"Alas de Maguey" La lucha de Eufrosina Cruz Mendoza, CAP I

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Santa María Quiegolani, Oaxaca 30 de noviembre del 2009

U

n corrido de Los Tigres del Norte retumba en los viejos altavoces de la camioneta Dodge color blanca. El silencio de la estrellada noche es interrumpido por los desafinados cantos de las cuatro personas, sentadas en la parte posterior de la pick up, quienes cambian las letras de la popular canción mexicana a su antojo. Libertad, leyes, justicia, amor, igualdad, esperanza. Optimismo que explota en los labios de una joven de treinta años, que sueña mientras canta y canta mientras sueña, que algún día su realidad sea distinta a la que el destino escogió para ella. Sus hermosos y achinados ojos marrones explotan de alegría. Sueño despierta para despegar de la realidad con la mirada prendida, sin perder un sólo detalle y conocer el camino sin la vestimenta irreal de los sueños en la noche. Vuelo con los pies en el suelo. Sus expresivos ojos que observan la realidad se transforman al instante en la mirada más desafiante. Su dulce expresión se rasga como una hoja de papel si una inapropiada conversación le recuerda lo que ella trata de olvidar, cada día. También sus pequeñas manos, esas que tanto gesticulan y acarician a sus seres

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queridos, mutan en un firme y receloso apretón de manos, si la mirada del contrario le recuerda lo que ella trata de olvidar cada día. Eufrosina Cruz Mendoza guarda bajo llave su corazón. En La Guarida, el nuevo ordenador de pantalla plana deslumbra sobre los demás destartalados objetos que se encuentran en la habitación, como la vieja mesa de madera sobre la que se sitúa esta última compra, o la primera desde hace meses, pues el resto del mobiliario vive aquí desde hace tanto tiempo que no recuerda de dónde procede o cómo llegó. El nuevo ordenador destaca sobre las simplonas sillas de plástico de color blanco con el respaldo rayado, tan típicas de toda la república, las mismas que hay en las tiendas de abarrotes de todos los pueblos de México, idénticas a las de los antros y bares corrientes del país. Simples sillas de plástico de color blanco. La Guarida es una pequeña casa construida en cemento y ladrillo. Menos de cien metros cuadrados distribuidos en dos plantas. Eufrosina se reúne en este lugar con las mujeres que forman la Asociación Quiego (Queremos Unir Integrando por la Equidad y Género) siempre que puede, lo que equivale a casi cincuenta y dos fines de semana al año que dedica a visitar a su familia, a atender a su comunidad y a apapachar su alma en el lugar donde se siente más feliz: Santa María Quiegolani, su hogar. Le gustaría que siempre fuese de este modo: disponer de días libres, pero su agenda repleta de conferencias, invitaciones a foros, talleres, encuentros con mujeres de otras comunidades y hasta viajes internacionales, le restan las horas necesarias para estar en todas partes. Aún así, consigue ser omnipresente en muchas ocasiones. Quién sabe de dónde extrae

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tanta energía. Ni siquiera ella es capaz de averiguarlo. El ser humano sólo conoce la fuerza y energía que brota de su interior, cuando ésta es necesaria para alcanzar las metas u objetivos propuestos. Los que la conocen piensan que es la determinación por alcanzar ese sueño al que se aferra y por el que vive sobre todas las cosas, lo que la empuja a transitar por los senderos más peligrosos, y a luchar cada día por la plena y total libertad de la mujer indígena. Trabaja con empeño y una inquebrantable constancia cada día. Nada le mina el ánimo, su fe es inalterable. El coraje de la injusticia la llena de inagotables fuerzas para luchar en todos los frentes. El secreto de su organización diaria se esconde en restar muchas horas al sueño, a veces todas. Es asombroso cómo una joven carga con tanto peso a sus espaldas sin fatigarse. Sus minúsculos descansos los dedica a respirar para tomar aliento de nuevo. Parece seguir a rajatabla esa frase que reza así: para atrás, ni para agarrar impulso. El trabajo por encima del sueño y del alimento. Engaña a su cuerpo y le educa para que el descanso de cuatro horas rinda como si fuesen siete. Los viajes son un bálsamo para ella. Se arrulla con el motor de un coche prendido. Durante el trayecto entre comunidades se acurruca en el asiento y toma pequeñas siestas. Sus ojos comienzan a cerrarse en los primeros minutos. Los largos viajes por carretera acomodan su ritmo vital y la llenan de energía. “Los caminos son mis pequeños ratos de descanso. Es cierto que no tengo tiempo para dormir y sí, estoy muy cansada, pero es lo que tengo que hacer”.

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Es en la madrugada cuando halla el reposo necesario para concentrarse y contestar a más de los doscientos e-mails que se le acumulan cada día. Afuera del cuarto rentado donde vive, en la ciudad de Oaxaca de Juárez, a esas altas horas de la noche, sólo se escucha el ladrido de un perro que deambula solitario por las calles oaxaqueñas en busca de un cobijo donde descansar sus húmidos huesos, o los pasos de algún borracho que trata de recordar qué portal es su morada. La noche es su cómplice, el momento para reencontrarse con ella misma y ordenar cada pieza del puzzle. Cuando el sol despierta, su jornada se llena de conversaciones, diálogos y llamadas telefónicas que se suceden sin parar, es al anochecer cuando halla el tiempo para pensar y trabajar en sus incontables proyectos. Es un primero de noviembre y al amanecer los que cantan desafinando en la pick up llegan al final de su trayecto. El lugar donde compartirán con Eufrosina y su familia una de las festividades más importantes de México: Día de Muertos. Santa María Quiegolani es una aldea situada en la Sierra Sur de Oaxaca. El bello paisaje que rodea a este pequeño pueblo habitado en su totalidad por indígenas zapotecos, se sucede en las siete horas de trayecto que van desde Oaxaca, la capital del Estado, hasta “Quiego”, donde viven Eufrosina y su familia. En el increíble y hermoso paraje se pueden contemplar desde un parque natural de cactus al costado de la carretera nacional, hasta unas interminables hileras de pinos, que conviven en perfecta armonía con unas preciosas bugambilias. Encinos, fresnos, plantas medicinales como el saúco, el romero o la hierbabuena, frutos como el aguacate, la guayaba, el mango, la ciruela, el durazno, la

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naranja o el limón. Las tres horas de pista terrada son un bellísimo espectáculo de plantas, frutos y flores, como la nochebuena, que es la flor de pascua, rosas, lirios, tulipanes, cempoalxóchitl, la flor de muerto, o plantas comestibles como el maguey, la flor de calabaza o el nopal. Terreno escarpado con gran diversidad de climas, poblado de grandes bosques y una extensa flora y fauna, donde se pueden ver ardillas, venados, gatos monteses, halcones o águilas. Una extraordinaria tierra que los habitantes de esta comunidad, así como el resto de los indígenas del planeta veneran con orgullo, pues saben de las bondades y privilegios de la naturaleza por encima de todo. El agradecimiento que el pueblo indígena siente por la madre naturaleza a la que cuidan y miman por abastecerles de todo lo necesario, contrasta con la ignorancia e ingratitud de los países donde todo se tiene y nada se agradece, por creerse los amos de tanta belleza. Si la primera vez el viaje parece eterno, dos años después y tras haberse recorrido en varias ocasiones, es una mera anécdota que se olvida al contemplar la imponente naturaleza que explota en miles de tonalidades verdes, azules y un sinfín de matices marrones y dorados. Es la Sierra Sur de Oaxaca. Esa enorme e impresionante cordillera que cruza casi todo México, desde el Norte hasta el Sur, sobre las costas del Océano Pacífico. Los caminos para llegar a las comunidades indígenas que se encuentran repartidas por las montañas son de pista de tierra. Rutas imposibles de transitar si no es en coche todo terreno; sin embargo, en la vida diaria de tantos indígenas,

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las familias caminan durante días con sus numerosos hijos de diferentes edades y estaturas, cargados a sus espaldas. Es desolador ver cómo ayudan a sus papás a transportar la mercancía que venderán en el pueblo más cercano, o cómo regresan cargados con los fajos de leña que caldearán el hogar. Llueva, truene o estalle el sol, el papá con la familia a hombros, como si fuesen mulos de carga. Ir en un confortable coche todo terreno y contemplar cómo al otro lado de la ventanilla las familias caminan durante días sin queja alguna es desesperanzador y una exacta prueba de la descarnada realidad de México. Cuatro personas contemplan atónitos, sin pestañear, la nueva computadora Acer que está sobre la vieja mesa de madera. Sus expresivos ojos como los de unos niños, cuando ven algo por primera vez y el resto del mundo desaparece por unos segundos. Observan con incredulidad la pantalla. Son las ocho de la tarde de un primero de noviembre. El tiempo es gélido en contraste con las suaves temperaturas de otras estaciones. Ríen, bromean y con una cerveza “Indio” en la mano, brindan por el gran acontecimiento: conexión a Internet a 2,160 metros de altitud en una aldea olvidada por Telmex, la Compañía Nacional Mexicana de Telecomunicaciones, quien controla el 90% de las líneas de telefonía fija en México. Ha sido mucho el tiempo y el ingenio invertido para que semejante proeza sea una realidad. La riqueza llama a la riqueza y mientras los grandes corporativos nacionales se dejan cortejar por las grandes potencias, como Estados Unidos, se olvidan de que en el territorio nacional existen aldeas en recónditos lugares, a las que nadie presta atención.

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Sin “lana” no hay red de comunicación, y sin red de comunicación no hay contacto con el exterior, y sin contacto con el mundo exterior no hay progreso y sin progreso no hay libertad, y sin libertad no hay felicidad. Santa María Quiegolani es un privilegiado lugar por su vasta riqueza natural, pero la “lana” es otro cantar que por ahora queda muy lejos de tantos “Quiegolani”, como existen en el estado de Oaxaca. La falta de recursos se suple con imaginación a raudales y la creatividad emerge por arte de magia, cuando no queda de otra. Cuando al fin Juan Díaz, uno de los sobrinos de Eufrosina, consiguió la conexión a Internet en La Guarida, pareciese como si siempre hubiera existido, pero la deseada realidad es una quimera. Cuesta mucho dinero poner una línea –explica Eufrosina. Se necesitan demasiados millones de pesos. Hemos conseguido la conexión a través de Internet Satelital, igual que el teléfono, pero las llamadas son tan caras que sólo lo utilizamos para emergencias. Cinco minutos de teléfono cuestan 70 pesos. La Fundación Konrad Adenauer ha sido quien nos ha financiado el contrato por el servicio y la hermana del presidente Calderón, “Cocoa”, Luisa María Guadalupe Calderón, diputada del PAN (Partido Acción Nacional) nos pagó el servicio por un año. Cada mes son como 1,300 pesos así que le estamos muy agradecidas. Lo cierto es que los grandes corporativos sólo miran por aquellas empresas que les dan ganancia y Telmex no arriesga por las comunidades porque no le genera ninguna ganancia. Pero duele, claro que duele, porque pareciera que no merecemos este tipo de servicios las comunidades indígenas.

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“China, y ahora que eres famosa, ¿por qué no vas a ver a Slim y que nos dé la lana?”, preguntan con sorna los chavos a Eufrosina. Ellos la apodan con este nombre, la China, desde que era una niña, sin saber por qué, salvo que un buen día la empezaron a llamar así. Carlos Slim Helú, por su parte, es el empresario más importante de la historia de México: de origen libanés, es uno de los hombres más poderosos y millonarios de América Latina. El más rico del mundo según la lista Forbes del año 2010, y el dueño de Telmex. Su fortuna que se estima en unos 74 mil millones de dólares representa el 7.3 por ciento del PIB mexicano. En México existen 52 millones de personas que viven en la pobreza, lo que equivale al 46.2 por ciento de la población, según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL). La Guarida es la gran protagonista en la vida de las mujeres de Santa María Quiegolani. En los arranques de la asociación, cuando unos pocos sueñan con crear una empresa que lleve bienestar a la comunidad, otros curiosos se preguntan que es lo que trama la China tras esa puerta, donde pasa largas horas junto a unas señoras. Después llegan los amigos de Eufrosina, “los chicos”, esos jóvenes de ideas contrarias a sus papás y abuelos, los chavos de las nuevas generaciones que buscan el cambio para que las comunidades evolucionen. La Guarida se transforma en un pequeño espacio de grandes sueños, donde las mujeres aprenden a alzarse sobre sí mismas. En la sonrisa de cada una de ellas, se vislumbra la esperanza al sentir por vez primera la afabilidad de una nueva voz, la suya. La Guarida es un símbolo de libertad; cada zancada, la oportunidad de que esta sea más firme. Mínimos cambios de actitud que al sumar, conquistan. Cuando la constancia y el deseo de evolucionar son los pies que permanecen en la tierra,

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cada pisada deja una huella. La plática femenina le impulsa a querer conquistar nuevas metas. Lupita ríe al contar que esta mañana se atrevió a contrariar a su esposo sin miedo, y cómo al hacerlo, se sintió distinta, más valiente y libre. “Igual eso es la libertad” pensó, por primera vez en su vida. “Ahora veo que es eso de lo que hablan las mujeres que llegan de fuera”. El hombre es el dueño de cada mujer. El que decide cuando las incipientes formas voluptuosas de la niña, están listas para ser devoradas por el esposo escogido y estrenar su menudo cuerpo, por la fuerza o a cambio de una irrisoria cantidad de dinero. El hombre define el precio de la pequeña esclava que ha cuidado con esmero, para que a sus doce años esté sana, fuerte y sea trabajadora, como si fuera un eslogan publicitario, el cartel en venta de un producto, que lo es. Son ellos quienes escogen cuando dar las primeras golpizas a la tierna infante para que sepa desde que es una niña, quién es el que manda. El papá primero, el esposo después. El hombre es el amo. La mujer indígena es invisible dentro y fuera de las comunidades, si alguien la mira es para hacer de ella un objeto de burla y sólo aprende que su nacimiento es un motivo de vergüenza, un mula de carga; entonces se calla y acostumbra a silenciar esos pensamientos que estorban, que son todos. Sin pensamiento el dolor es menor. La ignorancia enmudece la inteligencia y entonces se descubre en el diálogo con las otras mujeres y un alma nueva es acariciada por cálidos rayos de sol que la llenan de paz y lo más importante, de esperanza. El sueño se apaga al volver a casa. Conocer la libertad, una experiencia

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agridulce, descubrirla para desearla y no siempre alcanzarla. Por eso el que estas mujeres, acostumbradas a ser golpeadas, física y psicológicamente eleven su voz sobre sí mismas es un enorme triunfo. El buen humor reina en la Asociación Quiego. El grupo celebra su sesión de trabajo en La Guarida. En el orden del día, la organización de un foro de género para empoderar a otras mujeres indígenas, la gestión de las micro empresas de Quiegolani, preparar los informes para solicitar a las Instituciones pertinentes ayudas que requieren otras comunidades cercanas. Eufrosina trabaja codo con codo junto a sus compañeros, que son sus amigos, su familia. Se conocen desde niños y cuando se descubrieron con los mismos intereses unieron sus voces para su comunidad. Servando Mendoza López es un joven alto y espigado de 27 años, el Guapo del grupo, al que bromean bajo su etiqueta de galán. Es el responsable de gestionar los proyectos en Quiegolani y en las comunidades próximas. Pausado y paciente, explica a las señoras cómo tienen que escribir los complicados formularios estatales para poder recibir subvenciones. Tantos sueños expuestos en cada informe presentado, para un dinero que jamás llega aunque en las partidas presupuestarias aparezca lo contrario. Juan Díaz Cruz es el menor del grupo, tiene sólo 24 años. Es la sombra de Eufrosina y el enlace perfecto para contactarla cuando se encuentra de viaje sin cobertura o con el celular silenciado, como sucede en tantas ocasiones. Juan siempre conoce cada paso que ella da. Es su mejor asistente y confidente. Carlos

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Ramiro Vázquez Cruz, de pelo chino, tiene 27 años y ayuda a unos y otros, en Oaxaca, en Quiegolani. Es uno de los pilares del grupo. El Hueso es Pompilio Mendoza López de 35 años, trabaja junto a José Cruz López de 27, cada día. “Pompilio y José son los que se encargan de comprobar que los acuerdos con las Instituciones marchen correctamente, por ejemplo con la Secretaria de Desarrollo Social (SEDESOL) que son quienes nos han dado las herramientas para construir las viviendas. La responsabilidad de ellos es comprobar que los materiales lleguen bien”. Quién le iba a decir a el Gran Pompilio que tras años de trajinar y soñar, sería el presidente municipal de Quiegolani en el año 2010. Es curioso que tras la lucha de Eufrosina haya tantos hombres que estén con ella incondicionalmente. Tres chicas, tres amigas, tres mujeres también forman parte de los trabajos de la asociación. Jacinta Cruz Hernández de 36 años es una de las mayores en este grupo mixto lleno de camaradería donde se precisa de la ayuda de todos, sin importar quién es el responsable de cada tarea. Las que completan el grupo son Celia Miguel de 27 años y su hermana Edmunda Cruz Mendoza, de 28 años. Las tres guardan la oficina cuando el resto está en los mandados, por las comunidades, en los viajes. Bajo la supervisión de Eufrosina, todos están en permanente contacto, a través del messenger o por el celular, con sus tareas perfectamente delineadas dentro de la Asociación Quiego. Si el machismo es el eje sobre el que gira este México contemporáneo, estos chicos tratan de despegar de su piel y de sus costumbres los tópicos acostumbrados, en busca de un camino propio en el que hombres y mujeres caminen de la

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mano. Ellos quieren, respetan y admiran a Eufrosina, junto a la que han crecido y evolucionado. Muchos otros ciudadanos de Santa María Quiegolani, conforman el Comité de la Asociación Civil Quiego (Queremos Unir Integrando por la Equidad y Género a Oaxaca): Creamos la asociación en el año 2008. Es un proyecto global creado por y para ayudar a las mujeres de Oaxaca y toda la gente que viene a los foros, que lucha a nuestro lado cada día. Aunque en el Acta Constitutiva estamos los cuatro muchachos y yo, muchas señoras de la comunidad también forman parte de Quiego. Durante tres días, el fotógrafo y la periodista que trabajan en este libro son tratados con un cariño imposible de olvidar. Inaugurar imágenes, estrenar futuros recuerdos ante la hastiada mirada urbana es un golpe de adrenalina. Sin prisas y con el tiempo por delante como único deleite. Los olores y sonidos, aún cuando estos proceden de otros países, transportan a la propia infancia. El aroma de la leña y del café recién hecho. El cacareo de las gallinas al desperezarse, los ladridos de los perros. Aromas y sonidos universales. La familia Cruz Mendoza mima a los invitados con el cuarto más amplio de la casa. Trastocan su vida cotidiana por unos foráneos que vienen a escudriñar sus vidas para después contarlo. Ellos, orgullosos de su identidad, dichosos de ser quienes son, abren las puertas a los desconocidos con increíble generosidad. La palabra esperanza se adivina en sus miradas, al pensar que esta gente que tiene contacto con los medios de comunicación pudiera gritar a los cuatro vientos que les gusta ser indígenas,

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excepto cuando en la ciudad las miradas ajenas les recuerden y señalen que sólo son gente pobre y analfabeta. Ellos aman sus costumbres, sus tradiciones y no desean convertirse en lo que no son. Compartir junto a la familia de Eufrosina la festividad de muertos es un insólito privilegio. Se trata de la tradición más hermosa y personal de México: la espiritualidad del mexicano y su algarabía alrededor de la muerte dibuja esta fiesta que surge de la mezcolanza de las creencias indígenas con las festividades católicas. Se vive con un fervor difícil de entender para alguien extranjero y, sin embargo, la magia de los rituales atrapa al visitante de inmediato. Penetrar en esta fiesta de muertos es comprender al mexicano. En las ciudades el espectáculo de muertos es un hermoso teatro, donde las calaveras de azúcar se mezclan con los macabros danzantes. Unas fiestas donde cada familia vive con emoción el rencuentro con los que ya partieron. Es la fiesta de ellos, de los que ya no están. Cada día tiene su propio significado, su devoción. El 28 de octubre es el día de San Judas Tadeo y se dedica a los muertos por accidente. El 1 de noviembre se homenajea a los niños fallecidos y el 2 de noviembre se reza a todos los adultos. Santa María Quiegolani lleva estos días en sus embarradas calles, el silencio fantasmal. La sobriedad y ocultación desfi lan como si se tratase de una escena de la famosa novela, Pedro Páramo, de Juan Rulfo. —¿Siempre fue tan callada esta fiesta aquí, Eufrosina? —Desde el 2007 nada ha vuelto a ser lo mismo...

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El 4 de noviembre del 2007 la comunidad se fracturó y la herida aún sangra. El incómodo silencio es prueba del tenso momento que se vive entre sus habitantes. Eufrosina sabe qué es la causante de la fricción de la Fiesta de Muertos en Santa María Quiegolani. La vida no finaliza en el sepulcro, inicia nuevamente con otra forma. El fallecido se reúne con su familia para echar el relajo, como cuando estaba con vida. Si Oaxaca es conocido mundialmente por su folklore durante estos días, no sucede lo mismo en Quiegolani. “Desde mi confl icto, la gente se ha desunido”, cuenta una resignada y cabizbaja Eufrosina. “Antes salían los muchachos al basket, tomábamos, pero esto ya también se prohibió y lo entiendo, porque con las borracheras después llegan las golpizas.” Cada familia prepara con una intensa dedicación el altar, durante días. Cada casa vela a sus muertos. Luego desfi lan por las casas de los parientes para ver los otros altares y echarse un mezcal a la salud del homenajeado. Octavio Paz describió de manera majestuosa el sentir del pueblo mexicano ante la muerte. El Premio Nobel de Literatura en 1990 plasma en El laberinto de la soledad, ese magnífico retrato de la sociedad mexicana, el significado de esta tradición: Si en otras ciudades como París, Londres o Nueva York la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios, el mexicano en cambio la burla, la frecuenta, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. En su actitud quizá hay tanto miedo como

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en la de otros; más al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía. La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida… Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque la vida nos ha curado de espanto… El desprecio a la muerte no está reñida con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo rompemos…. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿Qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos lo preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿Qué me importa la muerte si no me importa la vida? “Mis respetos a la Muerte”, explica Eufrosina: Me gusta el olor a incienso y a cempoalxóchitl. Me gusta el significado de la fiesta y la ilusión de cómo mi mamá compra sus panes y los chocolates, para hacer el altar. Ahora que mis hermanos y yo somos mayores y tenemos la oportunidad de ayudar, me hace mucha ilusión porque cuando era pequeña no había dinero en casa para comprar las mejores manzanas, ni para llevar tantas cosas a esa mesa. Ahora que Dios nos da la oportunidad de poder comprar las manzanas más bonitas, los plátanos, los dulces, me gusta hacer el altar de muertos y que

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mi mamá no se preocupe tanto. Que yo ahora pueda comprar esa galleta de barquillo, la favorita de mi hermano que falleció, me llena de felicidad. Imagino que por todas las carencias que pasamos, ahora todo me motiva. La camioneta donde viajan Eufrosina, los muchachos y los invitados rebosa naranjas, panes típicos de la festividad en sus diferentes formas y muchas flores. El vehículo camina despacio. La oscuridad de la noche no dejaría ver si algún alimento se cae a la carretera. Seis personas dentro del carro y kilos de comida para decorar el altar de muertos y abastecer por unos días la despensa familiar. A Eufrosina le gusta viajar de noche. La oscuridad y el traqueteo del vehículo la adormecen. Suele viajar en diferentes carros, pues no lleva seguridad, salvo en momentos puntuales, así que cambiar de coche es una medida de precaución. Un amigo le ha prestado esta enorme camioneta y así aprovecha el viaje para llevar las viandas. Siempre tiene un amigo, un pariente, un conocido o incluso un desconocido presto a echarle una mano. El grupo viaja de noche pues quiere llegar al amanecer para ayudar a su mamá, quien se ha roto una mano en una tarea doméstica y no quiere que comience a trabajar en el altar, pues se siente mal por su incómoda torpeza en estos días de mayor trajín. En la larga noche los conductores se turnan para intercambiar los momentos de sueño. No importa el cansancio, la obligación le antecede. Cuando se ha sido responsable casi desde la cuna, cuando se ha partido leña con pocos años de vida y se ha amasado tortillas mientras las demás niñas jugaban con las muñecas, la pereza se convierte en una palabra extravagante, lujosa, fuera de ámbito en el mundo de las comunidades indígenas. La comodidad, el

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confort, el descansar ocho horas, estos aspectos tan occidentales se dejan atrás. Las cosas se tienen que hacer y se hacen, no hay más. Las necesidades cambian su posición. Eufrosina duerme todo el largo trayecto. Siete horas. El sol se despereza entre las montañas y los majestuosos colores oaxaqueños dan los buenos días a los fatigados viajeros. A las siete de la mañana el coche cargado de víveres y adornos para la fiesta de muertos, llega a Santa María Quiegolani. Los invitados que no pegaron ojo al estar poco acostumbrados al traqueteo del coche en la pista de tierra, se lanzan acuciosos al primer colchón que encuentran para al fi n, recostarse. Dormir o simplemente descansar unos minutos, en calma, sin movimiento. Mientras, Eufrosina ha comenzado ya su frenética actividad que no parará hasta días después, como es habitual en ella, pues dispone de una energía privilegiada. Más tarde, despierta a los invitados para que asistan a la preparación del altar. —¡Órale, despierten, ya casi está! — Sólo pasaron tres horas, ¿no dormiste? —Luego, ahorita tengo que terminar el altar.

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A falta de unos pequeños adornos por colocar, ya lo ha terminado. Así es ella, quiere ayudar a su papá, a su mamá, a su hermana, a los muchachos, a los invitados. Sus cinco sentidos vigilantes y su contagiosa actividad que todo lo envuelve. Cuando está en casa de sus papás vuelve a ser la niña traviesa y divertida. La infancia siempre camina a la sombra de uno. Ella en Quiegolani se deja consentir por el calor de los suyos. A más de dos mil metros de altura, Eufrosina aligera la carga de la vida real y recuerda de nuevo de dónde viene, por qué lucha y cuál es su lugar en el mundo. El bodegón de naranjas, plátanos y manzanas junto a la flor de muertos, llamada cempoalxóchitl, enmarcan el altar de muertos de varios niveles. Los hermosos colores naturales de la fruta, verde, amarillo y el alegre naranja de la planta autóctona de México, moldean un precioso bodegón. Todos los altares del país y las tumbas se adornan estos días con la flor de muertos, ya que se cree que su anaranjado color ilumina las almas que visitan a sus familiares los primeros días de noviembre. Un exquisito chocolate hirviendo alumbra el despertar en lo alto de la sierra oaxaqueña. Ante las gélidas temperaturas, el enorme tazón de chocolate con canela, preparado por la mamá de Eufrosina, desadormece de la manera más armoniosa posible. —Vamos, dése prisa, bromea Eufrosina. Tenemos que irnos, apúrese, ya deje el chocolate.

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