Stupía

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StupĂ­a Centro Cultural Recoleta Salas J y C JunĂ­n 1930, Buenos Aires

Recortes de inventario Collages, pliegues y troquelados 26 de agosto - 25 de septiembre, 2011


GOBIERNO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES Jefe de Gobierno: Mauricio Macri Ministro de Cultura: Hernán Lombardi Director General del Centro Cultural Recoleta: Claudio Patricio Massetti Director Operativo de Programación y Curaduría: Elio Kapszuk Director Operativo de Gestión de Operaciones: Carlos Villoldo Director Operativo de Infraestructura y Funcionamiento Edilicio: Eduardo Tapia Subdirectora Operativa de Investigación, Creación y Capacitación: Silvia Sánchez Asesora General de Dirección General: María Rita C. de Fernández Madero Curador y Asesor de Artes Visuales: Renato Rita Asesor de Gestión Administración: Guillermo Madero (h) ASOCIACIÓN AMIGOS DEL CENTRO CULTURAL RECOLETA Presidenta: Magdalena Cordero Vicepresidente: Alejandro Corres Secretario: Nora Hojman Comisión Directiva: Marlise Jozami CATÁLOGO Producción: María Eugenia Carreira Diseño: Marius Riveiro Villar Fotografía: Oscar Balducci Esta exposición se realizó con la colaboración de todo el personal del Centro Cultural Recoleta. Gracias a todos. El artista expone por gentileza de la Galería Jorge Mara-Laruche. Tapa: Collage, 2010. 56 x 44 cm Contratapa: Collage, 2010. 56 x 44 cm


La obra de Eduardo Stupía –ese work in progress– que el artista viene realizando hace más de tres décadas, ya configura un vasto territorio propio; difícil ubicarla en cualquiera de las tendencias que se desarrollan en nuestro medio. La singularidad irreductible de su poética –esas tramas llenas de evocaciones de lo real–, son verdaderas destilaciones de una subjetividad inacabable. Nada en estas obras pareciera haber sido planeado. Sentimos que cada fragmento surge de su mano como un diálogo incesante entre el gesto y la materia en cerrada ceremonia que, por fin, cargan la superficie de signos abriendo a cada instante los más impensados horizontes. Para Stupía pareciera tratarse de asediar la luz que emana del papel intocado, que su mano cubre con el negro, alguna vez con color, dosificando el fondo blanco, que ilumina sus territorios con claridad diurna o titila como luces en la noche. La muestra que hoy presentamos introduce en el denso imaginario de Stupía otro elemento: el collage, esos fragmentos rasgados o recortados que, si en los libros o en revistas de los que proceden tuvieron una específica determinación legible, ahora, para el artista, se trasformaron en punto de partida para nuevas determinaciones. El resultado de estas apariciones impresas significa el ingreso de elementos simbólicos, que funcionan como restos diurnos de un sueño que irrumpe en sus ya conocidas tramas y laberintos. El Ministro de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Centro Cultural Recoleta presentan a este significativo artista de su generación, que ocupa un destacado lugar en el panorama de nuestras artes y detona con brillo propio. Claudio Patricio Massetti Director General del Centro Cultural Recoleta

Collage, 2010. 56 x 44 cm


Presentación Elio Kapszuk*

Eduardo Stupía es un coleccionista. Junta, recolecta y guarda libros, revistas, fascículos, suplementos, semanarios, publicaciones, boletines y un sin número más de subgéneros que dan cuenta de la producción y creación gráfica. Los amontona sobre mesas, sillas, en la biblioteca, en el piso y en cualquier superficie vacía de su taller. A la hora de hablar de este material se refiere a él como reliquias de un pasado. Se asombra y admira de la resolución artística de tal ilustrador, como así también de la temática de algunos de ellos. Casi todas las tiene clasificadas y puede pasar horas hablando de sus descubrimientos. Pero en algún momento esos documentos dejan de ser impronta de ideas, pensamientos y relaciones diversas, para convertirse en insumo de sus collages. Utiliza todas las variables del género y aledaños para mostrarnos, por ejemplo, un diálogo producido por él de dos imágenes recortadas o poner la lupa sobre lo aleatorio que es, pero a su vez profundamente significativo, que dos imágenes convivan en una misma página o doble página con un sin fin de relaciones no deseadas por el diseñador o editor de esa época. Claro que también recorta y pega, como si fuese un Photoshop arcaico y manual, se remite a la biblioteca universal de sus revistas y va armando un nuevo texto. En algunos casos funciona como miguitas de pan que nos remiten a su lugar de origen. Pliega y troquela papeles uniéndolos y superponiéndolos, y haciendo valer lo cromático y también el efecto visual de su textura. Una de las cosas que más me sorprendió es el respeto que tiene en su cosmovisión sobre los elementos que atesora. Para Stupía no son materiales de deshecho, que él por su obra y gracia le

genera valor. Al contrario, el punto de inflexión se produce al ver desde hoy aquello que se hizo en su momento y poner la mirada al tiempo transcurrido en tanto que generó competencias de conocimiento que hacen que hoy resignifiquemos las cosas, no como un acto de nostalgia, sino como un acto de construcción sobre lo construido. Es parte de su historia y él la integra y la continúa. La idea del CCR de invitarlo a desplegar su obra en dos salas, J y C, está relacionado con el concepto de fragmentar y volver a unir no sólo como una capacidad de la percepción, sino como un elemento constitutivo del arte contemporáneo. Quizás no descubro nada, porque es un secreto a voces, que estos Collages, pliegues y troquelados, son verdaderos dibujos realizados con la tinta que emana del papel en la mano de Eduardo Stupía. *Director Operativo de Programación y Curaduría del Centro Cultural Recoleta

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Introducción Eduardo Stupía

La muestra Recortes de inventario – Collages, pliegues y troquelados está dedicada a Héctor Libertella, bajo cuya evocación, inspiración e influencia constantes estuvo concebida y realizada. Se compone de alrededor de 360 piezas producidas al amparo de lo que podría llamarse el cánon del género, aunque con ciertas variaciones y alteraciones temáticas y estructurales. Está dividida parcialmente en series, generadas no tanto por una decisión a priori sino como consecuencia de las mencionadas variantes y transformaciones que se impusieron en el tiempo de elaboración de las mismas piezas. Los títulos, o encuadres, de las series son Mensajes cifrados, Anónimos, Enmascaramientos, Paisajes, Jeroglíficos, Rebus, Poligrafías, Fotomontajes, Geografía universal, La tierra y el hombre, Timones, y El museo universal. Los textos que integran este catálogo y que le aportan a la muestra una claridad y una riqueza que nunca hubieran podido lograrse de otro modo fueron escritos por Edgardo Dobry, Graciela Fernández, Guillermo Saavedra, Daniel Samoilovich, y Mario Tobelem. Las series Poligrafías y Fotomontajes fueron elaboradas en co-autoría con las artistas Gabriela Di Giuseppe y Rosana Schoijett, respectivamente, quienes participan con sensibilidad e imaginación no sólo con sus propias piezas sino de todo el espíritu que anima la muestra.

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Collage, 2010. 56 x 44 cm


Papirofilia en el taller Edgardo Dobry

Papirofilia, campo pasional abierto por una vida de lector. Arte concreto: más allá de la palabra, siempre signo, abstracción siempre y ante todo, aparece aquí el papel como materia primera, cuyo significado es su carácter inmotivado, su vocación de soporte hecha representación, como un trampantojo del concepto. Se diría que, antes de ser recortados, estos papeles fueron olidos: irrefrenable inclinación del fetichista hacia el libro recién abierto –­ fresco de antigüedad–, y hasta las revistas satinadas y los diarios ajados a las dos horas de impresos. En los descartes, en los márgenes, los restos de papel se ordenan en una palestra de signos aleatorios, que pueden ser leídos aunque no descifrados, o bien su desciframiento sería –al contrario del lingüístico– del todo subjetivo, desviado o lógicamente vacío. ¿No es el arte moderno un camino hacia el corazón renovado de las cosas? Cézanne decía que, además de la profundidad, sensualidad, dureza de los objetos, quería representar “su olor”. En arte, como en literatura, las leyes se derogan y se rehacen ­–provisionales- para volver fuerte de nuevo la representación, para encontrar una nueva gramática de la materia. Bibliofilia: la ansiedad del fetichista ante éste o aquél volumen encontrado al azar, revolviendo, apartando, más allá del texto, más allá del fondo del libro: el fetichismo es siempre formal, carnal. Y como la pasión puede –suele- dejar destrozos, he aquí el cociente de esa parte, dispuesta según un campo magnético cuya lógica no puede formularse porque cambia en cada cuadro. “Desembalo mi biblioteca”, escribía Benjamin: “Sólo puedo invitarlos a que se trasladen conmigo al desorden de las cajas desclavadas, a la atmósfera en que flota este polvillo de madera, al piso sembrado de papeles rasgados, entre las pilas de volúmenes

devueltos a la luz el día después de dos años, exactamente, de oscuridad”. La biblioteca personal es un género autobiográfico, el menos deliberado y por eso el menos controvertible. Ahora quedan sólo esos papeles rasgados –sumas de rasgos–, índice y mancha a la vez de esa forma peculiar de desatino, el coleccionismo, que resalta aún más en un mundo abocado a la pérdida de materialidad, sobre todo en lo que se refiere a la lectura y a los textos. “Toda pasión linda con el caos pero la chifladura de la colección construye el caos de los recuerdos”. Lectura proustiana de estos restos de papel: su abanico de texturas, de tonos, de edades: memoria no escrita sino citada en su propia materia literal. Extraída de sus enormes posibilidades combinatorias, aunque para ponerlas en juego haya que consumir la colección –no sólo de libros y revistas: de folletos, de fotocopias, de mapas encontrados en ferias, de hojas de timón rescatadas de su adocenamiento, de láminas de marchandasing de cualquier museo sepultadas en el desorden del estudio, de recortes clasificados según un criterio ya olvidado. Consunción a la que se llega no sin cierta violencia: la pasión, podía agregarse, linda con lo rasgado, con el resto, con la ruptura, con el destrozo –véanse, por ejemplo, los pobres dientes de una hojita arrancada a una libreta de espiral. Aquí el papel es, en efecto, una ruina: en el sentido arqueológico. Algo de lo que se parte, algo sepultado que aflora atravesando estratos de sombra y de tiempo. Que, además, se reconstruye como cosa anfractuosa: “quebrada, sinuosa, tortuosa, desigual”. Pero también plegada, frotada, superpuesta, calcada, entintada de nuevo sobre la tinta original, recortada sobre el eje de un filete, pegada en espira o en ola. Para que exista como objeto artístico el papel, los papeles, se han

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Collage, 2010. 32 x 40 cm

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pervertido de su uso y función tradicional: se han sacralizado, es decir fijado, sustraído a su destino de circulación y residuo. El marco de la hoja se ha vaciado. Se diría que hay, en esta serie, toda una poética de la hoja de libro como marco. Así pasa al papel lo que, hace cerca de medio milenio, Montaigne encontraba como metáfora de sus Ensayos: “une marqueterie mal jointe”. Donde marqueterie es, literalmente, taracea –Montaigne aludía, implícitamente, a la diferencia entre la superficie homogénea de la pintura al óleo y las anfractuosidades de las figuras taraceadas, en la que el artesano se ve obligado a combinar maderas de diversa textura, dureza y color. “Una taracea mal ensamblada”: captatio benevolentiae que podría ser, asimismo, la divisa de esta obra de Stupia. Marquetería es, en castellano, el trabajo del ebanista, el arte de embutir varillas de maderas distintas. Pero, forzándolo a su literalidad, es, asimismo, el trabajo con los marcos: los márgenes (de la página), lo que queda fuera y acota, lo que no significa pero sostiene el sentido. “Una marquetería mal ensamblada”: o desensamblada, descuajeringada, rasgada; y vuelta a ordenar, según –de nuevo– una lógica subjetiva, indescifrable, pasional. Montaigne fue contemporáneo de los primeros anticuarios significativos de Europa, donde el coleccionismo es una forma o la forma sublime del manierismo. Carlo Ginzburg recuerda que Galileo, contemporáneo de Montaigne, comparaba la diferencia entre la taracea y la pintura al óleo con la contraposición de los estilos de Orlando furioso de Ariosto y Jerusalén liberada de Tasso. A éste lo definía como un de “pequeñas cosillas”: un cangrejo petrificado, un camaleón seco, una mosca y una araña en gelatina dentro de una porción de ámbar. Aquí serían esas pequeñas cosillas no descritas, ni siquiera pintadas:

apenas sugeridas, evocadas, representadas como esquemas a los que el ojo reduce esta coreografía de formas de papel sobre papel. La pintura clásica no se comprende sin tener en cuenta lo que los artistas habían leído y codificado: esencialmente, la Biblia vieja y nueva: si una joven se representaba con una bandeja en las manos, en la que se servía la cabeza recién cortada de un hombre, tenía que ser Salomé; si la mujer sostenía la cabeza en una mano y en la otra la espada, era Judit. Aquí retorna la lectura pero como resto, como margen, sin texto, memoria involuntaria que aflora ante el objeto anfractuoso (y se vuelve ella, a su vez, anfractuosa, plegada, frotada). ¿Qué leyó el artista para llegar hasta aquí? ¿Acaso un “Prólogo”, única palabra completa que se puede leer, al menos en los cuadros grandes? Prólogo que vacía el texto para dejar paso a las rebabas, a lo industrial del diario, la revista, el libro. Lo que, en su circulación, se inviste como fetiche: máscara sobre antifaz, carnaval jocoso o sueño del deshecho armónico, cargado de pronto de intención y de afectos, intensos en su provisionalidad.


Calle Cevallos Graciela Fernández

A mediados de los 80,E.S. paisajista descargó unos cuantos muebles de procedencia dudosa en un predio de 45 metros cuadrados. Una cama que haría de bastidor insuficiente y varias cajas traídas de sucesivas mudanzas. Stupía, además de ser dibujante, librero y baterista zurdo, había acopiado innumerable material proveniente de libros menores, revistas,páginas sueltas desprendidas de algún suplemento mexicano, fotonovelas y papeleo cinematográfico. Esta enorme colección estuvo por años almacenada como semillero de exóticos orígenes. La readquisición de ejemplares perdidos en el tiempo realimentó el mantillo de las cajas, fertilizando el predio como una suerte de granero del mundo. Dos fueron las obras que realizó el dibujante en la parcela de la calle Cevallos: el motivo de un Adán y Eva incipientes y un gran rollo alusivo a la Conquista. Este último sería pintado con dificultad debido a su enorme longitud, la mayor realizada por el artista hasta ese momento; S. se veía forzado a ir desenrrollando por tramos el papel, y la tinta arreciaba como garúa sobre el descampado y trazaba pajonales, cañas, riachos a la deriva que pugnaban por expandirse. Un paisaje anterior al animal y al hombre, a la civilización y a la barbarie. Un enorme potrero anterior a la Patria. En contrapunto, el material gráfico acumulado se reanimaba en exuberancia.Imágenes estampadas en distintos papeles y formatos, representaciones bizarras, enmarañaban una maleza que iba a expulsarlo hacia algún taller prestado para concluir aquel rollo. El dibujante cedió con docilidad.Puede verse el efecto del desborde de esa maleza gráfica en algunos paisajes de S.pintados a distancia del predio, toques y escenas que se imponen con una presencia nítida, un río, la ronda de unos

monjes en oración, un fragmento anatómico, todos ellos residentes entremezclados en las cajas que electrizaban la mano del paisajista. Signos dictados a distancia, impresiones escapadas de un reservorio ajeno, como apariciones en un sueño atemporal. Músico de oido al fin,S. nunca dejó de escuchar los chirridos de estos papeles abarrotados. Eran a sus oídos más que el tesoro de un coleccionista exquisito el hervidero de un puestista rabioso. El sonido del papel se hizo ensordecedor. El reclamo de recuerdos fragmentados, su práctica de escenógrafo infantil cuando reproducía con casitas de muñecas sus programas de T.V,o quizá el rescate del tedio por alguna viñeta memorable lo convocaron.Las botánicas, los libros infantiles, los viejos logos fueron trabajados por la espera,el reposo y la oscuridad. Hubo algo de luz que se coló por los resquicios, pisadas, visitas furtivas a la caverna de la calle Cevallos.Algún ornamento deseoso de manfiestarse,caras de barba que se estarán desvaneciendo en daguerrotipos, mensajes cifrados debajo de la puerta para ser incluidos en alguna composición. El papel se deja amar,se deja trabajar como una tierra, se deja usar por la herramienta y mordisquear por el insecto carroñero.El papel como espejo primordial permite que el mundo se refleje en él sin inmutarse. Hubo tijera, manos, barra de tinta, adhesivo,marco y el compás de espera de cocción que todo alquimista conoce: el tiempo de disolución y coagulación.

Página opuesta: Collage, 2010. 38 x 29 cm

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Collage, 2009. 38 x 30 cm Collage, 2009. 38 x 30 cm

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Anónimos de autor Guillermo Saavedra

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Ironía del género: collages – papiers collés: el siglo veinte emprendió, con ellos entre otras herramientas, el camino de la desacralización de ciertos aspectos del arte –entre otros, la insoslayable nobleza de su asunto y de sus materiales, el obligado virtuosismo técnico al servicio de la figuración– y terminó por rescatar la idea de obra de arte original, por otros medios. Así, con la materia menos aurática posible –el papel impreso con imágenes y palabras que la reproductibilidad técnica multiplicó hasta el cansancio– consiguió producir objetos únicos e irrepetibles. La vanguardia también fue, después de todo, un tigre de papel. Paradoja de un falso exilio: expulsado de su contexto gráfico originario, el fragmento pierde en el collage el significado industrial del todo al que pertenecía, pero adquiere otro, menos perentorio y al mismo tiempo más dramático, cuya actualidad no será tan efímera: siempre hablará en presente, mientras haya quien lo observe. Y cada fragmento siempre remitirá a dos pasados: el de la nueva obra de la cual ahora es parte y –unas veces, en sordina y otras, vociferando– el de aquel territorio del que fue desterrado, pero sólo para adquirir carta de ciudadanía en el país de las obras con pretensión de originales. El collage tiene, en ese sentido, algo de módica masacre, de metáfora nefanda: un campo de concentración en escala donde cada fragmento es sometido a un trabajo forzado: el de perder su difusa identidad anterior para formar parte de una nueva totalidad significante. En el proceso, algunos prisioneros siguen gritando hacia el exterior del campo de la obra su condición de transterrados en tanto que otros, resignados o verdaderamente convencidos de las bondades de su peripecia, asumen el nuevo destino.

Así, todo collage es una batalla campal por el significado o, mejor aún, por la forma: la autoridad de la letra o la imagen impresa, subrayada por el énfasis de la reproducción mecánica, en lucha sin cuartel contra una nueva voluntad de ser en el espacio: manual, artesanal, específica, intencional: la de una auctoritas que parece retornar del pasado inmediato para imponer el sentido de una nueva forma que, en definitiva, no es otra cosa que la tensión permanente entre los restos de formas en obligada convivencia. Más aún: esa tensa cohabitación es la forma de la obra. Es la obra misma. Todo collage es, en tal sentido, testimonio social: actúa y actualiza una lucha de clases, a través del materialismo dialéctico de los fragmentos enfrentados. Y esa aparente democracia burguesa del collage, al proclamar la coexistencia de elementos de diferente extracción en un plano de aparente igualdad, se ve en parte delatada por la voluntad del artista, cuando ésta pone en evidencia la desigualdad de las partes; y en parte clausurada, cuando impone a esos elementos límites estrictos a su libertad de expresión. Si no un demiurgo, el artista es aquí al menos soberano: a veces reina pero no siempre gobierna, sentado en el trono de una monarquía intermitentemente parlamentaria; y otras veces acalla todas las voces disidentes, para establecer una democracia tutelada o incluso una tiranía. El collage como ilusión posible de una comunidad organizada. Collage: el artista, una suerte de Jack The Ripper devenido un Jack The Paster. O un Viktor Frankenstein, dedicado a recolectar restos mortales de impresos para armar con ellos algo a lo cual, con arrogancia prometeica, aspira a infundir nueva vida.


Collage, 2010. 40 x 40 cm Página opuesta: Collage, 2010. 36 x 30 cm

Collage: los actos de cortar y pegar reemplazan el trazo y la línea. La economía sintagmática del plano convive con el paradigma de una superposición relativa y, a veces, le cede francamente el paso: como un arquitecto que dudara entre la solidez apaisada de la casa de una planta y la verticalidad ambiciosa de un edificio de departamentos. El collage –en su indecisión entre una y otra– como nostalgia, e incluso parodia, de la pintura y de la escultura. En ese sentido, el collage es una desocultación del pentimento. El papel del artista: dicho, ante todo, en su sentido literal: el material específico con el que el artista ha construido su obra y que, en muchos casos, se convierte en el asunto mismo de la obra, en la obra misma; pero, también, en el sentido de rol, de función: el hacedor de collages como artista digital avant la lettre: anticipa el abandono del lápiz o el pincel para echar mano de atajos: imágenes y signos prefabricados, tomados de una babélica reserva: diarios, revistas, libros, fotografías, fotocopias, originales anteriores: como si un hambre urgente, un apetito feriante y desatado lo

conminara a fagocitarse todo. Y a digerirlo, con buen provecho. Salvedades, parabienes: detrás de todo esto, hay una firma. Y el que suscribe, Eduardo Stupía, se permite una y otra vez sus propias modulaciones a todo lo apuntado: siluetas vacías de todo signo– pura forma y color; un pincel–pinceladas; una bolilla de lotería; retratos hilarantemente quiméricos; y a cada paso: pliegues, repliegues, fricciones, ajaduras, brillos, excesos, burlas, opacidades, citas de su propia obra y una revisión del género en un arco que va del homenaje a la parodia. Stupía, a la hora de hacer collages, no deja de ser Stupía: un artista de la ambigüedad, del si-esno-es, de la abstracción que parece figuración y viceversa, de la obsesión por el paisaje, la anatomía humana, el hiperrealismo de los ilustradores de enciclopedias, las artes gráficas, la publicidad, el dibujo, el cine, la música, el color, la música del color. El collage ya no es aquí el salvoconducto cubista o surrealista para escapar de un arte demasiado pagado de sí mismo. Ni es tampoco la diagonal para llegar antes a ningún lado. Stupía ya volvió y, en cierto modo, nunca se ha movido. Metabolista de desechos, de yuyos, de escombros, de desguaces, sospecho que, detrás de su avidez barroca por todo aquello a punto de perecer o desbarrancarse, por la desmesura y la miniatura, por todo cuanto tiembla y se mueve en falsa escuadra, en Stupía vive agazapada una expectativa de orden. Un equilibrio precario e inestable, como el que cabría esperar de un tango cantado por el último Rufino, o de un teatro de personajes anónimos, entregados a la infructuosa búsqueda de su autor. 12


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La fuerza Stupía Daniel Samoilovich

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Si la pretensión de las grandes enciclopedias del siglo XIX y comienzos del XX era la de ser el universo, aquí es el universo mismo el que, junto con las enciclopedias, ha sido puesto en la batidora. * Nada queda en su lugar, pero es importante que todo eso que está mezclado y recombinado haya tenido antes un lugar, la pretensión de un lugar. Es sobre todo esa pretensión la que aquí resulta desarmada. * No burlada, lo cual sería a esta altura demasiado fácil, un abuso vulgar del anacronismo; sino desnuda, desarmada. La ingenua pretensión de abarcar y sistematizar el mundo es aquí, en todo caso, objeto más de melancolía que de sorna. * Dicho de otro modo: la enciclopedia del XIX se basó en el optimismo por el progreso y por la misión civilizadora de la raza blanca, que debían ser el eje de su visión unificadora. Junto con aquel optimismo y la fe en aquella misión, la mirada unificadora estalló; estos son sus fragmentos. * Los catálogos comerciales e industriales fueron copias a escala de la enciclopedia, reemplazando sólo a último momento el propósito de enseñar por el de vender; las cosas estaban igualmente descriptas y dibujadas, pero disponibles para el posible comprador. Presuponían una red mundial –global, diríamos hoy– de compradores, y medios para cobrar y enviar la mercadería. También estallaron estos catálogos, también sus restos están aquí. Hasta resuena en estos collages un eco de los puertos laboriosos, de las ódenes de pago libradas en bancos disfrazados de templos dóricos, de la espera de los compradores aguardando la llegada de la mercancía.

* Para hacer Une semaine de bonté, Max Ernst partió de las páginas de faits divers, de los relatos de crímenes reales recogidos por las revistas ilustradas, y algo de esos dramones quedó en sus aventuras surreales; perdida la anécdota sentimental, quedó en su obra, abstraída, condensada, la lógica misma del sentimentalismo y el crimen pasional. Cuando Stupía parte de la enciclopedia, algo de la lógica de la exhibición de especímenes del mundo, ejemplos de lo modélico y de lo monstruoso, queda viva en sus collages. Monstruos y modelos se siguen exponiendo, inocentes, a los ojos del espectador; la diferencia es que ahora ya no se sabe cuáles son los modelos y cuáles los monstruos. Una brusca metamorfosis ha afectado a unos y otros. * No los ha afectado: los afecta. Cuando Stupía ensambla un par de caballeros del XIX de modo que los botones de la chaqueta de uno resulten los ojos de otro, y cuando el sobrante de la figura del que aporta los botones queda por ahí plantada como un apéndice monstruoso del que aporta el óvalo del rostro, Stupía no se comporta como el mago que hace el truco y luego lo explica; es más bien un prestidigitador que hace su oficio bajo la más cruda luz, dejándonos ver la trampa y logrando que, a pesar de todo, le creamos. Tal es la fuerza de un par de figuritas redondeadas –en este caso, los botones– puestas más o menos en el medio de una cara, que no podemos resistir ver en ellos ojos. O dicho de otro modo: es tal la fuerza de nuestro antropomorfismo, del estereotipo “cara con ojos” que veremos ese estereotipo apenas nos den la más remota oportunidad de verlo. * Del mismo modo, veremos un paisaje apenas nos den una posible línea de horizonte, aunque lo


Página 14: Collage, 2010. 36 x 30 cm

horizontalizado sea un músculo del brazo mostrado a la descarnada manera de un grabado médico; o vemos un perfil de montañas en cualquier línea quebrada colocada más o menos al fondo. Consciente de esta fuerza de las formas que ya han hallado un anclaje en nuestra mente, Stupía no se preocupa de ocultar suturas, de hacer su truco en la oscuridad. * También aquí hay una diferencia con los collages de Max Ernst. El maestro surrealista está todavía ocupado en desarmar y recombinar una anécdota, para reconstruirla en otro plano de significación. Para mayor eficacia de su trabajo de reconstrucción, los empalmes que hace de sus materiales son perfectos, las soluciones de continuidad, invisibles. El asunto de Stupía es otro; Stupía no construye otra historia con los materiales de una anterior; simplemente, dinamita la historia ante nuestros ojos, dispersándola a menudo en astillas abstractas, algunas veces en nuevas figuras que no cuentan nada; más bien, dan la medida de nuestra adhesión a un mundo de figuras, reencontradas con fervor ante la más leve posibilidad. * No una nueva historia, entonces, sino una reflexión sobre la historia y sobre las formas; y sobre la historia de las formas. * Así, uno podría ver la destrucción de la enciclopedia como un prólogo de la abstracción. El protagonista es, en muchos de estos collages, la mancha, el ángulo, la línea, la trama; eventualmente, el plano de color. A menudo, Stupía va más allá del collage; la máscara de papel blanco, llena de agujeros cortados a tijera, que en parte tapa y en parte deja ver una profusa mancha negra al fondo, todavía es collage; pero cuando la máscara

ha sido previa, como esas cintas que los pintores de paredes ponen en los zócalos para no ensuciarlos, cuando la máscara ha sido una forma que, colocada antes de manchar el cuadro, ha definido de antemano unos límites para esa mancha, una zona de exclusión que finalmente vemos como blanco cuando la máscara se retira, entonces ya no estamos tan seguros de que se trate de un collage. El collage ha existido, pero uno de sus elementos se ha retirado, dejando sólo un hueco donde antes él estuvo. * Tampoco estamos tan cómodos en el reino del collage cuando Stupía se torna escultor, y sus papeles arrugados arrojan sombras sobre el cuadro, sobre su fondo o sobre otras figuras. Es sutil, encantadora, esta aparición de la tercera dimensión: como sombra, como evocación del mundo de fuera que ha quedado a medio deglutir. * Porque la ingesta es también un asunto. Todo bicho que camina puede ir a parar al asador (y el que no camina, también): anuncios publicitarios de los años 50, códigos de banderas, patrones de costura, etiquetas, escritura, sobres, sellos postales, los ya citados manuales médicos, catálogos y enciclopedias... Igual que al salir de una película de espías todo el mundo en el hall del cine tiene aspecto sospechoso, al salir del estudio del pintor donde vi por primera vez esta exposición en marcha, sentí que la calle, el mundo entero eran materiales de un collage de Stupía. Si eventualmente andaban por ahí sueltos, todavía fuera de sus cuadros, de eso se trataba, de un “todavía”. * Vocación barroca, ésta, de comerse el mundo, pero también vocación de todo arte fuerte y verdadero, toda visión original. El efecto collage

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Collage, 2010. 37 x 37 cm Collage, 2010. 36 x 30 cm

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llega a comerse los materiales crudos: así, la serie de ilustraciones no intervenidas empieza a funcionar como un extremo de la vocación transformadora del artista; por efecto, por arrastre de la impresionante versatilidad con que Stupía transforma los materiales, todo lo visible, mancha o forma, color o negro, también las ilustraciones de diversas épocas expuestas sin intervención resultan paradójicamente intervenidas. Señalan, en el punto extremo, la fuerza incorporadora de la visión Stupía. * Y otra vez, la “desprolijidad”. Junto a la minuciosa filigrana, la línea infinitesimal de tinta china que se extiende sin perder precisión, junto al equilibrio perfecto de formas y colores, los papeles arrancados o arrugados son también señales de una fuerza constructiva. Es interesante contrastar estos trabajos con los decoupages de Matisse; y la festiva prolijidad de trabajos como Jazz, con esta otra fiesta, que a diferencia de aquella puede ser, cuando quiere, brutal. * Si la tercera dimensión puede entrar aquí como realidad y como sugerencia, también puede entrar la cuarta. Ya la máscara puesta antes de pintar y retirada luego era un “collage en el tiempo”; pero es en los papeles envejecidos donde el tiempo ha sido más decididamente conjurado a entrar en el concierto. Y entonces ya no hablamos de una reflexión acerca de la historia, sino que la historia misma está aquí; el tiempo no es sólo la distancia que resignifica tantos estilos de la ilustración de los siglos XIX y XX, sino el ámbito en que el lento trabajo de la oxidación del papel ha tenido lugar, actuando no sólo sobre la iconografía, sino también sobre su soporte. Stupía nos lo recuerda con un pase magistral:


Collage, 2010. 35 x 35 cm

eliminando, en algunos de los collages, justamente, todo rasgo de iconografía. En los collages en que ensambla sólo marcos de ilustraciones y pedazos de papel, los distintos blancos resultantes, los celestes empalidecidos y las manchas de óxido evocan este otro aspecto, estrictamente material, del tiempo. De paso, si por un instante las figuras nos hubieran confundido con su atractivo propio, si se hubieran librado de la “fuerza Stupía” para dar lugar a una apreciación más camp o nostálgica, más trivial en suma, este trabajo con los marcos y papeles “blancos” las devuelve a un sitio más problemático. * No es que la nostalgia sea impertinente; pero el artista no la deja perderse en un juego vacuo, complaciente. Yo diría que lo mismo pasa con la alegría. El festejo de la variedad del mundo es absoluto aquí, y no lo es. Algo del orden de lo irrevocable también está presente, no sólo en la oxidación de los papeles. También hay una amenaza y una incógnita en los restos de frases, esa suerte de blackmail que, anónimo, nos llega del pasado hecho con recortes de textos recompuestos, mensajes de un mundo perdido. * Se podría aventurar una hipótesis acerca de esos anónimos y ese mundo perdido. Tal vez ese “mundo perdido” sea también el nuestro. Si así fuera difícilmente podríamos mirar el pasado con burla o condescendencia, y menos aún festejar su extinción. Probablemente haya sido para bien que el universo ordenado haya estallado en pedazos, mucho terror y violencia estaban ocultos en sus pliegues; aquellas enciclopedias positivistas eran el reino del racismo más obtuso, aquellos instrumentos médicos parecían instrumentos de tortura, aquellos cuentos infantiles a menudo

ocultaban mal el propósito de disciplinar a la infancia, la mujer y las clases subalternas. Pero si se considera qué difícil será para un artista del futuro hacer collages con lo que quede de la Wikipedia, las compras online o los posts de los blogs (o sea, con nada), se entenderá que lo que está en cuestión no es sólo el ocaso del positivismo o la razón, sino el del mundo material. Quizás lo que conmueve e inquieta es sobre todo la anticipada melancolía de un mundo de tintas que ensucian, que se derraman o expanden controladas, papeles que son impresos o no, que traen o no imágenes y cuentas y medidas y mensajes, papeles que se arrugan y raen y envejecen siendo como son la cifra de un mundo matérico; aquel mundo que pesaba y echaba sombras y que el artista atrapa en el instante justo en que parece desvanecerse. 18


Apuntes de un neófito Mario Tobelem

En una feria callejera de La Habana, un joven artesano intenta venderme una creación de su autoría. “Esto no se conoce” –se entusiasma– “en el mundo entero”. Con maravillosa ingenuidad, cree haber inventado el collage. * Reconozco ahora haber sido tan ingenuo como él. Siempre supuse que el collage era una técnica muy antigua, por lo menos desde la existencia del papel impreso. Y recién vengo a enterarme de que, sea una idea de Picasso y/o de Braque, cumple apenas un siglo. Stupía festeja el centenario del collage. * Busco una definición. Consulto la Wikipedia, no otra cosa que un fabuloso collage colectivo. Dictamina: “una técnica artística que consiste en ensamblar elementos diversos en un todo unificado”. * ¿Cuál sería, entonces, el collage perfecto? Aquel que con una infinita cantidad de fragmentos disímiles lograra el mayor efecto de amalgama, de unidad. Tanto que el espectador no advertiría que se trata de un collage. Me divierte considerar la posibilidad de que alguna de las grandes obras de la pintura universal sea, secretamente, un collage. * En el otro extremo del collage perfecto estaría el collage mínimo. Una obra pictórica clásica a la que sólo se le añade –digamos– un triangulito de papel de diario. Como un intruso. Como un colado. De hecho, collage se ha traducido más o menos literalmente como colada, por el pegamento que se emplea para adherir los fragmentos. * Entre ambos extremos, inagotables variantes. Desde que se popularizó la técnica, los artistas

no han cesado de incorporarle consignas suplementarias. Trabajar sólo con desechos. Recortar a mano, sin tijeras. Disimular, o no, las junturas. Usar sólo dos elementos. O catorce. Pintar debajo. Pintar arriba. Etcétera. No es, sin duda, el caso de Stupía, que pasea alegremente por diferentes consignas o ámbitos sin descartar otros posibles, sin intentar dar un paso adelante en la historia del collage. Tampoco, por supuesto, un paso atrás. Sí, por momentos, un paso al costado. * Por su facilidad, por su inmediatez, por la escasa destreza que parece reclamar, el collage es típicamente un ejercicio de párvulos. El niño Eduardo Stupía lo alcanza en la madurez. * En otro sentido, se trata de una técnica muy sofisticada. Artificial, se ha dicho. Como si fuera más natural llenar una superficie rectangular con pintura al óleo y ninguna otra cosa. * En su visible superposición, esta técnica pone en evidencia ese carácter tridimensional que el dibujo o la pintura tienden a ocultar. ¿Cuánto mide el espesor de una capa de acrílico? Nada. Pero mide. * Otra sensación: el collage como homenaje a la cultura impresa. El encanto de acumular materiales elegidos por sus colores, sus texturas, sus imágenes. Esa foto me encanta, la guardo, algún día la usaré. La materia prima, toda hecha de antemano. Collage: un ready-made en pedazos. * Por último, no me parece que el gesto de Stupía de hacer y presentar collages sea particularmente “experimental”. Toda su obra lo ha sido y lo es, en un sentido profundo y sin proclamarlo jamás.



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