las primeras Mountain Bike que empezaban a aparecer. “Jovencito, si quiere ponerle aire a los neumáticos son 20 pesos por los dos. Entre, saque el bombín y usted mismo le echa. Después me lo devuelve y lo deja acá adentro“. Esto era vital, la presión de aire en los neumáticos, ahí dale que dale con el bombín de pie, empujando el émbolo una, otra y cincuenta veces más, hasta alcanzar la justa dureza; apretar con el dedo, qué mejor manómetro. Check out para recorrer el parque del bandejón de la Av. Argentina, de punta a punta. Se caracterizaba por tener senderos sinuosos entre bancos, árboles, jardineras, prados, adoquines y montículos de gravilla fina. Estos últimos eran mis preferidos para pasar a máxima potencia y dar unos saltos que, en algunos intentos, resultaron con aterrizaje forzoso. Ante esa desgracia, había que regresar pronto a la casa, entrar a hurtadillas, dejar rápidamente el vehículo en el patio y pasar directo al baño a lamerse las heridas; no vaya a ser cosa que me topé con mi mamá, ahí sí que se venía lo bueno y peor si había salido con pasaporte sin timbrar. Un “apostadero naval” En el lado opuesto del bandejón de la avenida se hallaba el paradero de taxis y su respectivo refugio para choferes. Lo particular de esa dependencia, era que estaba absolutamente circundada por ventanales, una verdadera pecera en plena vía pública. Contaba con tecnología de punta para la época, televisor en colores y un teléfono de línea fija. Este último y cuando no había ningún taxi apostado (porque claro, no había quien contestara), sonaba potente con el típico ring-ring una y otra vez, tanto así que era frecuente que se escuchara desde casi cualquier parte de mi casa. El lugar se me asemejaba a un apostadero naval, con cruceros, acorazados y fragatas allí detenidas, esperando un próximo aviso de zarpe. Es que los autos de típico de color negro, techo amarillo y numeración vistosa en las puertas delanteras, de verdad parecían verdaderos navíos, en especial los formidables Chevrolet Byscaine y Chevy Nova o los tradicionales Ford Falcón; también estaban presentes otros de menor envergadura, como los estilizados Peugeot 404, o los conocidos Chevrolet Opala. Cuando ya pasaba de los 15 y me acercaba a los 18 -edad para obtener licencia de conducir- era usual que a uno le interesaran los autos e intentaba adentrarme en el tema. En algunas ocasiones quise actuar con un papel bien audaz y le pedí a algún taxi driver amigable, que me dejara sentarme al volante. Satisfacción y logro absolutos. “Heil Hitler” Inexistente oficio hoy en día, el de reparador de somieres. “Se reparan y estiran somieres”. Así rezaba el letrero de latón escamoso en la entrada del taller del señor Vogel, que quedaba cerca de la esquina de calle Constitución. Élera un viejito de entre 60 a 65 años de edad, fisonomía carmesí, ojos de tinte cósmico, cabellera cana y escasa. Cuando se pasaba por afuera del taller, casi siempre se le escuchaba conversar con energía y entusiasmo, rodeado de clientes y de quienes lo visitaban solo por escuchar sus historias bélicas. A alguien del barrio le escuché en una oportunidad, que don Herman -ese era su nombre y ya se adivina que tenía origen alemán- había sido partícipe de la II Guerra Mundial. Y este dato me hacía sentido cuando en una noche cualquiera pasaba Herman Vogel por afuera de mi casa, sentado en un triciclo y en un festivo estado etílico. Lo llevaban de regreso a su casa, entonado alabanzas al Führer: “Heil Hitler... Deutschland, Deutschland...”, fue lo único que logré descifrar en cierta oportunidad, porque claro seguían los versos, pero mis dotes de políglota en esa época -y ahora también- no me daban para más. Testigo de la historia Y no solo de lugares, casas, negocios o residentes se trata la vida de un barrio, también de acontecimientos. En este caso, pareciera ser que durante el tiempo que viví en el Barrio Hospital fuimos testigos privilegiados de algunos sucesos de trascendencia local y nacional. Si intervinieron los dioses del Olimpo o una alineación planetaria, ahí estuve. Humos al norte. Escucho a lo lejos el ulular de vehículos policiales y logro apreciar el resplandor de las balizas. Vienen de norte a sur, por la calzada poniente a cierta velocidad. La gente se acerca al borde de las soleras y Carabineros advierte que no bajen a la calle, porque a solo minutos viene el Mercedes celeste plomizo, blindado, con ventanas eclipsadas y emblemas patrios en los costados del parachoques delantero. Lo antecede un grupo de motoristas oficiales, que guía a la caravana hacia el centro de la ciudad. Eran los años en que muchas veces el Capitán General presidía la conmemoración del natalicio del Padre de la Patria en Chillán Viejo. Entonces casi invariablemente el trayecto incluía el desplazamiento por la avenida. Para ser ecuánime, debo decir que en los primeros años de visita presidencial(entre mediados de los ´70 y principios de los´80), la presencia del publico era notoria. Por ambos lados de la calle había considerable concurrencia, cabros chicos encaramados en árboles, grupos con lienzos en apoyo, señoras vociferando, otros ovacionando en los sectores acordonados. Con el tiempo esta performance no siguió igual, bajó el rating, disminuyó el entusiasmo, vaya a saber uno los porqué. Lo que sí tengo claro es que fui testigo de la historia. Se acabó el “Consomé” 10 de septiembre de 1978. La tarde anterior muchas personas comenzaron a llegar a las cercanías del Hospital, entre los conocidos del barrio se rumorea de algo grave, pero nadie sabía exactamente de qué se trata. Con el pasar de las horas se despeja la duda (yo, ignorante del área futbolística, no tenía la más mínima idea). Nelson Oyarzún, entrenador de Ñublense, que se encontraba hospitalizado desde hace algunos días, en esas horas se había agravado y a no ser que ocurriera algo sobrenatural, se esperaba una consecuencia fatídica. Durante la mañana siguiente, su deceso quedó en evidencia: carroza fúnebre, presencia de autoridades, hinchas y simpatizantes del equipo rojo con manifiesta congoja y personas comunes y corrientes venidas de diversos puntos de la ciudad se expresaban ante la mala noticia. Fatal primavera, se acabó el “Consomé“para los ñublensinos y pronto caducaría la categoría para los Diablos Rojos. Visita ilustre También el arte. Recuerdo muy bien una fría mañana de invierno del 84, yo estaba en clases en el colegio y el significativo episodio había que presenciarlo en vivo y en directo. De este modo, se interrumpió la cátedra a media jornada con tal de facilitar una expedita comparecencia en el escenario a cielo abierto. Desde hace días se anunciaba la ilustre visita al terruño originario del maestro Claudio Arrau León. Confiando en la fidelidad de mi memoria, podría asegurar que recibió un homenaje en la Escuela de Agronomía y de ahí se trasladó a la Casa del Deporte (auténticas claves ochenteras de Chillán), entonces en ese intertanto había que tomar posesión de algún lugar del itinerario. Se comenzó a murmurar que el recorrido sería por Avda. Argentina para doblar en calle Constitución. Así que los astros estaban jugando a mi favor y con diligencia me fui arrimando a la avenida y ya poco antes de llegar a mi casa veo que empieza la aglomeración de la fanaticada. Aplausos, vítores, pañuelos blancos, banderas chilenas, carteles. Afecto y emoción para el virtuoso; llegaba Claudio Arrau después de casi dos décadas de no visitar el país y de otras tantas de ausencia de su Chillán natal. Hoy regreso al tradicional distrito y me pregunto dónde se fueron los Mampatos y Barrabases que miraba y a veces compraba en el oxidado kiosko de Don Pedro. Sin duda, se perdieron en el torbellino de la vida actual, se esfumaron al igual que la comunidad del barrio de antaño. Ya no es posible distinguir el tramado social ni los lazos de esa época; no molestaremos a los de la carnicería Los Gordos para que nos reserven dos kilos de Cazuela de Cola de Vacuno para el viernes en la mañana y nunca más podré recurrir al Tío Pepe para que me haga curaciones cuando me caiga al encaramarme a una pandereta. Marcelo Moraga A. (51 años)


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Barrio Seco

Creo que mi barrio nunca existió. Vivía en un pueblo tan pequeño, que el pueblo en si era el barrio, tan pequeño que todos se conocían. Para llegar a cualquier lugar no te demorabas más de 10 minutos. Los años que viví ahí, las calles eran de tierra y ahora no ha cambiado para nada. Recuerdo que la casa en la que vivía tenía ventanas muy grandes, las cuales dejaban ver a la gente pasar. Creo que uno veía a todo el pueblo pasar y sabíamos los movimientos de todos, típico de pueblo chico. El pueblo que yo recuerdo tenía muchas particularidades. Para partir, se llama Pueblo Seco y de seco nada, nunca ha tenido una sequía y se ubica en medio de la Región de Ñuble. Incluso, en el año 2003 salió vino de las cañerías de muchas casas. Además, es paradójico el nombre de las calles del pueblo, ya que todas tienen nombre de árboles o flores, tales como Los Alerces o Las Violetas; creo que hay solo una calle que tiene nombre de persona, de una señora, la única que todos conocen, la señora Lucha, punto cardinal para cada uno de los habitantes: “de la señora Lucha hacia abajo”, “de la señora Lucha hacia arriba”, “frente a la señora Lucha están los bomberos” (también el agua potable, la Iglesia y la Junta de Vecinos). Cuando uno viaja en bus desde la ciudad (Chillán) al pueblo, es típico que diga “me bajo donde la señora Lucha” y hablando de eso solo hay unos cuantos paraderos de buses: primero está La Quinta, que nunca supe porque se llamaba así. Después, a menos de una cuadra, está La Iglesia, enseguida La ex Shell, y la siguiente cuadra seria el paradero de La bomba de bencina, y la otra es la mítica Señora Lucha y al final, Las Quilas. La señora o doña Lucha es el centro del pueblo y desde años inmemorables una cantina o restorán, visita obligada de las personas que están en el vicio. El origen es que a la dueña de la cantina le decían Lucha, ya hace muchos años falleció, pero su nombre trascendió en el tiempo, en la memoria de todos los habitantes. En plena sequía: personajes como flores silvestres Cuando era pequeño había un personaje que todos conocían, él estaba en la mayor parte de bautizos, primeras comuniones, casamientos y festividades. Era don Chafa, el fotógrafo de aquel entonces. Antes que todos tuvieran celulares y cámaras,él estaba presente y dispuesto para sacar fotos y dejar retratado en papel el paso del tiempo. Muchos personajes me rodearon a mí y a muchas generaciones, como aquel auxiliar de aseo, un tanto solitario, muy buena persona, que vivía al lado del Colegio: el Tío Paulino. O esa directora que de rubia no tenía nada, pero sus apellidos eran Rubio Rubio, usaba una chaqueta casi cayéndose de los hombros; para todos era un misterio como la mantenía allí. También se cuentan miles de historias de todo tipo, delictuales y de hazañas realizadas, especulaciones que llegaron a ser verdad. Por muchos años, para gran parte de los niños, fue muy difícil o quizás muy recordado irse a cortar el pelo. Había dos señoras que lo hacían; una, que quedaba lejos de mi casa, pocas veces fui, pero hablaba mucho y hace unos años fue concejala. La otra señora es la más conocida, contaba mil historias y con una cantidad de groserías descomunales, nunca fue mala persona, solo era chistosa su forma de hablar: cada cinco segundos una grosería y el corte de pelo quedaba decente. Desde que me fui de ahí no ha cambiado en nada, solo hay más casas y así también las calles mucho más polvorientas. Este era el barrio donde crecí, que le hacía honor a su nombre: seco en cultura, una sequía monumental en literatura, un desabastecimiento musical gigante. Quizás era o es el pensamiento colectivo de la gente, ese pensamiento de monocultivo, que nadie se quiere ir de ahí, sabiendo que no florecerá en un lugar seco, dándose cuenta que no surgirá la imaginación en esa sequía. José Astroza


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El Barrio Barros Arana Cuando me transporto al barrio de mi niñez recuerdo días de verano en que el tiempo transcurría lento. El sol recorría a un ritmo que daba la sensación de que esos días no tenían fin, lo que permitía un considerable volumen de actividades que tienen un lugar en mi nostalgia: días de jugar con mi hermana y mis primos a la tiña, la escondida y al paquito-ladrón. Siento la tierra, el polvo y el barro, mientras la luz del sol se filtra entre el verdor de los árboles de la antigua propiedad familiar. El tiempo de albaricoques, las ciruelas, caquis y nísperos. Subirme al ciruelo de mi casa e imaginar que era un barco o jugar a recolectar semillas de malva para sembrarlas y esperar que apareciesen nuevas. Recuerdo mis pasos para salir a la esquina sur de mi cuadra a comprar al negocio de la señora Aída. Tenía la intención de transformar una gran moneda de diez pesos en diez caramelos. Contemplar esa enorme casona de esquina que alguna vez sirvió de refugio de las carretas que llegaban desde el sur de la región y desde la cordillera. Tener conmigo esos diez caramelos para luego salir, escuchar el canal que franqueaba el paso hacia Alonso de Ercilla y que me separaba de la Capilla San Ramón Nonato y de la subcomisaria Huambalí. Escuchar el agua, ver cómo fluía y regresar a casa. Nos juntábamos con los demás niños de la cuadra y si queríamos jugar a la pelota teníamos dos opciones: las canchas de la capilla y de la subcomisaria. Debíamos pedir permiso para usarlas, pero si nos decían que no, al menos teníamos la opción de saltar la pandereta de aquella que tenía la iglesia y acceder. O saltar otra pandereta más del lugar y jugar entre los aromos que estaban en el patio del Consultorio, el fin de semana. Fluir Las noches de mi barrio ebullían con más de veinte niños y niñas jugando, hasta que era muy tarde y era hora de dormir. Eran acontecimientos especiales aquellas noches en que nos juntábamos en una misma vereda, quiénes muchas veces por tener una calle que nos dividía, lo hacíamos cada grupo comúnmente por su lado. Fueron años que fluyeron… Sin embargo todo ciclo tiene cambios. El fluir de la edad, los estudios, los viajes y las mudanzas nos fragmentaron para finalmente separarnos. Nuestro barrio también fue cambiando junto a su propio envejecimiento, siendo devorado por la hiperactividad del centro de la ciudad del que hoy forma parte. Es el simbolismo por acumulación de propiedades vendidas, el alzamiento de nuevos negocios y su vocación hoy comercial: el reflejo de nuestro propio sinsentido al que nos sometemos al malinterpretar madurez como una necesaria pérdida del sentido de maravilla. En la actualidad ese barrio de Barros Arana, al que pertenecí, guarda silencio. Y es el roncar del parque automotriz que lo interpela constantemente y lo ahoga, el que no le permite un momento para meditar. Wilbert Gallegos (36 años)

Cuando yo me muera, ¿qué mundo se va a morir conmigo? Si respondo bien a esa pregunta, justamente ese mundo no se va a ir a la tumba; es precisamente el mundo que salvas. Lo redimimos escribiéndolo.” ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch


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Un día de infancia, juegos y olores de antaño Nuestro interior está hecho de partículas insignificantes. Nuestra alma se conforma de hilitos de recuerdos. Uno de esos hilos finos pero poderosos es aquel vinculado a los sentidos primarios. Los días de la infancia, junto a sus colores y sensaciones, poseen olores particulares. Ubicarlos, haría aparecer ante nosotros de nuevo cierta magia. Y con la magia también recordamos los juegos de la infancia. No hay cosa más seria que el juego de un niño. No hay mundos más importantes –mundos en donde desaparecen el espacio y el tiempo- que esos castillos de arena que se vuelven de piedra indestructible en el corazón de nuestras infancias. Recordar esos juegos, hoy es tan vital como que el mundo digital amenaza matar la vida de los niños.

El miedo de perder a mamá Creo que tenía siete años. Vivía sola con mi madre, ahora me doy cuenta, como dice Martí “... de mis soledades vengo a mis soledades voy”. Ella, mi madre, trabajaba todo el día. Desde el desayuno hasta las 7 de la tarde, por lo que cuando yo regresaba de la escuelita, no había nadie en casa. Ella cosía muy bien en casas particulares. Era modista de categoría, porque la buscaban las señoras de muy buena posición social de Concepción, quienes traían los géneros y los modelos en revistas desde Europa o Estados Unidos. Lograba replicar los modelos muy bien, a pesar de que en oportunidades los cuerpos de las clientas no eran los más indicados para el modelo elegido. Lo importante era que cosía muy bien. Ese día especial esperé a mamá donde unos vecinos, jugando en su patio. Los papás eran amigos de mamá. Normalmente mamá llegaba al obscurecer, pero ese día los niños se entraron a casa y yo quedé sola en el patio, arrinconadita a la muralla de la casa. Ahora recuerdo que el papá de esos amiguitos estaba inválido en cama, y cuando yo entraba, él me pedía que me acercara a saludarlo, entonces él trataba de tocarme. Por eso ahora me doy cuenta del por qué yo evitaba estar dentro de esa casa. A pesar de que me gustaba mucho jugar con esos niños. Oscureció y la mamá no llegaba. No quería llorar, pero mi pena hizo que se inflamara mi garganta. Han pasado 67 años, y aún al recordar esa tarde, parece que mi garganta de nuevo se inflamara. Por supuesto, cuando llegó mamá me reprendió por haberme quedado sola afuera. Según ella, me había avisado que llegaría más tarde. Eso yo no lo recordé. Me costó una amigdalitis el miedo de perder a mamá, que era todo lo que tenía. Yolanda Camila Carvallo Maldonado (74 años), Bulnes

Cuando se es arte Un evento llama a la puerta. Mis padres se entusiasman y se preparan para el disfrute de la orquesta. Yo voy de contrabando, una niña sin aprecio por la música ni mucho menos una sinfónica. La casa del deporte repleta hasta el techo, a codazos nos abrimos paso para llegar a nuestros asientos. La luz se va, los músicos dejan de mover inquietos dedos y el director de orquesta hace su aparición. El silencio reina sobre la tenue luz que ilumina el lugar. De pronto, y con un solo movimiento cada músico se hizo dueño de sus acordes, un palpitar de cuerdas y compases que encadenaron a cada espectador. El director de orquesta se hizo notar. Sus movimientos bruscos y suaves, rápidos y pesados, todo al mismo tiempo. Por una hora él fue música, enseñándome lo que es transformarse en arte. El artista y la persona se unifican. La electricidad recorre tu cuerpo y encuentras para lo que fuiste hecho. Bárbara González Mora (22 años)


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Mini biografía olorosa En mi caso, todo aroma que conoces tú, sí, adivinas, lo he conocido también. Sin embargo, recuerdo aquel invierno del ´95. El principio de días en los que, por una infección, todo cuánto podía oler carecía de su verdadero olor. Recuerdo las recetas caseras, tomar aguas de hierba, el cucurucho de papel en mi oído para que el calor hiciese algo porque mis oídos también estaban sensiblemente afectados. Y aún con eso, yo no podía oler. O tal vez sí y era la infección la que me secuestraba. Una buena terapia médica y reposo me repusieron en los días previos a entrar a clases. Volví a sentir que mi olfato era secuestrado el segundo semestre del año 2010, momento en que un regreso de mi práctica laboral me trajo en bus hasta Chillán. El calor, la aglomeración de pasajeros y la despreocupación por el aseo de algunos de ellos, confluyeron a que mi olfato me dijese: adiós, hasta pronto, amigo. La vi saltar del bus tras compadecerse de la gente que lamentablemente también había perdido su olfato, al menos, temporalmente. Fue el momento en que conocí por primera vez el significado de la expresión: “olor a rodilla”. Lo anterior me hizo valorar el olfato, saber que está ahí, que me acompaña y también, que debo atenderlo; si lo quieren secuestrar, ahí tengo mi extintor llamado “perfume” a un toque de gong, al lugar al que vaya, día a día.

Desgranar buenas palabras sincerándose con uno, es despejar obscuridades sobre una papel: ellas van abriendo sendas hacia nuestro propio misterio”. ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch

Wilbert Gallegos (36 años)

Mis olores de la infancia Mi casa era de barro, con paredes gruesas de 80 centímetros. Techado de teja y de un solo piso. Estaba dividida en dos partes: una delantera que daba a la calle, con un patio mediano empedrado, una lavandería de cemento, con dos piedras a los costados unidas por un estanque, en que se acumulaba agua para lavar ropa o bañarse. Rodeado de piezas, entre ellas había una panadería, un horno de barro y ladrillo, tan antigua como la casa, del que salía un olorcito rico a pan recién horneado, en la mañana y en la tarde. En esta trabajó mi abuelo, después mi padre y al final fue arrendada. Al costado derecho del patio había un corredor largo, a mano derecha el baño de los inquilinos, piso de madera, una barbacana de un metro hecha de cemento y ladrillo, que separaba éste de un patio muy amplio de tierra, con un espacio de hierba. Dos hermosos árboles de Capulí, poco carnoso pero con un muy dulce fruto negro, fueron los columpios naturales en la infancia. En la parte trasera del patio, unas piedras de lavar, conectadas por un estanque gigante que usaban quienes vivían en este lado. Era la casa familiar, pero se arrendaban piezas a particulares. Nosotros vivíamos en la parte delantera. Teníamos un negocio de víveres. Mi casa era el centro de convocatoria de toda la familia; se festejaban cumpleaños, matrimonio, se cantaba, tocaba guitarra y se bailaba mucho. Recuerdo un día que no sé si fue viernes o sábado, como a las tres de la tarde volvía de jugar, cansada, sucia de tierra el vestido, las mejillas coloradas, con mucha sed y hambre. Mientras me acercaba, un olor entró profundo por mis sentidos, un aroma a masa de maíz dulce, envuelta en hojas de achira, cocinándose al vapor en una paila grande de cobre: ¡Mmmh, tamales! Y en otra paila, el perfume del choclo tierno molido envuelto en sus propias hojas. La hoja de choclo, que desprendía al ambiente un delicioso aroma a humita, tiraba de mí como un hilo invisible, acercándome a ellas, haciendo que mis papilas salivaran y mi estómago rechinara como un mueble viejo al que hay que aceitar. Apenas asomé la cabeza, y ya me disponía a tomar una, a sabiendas que me quemaría, estaba tentadora, ofreciéndose generosa, sabrosa, olorosa para calmar mi hambre. Repentinamente, un grito disonante llegó a mis oídos: “¡No…anda a lavarte las manos Carmela! Pero que cochina estás. ¿Te bañaste en tierra?” Yo no me di cuenta que la familia en plena estaba poniendo la mesa grande para compartir estos manjares deliciosos. Ho, para vivir este recuerdo, cierro los ojos y recreo sus aromas en mi memoria. Vuelvo a mi casa, a mi madre, a mi padre, a mis raíces y siento una profunda emoción. Me conecto, buscando los elementos materiales para objetivar esos dulces olores que me traen a mis juegos y travesuras de mi niñez. Y se convierten en alegría, reflexiones y desafíos. Carmen Serrano /Maiza


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Mi viejo olmo Tengo la sensación de que en mi infancia habían pocas cosas típicas, sin querer decir que sienta que haya sido más espectacular que la de otros niños. Hoy, las situaciones me parecen un poco inusuales, más quizá, y muy diferentes a las pandillas de niños ochenteros como los de la Serie “StrangerThings” o a la vida de los niños y jóvenes actuales.Pero incluso, con respecto a mis congéneres, al parecer fui una especie de marciano adoptado que nunca encajé bien en Chimbarongo, el pueblo donde residía. No recuerdo la escuela con tanto cariño. Más bien sufrí muchas veces, a costa de burlas de compañeros que quizá no se percataron del peso de sus palabras o de sus maltratos. Sin embargo, en la escuela aprendí muchas cosas que, increíblemente, todavía recuerdo. Cada marzo esperaba volver a tener clases con algo de impaciencia. Me enamoré de las palabras en primera instancia, de leer y entender un idioma extranjero y el propio, de manera sobrentendida. También disfrutaba trazar las curvas que se convertían en letras en un cuaderno de caligrafía. Pero el trayecto a la escuela o a comprar algo para la once, o qué sé yo, no era inocuo, mi corazón parecía descontrolado a punto de explotar cuando tenía que pasar por frente de las personas o saludar a algún vecino. Recorrer el mundo entero En el gran patio de la casa de mis padres, era otra la sensación, fue mi mundo privado. Pasé muchos veranos inventando juegos en solitario o también losque organizábamos junto con mis hermanos. ¡Claro!, ahora que lo pienso, muchos se me ocurrían a mí. Jugábamos con mis hermanos diseñando una historia completa para nuestra entretención. Un verano jugamos a la escuela, y les enseñé alguna cosa que ya no recuerdo. Al parecer, ya sabía que quería ejercer la docencia, porque ahora reflexiono sobre estos recuerdos y me parece tan obvio. Me acuerdo que me gustaba mucho la Geografía y revisar los mapas, de eso les debo haber hablado. Recorría el mundo entero y los países más extraños con el regalo de mi madre, un atlas del Editorial Zig-Zag. Y, sin duda, disfruté mucho de aprender las capitales de todos los países, cuando aún existía la Unión Soviética y Yugoslavia ¡Cómo disfruté de esos cambios en las fronteras! Quería saber más de Macedonia, Estonia y Ucrania, por nombrar a algunos nuevos países cuando aparecieron en los mapas. Leía mucho de animales y de los dioses griegos, en los Icarito, esos suplementos que venían con el diario La Tercera y que me traía semanalmente mi padre. También aprendí con la tremenda enciclopedia Monitor que editó Salvat y que mi madre coleccionó en fascículos antes de que tuviera conciencia. Otra vez, en el patio construimos una casa, bastante precaria, por cierto, con desechos y materiales que encontramos en la propiedad. Tal vez,habían muebles de mi madre o de mi abuela, pero de lo que sí estoy seguro,fue de haber usado una alfombra no tan vieja en el piso. ¡Vaya!, si mis padres no eran personas ricas. Ahí nos pasamos encuevados semanas con Lisset y Alexis, pues mis otros dos hermanos aún no estaban “en proyecto”, como decía mi madre. De soledades y animales No obstante, de agradecer haber tenido en mi infancia hermanos, mis espacios de soledad también eran muy nutritivos y los atesoro con un poco de nostalgia. Entre las actividades que más disfrutaba sin tanta compañía era compartir con animales. Hubo varios perros en la casa;de todos ellos nunca olvidaré a Nubarrón que tenía un pelaje manchado blanco y negro y que se perdió por meses para regresar más arisco y desconfiado, o a Scooby un perdiguero con orejas largas que desde cachorro era de lo más humilde y cariñoso. Pero lo que más me gustaba era criar aves de corral, tuve gallinas, patos, algunos gansos y una pava. Esperaba con ansiedad que pasaran los veintiún o treintaicinco días de incubación según el caso, para ver cómo entre el plumón tupido salían los polluelos nidífugos. Tengo muchas historias de la tenencia de estas aves que criábamos para comerlas y por sus huevos, pero que yo amaba como mascotas. Con frecuencia traspasaban los cierres mal terminados y,en algunas de esas ocasiones, se convertían en propiedad o cazuela de los vecinos. Ellos, de seguro, no sabrían que al niño y luego adolescente que fui,qué le significaba perdera un amigo emplumado, algo que me parecía fatal, así como cuando sacrificaban animales para el consumo familiar. Una vez tuvimos un cerdo que entendía a un nombre bastante original (“Porky”), el cual tenía la costumbre de entrar a mi dormitorio (y también de mis hermanos Alexis y Cris), que justo daba al patio y se metía entre la ropa de cama. Después que pasó por el hacha de don Punto, nadie tenía apetito para saborear su carne. Los suspiros malévolos de los álamos Inicialmente, el patio estaba dividido por un cerco y el terreno más distante de la casa lo llamábamos “el sitio”. En la parte anterior había un inmenso álamo plateado que todos los años en primavera bañaba de pelusas la casa y la calle. Alcanzó un tamaño gigantesco, así lo veía como niño, y sus raíces se asomaban hasta en la casa vecina. Por esta razón, en un momento, mis padres decidieron que había que cortarlo. Por semanas mi casa se convirtió en un aserradero para llevar a cabo tan grande resolución. También había un manzano verde y un níspero de frutos dulces y pequeños que disfruté hasta hace unos años. Habían de esos ciruelosque llaman “fruto de oro”, uno daba sombra donde mi madre tenía una artesa y había otro más al medio del patio. Estos ciruelos inundaban de carozos rojizos o violáceos y pepas el terreno que los circundaba, pero servían de postes para los cordeles donde mi madre tendía la ropa. Entre las plantas de menor envergadura, había un rosal blanco y uno rojo, también un boj que se veían antiguos con sus troncos leñosos y que los había sembrado mi bisabuela Genoveva que hacía mucho había fallecido. Antes de la separación hacia el sitio, había unos añosos álamos que con el viento en la noche me hacían imaginar suspiros malévolos, y a sus pies atravesaba una acequia que cruzaba toda la cuadra. Dentro de estepatio se encontraba una trama deotras acequias que recibían las aguas grises delos lavados y que llegaban a la acequia principal. A veces estos cursos satelitales olían de forma repugnante, pero me llamaba la atención las extrañas plantas que aparecían en sus orillas. También revoloteaban insectos peculiares, unas raras abejas que parecían detenerse en el aire y, de vez en cuando, también libélulas y mariposas de diferentes tamaños y colores.


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El Sitio Al otro lado estaba el sitio. Lo fui conociendo un poco más grandes, y tenía mucho interés en recorrerlo, porquesiempre me parecía que había algo misterioso. Mi padre más de alguna vez sembró en ese terreno unos tomates descomunales que cosechaba cuando era muy pequeño, a esos los llamaban tomates corazón de buey. Gracias a ellos tengo en mis recuerdos la delicia de comer tomate con queso fresco para la once todo el verano, entre los placeres gastronómicos de mi niñez. En realidad, ese sitio aparte de algunos manzanos y durazneros que daban frutos agusanados, por mucho tiempo fue una selva. Se pobló de malezas, ciruelos y varios olmos que crecieron solos por las raíces de un árbol antiguo que estaba en el cerco vivo que limitaba al oeste y que lo cubría zarzamora.Al final de este cerco, había un antiguo olivo cubierto de un moho negro en las hojas y ocasionalmente con aceitunas que nunca vi cosechar. El sitio también fue el cementerio de muchos de los animales de la casa y el basurero del vecino de la casa de atrás. Ya en mi pubertad, con mucho esfuerzo, me dedique a retirar cualquier resto de basura presente en el terreno y a trasplantar algunos de los árboles que se dieron solos en el sitio justo al lado del cierre de hormigón donde terminaba mi casa. Un día me di cuenta como la basura de vecino pendía de las ramas de una higuera y con furia la tomé y la arrojé de regreso. Creo que los vecinos entendieron el mensaje. Ya no era un niño Un verano, con mis hermanos construimos una improvisada casa del árbol sobre el viejo olmo. No era alto, sino grueso, torcido e inclinado y en la parte anterior tenía grietas y nudos que me permitían imaginar que se trataba de una mujer trasformada por algún hechizo a un tronco y a la cual, en ocasiones, abrazaba para sentir como estaba aún viva. Pusimos tablas sobre él y otros olmos más delgados y nos instalamos con varias chucherías para jugar a que teníamos una casa en el árbol. Así nos pasamos todo el verano, mis padres nos verían solo para comer.Siempre le guardé aprecio a esa vivienda inestable en la cual nos alojábamos en aquellos días de vacaciones. Con los años, el paisaje de mi gran patio fue cambiando, casi todos los árboles que recuerdo ya no están. Hubo trabajos de construcción y movimientos de tierras de excavaciones para los cimientos de la nueva casa de mi familia. Inevitablemente crecí, y me había convencido de que tenía que estudiar lejos de Chimbarongo. Cuando ya estaba terminando mi pregrado en la Universidad, se vendió el terreno de las vecinas y llegó una empresa de televisión porcable. La Compañía eliminó todo el cerco vivo y lo reemplazó con paneles de hormigón. Por un lado, agradecía la eliminación de los puntos de fuga de los animales que perdí, lo que tanta tristeza me provocó. Pero también vi al misterioso olivo que estaba al final del cerco vivo arrancado de cuajo, posiblemente para ser trasplantado, quizá, dónde. El viejo olmo tuvo un destino mucho peor, terminódestrozado como leña. Con ese acto, arrancaron y talaron mi infancia en un solo día. Ya no era un niño: lloré por dentro. Julio San Martín (43 años)


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Yo y mis olores de la infancia Eran mis primeros años, cuando mi vida empezaba a desarrollarse, cobijado en un escenario familiar armónico, en el campo de mi abuelo materno Nicolás Vega Sepúlveda. Por mis cortos y endebles pasos, sin tener mayores conocimientos ni responsabilidades y nada que hacer, para mí ese lugar y entorno, todo era pasividad. Pero más tarde, cuando sumados mis cumpleaños, gozando de la libertad para descubrir los secretos que escondía la madre naturaleza, y frente a ese mundo desconocido y con ansias de conocer, muchas veces me encontraba reptando sobre la tierra o el pasto, para descubrir las cosas ocultas del entorno; hábitat, que para mí iba agigantándose, en la medida en que mis ojos iban desvelando objetos, animales o situaciones. Apostado en el nivel más alto de admiración, podía contemplar la armonía con que se desarrollaba la vida de tantas criaturas menores como: hormigas y escarabajos, lagartijas y matuastos, culebras y sapos rulos, todos los cuales, en su medio, empeñados en sus particulares quehaceres. Así como también, al levantar la vista y prestar atención a seres más crecidos en tamaño, como las ovejas o vacas, que balaban y mugían para llamar a sus respectivas crías y ofrecerles las ubres repletas de alimento. O de improviso, sobresaltado, porque de entre el follaje, irrumpiendo en furiosos aplausos, las codornices aleteando huían de mi presencia, asustadas. Al anca del mulato En el campo, en la época previa a la siembra de trigo, era costumbre el desmoche de árboles, especialmente de robles o hualles (…). Las hojas verdes de los ramajes cortados, caían sobre la tierra recién barbechada, para después de un par de días cambiaban de color, transformándose a café claro. Las hojas secas, que, según la humedad del rocío de la mañana, despedían un aroma tan agradable a mi percepción, lo que me es difícil olvidar y describir. Todos los días, mi abuelo salía a recorrer los potreros para cerciorarse del estado de su ganado y el avance del requeme a efectuar. Eran los instantes en que yo aprovechaba la ocasión para salirle al paso y plantarme delante de su caballo “Camiñanche”. Mi abuelo, al adivinar mi intención, me invitaba cariñosamente: “ven para acá Catanajo” y agarrándome de un brazo me subía al anca de su mulato, para después, paso a paso de la bestia, recorrer el potrero, así como al soltarle las riendas comenzar a galopar sobre la tierra barbechada. Al acercarnos al ramaje de hojas moribundas o al pasar a llevarlas, al instante, éstas derramaban su olor que yo no puedo olvidar hasta hoy, pese a que no soy capaz de describir, por lo inefable del aroma. Emociones y reflexiones Quizás, si por el hecho de haber dado el primer vagido de mi vida en el campo, me es difícil olvidar los pasajes del ayer tan lejano, recordando una vida pastoril llena de encanto que nos ofrecía el medio rural; agreste quizás, pero muy culto en cuanto a vivencia familiar que lográbamos entre los que gozábamos del medioambiente y lo que éste nos regalaba, y nos sigue entregando, aún hoy. Cuando en estos últimos tiempos suelo salir al campo en la estación de las hojas huérfanas o en la época de siembra, me es imposible soslayar el aroma de las hojas secas de roble humedecidas con el agua de un chubasco repentino. Así como también, mi mente y corazón me transportan a los años de gratas vivencias de aquellos bucólicos espacios junto a mis seres queridos, que ya se han ido de este mundo. Como las cosas de este mundo cambian cada vez más rápido, y por culpa de la vorágine de las innovaciones de la que de una u otra manera estamos subyugados, me asalta el temor que se olviden tan agradables experiencias. Especialmente las nuevas generaciones, que no han gozado de los particulares modos y costumbres en el campo, ignoran los encantos que éste es capaz de entregar. En cambio, los que pertenecemos a las antiguas progenies, sin duda con más experiencias, sólo nos queda la inmensa nostalgia que invade el pensamiento, al recordar aquellos entrañables pretéritos. Alonso Herrera Vega (Ahacheve) (84 años)

Yo cambio mi identidad cuando logro cambiar el relato que me narra. La verdadera identidad es esa idea antigua y bien narrada que enciende el corazón.”

ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch

Nuestro circo Nuestra infancia estuvo colmada de juegos: los tradicionales y los que imaginábamos los once niños vecinos de la cuadra de mi casa, que éramos inseparables en nuestras actividades lúdicas. Un día de primavera el pueblo se llenó de alegría: un altavoz invitaba a sus habitantes al Gran Circo Reveco. La orquesta pasaba por cada esquina, interpretando alegres melodías con trompetas, platillos y bombo. Los chiquillos y algunos perritos seguíamos a ese novedoso grupo por todo el pueblo. La primera función del Circo fue gratis para todos los niños, así que todos tuvimos la oportunidad de disfrutar de ese mágico espectáculo. Días después los chicos del barrio nos juntamos a recordar todo lo que habíamos visto en el Circo y se nos ocurrió la gran idea de hacer uno entre nosotros. Definimos los roles: Lalo anunciaba la función y tocaba la trompeta que era un embudo grande. Manuel tocaba el bombo, un tarro grasero que hacía sonar con dos palitos. Los platillos eran dos tapas de olla interpretados por Julia. Carlitos Melo era el presentador de los artistas; Inés, Camencho y Nelsa hacían de tonys junto con Pelluco. Mis hermanas y yo éramos las bailarinas. El espectáculo se llevó a cabo en el gallinero de mi casa, con dos sectores: la pista y el camarín, separadospor una colcha. El vestuario y el maquillaje eran de lo mejor: sacamos unos sostenes de mi mamá, que rellenamos con calcetines y ropa interior. Las falditas eran pañoletas atadas a la cintura. Alguien trajo un labial rojo que sirvió para pintar bocas, mejillas y narices. Bailamos al compás de la orquesta, los chicos y chicas imitaban a los tonys y Julia a la “mismísima Guadalupe del Carmen”(tal como fue presentada en el Circo), cantando el tema “Rancho Alegre”, que su tía le había enseñado. El espectáculo estaba saliendo de maravillas, cuando de pronto se escucharon unas carcajadas mal disimuladas. ¡Qué vergüenza, Dios mío!, eran mis padres; menos mal que sólo pasaban por ahí y venían a recordarnos que ya se hacía tarde. Después de unos días quisimos repetir el evento y cuando le avisamos a Carlitos de nuestra idea, él respondió: “Sólo participaré si es con sostenes…” Hoy, dos de los actores de entonces deben estar haciendo su espectáculo circense en el cielo: el trompetista Lalo Riquelme y el presentador Carlos Melo. Los recuerdo con mucho cariño. Elsa Dinamarca Figueroa (66 años)


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Juegos de la infancia De haber terminado la primera mitad del siglo veinte, con mi hermano y mis hermanas, felices abandonábamos los libros, cuadernos y lápices, para irnos al campo de nuestro abuelo a disfrutar de las vacaciones escolares veraniegas. También llegaban a hacernos compañía nuestros primos y otros niños vecinos de más o menos de la misma edad, con los cuales compartíamos los mismos juegos, travesuras, caminatas, competencias de cualquier cosa… En relación a este último, no puedo olvidar las “diabluras” que, a escondidas de nuestros mayores, solíamos ejecutar, como por ejemplo: Cuando nos mandaban a rodear los chanchos hasta el río, para que allá permanecieran todo el día, tomen agua y dejen de molestar en torno a las casas, huertos o chacras, molestando, ensuciando o haciendo daño. Antes de llegar al río, al pasar por un lugar del potrero que llamábamos “la cancha”, hacíamos las apuestas de “carreras en chanchos”. Engañábamos a los cochinos rascándole la guata, para despacito montar sobre el lomo, y tomados de las orejas o los palos de éstos para no caernos, le poníamos las espuelas y partíamos a ver quién ganaba. Rara vez llegaba alguien a la meta, porque casi todos quedábamos desparramados en el suelo. “Mojados y embromados” Así también, recuerdo otra “diablura”, grosera y poco elegante, que me resulta difícil dar a conocer, pero, el papel aguanta-. Se trata de la competencia de quién se subía a lo más alto de un roble, que previamente elegíamos, para desde lo alto, encaramados y equilibrándonos entre a las ramas, evacuar la vejiga e incluso el vientre. Los más lentos perdían, por haber quedado a medio trepar, además de quedar “mojados y embromados” como era lo previsto. La otra “diabluras” que solíamos hacer era al comenzar la cosecha del trigo, cuando llegaban a acampar alrededor de una enorme mata de arrayán, tres familias de cosecheros medieros, cargando sus respectivos aperos, camas y petacas. Y por supuesto, los utensilios para la preparación de alimentos. Las olletas, cacerolas y sartenes se colocaban sobre “morillos”, enrojecidos por el calor de brasas que se mantenían prendidas durante el día. Frecuentemente las encargadas de la cocina, cuando pasábamos cerca de ellas, nos ofrecían sopaipillas, empanadas u otros embelecos. A veces aceptábamos; pero esa no era la gracia. Porque, al primer descuido le robábamos una media docena de empanadas para en seguida rápidamente trepar y subirnos al arrayán. Y, escondidos entre el follaje, disfrutar de su sabrosura. Muchas veces nos quemábamos, pero igualmente soportábamos el calor de las recién salidas del sartén; las que, al parecer, las encontrábamos más ricas porque eran “robadas”. Recuerdos con nostalgia En aquel tiempo gozábamos con las “carreras de chanchos”, porque casi siempre quedaba más de un jinete desparramado en el suelo, y eso nos divertía mucho. Pero hoy en día, si efectuáramos lo mismo, no faltarían los amigos de la protección de animales, sobre todo si supieran que las espuelas que usábamos eran unos clavos que nos poníamos entre la suela de los zapatos. ¡Qué barbaridad! Ahora me arrepiento. Con respecto a la “subida al roble”, los más ágiles, por ser quizás los más cercanos al parentesco con el antropoide, siempre ganaban al subir. Sin embargo, ellos también terminaban embromados; porque al bajarse, necesariamente tenían que tomarse de las ramas orinadas y embadurnadas con detritos intestinales. De esta “gracia tan chabacana”, que no merecer ser repetida, ahora también me arrepiento. No obstante, también me conformo por ser un desacierto no más objetable que el mechoneo universitario que se practica hoy en día. En cuanto al “robo de empanadas”, la gracia era esa: robarlas. Eso creíamos en ese entonces, desternillándonos de la risa, mientras devorábamos las empanadas. En estos momentos, al reflexionar acerca de esa lejana diablura, a veces pienso que pudiese haber sido alguna manifestación atávica de nuestros ancestros y quizás de ahí nos vendrá eso de los saqueos, tan en boga en estos días. Claro que sin destrozos. Recuerdo con nostalgia aquellos lugares que también han cambiado, por ejemplo: el arrayán que se distinguía airoso en medio de la loma de un potrero, cual gigantesco paraguas o quitasol, en el que ululaban enjambres de abejas en busca de su polen. Así como empeñados en el mismo afán, zumbando los moscardones chilenos (bombus dahlbomii, quizás extintos). O guareciéndose en sus ramajes, los chercanes que chillando protegían sus nidales; u otras visitas paseantes como diucas y chincoles, zorzales y tencas, tordos y loicas. Sin olvidar a los habitantes de los vericuetos de su tronco; tales eran los grillos y escarabajos, lagartijas y matuastos, en los que también solía invernar una linda culebra jaspeada. Esa biodiversidad ahí ya no existe; porque el nuevo dueño de aquel campo mandó a cortar el arrayán para tener espacio a plantaciones de pinos. ¡Una barbaridad, auspiciada por el Estado de Chile! No sé si para olvidar o seguir recordando, sólo puedo dedicar unos versos como los siguientes, cuando perdí parte de ese campo, que era mío. El Arrayán… Encaramado, prendido al rojo troncaje gozando el aroma de sus blancas flores y la dulzura de sus azules retintos frutos, recuérdeme oculto entre su verde follaje. Alonso Herrera Vega (Ahacheve) (84 años)


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“No es para señoritas” y aún así… Los niños parecían volar sobre los patines, si no fuera por el estridente sonido que producían, yo diría que realmente volaban. Mi mente, memoria y alma se trasladan a calle Peña, entre San Martín y Buen Pastor donde viví parte de mi vida. En Peña, la cuadra por el lado nuestro, tenía solamente dos casas deslindando; una, la nuestra, con el Colegio San Ramón. Por el frente si había varias viviendas, algunas enormes de estructura antigua, con tallados en la parte alta y numerosas ventanas. Otras con menos ventanas y no tan antiguas. Allí vivían familias de un buen pasar económico, amables y educados todos. Entre ellos la familia del Dr. Oscar Naranjo Arias, quien fuera elegido diputado de la República y a cuyo triunfo se le denominó “el Naranjazo”. Yo no entendía aquello y me imaginaba un camión lleno de naranjas que abría sus puertas dejando escapar toda su carga. De la mano de mi hermano Caminando y sin cruzar ninguna calle se llegaba al colegio San Ramón Nonato. Ese primer día, cuando iniciaba mi vida estudiantil, mi madre se encontraba imposibilitada de ir a dejarme por haber dado a luz recientemente. Me lleva de la mano mi hermano mayor y me va conversando por el camino intentando calmar mis miedos. Me hablaba de las nuevas amiguitas que había allí, de lo buenas que eran las “madres” (era un colegio de monjas mercedarias). Al llegar y justo antes de entrar me dice “yo estaré aquí esperándote hasta que salgas, me puedes mandar a llamar si pasa algo”, y así me dio seguridad y consuelo. La madre Asunta sonreía. A mi lado se sentó Alfonsina y fue muy simpática. Mi hermano tenía razón. Cuando salí esa tarde ¡allí estaba esperándome! Había cumplido su promesa. No me dejaron volar… Las tardes eran apacibles y especialmente en verano y primavera los niños salíamos a jugar con los amigos del vecindario. Tardes de diversión, de risas, de acacios y jazmines floridos que perfumaban el aire. “Eso no es para señoritas” escuchaba a menudo de labios de mi madre, cuando me aventuraba a probar algo nuevo. Esa mujer madre de siete varones y de una niña procuraba con sus enseñanzas criar a una “señorita” con todas las de la ley. Andar en patines, en bicicleta, jugar a las carreras, al pillarse, bañarse en el rio, todo eso y no sé cuántas cosas más, no podía hacer, sólo a mis hermanos no les estaban vetadas aquellas actividades. Los miraba ponerse los patines que compartían los Queirolo, el zapato sobre esa plataforma metálica, amarrados con correas de cuero y comenzar a deslizarse suave y luego velozmente por la calle. Imaginaba que yo también podría volar así, incluso bailar sobre esos mágicos patines. No hace mucho escuché acerca de clases de baile sobre patines. ¿Acaso una señorita no podía divertirse? Claro que sí, por supuesto, pero con cosas de señorita. Juegos femeninos que con mucho entusiasmo aceptaba en casa de alguna amiguita de la cuadra, como de Yerty por ejemplo, pero solo media hora, “no puede uno estar metido en casa ajena mucho tiempo”;además de aprender a bordar, a tejer, a cocinar; leer, dibujar…Había mil cosas para hacer y no podía quejarme. Además cuando fui más grandecita mis hermanos me incluyeron en sus juegos y fui aguadora, barra y porrista de quien hacía los goles y hasta de arquera me pusieron en alguna emergencia. Protestaba mi madre ,pero mis hermanos me blindaban y abogaban por mí. De todas formas estábamos en el patio y bajo su mirada. Igual tenían cuidado de no chutear fuerte la pelota cuando oficiaba de arquera. ¡Pobre de mí si me ponía a llorar! Así que aguantaba no más. Tenía varios entrenadores y de haber seguido en esas actividades podría haber sido una Endler. Mercedes Olivares de Ardiles


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Olor a sol

Aunque no lo creas, me lanzo sobre esa ropa recién arrebatada de su tendido al sol. Mi nariz se alarga como un cuadro surrealista, estoy nadando entre ropas solo para percibir ese olor a sol. Frecuentemente, lo siento en la madera caliente de un segundo piso con vista al increíble atardecer, o en la toalla que se queda olvidada en el pasto. Existe una conexión entre oler el sol y el vivir, como suspiros de vitalidad que cada tanto se me van cuesta abajo: abro mi ventana, baila el aire mezclado de esa llama dorada impregnando sol por todos los espacios y recién puedo comenzar mi día con el pensamiento claro. María Verena (28 años)

Lavanda Ayer, cuando terminé de armar el ramo para mi entrañable amiga Ubita, la vi allí, al borde de la calle. Con algunos escasos brotes, pero ya con sus puntas lilas y su entrañable aroma. Al olerla se me agolpan en el corazón emociones y personas… El suegro y Villa Amelia en Yungay. Guillermo con su pañuelo siempre limpio, con aroma a lavanda y, en su bolsillo siempre disponible para enjugar lágrimas o dar fortaleza. La Ubita en ese maravilloso lugar de Frutillar, donde varias veces compartimos onces deliciosas y un ambiente mágico, un lugar donde todo era lavanda. Jardín, perfumes, saquitos de aroma, aceites esenciales, pasteles y pan dulce. ¡Lavanda, qué olor tan entrañable! Marcela Castro Bravo (65 años)

Mis juegos infantiles Recuerdo que en mí infancia jugaba varios juegos en la escuela. Jugábamos a saltar la cuerda, y hacíamos competencias de quién duraba más saltando sin perder o pisar la cuerda. Con la pelota jugábamos a las naciones, a la matanza, al fútbol, a la tabla del 10 en la muralla. También al “Pillarse” dónde corríamos bastante hasta quemarnos con las manos. Al “Runrún” que hacíamos con tapas de lata de las bebidas: aplanábamos muy bien una tapa con una piedra, hacíamos competencia a cortar el hilo del runrún. Al Bachillerato también jugábamos, y siempre hay una niña que gana. A la “Escondida”, donde nos reímos mucho, por el escondite. En el barrio no me dejaban salir a la calle a jugar. Pero cuando iba al campo andaba a caballo. Eso recuerdo de mi infancia. Brunilda Herminia Sepúlveda González / Brunihermy (72 años)

Identidad viene de idea. Identidad es volvernos idénticos a la idea original, convertirnos en lo que somos, adecuar el discurso a esa idea que somos.” ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch


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Mi educación Escribir es evaluar sintetizando un gran conjunto de aconteceres. Escribir es ponderar de un trazo esencial millones de mínimas anécdotas, las que van conformando las vivencias humanas. Los autores aquí, de un solo golpe de memoria, traen a la mano el rasgo que ellos juzgan esencial y más relevante en su formación.

Anécdotas

Imagínate encontrarse en la universidad un marzo cualquiera en Chillán marcando 35° de temperatura. De pronto un profesor entra a la sala, deja su bolso sobre la mesa un poco coja por los años, te mira fijo y comienza su discurso de primer día de clases. Títulos van y títulos vienen, minutos van minutos vienen. La mente comienza a vagar, primero en lo disparejo de su bigote, en como un tío tiene el mismo vello facial y también es profesor, quizás en algún punto incluso se pudieron haber conocido. Y sigues pensando en las posibilidades de esos acontecimientos cuando el profesor de pronto corta con un tono de voz más alto. Bueno chicos, ahora cada uno se presentará, nombre, edad, por qué eligió esta carrera y alguna anécdota en relación a su formación educacional. Mi mente entra en alerta, mi nombre lo sé, la edad obviamente también, la razón de elegir la carrera, un misterio que permanece hasta el día de hoy. Pero la anécdota, volver a la básica, años olvidados de situaciones puntuales que ya nadie recuerda. La media, esas mejor dejarlas guardadas. Qué curioso, de la escuela y el colegio no recuerdo mucho, las salas, las materias, los discursos interminables y los problemas, todo se desvanece ¿Qué queda? De pronto el profesor me queda mirando, esperando mi respuesta, lo hago de manera automática, y en la última pregunta suena la alarma y la respuesta se escapa sola. Mi anécdota es que lo único que recuerdo, son anécdotas y no la materia. Que nadie sepa que saliendo de la Universidad lo mismo volvió a pasar. Bárbara González Mora (22 años)


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Sueño y decepción

Bonita entrada de rejas azules, mucho prado y juegos de colores. En mi imaginación se ensambló una escuela alimentada por demasiadas películas. Nada me auguró la salita de tablas de madera pintadas de verde chillón. En mi cabeza jamás se sembró la idea de dibujos hechos por las tías para alegrar el lugar. Sin embargo, me enamoréal primer instante. Eso estuvo bien por un tiempo, como quien le pone un cartón a una ventana rota –cosa que pasaba mucho en mi escuela- pero tarde o temprano debe ser reparada. El invierno llegó y la ventana seguía así. Incluso, más trozos de vidrio fueron arrancados. Un gobierno inconsciente dejo apenas el aluminio de lo que fue mi educación básica. Mi escuela era municipal y por ello, cuando hice ingreso a la enseñanza media pagada, volví a imaginar bonitas vistas, salas de luz clara y una amplia biblioteca. Esta vez sí me decepcioné y he de admitir que lloré de impotencia. Ni siquiera en mi primer día con la tía Gloria lo hice. No obstante, mis nuevos profesores, nuevamente parcharon las falencias. Mi educación ha sido de salones atestados, pasando de ser “la cuica” por modular un poco de más a “la huasa” por vivir un poco lejos. He compartido con hijos del robo, hijos del crédito e hijos que tienen a pedir de boca. Pero todos compartimos lo mismo; una educación que si no fuera por profesores ingeniosos, nos arrojaría a la intemperie con apenas los cimientos que una seguidilla de ministerios de educación ha dejado. De todo corazón espero, deseo, quiero, que el día de mañana cuando otro niño imagine bonitas rejas, prado y juegos, no se tope con ventanas rotas.

Dos piojos y una varilla de membrillos En la escuela del campo donde estaba en tercero básico, los compañeros, especialmente los más grandes, tenían piojos; había de 1° a 6° básico, divididos en dos salas, en la mía de primero a tercero, en la otra los mayores. Los “piojentos” eran casi la mayoría, especialmente los zambos y gordos. Los recreos eran fantásticos, sobretodo el de las 10 de mañana, donde jugábamos casi una hora. Los profesores aprovechaban de tomar mate con leche y sopaipillas que les venía a dejar Doña Manda, la vieja que tenía un hijo “tonto” que estaba como en sexto básico y nunca pasaba de curso. Jugábamos a las “topeas” que era que un niño más pequeño subía al apa de uno más grande y daban de golpes y empellones al otro supuesto caballo para derribarlo. Nosotros, los jinetes, ofrecíamos pan a nuestros caballos, que a esa edad estaban siempre con hambre, para evitar que nos voltearan. En eso topones los piojos se nos “pegaban”. Por lo que mi profesora que era chiquitita, gritona como un sargento negro de las películas, nos revisaba y cuando detectaba algún contagiado lo enviaba a su casa, con tres días de descanso (hoy entendí que era la cuarentena). Yo nunca tuve piojos. ¡Qué suerte para los otros, que se iban con tres días libres! Soy hijo único, de madre soltera, me bañaba todos los días, me revisaba y me ponía gomina, debe ser por mi pelo tieso de indio. Y no tenía piojos.

Bárbara Yáñez Ormeño (18 años)

Como el pasado nunca termina de durar, un suceso del pasado se puede cambiar. Y no solo a través de afectarlo con un tipo subjetivo de memoria, sino escribiéndola, pues la experiencia humana se transforma en el acto de narrarla.” ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch

Mi plan… Tuve que hacer un plan: un día martes llevé doble pan como colación y a la hora del recreo le compré al crespo Salazar dos piojos grandes, gordos, bonitos. Los puse en una cajita de fósforos vacía, tomé aire y me fui donde mi profesora. La adrenalina me consumía, era algo épico, yo el blanquito con piojo, y dos, y grandes...eso sí era muy convincente. La profe cayó, se la tragó la muy gritona. Me envió de inmediato a casa. ¡Tres días libres! Cómo se le arregla la vida a uno a los 8 años. Costó explicar a mi incrédula madre, pero yo con mi caja de piojos, traía la evidencia. Esa tarde me fui al río, a bañarme el piojento. Cuando regreso, la cara de mi madre y la varilla de membrillos en su mano parecían indicar que algo malo, muy malo, estaba pasando. Había venido la profesora en la tarde a mi casa, casi a increpar a mi madre (ellas habían sido compañeras de curso), que cómo podía yo tener piojos. El guatón Zalazar habiéndose visto con dos panes, y como era egoísta y glotón, los demás le pedían y como no les daba, lo acusaron de robarse ese otro pan; viéndose acorralado, confesó que me había cambiado el mendrugo por dos piojos. Eso llenó de ira a mi cándida maestra. Las lesiones (y lecciones), fueron evidentes: al otro día a clases no más, sin cuarentena, pero con unos tatuajes en mis glúteos en forma de ramillete de varillas de membrillos. El crimen no paga, especialmente a los piojentos. Yo, piojos y miedo no he tenido nunca, así que le recibo dos piojos, para conocerlos. Fernán Troncoso Jofré


24 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

Lo más valioso que hice con mis manos: aprender a escribir Recuerdo que debo haber tenido cinco o seis años de edad, cuando mi mamá me envió a la escuela; es más, el día que me matriculó dijo la frase: “Lo vengo a echar a la escuela”... Luego mi abuelo, cuando venían las vacaciones, me preguntaba : ¿Ya te soltaron? Mi tía abuela, por cierto, no tenía ninguna fe en el colegio. Más bien lo consideraba algo inútil, no merecido, no alcanzable, decía “ eso de estudiar es para los ricos...” Así fue que un día lunes temprano, caminé los cinco kilómetros que había de mi casa a la escuela. Mi corazón estaba lleno de expectativas, colmado de emoción, solo lo tranquilizaba la fascinación y miedo a lo desconocido. Estoy aquí para no cuidar chanchos… Lo primero que preguntó, luego de saludarnos, la única profesora del plantel fueron nuestros nombres, edad y por qué estábamos ahí, como una suerte de enrolamiento militar. Dije “me llamo Fernán, tengo 5 (o 6 años) y estoy aquí para no cuidar chanchos...” Yo tenía claro que como era comienzo de marzo, había que recoger las cosechas de papas, porotos, ajíes, etc. y no debía descuidarme con los animales, que en poco rato se podían comer los frutos de las siembras de un año. Además, mi tía abuela, que no creía en los estudios, me advirtió: “en tanto termines en tu escuela, te vienes de inmediato a cuidar la huerta.” El día corría de prisa, al momento de ingresar a la sala, mis ojos se clavaron en la muralla de tablas de pino, sin barniz ni pintura; habían colgado unos afiches tipo Mapamundi con las vocales y otro con el alfabeto como se decía en esos tiempos (abecedario). Las letras tenían relieves, como que hacían sombras, redondas: eran maravillosas. La única profesora debía atender niños de primero a tercero básico, por lo que la dedicación no era tan personalizada, más bien instintiva, poco metódica, no tan pedagógica, como diríamos ahora. El mágico descubrimiento de las letras Dijo entonces la maestra que era pequeñita, enjuta y chillona. Pero nosotros, los niños, la veíamos enorme, sabia y con mucho poder. Además, su mesón era muy grande y estaba sobre una plataforma de unos treinta centímetros, como un juez de policía local. O sea siempre su escritorio era más alto, como una torre de control; desde ahí daba órdenes, corregía y recibía nuestros trabajos para su calificación. Siempre en compañía de un puntero de madera, como esos metros que usaban en la tienda del turco Yalile en Yungay, que era para medir los géneros y telas. Se escucha su voz aguda, de pito, de “sargento negro” de las seriales. “Saquen uno de sus cuadernos. Hoy vamos a dibujar”. Yo no tuve problemas porque llevaba solo un cuaderno, de esos de hoja de roneo, de hojas oscuras, con rayas verdosas que en las tapas tenía las banderas de los países de América. Eran los que daba la Junta de Auxilio Escolar y Becas. Al rayar casi se rompían y al borrar, si te cargabas mucho con la goma de o con migas de pan, se les hacia un hoyo. “Vamos a dibujar las letras que ven en ese mostrario. Iniciaremos con la A”, dijo la profesora. Al escribir en mi cuaderno de hojas de roneo, descubro lo más mágico que hasta ese momento me había ocurrido. Se podía bajar del afiche esas preciosas vocales y letras, no eran de la escuela, ni de la muralla, ni de la profesora. Ahora las letras podían también ser mías, sin robarlas, sin quitarlas a nadie, sin perjudicar a ningún otro ser humano. Consideré que si yo las dibujé en mi cuaderno, las copié, las reproduje, ese proceso era a lo menos el comienzo. Yo después iba a poder escribir más y lo que era mejor aún, serían mías para siempre. Fernán Troncoso Jofré


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Una manera de ser No me di cuenta de que soy educado hasta que comencé mi primer trabajo. Cuando era niño sufría mucho con el hecho de ir a clase y recibir abusos físicos por otros niños. También con tener que madrugar para recibir las mañosas cátedras de lectura, suma y cualquier parafernalia que se le ocurría a la profesora Eugenia. La escuela era un lugar con bastantes años en la ciudad, además de ser muy grande, puesto que contemplaba en ella un área de una cuadra; se lograrían imaginar que había mucho por donde recorrer y perderse. Por mi parte cuando no estaba recorriendo el lugar con mi amigo “el Nacho”, mi compañero de curso, me dedicaba en los recreos a jugar con la tierra que se podía encontrar en cada desolado rincón. Parecía un niño solitario recogiendo basura y por tanto, llegaba a casa siempre esperando llegar, muy sucio y hambriento después de pasar una larga jornada sin comer. Durante la mañana escolar, mi único interés era sentarme al final de la sala, en el suelo, para ver la forma de las nubes e imaginar, comparando su forma con las cosas comunes. A nadie más le interesaba, pero a mí sí, siempre inquieto por ver las curiosidades que podíamos encontrar en el cielo, como los tonos de colores o las estrellas, igual que jugar con tierra. Podía encontrar en ella una variedad impresionante de insectos o también era capaz de jugar con los lindos caracoles antes de escaparme a la hora de almuerzo para luego volver a terminar la jornada de ver helicópteros, puentes, leones, lagartijas y cuanta cuestión que mi imaginación lograba ver en el cielo. En casa también me aislaba, me aislaba jugando a subir en el árbol y en los momentos que llegaban las brisas yo era feliz. Sentía un aire fresco y puro, y era capaz de escuchar en ese lugar a los árboles susurrar como si me quisieran hablar, era como si recitaran un verso. Jacob Ortiz Mora (24 años)

Enseñando en el ombligo del mundo Me imaginaba mi primera clase como profesor particular, cuando mi teléfono alcanzó a rasguñar los últimos rayos de señal. Me informaban que muy lejos, quizás en el último rincón que alguna vez imaginé, estaba la pequeña alumna que debía aprender a leer. Con mi bicicleta destartalada de inmigrante había llegado a un indefinible hogar del Ombligo del Mundo, donde ni los más locos de Rapa Nui se les ocurriría llegar. Esta casa tenía un Moai cerca de su entrada y solo la incredulidad me separaba de aquel extraordinario monumento. “¡Bien, chileno, por fin llegaste!”, me gritó el padre de mi alumna cuando me vio llegar. A una niña que portaba un atuendo ancestral, que ahora más bien era un disfraz de juego, debía enseñarle a leer y escribir cuanto antes, porque en Rapa Nui nuestro idioma es una dolorosa necesidad. Dejé mi bicicleta tirada entre medio de flores coloridas, mientras los perros y gallinas buscaban las sobras de la repartija de comida. Entré a la casa con una terrible timidez y me encuentro con una mesa atiborrada de carnes, ceviches, papas mayo, como si un matrimonio se estuviera celebrando. Pero no, era un simple lunes que también pensaba en el mañana, en el cual yo era protagonista para enseñarle a una niña analfabeta. La pequeña me lanza el silabario en la cara y me dice con voz estruendosa: “¡Me llamo Vakai, qué bueno que viniste! No sé leer y quiero que me enseñes ahora”, sonriendo entre los brazos de su padre, como si fuera el nuevo juguete chileno que había llegado a su hogar. Amar por compromiso Poco a poco las sílabas y repeticiones de mi idioma entraban a su cuerpo y su mente. Su pequeña humanidad se retorcía como culebra ante la dificultad; las “p” se confundían con las “l” y los gritos de enfado se multiplicaban cuando trataba de enseñarle, cuando trababa de hacer calzar a dos mundos que se habían encontrado por accidente. Apenas llevaba unos veinte minutos y ya empezaba a sentir la presión de una clase difícil, a veces extraña por los rostros de Moais que vigilaban mi actuar, pero un tanto alegre cuando ella y yo nos reíamos a escondidas de la otra clase que se gestaba al fondo del pasillo. El gran abuelo, el patriarca casi inmortal, le enseñaba a tallar unas tablillas ancestrales de madera a su otro hermano. Lentamente el pequeño niño lograba producir en sus pequeños dedos contaminados de modernidad las precisas líneas y retoques que el anciano quería imprimir, pero las quejas por abandonar la clase para intentar manejar la moto enfurecían al patriarca. Los golpes que le infringió al niño en la cabeza eran el grito ahogado de un pasado caído a pedazos. La educación del porvenir ya conocida estaba entre esos tallados y lágrimas exageradas, que el niño parecía extender con intermitencias, sin entender que la vida misma era una clase más larga e impredecible que cualquier otra. Mi alumna reía de la desgracia ajena, pero a la vez lloraba por el futuro inmediato que su padre había trazado conmigo. Yo debía enseñarle pronto, ajustar todo en nuestros bloques de tiempo ilusoriamente firmes. Ella no tendría jamás los golpes de su abuelo, pero bajo mi mando comenzaba a impregnar en su sangre la obligación y planificación exitosa de una educación que todos debíamos amar por compromiso. Ernesto Campos López (31 años)


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Aulas que parecen jaulas Hay que estar muy quieto para entender este planeta. Los autos pasan a lo lejos, con ese sonido raspado de la velocidad. Siento ira, tal vez ingrávida, arrancar de aquí. ¿Qué me detiene? Agito mi pie derecho, ese profesor se me está borrando, rellenando el tiempo de nada existente, su barriga pegada contra el muro, mis ojos traspasando todas esas cabezas, y el sudor baila despojado. No entendemos qué es esta educación, no somos libres, no sabemos serlo, hay algo perverso que obliga, reseca la vitalidad, ser alma tiesa, y este efímero y extraño silencio, dibuja en un rincón de la pizarra: un agujero negro, al pasado y futuro. María Verena (28 años)

Educación dormida

Hasta las tres de la mañana hablamos con mi ex compañero… Me vino a visitar hace unos días. Lo que más conversamos fue de la educación que nos dieron. ¿Qué educación? Esa interrogante tenemos, nunca nos incentivaron a crear ni imaginar y se suponía que era el mejor liceo de Chile. Hablando ese día, nos dábamos cuenta del tiempo perdido, malgastamos tantas horas de descubrimiento propio y de conocer a nuestro yo interior. “La imaginación es más importante que el conocimiento”, dijo Albert Einstein. Bárbara González Mora (22 años)


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La buena educación recibida en mi infancia Mi infancia, recuerdo, fue muy feliz. Nací en un hogar con seis hermanos, cuatro mujeres y dos hombres. Fui matriculado en el kínder, en el que se consideraba el mejor colegio particular de la época, el Seminario de Chillán, hoy Padre Alberto Hurtado. Mi educación en dicho colegio fue de muy buena calidad y ha sido la base para ser una persona de bien en el ámbito social de mi comunidad. Este establecimiento mantenía un buen ambiente escolar, sus dependencias reunían las condiciones adecuadas para entregar y recibir una adecuada educación. Los compañeros del colegio eran la gran mayoría hijos de padres de clase media y también bastantes de muy acomodada situación. Recuerdo, en especial, la destacada participación en los desfiles de fechas celebres de la ciudad de Chillán y también la realización de la “Revista de Gimnasia” al final del año, en donde se mostraban la preparación destacada en los deportes y se premiaba a los mejores alumnos en las distintas disciplinas intelectuales y físicas. Ya adolecente y después de recibir abundante preparación en valores y principios cristianos, como amor, fraternidad, amistad y solidaridad, me fui compenetrando más profundamente en una realidad de vida más competitiva, donde el esfuerzo, dedicación y disciplina tienen una gran importancia. Hoy, con el correr del tiempo y los frenéticos cambios políticos y culturales, los que muchas veces no son para mejor, tengo que concluir que nuestra responsabilidad de jefe de familia y ciudadano contemporáneo debe asumir profundamente que la educación y formación de los individuos es fundamental para tener un gran país. Hugo Neftalí Guíñez (76 años)

Enseñanzas: algunas malas, otras eternas Entre cuatro paredes se desenvolvía, dentro de mi metro cuadrado volaba, en aquella mesa allá, en el fondo del salón, mi mente divagaba entre fantasías de niñez y mis sueños del cual futuro incierto deseaba. Imposibilitado de oír las clases de la profesora Uribe, más bien de la “sargento” Uribe. Me imaginaba mis propias clases, sesgado por mi déficit atencional y un diagnóstico de TEL, creaba mis propias respuestas a mis ansias de aprender, las que al momento de plasmarlas al juez papel, quien solo perdonaba a aquellas mentes aptas para nada más que memorizar, resultaban ser más ciertas que las cátedras de la “sargento” Uribe. Ignorado por mis pares por no pertenecer a su clase social, vagaba por el patio a la hora del recreo, buscando el punto débil de la muralla que me separaba de la libertad y del aprendizaje verdadero, de la aventura y del romance, los cuales llenaban más mi joven espíritu. Todo gracias a aquella mujer dispuesta a dejarlo todo por pasar la tarde conmigo y enseñarme lo que ella aprendía en su colegio. Tardes en que, de una u otra forma, aprendía del mundo mucho más que dentro de esas cuatro paredes. Enoc Montecinos Ortega (26 años)

Hay felicidad si hay sentido en lo vivido. Y el sentido a la experiencia vivida lo arroja el escribir. Quién escribe, jamás estará solo: los mundos que crea lo acompañarán” ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch


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Personajes Inevitablemente, la memoria funciona ligada a rostros, a inconfundibles perfiles que recortan y precisan contextos difusos. Pero lo importante es que si asociamos rostros, esos mismos contextos aparecen, aclaran y expresan, revelando mucho más que un análisis de sociología o historia.

Café premium Como cada día, a las 10 de la mañana, la esmirriada y pequeña figura de Ramón que contribuía a presumir más edad que sus reales 47 años, se hace presente en la concurrida Cafetería “La Maison” para –solícitamente- pedir dos cortados, precisando, como es habitual, que uno se prepare con café descafeinado. Sale del local y, resueltamente, se dirige a la placita aledaña, depositando en un escaño los vasos de café al mismo tiempo que sus ojos vivaces escudriñan el lugar y su entorno. Ya tranquilo, extrae del bolsillo de su cotona institucional un maltrecho cigarro, el único que portaba; lo enciende, aspira con fruición el humo, lo exhala con indisimulado placer y bebe un sorbo de café, luego se solaza lanzando bocanadas de humo en forma de anillos y observando risueño como se desvanecen, seguidamente bebe del otro café. Termina de fumar y, en una acostumbrada maniobra, con la precisión de un alquimista procede a medir ambos vasos, disconforme con el resultado, decide beber un poco de uno de ellos, los compara y con una mueca de satisfacción, cuidadosamente, coloca las tapas en ambos vasos. Como cada día, al regresar a la oficina, es recibido efusivamente por las dos secretarias, quienes con dulce entonación le dicen: “Muchas gracias Ramoncito”. Julio Sánchez Saez


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Historia de un amigo para leerla cantando Santa Cruz, verano de 1957 “Puro Chile es tu cielo azulado”. ¡Pero qué cresta! El Peuco con su hilo curado me manda cortao. Tan relindo que era mi chilenito… Pero cuando encuentre al chueco del Peuco le voy a poner un combo en lo que es hocico. Total, Santa Cruz es chico, y en cualquier potrero me lo pillo y me lo chanco. Estoy guardando con rabia mis palillos y escucho que me llaman: ¡Rucio, hey! Miro y era el mesmito Peuco. Me lanzo encima como loco, lo boto, nos paramos entierrados, lo arrincono y en eso me dice: “Espérate, no peleemos más… ¿Sabís que le andan haciendo propaganda a un show de no sé de quién, pero nombran a un gallo Frei…? ¿Vamos a la copucha? Después te pago el chilenito.” Nos sacudimos, nos arreglamos los suspensores y partimos como flecha a la plaza frente a la cárcel, donde justo el parlante de un cacharrito anunciaba y tiraba papeles como loco. Corriendo, saltando, gritando, sudando, cantando, entierrándonos, corríamos detrás del autito. “Cuidado con ese quiltro e mierda… ¿Y voh, qué hacís aquí? ¡Ándate a tu barrio!...Oye Peuco, corretéate al hijo del carbonero y yo le tiro el pelo a la negra curiche, la hija de la empleáh de Don Jacinto…Tanto pelusa que se ha juntado… Si a nosotros nos han nombrado ayudantes y hay que cumplir… ¿Cómo sabí si nos llegan algunas chauchas y podemos ir a la matiné del domingo? Está regüena la de “Tarzán…” ¿Te acordai Peuco qué aventuras aquellas? No sabíamos de qué se trataba, pero luego nos sentamos en nuestra placita, cansados, agotados, pero ¡por la cresta que estábamos contentos! Y en eso aparece la Noelia, mijita rica, tan linda que era…Y esos besitos ricos que le dí…Nunca lo supiste, tonto pelota, hasta cuando nos pilló el viejo de tu papá tomaos de las manos. Venía llegando a la casa en la cuca, y como buen paco sacó la luma y yo apreté cueva… a pié pelao no má, por los potreros…No me pillaba ni el diablo, a pesar de mi pata chula. Tantas cosas que pensamos y hablamos esperando al tal Frei, que chitas que se demoraba. Ya estábamos cabriao y sin saber todavía quién era el tal Frei. A lo lejos se ve una polvareda. Ahí viene -dicen los viejos- Es falangista dice uno… Fue ministro, dice otro. Se detiene el auto. ¡Chitas el viejo pa narigón! Flaco y peinao al charchazo, grandazo el viejo. Venía acompañado de un negro chicoco, cara e mono, Bernardo le decían… Habíamos como cincuenta personas, unos treinta adultos. Se encaramó a un escaño y pidió silencio. –Estará loco el viejo, si el barullo es infernal… Chillán, julio del 2006 Nunca te olvidaré Peuco. ¡Qué lindo sería estar aquí contigo! Sería un sueño…Te haría un chilenito y te regalaría mi polquita regalona. Sé que estás en el Cielo y para mí nunca serás un “detenido desaparecido”: sé que estás siempre aparecido conmigo. Y durante tantos años, tú has sabido de mis triunfos y fracasos…-¿Cómo estai allá arriba? Yo nunca llegaré a tu lado; sin embargo, ¡sale a encontrarme cuando yo me vaya al Infierno para que nos veamos por última vez! [P.D. DE AUTOR: Esta pequeña historia es verdadera; fue escrita hace años, en el extranjero. Nunca la pude terminar ya que supe de la muerte trágica del Peuco, como tampoco me pude despedir. A punto de cumplir 65 años de matrimonio de mis padres, quienes siempre me han dado fuerza, la termino y solo me queda decir: “Pedro Segundo Órdenes González, el Peuco, ¡Presente!”] Manuel Enrique Muñoz M. (70 años)


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Don Roberto Casanueva de la Barrera Quien lo haya conocido personalmente, así como sus simpáticas anécdotas, le sería difícil olvidar a don Roberto Casanueva de la Barrera. En este momento llegan a mi memoria dos o tres sucesos protagonizado por él. (Contados por don J. M. I., abogado y amigo de él). EL PRIMERO: En calidad de Intendente de la provincia de Ñuble, en el gobierno del Presidente Frei Montalva, con motivo de la visita a Chile de la Reina Isabel de Inglaterra, el primer mandatario convocó a todos sus Intendentes al Palacio de la Moneda, lugar en que se haría la presentación. Llegado el momento; los Intendentes vestidos con impecable frac, en fila, a un costado de la larga alfombra roja, sobre la cual debería pasar su Majestad. Después de los himnos patrios, y al son de música ad hoc apareció la Reina. Ella, junto al Presidente, se detenía por breves segundos frente de cada Intendente. A su vez, éste se inclinaba reverentemente ante ella y le decía una frase de cortesía en inglés; y así sucesivamente. Al pasar frente a nuestro Intendente, don Roberto Casanueva de la Barrera se presentó como todos, actuando con una gran reverencia, pero no sabía nada de inglés. Sin embargo, haciendo memoria, recordó las primeras palabras que aparecen en los cuentos en ese idioma, por lo que no titubeó en decirle: “Once upon a time, Su Majestad”. La reina con cierta perplejidad se detuvo por un instante, mirándolo, como esperando algo más, y luego sonriente se alejó. La muerte de las vacas No me acuerdo la fecha exacta en que ocurrió aquel accidente. Un rebaño de vacunos iba cruzando el paso a nivel existente en la prolongación de avenida Ecuador y en el mismo instante, y a gran velocidad, lo hacía un tren con una larga fila de carros que venía desde el sur. El tren abrió una brecha en medio de la manada, y murieron no menos de quince reses. Realizadas las investigaciones del caso, se comprobó que el funcionario de Ferrocarriles del Estado, encargado de la barrera, no estaba en su puesto ese día y hora, cumpliendo su deber. Es más, al haberse impuesto del accidente y de su culpabilidad, se dio a la fuga y, como era su costumbre, continuó catando vinos de las pipas de Confluencia. Conocida la tragedia y puesto ipso facto todos los antecedentes del caso para iniciar el juicio del dueño del rebaño en contra del Estado de Chile, desde el Ministerio del Interior llegaban todos los días a la oficina del Intendente Casanueva, órdenes donde lo instaban a explicar detalladamente cómo ocurrieron los hechos. También, todos los días, don Roberto respondía a través de los medios existentes en aquel tiempo, cómo se había originado el accidente, sin omitir detalle por insignificante que fuera. No obstante aquello, desde la capital se insistía en lo mismo, es decir, aclarar aún más el suceso. Exasperado ya, nuestro Intendente le ordenó a su secretaria: “Señorita tome nota y envíe lo siguiente al Ministro y a quien más corresponda”. A V. Señoría En circunstancia en que un rebaño de vacas iba cruzando la líneadel ferrocarril (…), un tren que venía del Sur atropelló y dio muerte a quince animales. Debemos dar gracias a Dios que el tren venía de punta, porque si hubiese venido atravesado, no habría quedado ninguna vaca viva. Es cuanto puedo informar a V S., a quien Dios Guarde.


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Cada persona está en la tierra para simbolizar algo que generalmente ignora completamente, porque no es capaz de deletrear la escritura que él o ella es. Apenas capturamos y percibimos un fragmento aislado de nuestro destino, un pedacito...” ONTOESCRITURA, Ziley Mora y Birgit Tuerksch

Esta vez en tribunales de justicia Don Roberto, como buen administrador de su campo, se encontraba afanado en la siembra; con su ropa llena de tierra y sus zapatos embarrados, manejando su tractor. Estaba en eso, cuando se hizo presente un receptor judicial, quien venía a advertirle que este era el último día para acudir al Juzgado a hacer la declaración acerca del accidente del tren con las vacas. Como no había tiempo para arreglarse, rápidamente abandonó el tractor y se subió al auto del receptor judicial con el que partió a Chillán. Al llegar, abrió la puerta de la secretaría del Juzgado y avanzó hacia el interior. La secretaria, quien estaba próxima a retirarse, lo miró seriamente y le reprochó la forma de presentarse. Luego le preguntó a qué se debía su intromisión. Él contestó que venía a hacer la declaración del accidente del tren y las vacas. En seguida de lo cual se produjo el siguiente diálogo: -Ya…entonces, dime tu nombre. -Me llamo Roberto Casanueva. -Di tu nombre completo. -Mi nombre completo es, Roberto Casanueva de la Barrera. -¡Ah… Así que tú eres el “de la Barrera”, el borrachín que se dio a la fuga después. Ahora dime: ¿cuál es tu alias? -¿Cómo dice señora o señorita? Tenga más cuidado! -Qué cuidado! Repito, cuál es tu apodo? -Yo también le repito, tenga más cuidado con lo que dice, por favor…! -Insisto, cómo te dicen, tu sobrenombre… Don Roberto, viendo que la mujer estaba totalmente “meando fuera del tiesto” (uno de sus tantos dichos) y como también era bueno para las bromas, a veces de subido tono, esta vez adoptando una actitud muy seria, casi ceremoniosa, le contestó: -Mire señora, todas las que me conocen, respetuosamente me llaman el “Pico de Oro”. -¡Grosero, sin vergüenza!¡Te voy a mandar preso por insolente…! E inmediatamente llamó a una pareja de Carabineros que estaban en la entrada. Los Carabineros, como conocían al Intendente, se presentaron ante él y lo saludaron cuadrándose. Y en ese mismo instante, se abrió la puerta del bufete de Juez, quien al escuchar los gritos de su asistente, se asomó a la sala. Luego, al darse cuente de don Roberto, avanzó hacia él estirando su mano para saludarlo dignamente,en conformidad a la investidura de ambos. Mientras eso ocurría, la secretaria no hallaba qué hacer o dónde esconderse para escapar del desaguisado que había provocado. Alonso Herrera Vega /AHACHEVE (84 años)


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El Canario Dejando a un lado la caña de pescar hecha de colihue, el viejo Fernando Moya se sentó en el suelo, tomando como respaldo un añoso tronco de coigüe. Era la hora de la tarde, donde se comía un chivo crujiente y se bebía el vino tinto traído en chuicas desde Chillán. Estábamos pescando más arriba de San Fabián de Alico, en El Sauce. Me gustaba salir con ese montón de viejos a pescar en el río. Me gustaban sus historias increíbles y sus mentiras contadas a orillas del fuego. Yo fui el primero que trajo la Coca-Cola a Chillán” -dijo el viejo Feña-. Me vine desde Linares, detrás de mí patrón que tenía una bodega de bebidas en la calle Itata, eso fue a fines de los 50. En el gobierno de Allende teníamos que ir a buscar la Coca-Cola a la Embotelladora de Concepción. El viaje demoraba dos días, entre ir y volver. Un día, de regreso de esos viajes y llegando a Chillán, fuimos desviado por Carabineros en la Avenida O´Higgins. Tomamos Prat y doblamos por Dieciocho, hasta llegar a la Plaza de Armas. Los universitarios se habían tomado la sede de la Universidad de Chile y estaban peleando con los pacos del Grupo Móvil, y yo -dijo el viejo Feña -traté de huir y doblé por Constitución. No sé lo que pasó, de repente una lluvia de piedras cayó sobre mi camió. Las botellas de bebida se reventaban por la granizada de piedras. Me reventaron el parabrisas y los vidrios de las puertas. Mi pioneta recibió un piedrazo que le quebró la mandíbula y le arrancó tres muelas, otro piedrazo le cayó pleno en la sien. Mientras lo arrastraba por el asiento, cientos de piedras entraban por la ventana. Una bomba molotov explotó en la carrocería. El pioneta estuvo inconsciente durante dos meses en el hospital de Chillán, era pariente mío y se volvió a Linares. Nunca más pudo trabajar”. ¿Don Feña -lo interrumpí- su camión era un Ford amarillo? Sí -me contestó el viejo- era un Ford y era lindo mi Canario, con el me vine de Linares. Nunca lo pude reparar. Y, ¿cómo sabe usted don Juan Carlos la marca y el color de mi Canario? ¿Estuvo allí?” Con voz apretada empecé mi relato. Esa mañana junto a un grupo de amigos defensores de la UP, llevamos varios sacos cargados con piedras al techo del Teatro Municipal, que en ese tiempo estaba abandonado y sin terminar. A las doce ya estaban los pacos del Grupo Móvil frente al Banco de Chile. Desde el techo le tirábamos piedras que rebotaban en el pavimento, éramos aproximadamente 10 universitarios los que defendíamos el bastión. De pronto un camión Ford amarillo dobló por Constitución y una sola voz salió de nuestras gargantas al ver las botellas de Coca-Cola: ¡Imperialistas culiaos”, y lanzamos una lluvia de piedras sobre el desprevenido camión. Sobre mi cabeza pasó una Bomba Molotov que cayó sobre las bebidas que explotaban y explotaban impactadas por las piedras. El parabrisas estalló en mil pedazos. Nosotros celebramos jubilosos la victoria sobre el imperialismo y el capitalismo yanqui. Corrimos por las abandonadas escaleras del Teatro llegando a la sede de la Universidad de Chile desde donde nos escabullimos en el gentío para llegar a la seguridad de nuestras casas. El viejo Feña escuchaba mi relato con lágrimas en los ojos. Perdóneme Don Feña -le dije como una súplica-. No hay problema don Juan Carlos -me respondió el viejo- yo desde hace tiempo que los he perdonado. Juan Carlos Olmedo U. (67 años)


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Historias de trenes Ñuble y todo el centro sur de Chile poseyó la indefinible identidad que tuvieron los trenes. La historia de la región no puede concebirse sin los dos renglones de fierro, la escritura de humo y sin esos puntos suspensivos de las estaciones que le aportaron esos “textos” de madera y acero que fueron los trenes. Adentro viajaba nuestra historia.

Viaje accidentado Los relatos, como representación de la realidad, poseen aspectos contradictorios. Pueden ser para reír y llorar al mismo tiempo. Sin ningún obstáculo pasan del dolor a la felicidad como algo normal y hasta lógico. Como este relato acaecido en esta ciudad de Chillán. El personaje, profesor que aún vive, lo denominaré con el apodo de Sata debido a que es una persona hábil, alegre y con ausencia de maldad en su vida. Corría el año 1974 y nuestro país pasaba quizás, por el peor momento sociopolítico de su historia. Esto se expresaba en la aparición de fenómenos terroríficos como son la desaparición, muerte y torturas a los adversarios políticos de la dictadura que gobernaba en ese momento nuestro país . Nuestro personaje había sido un ferviente partidario del derrocado presidente Salvador Allende y fue perseguido y apresado. Sentenciado a muerte fue salvado por un sacerdote amigo a última hora. Posteriormente relegado a una ciudad al norte de Santiago, lo suficientemente lejos para no ser considerado un peligro grave para la sociedad y el país. Pero pasado algún tiempo don Sata echó de menos hasta lo indecible la longaniza y el mosto de esta tierra, así como otras delicias, incluida alguna que otra pierna suave. De esta manera no descansó hasta que, coludido con sus amigos y su familia, urdió la historia de realizar un viaje urgente pues un pariente cercano muy enfermo sólo lo esperaba a él para transitar hacia el espacio del más allá. La trama dio resultado y así nuestro buen amigo don Sata llegó de vuelta a su tierra por algunos días. Es fácil imaginar la euforia con que fue recibido y los días concedidos pasaron rápidamente. De este modo a la hora de partir nuevamente a su relegación que de abrazos, regalos etílicos y despedidas es dable imaginar se le concedieron a nuestro personaje. Ese día las demostraciones de cariño fueron extraordinarias y se forma un grupo que no solamente lo acompaña al andén de la estación sino que, además, en el tren hasta la vecina ciudad de San Carlos. Por supuesto todo esto era con largas libaciones en la espera de partida del tren y siguió arriba hasta la próxima estación donde bajaron los amigos quedando mi buen don Sata solo. Todo se hizo según lo planificado hasta el adiós definitivo. ¿Desaparecido? Pasaron algunos días y cuál no sería el espanto cuando amigos y familiares se enteran que nuestro personaje no había llegado su lugar de relegación. Nuevamente se reúnen los amigos y se arma otro equipo para indagar la verdad de lo sucedido. Esta vez sería un equipo investigativo. A través de los pasajeros que viajaban ese día y los encargados del tren, logran dilucidar parte de esta historia. DonSata había quedado tan “etilisado” que comenzó a hacer uso de la palabra arriba de los asientos del carro. No tardaron en subir dos personajes oscuros de gafas que toman a nuestro personaje y lo bajan en la estación de Retiro. Esto fue todo lo averiguado y la cosa pintaba mal, al extremo que se reportó como desaparecido. En Chillán era todo rogativas a los santos y a las autoridades de la época que no sabían dar respuesta a este enigma. En ese momento se organiza otro grupo de amigos para viajar hasta la última estación que se vio. Cuando bajaron en Retiro la estación estaba vacía, nadie ni cerca ni lejos, la cosa se veía de mal color y la aprehensión crecía en el grupo. Para continuar la tarea detectivesca buscaron la casa del único empleado de ferrocarriles y que oficiaba de todos los oficios, incluido como jefe de estación. No fue fácil ubicar la modesta vivienda del funcionario. Con los nervios de punta tocan la puerta y sale a recibirlos una señora desgreñada, con los ojos enrojecidos, a todas luces desesperada. Al principio los miraba espantados lo que aumentaba el temor de los amigos. Pero cuando se enteró del objetivo de la visita del grupo les dice entre sollozos y gritos: “Por favor, llévenselo, llévenselo, hace cuatro días que está tomando con mi marido y no hallo que hacer con él. La estación está botada y con miedo que cuando vuelvan los señores que lo dejaron a cargo de mi marido, ahora se los lleven a los dos.” Los amigos mudos por la impresión unos, muertos de risa otros, finalmente lo ubicaron y lo despacharon en el primer tren que pasó hacia Santiago, algunos lo acompañaron ahora para asegurar la preciosa entrega en su lugar de relegación y no hubieran más sorpresas. La historia no dice el tiempo que se demoraron los amigos en regresar de vuelta a Chillán… SERGIO MEZA CARRASCO (76 años)


34 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE

El vagón desaparecido Esta historia no es mía. La escuché de un amigo ferroviario mientras elegíamos relatos de mitos, leyendas y sucesos extraños en un taller de cuentacuentosque organizó la Universidad del Bío-Bío para adultos mayores. Hace muchos años, un tren de carga de veinte carros vacíos incluidoel furgón de cola salió de Chillán rumbo a San Rosendo. El maquinista y sus colegas habían hecho este trayecto cientos de veces llevando los trenes vacíos y volviendo repletos de carga del Sur y de la costa, especialmente del Puerto de Lirquén hacia los grandes centros de distribución de la capital. Era una noche lluviosa de junio, como tantas otras y para ellos no significaba un problema. Salieron de la Estación contentos, bromeando.No era un viaje muy largo, un poco más de dos horas. En San Rosendo, llegarían a una pensión donde cenarían algo liviano y a dormir. Un grupo de obreros se encargaría de cargarlos carros durante la noche. En la madrugada, el trabajo estaba prácticamente completado, sólo que esta vez les sobraba carga como para llenar un carro más. Los Jefes estaban molestos: -¿cómo es posible, ustedes hacen siempre esta rutina, saben cómo poner la carga, qué es lo que pasa?¡Revisen de nuevo!”Después de varios intentos, a alguien se le ocurrió contar los carros. 1, 2, 3..., 17, 18, 19. “¡Jefe, falta un carro!” Contaron de nuevo y efectivamente: faltaba un carro. ¿Abducido por extraterrestres? Después de descansar y desayunar abundantemente en la pensión, el maquinista y sus compañeros se dirigieron a la Estación. Ya no llovía,pero el día estaba helado. Les esperaba una sorpresa. El jefe de los cargadores le dice –“¿Compadre, qué les pasó? ¿Porqué trajeron un carro menos y no nos avisaron?”--“¿Cómo? Los carros son los mismos 20 de siempre, aquí tengo la guía con los códigos que los identifican.” Todo estaba correcto. Esta vez revisaron cotejando los números. Faltaba el carro N°15. ¿Qué pasó? Revisaron el tren, carro por carro, los enganches y…claro. El enganche de los carros 14 y 16 no estaba completo. Faltaba algo, como un seguro. Definitivo. El carro 15 se desprendió del tren y se descarriló en algún lugar del trayecto. El tren siguió dividido en dos y en algún momento en que la parte delantera aminoró la velocidad, el resto se acopló sin mayor problema. Nadie escuchó nada. La lluvia, el ruido propio del tren, las conversaciones lo impidieron. Comenzó la búsqueda frenética del carro. Se recorrió la ruta en tren, a pie, en otro tipo de carril, buscando huellas del lugar del descarrilamiento, mayor atención en zonas de curvas, de barrancos. Todo un misterio. El carro no aparecía. Parecía abducido por extraterrestres. Además el tiempo no ayudaba en nada. Fue un año lluvioso y frío como era en la década del 60 y se borraron las huellas. El carro desapareció. Apareció el desaparecido No recuerdo todos los detalles que contó el amigo ferroviario. Creo que pasó el invierno y en la primavera, un campesino avisó a Ferrocarriles que había encontrado un vagón de tren, en un sector no habitado, en medio de un bosque de aromos y otros árboles propios del secano,a unos 400 a 500 metros de la vía férrea. Ahora vienen las especulacionesque yo me hago. Los que sepan más física que yo, que serán muchos, me dirán si estoy más o menos en lo cierto. Confieso que le puse algo de mi cosecha al relato, pero igual. ¿Cómo se pudo soltar un vagón de dos partes del tren, si este llegócompleto con su vagón de cola. En una curva el vagón voló por el aire y cayó “de pie” varios metros en un ángulo de 45° del tren y siguió rodando ladera abajo por unos 400 metro y se metió al bosque. Hay que recordar que estos carros de tren de carga son como una plataforma, entonces el volumen no es tan alto como para derribar gran parte de la vegetación.Este fue el misterio de la desaparición de un carro del ferrocarril. María Graciela Muñoz (78 años)


1º.marzo.2020 ‹ 35

Recuerdos del ramal El tren Ramal que viajaba desde Chillán a Dichato salía todos los días completo de pasajeros, y volvía igual de lleno. Mucha gente usaba el tren para ir a sus trabajos en la semana. Los fines de semana se repletaba pues viajaba gente a la playa de Dichato, casi no se podía caminar por los pasillos. Los canastos con Cocaví, pollos cocidos, huevos duros, pan con queso, etc. Era muy entretenido viajar en tren, mirar el paisaje desde la ventana, ver los animales, los ríos, ver la Naturaleza en general. También en el tren subían vendedores, vendían Malta, Pilsener, Bils, Papaya, bebidas de esos tiempos. También vendían sándwich, huevos duros, galletas y otros. En las tardes venía gente que viajaba para Santiago o al Sur. Recuerdo a un matrimonio, amigo de la casa, don Juan y su esposa María. Ambos eran profesores. Llegaron un día en la noche en el tren que no cabía un alfiler. Al bajarse traían un bulto de mucho cuidado, alguien se hizo el amable y ayudó a bajar el bulto. Lo tomó con fuerzas, lo dejó caer muy fuerte y se reventó el bulto. ¿Y qué traía? Un chuico de 15 litros de aguardiente, y nueces alrededor. ¿Y qué pasó? El olor los delató, las nueces se bañaron con el aguardiente. Después del “problema”, fueron a dejar el bulto a la casa de mi abuelita, con mucha vergüenza. No pudieron llevar las nueces ni el aguardiente a Santiago. Y ahí quedó el bulto: viajo desde Confluencia a Chillán sin llegar a su destino final. Brunilda Herminia Sepúlveda González / Brunihermy (72 años)

Visión pueblerina: San Rosendo El pueblo de San Rosendo, por el cual transité hasta los trece años, se presenta luminoso y pintoresco en mi memoria, con su estratégica ubicación en un cerro, otrora fuerte español, con una belleza natural enriquecida por la confluencia de los ríos BioBío y el Laja y su añoso puente ferroviario que no perturba las quietas aguas, configurando un paisaje que desafía la sensibilidad de un pintor y que cautivó a Isidora Aguirre para que decidiera inmortalizarlo en la afamada comedia musical La Pérgola de las Flores.En verano, disfrutábamos del río,”los piqueros” desde las cuatro destruidas pilastras que lo seccionan, la playa y de los asados familiares, a la sombra de los sauces, encargados permanentes de adornar los pequeños islotes. En las noches la plaza se transformaba en un animado centro de baile y reunión de la juventud con dedicatorias de discos tan decidores como: “Eres todo para mí” de Neil Sedaka o “Tu Eres mi Destino” de Paul Anka, que propiciaban los romances. En esa sintonía musical los niños soñábamos con aquel día en que también bailaríamos en la plaza, evento que, en nuestro ideario infantil, nos confería un sello de egreso de la niñez.En invierno, con sus lluviosos y gélidos días, apresurábamos el paso para sumergirnos en la calidez hogareña y apropiarnos del inigualable calorcillo de la estufa a carbón de piedra en espera de las infaltables sopaipillas. He esculpido en el tiempo la alegría que me invadía en el esperado viaje en tren a Concepción, en nuestra óptica pueblerina: “la gran ciudad”,distante 80 km, en la cual resultaba tradicional que mis padres me llevaran a almorzar a una cocinería del mercado tapizada con fotos de jugadores y equipos del Campeonato Regional tales como Naval, y Arturo Fernández Vial.Asimismo, rememoro con nitidez la Sala de Espera de la estación penquista, actual Salón de la Intendencia Regional, lugar en el que contemplaba alucinado la policromía del impresionante mural que da pictórica cuenta de la historia de la ciudad, desde sus orígenes coloniales hasta su industrialización, enfocándose en la vida de los trabajadores, conllevando un mensaje de reivindicación social, que advertí con el paso de los años.En contraste, la angustia y el temor se apoderaba de la comunidad cuando el alarmante y reiterativo pitar proveniente de la Casa de Máquinas anunciaba un accidente en la vía férrea y que, en alguna infausta ocasión, devenía en fatal desenlace, enlutando a toda la población, en su mayoría de estirpe ferroviaria, que en multitudinaria y solidaria caravana acompañaba el sepelio del malogrado vecino, recorriendo un sinuoso camino para llegar al cementerio, situado en la cima del cerro. Con el auge del transporte camionero, los pitazos de las locomotoras, el sonido metálico de las ruedas girando en los rieles, y el chirrido de los frenos se perdieron para siempre en las quebradas de sus cerros y se ahogaron en el caudal de sus ríos; lo que no ha acontecido con mis recuerdos ya que al observar rieles enmohecidos en desuso y estaciones inertes se acicatea mi memoria, sin control de obturación, para concatenar paisajes e imágenes del querido pueblo de mi niñez, tatuado en ella con tinta indeleble. Espero que algún día se restablezca el circuito ferroviario con un servicio de conectividad integral y de calidad y que aquellos anuncios de reactivación se concreten y no se disipen como el humo de las locomotoras de antaño para, lastimosamente,convertirse en “cortinas de humo”. Julio Sánchez Saez


El ropaje que uno le pone al recuerdo es tanto o mås importante que el recuerdo mismo; es el lenguaje que abre y modifica el pasado, el que libera, el que redime.� Ziley Mora y Birgit Tuerksch Iniciativa financiada por:

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