ÍNDICE
Réquiem por un genio…..3 La luna llena brilla en medio de la noche…..13 232323…..26 El circo…..37 Recuerdos…..53 6ESPERANZA6…..60 Mariana García…..68 Espectacular…..77 El fantasma de Elena…..91 Aves en los dedos…..104 Cuando todo esto acabe…..114
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RÉQUIEM PARA UN GENIO
Yo solía ser buena escritora. No es por presumir, pero mis cuentos tenían una técnica bastante cuidada, que, combinada con la fresca visión de mi joven ingenio, daba como
resultado
un
estilo
bastante
bueno.
Varios
concursos ganados y dos libros publicados, para mi edad eran señal de un futuro literario muy prometedor. Mis textos eran producto del placer que me causaba el simple hecho de sentarme en las escaleras de la escuela, en la cafetería o en cualquier lugar y dejar que mi imaginación fluyera. Siempre me gustaba saber que mi genio era capaz de idear maravillosas historias y a la vez hacerlas tan verosímiles que los lectores podían vivir mis experiencias ficticias. Podía escribir sobre lo que quisiera. Tenía cuentos de temas muy diversos, incluso sobre las cosas más
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triviales, como un horno de microondas o un par de zapatos. Bastaba con que viera un objeto o una persona, lo hiciera parte de mi mundo interior, y mi mano comenzaba a darle vida propia, a crear historias fantásticas. Cada vez que terminaba de escribir un texto era para mí como dar a luz: paría un cuento. Al final le daba un nombre y mi apellido, y listo, tenía un hijo nuevo. La poesía realmente nunca se me dio. Siempre que trataba
de
escribir
un poema
terminaba
creando
personajes con las metáforas y acciones dentro de los versos, los cuales se iban perdiendo y al final tenía una novela corta o un cuento largo. No podía dejar de pensar en prosa. De repente ese fácil proceso de creación empezó a convertirse en un trabajo duro. Recuerdo la primera vez que escribir dejó de ser para mí tan sencillo como lavarme los dientes. Estaba en la biblioteca. Unas horas
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antes, en el camión de la universidad, se me había ocurrido una historia en la que el chofer de un camión decidía raptar a los pasajeros solamente porque su mujer le había confesado que nunca quedaba satisfecha después de tener sexo con él. La narración sería en primera persona y estaría a cargo de un personaje masculino que mantendría una conversación con el chofer, convirtiéndose en una especie de confidente y de salvador de la situación. Comúnmente, una idea así era suficiente para crear un buen cuento, así que me senté dispuesta a dejar que mi genialidad hiciera todo, como en una especie de posesión. Al final podría leer mi historia y sentirme orgullosa de ella. Empecé a escribir.
Eran como las siete y media de la mañana cuando me disponía a tomar el autobús para ir a la oficina. El café había estado delicioso –como siempre- y tenia ganas
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de regresar a mi casa y quedarme todo el día con mi mujercita. Los dos meses que llevaba de casado habían sido los mejor vividos de mi existencia. Ya en el autobús me quedé absorto en la lectura, en un artículo del periódico sobre la educación en México en el que daban una visión –muy a largo plazo- de un país alfabetizado cien por ciento. A unas cuantas calles de mi edificio el camión dio una vuelta violentamente y se salió de la ruta. Una señora se acercó al chofer y le dijo de manera cortés que había tomado un camino equivocado. -Tomé este camino porque se me hinchó mi regalada gana y se aguantan- le gritó el chofer. Y ahí se acabó el relato. No pude seguir más.
Yo estaba desconcertado No.
Yo no supe qué hacer No.
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No pude continuar con la historia. Se me fue la idea. El aire acondicionado estaba muy fuerte, seguramente, y mi sinusitis me ocasionaba un dolor de cabeza espantoso. Decidí seguir después. En la noche llegué a mi casa y pasó lo mismo. Agarré la pluma y abrí el cuaderno en la hoja en la que había quedado mi relato. No salía nada de mi cabeza. Pensé. Tal vez la idea no era tan buena. Sería mejor olvidarla y buscar otra anécdota más interesante. Al día siguiente escogí la cafetería para pasar la tarde escribiendo. Un refresco y un cigarro eran suficientes para relajarme. Me vino a la mente un recuerdo de mi infancia. Una vez que estaba en el parque un niño se me acercó muy nervioso y me dijo que su Action Man cobraba vida todas las mañanas cuando se alistaba para ir a la escuela. Le escondía su cepillo de dientes y le arrugaba la corbata, lo hacía perder el tiempo y su mamá lo castigaba a diario. Él no le decía
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nada porque su Action Man tenía secuestrado a un pitufo y amenazaba con cortarle la cabeza si el niño le contaba a alguien lo que pasaba. La anécdota era algo tonta pero sin duda podría adaptarla y sacar algo bueno de ahí. Pero nada. Escribí dos renglones y fue todo. Algo pasó que desconectó mi cerebro de mi mano derecha. Tenía la idea pero al momento de pasarla al papel me bloqueaba. Terminé escribiendo el puro argumento, o sea, no más de diez renglones. Todo el relleno literario que hubiera hecho de la simple anécdota un buen cuento se había borrado de mi mente. Así sucedió no sé cuántas veces más. Comenzaba historias que no podía concluir. Ya no podía darme el lujo de sentarme en cualquier lugar y simplemente escribir. No me concentraba en ningún sitio. Decidí descansar un poco mi mente. De seguro estaba atravesando lo que llaman un bloqueo mental.
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Eso era. Mi creatividad pasaba por una crisis que en poco tiempo se esfumaría aclarando mis ideas. Me dediqué a leer y ver películas durante dos semanas, sin tocar mi libreta. Cada vez que terminaba de leer un libro, un montón de ideas se me venían a la cabeza. En el momento quería escribirlas, pero me daba miedo empezar y no poder terminarlas, así que me aguantaba las ganas. Necesitaba pasar esas dos semanas libre de esfuerzo creativo. Pasado ese tiempo podría escribir como antes. El último día de mi retiro temporal vi una película muy buena. Me acosté muy contenta pensando que al otro día sería una escritora completa de nuevo.
Esa
noche tuve un sueño muy extraño. Me encontraba en un velorio, sin saber quién era el difunto. Tenía un rosario en la mano izquierda. Mi madre se acercaba y me abrazaba, llorando. Todos a mi alrededor se veían deshechos (obviamente, pues aquello no era una fiesta).
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Pero yo no estaba llorando, ni siquiera sabía quién estaba en la caja. Me colgué el rosario en el cuello y me acerqué al ataúd. Cuando me asomé vi horrorizada que sobre los cojines blancos estaba una mano derecha. Instintivamente volteé a ver la mía, y en su lugar solo había un muñón cubierto por gasas.
Grité y desperté
sudando. Fue un sueño horrible. En una revista leí que para facilitar la tarea de escribir era bueno adquirir el hábito. Así como es recomendable comer siempre a la misma hora, el tener un lugar y una hora fijos para escribir era lo mejor para que la imaginación fluyera de forma casi mecánica. Convertir ese proceso en un ritual y utilizar objetos como anclas: un escritorio, una pluma, los cigarros, etc. Preparé mi escritorio como un refugio de guerra. Había todo lo que pudiera ocupar para no tener que levantarme más que al baño. Tenía comida en los cajones, agua, cigarros y hasta unas bolas chinas para
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relajarme. Música instrumental para despejar la mente y despertar la inspiración. Aunque nunca antes había tomado café, ahora tenía un termo lleno para no dormirme y junto a éste, un cenicero en forma de tortuga que seguramente me daría buena suerte. Era el primer día de mi vida de escritora después del receso.
Antes tenía ideas y no lograba concretarlas, pero esa noche ni siquiera logré que se me ocurriera nada. Miles de cosas me venían a la cabeza pero nada era lo suficientemente claro ni interesante. Lo que sentí en ese momento
fue
una
mezcla
de
frustración,
coraje,
desesperación y tristeza. De eso hace ya varios meses. Noches completas encerrada en mi habitación, inundada de humo, como mi cabeza. Llorando. Con el dolor de alguien que pierde un ser querido. Mis ideas estaban todas muertas. Muchas de
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ellas incluso antes de nacer. Se me habĂan ido muriendo una por una, en mis manos, sin que yo pudiera hacer nada por salvarlas. Probablemente esto serĂĄ lo Ăşltimo que escriba en mi vida.
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La luna llena brilla en medio de la noche. A lo lejos, los aullidos hacen eco, llenando de tristeza el ambiente. Los árboles se mueven con el viento. Todo alrededor se siente nostálgico, como si las cosas pudieran contagiarse del dolor que produce la muerte. Porque esta noche el corazón ha dejado de latir. El alma ha salido del cuerpo dolido por el amor. El aire lo siente. La noche lo siente. Esa flecha certera, engañosa, entró en su pecho, quitándole la vida en una lenta agonía sin dolor.
-Buenas tardes. -Pase. Buenas tarde, Srita... García. Siéntese y dígame en qué puedo ayudarle. -Pues verá doctor, realmente no estoy loca, pero creo que si no me ayuda podré volverme demente muy pronto. -Cuénteme qué es lo que la tiene así.
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-En realidad no lo sé. Bueno, sí. Es la presión. Me ascendieron en mi empleo y no me da tiempo de nada. Cuando tengo ratos libres estoy tan cansada que no me dan ganas de hacer cualquier cosa que implique hablar, moverme, o sea, nada. Gano mucho mejor que antes, tengo carro nuevo, redecoré el departamento. Batallé mucho para conseguir que valoraran mi trabajo, pero ahora no sé, tal vez no puedo con tanta responsabilidad. Tengo dos años saliendo con un hombre al que quiero mucho, pero hace una semana le dije que no quería verlo, que necesitaba tiempo para arreglar mi vida. De eso hace ya dos meses, doctor. Él me ha llamado pero jamás le respondo. No lo he querido ver y no creo que eso vaya a cambiar. Digo, me siento mal, porque lo quiero, pero no tengo ganas de salir, ni de ver a nadie. Anoche estuve pensando que mi vida no tiene sentido, ya no hay nada que me impulse a seguir, no lo sé.
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-Mire. Tómelo con calma. A todos en algún momento nos llega la etapa en que nuestra vida alcanza cierta estabilidad que nos desestabiliza. La vida no puede ser tan fácil ¿me entiende? Usted tenía su trabajo, su pareja. Recibe una oportunidad de mejorar económicamente y todo se complica. Pero, ¿sabe qué? Eso es pasajero. Ahora bien, entiendo que se sienta confundida y desganada, así que vamos a hacer una cosa. Voy a llevarla en una regresión por el tiempo para que conozca su vida pasada a través del hipnotismo. Esto le ayudará a reencontrarse consigo misma, se va a relajar y podrá enfrentarse a sus nuevos retos con más energías. ¿Le parece? Bien. Vamos a empezar a partir de mañana. Haremos dos o tres sesiones, dependiendo de que cómo vaya progresando, así que hoy quiero que se vaya a su casa, descanse, prenda unos inciensos, unas velas, dese un baño caliente y duerma bien. Mañana, como a las seis, se da una vuelta por aquí y haremos lo que le dije.
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-Buenas tardes. ¿Cómo durmió anoche? -Pues más o menos. Lo que pasa es que tuve que quedarme despierta hasta muy tarde haciendo unas cosas de la oficina, pero creo que estoy mejor. -Pásele al diván y recuéstese. Quiero que se sienta muy cómoda. Puede quitarse los zapatos. Escuche: lo que usted necesita es tratar de que sus ocupaciones no se apropien de usted, es decir, que usted no se convierta en su trabajo. Tiene que encontrar su propia esencia y saber que si quita su empleo, su departamento, su coche nuevo y a su novio, sigue quedando usted, y de vez en cuando tiene que sacar su Ser interior para despejarse un poquito. Tal vez el contacto con la naturaleza no le caería mal. Para eso la voy a hipnotizar, para que puede usted verse en otra vida y se dé cuenta que a pesar de tener otro cuerpo y una vida totalmente diferente, eso que
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usted es se conserva. Uno no se puede deshacer de su alma. Siempre está ahí, debajo de todo. ¿Lista?
Bien, ahora está usted profundamente dormida. Va a viajar por el tiempo dentro de sí misma para encontrarse en su vida anterior. ¿Puede usted verse? -No. -Puede decirme qué está viendo. -Veo dos caballos negros junto al lago. Hay humo en el cielo y tengo frío. Trato de arroparme con mi abrigo, pero no logro calentarme. Puedo escuchar el agua de la cascada, que cae, salpicando el pasto de la orilla. Está oscureciendo.Un lobo se acerca a mí y puedo tocarlo con mi mano. Él se comporta como un perro dócil y me lame, luego se va con los demás a la colina. Lanzo una piedra al agua y las ondas que se producen deforman un rostro que se pierde en un momento.
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-¿Puedes decirme quién eres? -No. -Está bien. Sígueme contando. ¿Cómo te sientes? -Me siento muy feliz. Estoy sobre una roca y llevo una flor en la mano. Puedo ver mi mano. Es morena y grande, mis manos son grandes y fuertes. Puedo ver mis pies, pero están cubiertos por unas botas de piel. Aprieto la flor y luego abro la mano y veo la flor destruida. La tiro y observo nuevamente mi mano. Su palma es muy lisa y se me figura demasiado delicada para ser capaz de destruir. Algo me hace acercarme al agua y me hinco en la orilla. Puedo ver mi rostro. Lo veo. -Muy bien. Dime quién eres. -Soy un joven moreno. Creo que soy un indio. Soy un indio muy apuesto. De repente mi reflejo se deshace porque meto la mano al agua para sacar algo que brilla en el fondo. Es una piedra verde que reflejaba la luz de la luna. La lanzo y veo un montón de peces que se
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dispersan por todos lados. Por un momento pienso en ir al campamento por una red, pero prefiero seguir sólo mirándolos. Me siento feliz. El día de ayer me convertí en un hombre. Subí a la colina y me senté entre los lobos. Al principio todos me gruñeron. Me enseñaban los colmillos afilados y podía ver sus lomos erizados. De pronto un macho de pelaje oscuro se acercó a mí y me olfateó. Pude tocar su lomo y al rato todos los lobos me rodeaban, aullándole a la luna y yo los imitaba. Había cumplido el mandato que el bosque había ordenado para mí, y ahora el viejo me ha llamado Lobo. Toda mi vida he soñado con este momento. Desde que era niño y la veía pasar con su vasija. La seguía hasta el lago y la miraba recoger agua. Quería acercarme a ella y ayudarle, pero no podía. Los niños y las niñas no pueden estar juntos. Los niños recogen la leña y hacen el fuego; las niñas ayudan a cocinar. Pero ahora que soy un
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hombre puedo acercarme a ella y decirle que su cabello es como la noche que cae sobre la nieve. Le diré que estoy enamorado y que quiero que ser su hombre, que quiero que sea mi esposa. Me recuesto en el pasto y puedo sentir la neblina en mi rostro, helada. Alguien grita mi nombre, veo que es mi padre. Debo regresar al campamento a dormir. -Bien. Cuando cuente hasta tres...
¿Cómo te sientes? -Maravillosamente. Todo se sentía tan bien. La brisa, el frío del bosque. Doctor, ¡podía oler los pinos! Además de eso, tenía una sensación de bienestar... -Es lo que le decía. Usted necesita encontrarse con usted misma y relajarse. Repetiremos la sesión mañana. ¿Está bien? Nos vemos mañana.
-Buenas tardes. ¿Cómo durmió anoche?
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-No me lo va a creer, pero hacía años que no dormía tan bien. Me sentí como una niña. Desperté relajada y de un humor excelente. Estoy ansiosa por saber qué pasó con mi Yo del bosque. -Bien. Repetiremos el mismo procedimiento de ayer. ¿Lista?
-Estás profundamente dormida y eres Lobo. ¿Dónde estás en este momento? -Estoy en la colina y Nube está conmigo. Está hincada frente a mí. Yo también lo estoy. Puedo ver su rostro muy cerca. Sus ojos son tan hermosos... La tomo de los hombros y la acerco a mí hasta que sus labios y los míos se unen y puedo sentir la tibieza de su lengua. Acaricio su cabello suave, sus hombros, su espalda. Me acuesto sobre ella y le susurro al oído que la amo, que ya no puedo estar más sin ella. Ella me dice que me ama también y me besa. Me abraza muy fuerte y luego me
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dice que abra los ojos. Cuando lo hago estoy en mi tienda. Todo fue un sueño. Abro la puerta, saco la cabeza, veo las estrellas que aún brillan, a pesar de que ya está amaneciendo. En cada una de ellas veo a Nube. Me quedo viéndolas hasta que desaparecen y tengo que levantarme a cazar. Puedo escuchar que algo se mueve entre las ramas. Espero oculto entre los arbustos. Ahí está. Es un enorme jabalí. Cuando presiente que alguien lo observa es demasiado tarde, porque yo ya he lanzado una flecha que le atraviesa justo en el costado. Lanza un grito que hace eco entre los pinos. Me lo echo al hombro y regreso con mi presa al campamento. Algo raro pasa ahí, parece que va a haber una fiesta. Dejo el animal y voy a la cabaña del viejo para ver qué pasa. En el camino me encuentro con Nube. Tiene el penacho. Se casa. Mi Nube se casa y no
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conmigo. Alguien la pidió esta mañana y por la tarde ya no será más mi Nube. Siento como si algo por dentro me estallara. Como si yo fuera el jabalí y alguien me hubiera herido con una flecha mortal, sólo que yo no podía gritar ahí, así que corro al bosque para aullar junto a los lobos, que me acompañan. El jefe de la tribu está casando a Nube con el hombre que será su esposo para toda la vida. Yo estoy en la tienda del viejo. Me dice que eso tenía que pasar. Que el bosque se lo había dicho hace unas lunas. La
nube y el alce se convierten en uno al caer la noche, mientras que el corazón herido muere. Busca entre las pieles y me tiende su mano, dándome dos semillas negras, brillantes. Me dice que me las tome. Yo no lo dudo y lo hago. Por la noche, mi cuerpo estará deshecho, moriré mientras duermo, pero
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no habrá dolor, no más del que llevo adentro en este momento. El bosque no puede equivocarse. Esta noche el corazón amante morirá.
-Creo que es suficiente. Despierte. -Doctor. No puedo quedarme así. Necesito saber qué va a pasar. Por favor, déjeme volver.
-El sol está saliendo. Abro los ojos y estoy en mi tienda. Salgo. El viejo me saluda de lejos y mi padre dice que ha visto búfalos muy cerca y debemos salir a cazar. Nube es esposa de Alce y no me siento tan mal como el día de ayer. Los lobos me siguen mientras camino por el bosque.
-Despertarás cuando cuente hasta tres. Uno, dos, tres.
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-Ay doctor. No sabe lo feliz que me siento de saber que no morí. Creo que el viejo hablaba metafóricamente para darme una lección. Estoy tranquila y relajada. Creo que hoy voy a dormir como nunca. Muchas gracias.
La luna llena brilla en medio de la noche. El corazón murió mientras los ojos cerrados imaginaban un cielo lleno de estrellas. A lo lejos, los aullidos contagiaban de nostalgia todo alrededor.
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Despertó a las siete de la mañana, más temprano que de costumbre. No se sentía mejor que el día anterior, la verdad no se sentía mejor desde que la rechazaron en la revista. Estiró la mano para alcanzar un cigarro. A esas alturas de la vida ya se imaginaba casada, con hijos y una vida más decorosa. Se sintió peor de verse ahí tirada fumando con tres kilos más que antes, perdón, cuatro, así que se levantó y se metió a bañar. Le dio la vuelta a la llave del agua caliente todo lo que pudo, pero el agua estaba fría. Las cosas se descomponen junto con la vida, pensó. Revolvió el clóset y los cajones de la cocina buscando la correa de su perro, a él también le serviría refrescarse un poco. Iría a correr un rato y luego a
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nadar. Un poco de sol y el ruido de las olas seguro le despejarían la mente. A pesar de que no era tan temprano casi no había tráfico. Al doblar en una esquina se encontró con una antigua conocida. -Hola linda, ¿cómo estás? -Bien, gracias ¿Y tú? -Pues bien, ¿Qué no se ve? -Sí, te ves muy bien. ¿Estás viviendo por aquí? -No, ¿Cómo crees? Sólo vine al súper, ya sabes, a comprar lo de la quincena. Oye, ¿En dónde estás trabajando? -Este... pues ahorita estoy tomándome unas vacaciones. -Ay, qué envidia. Bueno, nena, te dejo porque voy a llegar tarde a mi trabajo. ¡gusto de verte! -¡Cuídate, chula! La sorpresa fue “non grata”.
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Llegó hasta la única calle transitada y vio muchas personas. Había ocurrido un accidente: un bocho contra una pick up: El bocho se había estrellado en el aparador de una boutique. En unos segundos se juntaron los curiosos, y aunque hubiera querido ver más, no pudo. Llegó al malecón y nadó un rato, feliz de que el agua estuviera tibia. Salió y se recostó en la arena, el sol quemaba muy fuerte. Con los ojos cerrados podía percibir sus rayos, tuvo una sensación de bienestar. Nene se divertía olfateando entre las piedras. Como a las dos de la tarde ya estaba muy bronceada, le dio flojera caminar, así que paró un taxi. Le pidió que tomara el boulevard para pasar frente a las oficinas de la revista. Esos idiotas no saben de lo que se
pierden. Ella escribiría por su cuenta, su talento no admitía límites ni condiciones. Llegó a su casa y el periódico ya estaba en su puerta. Leyó el encabezado mientras se quitaba los tenis:
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los bomberos se habían declarado en huelga desde la noche anterior. Según informó un representante, les resultaba imposible trabajar con el viejo equipo con el que contaban. Piden una disculpa a toda la población que
pudiera necesitarlos. Abrió una cajetilla de cigarros y se acercó su cenicero de los buenos tiempos en que era estudiante y se catalogaba a sí misma como “intelectual” (ese cenicero que sacaba cada vez que se sentía fracasada y necesitaba algo que la hiciera pensar que seguía teniendo éxito en la vida). Prendió la computadora y se sentó a escribir.
Su
escritorio
estaba
limpio
como
de
costumbre. Sólo un portarretratos con la foto de una chica: ella, a la que había querido tanto y por la que hubiera dado la vida de haber podido. Necesitaba escribir, ahora más que nunca. Tomó la pluma, la misma pluma que utilizó tiempo atrás
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para firmar los cheques de su padre y gastárselos con ella. Comenzó a garabatear algo sobre la hoja. No podía pensar en nada concreto, tenía ideas que no bajaban a su mano. Apagó su cigarro y se fue a la cama.
7:00 a.m. Sonó el despertador. Con un cigarro en la mano agarró una toalla y se metió al baño. El agua de la regadera estaba heladísima, así que tardó mucho en meterse a bañar, se mojó una pierna, un brazo y así, como no queriendo, se duchó. Nene corrió hacia la puerta, emocionado, antes de que ella buscara la correa que nuevamente estaba perdida. Corriendo, casi sin cuidado de los pocos carros que circulaban por la calle, dio la vuelta en la esquina. No,
por Dios, la odiosa de Maricela entrando al super. ¿Qué demonios hace aquí otra vez? Rapido cruzó a la acera de enfrente para no tener que saludarla de nuevo. Tal vez sí
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se había cambiado de casa y no le quiso decir porque el barrio no es tan nais como en el que vivía antes. Dos cuadras antes de llegar al malecón vio un incendio en una esquina y mucha gente corriendo con cubetas llenas de agua pero como ya hacía mucho sol no quiso detenerse para no perder más tiempo. El mar estaba como un día antes: delicioso, tibio como la arena en la que se volvió a quedar dormida, pero no se mortificó demasiado porque la asoleada del día anterior se le había bajado rápido. Lo que no quería era tener que regresarse con el sol de frente, así que pidió un taxi otra vez. Los negreros de la revista ahora trabajaban también los sábados, menos mal que ella ya no estaba ahí, no soportaría tener que ir en un día de descanso. Antes de entrar en su casa recogió el periódico, pero no tenía ganas de leerlo, sólo alcanzó a ver que los bomberos seguían en huelga. Hasta que alguien de
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nuestra familia esté en peligro de muerte nos vamos a dar cuenta de lo importantes que son. Pensó. Mientras jugaba un solitario en la computadora se le vinieron ideas a la cabeza y se puso a escribir.
Escribió dos párrafos de una historia que no tenía sentido y empezó a divagar, era necesario que empezara a olvidar, olvidarla a ella. Pudieron haberse casado y haber sido muy felices, podía haber terminado la carrera y ser un gran abogado como su padre, pero los “hubieras” no existen y ella estaba muerta. Cuando revisó lo que estaba escribiendo, se sintió peor, ni siquiera podía escribir, tal vez su padre
lo
estaba
maldiciendo
desde
donde
estuviera. No le gustaba lo que leía. Lloró.
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Se acostó a ver la tele un rato, pero las noticias la aburrieron y se quedó dormida. Cuando sonó el despertador por la mañana le dieron ganas de golpearlo y quedarse tirada todo el día, pero luego se arrepintió y prendió un cigarro mientras abría la llave de la regadera. El agua estaba insoportable. Ni de chiste se bañaría esta vez. Nene tenía su correa en la boca y raspaba la puerta, ansioso por repetir la caminata de los días anteriores. Como era más temprano, había poco tráfico, así que se fue corriendo casi sin voltear a ver si veían carros cuando cruzaba las calles. Iba viendo la playa cuando escuchó
un
claxon
muy
cerca.
Un
bocho
venía
directamente hacia ella a toda velocidad. Como en cámara lenta, reaccionó, aceleró el paso y logró cruzar la calle a salvo. ¡Estúpido infeliz! Quería seguirlo para
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decirle más cosas, pero Nene, con el susto, se le había soltado y corría hacia el malecón. Prendió su walkman a todo volumen y siguió corriendo, tratando de no perder de vista a su perro. Era impresionante lo fuerte que estaba el sol. Ya en la playa se propuso nadar un poco más, sólo para saber que todavía podía aguantar. De regreso en casa vio el periódico en el suelo, pero
no
lo
levantó,
su
satisfacción
de
sentirse
rejuvenecida por la nadada era motivo suficiente para no amargarse con malas noticias, porque seguramente eran malas, a saber por la fotografía de los bomberos todavía en huelga. Se preparó un sándwich y se dispuso a escribir. Tal vez mañana podría ir al cine con una amiga y ver algo nuevo, así que tomó el periódico para revisar la cartelera. Su sonrisa se fue transformando en un gesto de asombro. Los bomberos no seguían en huelga: el
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periódico era el mismo. Se levantó a buscar los dos anteriores, cuando los encontró, vio que efectivamente eran iguales, con la misma fecha. El inútil del repartidor se había equivocado y le había llevado tres veces el mismo ejemplar. Vio su reloj: era viernes 23, la fecha tres veces repetida del diario. Se sintió envuelta en una especie de broma de mal gusto, porque sólo una broma podía ser una explicación lógica para esa situación. ¿Sería posible morir para el tiempo, o pero aún, que el tiempo muriera para uno?
Era la tercera vez que trataba de escribir una buena historia y las tres le parecían igualmente malas. Tenía que acabar con todo eso. Iría a su tumba a dejarle flores, a decirle y a decirse a sí mismo que no fue su culpa, que hubiera hecho cualquier cosa porque ella estuviera con vida.
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Tom贸 las hojas de su escritorio y las ech贸 a la basura.
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EL CIRCO
1ERA PARTE
Esta vez estaba decidida. No era como las otras ocasiones en que amenazaba con algo y luego lo olvidaba o le daba flojera hacerlo. Así había pasado por varias facetas. La Laura suicida duró poco. Jamás llegó ni siquiera a estar cerca de ver sangre correr por sus brazos. Si no era porque en el momento de hacerlo le llamaban por teléfono para salir a vagar, era porque tenía sueño o porque el pantalón que traía le gustaba mucho y no quería mancharlo. Las pastillas jamás fueron una opción porque le daba asco eso de que se aflojan los esfínteres y todo lo demás. Conseguir una pistola era muy difícil y por eso la idea de suicidarse le duró muy poco.
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Luego sufrió una especie de rechazo hacia los alimentos de origen animal. Comenzó a leer cosas sobre la salud y la reencarnación o qué sé yo y decidió que sólo comería
frutas,
verduras
y
similares.
Pedía
las
hamburguesas sin carne y los hot dogs sin salchicha. Pero conoció a un chico que trabajaba en un restaurante y su especialidad era el filete mignon, así que para quedar bien con él iba y pedía uno para luego mandar felicitar al chef. Dejó su vegetarianismo y el fulano finalmente no la peló. En la universidad se conoce mucha gente de todo tipo, y Laura un buen día decidió buscarse un nuevo círculo de amistades. Así pasó dos semanas sentada en el suelo, sin usar zapatos, tocando la guitarra, fumando marihuana y sin bañarse, pero un día en que andaba en sus cinco sentidos se vio en el espejo y se dio cuenta de que tenía caspa y mugre y le dio asco. No volvió a
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frecuentar a sus amigos y las drogas ya no le llamaron más la atención. Lo último fue la Laura en huelga de hambre. En la televisión pasaron la película de Gandhi y se convenció de que la gente no la escucharía hasta que hiciera algo en verdad impactacte. Se quedó en ropa interior y se sentó a dejar que el hambre y la sed trajeran la paz mundial. Su familia se turnaba para tratar de convencerla de desistir a su tonta idea, pero sólo perdían el tiempo. Papá se golpeaba la frente al ver que sus esfuerzos eran inútiles y luego lloraba como una señorita despechada. Mamá se sentaba frente a ella y le hablaba, llamándola por sus dos nombres, tratando de hacerla entrar en razón, pero al final terminaba cansándose y se iba. Angelito, su hermano, sólo le dejaba el plato en el piso y se sentaba junto a ella a ver la tele, porque en su propio cuarto no había una. Fueron cuatro días y ni un solo kilo
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menos. Por las noches Laura no aguantaba el hambre y bajaba a la cocina a comer hasta hartarse. Sus padres ya estaban acostumbrados a las locuras de la niña, y no es que no les preocupara, sino que sabían que siempre terminaba olvidándolas y buscando algo más descabellado. Entre una y otra rachas había una de lucidez, en la que eran una familia normal. Sus padres se habían casado cuando ambos tenían dieciséis años. Laura, que entonces diecinueve, entró antes de tiempo a la universidad por ser una niña brillante, y Angelito, de seis, era un niño simpático y muy listo. Dentro de lo que cabía Laura era una chica normal. Generalmente estaba contenta, pero en su cabecita maquinaba cosas sin sentido sin ni siquiera saber por qué. Pero ahora estaba decidida. Estaban atravesando uno de esos momentos de familia normal, cuando llegó un circo a la ciudad. Como se habían distanciado un poco
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mientras duró la huelga de hambre, los padres creyeron que era una buena idea ir a divertirse un rato. De regreso en casa, Laura tuvo una epifanía: su vida estaba en el circo. Así que se iría con él. Empacó algunas cosas, escribió un recado para sus padres, y mientras estaba pegándolo en la puerta, vio salir a su familia con maletas en mano. -Listo, vámonos- dijo Mamá -¿Qué creen que están haciendo? -¿Te vas al circo, no? Pues nos vamos todos. -Pero, ¿qué piensan hacer ustedes en el circo? -¿Y qué piensas hacer tú?
Así, sin decirse nada más, dejaron trabajo, escuela, casa, carro y vida para seguir al circo. La mañana siguiente fue extraña. Los cuidadores bañaban a los animales, haciendo un ruido que resultaba poco común para quienes habían vivido toda su vida en
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la ciudad. El trailer donde pasaron la noche olía a incienso y a flores, pues, como eran nuevos, tuvieron que dormir en el camión del vestuario y los adornos. Hay muchas cosas qué hacer en un circo. Limpiar a los animales, alimentarlos, preparar el vestuario, ensayar los actos. Ese era el problema: necesitaba un acto. Laura tenía la esperanza de que, no teniendo nada que hacer, su familia se iría. Pero no sabía que ellos ya tenían todo resuelto. Papá tenía buena puntería, y descubrió que sería bueno con los cuchillos y Mamá sería su asistente en un acto con globos y venda para los ojos. El acto de Angelito sería una sorpresa. Laura no sabía qué iba a hacer y comenzó a desesperarse. No sabía bailar, ni cantar, le daban miedo las alturas y los animales más. -Maldita sea. Piensa Laura, debe haber algo para lo que seas buena. No me lanzaré al cubo con agua. Eso sí que
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no... me da miedo la plataforma. Maldita sea, con miedo no voy a llegar a ninguna parte. Laura, por favor, acuérdate de Mony, que te decía que tú eras la chica de acero... Eso es.
2DA PARTE
Las luces se apagaron y en el techo comenzó a girar una bola de espejos, llenando la oscuridad de destellos, mientras la voz del presentador daba la bienvenida.
Señoras y señores, niños y niñas, el circo de los hermanos Alameda les da la bienvenida a su espectáculo de magia y acrobacia. Con ustedes el mago Black y su asombroso acto de ilusionismo. El mago Black realmente era fabuloso. Volaba sin cuerdas y partió a su asistente en seis partes. Apareció una ballena en una especie de gran pila transparente en la que no había nada. Un niño de la primera fila pudo
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incluso lavarle los dientes con un cepillo enorme. El animal dio un aletazo y bañó al público de las dos primeras filas. Luego cubrieron la alberca con una gran lona morada con estrellas blancas, el mago dijo unas palabras, levantaron la lona y ya no estaba ni la ballena ni la alberca, sólo había quedado el cepillo de dientes. El siguiente acto fue de payasos. Uno muy chistoso, chaparrito, se subía a una escalera móvil y otros dos lo movían de un lado a otro mientras el público se angustiaba porque en cada movimiento parecía que se iba a caer y a partirse la cabeza naranja en mil pedazos. Cuando por fin se cayó, un payaso corpulento lo cogió en brazos y la gente aplaudió feliz de no haber visto al payaso desangrarse en medio de la pista. Luego salieron unas chicas con caballos, dando giros y piruetas a galope, con trajes brillantes, con plumas. Al final hicieron una pirámide muy espectacular.
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Pasaron el domador y sus fieras, otros payasos, el hombre fuerte cargando cajas de seguridad y hasta un elefante, y más payasos.
Y ahora, desde la lejana Rusia, los Krakovsky, con su sorprendente número de los cuchillos!! Salieron Mamá y Papá vestidos de rojo con negro. Papá con un traje y una capa, y Mamá con un diminuto traje y medias caladas. Mamá se acomodó en un círculo, le amarraron manos y pies y comenzó a girar. Papá le lanzó cuchillos y luego, con la cabeza dentro de una bolsa de papel, reventó globos que Mamá sostenía con las manos y la boca. Acabaron el acto muy tranquilos, como si lo hubieran hecho toda la vida. La gente había aceptado muy bien el número. Papá se veía muy apuesto con el cabello rubio (porque a ambos se lo tiñeron de ese color) y Mamá arrancó varios silbidos del público.
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Los malabaristas hicieron volar muchas cosas: sillas, mesas, pelotas, botellas y hasta dos chicas que parecían estar hechas con algo más ligero que el algodón.
Y ahora, querido público, prepárense para ver un acto nunca antes visto por el ojo común. Desde Canadá. Laurie, la chica de acero. Laura apareció en la pista con un traje de lentejuelas plateadas, con el rostro, el cabello y las manos, pintados de plateado, y una cadena alrededor de la cintura. Dos ayudantes pusieron una mesa con lo que ocuparía en su acto. Laura, o Laurie, como era su nombre artístico, se sentó en el piso un momento para concentrarse. El público guardó silencio para no distraerla. Ella se repetía en voz baja. Soy una chica de acero. Soy una chica de
acero.
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Se levantó y sacó de una caja negra una bolsa con corcholatas. Sacó una y la enseñó al público. Luego la metió en su boca y la masticó. Sacó la corcholata plana y perfectamente circular. Luego comenzó a meterlas una a una en su boca mientras la gente contaba. Uno, dos, tres, diez. Las masticó y sacó una gran bola de metal compacto. Los aplausos no se hicieron esperar. Así masticó más metal y parecía que realmente sus mandíbulas eran de acero. Para finalizar el acto sacó una botella de vidrio y la mordió, arrancándole el cuello, lo masticó, y siguió mordiéndola hasta que toda la botella fue triturada con sus dientes. Se acercó al público, luego escupió los vidrios en una caja con su nombre. El aplauso no se hizo esperar. La gente no podía creer lo que veía. Por fin el número final: los trapecistas haciendo mil cosas en el aire.
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Cuando la gente creyó que ya se había terminado el show, el presentador les dijo que no se fueran sin ver la sorpresa que les tenían preparada. La bola de espejos bajó hasta el piso, una payasa la desenganchó y jugó un poco con ella, haciéndola rodar. Luego la dejo en medio de la pista. De golpe, la esfera se abrió y salió de ella Angelito, con un traje de colores y una coronita en su cabeza. La gente aplaudió mucho el final. El gerente estaba encantado con los nuevos actos. Los Krakovsky saldrían a diario. Laurie se presentaría un día sí y otro no, porque tenían que dejar que le sanaran las heridas en la lengua y encías. Angelito había estado fenomenal, pero decidieron que ya no permanecería oculto durante toda la función. Sino que podían meterlo en otros lugares pequeños como cubos o una lavadora de juguete. Definitivamente
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no podían desperdiciar su talento limitándose a una bola de espejos.
Visitaron muchos países, cautivando públicos diferentes, modificando sus actos, mejorándolos. Mamá y Papá ya no sólo hacían el lanzamiento de cuchillos convencional, ahora Mamá se metía en un sarcófago de papel y Papá le lanzaba los cuchillos sin verla. Una vez nada más hubo una falla y Mamá casi pierde un dedo. Por suerte pudieron coserlo a tiempo y el percance no pasó a mayores. Angelito era la estrella infantil. Con un poco de esfuerzo podía encogerse tanto que cabía en los lugares más reducidos. Cada presentación era diferente. Estuvo dentro de una pelota con la que los payasos jugaron un partido de futbol, dentro de una caja de regalo que sostuvo un niño del público durante la mitad de la función. Al final, salió saltando con un traje de arlequín,
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asombrando a los espectadores. Se metía en una esfera transparente y luego la introducían en la boca de un elefante o de la ballena en el acto del mago Black. Laura ya no sólo masticaba metal y vidrio, sino que se tragaba puñados de tachuelas, alfileres, clavos. Introducía una daga de treinta centímetros por su boca, trituraba las botellas con las manos antes de masticarlas, rompía espejos en su frente. En fin, cada vez su acto era más sorprendente. Chang, uno de los trapecistas, le daba ideas y le ayudaba a planear su acto, a preparar el vestuario, a maquillarse. Se hicieron buenos amigos, después, la amistad se convirtió en romance. Juntos bañaban a los leones, paseaban por las ciudades que visitaban. Chang le curaba las heridas de las manos, frente y boca. Una noche, durante la segunda función, los trapecistas presentaban su acto. Como siempre, Laura veía a Chang desde atrás de la pista. Algo pasó, la
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cuerda que sostenía el trapecio de Chang no soportó el peso, y se rompió. El joven cayó en la red de seguridad, pero cayó parado y rebotó, proyectándose hacia fuera de la pista, cerca de donde vendían golosinas en el intermedio. El público guardó silencio durante los segundos que duró todo esto. Un golpe seco se escuchó al caer el cuerpo del joven chino contra el suelo. Laura observó de lejos cómo sacaron al público para que los paramédicos pudieran trabajar. Vio cómo subieron a Chang a la camilla. Cómo limpiaron la sangre del piso. No hizo nada más que mirar detrás del escenario. El espectáculo tenía que continuar y continuó, aunque las cosas ya no eran iguales sin Chang, sobre todo para Laura. Siguieron viajando por el mundo, presentándose una y otra vez. Viajando regresaron a la ciudad de donde habían salido. Después de la función,
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sin decir nada, tomaron sus maletas, y así como llegaron al circo, se fueron. Llegaron a casa. Mamá y Papá se subieron a dormir inmediatamente. Laura, ya en su cuarto, se cepillaba el cabello, mientras, Angelito se acurrucaba en el cesto de la ropa sucia de su habitación.
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RECUERDOS
La memoria es el perro más estúpido. Le avientas un palo y te trae cualquier cosa. Ray Loriga. Tokio Ya no nos quiere
Estoy sentada frente a la ventana de mi habitación. Desde aquí puedo ver los carros y la gente que pasa por la calle. Cada cosa me recuerda algo. Eso es bueno, creo. Hay dos hombres tratando de arrancar un carro que se quedó parado justo en medio de la calle. Es una camioneta grande y no quiere encender. Uno de los dos se baja a empujar y el otro se queda adentro, pero no por mucho tiempo, porque uno sólo no pudo moverlo ni un centímetro, así que entre los dos tratan de orillarlo, pero no pueden, a pesar de que ambos se ven corpulentos. Recuerdo una vez en el boulevard, en que tú y yo íbamos a ver una película que acababan de estrenar en
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el cine y de repente, en un semáforo, el carro se apagó y no pudiste prenderlo. Te bajaste y comenzaste a maldecirlo, a tratar de quitarlo de la calle, mientras yo controlaba el volante, pero la calle estaba inclinada y tú solo no podías hacerlo. Te dije que podía bajarme a ayudarte, pero no quisiste. Traías la camisa gris que te regalé en nuestro último aniversario y el pantalón negro que no te gustaba porque se te notaba demasiado el trasero. Era mi pantalón favorito. Yo insistía en bajarme pero no quisiste. Un joven paró su carro detrás del nuestro y se ofreció a empujarnos. A unos cuantos metros finalmente prendió y esperamos a que nos alcanzara para darle las gracias. El joven era bastante guapo y cuando le di las gracias me sonrió de una manera muy coqueta. Ya era tarde para la película pero aún así fuimos al cine. En lo que quedaba de camino no dijiste una sola palabra. Yo sabía que había sido por lo del chico aquel,
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pero por más que te pregunté no quisiste responderme. Esa fue la única vez que te vi celoso. A lo lejos puedo ver un edificio de varios pisos. Hay un hombre en la ventana del octavo piso, que parece que amenaza con saltar. En realidad no sé si es un hombre o una mujer, sólo veo una figura en la cornisa y abajo, algunas personas curiosas que esperan con morbo que el sujeto se lance. Sí. Fue la única vez que te vi celoso. Yo no entendía cómo yo me moría cada vez que te veía con otra mujer, y tú, siempre estabas tan seguro de ti mismo. Recuerdo cuando llegabas a casa y te sentabas desnudo a ver la tele, y en los anuncios te levantabas a la cocina a prepararte un sándwich o cualquier cosa y te paseabas desnudo por todo el apartamento. Yo te decía que siempre deberías de andar sin ropa, y es que en verdad me gustaba verte así.
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Ya hay más de treinta personas al pie del edificio mirando al que está en la cornisa. Hay dos patrullas y los policías tratan de acercarse a él para convencerlo de que no se tire. Todavía no llegan ni las ambulancias ni los bomberos. No sé cómo se atreven a quitarse la vida de esa forma. Porque digo, si quieres irte al otro mundo, está muy bien, pero hacerlo tan público, me parece presuntuoso. Quito la silla y me siento en el marco de la ventana con los pies de fuera. Nadie se amontona en la entrada de mi edificio porque sólo tiene dos pisos de altura. Nadie de suicidaría aquí. Me gusta sentarme así. Es como cuando eres niño y estás enfermo y a pesar de eso tus papás deciden no cancelar las vacaciones. Mientras todos se divierten en la alberca, tú sólo te puedes conformar con meter los pies al agua para sentirte un poquito dentro de la diversión. Es como estar afuera mientras casi todo estás adentro.
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Junto a mí hay una maceta con unas flores blancas, que según me dicen, siempre son seis, pero yo las cuento de todas formas y efectivamente son seis. Tengo un recuerdo con unas flores blancas así. Creo que fue un día en que estaba triste no sé por qué, llegaste por detrás y me abrazaste, como siempre solías hacerlo. Me diste una flor blanca. Me dijiste que siempre que me sintiera triste tú me ibas a traer una igual, pero que yo tenía que prometerte que me iba a sentir mejor, y sobre todo, que debía recordarte siempre. Yo te dije que las cosas siempre se acaban y se olvidan. Tú dijiste que con nuestro amor no pasaría ninguna de las dos y que si tú estarías siempre a mi lado, yo debía estar junto a ti. El recuerdo era algo así. Ya no sé bien.
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Desde aquí donde estoy veo la calle. Hay dos hombres afuera de un carro que está en medio de la calle y uno de ellos patea furiosamente la llanta y el otro parece muy apenado. Alguien abre la puerta de mi cuarto y deja unas cosas en la mesa. Me saluda con la mano mientras saca unas frutas de las bolsas que traía y me dice algo, pero yo no le pongo atención porque me distrae el ruido de unas ambulancias que cuando volteo veo que están en un edificio alto cerca del mío. Mucha gente se amontona alrededor del lugar. Unos paramédicos suben a una persona a una camilla, un hombre o mujer, no sé, que estaba tendido en la acera. Toda la gente trata de saber lo que pasa. Yo también quisiera saberlo. El hombre que entró hace rato se me acerca por atrás y me abraza. Yo siento extraño porque no sé si lo conozco. Me da una flor blanca. Al verla se me viene algo a la mente. Parece, por un momento, que recuerdo algo,
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pero luego, esa vaga imagen del pasado, simplemente desaparece.
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6ESPERANZA6
Dentro de la sala de juicios sólo están unas cuantas personas. El jurado lo forman una mujer, un hombre y tres niños; la juez y el secretario; una mujer en el público con seis niños mocosos y sucios, y obviamente, el acusado. El fiscal entra y revisa sus documentos, rompiendo el silencio con el ruido que ocasiona al hojear una gran columna de papeles. Comienza el juicio y presenta los cargos en contra del acusado. Acuden al estrado cuatro testigos que concuerdan en su testimonio. Finalmente, interrogan al acusado, quien llora y suplica alegando que fue un accidente y totalmente en defensa propia. El jurado lo observa. Deliberan. Finalmente uno de los niños se acerca al juez y le entrega el veredicto.
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LA CORRIDA EL PASEILLO Todos de pie. Manuel Gómez, el estado lo encuentra culpable del delito de homicidio en primer grado, siendo hoy miércoles 15 de febrero de 2024. se llevan al acusado mientras la mujer corre tras él y los niños lloran. El reloj anuncia que es la hora de comenzar el festejo. La multitud espera emocionada la salida del matador y sus acompañantes. Las seis bestias son de La Esperanza, catalogadas como salvajes y sanguinarias. El primero, en particular, causa gran curiosidad y morbo al público. Por fin sale la comitiva. El traje de luces es impresionantemente hermoso. A cada movimiento del matador su chaquetilla refleja los rayos del sol cegando a la gente en el graderío. Dan la vuelta al ruedo y saludan a las autoridades. Uno de ellos le hace una señal al matador para que se acerque y le dice algo al oído.
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PRIMER TERCIO Yo no quería matarlo, de veras. Sólo lo empujé para que no se estuviera metiendo conmigo. Yo qué iba a saber que él traía pistola y se le iba a disparar al caer. Fue un accidente, lo juro por Dios. Tal vez nadie me lo va a creer, pero mi conciencia está tranquila y no pararé de rezar hasta que diosito escuche mis súplicas. Ya casi no tomo y por esta, que no me he dejado tentar por Satanás. Soy un hombre bueno y yo sé que Él escucha mis plegarias porque como quiera que sea nunca nos ha dejado solos. Por eso le digo todo esto. Porque sé que Él es nuestro padre salvador y que no me va a abandonar ahora, que lo necesito tanto. Usted que está más cerca de él, ayúdeme, pida por mí, por favor. Se escuchan los clarines y se abren las puertas, los gritos y los abucheos no se hacen esperar cuando la gente ve salir a la bestia. No hay furia en sus ojos, al
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contrario, se le ve cierto temor frente al hombre que saluda a las mujeres hermosas de la primera fila. Un subalterno empieza a torearlo con una lanza mientras el matador observa sus movimientos. Mira cómo se mueve torpemente de un lado a otro, tratando de esquivar la punta de la lanza. La gente grita y pide que empiece la acción. La sangre taurina empieza a fluir y el torero pide a su comitiva que salga para encargarse él mismo del animal. La autoridad da el aviso de que es hora de cambiar de tercio.
SEGUNDO TERCIO Cuando yo estaba chamaco soñaba con ser torero, para dar la vuelta al ruedo en un caballo negro, con la montera en la mano. Mi familia era muy pobre, después de la cuarta guerra perdimos todo y tuvimos que venirnos a la España Inglesa. Conseguimos un poco de
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dinero y compramos animales para criarlos: conejos, chivos, perros, incluso alcanzamos a tener un toro, pero eso fue hace muchos años, cuando todavía existían. Cuando era adolescente le ayudaba a mi padre a cuidar de los animales. Luego me hice alcohólico y empecé a hacer tonterías. Tuve que caer hasta el fondo para poderme levantar. No sabe la desesperación que se siente al caminar sin rumbo ni protección. Temiendo por mi propia vida, aferrándome a ella, porque no quería morir. Para eso yo ya tenía mujer y dos chamacos, y era la cosa más triste del mundo darme cuenta de que me veían con miedo y lástima. De no ser por la caída nunca hubiera conocido a Dios, se lo digo a usted, padrecito, honestamente: de verdad creo en él. La víctima se arrincona en una esquina del ruedo. Con las banderillas en la mano y una gran satisfacción en el rostro, va acercándose el verdugo. Lo voltea con el pie y la gente grita excitada cuando le clava las primeras dos
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en la espalda. La bestia se levanta, emitiendo un gemido, empieza a correr, a tratar de huir. Su rostro de dolor exalta aún más a la multitud.
TERCER TERCIO Una mujer del público se desmaya de la impresión al ver al animal arrastrando los pies, con la espalda sangrando por las cuatro banderillas que ahora trae a cuestas. Tan cansado está él como el torero. Se miran fijamente a los ojos, pueden leer lo que pasa por sus mentes, sienten los miedos del contrario. En los dos se proyecta la pasión, en uno, por el arte; en el otro, por aferrarse a la vida que sabe cada vez menos suya. La muleta se convierte en una extensión de la mano del torero y manifiesta su amor al oficio ondeándola en el aire. Cada vuelo de la tela es un segundo menos en la cuenta regresiva.
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¡Mátalo! ¡Acaba con él! Se escucha desde los palcos. El matador sabe que es hora de darle al público lo que pide, es hora de que el animal muera. Toma la muleta a la altura del pecho. Llama a la bestia para que se levante. Vamos, es hora de que mueras, tienes que hacerlo y lo sabes. Me estoy cansando de esto y no voy a quedar como un tonto por tu culpa. Ahórrate unos minutos más de sufrimiento. ¡Anda y embiste! Se levanta del suelo con la cara pálida y empieza a arrastrarse hacia el matador, que lo recibe con una estocada que le atraviesa el costado. Cae al suelo y se retuerce, sus gritos de dolor se van apagando. El padre se le acerca y de un solo tajo corta la oreja derecha y la levanta al público, luego hace lo mismo con la izquierda. Un vuelo de pañuelos blancos mostró la aprobación y la alegría del público al ver terminada la corrida con tanta elegancia.
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Ya no sé qué más decirle padre. Tal vez usted no pueda hacer nada por mí que liberar mi alma, pero lo perdono.
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MARIANA GARCÍA
Me llamo Mariana García. Nací en Puebla en 1972. Mi vida no es tan interesante como a mí me hubiera gustado, pero no me puedo quejar. Mi padre murió cuando yo tenía siete años. Casi no lo conocí. Mi madre y yo fuimos durante un año, diariamente, a visitarlo al hospital. No sé exactamente qué tenía, pero tosía mucho, por lo que yo tenía que llevar puesto un cubrebocas desde que llegaba a la habitación, a la salida de la escuela, hasta que me quedaba dormida en el silloncito del cuarto. Lo recuerdo todo muy bien. Mi padre recostado, con el antebrazo conectado a una manguera y su mano estirada hacia mí, llamándome, moribundo, y yo en la puerta. Me pedía que lo abrazara; tosía y yo sentía que me asfixiaba con el cubrebocas. Escuchaba mi propia
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respiración, me mareaba, mi padre quería abrazarme y yo me quedaba en la puerta, asfixiándome. No me he casado todavía, de hecho jamás he tenido una relación estable. Mi psicóloga dice que la enfermedad y muerte de mi padre marcaron mi vida afectiva y que evito establecer una relación seria por temor a perder a la persona amada. No creo tener miedo, tal vez sólo soy un poco insegura. Estoy en espera de alguien que me ame y me acepte como soy. Mi madre era hermosa, mi padre también era muy guapo. Creo que yo también lo era cuando niña. Entrando en la secundaria yo empecé a alimentarme mal, porque Mamá trabajaba todo el día, esto me ocasionó, entre otras cosas, un acné horrible. Ahora ya se me quitó, pero me quedaron las marcas. Antes era bonita, ahora no. La enfermedad de mi padre lo hacía toser y vomitar sangre de vez en cuando, así que por lo regular había manchas en el piso y en su bata. La habitación olía a
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carnicería, a vísceras de res. Un día el doctor de la familia consiguió un mejor empleo y tuvieron que poner un sustituto, que le recetó unas pastillas equivocadas a mi padre y le hicieron daño. La mitad izquierda de su cara se torció y se llenó de ronchas en todo el cuerpo. Como le daban comezón se rascaba hasta que le reventaban, entonces el cuarto olía a sangre y a pus, a pesar de que yo traía el cubrebocas. Mi padre tosía, tenía pus en todo el cuerpo, sólo quería abrazarme y yo me quedaba en la puerta, asfixiándome y con ganas de vomitar.
Todo eso es mentira. Yo soy Mariana García, y sí, nací en 1972, y sí, soy de Puebla. También es cierto que murió mi padre, pero a mí no me dejó traumada, ni me hizo falta nunca, ni me importa mucho si ya no está. Yo siempre le valí madre. Mi mamá y yo le valimos madre
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siempre. Tenía otra vieja y muchos hijos, incluso tenía uno de mi misma edad. Todos lo visitaban en el hospital. Mi papá tenía tuberculosis, así que la enfermera me hacía ponerme el cubrebocas y eso me cagaba, pero no me lo quitaba, en parte porque me daba asco el olor a sangre y en parte porque me daba vergüenza que me vieran y dijeran en voz baja, esa es la hija ilegítima del
señor de la cama 37-b. Yo sé que hablaban de mí. En algunas ocasiones encontré a las enfermeras chismeando y diciendo que si de qué clase sería mi mamá, y que yo era la “bastardita del tuberculoso”. Por eso no me importa mucho que se haya muerto. Prefiero que digan que soy la hija del muerto. Mi mamá no lo podía ir a ver. Su esposa había aceptado que yo lo visitara, pero se le hacía de muy mal gusto que fuera mi madre también. La esposa de Papá envidiaba horriblemente a mamá, porque a pesar de que la señora era muy elegante y guapa, estaba vieja, y mi
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mamá era hermosa, rubia, alta, de piernas largas y de una sonrisa que volvía loca a todos los hombres, como volvió loco a mi Papá.
Así que ella me mandaba al
hospital para que le llevara galletas y le dijera que lo extrañaba. Al morir mi Papá nos quedamos más pobres y mi mamá se hizo alcohólica. Yo también lo soy, pero tengo un año de estar sobria. Trabajo en un supermercado para mantener a mis niñas. Su padre se largó con una puta cajera de banco, pero estoy mejor sin él.
A pesar de que la fecha y el lugar de nacimiento son los mismos, yo creo que hay un grave error. Yo soy Mariana García. Estoy felizmente casada y tengo tres hijos. vivo con ellos en una casa grande cerca de la playa. Mi padre, que murió de enfisema pulmonar, no era mi padre realmente. Eso, hasta la fecha, jamás me ha impedido verlo como tal.
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Mi Mamá era hermosa, rubia como Marilyn Monroe. Estudiaba su segundo año en la universidad y todos estaban
enamorados
de
ella,
pero
ella
estaba
perdidamente enamorada de su maestro de inglés, un gringo treintón, sin dinero, pero con mucha personalidad y mucho verbo. Pues resulta que una de las veces que salió con él, quedó embarazada. El gringo le dijo que la podía exentar, pero que no podía ayudarla con su problemita. Cómo sufrió mi mamá.
Alberto (el que murió en el hospital) se sentaba atrás de ella en el salón y la veía llorar. Le escribía poemas en secreto y se los dejaba debajo de los cuadernos, sin firmar. Una tarde mi mamá llegó a su casa y vio muchas flores y una manta que decía te amo Marilyn. Mamá supo luego luego que había sido Alberto, porque era el único
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que le decía así. No tomó mucho tiempo para que mamá se enamorara de él, porque era un hombre maravilloso. Seis meses después se casaron. Después él enfermó de cáncer en los pulmones y murió, a pesar de que jamás fumó.
Es gracioso ver cómo las vidas pueden llegar a parecerse tanto. No digo que todo lo anterior sea mentira, sino que la mía es una versión diferente. A los siete años yo era una niña muy feliz, mi padres se adoraban, eran la pareja perfecta. Sólo me tenían a mí porque creían que a una sola niña podían darle una mejor vida. Mi padre era marino, era alto, fuerte. Siempre que llegaba a casa me cargaba y me raspaba las mejillas con su barba. Tal vez porque era pequeña, pero me parecía el hombre más grande y fuerte de todo el mundo.
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Viajando por Asia contrajo un virus mortal. Lo internaron en el hospital y los médicos se volvieron locos tratando de saber qué era lo que hacía que mi padre estuviera muriendo y buscando una cura para esa enfermedad
apenas
conocida.
No
sabían
que
la
ocasionaba, ni cual era el remedio. Sabían de ella porque eran cinco los marinos que la habían contraído en diez años. Tosía mucho y escupía sangre. Le brotaron erupciones en la piel y las plantas de los pies se le pusieron moradas. Nosotras lo íbamos a visitar todos los días y teníamos que ponernos un cubrebocas, cosa que yo odiaba. Cuando mi mamá salía yo aprovechaba para quitármelo y platicar con él, abrazarlo. Los doctores sólo esperaban que mi padre muriera. Primero le dieron un mes, luego cinco, pero mi papá no se moría, ni mejoraba ni empeoraba. Así estuvo un año, para asombro de los doctores. Los otro cuatro enfermos
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habían muerto en un mes. Pero mi papá no iba a morir tan fácilmente, era muy fuerte. Una mañana mi padre amaneció con los pies normales, al otro ya no tenía erupciones y al otro ni siquiera tosía. Milagrosamente se había curado. Había dos posibles razones: que el virus no fuera el mismo que habían contraído los otros marinos, o que la excelente condición física de papá había logrado neutralizarlo. La primera noche que él durmió en casa, luego de un año en el hospital, empecé a toser. No dio tiempo a que me brotaran las erupciones, pero mi piel se puso negra desde las plantas de los pies hasta las rodillas. Me llamo Mariana García y nunca tuve la suerte, ni la condición física de mi padre, que era marino.
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ESPECTACULAR
Dos días en esa ciudad y ya se sentía parte de ella. El barrio en donde le había tocado vivir era tranquilo y muy seguro. Después de comer un rudimentario sándwich sin verdura, –porque no le alcanzó para comprar casi nada de comida- salió a caminar. Casas, la tiendita, unas bancas,
más
casas,
el
parquecito.
Columpios,
la
resbaladilla, una cancha de básquet. Era como si todo fuera parte de ella desde toda la vida. Si tuviera que caminar en la noche por ahí no habría problema. No conocía el camino de la escuela a su casa, pero seguramente ya se familiarizaría con las calles. Se asombró de su capacidad de adaptación. Sólo tenía dos días allí y ya se sentía citadina. Aun faltaban dos semanas para que empezaran las clases y por consecuencia tres para recibir el primer pago de la beca, así que tendría que conformarse con lo que le había dado
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su padre antes de salir de casa para que comprara libros y cosas para el departamento. Por lo pronto podría vivir con un sleeping, una grabadora, una hielera y una silla. Lo demás lo iría comprando con sus ahorros, tan pronto como se los pudiera mandar su madre. Era viernes y decidió que podía darse el lujo de ir a algún antro a pasar el rato, siempre y cuando no se gastara mucho dinero. No, no le convenía derrochar su dinero en bebida, aparte de que se quedaría sin dinero no era recomendable embriagarse en una ciudad nueva y sin conocer a nadie. Se puso un pantalón rojo, una blusa y botas negras y salió a la calle. En el parque le preguntó a unos chavos si no sabían de algún lugar para divertirse y ellos le recomendaron “La Cueva”. Tomó un taxi y muy pronto ya estaba bailando y bebiendo alegremente. Conoció a varios chicos que le pidieron su teléfono y se acordó de
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que cuando vivía con sus padres nadie la pelaba, y ahora había una fila de galanes para bailar con ella. Bailó hasta las cuatro de la madrugada y cuando empezaron a sacar a la gente se dio cuenta de que ya estaba borracha y con dinero exacto para el taxi. A la mañana siguiente estaba horriblemente cruda y tenía mucha sed, así que, aunque no quería, se tuvo que levantar para ir a la tienda por un garrafón de agua. Se había gastado más dinero del que debía. No importaba, había valido la pena. Una semana después estaba sentada en su sleeping, con un mentolado en la mano, cuando cayó en la cuenta de que llevaba dos días sin comer nada. Revisó la hielera
y sólo había un frasco de mayonesa y una
cátsup. No tenía nada más. Todas las noches había estado yendo a La Cueva y se había quedado sin dinero para comprar comida. La noche anterior no había guardado ni para el taxi. Lo bueno fue que uno de sus
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nuevos amigos la había llevado a su depa y hasta hubo besos y todo. Sonó su teléfono. Ella se levantó corriendo a ver si era su amigo de la noche anterior, que había quedado muy formalmente de llamarle ese día. -Bueno. -Dianita ¿Cómo estás? -Bien mamá, ¿y ustedes? ¿Cómo está papá? Media hora de recomendaciones y consejos para una mejor vida estudiantil, seguida de la promesa de mandarle algo de dinero la semana entrante. -¿Pero sí te está alcanzando nena? -Sí mamá, estoy muy bien. En realidad era un
no mama, no tengo ni para
comprarme un bote de leche, pero no podía decirle eso a su madre, necesitaba demostrarle que podía valerse por ella misma.
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Pasaron dos días más y fue al banco para ver si le había depositado algo su abuela. Esa bendita abuela que siempre la sacaba de apuros. No había nada. Tenía un saldo de cien pesos que había estado guardando para una emergencia. Ahora era una emergencia, sí que los sacó y se fue a comprar algo de comida y cigarros. Estaba un poco más tranquila. Su amigo no le había llamado, de hecho no le había llamado ninguna persona de las que había conocido en el antro. Llevaba el celular a todos lados con la esperanza de que alguien le hablara, pero nunca sonaba. Era
sábado.
El
lunes por fin entraba a la escuela y ya no aguantaba las ganas de mandar todo al diablo y regresarse a su casa. En realidad no sabía qué hacer. Quería estudiar, quería demostrarse a sí misma y a los demás que podía, que ya no era una niña, pero no tenía dinero ni amigos y se sentía
muy
sola.
Le
deprimía
lo
vacío
de
su
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departamento. No había ni siquiera un póster en la pared, ni una florecilla, aunque fuera de plástico. Lloró todo el día y por la noche se acostó a leer y escuchar música, pero sólo la deprimió más. El domingo se repitió la historia. Volvió a llorar todo el día, hasta que le dolió la cabeza. Lunes al fin. No sabía si realmente quería seguir allí, pero ya había aguantado mucho tiempo, no podía echarse para atrás ahora que empezaban las clases. Efectivamente las clases eran más difíciles de lo que había pensado. Sus compañeros resultaron ser medio apáticos con la fuereña, pero era el primer día. Ya se acostumbrarían a la provinciana. No había ninguna cara conocida, de esas que aunque nunca la has visto como que te es familiar y puedes acercarte con confianza para socializar. Se encerró en el baño a fumarse un cigarro para tranquilizarse. Salió con la cara en alto a enfrentar dos
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horas más en el salón, las cuales le parecieron menos insoportables que las primeras tres. A la salida esperó el camión y le extrañó sentir ganas de estar en su departamento. El camino de regreso era diferente al de ida. Iba leyendo cuando sintió la necesidad de voltear. Algo dentro de ella la hizo mirar por la ventana. Allí, en la calle
Sánchez
Rioja,
estaba
lo
que
llamaba
telepáticamente. Era un espectacular que anunciaba un teléfono celular en la mano del muchacho más guapo que había visto jamás. Piel morena, cabello negro, nariz grande, muy de hombre y una sonrisa preciosa. Sonrisa que sin duda era para ella. En su interior algo anunciaba que ese era el hombre de sus sueños. El semáforo estaba en rojo y pudo observarlo detenidamente. Una señal: el teléfono que él tenía en la mano era exactamente igual al que ella tenía en su mochila. Sonrió nerviosamente y apretó la mochila contra su cuerpo, como si dentro estuviera la llave del amor.
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Siguió viendo el anuncio hasta que el camión dio la vuelta. Llegó al depa y sacó su teléfono. Lo observó detenidamente y empezó a notar cosas que nunca había visto: el color de las teclas era ligeramente más claro que el de la carátula, y si lo inclinabas un poco, podía distinguirle unos brillitos. Nunca había notado lo lindo que era su teléfono. Él tenía uno igual en su mano, lo cual quería decir que tenían los mismos gustos. Pero probablemente él ni siquiera lo había elegido. No importaba. Alguien o algo lo había puesto ahí, con un teléfono igual al de ella, por algún motivo. Ya en la noche, quiso leer las copias que le dejaron en la escuela, pero no pudo concentrarse. Pensaba en el espectacular que había estado recordando toda la tarde. Tenía la imagen clara en su cabeza, como una fotografía:
el saco gris, la nariz grande pero hermosa...
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El día siguiente fue lo mismo, con la diferencia de que andaba de mucho mejor humor y platicó con su compañera de al lado. A la salida se apuró a tomar el camión para poder ver al chico del anuncio. Y lo vio. lo vio embobada con el teléfono en la mano, como si ese artefacto de comunicación pudiera comunicarlos. Así pasó toda la semana, y cada noche pensaba en algún detalle de la fotografía. Nariz perfecta y camisa
azul... El viernes por la noche quiso ver qué tanto recordaba el espectacular, así que tomó una hoja blanca y trató de dibujarlo. Recordaba el saco, la camisa, el corte de cabello, su nariz, el color de sus ojos y obviamente, el celular. Pero habían otras muchas cosas que no podía recordar. Lo que había detrás de él, su frente, sus orejas, su mentón. Más que un dibujo de él, parecía una grotesca caricatura de un mono con un aparatito en la mano.
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Tenía que volver a la calle para verlo. Necesitaba estar frente a él una vez más, para observarlo y grabarlo en su mente, así podría dibujarlo muy bien. Ahí estaba Diana, en la esquina de Sánchez Rioja y Héroes del 79, sentada en la banqueta, viendo fijamente el gran anuncio. Así pasaron cuatro meses de felicidad, de ir a la escuela, pasar por su calle, platicar con él, de celular a celular, aunque, obviamente, él no le respondía. Eso a ella no le molestaba en lo absoluto, al contrario. Todas las noches, en la banqueta, se ponía el celular en la oreja y le contaba lo que le había pasado en el día, lo que había visto en clases, que el estúpido del vecino se levantaba en la madrugada a trabajar y no la dejaba dormir. Él la escuchaba. Le sonreía y la dejaba hablar. No necesitaba fingir, era ella misma y él la quería. O por lo menos es lo que parecía.
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Pero como nada es para siempre, su felicidad duró sólo cuatro meses. Eran las siete y media cuando abrió los ojos. Se había quedado dormida y tenía examen a la primera hora. Comenzó a buscar su ropa y en una de esas jaló una blusa que estaba en la silla. Vio cómo de repente algo que estaba entre su ropa salió volando: su teléfono. No le dio tiempo de reaccionar. Sólo pudo ver cómo caía haciéndose pedazos. Se hincó junto a él, como si fuera una persona, como si fuera su propio hijo, y trató de unir sus partes. Era inútil, la pantalla estaba rota. No prendía. Estaba muerto. Comenzó a llorar y a pegarse en la frente. Era su culpa, sólo de ella. No tuvo cuidado y ahora todo estaba arruinado. No supo qué hacer. Tenía que hacer el examen, así que no podía perder más tiempo. En su salón, se limitó a ver la hoja en blanco que nunca pudo llenar. Ni una sola palabra. Salió de la escuela y en cada calle se ponía un
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poco más triste y nerviosa. No quería pasar por Sánchez Rioja. No podría verlo a los ojos. Era inevitable. Ahí estaba, pero ya no era igual, nunca más sería igual. Tenía las manos vacías y él aun tenía su teléfono. Ya no eran iguales, como antes, que eran el uno para el otro. Incluso Diana sintió que él ya no la veía igual. Su sonrisa era la misma pero la sentía diferente. Sentía que había traicionado algo muy íntimo entre los dos. Ese teléfono era lo que los unió una vez y que había mantenido ese algo maravilloso durante ese tiempo.
Con
sus
novios
anteriores
había
durado
muchísimo más tiempo que eso, pero nunca amó a ninguno como a él. Era especial. Pero ahora sentía que lo perdía. Llegó al departamento y trató de reparar el aparato. Trató una y otra vez. Si tan sólo hubiera algo que pudiera hacer para remediar lo que hizo... era inútil.
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Podía, claro, comprar otro teléfono, pero ya no sería lo mismo, ya no sería el mismo teléfono, sería igual, pero no El mismo. El suyo lo había roto y ahora todo se había ido al carajo. Al otro día, de regreso de la escuela, lo volvió a ver. Ya no era su chico. Ya no le sonreía a ella, sino a todo el mundo. En el mismo camión vio a dos o tres personas con un teléfono igual al de ella. No podía soportar la idea de tener que verlo ahora que no era Su Espectacular. No quería verlo más. Recogió las cosas de su departamento. Le pidió a la casera que le regresara el dinero del mes que le había pagado por adelantado, y con eso se fue a comprar un boleto de camión de regreso a su casa. Mientras esperaba para subir, sacó de su mochila los restos de su celular. Tenía que dejarlos ahí, junto con su amor arruinado, en un bote de basura.
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Llegó a su casa con el cuento de que la escuela no había sido tan buena como ella esperaba y sus padres se sintieron felices de tenerla de vuelta. Desempacando en su cuarto, lloró pensando en todo lo que había pasado y se quedó dormida recordando. Y despertó recordando.
Saco gris, cabello negro, nariz grande, ojos negros, sonrisa sincera, nariz hermosa... Mientras ella recordaba por la mañana, en las calles de Sánchez Rioja y Héroes del 79, unos hombres ponían un espectacular nuevo, de un Santa Clos con una lata de refresco en la mano.
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EL FANTASMA DE ELENA.
Verano.
Sólo tres pasajeros llegarán este día. Un
hombre viejo y un niño pequeño, vestidos humildemente, que duermen con los brazos sobre los bultos que llevan en las piernas. Detrás del chofer viaja una mujer joven que mira por la ventana con asombro, como un chiquillo frente al aparador de una juguetería. En un momento trató de entablar comunicación amistosa con el chofer, pero éste sólo se limitaba a contestar fríos síes y ajáses. El panorama no era muy alegre que digamos. A través de la ventana sólo se podían ver cactus pasando velozmente, cerros pelones, piedras, más cactus. Ni una sola vaca, ni una casa, mucho menos alguna persona en el camino, sólo tierra. En la orilla de la carretera vio un letrero que decía SAN JORGE a 3 kms. Sacó de su maletita un espejo y un
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cepillo y se arregló el cabello. Se pintó los labios y comenzó a alistar las cosas que tenía fuera de la maleta: un libro, una bolsita de chocolates, sus lentes oscuros. Podía imaginarse el pueblito. Con casas de adobe, hombres fuertes, con anchos bigotes y sombreros, a caballo. Se imaginaba a uno de ellos llegando a la iglesia del lugar y entrando en ella con todo y caballo, para raptar a la novia. Demasiadas películas quizás. Acababa de titularse y no quería saber nada sobre cualquier cosa que tuviera que ver con lo académico. Quería dedicarse a escribir una novela de misterio. Andrés, un compañero del trabajo le dijo que leyó en una revista de viajero que en SAN JORGE se contaban muchas historias de fantasmas y que la gente de ahí vive de una manera muy poco moderna, así que le encantó la idea de pasar unos meses alejada de la sociedad.
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Bajó del camión ella sola. El hombre y el niño seguían todavía en el camión. En cuanto ella terminó de sacar sus maletas, el chofer cerró la puerta y arrancó. No sabía en dónde se iba a hospedar ni conocía a nadie del lugar. Sólo había llegado ahí, ansiosa por conocer un mundo totalmente diferente al suyo, y sobre todo, por ver a los fantasmas. Desde niña le gustaba mucho escuchar a su abuelo contar cosas de “espantos”. Las películas de terror no le llamaban tanto la atención como escuchar las anécdotas de cosas sobrenaturales que pasan en los ranchos y en las casas viejas. Siempre había querido escribir una novela que hablara de algo así, pero no quería valerse sólo de su imaginación, quería vivirlo en carne propia. Deseaba sentir el miedo que cala en los huesos y se siente desde las entrañas. Ansiaba ver el espíritu de alguien que hubiera muerto y regresado del más allá dispuesto a
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hacer que los vivos pagaran sus culpas. No quería morir sin antes tener una experiencia así. El lugar no era exactamente como lo esperaba. No habría más de quince casas en el pueblo. En lugar de ver a un apuesto ranchero vio a un viejo que llevaba un burro cargado de leña. Caminó por las calles empedradas y atravesó el pueblo en pocos minutos,
buscando un
lugar en donde hospedarse. Una mujer le dijo que sólo había una casa de huéspedes y que seguramente tenía cuartos disponibles, porque por lo general no llegaban muchos visitantes. La casa era la más grande del pueblo. Con un patio grande pero sin plantas. Había muchas macetas vacías, y en el centro del patio, una pileta llena de agua. Doña Amelia, la casera, era una señora como de cincuenta años, de piel muy morena y de aspecto rudo, que la acompañó a su cuarto. No había luz eléctrica en el pueblo, ni agua corriente, lo cual llamaba más la
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atención de Elena, que, como buena citadina, estaba acostumbrada a las comodidades. Podría estar en contacto con ella misma. Como una verdadera escritora romántica, escribiendo iluminada tan sólo con la luz de una vela, escuchando el canto de los grillos y el viento soplando en la ventana. Sintiendo la noche, haciéndose parte de ella. Como a las ocho de la noche tocaron a su puerta. Era un niño de no más de nueve años, descalzo, vestido sólo con un pantalón sucio. Le llevaba algunas velas más y una jarra con agua fresca. Le ofreció unos puros, y aunque Elena no fumaba, los aceptó porque le pareció una grosería rechazarlos. Después de saber que el niño se llamaba Genaro, le dio unas monedas. Al ver esto, Genaro sólo se le quedó viendo y no las aceptó. -Esas no me sirven de nada. Mejor deme uno de esos.- le dijo, señalándole uno de los prendedores de Disneyland
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que traía en su mochila. Ella se lo dio fascinada de ver a alguien que todavía se mantuviera tan al margen de la modernidad. Después de que se marchó Genaro, sacó de su mochila una libreta, una pluma y un tintero, dispuesta a escribir de la manera más rústica posible, y se sentó en el escritorio, frente a la ventana. Estaba a punto de empezar su obra maestra cuando un largo bostezo le recordó que el viaje había sido agotador. Once horas en un camión sin poder dormir por lo irregular del camino. Así que se acostó y muy pronto estaba profundamente dormida. Un extraño ruido la despertó por la mañana. Abrió los ojos confundida y vio en su ventana a un gallo que parecía cantar especialmente para ella. Se levantó sonriente y de buen humor gracias a su despertador silvestre. Genaro tocó la puerta para avisarle que Doña Amelia ya tenía listo el desayuno.
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Lo que vio en la mesa, más que abrirle el apetito le revolvió el estómago. Estaba acostumbrada a las comidas light de microondas, así que ver un par de huevos grasosos flotando en salsa roja, casi dos kilos de tortillas y café negrísimo, le pareció un suicidio, pero comió todo lo que pudo por no despreciar el buen trato de la casera. Después de sufrir un rato lo enchilada y de quemarse la lengua con el café,
salió a caminar
acompañada por Genaro, que se ofreció a enseñarle el pueblo. Elena estaba muy emocionada por conocer las historias del lugar, y aunque probablemente el niño era demasiado pequeño para conocerlas bien, sin duda podría contarle algunas cosas. Elena le preguntaba cada vez que pasaban por una casa, si en ese lugar espantaban o algo así, pero Genaro le explicaba que efectivamente habían ocurrido muertes terribles en el pueblo, pero que cuando llegaran a la casa indicada, él le diría. Conoció el mercado, la cantina, hasta
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el burdel, en el que trabajaban puras mujeres muy viejas. En un rato estaban en la casa de regreso y ella, bastante decepcionada de no saber nada terrorífico aún, sólo le dio las gracias a Genaro y se encerró en su habitación. A las seis y media llegó el chico y le dijo que si todavía
quería
saber
qué
ocurrió
en
ese
lugar.
Obviamente ella le dijo que sí. Se sentaron en la cama y él comenzó a narrarle los hechos. Veinte años atrás habían llegado muchas personas de un pueblo vecino, que a su vez había sido invadido por
otro
que
estaba
infectado
con
una
terrible
enfermedad, así que todo el pueblo se había enfermado. Pero como no sufrieron ellos directamente el contagio, la enfermedad sólo había sido de gravedad para algunas personas que estaban débiles. La casa donde Elena estaba hospedada había servido como hospital, por ser la
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más grande, pero como en el pueblo no había doctor, todos los que habían llegado allí murieron de una manera horrible. Se llenaron de llagas y se les hundieron los ojos, quedándose ciegos. Luego se fueron deformando hasta convertirse en seres asquerosos, y finalmente murieron. Casi veinticinco personas, niños, mujeres, ancianos, habían muerto en esas habitaciones y enterradas en el patio de atrás. En la misma cama en la que
estaban sentados
había muerto una mujer embarazada, que fue la que más había sufrido, y cuyos gritos siempre se escucharon por toda la casa mientras estuvo ahí.
Todo eso se lo
había platicado Doña Amelia una vez que había tomado demasiado pulque. Elena no podía hablar de la emoción. Tal vez si se quedaba despierta podría ver el fantasma de la pobre mujer.
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Esa noche, en lugar de escribir, se acostó en su cama y comenzó a hablarle al aire, tratando de invocar el espíritu de la muerta. La ventana estaba abierta y el viento movía las cortinas. El cielo estaba muy iluminado y se podía distinguir perfectamente las siluetas de todos lo objetos de la habitación. Sintió un horrible escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Se sentó en la cama y abrazó sus rodillas. Sin duda alguien estaba con ella, alguien a quien no podía ver pero sí sentir. Cerró los ojos y sintió que el viento le movía los cabellos. No quiso ver más. Comenzó a temblar, a sudar y abrió los ojos. Estaba ahí para ver un fantasma y no se iba a acobardar en ese momento. Si había un fantasma, tenía que verlo. El cuarto estaba igual. Los muebles y ella eran todo lo que había. El aire se calmó y Elena se fue quedando dormida. El día siguiente se dedicó a escribir la historia que le había contado Genaro y el miedo que había sentido por la noche.
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Los
espíritus
regresan
para
hacernos
pagar
nuestras culpas en vida, de esa manera, ellos pueden descansar en nosotros. Te invaden, te atacan. No hay nada más terrible que el miedo que te hacen sentir, como un grillete en el tobillo, que no te permite correr. Por la noche ya estaba más tranquila y lista para enfrentar lo que viniera. Pero tenía algo de preocupación. No sabía cómo reaccionaría si llegaba a ver algo sobrenatural. La noche anterior se había sorprendido de lo miedosa que era. El miedo no la había dejado pensar con lógica. Apagó las velas, abrió las ventana para que entrara el viento y se acostó. La cortina formaba ondas en el aire, que parecían las alas de una gran paloma. Estaba nublado y todo estaba muy oscuro. Sólo podía ver ciertas cosas claras. De nuevo empezó a sentir algo extraño, como un frío por dentro, mientras que por fuera estaba bañada en sudor.
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En el cielo, unos relámpagos iluminaban de repente y ella podía verse las manos temblando por instantes. Las cosas se veían raras y aterradoras. No aguantaba, quería gritar, quería correr con Doña Amelia, o con Genaro, pero ni siquiera sabía cuáles eran sus cuartos. Se soltó llorando y se mordía los labios y las manos, mientras el viento volaba las hojas de su libreta encima del escritorio. Se sentó en un rincón del cuarto y se tapó con la sábana. De repente sintió algo en el estómago y corrió a ventana a vomitar, con los ojos cerrados, pues no quería ver si había algo cerca de ella. No lo vio, pero lo sentía.
Puede ser que un espíritu te elija, pero puede ser que tú lo elijas a él. Entonces no hay salvación. Puedes verlo frente a ti o a través de ti. De cualquier manera el miedo te hará pedazos finalmente. Tal vez ni siquiera te des cuenta.
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El camión llegó a las diez de mañana y sólo una pasajera lo abordó. En el camino, los cactus y las piedras pasaron velozmente de regreso.
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AVES EN LOS DEDOS
Mi madre fue la segunda de trece hijos, cuando ella tenía quince años murió mi abuela, así que le tocó ayudarle a mi abuelo a cuidar de mis tíos. Su hermana mayor se fugó con un soldado, lo que convirtió a mi madre en la mujer más grande de la casa y madre improvisada. Tenía muchas responsabilidades. Se levantaba temprano a regar las plantas, porque tenían un jardín muy grande, con muchos árboles frutales y muchas floras. Después hacía el desayuno y los lonches de sus hermanos, los repartía para que se fueran a la escuela: los de la prepa, los de la secundaria, los de la primaria. A los del kinder se los llevaba ella. Los más chiquitos se quedaban en casa con el abuelo. Todas las noches, a las siete, se sentaban frente a una
enorme
mesa,
especialmente
para
que
mi
quince
abuelo personas
había y
hecho
cenaban.
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Hablaban de lo que habían hecho en el día. Luego daban las gracias y se repartían en los cuartos. La vida de adolescente de mi madre fue de muchas ocupaciones. Creo que eso le dio el carácter maravilloso que tiene hoy. Cuando tuvo edad para entrar a la prepa, no dudó en lo que quería ser: maestra de kinder. La enseñanza y los cuidados se hicieron parte de ella. Soñaba con tener muchos alumnos y muchos hijos. Mientras estudiaba
en la normal conoció a mi
padre, que trabajaba en la florería de sus padres, un negocio chico pero próspero, que quedaba en el camino entre la normal y la casa de mi madre. Diariamente se veían y platicaban. Luego se hicieron novios y cada mes que cumplían, en lugar de una rosa, que es lo que mi padre consideraba lo común, le regalaba a mamá un árbol para que lo sembrara en su casa, porque es lo que ella prefería.
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Cuatro años de noviazgo convirtieron la casa de mis abuelos en un Edén. Había de todos los tipos de árboles que se pudiera imaginar: en la entrada, pinos y arbustos, en el pasillo, palmeras; al fondo estaban los frutales: mangos, limones, naranjas. Fue ahí, rodeados de
deliciosos
aromas,
donde
mis
padres
se
comprometieron, ahí mismo, en un altar especial, junto al mango, se casaron. Ahí mismo también, concibieron a su primer hijo. Un domingo 8 de julio nació David. Dice mi mamá que era un bebé grande y pesado, de carita chapeada y cabellos rizados que tardó mucho en abrir los ojos, que resultaron ser grandes y azules, como los de mi madre, sólo que más claros. A los tres años usaba talla ocho y pesaba más de veinticinco kilos. Siguió creciendo mucho. Cuando yo nací él tenía cinco años y la estatura de un chico de doce.
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Si alguien me dijera que existe un hermano más amoroso no lo creería. Yo tenía cinco y él diez, jugábamos a que él me cargaba y me hacía girar en el aire. Como David no podía ir a la escuela, mi Mamá le enseñó a leer y a escribir; mi papá le enseñó a cuidar las plantas, sabía todos los nombres de las flores y los árboles que había en el jardín, y sus cuidados. Yo sólo jugaba con él. Me cargaba, yo le decía gigantón, y él me decía que yo era la enana. A mis padres jamás se les ocurrió preguntarse por qué mi hermano no paraba de estirarse, ni comentaban nada sobre su estatura. Mi abuelo le hizo una cama larga, a la que le iba agregando un pedazo cada año. Le hizo sillas y muebles para su cuarto. Mi tía Margarita le hacía la ropa cuando la de talla de adulto no le gustaba. Antes de dormirnos, con la pijama puesta, nos sentábamos debajo del árbol más alto del jardín: un eucalipto, que en las noches frescas hacía un ruido muy
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agradable de viento en sus hojas que se mecían. David me leía un cuento por noche y a veces dos. Su voz se confundía con el suave murmullo de las hojas acariciadas por el viento. Cuando me quedaba dormida, me tomaba entre sus brazos y me llevaba a mi cama. Una tarde estábamos correteándonos por el jardín de la casa, que tenía un pasillo largo de cemento con palmeras a los lados. Acabábamos de regar y el piso estaba mojado. David era el gato y yo, como era pequeña, me podía escabullir fácilmente entre las plantas y me le escapaba. Resbaló. Vi cómo tardó en caer, porque era tan alto que pasaron muchos segundos para que terminara de caer completamente. Se golpeó la cabeza. Se necesitaron seis hombres para subirlo a una ambulancia, porque mi hermanito pesaba mucho. En el hospital estuvimos mis once tíos, mi abuelo, mis padres y yo, un mes, esperando a que despertara.
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No se movía, no hacía nada, sólo respiraba. Los doctores dijeron que a lo mejor se quedaba vegetando para siempre, porque su cerebro se había dañado Mentalmente
estaba
muerto,
dijeron,
pero
mucho. todos
sabíamos que aunque no hiciera nada seguiría siendo el mismo, sólo que más callado. Nos lo llevamos a casa y estuvo otros tres meses sin moverse. Yo le contaba cuentos y chistes para ver si se reía, le hacía cosquillas, pero él no respondía. Entre mis papás y yo lo cambiábamos todos los días como para que saliera a la calle, lo peinábamos y lo tratábamos como si estuviera conciente. Hablábamos con él y aunque no nos respondía, sabíamos qué nos hubiera contestado de haber podido. Yo lo quería más que nadie. El día que cumplí mis quince años me hicieron una fiesta como la que sueñan todas las niñas, con vestido, vals, padrinos y todo. Yo estaba muy feliz, aún cuando
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mi chambelán de honor no fue mi hermano, que era quien yo hubiera preferido. Adornaron la casa con muchas flores y los árboles tenían cintas azules y blancas, como los colores de mi vestido. Para entonces a mi casa ya se le habían hecho las modificaciones necesarias para que desde la sala se pudiera ver el cuarto de David, así que en mi fiesta, la mesa de la familia estaba a unos cuantos metros de su cama. Quisimos llevarlo al sillón de la estancia, pero por su tamaño, no podíamos darnos el lujo de estarlo cambiando de lugar. Para esa ocasión mi abuelo le mandó hacer unos zapatos grandes y mi tía Pilar le cosió un traje elegantísimo a la medida, azul marino con un clavel blanco en la solapa. Desde el accidente Mamá decidió que no le volverían a cortar el cabello hasta que despertara, así que para mi fiesta él ya tenía unos rizos rubios hasta los hombros.
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Mi padre habló, habló mi padrino, bailé el vals. A la hora de la cena, recorrí mesa por mesa, para que todos los invitados salieran en el video. Dejé para el final a mi invitado principal. Fui a su cama y me senté junto a él. Le tomé la mano y saludé con ella a la cámara. De repente abrió los ojos, se levantó, golpeándose contra el techo, pero no dio la menor señal de dolor. Se quitó los zapatos y se dirigió a la puerta de atrás. Lentamente empezó a abrirse paso entre los invitados. Se quitó el saco y sin pensarlo mucho se lo dio a mi tío Ángel. Abrió la puerta, antes de salir se quitó la camisa y se la dio a mamá, quien
la empezó a doblar mecánicamente, sin
pensarlo y sin dejar de verlo asombrada. Dejó los calcetines en el pasillo y caminó hasta el fondo del jardín. Todos observábamos silenciosamente cómo cogió la regadera y mojó un pedazo de tierra junto a una guayaba. Metió los pies en el lodo y movió la cabeza como desaprobando el lugar. Se fue junto al
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eucalipto, que para ese entonces era más pequeño que mi gran hermano. Ahí hizo lo mismo con la regadera, se paró en el charco y empezó a rascar en la tierra con los pies, hasta que le quedaron enterrados hasta los tobillos, luego levantó la cara al cielo, extendió sus brazos hacia arriba y los abrió. Mi tío Roberto no paraba de filmar. Sonrió y yo no sabía si llorar o seguir recorriendo las mesas, como si nada hubiera pasado. En ese momento no hice nada. Sólo me quedé viéndolo sonreír al cielo y mover lentamente los dedos. Cada mañana después de mi fiesta de quince años me levantaba tempranito a regar las plantas y platicaba con él. Sus rizos, que habían crecido mucho, volaban con el viento. El canto de los pájaros que se paraban en sus brazos y en su cabeza se mezclaba con el ruido del agua que yo dejaba caer sobre la tierra que cubría sus pies y
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me sentaba a leer recargada en sus piernas. Lo abrazaba cada vez que podĂa. Lo sigo haciendo.
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CUANDO TODO ESTO ACABE
Cuando todo esto acabe Se apagará el cielo Se encenderá tu mente Brillarás.
Julieta llegó de la escuela sin hambre ni ganas de hacer nada. Dejó la mochila en el sillón y se encerró en su cuarto. Se quitó el uniforme y se puso la pijama. Eran las dos y media de la tarde pero no tenía planeado de salir. De hecho nunca hacía nada después de la escuela. Se acostó en la cama y estiró la mano para sacar algo del buró. Una caja llena de fotografías. Las vio una y otra vez, detenidamente. Rompió tres de ellas y tiró los pedazos en la basura.
Cuando todo esto acabe
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Las estrellas dormirán Y se prenderán las tuyas Iluminando tu cielo, el de adentro.
La cama le parecía enorme y fría, y el silencio le producía escalofríos. Se sentó en piso con las piernas cruzadas. Comenzó a ver todo alrededor. Los posters, el cuadro de Mickey Mouse, el reloj gigante de su pared; sus muñecas, con las que tantas veces había jugado, con las que tantas veces había llorado. Hoy sería uno de esos días.
Cuando todo esto acabe Buscarás el sol Abrirás tu mano Y te darás cuenta de que siempre estuvo ahí.
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Se sintió tonta e infantil. Ya no era una niña. Tenía diecisiete años y desde hacía mucho tiempo que su vida había dejado de ser como la de una pequeña. Había querido vivir demasiado rápido, había tenido que vivir demasiado rápido, la vida la había rebasado y ella se sentía muy mal por eso. No podía regresar el tiempo. Sólo detenerlo lo suficiente como para volver a ser como antes.
Cuando todo esto acabe Se quitarán los plomos De las plantas de tus pies Serás libre.
Otra vez estaba ahí sentada en la alfombra, con la misma pijama, viendo sus muñecas. Escuchando un diálogo silencioso. - Es tu culpa, por no decir lo que debías
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- Tu culpa, por no callar a tiempo - Tu culpa por ser una estúpida Son las siete y media y del sol sólo quedan algunos rayos que se cuelan por entre las cortinas. Las muñecas parecen sonreír burlonamente y decirle a Julieta lo cobarde que es. Tan blancas y frías. Las acerca a su cara y casi puede escuchar que laten. Para ella tienen vida propia. No son objetos. Viven. Son sus amigas. La acompañan. La consuelan y a la vez la sentencian.
Cuando todo esto acabe Volarán tus cabellos Mecidos por un viento Como suspiros de ángeles.
Pero hoy no puede más, sus muñecas le gritan y la insultan. Se burlan de ella y le dicen que merece ser castigada como ellas lo fueron una vez, muchas veces,
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Julieta está triste. Siempre lo ha estado. Pero ahora está triste y sola. Hasta sus muñecas la han abandonado. Son malas como todos los demás.
Cuando todo esto acabe, creo yo, deberá ser como en las películas. El cuerpo empezará a sentirse ligero, como si los kilos que me sobran se esfumaran, y mis brazos se sintieran tan ligeros como alas. Podré volar y ver cómo el cielo va perdiendo su luz. El sol, sonriente, me dirá adiós, acariciando mi rostro con un rayo tibio, y se irá caminando, con las manos agarradas en la espalda, hasta perderse en el horizonte.
Julieta está triste hoy Sus muñecas le han dicho Que es tonta y cobarde Más que nunca.
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Del mar saldrán sirenas que me arrullarán a mí y todo lo que me rodee, con una dulce melodía, como un canto de madre que duerme a su bebé. La luna saldrá, como lista para una fiesta, y bailará para mí al ritmo del canto de las sirenas. El aire fresco se enredará en mi cabello, como
pequeños
duendes
juguetones
y
traviesos,
alborotándolo y haciéndome cosquillas en el cuello.
Encerrada en su reino Ella ordena En su pequeño castillo De hieles.
Casi puedo ver las hojas de los árboles formando guirnaldas alrededor de mi frente, coronándome. Ahora soy la reina y puedo hacer lo que yo quiera. Puedo volar como siempre he querido. Me elevo muy alto, tanto, que puedo ver desde aquí tu casa, y observarte a través de la
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ventana, escribiendo. El cuerpo, a pesar de ser tan ligero, me estorba. Así que me desabotono la piel y la dejo caer desde lo alto. Mi piel va cayendo como una pluma, lentamente, balanceándose, y cae en el piso, junto a mis zapatos.
Las muñecas han sido malas Y deben pagar Deben ser castigadas Deben morir.
Ahora que no tengo piel, ni cuerpo, ni nada que me haga presa del mundo, puedo ser yo y sentirme parte de la noche. Yo soy la noche. Soy lo que quiera. Puedo ser una piedra y sólo quedarme ahí, sin hacer nada, si quiero, y si quiero soy un ave que se duerme en su nido. También puedo soplar muy fuerte y ser el viento que tira los árboles y vuela las tapas de los tinacos de las casas.
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Con un cuchillo Termina con sus sonrisas sarcásticas Ya no ríen más Ya no pueden
Todos dicen diferentes cosas sobre lo que pasa después, pero lo que sea me parecerá mejor. Podré respirar por todo el cuerpo, pues mi piel ya no existirá. Seré toda espíritu, y ni tú ni nadie me dirán nunca más qué hacer ni qué decir, ni seguirás culpándome por cosas que aún no he hecho. Lo que ya hice, lo siento en el alma, y me duele, y no espero ni tu perdón ni el de nadie.
Pero la reina no tiene sangre azul, Es roja, como la de todos los demás Y tiene que pedir perdón Como tantas veces, como siempre.
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Yo no sé qué pase cuando todo esto acabe, sólo sé que si algún día puedo decidir yo misma cuándo acabará, podré también elegir qué ser, si planta, viento, noche o ave. O regresar una y otra vez, o entrar en el cuerpo de alguien. O enamorarme de la vida y sufrir porque no la tengo. O sólo desaparecer.
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