La Nueva Mujer Moda y cambio social en los aĂąos 20
La Nueva Mujer Moda y cambio social en los aĂąos 20
Dirección
Paloma Díaz Soloaga Dirección ejecutiva
Almudena Quevedo Comisariado
María Villanueva Instalación y montaje
Carmen Baniandrés Imagen y diseño gráfico de la exposición
Athalia Vilaplana Diseño de catálogo
Pelayo Magro Fotografía
Pelayo Magro Estilismo
Araceli Bonafonte
Con la colaboración de
Sastrería Cornejo Agradecimientos
Archivo ABC Archivo Condé Nast Bodegas Beronia
ISBN 978-84-09-18845-1 ©Universidad Villanueva 2020 Todos los derechos reservados
Ă?ndice
La nueva mujer: moda y cambio social en los años 20 Paloma Díaz Soloaga -
Directora Honorífica Diploma Comunicación Gestión de la Moda - Universidad Villanueva Directora exposición
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La primera Guerra Mundial forzó a cientos de miles de mujeres a salir de sus hogares para trabajar en fábricas, talleres y hospitales, y contribuir al aparato bélico con todas sus fuerzas. En noviembre de 1918, terminada la Guerra, sus indumentarias, sus cabellos, y, sobre todo, sus miradas y sus ilusiones, no volverían a ser las mismas
Pero la historia tenía reservado un momento para las mujeres y si eligiéramos un punto de partida, bien podría ser este: 1920.
Pocos años después, el 19 de agosto del año 1920, se ratifica por primera vez la enmienda número 19 de la Constitución de los Estados Unidos que permite votar a las mujeres (en España este derecho no será reconocido hasta 1931). Esa fecha mágica no solo señala el comienzo de una década, sino sobre todo la visibilidad de un movimiento que llevaba largo tiempo madurando en la sociedad de masas surgida tras las revoluciones de finales del siglo XVIII. Podría decirse que ha nacido una mujer nueva, que emerge tras largos siglos de presencia secundaria, cuando no oculta, en esa larga cadena ininterrumpida de acontecimientos, hitos y sucesos, que es la historia de la humanidad.
Algo había cambiado profundamente porque nunca antes las mujeres habían ocupado, como grupo, un papel tan relevante en la marcha de la sociedad. Esta década ha sido calificada de loca, dorada y feliz, por la cantidad y profundidad de los cambios que afectaron a todos los estratos de la sociedad, y por el gran crecimiento económico que se produjo al terminar la contienda. Pero también podría ser aplicado a la radical modificación en el rol de las mujeres. Los años veinte fueron ante todo, unos años modernos, de rabioso deseo de innovación, en el que las mujeres iban descubriendo nuevas y distintas actividades que ya no les estaban prohibidas y que ansiaban incorporar a su vida. El viaje, el deporte, la vida social y las actividades al aire libre que bronceaban la piel, el comienzo de la autonomía económica, la conquista del voto, la presencia en espacios públicos y la tímida irrupción en la actividad política, literaria, artística y científica. Y todo eso, casi siempre, compatible con la vida familiar y el cuidado del hogar, que continuaba ocupando un lugar protagonista en las vidas de las mujeres de los años 20.
Ellas habían participado en la historia sin el protagonismo y la brillantez de los varones, casi siempre en un segundo plano, la mayor parte de las veces excluidas de los lugares y momentos en los que se decidía el futuro de los pueblos, la marcha de los grandes eventos, el progreso de la humanidad.
Por eso el gran tema de esta exposición es la mujer y su posición en un momento singular de nuestra historia reciente. La década de los años veinte no solo supuso un momento de inflexión en el rol social de la mujer, sino que también significó un cambio en el modo de presentarse en términos de indumentaria.
Si bien es cierto que llevaban desde principio de siglo XX trabajando en fábricas, entre 1914 y 1918 esta aportación fue decisiva para la marcha del conflicto que sacudió Europa y el resto del mundo de parte a parte.
Esa mutua influencia entre los cambios sociales y los modos de vestir, ha sido particularmente bien reflejado por el cine. Esa gran herramienta de comunicación que desde principios de siglo XX modificó de forma radical el modo de entretener, educar y hacer soñar a la humanidad, se ha convertido también, en una magnífica plataforma a través de la cual millones de personas en los cinco continentes han admirado a personajes fabulosos interpretando historias fascinantes. En esas historias la vestimenta siempre ha jugado un papel principal al tratarse de uno de los recursos más útiles a la hora de recrear un momento histórico. Gracias a la indumentaria, los figurinistas y directores de vestuario consiguen despertar en la imaginación de las audiencias, la sensación de verosimilitud. El mayor logro por tanto consiste en que la vestimenta de los actores “desaparezca” a la vista del receptor, pasando de ser un disfraz a ser la ropa de un personaje real de un momento histórico concreto. Ese momento singular y magnífico, en el que se consigue una alianza secreta entre el director de la película y quien acude a verla, será siempre deudor del director de vestuario. Películas como Downton Abbey, El secreto del puente viejo, Las chicas del cable, Velvet, Tiempos de guerra o El tiempo entre costuras, ponen de manifiesto que para poder mostrar a una mujer fuerte, segura de sí misma, capaz de ocupar un espacio en la vida pública y reordenar su lugar en la sociedad, es necesario un enorme esfuerzo de escenografía, fotografía y vestuario. Sin lugar a dudas el cambio debe resultar –por encima de todo- creíble.
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Pero es que además, se da la circunstancia de que muchas directoras de vestuario de cine son mujeres, a diferencia de otros puestos de responsabilidad en esta industria como por ejemplo la Dirección cinematográfica. Cómo no citar en este libro los nombres casi desconocidos para el gran público, pero que dejaron una impronta profunda en la historia del cine: Edith Head, Julie Harris, Lindy Hemming, Ruth E. Carter, Janty Yates, Yvonne Blake, Jacqueline Durran, Sonia Grande, Milena Canonero, Helen Rose, Alexandra Byrne, Catherine Martin, Clara Bilbao, Eiko Ishioka, Sandy Powell, Colleen Atwood, Consolata Boyle, Mary Zophres, Jacqueline Durran, Theodora Van Runklen, Alexandra Byrne, Ann Roth, Irene Sharaff, Jenny Beavan, Franca Squarciapino, Lala Huete, Tatiana Fernández, Bina Daigeler, Gabriella Pescucci entre otras. Muchas de ellas han ganado premios Oscar y Goya en la categoría de dirección de vestuario y todas han realizado un trabajo extraordinario en la producción de películas, construyendo iconos del cine que quedarán para siempre en la memoria colectiva de la humanidad. 8
Los años veinte fueron ante todo, unos años modernos, de rabioso deseo de innovación, en el que las mujeres iban descubriendo nuevas y distintas actividades que ya no les estaban prohibidas y que ansiaban incorporar a su vida.
También se da el caso de que en otras profesiones relacionadas con la moda, como es el cargo de director creativo, las mujeres son escasas, en comparación con los varones. En ese sentido parece que las mujeres hasta ahora se han sentido cómodas y reconocidas en un trabajo cuyo resultado es el de lograr alcanzar la mayor veracidad posible en sus creaciones. Pero también es posible que en el futuro las mujeres alcancemos otros espacios, aún desconocidos mostrando el resultado de nuestro trabajo bien hecho. Pero sigamos desarrollando el objetivo de la exposición y que no es otro más que mostrar la grandeza, profundidad del cambio experimentado por la mujer en la década de los años veinte, a través del prisma de la moda. Porque la moda es un artefacto que asegura la estabilidad de las sociedades y, al mismo tiempo, sirve de catalizador para reconocer los cambios estructurales que se producen. En las primeras décadas del siglo XX recorría Europa una fuerte corriente anti-moda, contraria al rigor que la vestimenta
imponía al cuerpo femenino, y en ese momento, el gran artista y diseñador español Mariano Fortuny creó el vestido Delphos. Inspirado en las sencillas vestes griegas, a partir de 1920 Fortuny comenzó a vestir en su tienda de París, a las mujeres más elegantes, liberándolas del corsé en sus fiestas y recepciones. La seda plisada y teñida de manera artesana que recorre la curva natural de la mujer sin oprimirla, se convirtió en una suerte de manifiesto acerca de la nueva mujer que emergía tras largas épocas de sujeción. Al mismo tiempo, una ola de atracción hacia lo desconocido invadía Europa y Estados Unidos. El afán por descubrir culturas, tesoros y ruinas guio la tarea de arqueólogos, viajeros y exploradores a principios del siglo XX. Uno de los más singulares fue el descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón en 1922. Este hallazgo tuvo una gran repercusión en la moda y la estética del momento y diseñadores de ropa y accesorios comenzaron a utilizar los motivos egipcios en sus creaciones, al tiempo que puso
de moda los viajes a lugares recónditos para observar de cerca las antiguas civilizaciones recién redescubiertas. La mujer no quiere quedarse atrás en esta nueva aventura y aprovechando su ensayada emancipación durante los años de la Gran Guerra, se atreverá a viajar sola o acompañada a nuevos destinos por motivos de ocio, negocio o iniciación. Ya en la década anterior algo similar sucedía con la versión romantizada del orientalismo, tanto chino y asiático, como bizantino, turco y otomano. Los ballets rusos representaban en París el culmen de la estética exótica, con sus bailes liberadores del cuerpo y exponentes de una fuerza expresiva y dramática muy del gusto del momento, con Ida Rubinstein como paradigma de la modernidad. Por encima de todos los espectáculos hubo en el París de los años 20 una bailarina que brillará especialmente: Josephine Baker. Su nueva y provocativa forma de bailar revolucionó la estética del baile, dando lugar a una manera más espontánea y menos canónica. 9
El jazz y el charlestón marcarán el ritmo y la banda sonora de esta década, junto con las composiciones de Claude Debussy, Manuel de Falla, Maurice Ravel o Igor Stravinsky entre otros. La silueta y el adorno femenino evolucionaron de lo contenido y artificial, manipulado gracias a la tarea oculta de crinolinas, miriñaques, corsés y demás prendas y artilugios, a una nueva silueta, más natural y fluida, en absoluto opresora del cuerpo. Este nuevo perfil que nace de la mera necesidad de movilidad y del deseo de participar en actividades que requieren mayor comodidad, fuerza la aparición de nuevas prendas, dirigidas precisamente a satisfacer esa función. Los diseños de Madeleine Vionnet, Coco Chanel, Sonia Delaunay, Jeanne Lanvin, Jean Patou y Elsa Schiaparelli entre otros, definen bien las nuevas formas que dibujarán el cuerpo femenino a partir de ahora. Al mismo tiempo, desde principios de siglo XIX habían surgido las corrientes higienistas promulgadas por los médicos, como un modo adecuado de proteger 10
la salud. Algunos de los postulados de este movimiento que recorre Europa propugnan la necesidad de tomar baños en mares y ríos, realizar actividades al aire libre, practicar deportes y en general, tener hábitos saludables relativos al cuidado del cuerpo para evitar dolores y enfermedades. La mujer no puede resistirse a esta oferta y descubre el tenis, el automovilismo, los baños y la actividad exterior, enseñando sus piernas y brazos, bronceando su cuerpo, cortando su cabello a lo garçon y aligerando su ropa para adecuarla a la movilidad necesaria para practicar estas actividades con soltura. Todas estas conquistas y muchas otras, que las mujeres van descubriendo y celebrando durante toda una década, no aparecen de manera violenta, sino que se van sucediendo diríamos que de forma orgánica, es decir, como una realidad natural que va fluyendo. Como algo que explosiona cuando ha alcanzado el punto exacto, el grado de madurez necesario, la preparación y seguridad adecuados para saber que una vez que se ha manifestado, aquello
no tendrá vuelta atrás. A partir de entonces, ya no habrá quien recoja a las mujeres en los salones, quien les prohíba ir a la universidad, elegir marido o votar en unos comicios. Será ella quien a partir de ahora, avance de manera implacable, para conquistar y compartir con los hombres todos y cada uno de los espacios que hasta entonces, le estaban explícita o tácitamente prohibidos. Con esta exposición, celebramos a aquellas mujeres y hombres que hicieron posible un cambio que se ha manifestado como muy positivo para la humanidad. Un cambio que ha marcado un antes y un después y del que aún seguimos siendo deudores en la actualidad, 100 años después.
de ficción nacional e internacional. Cornejo ha sabido reinventarse década tras década, para lograr alcanzar los más altos estándares de calidad, respondiendo a las necesidades de la industria del cine y la televisión con cientos de ideas creativas. Esta muestra, por último pretende acercar la moda en su contexto social a toda la comunidad académica de la Universidad Villanueva y a la sociedad en general. Nuestra ilusión es la de formar en el conocimiento y el respeto hacia una cultura de la moda, de manera que se entienda que más allá de vestir cuerpos, la moda ayuda a definir identidades, a ocupar un lugar en el mundo.
También ofrecemos un homenaje a Sastrería Cornejo, no sólo por la ayuda incondicional y amabilidad con la que hemos trabajado de manera conjunta en la concepción e instalación de “La nueva mujer” sino sobre todo, por el esfuerzo titánico que han realizado durante un siglo para posicionar una pequeña empresa familiar en lo más alto del vestuario 11
Sastrería Cornejo, cien años cosiendo historias Humberto Cornejo -
Propietario tercera generación de la Sastrería Cornejo
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Sastrería Cornejo celebra en el año 2020 el centenario de su creación, con la ilusión y satisfacción de continuar con la trayectoria que aprendió de sus predecesores. Un modelo de negocio familiar que ha convertido a la firma en lo que es, una de las casas de alquiler y confección de vestuario de época más importantes del mundo. Hoy, bajo la dirección del actual propietario Humberto Cornejo y sus hijos Paula y Humberto, sigue posicionada como uno de los referentes globales en vestuario de época. Cornejo ha conseguido ser visitado por los mejores figurinistas del mundo gracias al magnífico y exclusivo archivo de todas las épocas y periodos históricos que conserva intacto: un espectacular legado, en continuo crecimiento gracias a nuevas adquisiciones y proyectos, que le ha ganado el reconocimiento internacional.
Aunque han cambiado muchas cosas a lo largo de estos cien años, su objetivo sigue siendo el mismo: transmitir el amor por el trabajo bien hecho y la pasión por cada proyecto de cine, teatro, televisión, ópera, etc. en el que se embarca. El origen de Cornejo se remonta a 1920, cuando Humberto Cornejo y su mujer Gabina Olivar fundaron una sastrería. Al contraer matrimonio, recibieron como regalo de bodas y modo de sustento familiar una pequeña colección de disfraces que comenzaron a alquilar a particulares, para fiestas y veladas en los barrios de las afueras de Madrid. En el número 28 de la Calle de la Cava Baja comenzó su relación con el teatro y el incipiente cine español. En la misma casa dónde vivían, tenían los trajes, y ellos mismos lo hacían todo, incluso lavar y repasar el vestuario.
En 1926 se trasladaron a la calle de la Esgrima 2, a una casa algo más grande, dónde seguían teniendo el vestuario de ropa de disfraces. Allí estuvieron hasta el año 1932, fecha en la que se inauguró el Teatro Progreso, y se comenzó a hacer espectáculo de revista en el Teatro Eslava y Pavón. En junio de ese mismo año se tuvieron que trasladar al tercer piso de la calle Magdalena, 2, donde continuaron viviendo y, por supuesto, también con el negocio de los trajes. Con el paso de los años y gran esfuerzo Gabina y Humberto, junto con su hijo mayor Vicente, que se incorporó al negocio con 13 años, fueron haciendo crecer la empresa familiar. Ya en la década de los 30 empezaron a trabajar en producciones de teatro, zarzuela y revista por toda España, y comenzaron a aparecer en los títulos de crédito como sastrería de películas, así en Crisis mundial (Benito Perojo, 1934), o bajo el epígrafe de vestuario como La hermana San Sulpicio (Florián Rey, 1934) y La reina mora (Eusebio Fernández Ardavín, 1935).
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Durante la Guerra Civil siguieron trabajando, aunque a menor escala, y mientras mantenían su actividad teatral, la cinematográfica fue ampliándose. En la década de 1940 apareció en los títulos de crédito de ciento cuarenta y nueve películas, algunas tan destacadas como Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942), El Clavo (Rafael Gil, 1944) y La vida en un hilo (Edgar Neville, 1945). En las siguientes décadas participó en títulos tan heterogéneos entre sí y significativos para la historia del cine como Domingo de Carnaval (Edgar Neville, 1945), Don Quijote de la Mancha (Rafael Gil, 1947), Esa pareja feliz (Juan Antonio Bardem y Luis G. Berlanga, 1951), Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), La venganza (Juan Antonio Bardem, 1959), Llanto por un bandido (Carlos Saura, 1963), Tristana (Luis Buñuel, 1969) y Furtivos (José Luis Borau, 1975). Cuando Samuel Bronston llega a España a rodar las grandes superproducciones americanas de los años 60, Sastrería Cornejo vive una época de esplendor en 14
la que quintuplica su stock de vestuario y sus instalaciones: Orgullo y pasión (Stanley Kramer, 1957), El Cid (Anthony Mann, 1961), Taras Bulba (J.L.Thompson, 1962), 55 días en Pekín (Nicholas Ray, 1963), Lawrence de Arabia (David Lean, 1963), Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964), Doctor Zhivago (David Lean, 1965), Campanadas a medianoche (Orson Welles, 1965), por citar algunas. Cornejo se encarga de vestir a los protagonistas y a los cientos de figurantes de estos filmes y se consolida como la sastrería por excelencia del mundo del espectáculo, comenzando su despegue internacional. Cuando Humberto Cornejo se retiró, sus hijos Vicente y Julio Cornejo Olivar, que se incorporó también al negocio a finales de los años 40, se ocuparon de dirigir la empresa, que continuó creciendo. Humberto Cornejo de la Cuesta empieza a trabajar en el negocio en 1978, representando la tercera generación de la familia, y a partir de 1989, y tras la jubilación de Vicente Cornejo, Humberto queda al frente del negocio familiar, e inicia una etapa de apertura a Europa,
además de continuar trabajando en el ámbito teatral y cinematográfico español con los mejores profesionales del sector. La cuarta generación de la familia, sus hijos Paula y Humberto, se incorporan a finales de los años 90, y se afianza la proyección internacional de la empresa. En 2001 Sastrería Cornejo traslada su sede a un nuevo edificio de cuatro plantas y más de tres mil metros cuadrados construidos, situado en la calle Rufino González también de Madrid, donde actualmente desarrolla su actividad. Además de los talleres propios en Madrid, que realizan toda la confección de manera artesanal, Cornejo cuenta con más de 12.000 metros cuadrados de instalaciones, dónde almacena más de 900.000 trajes, calzado y complementos de todas las épocas. Cuenta con cerca de 50 empleados, y son también especialistas en trabajos en cuero, y confeccionan además de vestuario, sombreros y calzado, todo con la creatividad, talento y experiencia adquirida a lo largo de 100 años, y que le han hecho llegar a ser una de las firmas de
Conan, el Bárbaro (John Milius, 1982), Dune (David Lynch, 1984), El Dorado (Carlos Saura, 1988), La Reina Margot (Patrice Chéreau, 1994), El perro del hortelano (Pilar Miró, 1996), La niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1998), Toulouse-Lautrec (Roger Planchon, 1998), Shakespeare in love (John Madden, 1998), Juana de Arco (Luc Besson, 1999), Gladiator (Ridley Scott, 2000), Piratas del Caribe (5 películas, Gore Vervinski, 2003, 2006, 2007, 2011, 2017), Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) El laberinto del Fauno (Guillermo del Toro, 2006), Elisabeth: the Golden Age (Shekhar Kapur, 2007), Sherlock Holmes (Guy Ritchie, 2009), Ágora (Alejandro Amenábar, 2009), El príncipe de Persia: las arenas del tiempo (Mike Newell, 2010), Adiós a la, Reina (Benoît Jacquot, 2012), Los miserables (Tom Hopper, 2012), Anna Karenina (Joe Wright, 2012), Velvet 2014 -2016, Cinderella (Kenneth Branagh, 2015) Mary Queen of Scotts (Josie Rourke, 2018), La Favorita (Yorgos Lanthimos, 2019) Los Tudor 2007-2010, Game of Thrones 2011 - 2019, Vikings 2013 - 2020, Versalles 2015 - 2018, Babylon Berlin 2017- 2020, The alienist 2018, Carnival Row 2019 - 2020
referencia mundial en casas de alquiler y confección de vestuario de época. Sus creaciones se han podido ver en los escenarios del Teatro Real, Teatro de la Zarzuela, Teatro Español y Centro Dramático Nacional de Madrid, así como en el Liceo de Barcelona, la Ópera de París, la Scala de Milán y en escenarios de Niza, Edimburgo, Ginebra, Washington, Tokio, Tel-Aviv, Caracas, México, Turquía, Cuba y Buenos Aires entre otros. Es así como la empresa creada por Humberto Cornejo en 1920 se ha convertido en una gran compañía del mundo del espectáculo, contribuyendo a la fábrica de sueños con su vestuario, vistiendo los personajes de cientos de producciones nacionales e internacionales, de grandes productoras y plataformas. Como una forma de homenaje en este libro, queremos citar algunas de ellas, que quedarán para siempre en nuestra memoria:
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Una moda en movimiento: de la Belle Époque a los felices años veinte María Villanueva Cobo del Prado -
Doctora en Historia de Arte y especialista en Historia del Traje en los siglos XIX y XX Comisaria de la exposición
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Una nueva forma de vivir Las grandes ideas que procedían de los cambios sociales y culturales de los siglos XVIII y XIX, fueron permeando y dejando una huella profunda en la manera de ser, de pensar y de vivir de una sociedad en continuo movimiento. Para que esos cambios llegaran a transformar una sociedad entera, era necesario un caldo de cultivo. Y para eso hacía falta tiempo y reposo que consolidara el pensamiento y alcanzar lo que los teóricos, sociólogos y filósofos han denominado el zeitgeist, el espíritu del tiempo de cada época.
En la primera década del siglo XX, sucedieron una serie de hechos de diferente índole que tuvieron una clara repercusión en la forma de vestir de las mujeres y de los hombres del momento. La moda acabó transformándose en la cara visible de unos procesos mucho más profundos y complejos. Es por ello que, como han explicado las mentes más agudas, la moda indumentaria se puede observar como un hecho social total (González, 2007, 9) que aporta datos suficientes para conocer una sociedad en un determinado momento de la historia. Esto, si cabe, se hace todavía más evidente en el caso de los estudios sobre la mujer. Aunque la indumentaria masculina también reflejó la realidad de un tiempo, la complejidad evolutiva y la vinculación evidente entre los cambios indumentarios femeninos y los cambios sociales, dotan al estudio de la historia de las mujeres a través de la moda de un especial interés.
Estos cambios que habían despuntado a todos los niveles -en la manera de vivir, en el progreso social, en el desarrollo industrial, en los adelantos médicos, higiénicos y sanitarios, en el modo de concebir el lugar de la mujer en el mundo-, contribuyeron al desarrollo del bienestar y el modo de vida de las ciudades y las viviendas. Esta realidad, que de una forma profunda estimulaba las ganas de vivir, se vio sesgada por la llegada de la Gran Guerra, acontecimiento que paralizó y freno en seco la alegría y la confianza en el progreso. No obstante, como un péndulo que vuelve al punto de partida, con una fuerza mayor al recibir un nuevo impulso, ese deseo de vivir volvió a instalarse en las mentalidades y esta vez no de manera seria y racional sino con tintes de fiesta. Fue como un loco deseo de diversión, de bailar y de brillar, fue el desquite lo que condujo a la nueva vida moderna de los hombres y de las mujeres de los años veinte.
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Una nueva forma de vestir Para lograr profundizar en una época es necesario detenerse y mirar aquellos elementos que saltan a la vista con mayor sorpresa. Por eso cabe preguntarse: ¿Qué había pasado para que las mujeres, en un espacio tan corto de tiempo, se despojaran de todo aquello que las tenía sujetas para alcanzar la deseada libertad de movimientos, por la que suspiraban muchas voces femeninas desde hacía más de cien años? Lo que había ocurrido es que el terreno ya estaba preparado; las condiciones políticas y sociales permitían a la mujer salir de unos circuitos cerrados para adentrarse en un mundo nuevo que todavía no había explorado y en el que necesitaba vestir de otra manera. Los primeros años del siglo están repletos de acontecimientos indumentarios que cambiaron, de alguna manera, el rumbo de la historia y que se desarrollarían con amplitud después de la Primera Guerra Mundial. Por ejemplo, la creación de los vestidos reformistas que Emilie Flogë y Gustav Klimt habían 18
ideado dentro del movimiento modernista de la secesión vienesa, entre 1906 y 1910, donde ya se ve la holgura de sus diseños y la frescura de unos estampados que se desvinculaban de la línea modernista y se adentraban en la estética Decó. También fue precursora de estos cambios Margainé Lacroix con sus corsés sílfides y sus túnicas drapeadas que logró patentar en 1906, antes de que escandalizara a una parte importante de la sociedad europea cuyos periódicos, algunos en primera página, publicaron lo que se había definido ya como “el escándalo de Longchamp”, acontecimiento en el que tres modelos aparecieron en la famosa carrera de caballos sin corsé, lo que a un sector conservador de la sociedad francesa le pareció absolutamente inapropiado. A través de estos incipientes logros se liberó a la mujer de una opresión secular. Sujetar drapeando, resultó ser una buena alternativa a la rígida atadura del corsé, como hizo Margaine Lacroix; o sencillamente dejar suspendido sobre los hombros, como hizo Mariano Fortuny con su famosa túnica Delphos.
Estos atisbos, minoritarios, que habían tenido lugar en la primera década, pasaron a disposición general de las mujeres en la década de los años veinte. Sirva como ejemplo las túnicas griegas de Madamme Gres ya rozando los años treinta o la creación del corte al bies, que con gran maestría desarrolló Jeanne Lanvin. De la Gibson girl a la flapper americana y la garçon europea En la Belle Époque el prototipo de belleza lo definía un modo de vestir con una silueta muy marcada que había puesto de moda el dibujante Charles Dana Gibson, creador de la famosa “chica Gibson”, primer ideal de belleza estadounidense: “joven, alta, delgada, segura de sí misma, llevaba moño o el cabello recogido bajo un sombrero adornado con plumas. Vestía blusa almidonada y largas faldas de vuelo sobre un pequeño polisón. Representaba a la mujer americana moderna y activa y en algunos dibujos aparecía con faldas más cortas, sobre todo cuando iba en bicicleta o practicaba otras actividades deportivas (…) en Gran Bretaña estaba
(1) L’illustration, 16 de mayo 1908 (2) Gustav Klimt con Emilie y Hermine Flöge, 1906 . (3) Emilie Floege con el vestido diseñado por Gustav Klimt, 1902
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representada por la actriz americana Camille Clifford, que apareció en un escenario por primera vez en 1904; y en Estados Unidos por Irene Langhorne, que se casó con Gibson en 1895” (O’Hara, 1999, 118). Era una realidad que ya se había hecho público un ideal de belleza que la prensa había conseguido difundir para que tanto consumidoras de moda como artífices, encontraran un modelo al que imitar. En los años veinte el tipo de mujer de moda fue la flapper. La primera aparición de la palabra flapper surgió en Estados Unidos en la popular película de Oliver Thomas The Flapper (1920), y fue la primera vez que se asoció un ideal de mujer en las pantallas.
(1) Louisse Brooks, Autor desconocido (2)La mujer española en la universidad. Estampa, 13 de marzo de 1928 20
A partir de ese momento, flapper fue sinónimo de mujer moderna y transgresora a la que se le podía identificar por su manera de vestir y por su manera de vivir. Portadora de una serie de atributos que la hacían fácilmente reconocible con su aspecto exterior, les gustaba llevar el pelo corto a lo bob cut, un corte que dejaba la nuca casi al descubierto
y con flequillo corto sobre la frente, teñido muchas veces de negro azabache como lo llevaba la actriz de cine mudo Louise Brooks. La sencillez de este peinado chocaba frontalmente con las espesas melenas rizadas de la época anterior. Lucían los vestidos de moda que llevaban con aire fresco y sofisticado y fumaban cigarrillos con largas boquillas. Las flappers frecuentaban los nuevos espacios de diversión donde se bailaba y se escuchaba la nueva música. Expertas también en el uso del maquillaje que resaltaba ojos y boca. La flapper fue una nueva interpretación de la mujer vamp o mujer fatal de las décadas anteriores y un icono de belleza femenina, que fotógrafos, pintores e ilustradores mostraban en las principales revistas europeas y americanas. Sin embargo, la garçon europea, en lo que a sus rasgos se refiere, quería ocultar su feminidad y buscaba a través de su apariencia la igualdad con el varón, copiando ciertos modos de vestir masculinos como el uso de pantalones y otras prendas, como monóculos o incluso bastones.
Pero sería una mera reducción describir el tipo de mujer de los años veinte, a través de estos arquetipos que podrían tener connotaciones teñidas de superficialidad, donde solo la apariencia física podía tener valor. El desarrollo intelectual de las mujeres y su posicionamiento dentro de la esfera pública, también estaba despuntando, al igual que las luchas para defender derechos como el del acceso a la educación, en particular a los estudios universitarios, o para llegar al mundo laboral que hasta entonces les había estado vetado. La evolución del vestido femenino En el último tercio del siglo XIX, la moda experimentó una exaltación de la forma y el desarrollo de las líneas cóncavas y convexas gracias a toda una serie de prendas interiores que fueron modelando la anatomía femenina. El resultado fue la famosa silueta en “s” que definió la moda de la Belle Époque. Entre 1920 y 1925 la simplicidad hizo gala, gracias a la supresión del aparato artificioso de las prendas interiores que fueron sustituidas por livianas combinaciones
y sostenes. Su función no era la de resaltar las curvas femeninas, sino todo lo contrario: aplanarlas. Lejos quedaban las cinturas de avispa o los buches de paloma de la silueta modernista, ahora se trataba de mostrar un cuerpo lánguido, donde empezaban a desvanecerse los atributos femeninos para ocultarlos en esa nueva figura de la garçonne de extrema delgadez y líneas esbeltas que empezaba a ser el ideal estético por excelencia. Al hilo de los cambios sociales también se fue modificando la manera de vestir. Ahora no se trataba de cambiarse hasta tres y cuatro veces e invertir tiempo en devolver las visitas de familia en familia, ahora la mujer sale a la calle con diversos fines. Sale a comprar, a trabajar, a relacionarse y divertirse. Ciertamente en los años veinte se había llegado a una mayor nivelación de sexos: la irrupción de las mujeres en las universidades, en las oficinas o en las bibliotecas modificó el traje de chaqueta creado por Redfern en la década anterior.
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El tailleur o traje sastre de tres piezas, empezó a combinar no solo con camisas sino también con jerséis. Estos atavíos de mañana recibieron el influjo de los atuendos deportivos: el sweter o el poullover, útil y cómodo, empiezó a utilizarse indistintamente tanto para hombre como para mujer gracias a Coco Chanel, que democratizó este tejido. También los vestidos de mañana tendieron a la simplificación total con una confección sencilla, de una pieza, rectos sin apenas decoración, o combinados con un cuello marinero, un pequeño lazo o sencillamente con la confección de algunas partes en género brillante y otras en género mate, para resaltar algún elemento decorativo. La sencillez que invadía todo también afectó a los sombreros que pasaron de la sofisticación y exageración en el adorno a base de encajes, plumas y gasas, a la depuración del sombrero de fieltro tipo casquete o cloche. Al dejar tan desvalido el vestido, la tela se volvió el eje esencial sobre el que pesaba 22
toda la responsabilidad decorativa. Fuera del uso quedaron las telas antiguas que para destacar habían tenido que ir en compañía de otros elementos: puntillas, entredoses, lazos o volantes rouche. Ahora vibran inéditas y solitarias las telas de punto y toda una tipología de lanas finas que se adaptaban perfectamente al cuerpo y no entorpecían sus movimientos. También se desarrollaron otro tipo de prendas en consonancia con el nuevo estilo de vida, si se viajaba y se salía, se necesitaban abrigos que además fueran cómodos y deportivos, para ello se emplearon tweeds de lana, que abrigaban al tiempo que eran ligeros y flexibles. También en esa época se empezó a utilizar la gabardina que sustituyó a las telas impermeabilizadas de los años anteriores. Burberry por ejemplo, ya comienza en esta década a revestir el interior de esta prenda para la lluvia con su peculiar motivo a cuadros. Para los vestidos de noche desde 1920 asistimos a una especie de tanteo donde van desapareciendo algunos de los
elementos estrella, como las colas, y comienza el ascenso del borde de la falda. En las telas estivales, más delicadas y vaporosas se hizo un alarde de feminidad y triunfaron los tejidos como el satén, el raso o el crespón. También es de esta época la piel de ángel, seda muy mate. Para enriquecer estos vestidos de estructura simple se les añadió gasas bordadas de hilos de acero o elementos en movimiento como los canutillos, lentejuelas y los flecos que entraron en acción para disimular la falda corta. A partir de 1927, las telas empezaron a plisarse e incluso volvieron a aparecer aplicaciones de encaje para la decoración, estos vestidos que acabaron siendo extremadamente pequeños contrastaban con los grandes escotes sobre todo en la espalda, que combinan con enormes collares de bisutería.
Fuentes: Boucher, François. Historia del traje en occidente: desde la antigüedad hasta nuestros días. Barcelona: Gustavo Gili, 2009. González González, Ana Marta; García Martínez, Alejandro Néstor. Distinción Social y Moda. Pamplona: EUNSA, 2007. Morales, María Luz. La moda: historia del traje en Europa desde
En definitiva, algunos han hablado del fetichismo de la línea que vence a la curva por considerarla plebeya, anticuada y algo cursi. La belleza de la “no forma” entra en juego alcanzando su máximo esplendor a finales de los años veinte. Suprimir y limitar –aunque buscando siempre la manera sofisticada de hacerlo- parecía el lema de la moda de estos años.
los orígenes del cristianismo hasta nuestros días (estudio preliminar del Marqués de Lozoya). Tomo IX: Siglo XX (1900-1920). Barcelona: Salvat, 1956. O’Hara Callan, Georgina. Diccionario de la moda y de los diseñadores. Barcelona: Destino, 1999.
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Vivir los tiempos modernos Francisco Javier PĂŠrez Rojas CĂĄtedra Pinazo de estudios modernistas IVAM - Universidad de Valencia
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La plasmación plástica de la vida moderna es un aspecto sugestivo y poco explorado del arte español del siglo XX. La mirada de artistas y literatos se extasía y excita ante los estímulos de la ciudad contemporánea, cantando apasionadamente las intensas vivencias que brinda un mundo moderno, aparentemente transformado, pletórico y seductor.La ciudad con sus nuevos edificios, coches, tranvías, metropolitanos, salas de fiestas, verbenas y animada vida callejera, se convierte a los ojos de un nutrido grupo de jóvenes artistas y literatos de los años veinte en un motivo preferente de su inspiración, mostrando ángulos y visiones inéditas, hasta entonces, de la vida urbana. Por influencia del futurismo estas imágenes se vislumbran generalmente en movimiento; la velocidad y la luz pasan a ser dos factores determinantes de una nueva iconografía.
Diversos movimientos artísticos internacionales (expresionismo alemán, futurismo italiano, orfismo) dejan ver estos nuevos acentos metropolitanos, pero es el estilo Art Déco el que populariza una mueva visión apasionada y hedonista de la vida moderna. El trepidante dinamismo de la gran ciudad contemporánea, la belleza de las máquinas, motores y chimeneas, fueron, como es sabido, objetos de atracción del futurismo. Los futuristas italianos, sirviéndose de un lenguaje vanguardista que supera en intensidad los antecedentes del impresionismo, puntillismo y modernismo, plasmaron apasionadamente el ritmo dinámico de la ciudad moderna, sus ambientes de luz y movimiento. Es quizás de noche, bajo el efecto de las “violentas lunas eléctricas”, cuando todo este mundo adquiere una mayor fuerza y “vibración”.
Ramón Gómez de la Serna escribirá en 1909 “El concepto de la nueva literatura”, auténtico manifiesto en el que, influido por los futuristas, aboga por una inspiración en las diversas manifestaciones y expresiones de la vida moderna. Nadie hasta entonces había hecho en España una apuesta tan decidida por la modernidad. Con el modernismo, y sobre todo con la época del Art Déco, se asiste a un período de especial significado en la penetración de la modernidad en España. Las imágenes del mundo contemporáneo, las diversas facetas de la vida urbana, entran, de manera decidida, a formar parte de la iconografía del arte español, sin que ello suponga una ruptura con otros temas de carácter más tradicional.
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Aunque nuestros artistas del fin de siglo se sintieron ante todo atraídos por el mundo rural o por lo urbano periférico y marginal, a través de “las luces de la ciudad” se manifiesta una complacencia ante el espectáculo variopinto de los tiempos modernos: el centelleo de la ciudad electrificada que produce las nuevas farolas; los altos edificios iluminados; los nuevos locales de ocio y comercio; los cines; los cabarets; los escaparates; los automóviles; los aviones que cruzan repentinamente el cielo, y hasta los postes y cables del tendido eléctrico inspiran a literatos y pintores como Gómez de la Serna, García Maroto, Lekuona, Almada Negreiros, entre otros, subrayando de esta manera una ciudad dinámica inmersa en una espiral vertiginosa. Las visiones aceleradas de influencias futuristas logran su máxima difusión en los años veinte, pero es tras el paréntesis de la primera guerra mundial cuando estos temas parecen tomar rumbo. Entre los artistas que comienzan a hacerse eco de los tiempos modernos o influyen en los nuevos planteamientos de los artistas españoles destacan las aportaciones 26
En conjunto hay que destacar que la mirada hedonista y complaciente hacia la vida moderna se encienden en nuestras creaciones artísticas con mayor intensidad a partir de 1920. En otras publicaciones he vinculado parte de esto apartado de la producción del arte hispano con el Art Déco. En general, la historiografía española ha sido bastante remisa a concederle un carácter de seriedad y entender todo el protagonismo que tiene el Art Déco en la configuración del gusto de los años veinte y treinta. Este rechazo es comprensible pues primar en el arte español de los años veinte y treinta el Art Déco frente al concepto de vanguardia, que hasta ahora había dominado, altera esquemas ideológicos consolidados en las historias del arte.
de una iconografía de los tiempos modernos, muy probablemente, ésta se hubiera desarrollado igualmente por otras vías, gracias al estímulo del cine, la moda, la fotografía periodística y el protagonismo de los ilustradores gráficos en la difusión de esas imágenes y vivencias del mundo contemporáneo ya desde 1910. En muchas ciudades españolas los ilustradores gráficos representan un arte más de actualidad, en parte debido a que se trata de un arte más libre que debe visualizar narraciones y pasajes de autores contemporáneos, y se recrean en reflejar unos ambientes del mundo del ocio modernos y desinhibidos; ambientes chic y sofisticados con dandis y mujeres de escotadas vestimentas que fuman, beben y bailan al son de los nuevos ritmos en los grandes hoteles y cabarets; salen solas, lucen con desenvoltura las nuevas creaciones de la moda, empuñan la raqueta de tenis y conducen su propio vehículo.
A pesar de la importancia que hoy tienen los artistas afines al vibracionismo y al llamado ultraismo en la configuración
La mujer moderna y decidida, pero con una carga vamp, que denota todavía una filiación al fin de siglo, la muestran
de Rafael Barradas, Torres García, Diego de Rivera, Daniel Vázquez Díaz o los Delaunay, que traducen el ritmo dinámico del espectáculo de la ciudad.
los ilustradores como si se tratara de un tipo cotidiano, que contrasta con la que era la realidad de la vida provinciana española. No obstante, dibujantes como Penagos, Ribas, Baldrich, Marín o Zamora, se hacen eco de las creaciones de Poiret o Chanel, creando unos tipos femeninos que influyeron en sus contemporáneos. Estas modas atrevidas, que rompen con el encorsetamiento anterior, no es una simple banalidad femenina; son también un símbolo de liberación y modernidad, de afirmación de una personalidad. De Poiret a Chanel hay un camino que va de la sofisticación a la plena libertad de movimientos. La moda se adapta a un nuevo tipo de vida y aspiraciones. En apenas unas décadas se pasa de la mujer estática, sujeta a unas ataduras que hacen de ellas más bien un objeto, a una imagen activa al servicio de la cual se pone una nueva moda que tiende a diluir las diferencias entre los sexos, siendo la garçon la imagen más fidedigna de todo ello.
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Al menos en apariencia, se pasa de la mujer objeto a la mujer sujeto. Por tanto, el tema de la moda, más que verlo como una simple frivolidad, hay también que relacionarlo con una nueva vivencia del mundo moderno. Los locales de ocio y reunión son un importante punto de encuentro donde se teje parte de las relaciones humanas y donde mejor parecen hallar su lugar el mundo dandy y chic. Las pinturas con ambientes de bares, bailarines, orquestas y bañistas, forman parte de la iconografía de una época muy concreta del arte español, la del Art Déco de los años veinte y treinta, que más que representar una realidad cotidiana ampliamente difundida fuera de las grandes capitales, son el anhelo de expresar una emotiva vivencia del presente, que muy especialmente el cine ponía ante los ojos del público. Estos temas eran tratados por los pintores y dibujantes de cualquier ciudad medianamente importante en España. El estilo difería muy poco de unos u otros, y estaba en sincronía con lo que por otros puntos de Europa o América se realizaba. 28
La tradición del café como centro de tertulia de literatos y artistas ya tenía en España una larga tradición, pero no es en el café bohemio, ni el literario, donde se reflejan con más intensidad el apasionamiento moderno, sino en los locales de ocio, cines, cabarets y coctelerías de flamante arquitectura. Interiores más ordenados y resplandecientes, definidos a partir de los años treinta por el efecto del neón, en los que dominan la pureza y el brillo de los materiales, como es el ejemplo del Bar Chicote de Gutiérrez Soto en Madrid. Los ambientes de music-hall fueron tratados ya por algunos pintores formados en el fin de siglo como Anglada Camarasa, quien por cierto estaba muy interesado por los efectos de la luz artificial. En la representación de las escenas de ocio ambientadas en los locales del mundo elegante se puede trazar como una línea divisoria en torno a los años veinte. En una primera fase, que va hasta 1918, la visión y relato muestra una preferencia por ambientes muy
selectos y elitistas, de tono aristocrático, que se desarrollan en grandes hoteles o restaurantes, reuniones en torno a una taza de té en la terraza o el jardín, de las que han dejado innumerables ejemplos, Gosé, García Benito, Varela de Seijas, Manchón, Penagos, Marín, citando algunos de ellos. La extravagancia, el erotismo y decadentismo, en un principio, de estas ilustraciones está en relación directa con escritores como Antonio de Hoyos y Vinent, Felipe Trigo o García Sanchíz. Conforme avanzan los años veinte nos adentramos en una segunda fase donde el espíritu moderno se populariza y son los ambientes más sugerentes y contrastados de los bares, terrazas, coctelerías y dancing los que llama la atención de los artistas. Así pues, en la iconografía de estos locales de ocio se produce un extraordinario cambio a partir de los años veinte: de las escenas en torno al café o la taza de té se pasa a los nuevos locales nocturnos con sus sincopados ritmos de tango, fox, o jazzband. La reunión mundana en torno a una mesa no desaparece, abundan
múltiples ejemplos aún en los años treinta ambientadas en los salones de los transatlánticos. Pero con los jazz-band se imponen otros ritmos, se produce una mayor aceleración en la representación de estos temas con músicos y bailarines concentrados en sus frenéticas danzas. Los pintores, dibujantes y escultores se imponen como un ejercicio de modernidad realizar su jazz-band o interior de cabaret. Un tema muy extendido en la iconografía expresionista y Art Déco, que también debió inspirar en gran medida el cine, que por esos años produjo películas como El Ángel Azul de von Sternberg. Muchos de los tipos femeninos a los que los ilustradores dan vida, tienen deuda con las vamp cinematográficas y la gesticulación del cine mudo. El tema de cabaret da un aire de modernidad a artistas que en realidad se mueven en una órbita más tradicional. Distintos protagonistas de novelas contemporáneas, desde Ramón Gómez de la Serna a Luis Díez Fernández, hacen del cabaret un lugar donde se tejen parte de las relaciones humanas, y por tanto lugar de parada para todo 29
pintor o escritor interesado por captar el mundo contemporáneo. Los ágiles bailarines, que el cine muestra en plena acción, que son dibujados por Penagos, Ribas o Aristo Téllez, se convierten también en protagonistas de novelas de ambientación contemporánea como El negro que tenía el alma blanca (1922) de Alberto Insúa. En sus páginas se describe la increíble seducción de las nuevas danzas:
(1) Leonora Hughes y Maurice Mouvet fotografiados por Edward Steichen. 1924
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(2) Flappers en los años 20
“El fox-trot, no bien iniciado, arranco murmullos de sorpresa. Era un baile que acababa de ponerse de moda en Madrid. En los flamantes dancings de la calle de Alcalá, en los thés-dansants de los novísimos places y en los innumerables –e inconfesables- de la Villa y Corte el fox-trot imperaba, y venía a ser la expresión de París y de Viena, que van borrando el antiguo, sin gracia, sin belleza y sin rumbo.
El presente texto se basa en la investigación: "La mirada deslumbrada. Iconografía de la vida moderna en el arte español 1910-
En el fox-trot Peter se jugaba su prestigio. No faltaba algún fox-trotista dispuesto a criticarle; pero bastó el primer paso para que todo el público se suspendiera de admiración. (…) Y los espectadores jadeantes de tanto bailar imaginariamente y de tanto aplaudir, encontraron alientos para aclamar a Peter y Ginette en aquel fox-trot espasmódico, que se bailaba con las piernas rígidas, y un sube y baja del cuerpo isócrono como de un émbolo”.
1940". Actas del congreso Las edades de la mirada, Universidad de Extremadura, Cáceres 1996 pp. 307, y "Luces del mundo contemporáneo", exposición Las luces de la ciudad. Arte y cultura en Zaragoza 1914-1936. Gobierno de Aragón, Ayuntamiento de Zaragoza, 1995. 31
El elocuente vestuario cinematográfico: panorama del traje a través de la pantalla de los años veinte Ana Llorente Villasevil -
Doctora especialista en Historia del Traje Profesora Diploma Comunicación y Gestión de la Moda, Universidad Villanueva
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Tras el Crack de 1929, Samuel Goldwyn ofreció a Gabrielle Chanel un millón de dólares si acordaba ir a Hollywood cada primavera y otoño para vestir a las actrices de Metro-Goldwyn-Mayer. No parece casual que los orígenes profesionales del magnate estuviesen ligados a la moda; en concreto, a la confección de guantes. Goldwyn parecía dotado de un instinto para comprender que, en los albores de la Gran Depresión, el vestuario fílmico podía aumentar los beneficios en taquilla por el reclamo de dar a conocer las tendencias seis meses antes de ser presentadas en París. Chanel, quien ya se encontraba inmersa en el diseño de trajes para “Le sang d’un poète” (Vicomte de Noailles & Cocteau, 1924) tardaría un año en confirmar su colaboración con la Metro.
Por entonces, la alta costura había entrado en escena del cine internacional trabajando normalmente en tándem con actrices concretas. Al comenzar la década de 1920, Paul Poiret había creado el vestuario de tres películas, y tal fue su vinculación con el séptimo arte que realizó un cameo en La Voyante (Dornay & Abrams, 1924), donde vistió a Sarah Bernhardt. A pesar de ello, todavía era frecuente que los grandes modistas no figurasen en los créditos, como tampoco quienes, diseñando y confeccionando el vestuario para los estudios, eran considerados meros empleados sin título profesional. Vaya por delante que, al igual que el teatral, el traje cinematográfico abarca tantas tipologías como géneros narrativos.
A este respecto, la década brindó maneras particulares de vestir diferentes periodos. Basta resaltar el trabajo de Claude Autant-Lara para Nana (Renoir & Renoir, 1926) o el de Valentine Hugo para La passion de Jean d’Arc (Warm, Hugo & Dreyer, 1928). Igualmente, el atuendo es herramienta para representar a un país en la pantalla, como demostró el cine español. Así, géneros cinematográficos nacionales, como la zarzuela o el sainete, no solo atrajo con sus argumentos a una audiencia más amplia. También convirtió al vestuario en una vía de identificación del público patrio, siempre en consonancia con las pautas estéticas impuestas entre clases sociales. Es así cómo los Hermanos Vázquez hicieron coexistir el moderno sombrero cloche
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con la mantilla española como contrapunto dramático de la escena final de la moralista Cabrita que tira al monte (Soto de Zaldívar & Delgado, 1925). Para todo ello, las productoras y estudios contaban con empresas de confección y almacenes de alquiler de trajes. Es el caso de Angels Costumes, fundada en Londres en 1840, y la legendaria Western Costume Company, inaugurada en California en 1912. En España, Peris Costumes nacía en 1856 como Peris Hermanos, responsable, por ejemplo, de vestuario del film histórico El dos de Mayo (Buch & Buch, 1927). Por su parte, Humberto Cornejo fundó en 1929 su Sastrería en la plaza de Tirso de Molina, aunque sería en la década de 1930 cuando se reconocería en créditos su gran labor con filmes como La hermana San Sulpicio (Núñez, Núñez & Rey, 1934). En películas de marco contemporáneo, especialmente las actrices podían ser anunciadas como responsables del vestuario con la discreta categoría de “gowns by”, “costumes par”… 34
Esto justifica la usual alianza de las casas de moda con las grandes estrellas. No en vano, la periodista Anne Walker (1921) sentenciaría: “screen stars buy more clothes –and more expensive clothes– than any other group of women in America” (p. 24). Lejos de la banalidad, esto se debía a la calidad interpretativa. Si la maniquí Marion Morehouse posaba ante el objetivo de Edward Steichen haciendo lucir las medias de seda más que un vestido de Lelong para remarcar ese fetiche de una modernidad traducida en el acortamiento de la falda, para actrices como Pearl White aquellas eran esenciales para remarcar la situación financiera de ciertos personajes (Walker, 1921, 24).+ La elocuencia del atuendo de los personajes para manifestar su condición económica, cultural o emocional sería la clave de Why change your wife? (Lasky, DeMille & DeMille, 1920), donde el vestuario es narrador del cambio psicosocial de Beth (Gloria Swanson), tras descubrir que su marido sucumbe a los encantos de una maniquí de la ficticia Maison Chic.
Para este film, dos grandes del vestuario escénico, Natacha Rambova y Claire West, superaron el condicionante del blanco y negro con la atención al detalle, contrastes de luz sobre los tejidos y un repertorio de prendas definidoras de la época como el traje de baño. En esta tipología, desafiaron los límites de la imaginación mediante estampados Art Déco, capas, flecos, y zapatos de tacón carrete que sustituían a los planos y calcetines comunes en la ropa de baño de la época. Pero también retaron a la moral de una década en la que Estados Unidos consolidará la censura desde el sistema de autorregulación liderado por Will H. Hays, Motion Picture Producers and Distributors of America. No es casual que Claire West hubiese sido pionera en la obtención de la credencial de “diseñadora de estudio” en 1916, abriendo camino a otros grandes nombres como Travis Banton y Adrian, jefes del departamento de vestuario de Paramount y Metro-GoldwynMayer, respectivamente. Captada por la productora Famous Players-Lasky,
el trabajo de West confirmaría la astucia de DeMille al apostar por la moda como factor para lograr un rendimiento de inversión que con Why change your wife? alcanzó cerca del 800% (Blanke, 2018, 65) Más allá de un elogio a la moda, este film comunicó la transformación de los personajes merced a sutiles juegos de contrapuestos. Una combinación blanca, enaguas, abotonaduras decimonónicas o faldas hobble hablan del recato que codifica el papel de la ingenua, representada por la protagonista inicialmente anclada en su papel de “ángel del hogar”. Mientras, un negligée de gasa rematada en pieles y escotes palabra de honor, que recuerdan que, junto con las piernas, la espalda se descubría en consonancia con una nueva fisionomía, identifican un rol de femme fatale. Sin abandonar la comicidad que tinta un crisol erótico compuesto incluso con gotas de perfume sobre los labios “de arco de Cupido”, la mujer fatal interseca con la “vamp”, caracterizada por el orientalismo de su vestuario. Así, Why change your wife? despliega un catálogo 35
de mangas de kimono, turbantes con plumas y tocados con cuentas que remiten a los trajes de intérpretes de tal icono como Anne May Wong. A este respecto, la diversidad en la manera de vestir a un estereotipo que se hará esencial en el cine negro es indiscutible cuando se revisa el trabajo de René Hubert en Asphalt (Pommer, Pfeiffer & May 1929), obra que mantiene en la mudez al cine alemán tres años después de la primera película sonora, The Jazz Singer (Zanuck & Crosland, 1927). Lejos de desplegar fantasías orientales, su protagonista, Else (Betty Amann), luce vestidos sin mangas, de corte recto y espalda descubierta, junto con cintas y bandas sobre el cabello bob, que delatan a la flapper quien, a pesar de su falta de decoro, empleaba armas de seducción más sutiles. Este libre y despreocupado estereotipo de postguerra se había asomado entre las páginas de This Side of Paradise o de Bernice Bobs Her Hair, de F. Scott Fitzgerald. Pero fue el cine el responsable de su definición visual, 36
produciendo un subgénero cómico, las “flapper films”, que dio lugar a una docena de títulos como “The Perfect Flapper” (McCormick & Dillon, 1924). En él, la actriz Colleen Moore sellaba el maridaje del vestido corto y verdugo de las formas, con el suave y divertido flirteo; unión que resaltaría al acabar los veinte en Why be good? (McCormick & Seiter, 1929) gracias al remarcable vestuario del danés Max Rée. Naturalmente, la alta costura sucumbió a la flapper cinematográfica. Lucile vistió a uno de los principales iconos de este estereotipo, Clara Bow, en Dancing Mothers (Brenon & Brenon, 1926). Por su parte, Paul Poiret enseñó que esta rebelión contra la representación acostumbrada de la identidad género no fue uniforme, y manejó ese equilibrio entre la feminidad adulta y la infantil androginia “tomboy”, para cuya puesta en práctica no era suficiente la mera ocultación del busto. Así, el vestuario que ideó para La Garçonne (Du Plessy & Du Plessy, 1923), basada en la novela de Victor Margueritte, transgredía las normas con una France Dhélia, como
Monique Lerbier, desafiando el orden establecido con pantalones, camisa y corbata. Este film, censurado hasta 1941, visibilizó la relocalización social de ciertas mujeres a través de una reinvención de su apariencia que la pantalla mostraba dentro de marcos aceptables, por ejemplo, con la evolución de peinados. Además del estilo Marcel con ondas, en diez años se sucedieron el bob liso de Louise Brooks, memorable en Die Büchse der Pandora (Landsmann, Nevenzal & Pabst, 1929) con vestuario de Gottlieb Hesch, y el Eton Crop, lucido por Josephine Baker con sus bucles en frente y mejillas. Con todo ello, al tiempo que los estudios establecían departamentos propios de vestuario, el traje cinematográfico consolidaba su poder en la diseminación de mitos contemporáneos y la comunicación de modas. La cultura audiovisual contemporánea ha proporcionado una buena representación de este fenómeno cuando actrices como Brooks resuenan en el corte bob de Lady Mary Crawley, en un Downton Abbey (Fellowes, Neame,
Marchant, Trubridge, Eaton, Morshead & Spiro, 2015), que merece presencia en este texto. Esta reseña no puede finalizar sin citar la relación del vestuario de los años veinte con el arte de las vanguardias, destacando dos hitos. Es obligado el recuerdo de Aelita (MezhrabpromRus & Protazanov, 1924). En este film soviético de ciencia-ficción, Alexandra Exter empleó materiales industriales como metales y plexiglás en estructuras cubofuturistas; complementos orgánicos de la escenografía que cobran vida en movimiento. Ecos de estos trajes se detectarían en “ Metropolis (Pommer & Lang, 1927). Esta joya del expresionismo hizo una oda al ritmo vertiginoso del progreso industrial, a la vez que expuso el choque entre la lógica inherente al mismo y la destrucción a la que conducirían los intereses de los sectores poderosos, lejanos a las labores productivas. Aenne Willkomm maneja este conflicto en el contraste entre los oscuros uniformes de los trabajadores de la parte inferior de Metrópolis y los fantasiosos atuendos de
las clases pudientes, de estética Art Déco que alcanza un clímax futurista con el robot del inventor Rotwang. A pesar de no constituir un traje en sí, esta piel escultórica de la “maschinenmensch”, creada por Walter Schultze-Mittendorf, sobrepasará los límites del prolífico y variado vestuario de los veinte hasta el punto de embeber las creaciones de metal y plástico de Thierry Mugler en los noventa.
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Cuerpo y falda de tafetán azul, palas de seda bordada, colin de algodón con fleje de metal Vestido utilizado en la película Toulousse Lautrec, 1997 Figurinista: Pierre Jean Larroque
Polisón de la década de 1890, confeccionado a partir de aros de metal flexible y tejido de algodón Reproducción
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La falda resultó una pieza clave para conocer los cambios en la silueta femenina, pues fue ella la principal protagonista de esas transformaciones. El XIX y el XX fueron los dos siglos donde la hechura de la falda sufrió las más bruscas modificaciones. En ese recorrido cronológico se aprecian diferentes fases en las que se produjeron innovaciones, mutaciones y alteraciones en cuanto a la longitud y al volumen que definían los contornos femeninos. En el periodo de tiempo comprendido entre 1868 y 1885, puestos a singularizar un acontecimiento indumentario, se caracterizó por la sustitución de la crinolina y el dominio del polisón, estructura a base de aros, que se empleaba para sostener el volumen de tela de la parte superior de la falda. En un segundo periodo, comprendido entre 1885 y 1900, ocurrieron varios hechos: en esos quince años se suprimió el polisón y a partir de ese momento la tela sobrante
pareció que cambiaba de ubicación. La falda comenzó a alargarse y llegó a desarrollar la famosa cola que apareció hacia 1892 y que perduró durante un tiempo hasta que, en los albores de 1910 quedó reducida a los trajes de fiesta. También en ese periodo se produjo el nacimiento del vestido sastre de dos piezas, compuesto de falda y chaqueta; las grandes mangas de jamón que desaparecerían antes del cambio de siglo y el nacimiento del abrigo, como lo entendemos hoy. Finalmente, el periodo que abarca desde 1900 a 1914 se caracterizó por una silueta mucho más flexible y ligera, con una vuelta a la moda del Directorio y del Imperio. La línea del cuerpo la definía al principio un nuevo corsé plano y vertical por delante y muy curvo por detrás, y poco a poco con la supresión de esta pieza, la línea tabular se impuso hasta llegar en los años veinte a la silueta rectangular atravesada en su horizontalidad por el talle bajo y en su verticalidad por la aparición de los pliegues y tablas de las faldas.
(1) Portada Blanco y Negro, 1902. Autor: Méndez Bringa Fuente: Blanco y Negro
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La mujer y el trabajo
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En los años veinte las mujeres burguesas que ya habían iniciado el camino de la emancipación, social, política y laboral. Gracias a los estudios universitarios y a la cualificación profesional, desarrollaron todo tipo de profesiones. Muchas de ellas estaban emergiendo gracias a los adelantos técnicos y al desarrollo de la sociedad industrial que les permitió desarrollar otros oficios acordes con los tiempos, tales como bibliotecarias, oficinistas, telefonistas y mecanógrafas.
Todo esto tenía mucho que ver con la modernización del siglo XX. De la misma manera que en otros ámbitos laborales, las nuevas oficinistas, telefonistas y dependientas tuvieron que enfrentarse a una serie de prejuicios contra su presencia, en un sector profesional que tradicionalmente había sido feudo masculino. No obstante, aparecían en la prensa gráfica como modelo de modernidad e irrumpían en las novelas de la época como símbolo de la nueva mujer que suscitaba sorpresa y fascinación.
Muchas de estas actividades nuevas tomaron cuerpo en el asociacionismo femenino. En el caso de España se fundó el Lyceum Club Femenino que nació en 1926 como centro cultural dirigido por mujeres y para ellas. Un lugar para la reflexión intelectual, cultural y artística. Ahí se dieron cita María de Maeztu, Victoria Kent, Ernestina de Champourcín o Carmen Baroja entre otras. Además, en estos años adquirieron un mayor prestigio las profesiones sanitarias. Con la creación de escuelas de enfermería para la promoción de la enseñanza femenina cuyo objetivo era entrenar a futuras profesionales por la necesidad de cualificar personal apto para la asistencia de enfermos y para el cuidado de niños. La voluntad era convertir la profesión de enfermera en una de las formas más dignas y provechosas de la actividad femenina, al tiempo que ofrecía una formación a otros colectivos de jóvenes destinadas a ser madres de familia.
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Vestido de telefonista de una pieza Viscosa de color azul Traje utilizado en Las chicas del cable, 1ª temporada, 2017 Figurinista: Helena Sanchís
El desarrollo económico y social que se fraguó en el último tercio del siglo XIX, dio paso a un nuevo modelo femenino que dejó atrás el ideal del “ángel del hogar” y apostó por una nueva mujer moderna, culta y profesional. Tradicionalmente la función esencial de la mujer se encontraba dentro del matrimonio y era ahí donde podía desarrollar sus talentos a través de la maternidad, la educación de los hijos y el cuidado de la casa. El término “ángel del hogar”, que ahora nos parece desfasado y con una connotación con claros rasgos de inferioridad, en aquel momento se consideraba el modelo de perfección comúnmente aceptado.
Esas ocupaciones en el ámbito privado se entendían tan absorbentes y esenciales que impedían cualquier otro cometido con dimensión social. En el caso español, bien entrado el siglo XIX, surgieron las voces de algunas mujeres, como Concepción Arenal, Josefa Amar y Borbón, Carmen de Burgos o Emilia Pardo Bazán, que lideraron el esfuerzo por acometer ese cambio ideológico que llevaría a la incorporación definitiva de la mujer a la esfera pública. Cambio que tuvo su punto de partida en la defensa y consolidación del derecho a la educación que les iba a capacitar para salir del ámbito privado y adentrarse en la escena pública.
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A principios del siglo XX, estas ideas habían ido calando en la mentalidad de los hombres y, sobre todo, de las mujeres, afianzando y normalizando la educación y la formación superior para que la mujer se pudiera adaptar a los nuevos entornos sociales y económicos y, por tanto, pudiera desempeñar diferentes profesiones fuera de la casa.
(1) Sala de descanso del personal femenino, 1928. Autor: J. Vidal Fuente: Archivo histórico fotográfico de Telefónica
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Una de estas salidas profesionales fue el trabajo de telefonista. El 19 de abril de 1924 se constituía en Madrid la Compañía Telefónica Nacional de España, que dio un gran impulso al empleo femenino desde su creación. La capacidad para el trabajo de atención al público fue asociada con las aptitudes femeninas y pronto se convirtieron en mano de obra preferente para la difusión de la telefonía. En 1928 llegó el primer hito en la historia de la compañía con la primera conexión trasatlántica. Este servicio lo inauguró el rey Alfonso XIII, y su interlocutor fue el presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge. La prueba suscitó gran expectativa y fue un éxito rotundo, como aparece escenificado en el primer capítulo de la serie Las chicas del cable.
(2) Cuadro Interurbano en Vitoria, 1926. Fuente: Archivo histórico fotográfico de Telefónica. (3). Cuadro interurbano en Lisboa, 1928, Fuente: Archivo histórico fotográfico de Telefónica. (4) Imagen de la serie “las chicas del cable”, 2017. Fuente: Netflix
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La primera Guerra Mundial forzó a cientos de miles de mujeres a salir de sus hogares para trabajar en fábricas, talleres y hospitales, y contribuir al aparato bélico con todas sus fuerzas. En noviembre de 1918, terminada la Guerra, sus indumentarias, sus cabellos, y, sobre todo, sus miradas y sus ilusiones, no volverían a ser las mismas. Si bien es cierto que llevaban desde principio de siglo XX trabajando en fábricas, entre 1914 y 1918 esta aportación fue decisiva para la marcha del conflicto que sacudió Europa y el resto del mundo de parte a parte. Pocos años después, el 19 de agosto del año 1920, se ratifica por primera vez la enmienda número 19 de la Constitución de los Estados Unidos que permite votar a las mujeres (en España este derecho no será reconocido hasta 1931). Esa fecha mágica no solo señala el comienzo de una década, sino sobre todo la visibilidad de un movimiento que llevaba largo tiempo madurando en la sociedad de masas surgida tras las revoluciones de finales del siglo XVIII. Podría decirse que ha nacido una mujer nueva, que emerge tras largos siglos de presencia secundaria, cuando no oculta, en esa larga cadena ininterrumpida de acontecimientos, hitos y sucesos, que es la historia de la humanidad. Ellas habían participado de la historia sin el protagonismo y la brillantez de los varones, casi siempre en un segundo plano, la mayor parte de las veces excluidas de los lugares y momentos en los que se decidía el futuro de los pueblos, la marcha de los grandes eventos, el progreso de la humanidad.
Algo había cambiado profundamente porque nunca antes las mujeres habían ocupado, como grupo, un papel tan relevante en la marcha de la sociedad. Esta década ha sido calificada de loca, dorada y feliz, por la cantidad y profundidad de los cambios que afectaron a todos los estratos de la sociedad, y por el gran crecimiento económico que se produjo al terminar la contienda. Pero también podría ser aplicado a la radical modificación en el rol de las mujeres. Los años veinte fueron ante todo, unos años modernos, de rabioso deseo de innovación, en el que las mujeres iban descubriendo nuevas y distintas actividades que ya no le estaban prohibidas y que ansiaba incorporar a su vida. El viaje, el deporte, la vida social y las actividades al aire libre que bronceaban la piel, el comienzo de la autonomía económica, la conquista del voto, la presencia en espacios públicos y la tímida irrupción en la actividad política, literaria, artística y científica. Y todo eso, casi siempre, compatible con la vida familiar y el cuidado del hogar, que continuaba teniendo un papel protagonista en las vidas de las mujeres de los años 20.
Esa mutua influencia entre los cambios sociales y los modos de vestir, ha sido particularmente bien reflejado por el cine. Esa gran herramienta de comunicación que desde principios de siglo XX modificó de forma radical el modo de entretener, educar y hacer soñar a la humanidad, se ha convertido también, en una magnífica plataforma a través de la cual millones de personas en los cinco continentes han admirado a personajes fabulosos interpretando historias fascinantes.
Por eso el gran tema de esta exposición es la mujer y su papel en un momento singular de nuestra historia reciente. La década de los años veinte no solo supuso un momento de inflexión en el papel social de la mujer, sino que también significó un cambio en el modo de presentarse en términos de indumentaria.
Pero la historia tenía reservado un momento para las mujeres y si eligiéramos un punto de partida, bien podría ser este: 1920.
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Vestido de enfermera en algodón azul y delantal de lino blanco Utilizado en la serie española Tiempos de guerra, 2017 Figurinista: Helena Sanchís
Vestido de enfermera en algodón negro y delantal de lino blanco Reproducción
Durante la Gran Guerra y debido a la enorme y sangrienta ola de víctimas fue necesario la presencia de las mujeres. El universo bélico se había entendido desde hacía siglos como un lugar reservado a los hombres, un espacio masculino en el que las mujeres solo aparecían como sujetos frágiles que aguardaban el regreso o lloraban la pérdida de los seres queridos. Sin embargo, llenas de un fiero espíritu patriótico, las mujeres cambiaron el orden de las cosas y contribuyeron a la defensa nacional conduciendo tranvías, fabricando armamento, cultivando las tierras, y marchando a la guerra como enfermeras. La visibilidad que adquirió la figura de la enfermera se debió a que organizaciones como la Cruz Roja pusieron en marcha campañas para convencer a la opinión pública de lo necesario que era reclutar personal sanitario femenino.
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Sin embargo, de alguna manera, se vio la necesidad de crear cuerpos de enfermeras profesionales porque muchas de ellas, sin apenas conocimientos sanitarios se enrolaron como voluntarias y fueron colocadas para atender diferentes funciones médicas en hospitales e incluso en lugares cercanos a los frentes de batalla sin estar cualificadas. Vera Brittain (1893-1970), defensora del feminismo y del pacifismo fue autora del libro Testamento de juventud publicado en 1933. En él narra sus memorias entre 1900 y 1920 describe el impacto que la Primera Guerra mundial tuvo en la vida de las mujeres de clase media en Gran Bretaña. En sus escritos, intentaba desmitificar la reputación de chicas fáciles, término con el que algunas opiniones identificaban a las enfermeras voluntarias. Otras mujeres dieron su vida con valentía como Edith Cavell (1865-1915), espía y enfermera británica que fue condenada a muerte por un tribunal del ejercito alemán por haber cobijado a soldados belgas, franceses e ingleses en un hospital belga.
(1) Enfermeras, 1920. Fuente: Pinterest. (2) Portada de la revista Vanity Fair, 1918 Fuente: Condé Nast. (3) Imagen de la serie “Tiempos
La creación del uniforme de enfermera data del siglo XIX, cuyas formas y elementos se inspiraban en la vestimenta de las religiosas. De ahí la emblemática cofia o pañuelo para recoger el pelo, la túnica a la que se le superponía un delantal y una capa sujeta por tiras en forma de cruz por delante. Con el uso de este uniforme se ofrecía una cierta autoridad frente a los soldados, al distinguirlas de las cocineras o las lavanderas. La presencia femenina en el frente implicó el establecimiento de ciertas pautas que aseguraran el funcionamiento correcto de los ejércitos. Estas pautas no sólo aparecieron indicadas en los manuales de enfermeras, sino que quedaron inscritas simbólicamente en sus uniformes: una vestimenta que les otorgaba autoridad sanitaria y distinción militar a cambio de subrayar ciertas virtudes como la obediencia, la valentía y la abnegación.
de guerra”, 2017. (4) El médico Sánchez Vega con las damas de la Cruz Roja en Melilla, 1919. Autor: Silva Fuente: ABC
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Vestido de costurera con falda de lana negra, cuerpo de algodón marrón y delantal de estameña de rayas Reproducción
La profesión de modista o costurera, no recibió el reconocimiento que merecía hasta la llegada de Chales F. Worth (1825-1895). A partir de entonces, la moda comenzó a tener un nuevo significado y consiguió elevar su estatus los vestidos de Worth comenzaban a tener autor, de manera que su firma avalaba la calidad del producto” (Cerrillo Rubio, Lourdes. La moda moderna, génesis de un arte nuevo, 2010, 16). Este nuevo modo de confeccionar vestidos se expandió y surgieron otras casas inspiradas en el gran modisto. Un dato significativo de esta nueva dimensión de la moda que pasaba por el reconocimiento social de sus artífices fue que en la Exposición de
París de 1900 se presentaron 20 casas de alta costura “entre ellas Worth, Rouff (fundada en 1884), Paquin (1891), Callot Hermanas (1896). Doucet, que más tarde empleará a Poiret, abre sus puertas en 1880, Lanvin en 1909, Chanel y Patou en 1919” (Lipovetsky, Gilles. El imperio de lo efímero, 2006, 79). El modisto pasó entonces a considerarse un diseñador y un artista moderno que podía mostrar sus dotes creativas en la misma estructura de patrones y líneas originales que constituían el vestido.
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En el contexto histórico y social de los años veinte, fue posible la salida del anonimato de una profesión, que si bien se inició de la mano masculina, posteriormente reconocería los logros de mujeres artistas y diseñadoras de la talla de Coco Chanel (1883-1971), la más conocida y popular diseñadora del siglo XX y de otras como Jeanne Lanvin (1867-1946) Madeleine Vionnet (1876-1975) o polifacética Sonia Delaunay (1885-1879), por citar algunas de las más destacadas. Vionnet fue conocida por inventar el corte al bies y considerada “arquitecta de la moda”. Sus innovaciones estaban llenas de naturalidad y espontaneidad como los movimientos de Isadora Duncan, cuyo vestuario y manera de bailar de tintes grecorromanos, dejó una profunda huella en sus creaciones. El efecto que producían las líneas de sus vestidos era de una enorme pureza, apenas había costuras, incluso llegó a realizar vestidos de una sola pieza. Fue ella la creadora del escote halter y la pionera en utilizar el satén. También Jeanne Lanvin, tuvo su reconocimiento y fue considerada “maestra del color”, la expresión cromática era parte esencial en sus creaciones por lo que quiso fundar un taller de tinturas en Nanterre en 1923; después de viajar a Florencia quedó impactada por el azul de las pinturas góticas, y así creó su color fetiche el azul, denominado “azul Lanvin”, con el que decoró totalmente su habitación, hoy reconstruida en el Museo de Artes Decorativas de Paris.
(1) Coco Chanel, 1925. Autor: Adolph de Meyer (2)Madaleine Vionnet, fotografiada por Thérèse Bonney, 1926. Fuente: Pinterest
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Sonia Delaunay fue una artista vinculada a los primeros movimientos pictóricos de vanguardia, destacó por sus estampados geométricos en los que experimento con la forma y el color, junto a su marido, en igualdad de genialidad artística: los dos buscaron un arte total que llegara a la cultura popular a través de la pintura, la decoración, la vestimenta, o la escenografía, como ocurrió en 1923 cuando participó con sus textiles, en el vestuario de la obra dadaísta de Tristan Tzara, “Le coeur à gaz”.
(2) Sonia Delaunay vestida con sus estampados simultáneos, a juego con el tapizado del vehículo. Fuente: Vein (3) Saloncito azul de Lanvin. Museo de Artes Decorativas de Paris (4) Portada de la revista Blanco y Negro, 1921. Autor: Carlos Vázquez Fuente: Blanco y Negro
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Vestido de cigarrera con mantón de manila bordado, enagua y cubre corsé de algodón color beige Piezas utilizadas en la película Carmen 2003 Figurinista: Ivonne Blake
La historia del mantón es una historia de mestizaje y de creación a partir de distintos elementos culturales donde el tabaco tuvo un papel esencial. Como explica la experta Carolina Stone, una de las tradiciones populares que justifican la llegada del mantón está vinculada al comercio español con las colonias. Los barcos traían las hojas de tabaco desde Filipinas a la Fábrica de Tabacos de Sevilla envueltas en paños de seda para su mejor conservación. En esta fábrica, que comenzó su andadura en 1620, se fabricaba tabaco de rapé. En 1758, cuando la producción y la venta eran ya monopolio del Estado, se inauguró la fábrica de la calle San Fernando, determinante en la vinculación del tabaco con Sevilla.
Desde principios del siglo la fábrica fue territorio femenino. Las cigarreras, que trabajaban en esta fábrica aprovechaban esos paños como prendas para protegerse de la humedad. Los paños venían bordados con motivos asiáticos, los famosos chinos, a los que ellas añadían los flecos.
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Escritores, pintores e ilustradores, se encargaron de mostrar la visión de la mujer española ataviada al gusto, fiel reflejo del mito romántico que inspiró a los artistas desde mediados de siglo y que cruzó las fronteras a través de los viajeros franceses e ingleses que difundieron el mito de lo típicamente español.
Esta realidad de mujeres cigarreras, acicaladas de manera original, inspiró a Prosper Merimée a escribir la novela Carmen y que Georges Bizet transformó en la famosa ópera. El personaje representa, más allá del mito, a la mujer luchadora, independiente, reivindicativa, que no vivía bajo el mandato de ningún hombre. Por otro lado, en la literatura española de mediados del siglo XIX aparecen alusiones a la rica y vistosa indumentaria de estas mujeres. Galdós describe con detalle el mantón de manila y pone de manifiesto la confrontación entre la realidad de las prendas populares y castizas en contraposición a las nuevas modas que estaban viniendo de fuera.
(1) Portada de la revista Blanco y Negro, 1924. Autor: Manuel Escudero. Fuente: Blanco y Negro (2) Un grupo de cigarreras en la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, década de 1920. Fuente: “Historia de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla”, J.M. Rodríguez Gordillo.
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“La sociedad española empieza a presumir de seria, es decir a vestirse lúgubremente, y el alegre imperio de los colorines se derrumbaba de un modo indudable. Como se habían ido las capas rojas, se fueron los pañuelos de manila. La aristocracia los cedía con desdén a la clase media, y esta, que también quería ser aristocrática, entregábalos al pueblo, último y fiel adepto a los matices vivos. Aquel encanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturaleza sonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno, aunque el pueblo, con instinto colorista y poeta, defendía la prenda española (…) Poco a poco iba cayendo el chal de los hombros de las mujeres hermosas, porque la sociedad se empeñaba e parecer grave, y para ser grave nada mejor que envolverse en tintas de tristeza. Estamos bajo la influencia del Norte de Europa, y ese maldito norte nos imponen grises que toma de su ahumado cielo. El sombrero de copa da mucha respetabilidad a la fisonomía, y raro es el hombre que no se cree importante solo con llevar en la cabeza un cañón de chimenea. Las señoras no se tienen por tales si no van vestidas de color de hollín, ceniza, rapé, verde botella o pasa de corinto. Los tonos vivos las encanallan, porque el pueblo ama el rojo bermellón, el amarillo tila, el cadmio y el verde forraje; y está tan arraigado en la plebe el sentimiento del color, que la seriedad no ha podido establecer su impero sino transigiendo. El pueblo ha aceptado el oscuro de las capas, imponiendo el rojo de las vueltas; ha consentido las capotas, conservando las mantillas y los pañuelos chillones para la cabeza; ha transigido con los gabanes y aún con el polisón, a cambio de las toquillas de gama clara, en que domina el celeste, el rosa y el amarillo d Nápoles. El crespón es el que ha ido decayendo desde 1840, no solo por la citada revolución de la seriedad europea, que nos ha cogido de medio a medio, sino por causas económicas a las que no podíamos sustraernos”.
(Pérez Galdós, Benito; Fortunata y Jacinta: dos Historias de Casadas. Edición de Rodriguez Puértolas, Julio. Ed. Akal, 2005, 345 y 346.) (3) Un grupo de cigarreras, en la Fábrica de Tabacos de Sevilla, 1926. Autor: Olmedo. Fuente: ABC
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El mantón siguió de moda en los años veinte, sin desvincularse de la indumentaria de las cigarreras, que continuarían llevándolo como seña de identidad. Por otro lado la estética Decó, también hizo algún guiño a esta prenda, con elementos muy acordes como los estampados florales, el colorido y los flecos. En la portada de Vogue de 1926 aparece una joven flapper con cabello corto, con cigarrillo en la mano, vestido de flecos y acompañada del mantón de manila. La Estampa también publicó en 1928 una fotografía con un pequeño texto encabezado por el título “El mantón de Manila en Paris”, donde quedó de manifiesto la repercusión que estaba teniendo en la capital francesa.
(1) La Estampa, 1928. (2) Portada de la revista Vogue, 1926. Ilustrador: Eduardo García Benito. Fuente: Condé Nast
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La fiesta y el nuevo ocio
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La incipiente cultura de masas que empezó a arraigar y a feminizarse, a la vez que provocó, una atenuación de las diferencias de clase, suscitó una “democratización” del ocio ligada a la influencia de la prensa gráfica, la publicidad, los mensajes de radio y la difusión del cine. También irrumpió un nuevo ideal de pareja, donde el amor-amistad, apareció como una nueva forma de relación entre hombres y mujeres; defendido, entre otras, por Carmen de Burgos. Una relación que modificó la dependencia económica de las mujeres respecto a los maridos, a esto también contribuyó la creación del nuevo modelo de mujer autónoma, moderna, independiente, la Garçonne, que permanece soltera o decide contraer matrimonio más tarde. La transformación y la feminización de los espacios de ocio convirtieron a las grandes ciudades españolas en centro europeo de la frivolidad. Muy especialmente Madrid adoptó aires nuevos. El primer bar americano que tuvo Madrid fue el Maxim’s, instalado en 1919 en la calle de Alcalá. Que disponía de una orquesta moderna y una sala de juego con ruleta. Le siguió el Ideal Room, situado en la plaza de Bilbao.
Bares similares, prototipo de lo chic, surgieron en las principales calles de las ciudades españolas; con sus nombres modernos y extranjerizantes. Las mujeres no tuvieron ningún reparo en adentrarse en estos nuevos modelos de ocio urbano, donde beber y fumar, siempre de manera elegante dejo de ser algo exclusivamente masculino. Antes de la Guerra un grupo de bailes nuevos, exóticos y estridentes, entraron en Europa procedentes del otro lado del Atlántico. En España poco a poco se fueron asentando gracias a la rapidez de los medios de comunicación el onestep y el two step, posteriormente el shimmy y el fox-trot. Los periódicos no tradujeron sus nombres, difundieron estos bailes que, escritos y dichos en inglés, resultaron el colmo de lo chic y lo moderno.
Así llegaron, como en cascada, los nuevos aires de libertad que se reflejaba en la manera de divertirse y de bailar con unos nuevos ritmos sincopados que empezaron a sustituir la cadencia armónica de los bailes tradicionales: valses y mazurcas. Algunos fueron duramente criticados por la prensa como el cake-walk, por considerarlos ridículos y salvajes. Sin embargo, el que llegó y se asentó con éxito sin apenas críticas fue el tango argentino. También el charlestón se convirtió en una moda en Europa a raíz de su presentación en el musical negro Running Wild, en 1923. Fue un baile, pero también todo un símbolo, que caracterizó una época de despreocupación y libertad. Atrajo a las mujeres y a los hombres de los años veinte que modificaron su forma de divertirse y de vestir acorde con un espíritu en constante movimiento. El charlestón llegó a ser tan popular en Europa, que casi el 80 % de la población lo practicaba y disfrutaba. A partir del año 1927, el charlestón comenzó a decaer, llevándose consigo uno de los bailes más extravagantes y conocidos hasta esa fecha. El jazz si bien era un producto de la cultura afroamericana había estado abierto a influencias de otras tradiciones musicales. Ya desde la década de 1920 lo ejecutaron músicos de diversas partes del mundo con un trasfondo muy diferente. El jazz se asentó poco a poco y algo que había penetrado en algunos locales aislados, empezó a difundirse rápidamente en la cultura musical europea. Los nuevos bailes no eran realmente adecuados para bailarlos en los salones de los palacios y las casas de las clases altas, por esta razón salieron “fuera de casa”. En efecto, a partir de 1910 comenzó el auge de los bailes fuera de las viviendas palaciegas y empezaron a aflorar en las ciudades hoteles, dancings y clubes de noche, para acoger esta nueva atmosfera que, una vez pasada la oscuridad de la Guerra, se asentó en un nuevo y moderno deseo de diversión.
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Vestido Delphos de una pieza de poliéster color burdeos Falso Delphos utilizado en la serie El tiempo entre costuras, 2013 Figurinista: Bina Daigeler
La famosa túnica Delphos obra de Mariano Fortuny y Madrazo (1871-1949) inspirada en las ropas femeninas griegas como el chitón y en la escultura del auriga de Delphos, fue creada en 1907, patentada 1909 y calificada de inmediato por los entendidos como una obra de arte. El Delphos era una túnica con un plisado novedoso que se había conseguido con una técnica especial, cuyo autor y su mujer Henriette Negrin, mantuvieron en secreto durante años. El efecto que producía era que sin mostrar nada, tampoco lo escondía y proporcionaba a la mujer la libertad de movimientos que anhelaba. Tampoco necesitaba ningún tipo de sujeción debajo del vestido, utilizando únicamente los hombros, de tal
manera que la tela caía sobre el cuerpo de forma natural. En ocasiones se llevaba con una cinta rodeando la cintura, para estilizar más la silueta. Esta túnica la utilizaron estrellas de la danza moderna, como Isadora Duncan, Martha Graham o Natacha Rambova.
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El efecto de líneas verticales, similar al de las túnicas griegas, nos sitúa en la órbita de la estética moderna donde la simplicidad y el predominio de la línea marcaba una nueva manera de vestir. Sujetar drapeando, o sencillamente dejando caer, como era el caso, resultaba ser una buena alternativa a las rigideces anteriores.
(1) Portada de la revista Blanco y Negro, 1919. (2) Falso Delphos Imagen de la serie “El tiempo entre costuras”, 2013. (3) Vestido Delphos Imagen de la película “Downton Abbey”, 2019.
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Vestido de fiesta inspirado en las creaciones de Paul Poiret con cuerpo brocado de seda y marabú y falda de seda Utilizado en la ópera La Cenerentola, 1994 Figurinista: Ramón Ivars
Vestido de fiesta inspirado en las creaciones de Paul Poiret, de una pieza de seda amarilla con collarín de pedrería Utilizado en la serie española Velvet, 2014 Figurinista: Helena Sanchís
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El gran difusor de una moda más racional, materializada en la supresión del corsé y de las enaguas, fue Paul Poiret (18791944), aunque anteriormente la modista Margaine Lacroix (1868-1930) ya había realizado creaciones que liberaban a la mujer de estos artificios. Estas prendas de tradición secular en el vestir femenino, habían modelado el cuerpo según los ideales de cada periodo. Los corsés de finales del siglo XIX reducían al máximo la cintura y acentuaban las curvas, según un canon de belleza donde la cintura de avispa se convirtió en el patrón estético a imitar. Las propuestas de Lacroix y Poiret, llegaron en un momento especialmente idóneo al coincidir con los comienzos del movimiento de liberación femenina y ofrecer otras soluciones menos opresivas a la silueta femenina. El resultado fue un menor énfasis en la cintura al elevar el arranque de la falda y obtener así una línea mucho más suelta que desembocó en los años veinte en la silueta tubular.
Aun así, se puso de moda la estrechez de las faldas y los vestidos eran tan ajustados, que resultaba muy difícil el movimiento. Esto llegó a sus últimas consecuencias, con la falda trabada que se estrechaba exageradamente en el extremo impidiendo casi caminar, como se aprecia en el vestido amarillo. Poiret puso de moda otra forma revolucionaria: la blusa abat-jour de silueta cónica formada a partir de una estructura de aro de alambre en la parte inferior. El volumen del vestido femenino había variado, a lo largo del siglo XVIII y XIX, localizado fundamentalmente en la falda, gracias a elementos engañosos, como el polisón o el miriñaque. Ahora, sin embargo, se enfatiza en las prendas superiores a través de ese fino aro. La cola de la falda había tenido una larga vida con diferentes interpretaciones desde la caída del polisón. Según las crónicas de la época, a partir de 1910, volvieron las colas largas. La forma de estas era cuadrada para las recepciones, sin embargo, para la ópera se confeccionaba más corta y puntiaguda, también se hacía con dos picos rematados con borlas. En los años veinte estas colas, a modo de apéndice residual, asomaban discretamente en consonancia con un estilo diferente, mucho más depurado; así aparece en los figurines de los modelos de fiesta de 1922. Se trataba de vestidos escotados, de talle bajo, todavía a media pierna, por el que asomaba una pequeña y esquelética cola que arrastraba lánguida, como elemento agonizante, en sus últimas apariciones antes de morir definitivamente alrededor de 1925.
(1) Imagen de la serie “Velvet”, 2014-2016 (2) Portada de la revista Blanco y Negro, 1920 Autor: Carlos Loigorri Fuente: Blanco y Negro (3) Paul Poiret en su taller con una clienta. (4Portada de la revista Blanco y Negro, 1921 Fuente: Blanco y Negro
Poiret también fue el encargado de revolucionar otro de los elementos característicos de la moda: el color. Y lo hizo con una explosión de colorido en la que tuvieron mucho que ver los movimientos artísticos que despuntaron en el siglo XX: el postimpresionismo y el fauvismo y posteriormente el simultaneismo de los Delaunay con su manera original de concebir la gama cromática a partir del contraste simultaneo de los colores.
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Vestido de noche de una pieza de raso con fleco de cristal Utilizado en la ópera Lulu, 1987 Figurinista: Gerardo Vera
(1) Maniquíes vivientes en las fiestas de la moda celebradas en el Gran Kursaal de San Sebastián, 1924. Publicación: ABC (2) Flappers, 1920. Fuente: Pinteret
A partir de los años veinte, la música y los bailes provenientes de América invadieron las principales ciudades europeas, sobre todo París. El ritmo del jazz produjo una auténtica revolución con una nueva visión del ocio mucho más cosmopolita. A esta nueva música iban parejos nuevos bailes, como el foxtrot, el tango o el charlestón. La rigidez de las décadas anteriores, donde el baile era un acontecimiento de la alta sociedad, sometido a una etiqueta y a unas reglas, se transformó en algo alegre y festivo, con un cierto grado de locura y que se desarrollaba en locales abiertos a una población deseosa de libertad, en contraposición a los salones cerrados a los que solo tenían acceso una minoría selecta. 72
Estos bailes se caracterizaban por los movimientos frenéticos, casi espasmódicos, reflejo de la velocidad que tanto los medios de transporte, como el propio ritmo de vida que la revolución industrial había iniciado, inundaba los bares y los clubes de París y otras ciudades europeas. El charlestón reflejó esos aires de libertad permitiendo a las mujeres bailar en sociedad sin necesidad de una pareja. Los vestidos con flecos y con elementos sueltos como es el caso de los canutillos que configuran la totalidad de este vestido, se hicieron populares porque ayudaban a mostrar ese efecto de loco movimiento.
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Vestido de noche en seda negra con lentejuelas y flecos de seda Reproducción
(1) Flappers paseando en los años 20 Fuente: Pinterest (2) La actriz y modelo estadounidense Ina Claire, 1926. Fuente: Condé Nast
o metalizados y también lentejuelas, si eran redondas y planas. Según Von Boehn “en el año 1899 aparecieron los primeros trajes enteramente de lentejuelas, al principio solo de azabache negro, pero muy luego con muestras de varios colores”. (Von Boehn, Max, La moda el traje y las costumbres. Tomo VIII p. 149)
A la vez el peso de las cuentas daba caída a una tela liviana como era la seda, enfatizando la línea vertical. El uso de lentejuelas o pailletes empezó a florecer en los vestidos de fiesta popularizándose este pequeño elemento decorativo en los años veinte, aunque su uso comenzó a finales del siglo XIX. En ese momento las crónicas de moda hablan de estos elementos, empleados de manera discreta y comedida, las cronistas las describen dentro de los materiales textiles; por ejemplo, se habla de tul pailleté o de un bordado pailleté. Con esta expresión se designaba un tejido de vestir que llevaba cosidas o incorporadas pequeñas piezas brillantes: cristalitos y otros abalorios trasparentes 74
Estos vestidos de telas finas y fluidas, decorados con flecos, diversos elementos, y con motivos geométricos de la estética Decó, fueron los preferidos de las modernas. Los tejidos y las aplicaciones empezaron a brillar de una manera muy llamativa, dorados y plateados, reflejos metalizados, aparecían en las fiestas más sofisticadas. Fruto de una sociedad cuya estética fastuosa, impregnada de tintes exóticos, recordaba los tesoros de la cultura egipcia. Tras el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon y todo su tesoro en 1922, los motivos egipcios se habían puesto de moda. Brillar en el sentido colorista de la palabra, empezó a tener un significado en la moda, como se aprecia en las magníficas fiestas celebradas por el Gran Gastby.
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Kimono brocado de seda estampada Utilizado en la película Midnight in Paris, 2011 Figurinista: Sonia Grande
Vestido de gasa negro con pedrería Pieza original de los años 20 utilizada en la serie Downton Abbey, 2012 Reproducción
Jeanne Lanvin (1867-1946) en su peculiar Robe de style puso de moda, además de una vuelta a las siluetas dieciochescas, la superposición de tejidos suaves: tafetanes, gasas y encajes. A menudo se jugaba con las transparencias, algo que ya se había iniciado en los primeros años del siglo XX en esa vuelta al estilo Directorio, impuesto por Napoleón Bonaparte y su mujer Josefina que había continuado Poiret y que ahora, en los años veinte, se vio como un recurso para enriquecer un vestido que, por su corte y por su forma, resultaba extremadamente sencillo sin apenas diferencias con los vestidos de mañana. 76
Las suaves gasas y muselinas superpuestas perduraron como medio para enriquecer unos vestidos de fiesta inusualmente cortos, y por tanto llamados a desaparecer, por las voces criticas que los consideraron inapropiados por poco elegantes. Este giro se inició hacia 1928, en ese momento se intentó disimular la brevedad de la falda recurriendo a un ruedo desigual con ondas, picos y flecos y un año después se lanzó la novedad de la falda a la altura de la rodilla por delante y hasta el tobillo por detrás, hasta volver en los años treinta al vestido de fiesta largo.
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(1) La modelo Marion Morehouse con vestido de lentejuelas negras de Chanel, 1926. Autor: Edward Steichen, Fuente: Condé Nast. (2) Dibujo de Coco Chanel publicado por la revista Vogue, 1926. Fuente: Condé Nast
Los colores vivos convivieron a finales de los años veinte con la elegancia y la sobriedad del negro. El negro se había asociado al luto desde hacía siglos, era un color lleno de severidad y austeridad, pero Chanel tuvo el valor de convertirlo en una color cotidiano y elegante al combinarlo con el blanco y enriquecerlo con perlas, bisutería y ramilletes de magnolias transformándolo así en un icono de feminidad. Su famoso Petite robe noir, que revolucionó la moda en 1926, fue calificado como “el modelo Ford T de Chanel”, cómodo y accesible para la mujer moderna, tras ser publicado su boceto en Vogue en octubre de 1926. Poco a poco este modelo fue ganando la aceptación de todos y rápidamente se convirtió en símbolo de refinamientos y buen gusto.
Las flores y los estampados exóticos a base de grandes flores como las magnolias, los crisantemos, o las peonías, formaban parte de la decoración de los tejidos de la época. Algunas de estas prendas se denominaban con nombres orientales como los famosos abrigos “Mandarín” de Poiret. 79
Conjunto oriental de vestido de seda y gasa bordada burdeos y dorado y pantalón de seda dorado Utilizado en la película El príncipe de Persia, 2010 Figurinista: Penny Rose
Una de las corrientes estéticas que se difundieron a través del arte, fue el japonismo. A finales del siglo XIX y principios del XX el mundo occidental se acercó a Japón, país hasta entonces misterioso y casi desconocido. Esto se debió a la apertura del periodo Meiji (1868-1912), que posibilitó un intercambio cultural sin precedentes donde la prensa tuvo un papel decisivo. Es el momento en el que se dieron a conocer las obras literarias y musicales: Madame Crisantemo, de Pierre Loti, y la ópera Madame Butterfly, de Puccini. A partir de este momento, en la moda, en la pintura y en la decoración empezó a aflorar la estética oriental.
Peggy Guggenheim fotografiada por Man Ray, luciendo un vestido orientalista de Poiret, 1924. Fuente: Pinterest
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En el caso de la moda esta nueva corriente llegó a su plenitud con Poiret que en 1903 ya había lanzado algunas propuestas de influencia oriental, antes de que los ballets rusos y sus afamadas coreografías dejaran su estela orientalizante en Europa, a partir de 1909. En la década de los veinte esta influencia continuó y el exotismo y la exuberancia tuvo un gran recorrido en la decoración y en el colorido de las prendas, así como en los complementos a base de tiaras, diademas labradas con piedras y plumas y turbantes.
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La vida moderna y los logros femeninos
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Los años veinte del siglo pasado fueron definitivos en la lucha por las libertades en todos los ámbitos, tanto en Europa como en América. Fueron años de esperanza tras el desgaste de la Gran Guerra. De ahí salieron muchos sueños que se harían realidad, pero también las utopías que desembocarían en una guerra aún peor. En ese trayecto se consiguieron muchos logros que ya se iban a asentar, a la vez que sirvieron de base para conseguir otros muchos que todavía llegarían después. Pero sobre todo, la mujer se posicionó en un lugar diferente y empezó a intervenir en la esfera pública.
En los albores del siglo XX, numerosas mujeres se encontraban ejerciendo carreras profesionales y participando exitosamente en actividades educativas o de negocios. Esta realidad ayudó a desarrollar un nuevo discurso, mucho más práctico, en apoyo al sufragio y en el que se resaltaba la contribución específica que las mujeres podían aportar a la sociedad. Dicha contribución era, por naturaleza, distinta a la de los hombres, sustentada en su condición de madres y esposas. A partir de este momento y con las peculiaridades de cada país, se inició una carrera importante hacia la libertad electoral de las mujeres. El derecho al voto que habían puesto en marcha muchas mujeres unos años antes, se aprobó en Estados Unidos en 1920.
Las mujeres, gracias a estas conquistas adquirieron una mayor autonomía y comenzaron a vivir una vida de cara al exterior. Las posibilidades de consumir, de comprar y de viajar se hacían cada vez más accesibles. Los años veinte corrían veloces, impulsados por los adelantos tecnológicos del momento: coches, aviones, transportes públicos, el cine, las luces eléctricas en las ciudades y en las viviendas. En tan solo una década, todas estas comodidades resultaron estar al alcance de muchos, en particular de las mujeres, lo que les permitió adentrarse en un nuevo territorio lleno de posibilidades.
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Vestido de sufragista, conjunto de falda y chaqueta de paño negro Traje utilizado en la película Toulouse Lautrec, 1997 Figurinista: Pierre Jean Larroque
Vestido de sufragista, conjunto de falda y chaqueta de algodón gris y trencilla negra Traje utilizado en la película Toulouse Lautrec, 1997 Figurinista: Pierre Jean Larroque Los cambios políticos, económicos y sociales que derivaron de la denominada “segunda revolución industrial”, provocaron una clara aceleración de los movimientos feministas en el último tercio del siglo XIX. Los objetivos que desde sus orígenes persiguieron estos grupos de mujeres fueron los mismos: el derecho al voto o sufragio femenino, la mejora de la educación, la capacitación profesional y la apertura de nuevos horizontes laborales. La figura más destacada en Gran Bretaña fue Emmeline Pankhurst que, en el año 1903, fundó en Londres la Unión Social y Política de Mujeres, 84
cuyas militantes protagonizaron muchas acciones reivindicativas en manifestaciones masivas y mítines, utilizando incluso las huelgas de hambre como forma de protesta. La gran novedad vino de la extensa movilización colectiva que supo dirigir el movimiento sufragista y la aceptación social que tuvo en las principales ciudades europeas y americanas, gracias, en gran medida, a la difusión de estas ideas en los medios de comunicación.
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El traje de chaqueta fue un símbolo democratizador de una moda que estaba llegando a todas las clases sociales y junto con el pequeño gorro canotier, identificaron este nuevo estilo de mujer, menos dada a la coquetería y más comprometida con la defensa de los nuevos ideales. El canotier es un tipo de sombrero, en su origen masculino, que pasó en los años ochenta del siglo XIX al guardarropa femenino. Era un sombrero de aire juvenil y deportistas, lo utilizaban los marineros y gondoleros venecianos y resultó especialmente adecuado para señoritas y señoras jóvenes. Se confeccionaba, como la mayoría de los sombreros, en paja; de copa plana y ala reducida. Se utilizó principalmente en las estaciones más calurosas primavera y el verano, unido a los vestidos ligeros. Resultaba muy apropiado para las actividades al aire libre y para las estancias en los balnearios, los paseos por la orilla del mar, las actividades deportivas y los viajes.
Traje de chaqueta 1924 Autor: Claire Prigent Fuente: ABC
El traje sastre de tres piezas, falda, blusa y chaqueta, aún perduró en los años veinte, acompañado en muchas ocasiones por el sombrerito cloche muy pequeño, que combinaba muy bien con la sencillez del vestido. La falda se estrechó y acabó siendo recta, esta nueva forma no dificultaba el andar por la longitud; el hecho de subir la altura de las faldas permitió una mayor movilidad, necesaria para que esta nueva mujer, dinámica y de paso ágil, se desenvolviera con la libertad necesaria. Las chaquetas, sin embargo, fueron variando, casi siempre de corte masculino de mas estrechas y cortas a mas anchas y largas recogidas por un botón para enfatizar el talle bajo. Debajo de estas continuará vigente la camisa, y ahora como novedad también se utilizarán jerséis, pullovers, o sweaters, nueva interpretación de la moda deportiva. “El jersey goza este año de más favor aun que de costumbre. Sigue siendo, para los trajes de deporte, el tejido ideal... Con ese jersey ¡qué maravillosa colección! (…) deben a la lana de Cachemira su suavidad y su blandura. Siguen los derivados adamascados, calados rayados o laminados. El fondo, de ordinario, es del color natural, aclarado con los tonos vivos de la ornamentación; azules, rojo obscuro, negros, rojos, amarillos, violeta o grises, animados, a veces, con discretos toques de oro” (La Estampa, 10 de enero de 1928). 87
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Vestido de seda beige con adorno bordado. Abrigo de terciopelo brocado marrón Vestido utilizado en la serie Tiempos de Guerra, 2017 Figurinista: Helena Sanchís
Gracias al progreso de los medios de transporte, sobre todo del ferrocarril, cada vez resultaba más fácil desplazarse con mayor comodidad y acortar distancias que en otros momentos parecían insuperables. En España, el avance del ferrocarril se inició en los años cuarenta del siglo XIX lo que permitió que más personas pudieran viajar.
prever las ropas que iba a necesitar en el lugar de destino y hacer el equipaje con buenas maletas de piel, antítesis de los fardos y hatillos de las clases populares. La cuestión del equipaje en absoluto resultaba trivial y se le dedicaba un tiempo importante en el que intervenían muchos factores. De todo esto hablaban las crónicas de moda, además de publicitar la venta de baúles y maletas.
La moda no permaneció al margen de estas novedades y tuvo mucho que decir. Se idearon diseños y trajes para ir en tren y sobre todo para los recién estrenados automóviles. Para cualquier persona de una posición social media-alta, que quisiera viajar en tren de manera acorde a su rango y posición, era necesario 89
Conforme se fue simplificando el modo de vida de las familias, los grandes baúles llamados “baúles mundo”, que acompañaban a las damas durante la primera mitad del siglo, fueron sustituidos por maletas de distintos tamaños, más cómodas y prácticas. Las páginas de las revistas estaban llenas de anuncios de juegos de maletas. Importantes firmas comenzaron a aparecer y los comerciales vieron posibilidades de crecimiento de este sector fruto de un deseo cada vez mayor de viajar. Un ejemplo fue la legendaria casa de maletas Louis Vuitton que empezó su desarrollo a mediados del siglo XIX y ha llegado hasta nuestros días, con una actividad altamente especializada en el sector artesanal adaptada a los gustos de los clientes durante dos siglos.
(1) Portada de la revista Blanco y Negro, 1922. Autor: Francisco de Cidón Fuente: Blanco y Negro (2) Diseños de moda de Coco Chanel y Cie, J.L. y M. Perrier, capa de nutria, 1923. Fuente: ABC
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Vestido de una pieza de crep satén rosa Reproducción
La indumentaria femenina adoptó el cuello marinero a finales del siglo XIX, asociado a las prácticas deportivas y al aire libre. En los años veinte se pone de moda para los vestidos de mañana y para los vestidos de playa como se aprecia en la portada de Blanco y Negro. Fue Chanel quien introdujo el estilo marinero con sus múltiples manifestaciones como los botones dorados, procedentes de las chaquetas que utilizaban los altos mandos de la Royal Navy o la camisa de rayas que nació como uniforme de los marineros franceses, cuyas manufacturas procedían de la región de Bretaña.
Coco se inspiró en ella para su colección marinera de 1917, convirtiéndola así en un icono atemporal, que ha llegado hasta nuestros días. En estos modelos, se aprecia el diseño plano de líneas verticales y horizontales que de alguna manera ponen en valor las nuevas líneas estéticas. Una vez superadas las siluetas en “s” y la línea curva del modernismo, las formas tubulares y planas se imponen como ideal de feminidad y comodidad.
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La nueva Eva, moderna, soñadora en una nueva búsqueda de su identidad, se lanza a vivir y a disfrutar de la vida. Una vida al aire libre, donde el bronceado de la piel se trasforma en un nuevo símbolo de belleza y salud. El calzado también adoptó una forma nueva, acorde al estilo de vida, mucho más cómodo y fácilmente adaptable, acompañaba al atavío deportivo, al traje sastre, al de mañana, y a los modelos de viaje. De horma algo ancha, punta discretamente redondeada, tacón bajo o medio y material fuerte, inspirado muchas veces en el calzado masculino: suela con reborde, a veces pespunteado y con una decoración en ocasiones de dibujos picados.
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(1) Portada de la revista Blanco y Negro, 1925 Fuente: Blanco y Negro. (2) Portada de la revista Vogue, 1925. Autor: George Lepape Fuente: Condé Nast
Estos zapatos debían de ser robustos con una buen sujeción para unos pies que andaban, bailaban y jugaban. Así surgieron los famosos Mary Jane, aptos sobre todo para los fuertes ritmos de los bailes gracias a la fina tirilla abotonada a un lado que sujetaba el empeine. Podían ser lisos o bicolor, sin adornos, o con pequeñas decoraciones incrustadas. Al acortarse las faldas las medias empezaron a tener una mayor protagonismo. Entre 1925 y 1929, las piernas de las mujeres empezaron a cubrirse con medias de lana. Se confeccionaron más o menos gruesa con dibujos geométricos destinadas a acompañar los jerséis y las faldas tableadas. La imagen que daba era de mujer algo aniñada. Pero pronto cayeron en desuso y triunfaron definitivamente las medias de seda.
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Vestido en crep satén blanco y abrigo de lana marrón Reproducción
Vestido en crep satén blanco Reproducción
(1) Portada de la revista Blanco y Negro, 1924. Autor: Igual Ruiz Fuente: Blanco y Negro (2) Portada de la revista Vogue, 1929. Autor: Pierre Mourge. Fuente: Condé Nast. (3) Traje de noche de lamé brocado en rosa y verde, con motivos de flores y terciopelo negro. Cuellos y bordes de piel teñida, 1923. Autor: Vidal. Fuente: ABC
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Las prendas de abrigo evolucionaron a lo largo de los siglos en consonancia con las formas y, sobre todo, con las dimensiones de los vestidos y de las faldas. El redingote fue la primera prenda de abrigo larga con abotonadura que se usó con los vestidos finos de la época napoleónica. A mediados del siglo XIX, cayó en desuso al aumentar el volumen de las faldas; se pusieron entonces de moda los famosos chales de Cachemira, de grandes dimensiones que se podían llevar de distintas formas: cuadrados, rectangulares, en punta, etc. El abrigo como tal reapareció en las últimas décadas del siglo XIX; a partir de entonces, el término abrigo “ya no se aplica a un sobretodo, largo o corto, con o sin mangas, sino a una prenda
larga cerrada por delante y de manga larga como se lleva aún hoy”. (Boucher, François. Historia del traje en occidente…, 2009, 384). Al principio la decoración era fundamental a base de cintas de pasamanería, trencillas y bieses. Se le daba especial atención a los botones de grandes dimensiones y de buenos materiales como el nácar, el metal o los materiales esmaltados.
Hasta bien entrado el siglo XX, lo abrigos eran largos y habitualmente confeccionados de tejidos fuertes como la sarga o el paño. Para enriquecerlos se forraban con tejidos mas lujosos como las sedas brillantes. Los abrigos llamados salida de teatro o salida de baile solían ser de tejidos y colores más ricos; aunque prevalecían los de pieles, no se descartaban otros tejidos como el terciopelo y, en las estaciones menos frías, la seda. La piel se utilizó, tanto para la totalidad de la confección, como para la decoración de algunas partes más vistosas como el cuello y la bocamanga. Desde antiguo monarcas y nobles habían usado la piel como prenda de abrigo y como seña de distinción. Durante siglos la piel de armiño, que se empleaba en los mantos y pellizas de la indumentaria de corte, fue considerada emblema real. En el siglo XIX el consumo peletero comenzó a formar parte del entramado de la moda sometiéndose muy pronto a las directrices de los modistos y de las casas de moda; ellos fueron los que lograron que la piel pasara a formar parte del vestido de otras clases sociales. Las clases populares en España permanecieron al margen de las cuestiones de moda, y seguían abrigándose con los grandes pañolones de telas rudas, adornados con flecos, con las que se cubrían casi en su totalidad. Tuvieron que pasar algunos años hasta que el abrigo, se difundiera como prenda habitual entre todas las clases sociales.
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(1) Portada de la revista Blanco y Negro, 1924. Autor: Igual Ruiz Fuente: Blanco y Negro (2) Portada de la revista Vogue, 1929. Autor: Pierre Mourge. Fuente: Condé Nast
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Las nuevas aficiones al aire libre: los deportes
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Los hombres y las mujeres de los años veinte vivieron buscando el aire libre y persiguiendo un estilo de vida más saludable, en contacto con la naturaleza, como una manera de perpetuar un modelo de belleza que ansiaba la eterna juventud. Durante la primera década el deporte que tuvo más éxito fue la bicicleta, considerado el deporte favorito y más generalizado entre las diferentes clases sociales y de merecida fama en casi todas las naciones. La bicicleta respondía bien a esos nuevos aires de la vida moderna y se convirtió en el deporte preferido tanto para hombres como para mujeres. La bicicleta desempeñó un gran papel, su popularidad se hizo mayor a finales del XIX y principios del XX. Entre otros logros dio a la mujer más libertad de movimientos y ayudó a romper gradualmente el tabú sobre las prendas bifurcadas: la falda pantalón y todas sus variantes.
El deporte femenino fue creciendo paralelamente a las conquistas sociales y pronto se practicaron deportes reservados solo a los hombres. Así fueron apareciendo conductoras de automóviles, alpinistas, esquiadoras, nadadoras, amazonas, regatistas, etc. Ningún deporte les quedó vetado y en la década de los veinte emergió una nueva identidad femenina de mujer moderna de forma esbelta y atlética, con nuevos peinados y vestida con ropa más confortable.
En el año 1928, durante los juegos olímpicos celebrados en Amsterdam, las mujeres estuvieron representadas por 300 deportistas, casi el 10% del total, y sobre todo pudieron participar en el deporte rey: el atletismo. Un momento importante para el deporte femenino español fue el año 1929 con la victoria de Lilí Álvarez en dobles de tenis en el Roland Garros. Anteriormente en 1924 una representación femenina participó en los Juegos Olímpicos en las pruebas de tenis, las seleccionadas fueron Rosa Torres y Lili Álvarez.
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Mono pantalón de piloto en loneta de algodón marrón y gorro de cuero marrón Reproducción
En la década de los años veinte comenzaron a sucederse en Europa cambios políticos y sociales a consecuencia de los efectos de la Primera Guerra Mundial. El conflicto bélico cambió el destino de la mayoría de los países del continente europeo, también de España, a pesar de su ausencia en la contienda. Uno de esos efectos fue la forzosa implicación de las mujeres en los puestos laborales que los varones habían abandonado. Esta incorporación al mundo público, hizo que muchas de ellas ya no quisiesen retornar al mundo de lo privado y comenzaran a desarrollar aficiones, hasta entonces reservadas exclusivamente a los hombres.
Hubo mujeres que marcaron un hito en la historia por ser las primeras en alcanzar algún logro. Un ejemplo fue Raymonde de Laroche (1882-1919) pionera aviadora francesa y la primera mujer que recibió una licencia de piloto. En el caso de España, María Bernaldo de Quirós (1898-1983) fue primera mujer española que obtuvo la licencia de piloto en 1928. Como ella explicó en la entrevista concedida en La Estampa resultó algo novedoso dentro del ya moderno cambio que el mundo del deporte estaba generando entre las mujeres.
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“Alguien habla de la impresión que va a producir a las gentes esta primera aviadora que aparece en nuestro país. —Vas a escandalizar—dice riendo uno de los amigos—; vas a escandalizar a la opinión pública... Yo espío el efecto que producen en la joven esas broncas. A esta muchacha, que pertenece a una familia de la vieja y severa aristocracia, ¿no le asustarán, quizá, la curiosidad de las gentes, los comentarios, las posibles censuras? No. Tampoco eso le da miedo. —Psch!... la “opinión pública”—declara con su voz tranquila y firme—se va ya acostumbrando a que las mujeres sirvamos para algo más que para bordar. La gente que no se asombra de que haya ciclistas, o jugadoras de tenis, o conductoras de automóviles, ¿por qué se va a asombrar de que una deportista se dedique a la aviación?” (La Estampa, 25 de septiembre de 1928).
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(1,2) Amelia Earhart, la primera mujer que atravesó el Atlántico, 1928. Fuente: Pinterest (3) María Bernaldo de Quiros, primera mujer piloto en España, 1928. Fuente: Archivo Havilland Moth
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Mono pantalón de piloto en loneta de algodón marrón y gorro de cuero marrón Reproducción
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Coche decorado por Sonia Delaunay en la presentación de su Boutique Simultanée, 1925. Fuente: Pinterest
En 1900, la producción masiva de automóviles se había desarrollado en Francia y Estados Unidos, logrando un aumento considerable de los usuarios de este nuevo adelanto. Se le consideraba un sport más, aunque tuvo sus detractores en los primeros momentos por considerarlo poco elegante y poco higiénico para las mujeres. No obstante, la mujer al volante o de copiloto, ya desde el inicio, constituía una imagen innovadora y así la representaba la prensa gráfica del momento. 107
La indumentaria no quedó al margen de un acontecimiento de estas dimensiones que trasformaría, en gran medida, el modo de vida de una sociedad que cada vez disponía de más facilidades para su desplazamiento. Hasta que los coches se cubrieron y mejoraron las carreteras, el polvo del camino, los insectos y las ramas de los arboles eran obstáculos que había que superar con la ropa adecuada. El atuendo habitual lo constituía un largo gabán que les cubría por entero, confeccionado normalmente con un tejido recio y unos sombreros que iban desde los más sencillos con los tules prendidos de principios de siglo, pasando por una serie de artilugios bastante más aparatosos, hasta llegar en los años veinte a las gafas y gorros que aparecen en la muestra. Una vez adentrados en el siglo veinte la preocupación por el físico y el auge de la cosmética dio pie a una visión mucho más sofisticada y moderna de la mujer al volante.
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Portada de la revista Vogue con modelo de Sonia Delaunay, 1925. Autor: George Lepape, ilustrador Fuente: Condé Nastst
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Portada de la revista Vogue, 1920 Fuente: CondĂŠ Nast
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Conjunto de tenis de falda plisada de crep de satén beige con suéter de lana blanco. Rebeca de lana marrón Reproducción
Aunque los juegos y los deportes se conocen desde muy antiguo, durante el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, no se habían difundido como una distracción popular. En el desarrollo de este nuevo entretenimiento tuvo mucho que ver el resurgimiento de las Olimpiadas en Atenas en 1896 y las consiguientes ediciones, cada cuatro años, en distintas ciudades como Londres, Paris o Estocolmo. Desde mediados del siglo XIX, el tenis se practicaba en sus distintas variantes como un deporte bien visto entre la alta sociedad. Un momento importante en su difusión fue 1846, cuando se fundó el primer club de tenis, el Leamington Tennis Club.
En casi todas las ciudades se pusieron de moda la creación de estos clubes de tenis que se convirtieron en lugares de encuentro social. Además de la práctica deportiva, lo empezaron a frecuentar personalidades de la alta sociedad para realizar fiestas y recepciones como ocurrió, por ejemplo, en el Club de tenis del Turó en Barcelona o el de Puerta de Hierro de Madrid, siempre intentando imitar el modelo inglés.
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(1) Suzanne Lenglen y Julie Vlasto, 1926. Fuente: Biblioteca Nacional de Francia (2) Portada de la revista Vogue, 1927. Fuente: Condé Nast. (3) S.M. la reina con SS.AA.RR las infantas Doña Beatriz y Doña Cristina y las duquesas de La Victoria y de Santoña, en el campo de tenis de la Magdalena, durante un descanso, 1922. Autor: Julio Duque. Fuente: ABC
En España eran muchas las familias aristocráticas que empezaron a cultivar este deporte, entre ellas la familia real, que en su palacio de San Sebastián organizó frecuentes torneos. También el golf, se convirtió en un deporte de moda en Madrid, con la afición y protección de Victoria Eugenia de Battenberg.
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El deporte tuvo mucho que ver en el cambio de paradigma de las prendas de vestir; la comodidad, la sencillez y la utilidad formaron parte de esta nueva concepción de la moda que tendía cada vez más hacia la depuración de las formas y el rechazo de lo decorativo en pro de una holgura que permitiera el movimiento físico. De ahí que empezaran a utilizarse las faldas anchas y después plisadas, con la finalidad clara de liberar el movimiento de las piernas, y el punto, cuya elasticidad permitió una comodidad que acabó por emplearse en toda la indumentaria femenina no solo en la deportiva. Así las crónicas de sociedad de la prensa española de los primeros años hablan de un vestuario algo rígido todavía:
“Es el law tennis uno de los juegos favoritos de la sociedad inglesa; y como hoy día es sociedad inglesa, o como tal puede considerarse toda la gente aristocrática que habita en todos los países civilizados del planeta, resulta el law tennis un juego universal en el que lucen su gallardía y su destreza todos los señoritos bien educados y todas las señoritas correctamente enseñadas del mundo (...) La raqueta es una pala aérea, graciosa, elegantísima, fácil de manejar y en nada se parece a la tosca trompa de elefante que los pelotaris llaman cesta o chistera. Una vez la jugadora vestida con su precioso atavío veraniego la falda al tobillo, el corpiño o blusa bastante suelto para facilitar todos los movimientos, puede sacar por abajo, que es lo más frecuente o sacar por alto que es lo más arriesgado” (Blanco y Negro, 8 de agosto de 1903).
No obstante, a finales de 1910 los jerséis de punto amplios empezaron a entrar en el guardarropa femenino y se mantuvieron en boga durante toda la década siguiente. Estos jerséis y cárdigan se llevaban cerrados con botones o simplemente con un cinturón anudado que todavía hacia más fácil la posibilidad de moverse. Los conjuntos de punto eran cómodos de poner y llevar, sin perder prestancia al trasportarlos en maletas. Este tejido empezó a ser símbolo de la mujer activa y moderna, encarnada en algunas deportistas que empezaron a ser historia por sus prendas como Suzanne Lenglen, primera mujer en convertirse en tenista profesional, y que fue considerada la primera gran diva y campeona de tenis femenino.
El diseñador Jean Patou confeccionó su ropa y revolucionó el vestuario en 1921. La tenista apareció con los brazos descubiertos y la falda plisada levemente por debajo de la rodilla, de manera que la ya tradicional falda acampanada y la manga larga de la camisa, fueron remplazadas por este nuevo modelo mucho mas cómodo y funcional.
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Traje de baño en licra negra con ribete blanco Reproducción
La afición a la natación se inició como una cuestión puramente terapéutica unida a los consejos médicos que recomendaban los baños de mar; pero la necesidad pronto se transformó en una afición deportiva y competitiva. La información sobre las propiedades curativas y los beneficios saludables de las aguas de mar fueron esenciales para la promoción de los nuevos enclaves, alrededor de los cuales se gestó toda una cultura relacionada con el ocio, la moda y la diversión, que, a finales del siglo XIX y principios del XX, había alcanzado no solo a las élites sociales sino a una gran parte de la población burguesa.
adecuada y disponer el equipaje para trasladarse durante una temporada larga a otra ciudad. En cuanto a la moda y a las prendas de baño nos ha llegado mucha información, a través, no solo de las crónicas de moda y los relatos en la prensa especializada, sino de la obra pictórica de artistas de la talla de Joaquín Sorolla o Cecilio Plá. Las famosas escenas de las mujeres saliendo del agua, como La bata rosa (1916), muestran un tipo de vestimenta amplia y holgada, las túnicas o batas de baño. Estás prendas fueron desapareciendo porque desde el punto de vista higiénico se había desaconsejado su uso.
Durante el verano lo habitual entre las clases pudientes era trasladarse a las playas del norte a tomar el baño, era todo un acontecimiento que requería de una preparación: hacerse con la ropa 115
El traje de baño de dos piezas triunfó definitivamente frente a las túnicas; aunque fue evolucionando, desde la amplitud de los conjuntos de dos piezas de blusa y pantalón de finales de siglo, al bañador de una única pieza como el de la fotografía y el de la muestra expuesta. Respecto a la confección de estas prendas, el objetivo principal era que las formas, colores y tejidos, se adecuaran al contacto con el agua y ocultaran suficientemente el cuerpo de la bañista. Como prendas complementarias, la cabeza se cubría con un gorro o gorra. Completaba el conjunto un calzado sencillo, unas zapatillas de cáñamo y lona atadas con cintas que en los primeros años se llevaban con medias, y poco a poco se fue eliminando hasta desnudar las piernas por completo. Las revistas de figurines publicaban patrones para la confección de estos trajes y se detenía a explicar los materiales más adecuados, casi siempre de texturas opacas como la sarga y siempre de colores oscuros como el azul marino o negro, para evitar
Presentación de la moda de bañadores del año 1927 Fuente: ABC
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trasparencias comprometedoras. Después de la sarga y otros tejidos de apariencia robusta, entró en escena el punto de la mano de Chanel material muy divulgado tanto para las prendas deportivas, como para otras prendas de día que necesariamente tenían que ser cómodas y adaptables. El mundo del arte y del espectáculo no quedó al margen de esta nueva realidad y la importancia que la actividad deportiva estaba teniendo en las sociedades europeas y americanas se dejó ver en 1924 con el estrenó en Paris de El tren azul, uno de los famosos ballets rusos de Serguei Diaghilev. Con magistral ironía el empresario ruso a través de esta obra supo parodiar la realidad de su tiempo poniendo en evidencia a la alta sociedad europea y sus nuevas aficiones deportivas y de ocio. El título de la obra hacía referencia al famoso tren de lujo que desde 1922 hacia el trayecto desde el puerto de Calais hasta la Costa Azul, con parada obligada en París. Para esta obra Diaghilev contó con artistas como Picasso, con la popular obra Dos mujeres corriendo por la playa (1922) para el decorado; con Jean Cocteau para el libreto y con Coco Chanel, como diseñadora de vestuario. Menos el jugador de golf y la campeona de tenis, el resto de personajes van vestidos con trajes de baño de punto y talle bajo tejidos a mano. Era una novedad dentro de la historia de la danza que los bailarines llevaran gorros y zapatillas de baño.
(2) Portada de la revista Blanco y Negro, 1922. Autor: Salvador Bartolozzi Fuente: Blanco y Negro (3) Tres modelos, 1926. Autor: Edward Steichen. Fuente: Condé Nast (4) Un grupo de nadadoras que tomaron parte en la travesía de Berlín a nado, 1921. Fuente: ABC
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Además de las corrientes higienistas de la primera mitad del s. XIX, el feminismo y el cúmulo de transformaciones sociales que tuvieron lugar en la primera década del siglo XX, lograron poco a poco desterrar el uso del corsé y las enaguas, y sustituirlos por otro tipo de prendas que permitían que el cuerpo no quedara tan oprimido. La lencería había salido al espacio público en el siglo anterior a través de las famosas vistas o trousseau en las que los nobles enseñaban el ajuar en el momento de casarse. Alrededor de 1900 esta costumbre comenzó a verse con ojos críticos. Escritoras como Emilia Pardo Bazán o Carmen de Burgos dejaron en entredicho esta práctica, tanto por lo que suponía de falta de intimidad, como por la obsesión excesiva de mantener una apariencia ostentosa que empezaba a considerarse excesivamente cursi. Sin embargo, ahora vuelve a salir a la luz a través de un medio mucho más moderno, la publicidad. Durante todo el siglo XIX, la ropa interior o la ropa blanca, constituían una parte esencial de la vestimenta femenina que resultaba algo misterioso, lleno de connotaciones y siempre escondido a las miradas ajenas. Dentro de las prendas interiores, el refajo, normalmente de seda, faya, tafetán o damasco, era una pieza esencial por su función de dar volumen, cubrir y tapar las extremidades inferiores. El encanto de una dama se mostraba en la forma de recoger la falda, lo que los manuales de buen comportamiento denominaban el arte de sofaldarse. Con un movimiento hábil, debía ser capaz de ceñir toda la falda alrededor del cuerpo para que esta no limitara su manera de andar, con este gesto se dejaba al descubierto esa parte de la ropa interior.
Ropa interior (1) Combinación de seda rosa con puntilla negra de algodón. (2) Pololos de algodón blancos. (3) Conjunto de algodón.
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Así como el resto de las prendas pasaban ocultas, estos refajos estaban destinados a verse y oírse: se oían al moverse y rozar el conjunto de telas superpuestas situadas alrededor de las piernas el famosos frou frou, como explica Von Boehn «las señoras que llevaban el interior de un sencillo vestido de lana forrado enteramente de seda, deseaban ardientemente no guardarse para ellas solas un secreto tan precioso, y de aquí que procuraran a cada movimiento que se oyese el ruido del roce de aquella tela. Para los forros se escogía el rígido tafetán y se adornaba a menudo todo el interior de una falda con volantes cuyo roce con el refajo producía el apetecido froufrou». (Von Boehn, Max, La moda el traje y las costumbres. Tomo VIII, 144).
El corsé y el refajo eran las únicas prendas de color de la indumentaria femenina. Estás prendas conforme avanzó el siglo XX fueron desapareciendo y simplificándose dando paso a otras más livianas como la combinación “La mujer se despoja poco a poco, de las diversas capas que la cubrían y que eran, eso sí, cada vez más sutiles y delicadas. Lo primero que cae es el refajo, pues la falda se estrecha. Luego se simplifica y abrevia la enagua, pues la falda es corta… Camisa y pantalón, cada cual, por su lado, se reducen hasta lo inverosímil, y más tarde se funden – en una prenda no demasiado bonita y de fortuna pasajera que se llamará camisa pantalón. Del mismo modo que algo más tarde, la enagua y el cubrecorsé (¿o mejor el cubrecorsé y el refajo?) se unirán y trasformarán en la combinación actual, cuyo nombre recuerda que su origen fueron dos prendas distintas, luego combinadas…” (Morales, María Luz, La moda: historia del traje en Europa. 1956. ) Por otro lado, respecto a los tejidos, se deja el algodón y el color blanco y se impone las sedas de colores tenues para las prendas de abajo y el color carne para las medias. La lencería de los años 20 es delicada en su diseño y en su confección. Los tejidos que utilizaban eran excepcionalmente ricos: seda, raso, satén; con transparencias sutiles, y adornos a partir de pequeños encajes. Lejos quedan las cascadas de volantes, las puntillas y los entredoses generosos que orlaban las enaguas tan solo unos años antes. Las formas de las prendas interiores variaran al compás de las siluetas de los vestidos. Al inicio de los años veinte todavía se mantuvo un cierto énfasis en la cintura que a finales de la década desaparecerá con unas prendas totalmente sueltas, sin oprimir la silueta que previamente ha sido trabajada para obtener la extrema delgadez ideal de belleza. Otra prenda originaria de esta década fue el pijama de dos piezas, las revistas rápidamente los introdujeron en sus figurines, acompañándolos de batas y batines, la seda y el satén, con su variante la piel de ángel fueron los tejidos preferidos.
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(1) La Ăşltima moda en ropa interior, 1920. Fuente: ABC (2) Pijama en crepe de satin ciclamen, modelo de Drecoll, 1926. Fuente: ABC (3) Mujer en su tocador, con pijama y tacones, 1927. Autor: Vidal Fuente: ABC
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En los años veinte, los ojos se resaltaron provocando miradas penetrantes y en algunos casos desafiantes, imagen del nuevo rol femenino, independiente y autosuficiente. Tampoco hubo ningún reparo en disminuir las cejas, depilándolas hasta casi convertirlas en un nueva línea dentro del rostro. Se trabajó el cutis, gracias al auge de los gabinetes de belleza y salones de peluquería. La imitación de las estrellas de cine americano llevó a las mujeres a buscar el parecido de sus ídolos procurando adquirir de manera artificial, la belleza que mostraban las pantallas de cine. La moda de los labios también la marcó Hollywood: volvieron a ser gruesos y carnosos, como los de Baker, o en forma de corazón resaltado gracias al carmín, como los de Louise Brook 122
La vida cómoda hizo que el cuidado del cabello se simplificara, no se podía perder tiempo realizando complicados recogidos, con lo que la opción elegida fue cortar; y para darle un poco de vida se modificó el color y se hicieron algunas ondas. En ese momento apareció el gran invento de la peluquería moderna: la ondulación permanente a partir de una combinación de líquidos y calor cuya técnica fue mejorando. Los sombreros también sufrieron una paulatina desornamentación; se desterraron las plumas clásicas de ave, salvo las pequeñas aigrette, los adornos, hasta el ala y la copa, y quedó el sombrero cloche como el preferido por su absoluta simplicidad. Se confeccionó de fieltro flexible con el único adorno de la cinta que lo rodeaba y este se encajaba más bien bajo, ocultando el pelo y parte del rostro. También la boina entra en el juego de la moda, muy adecuada para las mujeres jóvenes, en viajes y deporte.
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