Dos imágenes en el estanque (Giovani Papini) Sólo para volver a ver mi rostro en un estanque muerto, lleno de hojas muertas, en un jardín estéril, me detuve después de tanto tiempo en la pequeña capital? Cuando me aproximaba a ella no pensaba tener otro motivo que éste. Regresando del mar y de las grandes ciudades de la costa, sentía el deseo de las cosas ocultas, de las calles estrechas, de los muros silenciosos y un poco ennegrecidos por las lluvias. Estaba seguro de hallar todo eso en la pequeña capital, en la ciudad donde había estudiado durante cinco años, con maestros de clásicas barbas blancas, las ciencias más germánicas y más fantásticas. Recordaba a menudo la querida ciudad, tan sola en medio de la llanura, como una exiliada (he pensado siempre que existen también ciudades desterradas de su propia patria), sin río, sin torres ni campanarios, casi sin árboles, pero totalmente quieta y resignada en torno al gran palacio rococó, en el que charla y duerme la corte. En las calles, a cada cien pasos, hay un pozo y junto al pozo una fuente y sobre cada fuente un guerrero de terracota, pintado de azul y rojo pálido. Recordaba también la casa en que viví durante los años de mi aprendizaje científico. Mis ventanas no se abrían sobre la plaza sino sobre un gran jardín, cerrado entre las casas, donde había, en un rincón, un estanque circuido por rocas artificiales. A nadie le importaba el jardín: el viejo señor había muerto y la hija, aburrida y devota, consideraba a los árboles como herejes y a las flores como vanidosas. También el estanque había muerto por su culpa. Ningún chorro brotaba ya de su seno. El agua parecía tan cansada e inmóvil como si fuese la misma desde hacía una cantidad enorme de años. Por lo demás, las hojas de los árboles la cubrían casi enteramente e incluso las hojas parecían haber caído allí en otoños míticamente lejanos. Este jardín fue el sitio de mis alegrías mientras viví en la pequeña capital. Tenía la libertad de poder visitarlo cada hora y cuando los maestros no me llamaban me sentaba con algún libro junto al estanque, y cuando estaba cansado de leer o la luz menguaba, intentaba mirar mis ojos reflejados en el agua o contaba las viejas hojas y seguía con estática ansiedad sus lentos viajes bajo el hálito desigual del viento. Alguna vez las hojas se apartaban o se reunían todas en el fondo y entonces veía en el agua mi rostro y lo contemplaba tan largamente que me parecía no existir más por mí mismo, con mi cuerpo, sino ser solamente una imagen fijada en el estanque por la eternidad. Fue por eso que corrí inmediatamente al jardín, apenas llegué a la pequeña capital. Habían pasado muchos años, pero la ciudad se mantenía igual. Por las mismas calles estrechas pasaban las mismas mujeres enanas y amarillentas, de cofias ajadas, y los guerreros de terracota, inútiles y ridículos, se apoyaban en el puño de las espadas sobre las habituales fuentes. Y también el jardín estaba tal como yo lo había dejado, también el estanque estaba como yo lo vi por última vez, antes de regresar a mi patria. Alguna mata de más en los canteros, algunas hojas más en el estanque y todo el resto como antaño. Quise entonces volver a ver mi cara en el agua y me di cuenta de que era diferente, muy diferente de aquella que tan lúcidamente recordaba. El encanto de ese estanque, de ese sitio volvió a apoderarse de mí. Me senté sobre una de las rocas artificiales y con la mano moví las hojas muertas para formar un espejo más grande a mi rostro palidecido y transfigurado. Permanecí algunos minutos mirando mi imagen y pensando en las leyes del tiempo cuando vi dibujarse en el agua otra imagen junto a la mía. Me volví bruscamente: un hombre se había sentado a mi lado y se reflejaba junto a mí en el estanque. Lo miré sorprendido -volví a mirarlo y me pareció que se me asemejaba un poco. Dirigí de nuevo los ojos al estanque y contemplé otra vez su imagen reflejada sobre el fondo sombrío. Al instante comprendí la verdad: ¡su imagen se parecía perfectamente a la que yo reflejaba siete años antes! En otro tiempo, quizás, aquello me hubiera espantado y seguramente habría gritado como quien se halla preso en el círculo de alguna invencible obsesión. Pero yo sabía ahora que solamente lo imposible se vuelve real algunas veces y por lo tanto no sentí el menor asomo de terror. Tendí la mano al hombre, que me la estrechó, y le dije: -Sé que tú eres yo mismo, un yo que pasó hace mucho, un yo que creía muerto pero que vuelvo a ver aquí, tal como lo dejé, sin cambio visible. Y no sé, oh mi yo pasado, qué deseas de mi yo presente, pero sea lo que fuere no sabré negártelo. El hombre me miró con cierto estupor, como si me viera por primera vez, y respondió después de unos instantes de vacilación:
"Quisiera estar un poco contigo. Cuando tú creíste partir definitivamente yo permanecí aquí, en esta ciudad donde no pasa el tiempo, sin moverme, sin hacer nada, esperándote. Sabía que regresarías. Habías dejado la parte más sutil de tu alma en el agua de este estanque y de esta alma yo he vivido hasta hoy. Pero ahora quisiera unirme nuevamente a ti, permanecer estrechado a ti, viviendo contigo, escuchando de ti el relato de tus vidas de todos estos años. Yo soy como tú eras entonces y no conozco de ti más que lo que tú conocías entonces. Comprende mi ansiedad de saber y de escuchar. Hazme de nuevo tu compañero hasta que partas una vez más de esta ciudad exiliada del mundo y del tiempo." Asentí con la cabeza y salimos del jardín tomados de la mano, como dos hermanos. Comenzó entonces para mí uno de los periodos más singulares de mi vida, esta vida mía tan diferente ya de la de otros hombres. Viví conmigo mismo -con mi yo transcurrido- algunos días de imprevista alegría. Mis dos yo caminaban por las calles mal empedradas, en medio del silencio que reinaba desde hacía tanto tiempo en la pequeña capital -¡un silencio que databa del siglo decimoctavo!-, y conversaban incesantemente tratando de recordar las cosas que vieron, los hombres que conocieron, los sentimientos que los agitaron, los sueños que dejaron un amargo sabor en sus espíritus. Las dos almas -la antigua y la nueva- buscaron juntas la universidad, silenciosa y sepulcral como un monasterio montañés -recorrieron el jardín a la francesa, detrás del palacio rococó, donde las estatuas, mutiladas y ennegrecidas, no concedían más de una mirada a las alamedas infinitas- y se aventuraron hasta el Liliensee, una chacra mal excavada que por decreto de los viejos príncipes había llegado a obtener el nombre de lago. ¡No puedo recordar aquellos días de paseos y de confidencias sin que desfallezca por un instante mi corazón! Pero luego de las primeras horas de efusión, después de los primeros días de evocaciones, comencé a sentir un tedio inenarrable al escuchar a mi compañero. Ciertas ingenuidades, ciertas brutalidades, ciertos modos grotescos que continuamente exhibía me desagradaban. Me percaté, además, al hablar extensamente con él, de que estaba lleno de ideas ridículas, de teorías ya muertas, de entusiasmos provincianos hacia cosas y seres que yo ni siquiera recordaba. Confiaba en ciertas palabras, se conmovía con ciertos versos, se exaltaba ante ciertos espectáculos que a mí, en cambio, me inspiraban muecas o sonrisas. Su cabeza estaba llena todavía de ese romanticismo genérico, desproporcionado, hecho de cabelleras desmelenadas, de montañas malditas, de bosques tenebrosos, de tempestades y de batallas con redoblar de truenos y tambores, y su corazón se deshacía en aquel pathos germánico (flores azules, luna entre nubes, tumbas de castas novias, cabalgatas nocturnas, etcétera) del cual vivían los esmirriados petimetres melancólicos y las señoritas rubias un poco obesas. Su ingenuo orgullo, su inexperiencia del mundo, su ignorancia profunda de los secretos de la vida, que al principio me divertían, terminaron por cansarme, por suscitar en mí una especie de compasión despreciativa que poco a poco llegó a la repugnancia. Durante algunos días aún supe resistir mi deseo de insultarlo o de huir, pero una mañana, luego de que hubo declamado con gran énfasis un lied estúpidamente conmovedor, sentí que mi desprecio iba transformándose en odio. "Y sin embargo, pensé, yo mismo he sido en otra época este hombre del que me burlo, este joven ridículo e ignorante. Él es todavía, de alguna manera, yo mismo. Durante estos largos años yo he vivido, he visto, he adivinado, he pensado y él ha permanecido aquí, en la soledad, intacto, perfectamente igual a ese que era yo el día en que dejé estos lugares. Ahora mi yo presente desprecia a mi yo pasado -y sin embargo en ese tiempo yo creía, más que hoy todavía, ser el hombre superior, el ser alto y noble, el sabio universal, el genio expectante. Y recuerdo que entonces despreciaba a mi yo pasado, mi pequeño yo de niño ignorante y sin refinamiento todavía. Ahora desprecio a aquel que despreciaba. Y todos estos menospreciadores y menospreciados han tenido el mismo nombre, han habitado el mismo cuerpo, se presentaron ante los hombres como un solo ser vivo. Después de mi yo presente, se formará otro que juzgará a mi alma de hoy tal como yo juzgo hoy a la de ayer. ¿Quién tendrá piedad de mí si yo no la tengo para mí mismo?" Mientras yo pensaba esto, el yo antiguo me hablaba y declamaba. Yo no tenía nada ya para decirle y callaba; él no tenía nada más para decirme, pero, en vez de callar, fabricaba frases y recitaba poesías horriblemente extensas. ¿Qué había ahora de común entre nosotros? Habiendo agotado los recuerdos del pasado lejano, yo no podía hablar con él del pasado próximo, de todo mi mundo reciente de bellezas conocidas, de corazones amados y destrozados, de paradojas improvisadas en torno de la mesa de té, y mucho menos del sueño doloroso que ocupa ahora íntegramente mi alma. Era inútil decirle todo eso; él no me comprendía. El sonido de ciertas palabras que me sugería toda una escena, las asociaciones de ideas de un perfume, de un nombre, de un rumor nada le decían a su alma. Me rogaba que le hablara, y si consentía, me escuchaba con curiosidad pero sin sentir, sin comprender, sin revivir conmigo lo que yo le narraba. Sus ojos se perdían en el vacío y apenas yo enmudecía recomenzaba sus declamaciones y sus melosidades sentimentales.
Llegó, pues, un día en que el odio contra ese pasado yo mío no supo ya contenerse. Le dije entonces con mucha firmeza que no podía más vivir con él y que debía separarme de su compañía para acabar con mi disgusto. Mis palabras lo sorprendieron y lo entristecieron profundamente. Sus ojos me miraron suplicando. Su mano me estrechó con más fuerza. "¿Por qué quieres dejarme -dijo con su odiosa voz de teatral apasionamiento-; por qué quieres dejarme una vez más tan solo? ¡Te he estado esperando durante tanto tiempo en silencio, durante tantos años he contado las horas que me acercaban a estos momentos! Y ahora que estás conmigo, ahora que te amo, que hablamos del amor y de la belleza del mundo, de los pesares de sus criaturas, ¿quieres dejarme solo en esta ciudad tan triste, tan lentamente triste?" No respondí a sus palabras sino con un gesto de rabia. Pero cuando me adelanté para irme sentí su brazo aferrarme con violencia y escuché de nuevo su voz que me decía sollozando: "No, tú no partirás. ¡No te dejaré partir! Soy tan feliz ahora de poder hablar a alguien que puede comprenderme, a alguien que todavía tiene un corazón, ardiente, que viene de las ciudades de los vivos, que puede escuchar todos mis gemidos y acoger mis confesiones. ¡No, tú no partirás, no podrás partir! ¡No permitiré que te vayas!" Tampoco esta vez respondí y todo el día permanecí con él sin hablar. Él me miraba en silencio y me seguía siempre. Al día siguiente me preparé para irme pero él se plantó ante la puerta y no me dejó salir hasta que no le hube prometido que me quedaría con él durante todo el día. Así pasaron todavía cuatro días. Yo intentaba eludirlo, pero él me perseguía constantemente, aburriéndome con sus lamentaciones e impidiéndome, aun por la fuerza, abandonar la ciudad. Mi odio, mi desesperación crecían de hora en hora. Finalmente, al quinto día, viendo que no podía liberarme de su celosa vigilancia, pensé que sólo me quedaba un medio y salí resueltamente de casa seguido de su lamentable sombra. También aquel día anduvimos por el estéril jardín donde tantas horas había pasado yo con su alma, y nos aproximamos, también aquel día, al estanque muerto cubierto de hojas muertas. También aquel día nos sentamos sobre las falsas rocas y separamos con la mano las hojas para contemplar nuestras imágenes. Cuando nuestros dos rostros aparecieron juntos sobre el espejo sombrío del agua, me volví rápidamente, aferré a mi yo pasado por los hombros y lo arrojé de cara al agua, en el sitio donde aparecía su imagen. Empujé su cabeza bajo la superficie y la sostuve quieta con toda la energía de mi odio exasperado. Él intentó resistirse; sus piernas se agitaron violentamente pero su cabeza permaneció bajo el remolino trémulo del estanque. Después de algunos instantes sentí que su cuerpo se aflojaba y debilitaba. Entonces lo solté y cayó aún más abajo, hacia el fondo del agua. Mi odioso yo pasado, mi ridículo y estúpido yo de otros años había muerto para siempre. Abandoné con calma el jardín y la ciudad. Nadie me molestó jamás por este hecho. Y vivo ahora todavía en el mundo, en las grandes ciudades de la costa, y me parece que me falta algo cuyo preciso recuerdo no poseo. Cuando me asalta la alegría con sus tontas risas pienso que soy el único hombre que ha matado a su yo y que vive todavía. Pero esto no es suficiente para que permanezca serio.
El que se enterró (Miguel de Unamuno) Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven jovial, dicharachero y descuidado, habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para adivinar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas. Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: "Bueno, vas a saber lo que me ha pasado, pero le exijo, por lo que le sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme." Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio, donde nos encerramos. Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado en nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo: —Ahí sucedió la cosa. Le miré sin comprenderle. Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Dos o tres veces intentó empezar a hablar y otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle que dejase su confesión, pero la curiosidad pudo en mí más que la piedad, y es sabido que la curiosidad es una de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó un momento con la cabeza entre las manos y la vista baja; se sacudió luego como quien adopta una súbita resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no le conocía antes, y empezó: —Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo me libertaré de un grave peso, y me basta. No recuerdo qué le contesté, y prosiguió: —Hace cosa de año y medio, meses antes del misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se me conocía en nada ni tenía manifestación externa alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera de espanto. Presentía peligros vagos. Sentía a todas horas la presencia invisible de la muerte, pero de la verdadera muerte, es decir, del anonadamiento. Despierto, ansiaba porque llegase la hora de acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía la congoja de que el sumo se adueñara de mí para siempre. Era una vida insoportable, terriblemente insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución para suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que sería un remedio. Llegué a temer por mi razón ... —¿Y cómo no consultaste con un especialista? —le dije por decirle algo. —Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este miedo fue creciendo de tal modo, que llegué a pasarme los días enteros en este cuarto y en este sillón mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás. Estaba seguro de que aquello no podía prolongarse y de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en efecto llegó. Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar. —No lo sorprenda el que vacile —prosiguió—porque lo que vas a oír no me lo he dicho todavía ni a mí mismo. El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día, el siete de setiembre, en que me desperté en el paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y espíritu. Me preparé a morir de miedo. Me encerré como todos los días aquí, me senté donde ahora estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es natural, llegó —advirtiéndome la mirada, añadió tristemente:— Sí, ya sé lo que piensas, pero no me importa. Y prosiguió: —A la hora de estar aquí sentado, con la cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que se abría la puerta y que entraba cautelosamente un hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes del corazón y apenas podía respirar. El hombre se detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas, de pie, y sin duda mirándome. Cuando pasó un breve rato me decidí a levantar los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mí fue indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los hombres que no se mueren sino una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante mío, era yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que, estando delante de un espejo, la imagen que de ti refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo y se te viene encima... —Sí, una alucinación... —murmuré. —De eso ya hablaremos —dijo y siguió—: Pero la imagen del espejo ocupa la postura que ocupas y sigue tus
movimientos, mientras que aquel mi yo de fuera estaba de pie, y yo, el yo de dentro de mí, estaba sentado. Por fin el otro se sentó también, se sentó donde tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la mesa como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora mirando. Temblé sin poder remediarlo al oírle esto, y él, tristemente, me dijo: —No, no tengas también tú miedo; soy pacífico. Y siguió: —Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el otro y yo, es decir, así estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se había transformado en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte; era el colmo de la desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados: "Emilio, Emilio", sentí la muerte. Y me morí. Yo no sabía qué hacer al oírle esto. Me dieron tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él continuó: —Cuando al poco rato volví en mí, es decir, cuando al poco rato volví al otro, o sea, resucité, me encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora sentado y donde el otro se había sentado antes, de codos en la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome a mí mismo, que estaba donde ahora estoy. Mi conciencia, mi espíritu, habían pasado del uno al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción. Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es decir, muerto. Había asistido a mi propia muerte. Y se me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me encontraba triste, muy triste, abismáticamente triste, pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía que hacer algo; no podía quedar así y aquí el cadáver de mi pasado. Con toda tranquilidad reflexioné lo que me convenía hacer. Me levanté de esa silla, y, tomándome el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me convencí de que ya no vivía. Salí del cuarto dejándolo aquí encerrado, bajé a la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran zanja. Ya sabes que siempre me ha gustado hacer ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja. El pobre perro me miraba con ojos de terror, pero de terror humano; era, pues, su mirada una mirada humana. Le acaricié diciéndole: no comprendemos nada de lo que pasa, amigo, y en el fondo no es esto más misterioso que cualquier otra cosa... —Me parece una reflexión demasiado filosófica para ser dirigida a un perro —le dije. —¿Y por qué? —replicó—. ¿O es que crees que la filosofía humana es más profunda que la perruna? —Lo que creo es que no lo entendería. —Ni tú tampoco, y eso que no eres perro. —Hombre, sí, yo lo entiendo. —¡Claro, y me crees loco!... Y como yo callara, añadió: —Te agradezco ese silencio. Nada odio más que la hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que todo cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga, llamas a esta alucinación una impresión verdadera, de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones se estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto que has podido observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo el mismo, soy, sin embargo, otro. —Esto es evidente... —Desde entonces las cosas siguen siendo para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento. Es como si hubiese cambiado el tono, el timbre de todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo demás. —Como caso de psicología... –murmuré. —¿De psicología? ¡Y de metafísica experimental! —¿Experimental? –exclamé. —Ya lo creo. Pero aún falta algo. Ven conmigo. Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que me observó, dijo: —¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡También tú! ¡Ten valor, racionalista! Me percaté entonces de que llevaba un azadón consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía clavado al suelo por un extraño sentimiento, mezcla de terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se descubrió la cabeza y parte de los hombros de un cadáver humano, hecho ya casi esqueleto. Me lo señaló con el dedo diciéndome: —¡Mírame! Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Volvió a cubrir el hueco. Yo no me movía. —Pero ¿qué te pasa, hombre? —dijo, sacudiéndome el brazo. Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con una mirada que debió de ser el colmo del espanto.
—Sí —me dijo—, ahora piensas en un crimen; es natural. ¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido sin que se sepa su paradero? ¿Crees posible un crimen así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees criminal? —Yo no creo nada —le contesté. —Ahora has dicho la verdad; tú no crees en nada y por no creer en nada no te puedes explicar cosa alguna, empezando por las más sencillas. Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis de más instrumentos que la lógica, y así vivís a oscuras... —Bueno —le interrumpí—, y todo esto ¿qué significa? —¡Ya salió aquello! Ya estás buscando la solución o la moraleja. ¡Pobres locos! Se os figura que el mundo es una charada o un jeroglífico cuya solución hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene solución alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aquí de simbolismo alguno. Esto sucedió tal cual te lo he contado, y, si no me lo quieres creer, allá tú. Después de que Emilio me contó esto y hasta su muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía su presencia. Me daba miedo. Continuó con su carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin dar el menor motivo a que se le creyese loco. Lo único que hacía era burlarse de la lógica y de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía, y con gran valor. Entre sus papeles dejó un relato circunstanciado de cuanto me había contado y un tratado sobre la alucinación. Para nosotros fue siempre un misterio la existencia de aquel cadáver en el rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar. En el tratado a que hago referencia sostenía, según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas les ocurren durante la vida sucesos trascendentales, misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven a revelar por miedo a que se les tenga por locos. "La lógica —dice— es una institución social y la que se llama locura una cosa completamente privada. Si pudiéramos leer en las almas de los que nos rodean veríamos que vivimos envueltos en un mundo de misterios tenebrosos, pero palpables".
La Sombra (Hans Andersen) En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto. Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle -y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones- había gente asomada, porque uno tiene que respirar, por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces -sí, más de mil había encendidas-. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban -¡tilín, tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban -sí, había una vida tremenda en la calle-. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien debía haber allí. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos -excepto lo referente al sol-. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie, y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida. -Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque. Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma lo deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia -y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas. Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras. -Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente -dijo el sabio-. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora! Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió: -¡Anda, pero no te pierdas! Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; si por acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente
que la sombra se colaba por la puerta entornada en la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de sí. A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos. -¿Qué pasa? -dijo, cuando salió al sol-. ¡Me he quedado sin sombra! Se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio! Y eso lo enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado. Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo: -¡Ejem! ¡Ejem! -pero sin resultado. Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol -quizá la raíz había quedado dentro-. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado. De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años. Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta. -¡Adelante! -contestó, pero nadie entró. Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida. -¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el sabio. -¡Ah!, ya pensé que no me reconocería -dijo el hombre elegante-. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo -y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos. -No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto -dijo el sabio. -Ya, no es nada corriente -dijo la sombra-, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverlo a ver antes de que usted muera -porque usted ha de morir-. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo. -¡Bueno! ¿Pero eres tú? -dijo el sabio- ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona! -Dígame cuánto le debo -dijo la sombra-, porque no me gustaría deberle nada. -¿Cómo puedes hablar así? -dijo el sabio-. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.
-Sí que le contaré -dijo la sombra, y se sentó-, pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener una familia. -¡Estate tranquilo! -dijo el sabio-. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre! -¡Palabra de sombra! -dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir. Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas -sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto la que la hacía tan humana. -Ahora voy a contarle -dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor. -¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? -dijo la sombra-. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo! -¡La Poesía! -gritó el sabio-. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después? -Me encontré en la antesala -dijo la sombra-. Lo que usted siempre veía era la antesala. No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo -como debe hacerse. -¿Y entonces qué viste? -preguntó el sabio. -Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte; pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones... , desearía que me llamase de usted. -¡Dispense usted! -dijo el sabio-. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio. -¡Todo! -dijo la sombra-. Lo vi todo y lo sé todo. -¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? -preguntó el sabio-. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas? -¡Todo estaba allí! -dijo la sombra-. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala. -¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón todos los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños? -Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé
como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié -sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro-, me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared -¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda! Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi -dijo la sombra- lo que ningún hombre debe conocer, pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos -no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo -y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol y estoy siempre en casa cuando llueve. Y la sombra se marchó. -¡Qué extraordinario! -dijo el sabio. Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió. -¿Cómo le va? -preguntó. -¡Ay! -dijo el sabio-. Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia. -Pues a mí no me ocurre igual -dijo la sombra-. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje! -¡Qué disparate! -dijo el sabio. -¡Según como se mire! -dijo la sombra-. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta. -¡Esto ya es el colmo! -protestó el sabio. -Pero así va el mundo -dijo la sombra-, y así seguirá -y se marchó. Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca -hasta que al final cayó enfermo de consideración. -¡Parece usted totalmente una sombra! -le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella. -Lo que debe hacer es tomar las aguas -dijo la sombra, que vino de visita-. No hay nada igual. Lo llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera -eso es también una enfermedad- y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto. Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos en coche, a caballo, a pie -al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:
-Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo. -En eso que dice -contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor- hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, lo pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando lo oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto lo tutearé a usted, como fórmula de compromiso. Y así la sombra tuteó a su antiguo señor. -¡Qué absurdo -pensó éste- que yo le hable de usted y él me tutee! -pero no tuvo más remedio que aguantarlo. Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante. Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros. -Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa- no tiene sombra. Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo: -A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra. -Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente -dijo la sombra-. Sé que su dolencia consiste en que ve demasiado bien, pero debe haber desaparecido; está curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No ha visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar, pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Vea que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional. -¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? -pensó la Princesa-. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal de que no le crezca la barba y se marche. Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la Princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta. -Debe ser el hombre más sabio del mundo -pensó, tal era su admiración por lo que sabía. Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella lo atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaría. -Es un sabio -se dijo-, lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarlo. Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña. -¡No sabe usted la respuesta! -dijo la Princesa. -Lo aprendí de párvulo -dijo la sombra-. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.
-¡Su sombra! -dijo la Princesa-. Sería en verdad extraordinario. -Bueno, no digo que lo sepa -dijo la sombra-, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor -y debe estarlo para contestar bien- ha de ser tratado precisamente como una persona. -Me complacerá hacerlo -dijo la Princesa. Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura. -¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabia? -pensó ella-. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo. Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino. -¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello. Tras esto, fueron al país donde reinaba la Princesa, una vez que había ella regresado. -Escucha, amigo mío -dijo la sombra al sabio-. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio, irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la Princesa. Esta noche será la boda. -¡No, eso es monstruoso! -dijo el sabio-. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas eres un disfraz! -No lo creerá nadie -dijo la sombra-. ¡Sé razonable o llamo a la guardia! -¡Iré a ver a la Princesa! -dijo el sabio. -Pero yo iré primero -dijo la sombra-, y tú irás al calabozo. Y así fue, porque los centinelas lo obedecieron al saber que iba a casarse con la Princesa. -¡Estás temblando! -dijo la Princesa, cuando la sombra fue a visitarla-. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos. -Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir -dijo la sombra-. ¡Imagínate -claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho-; imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo -imagínate, si puedes-, que yo soy su sombra! -¡Qué horror! -dijo la Princesa-. ¿Lo habrán encerrado, supongo? -Sí. Me temo que nunca recupere la razón. -¡Pobre sombra! -dijo la Princesa-. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción. -Resulta cruel -dijo la sombra- porque era un buen sirviente -y pareció dar un suspiro. -¡Qué nobles sentimientos! -dijo la Princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La Princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones. El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida.
La Galera (Manuel Mujica Lainez) 1803 ¿Cuántos días, cuántos crueles, torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba, arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires; y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan, en verdad, a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas. Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando las cabezas como títeres; pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirría y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobres las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén revueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires, la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, administrador principal de correos; y si es menester, irá hasta la propia virreina Del Pino, la señora Rafaela de Vera y Pintado. ¡Ya verán quién es Catalina Vargas! La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud; más su desconfianza se deshace pronto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en un rincón; al pecho, el escudo de bronce con las armas reales; apoyados los pies en la bolsa del correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las valijas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino. Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante, puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postigotes mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros; de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta el olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar. ¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pugio, Colmán, Fraile Muerto, la Esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre… Se confunden los nombres en la mente de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de las fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la risa cercana de los peones y los esclavos que desafiaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente…. Los negros se afirmaban en el estribo, prendidos como sanguijuelas; y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar. Catalina tantea, bajo la saya que muestra tantos tonos de mugre como lamparones, las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cocidos, los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna. ¡Su fortuna! Y no sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y la de Santiago, y la casa de la calle de las Torres… Su hermana viuda ha muerto y, ahora a ella, le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro… lo otro… aquellas medicinas que ocultó… y aquello que mezcló con las medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su
derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que se le debía? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura… El galope… el galope… el galope…. Junto a la portezuela traqueteante, baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más. Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanzan a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio. Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límites. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchado el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche, reanudan la marcha. El galope… el galope… el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas… No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravilloso como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Pero ya falta poco. Arrecifes… Areco… Luján… Ya falta poco. Catalina Vargas va semidesvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho. El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo; brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella, se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? No fue en Pergamino. Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera, ¿cómo es posible…? La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas; y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá, el fraile reza con las palmas juntas; y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial. Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso; más sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en ese instante, con gran estrépito, algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto. Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarlos. No es nada. Dentro de media hora, estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Arrecifes, de donde los separan cuatro leguas. Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche, cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno, y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior. La señorita se alza, mas un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrados los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en un bloque de mármol que la clava en tierra? La voz se le anuda en la garganta. A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo. Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.
El Otro (J. L. Borges) El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero. Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista. Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror. Me le acerqué y le dije: -Señor, ¿usted es oriental o argentino? -Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestación. Hubo un silencio largo. Le pregunté: -¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa? Me contestó que si. -En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge. -No -me respondió con mi propia voz un poco lejana. Al cabo de un tiempo insistió: -Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris. Yo le contesté: -Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg. -Dufour -corrigió. -Esta bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso? -No -respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano. La objeción era justa. Le contesté: -Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar. -¿Y si el sueño durara? -dijo con ansiedad. Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije: -Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera? Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido: -Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa como están?
-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas. Vaciló y me dijo: -¿Y usted? No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié. Cambié de tono y proseguí: -En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní. Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era. -Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin vanidad. -Se me ha desdibujado. ¿Que tal es? No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia. -El maestro ruso -dictaminó- ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava. Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado. Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble. Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa. -La verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa. Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos. -¿Por qué no? -le dije-. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine. Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos lo hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias. -Tu masa de oprimidos y de parias -le contesté- no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba. Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después. Casi no me escuchaba. De pronto dijo: -Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges? No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción: -Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo. Aventuró una tímida pregunta: -¿Cómo anda su memoria? Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté: -Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase. Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió. -Yo te puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde. Lentamente entoné la famosa línea: L'byre - univers tordant son corps écaillé d'astres. Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra. -Es verdad -balbuceó-. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa. Hugo nos había unido. Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz. -Si Whitman la ha cantado -observé- es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho. Se quedó mirándome. -Usted no lo conoce -exclamó-. Whitman es capaz de mentir. Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy. De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio análogo. -Oí -le dije-, ¿tenés algún dinero? -Sí - me replicó-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile. -Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas. Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros. Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez. -No puede ser -gritó-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.) -Todo esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas. Hizo pedazos el billete y guardó la moneda. Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso. Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios. Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme. -¿A buscarlo? -me interrogó. -Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. EL otro tampoco habrá ido. He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro. El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.