Cassette (I. Asimov) Año: 2132. Lugar: aula de cibernética. Personaje: un niño de nueve años. Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea, que cuando crezca (1) pasará a integrar ese medio por ciento (2) de la población mundial que se encarga del progreso. Entretanto (3), lo educan con rigor. La educación, en los primeros grados, se limita al presente: que Blas comprenda el método de la ciencia y se familiarice con el uso de los aparatos de comunicación. Después, en los grados intermedios, será una educación para el futuro: que descubra, que invente. La educación en el conocimiento del pasado todavía no es materia para su clase Alfa: a lo más, le cuentan una que otra anécdota en la historia de la tecnología. Está en penitencia. Su tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine el deber de una vez. Blas sigue con la vista una nube que pasa. Ha aparecido por la derecha de la ventana y muy airosa (4) se dirige hacia la izquierda. Quizás es la misma nube que otro niño, antes que él naciera, siguió con la vista en una mañana como ésta y al seguirla pensaba en un niño de una época anterior que también la miró y en tanto la miraba creía recordar a otro niño que en otra vida... Y la nube ha desaparecido. Ganas de estudiar, Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino un juguete. Es una cassette. Empieza a ver una aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a escuchar un concierto de música estocástica (5). Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas del siglo XX a las que justamente ayer se refirió el tutor en un momento de distracción. ¡Cómo se habrán aburrido, sin esa cassette! "Allá, en los comienzos de la revolución tecnológica - había comentado el tutor - los pasatiempos se sucedían como lentos caracoles (6). Un pasatiempo cada cincuenta años: de la pianola (7) a la grabadora, de la radio a la televisión, del cine mudo y monocromo (8) al cine parlante y policromo (9). ¡Pobres! ¡Sin esta cassette cómo se habrán aburrido! Blas en su vertiginoso (10) siglo XXII, tiene a su alcance (11) miles de entretenimientos. Su vida no transcurre (12) en una ciudad sino en el centro del universo. La cassette admite los más remotos sonidos e imágenes; transmite noticias desde satélites que viajan por el sistema solar; emite cuerpos en relieve (13); permite que él converse, viéndose las caras, con un colono de Marte; remite sus preguntas a una máquina computadora cuya memoria almacena datos fonéticamente articulados y él oye las respuestas. (Voces, voces, voces, nada más que voces pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral: las informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos matemáticos.) En vez de terminar el deber Blas juega con la cassette. Es un paralepípedo (14) de 20 X 12 X 3 que, no obstante su pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio de diversiones. Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve qué es lo que debe ver y oír. Blas da vueltas a la cassette entre las manos. La enciende, la apaga. ¡Ah, podrán presentarle cosas para que élpiense sobre ellas pero no obligarlo a que piense así o asá (15)! Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube, es él, él mismo que anda por el aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De pronto a Blas se le iluminan los ojos: - ¿No sería posible - se dice - mejorar esta cassette, hacerla más simple, más cómoda, más personal, más íntima, más libre, sobre todo más libre? Una cassette también portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica: que funcione sin necesidad de oprimir (16) botones; que se encienda apenas se la toque con la mirada y se apague en cuanto se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir su desarrollo hacia adelante, hacia atrás repitiendo un pasaje agradable o saltándose (17) uno fastidioso... Todo esto sin molestar a nadie, aunque se esté rodeado de muchas personas, pues nadie, sino quien use tal cassette, podría participar en la fiesta. Tan perfecta sería esa cassette que operaría directamente dentro de la mente. Si reprodujera, por ejemplo, la conversación entre una mujer de la Tierra y el piloto de un navío sideral (18) que acaba de llegar de la nebulosa (19) Andrómeda, tal cassette la proyectaría en una pantalla de
nervios. La cabeza se llenaría de seres vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada rostro, la descripción de cada paisaje (20), la intención de cada signo... Porque claro, también habría que inventar un código de signos. No como esos de la matemática sino signos que transcriban vocablos: palabras impresas en láminas cosidas en un volumen manual. Se obtendría así una portentosa (21) colaboración entre un artista solitario que crea formas simbólicas y otro artista solitario que las recrea... - ¡Esto sí que será una despampanante (22) novedad! - exclama el niño -. El tutor me va a preguntar: "¿Terminaste ya tu deber?" "No", le voy a contestar. Y cuando rabioso (23) por mi desparpajo (24), se disponga a castigarme otra vez, ¡zas! lo dejo con la boca abierta: "¡Señor, mire en cambio qué proyectazo (25) le traigo!"... (Blas nunca ha oído hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se distrajera con las ciencias y estudiase las lenguas. Blas no sabe que así como en 1632 aquel otro Blas de nueve años, dibujando con tiza (26) en la pared, reinventó la Geometría de Euclides, él, en 2132, acaba de reinventar el libro.)
El Cuarto herméticamente cerrado (I. Asimov) —Vamos, vamos —dijo Shapur con bastante cortesía, teniendo en cuenta que era un demonio —. Desperdicias mi tiempo. Y también el tuyo, pues sólo te queda media hora. —Y agitó la cola. —¿No es desmaterialización? —preguntó reflexivamente Isidore Wellby. —Ya te he dicho que no. Por centésima vez, Wellby miró el bronce ininterrumpido que lo rodeaba por todas partes. El demonio se había regodeado diabólicamente (¿de cuál otro modo?) al señalar que el suelo, el techo y las cuatro paredes eran losas de bronce totalmente lisas y de medio metro de espesor, unidas por soldaduras sin rendijas. Era el cuarto cerrado definitivo, y Wellby sólo tenía media hora para salir, mientras el demonio observaba con creciente ansiedad. Isidore Wellby había firmado hacía diez años (exactos, por cierto). —Te pagamos por adelantado —dijo persuasivamente Shapur—. Durante diez años tendrás todo lo que quieras, dentro de lo razonable, y luego serás un demonio. Serás uno de nosotros, con un nuevo nombre de potencia demoníaca y muchos otros privilegios. Ni siquiera te darás cuenta que estás condenado. Y, si no firmas, quizá igual termines en el fuego, de cualquier modo. Nunca se sabe. Mírame a mí, por ejemplo. No me va tan mal. Firmé, tuve mis diez años y aquí estoy. Nada mal. —¿Por qué estás tan ansioso por mi firma si, de todos modos, puedo ser condenado? —le preguntó Wellby. —No es tan fácil reclutar cuadros de mando para el infierno —explicó el demonio, con un encogimiento de hombros que intensificó levemente el tenue aroma a bióxido de azufre que impregnaba el aire—. Todos apuestan a que terminarán en el cielo. Es una mala apuesta, pero así son las cosas. Creo que tú eres demasiado sensato para eso. Pero, entre tanto, tenemos más almas condenadas de las que podemos atender con nuestra creciente escasez de personal administrativo. Wellby acababa de salir del ejército y lo único que le había dejado esa experiencia era una cojera y una carta de despedida de una muchacha a la que aún amaba, así que se pinchó el dedo y firmó. Desde luego, primero leyó la letra pequeña. Cierta cantidad de poderes demoníacos serían
depositados en su cuenta en cuanto firmara con sangre. No sabría en detalle cómo se manipulaban esos poderes ni la naturaleza de todos ellos, pero sus deseos se cumplirían de tal modo que parecerían realizarse mediante mecanismos normales. Naturalmente, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con las metas y los propósitos más elevados de la historia humana. Ante eso, Wellby enarcó las cejas. Shapur carraspeó. —Una precaución que se nos impone desde..., eh..., Arriba. Tú eres razonable. Esa limitación no interferirá contigo. —También parece haber una cláusula equívoca. —En cierto modo, sí. A fin de cuentas, tenemos que verificar tu aptitud para el puesto. Como ves, estipula que se te exigirá la realización de una tarea que tus poderes demoníacos te facilitarán muchísimo. No podemos revelarte ahora a qué se refiere, pero tendrás diez años para estudiar la naturaleza de tus poderes. Considéralo una especie de requisito de ingreso. —¿Y si no apruebo el examen? —En ese caso —dijo el demonio—, serás sólo un alma condenada común. —Y, como era un demonio, sus ojos emitieron un destello humeante y los dedos de sus zarpas temblaron como si ya los hubiera hundido en las entrañas del otro. Pero añadió suavemente—: Vamos, será un examen sencillo. Preferimos que seas uno de los nuestros y no simplemente una tarea más. Wellby, pensando melancólicamente en su amada inalcanzable, no dio mucha importancia a lo que ocurriría al cabo de diez años y firmó. Pero los diez años pasaron de prisa. Isidore Wellby siempre se mostró razonable, como había predicho el demonio, y las cosas marcharon bien. Wellby aceptó un empleo y, como se hallaba en el sitio adecuado en el momento preciso y siempre decía las palabras precisas al hombre adecuado, pronto lo promovieron a un puesto de gran autoridad. Sus inversiones eran invariablemente fructíferas y, para mayor satisfacción, su chica regresó sinceramente arrepentida y desbordante de adoración. Tuvo un matrimonio feliz y fue bendecido con cuatro hijos, dos varones y dos niñas; todos, brillantes y educados. Al cabo de diez años estaba en la cumbre de la autoridad, reputación y fortuna, mientras que su esposa crecía en belleza a medida que maduraba. Y, a los diez años (exactos, por cierto) de la firma del pacto, se despertó para encontrarse no en su dormitorio, sino en una horrenda cámara de bronce de pasmosa solidez, sin más compañía que un ávido demonio. —Sólo tienes que salir y serás uno de nosotros —dijo Shapur—. Es lógico y factible si usas tus poderes demoníacos, siempre que sepas exactamente qué estás haciendo. Y ya deberías saberlo. —Mi familia se preocupará por mi desaparición —objetó Wellby, empezando a arrepentirse. —Hallarán tu cadáver —lo consoló el demonio—. Parecerá que has muerto de un ataque cardíaco y tendrás unas bonitas exequias. El pastor dirá que fuiste al cielo y nadie desmentirá sus palabras.
Vamos, Wellby, tienes hasta el mediodía. Wellby, que sin pensarlo se había preparado para ese momento durante diez años, sentía menos pánico del que debería esperar. Miró en torno, reflexivamente. —¿El cuarto está totalmente cerrado? ¿No hay aberturas secretas? —No hay ninguna abertura ni en las paredes ni en el suelo ni en el techo —le confirmó el demonio, con orgullo profesional por su obra—. Ni en las juntas ni en ninguna superficie. ¿Te das por vencido? —No, no. Dame tiempo. Wellby se devanó los sesos. La atmósfera del cuarto no estaba enrarecida. Incluso parecía como si el aire circulara. Tal vez el aire entrara en el cuarto desmaterializándose para atravesar las paredes. Tal vez el demonio había entrado por desmaterialización y tal vez él pudiera irse del mismo modo. Lo preguntó: El demonio sonrió con burla. —La desmaterialización no es uno de tus poderes. Ni yo la usé para entrar. —¿Estás seguro? —Yo he creado este cuarto —declaró el demonio con orgullo— especialmente para ti. —¿Y entraste desde fuera? —Sí. —¿Con poderes demoníacos razonables que yo también poseo? —Exacto. Vamos, seamos precisos. No puedes desplazarte a través de la materia, pero puedes moverte en cualquier dimensión mediante un simple esfuerzo de voluntad. Puedes moverte hacia arriba, hacia abajo, a derecha, a izquierda, oblicuamente y demás, pero no puedes atravesar la materia. Wellby siguió pensando mientras Shapur insistía en la inconmovible solidez de las paredes, el suelo y el techo de bronce, en los que no había una sola rendija. Resultó obvio para Wellby que Shapur, por mucho que creyese en la necesidad de reclutar cuadros de mando, apenas podía contener su deleite demoníaco ante la posibilidad de contar con un alma condenada común para divertirse. —Al menos —observó Wellby, en un penoso intento filosófico—, tendré diez años felices que recordar. Sin duda es un consuelo, aun para un alma condenada al infierno. —En absoluto. El infierno no sería infierno si se permitieran consuelos. Todo lo que se gana en la Tierra mediante pactos con el diablo, como en tu caso (o en el mío), es exactamente lo que uno podría haber ganado sin ese pacto si hubiera trabajado con empeño y plena confianza en..., eh..., Arriba. Por eso, estos tratos son realmente demoníacos. Soltó una risotada hueca y jovial. —¿Quieres decir que mi esposa habría regresado a mí aunque yo no hubiera firmado el contrato? — preguntó el indignado Wellby. —Tal vez. Todo lo que ocurre es voluntad de..., eh..., Arriba. Nosotros no podemos hacer nada para alterar eso. La congoja del instante debió de agudizar el ingenio de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando vacía la habitación, a excepción del sorprendido demonio. Y la sorpresa se transformó en furia cuando el demonio miró el contrato de Wellby que, hasta ese momento, retenía en la mano para ejecutarlo de un modo u otro.
A los diez años (exactos, por cierto) de la firma del pacto entre Isidore Wellby y Shapur, el demonio entró en la oficina de Wellby, hecho una furia. —Oye... Wellby apartó los ojos de su trabajo, muy sorprendido. —¿Quién eres tú? —Sabes muy bien quién soy. —En absoluto —negó Wellby. El demonio miró al hombre de hito en hito. —Veo que dices la verdad, pero no distingo los detalles. De inmediato inundó la mente de Wellby con los acontecimientos de los últimos diez años. —Oh, sí —dijo Wellby—. Puedo explicarlo, desde luego pero, ¿estás seguro que nadie nos interrumpirá? —Nadie —rezongó el demonio. —Yo estaba sentado en ese cuarto cerrado de bronce y... —Eso no importa —interrumpió el demonio—. Quiero saber... —Por favor, déjame contarlo a mi manera. El demonio cerró las zarpas y sudó bióxido de azufre hasta que Wellby tosió con aire dolorido. —Si te alejaras un poco... —le pidió Wellby—. Gracias... Pues bien, yo estaba en aquel cuarto cerrado de bronce y recordaba que tú insistías en que las cuatro paredes, el suelo y el techo no tenían ninguna rendija. Me pregunté por qué lo especificabas. ¿Qué más había además de paredes, suelo y techo? Habías definido un espacio tridimensional totalmente cerrado. »Y eso era: tridimensional. El cuarto no estaba cerrado en la cuarta dimensión. No existía indefinidamente en el pasado. Tú dijiste que lo habías creado para mí. Así que, si viajaba hacia el pasado, eventualmente hallaría un punto del tiempo donde el cuarto no existiría y, entonces, habría escapado. »Más aún, dijiste que yo podía desplazarme en cualquier dimensión y, ciertamente, el tiempo se puede considerar una dimensión. En todo caso, en cuanto decidí desplazarme hacia el pasado, me hallé retrocediendo en el tiempo a gran velocidad y, de pronto, ya no había bronce alrededor. —Me imaginaba todo eso —exclamó el angustiado Shapur—. No podías escapar de otra manera. Lo que me preocupa es tu contrato. No eres un alma condenada común, de acuerdo, es parte del juego. Pero al menos deberías integrarte en los cuadros directivos; para eso te pagaron, y si no te entrego... abajo estaré en un gran lío. Wellby se encogió de hombros. —Lo lamento por ti, desde luego, pero no puedo ayudarte. Debiste de crear el cuarto de bronce inmediatamente después que firmara el papel, pues cuando salí del cuarto me hallé en ese punto del tiempo en el que yo hacía un trato contigo. Allí estabas de nuevo, y allí estaba yo; me acercabas el contrato, junto con un punzón para que me pinchara el dedo. Por cierto, como había retrocedido en el tiempo, mi recuerdo de aquello que se estaba transformando en futuro se disipaba, sólo que, al parecer, no del todo. Cuando me acercaste el contrato, de pronto tuve un mal presentimiento. No recordaba el contrato, pero tuve un mal presentimiento. Así que no firmé. Rechacé la oferta. Shapur apretó los dientes. —Debí haberlo sabido. Si los patrones de probabilidad afectaran a los demonios, me habría desplazado
contigo hacia ese nuevo mundo probable. Tal como están las cosas, sólo puedo decir que has perdido los diez años felices con que te pagamos. Es un consuelo. Y al final te pillaremos. Ése es otro consuelo. —Pero, ¿hay consuelos en el infierno? —replicó Wellby—. Durante los diez años que he vivido ahora, no he sabido lo que podría haber obtenido. Pero, ya que has puesto el recuerdo de esos diez años que pude haber vivido en mi mente, recuerdo que en el cuarto de bronce me dijiste que los pactos demoníacos no podían dar nada que no se pudiera obtener trabajando con empeño y confianza en Arriba. He trabajado con empeño y he confiado. —Volvió los ojos hacia la fotografía de su bella esposa y sus cuatro hijos, y luego recorrió con la vista la lujosa elegancia de su oficina—. Y tal vez escape del infierno. Eso trasciende tu poder de decisión. Y el demonio, con un aullido horrible, se esfumó para siempre.
El Eclipse (A. Monterroso)
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora. Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo. Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida. -Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura. Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles. Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación. ¿Con que eso era la muerte? ¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso. Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! - Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo - pensó. Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero. -Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada. Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez. ¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos. -¡No entres! -gritó él, pero sin voz. Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró. -¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! - gritaba él, pero sin voz. ¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte! Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al
rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo. Salió de la habitación, triste. ¿Adónde iría? Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio. Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre. Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas. Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron. Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos. Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared. A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas. Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural! Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa
estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas? Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas! Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo. Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño. También murió su cuñada. Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.
La Muerte (Anderson Imbert) La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró. -¿Me llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha. -Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña. -Muchas gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto! -No, no tengo miedo. -¿Y si levantaras a alguien que te atraca? -No tengo miedo. -¿Y si te matan? -No tengo miedo.
-¿No? Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e. La automovilista sonrió misteriosamente. En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.