Escritos Educativos Esenciales de Don Bosco

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Contenido El Sistema Preventivo en la Educaci贸n de la Juventud........ 3 La Carta de Roma ................................................................. 7 Carta Circular sobre los Castigos ....................................... 14

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El Sistema Preventivo en la Educación de la Juventud Introducción D. Bosco tiene intención de escribir algo acerca de su sistema educativo, pero debido a sus numerosas ocupaciones no tiene tiempo para ello, así que decide exponer las líneas básicas de éste en espera de encontrar el momento más adecuado para poder desarrollarlo completamente. Estas líneas básicas es lo que recogen estas páginas. Hay que tener en cuenta que D. Bosco antes que un teórico de la educación, es una persona eminentemente práctica, y que este folleto es el fruto comprimido de muchos años de práctica en la educación con los chicos. Hay que leerlo en la clave del educador cristiano que es en la que lo escribe D. Bosco, y teniendo en cuenta el contexto histórico y eclesial en el que se movió, una época en que Iglesia educación estaban muy unidas. A pesar de que el lenguaje, es propio de esa época, da pistas a los educadores que realmente quieren entregarse a la labor de hacer de los chicos «buenos cristianos y honrados ciudadanos».

Muchas veces se me ha pedido exponga, de palabra o por escrito, algunos pensamientos sobre el llamado sistema preventivo, practicado en nuestras casas. Por falta de tiempo no he podido hasta ahora satisfacer tales deseos; mas disponiéndome en la actualidad a imprimir el Reglamento usado ordinariamente hasta el presente casi por tradición, estimo oportuno dar aquí una idea que será como el índice de una obrita que estoy preparando y que publicaré, si Dios me da vida y salud para terminarla.

En qué consiste el sistema preventivo y por qué debe preferirse Hago esto movido únicamente por el deseo de aportar mi granito de arena al difícil arte de educar a la juventud. Diré, pues, en qué consiste el sistema preventivo y por qué debe preferirse; sus aplicaciones prácticas y sus ventajas. Dos sistemas se han usado en todos los tiempos para educar a la juventud: el preventivo y el represivo. El represivo consiste en dar a conocer las leyes a los súbditos, y vigilar después para conocer a los transgresores y aplicarles, cuando sea necesario, el correspondiente castigo. En este sistema, la palabra y la mirada del superior deben ser en todo momento, más que severas, amenazadoras. El mismo superior debe evitar toda familiaridad con los subordinados. El director, para aumentar su autoridad, debe estar raramente con los que de él dependen, y, por lo general, sólo cuando se trate de imponer castigos o de amenazar. Este sistema es fácil, poco trabajoso y sirve principalmente para el ejército y, en general, para los adultos juiciosos, en condición de saber y recordar las leyes y prescripciones. Diverso, y diría que opuesto, es el sistema preventivo. Consiste en dar a conocer las prescripciones y reglamentos de un instituto y vigilar después de manera que los alumnos tengan siempre sobre sí el ojo vigilante del director o de los asistentes, los cuales, como padres amorosos, hablen, sirvan de guía en toda circunstancia, den consejos y corrijan con amabilidad; que es como decir: consiste en poner a los alumnos en la imposibilidad de faltar. Este sistema descansa por entero en la razón, en la religión y en el amor; excluye, por consiguiente, todo castigo violento y procura alejar aun los suaves. 3


Aplicación del sistema preventivo. El sistema preventivo parece preferible por las razones siguientes: -

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El alumno, avisado según este sistema, no queda avergonzado por las faltas cometidas, como acaece cuando se las refieren al superior. No se enfada por la corrección que le hacen ni por los castigos con que le amenazan, o que tal vez le imponen; porque éste va acompañado siempre de un aviso amistoso y preventivo, que lo hace razonable, y termina, ordinariamente, por ganarle de tal manera el corazón, que él mismo comprende la necesidad del castigo y casi lo desea. La razón más fundamental es la ligereza juvenil, por la cual fácilmente olvida las reglas disciplinarias y los castigos con que van sancionadas. A esta ligereza se debe sea, a menudo, culpable el jovencito de una falta y merecedor de un castigo al que no había nunca prestado atención y del que no se acordaba en el momento de cometer la falta; y ciertamente no la habría cometido si una voz amiga se lo hubiese advertido. El sistema represivo puede impedir un desorden, mas con dificultad hacer mejores a los que delinquen. Se ha observado que los alumnos no se olvidan de los castigos que se les han dado; y que, por lo general, conservan rencor, acompañado del deseo de sacudir el yugo de la autoridad y aun de tomar venganza. Parece a veces que hacen caso omiso; mas quien sigue sus pasos sabe muy bien cuán terribles son las reminiscencias de la juventud; y cómo olvidan fácilmente los castigos que les han dado los padres, mas, con mucha dificultad, los que les imponen los maestros. Algunos ha habido que después se vengaron brutalmente de castigos que les dieron cuando se educaban. El sistema preventivo, por el contrario, gana al alumno, el cual ve en el asistente a un bienhechor que le avisa, desea hacerle bueno y librarle de sinsabores, de castigos y de la deshonra. El sistema preventivo dispone y persuade de tal modo al alumno, que el educador podrá, en cualquier ocasión, ya sea cuando se educa, ya después, hablarle con el lenguaje del amor. Conquistado el corazón del discípulo, el educador puede ejercer sobre él gran influencia y avisarle, aconsejarle y corregirle, aun después de colocado en empleos, en cargos o en ocupaciones comerciales. Por éstas y otras muchas razones, parece debe prevalecer el sistema preventivo sobre el represivo.

Utilidad del sistema preventivo. La práctica de este sistema está apoyada en las palabras de San Pablo: Caritas benigna est, patiens est... omnia sustinet. “La caridad es benigna y paciente... lo soporta todo (1 Cor 13,4.7)”. Por consiguiente, solamente el cristiano puede practicar con éxito el sistema preventivo. Razón y religión son los medios de que ha de valerse continuamente el educador, enseñándolos y practicándolos si desea ser obedecido y alcanzar su fin. El director debe, en consecuencia, vivir consagrado a sus educandos y no aceptar nunca ocupaciones que le alejen de su cargo; aún más: ha de encontrarse siempre con sus alumnos de no impedírselo graves ocupaciones, a no ser que estén debidamente asistidos por otros. Los maestros, los jefes de taller y los asistentes han de ser de acrisolada moralidad. Procuren evitar, como la peste, toda clase de aficiones o amistades particulares, con los alumnos, y recuerden que el desliz de uno solo puede comprometer a un instituto educativo. Los alumnos no han de estar nunca solos. Siempre que sea posible, los asistentes han de llegar antes que los alumnos a los sitios donde tengan que reunirse, y estar con ellos hasta que vayan otros a sustituirlos en la asistencia; no los dejen nunca desocupados. 4


Debe darse a los alumnos amplia libertad de saltar, correr y gritar a su gusto. La gimnasia, la música, la declamación, el teatro, los paseos, son medios eficacísimos para conseguir la disciplina y favorecer la moralidad y la salud. Procúrese únicamente que la materia de los entretenimientos, las personas que intervienen y las conversaciones que sostengan, no sean vituperables. “Haced lo que queráis, —decía el gran amigo de la juventud San Felipe Neri— a mí me basta que no cometáis pecados”. La confesión y comunión frecuente y la misa diaria son las columnas que deben sostener el edificio educativo del cual se quieran tener alejados la amenaza y el palo. No se ha de obligar jamás a los alumnos a frecuentar los santos sacramentos; pero sí se les debe animar y darles comodidad para aprovecharse de ellos. Con ocasión de los ejercicios espirituales, triduos, novenas, pláticas y catequesis, póngase de manifiesto la belleza, sublimidad y santidad de la religión, que ofrece medios tan fáciles, como son los santos sacramentos, y a la vez tan útiles para la sociedad civil, para la tranquilidad del corazón y para la salvación de las almas. Así quedarán los muchachos espontáneamente prendados de estas prácticas de piedad y las frecuentarán de buena gana y con placer y fruto. Debe vigilarse con el mayor cuidado para que no entren en un colegio compañeros, libros o personas que tengan malas palabras. Un buen portero es un tesoro para una casa de educación. Terminadas las oraciones de la noche, el director, o quien haga sus veces, diga siempre algunas palabras afectuosas en público a los alumnos antes de que vayan a dormir, para avisarles o aconsejarles sobre lo que han de hacer o evitar. Sáquense avisos o consejos de lo ocurrido durante el día, dentro o fuera del colegio; y no dure la platiquita más de dos o tres minutos. En ella está la clave de la moralidad y de la buena marcha y éxito de la educación. Téngase como pestilencial la opinión de retardar la primera comunión hasta una edad harto crecida, cuando, por lo general, el demonio se ha posesionado del corazón del jovencito con incalculable daño de su inocencia. Según la disciplina de la Iglesia primitiva, solían darse a los niños las hostias consagradas que sobraban de la comunión pascual. Esto nos hace conocer lo mucho que desea la Iglesia sean admitidos pronto los niños a la primera comunión. Cuando un niño sabe distinguir entre Pan y pan y revela suficiente instrucción, no se mire la edad: entre el Soberano celestial a reinar en su bendita alma. Los catecismos recomiendan la comunión frecuente; San Felipe Neri la aconsejaba semanal, y aun más a menudo. El concilio Tridentino dice bien claro que desea ardientemente que todo fiel cristiano, cuando oye la santa misa, reciba también la comunión. Pero esta comunión no sea tan sólo espiritual, sino sacramental a ser posible, a fin de sacar mayor fruto del augusto y divino sacrificio (Con. Trid., ses. XXII, cap. VI). Alguien dirá que es difícil este sistema en la práctica. Advierto que para los alumnos es bastante más fácil, agradable y ventajoso. Para los educadores encierra, eso sí, algunas dificultades, que disminuirán ciertamente si se entregan por entero a su misión. El educador es una persona consagrada al bien de sus discípulos, por lo que debe estar pronto a soportar cualquier contratiempo o fatiga con tal de conseguir el fin que se propone; a saber: la educación moral, intelectual y ciudadana de sus alumnos. A las ventajas del sistema preventivo arriba expuestas se añaden aquí estas otras: -

El alumno tendrá siempre gran respeto a su educador, recordará complacido la dirección de él recibida y considerará en todo tiempo a sus maestros y superiores como padres y hermanos suyos. Dondequiera que van alumnos así educados, son, por lo general, consuelo de las familias, útiles ciudadanos y buenos cristianos.

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Cualquiera que sea el carácter, la índole y el estado moral de un jovencito al entrar en el colegio, los padres pueden vivir seguros de que su hijo no empeorará de conducta, antes mejorará. Muchos jovencitos que fueron por largo tiempo tormento de sus padres y hasta expulsados de correccionales, tratados según estos principios, cambiaron de manera de ser: se dieron a una vida cristiana, ocupan ahora en la sociedad honrados puestos y son apoyo de la familia y ornamento del lugar donde viven. Los alumnos maleados que, por casualidad, entraren en un colegio, no pueden dañar a sus compañeros, ni los muchachos buenos ser por ellos perjudicados; porque no habrá ni tiempo, ni ocasión, ni lugar a propósito; pues el asistente, a quien suponemos siempre con los alumnos pondría en seguida remedio.

Una palabra sobre los castigos ¿Qué regla hay que seguir para castigar? A ser posible, no se castigue nunca; cuando la necesidad lo exigiere, recuérdese lo siguiente: -

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Procure el educador hacerse amar de los alumnos si quiere hacerse temer. Así, el no darles una muestra de benevolencia es castigo que emula, anima y jamás deprime. Para los niños es castigo lo que se hace pasar por tal. Se ha observado que una mirada no cariñosa en algunos produce mayor efecto que un bofetón. La alabanza, cuando se obra bien, y la reprensión, en los descuidos, constituyen, ya de por sí, un gran premio o castigo. Exceptuados rarísimos casos, no se corrija ni se castigue jamás en público, sino en privado, lejos de sus compañeros y usando la mayor prudencia y paciencia para hacer que el alumno comprenda su culpa con la ayuda de la razón y la religión. El pegar, de cualquier modo que sea, poner de rodillas en posición dolorosa, tirar de las orejas y otros castigos semejantes se deben absolutamente evitar, porque están prohibidos por las leyes civiles, irritan muchos a los alumnos y rebajan al educador. Dé a conocer bien el director las reglas y premios y castigos establecidos por las normas disciplinarias, a fin de que el alumno no pueda disculparse diciendo: «No sabía que estuviera esto mandado o prohibido».

Si se practica en nuestras casas el sistema preventivo, estoy seguro de que se obtendrán maravillosos resultados sin necesidad de acudir al palo ni a otros castigos violentos. Hace cerca de cuarenta años que trato con la juventud, y no recuerdo haber impuesto castigos de ninguna clase, y con la ayuda de Dios, he conseguido no sólo el que los alumnos cumplieran con su deber, sino que hicieran sencillamente lo que yo deseaba; y esto de aquellos mismos que no daban apenas esperanzas de feliz éxito”. JUAN BOSCO, Pbro.

Pistas para la reflexión: Analiza la realidad del lugar donde desarrollas tu actividad de educador y trata de ver si predomina más el sistema represivo o el sistema preventivo. “El educador debe ser esa presencia amorosa que corrige y previene cualquier desorden”. ¿Cómo es tu presencia entre los jóvenes? ¿Cómo usas los pilares del sistema preventivo (razón, religión y amor) en tu trabajo con los jóvenes? Relee el apartado sobre los castigos y compáralo con tu forma de actuar.

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La Carta de Roma Introducción D. Bosco escribe esta carta desde Roma 4 años antes de su muerte, durante un viaje para arreglar asuntos en la Santa Sede. Desde lejos mira su obra y el trabajo realizado durante tantos años y descubre cosas que le llaman la atención y le preocupan: al final de su vida (muere el 31 de enero de 1888), descubre que hay algunos elementos que aún no se han asimilado de su sistema educativo (el “sistema preventivo”) y teme que no se acabe de entender. El momento histórico en que escribe, también influye, sobre todo en los comentarios acerca del elemento religioso, que está influido por una mentalidad en la que el poder político está enfrentado con la Religión Católica, pero sigue siendo un pilar de la educación. A pesar de que se escribe hace más de un siglo, da unas pistas educativas sobre como debe ser el trato con los jóvenes para llegarles al corazón, que aún hoy siguen siendo vigentes. Es un retrato sencillo del estilo educativo salesiano. El estilo que emplea es el de contarlo en forma de sueño, así presenta de modo muy didáctico los elementos que le interesa resaltar de su estilo educativo. Roma, 10 de mayo de 1884 Muy queridos hijos en Jesucristo: Cerca o lejos, yo pienso siempre en vosotros. Uno solo es mi deseo: que seáis felices en el tiempo y en la eternidad. Este pensamiento y deseo me han impulsado a escribiros esta carta. Siento, queridos míos, el peso de estar lejos de vosotros, y el no veros ni oíros me causa una pena que no podéis imaginar. Por eso, habría deseado escribiros estas líneas hace ya una semana, pero las continuas ocupaciones me lo impidieron. Con todo, aunque falten pocos días para mi regreso, quiero anticipar mi llegada al menos por carta, ya que no puedo hacerlo en persona. Son palabras de quien os ama tiernamente en Jesucristo y tiene el deber de hablaros con la libertad de un padre. Me lo permitís, ¿no? Y me vais a prestar atención y poner en práctica lo que os voy a decir. He dicho que sois el único y continuo pensamiento de mi mente. Pues bien, una de las noches pasadas, me había retirado a mi habitación y, mientras me disponía a entregarme al descanso, comencé a rezar las oraciones que me enseñó mi buena madre. En aquel momento, no sé bien si víctima del sueño o fuera de mí por alguna distracción, me pareció que se presentaban delante de mí dos antiguos alumnos del oratorio. Uno de ellos se acercó y, saludándome afectuosamente, me dijo: —Don Bosco, ¿me conoce? —¡Pues claro que te conozco!, —le respondí—. —¿Y se acuerda aún de mí? —añadió—. —De ti y de los demás. Tú eres Valfré, y estuviste en el oratorio antes de 1870. —Oiga, continuó Valfré, ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el oratorio en mis tiempos? —Sí, házmelos ver, le contesté; me dará mucha alegría. Entonces Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante, edad y estatura de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo Oratorio en la hora de recreo. Era una escena 7


llena de vida, movimiento y alegría. Quien corría, quien saltaba, quien hacía saltar a los demás; quien jugaba a la rana, quien a bandera, quien a la pelota. En un sitio había reunido un corrillo de muchachos pendientes de los labios de un sacerdote que les contaba una historia; en otro lado había un clérigo con otro grupo jugando al burro vuela o a los oficios. Se cantaba, se reía por todas partes; y por doquier, sacerdotes y clérigos; y alrededor de ellos, jovencitos que alborotaban alegremente. Se notaba que entre jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba encantado con aquel espectáculo. Valfré me dijo: —Vea, la familiaridad engendra afecto, y el afecto, confianza. Esto es lo que abre los corazones, y los jóvenes lo manifiestan todo sin temor a los maestros, asistentes y superiores. Son sinceros en la confesión y fuera de ella, y se prestan con facilidad a todo lo que les quiera mandar aquel que saben que los ama. Entonces se acercó a mí otro antiguo alumno que tenía la barba completamente blanca y me dijo: —Don Bosco, ¿quiere ver ahora a los jóvenes que están actualmente en el Oratorio? (Era José Buzzetti). —Sí, respondí, pues hace un mes que no los veo. Y me los señaló. Vi el oratorio y a todos vosotros que estabais en recreo. Pero ya no oía gritos de alegría y canciones, ya no veía aquel movimiento, aquella vida de la primera escena. En los ademanes y en el rostro de algunos jóvenes se notaba aburrimiento, desgana, disgusto y desconfianza, que causaron pena a mi corazón. Vi, es cierto, a muchos que corrían y jugaban con dichosa despreocupación; pero otros — no pocos— estaban solos, apoyados en las columnas, presos de pensamientos desalentadores; otros an- daban por las escaleras y corredores o estaban en los balcones que dan al jardín para no tomar parte en el recreo común; otros paseaban lentamente por grupos hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y mal intencionadas; algunos sonreían, pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no solamente sospechar, sino creer que san Luis habría sentido sonrojo de encontrarse en compañía de los tales; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados que daban a entender a las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo. —¿Has visto a tus jóvenes? —me dijo el antiguo alumno—. —Sí que los veo, contesté suspirando. —¡Qué diferentes de lo que éramos nosotros antaño!, exclamó aquel viejo alumno. —Por desgracia! ¡Qué desgana en este recreo! —De aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse a los santos sacramentos, el descuido de las prácticas de piedad en la iglesia y en otros lugares; el estar de mala gana en un lugar donde la divina Providencia los colma de todo bien corporal, espiritual e intelectual. De aquí la no correspondencia de muchos a su vocación; de aquí la ingratitud para con los superiores; de aquí los secretitos y murmuraciones, con todas las demás consecuencias deplorables. —Comprendo, respondí. Pero ¿cómo reanimar a estos queridos jóvenes para que vuelvan a la antigua vivacidad, alegría y expansión? —Con el amor. —¿Amor? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cómo los amo. Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado en el transcurso de cuarenta años, y cuánto tolero y sufro en la actualidad. Cuántos trabajos, cuántas humillaciones, cuántos obstáculos, cuántas persecuciones para proporcionarles pan, albergue, maestros, y especialmente para buscar la salvación de sus almas. He hecho cuanto he podido y sabido por ellos, que son el afecto de toda mi vida. —No hablo de ti. —¿Pues de quién, entonces? ¿De quienes hacen mis veces: los directores, prefectos, maestros o asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del trabajo y 8


que consumen los años de su juventud en favor de quienes les ha encomendado la divina Providencia? —Lo veo, lo sé; pero no basta; falta lo mejor. —¿Qué falta, pues? —Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama. —Pero, ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen luz en la inteligencia? ¿No ven que cuanto se hace en su favor se hace por su amor? —No, repito; no basta. —¿Qué se requiere, pues? —Que, al ser amados en las cosas que les agradan, participando en sus inclinaciones infantiles, aprendan a ver el amor en aquellas cosas que naturalmente les agradan poco, como son la disciplina, el estudio, la mortificación de sí mismos, y que aprendan a hacer estas cosas con amor. —Explícate mejor. —Observe a los jóvenes en el recreo. Observé. Después dije: —¿Qué hay que ver de especial? —¿Tantos años educando a la juventud y no comprende? Observe mejor. ¿Dónde están nuestros salesianos? Me fijé y vi que eran muy pocos los sacerdotes y clérigos que estaban mezclados entre los jóvenes, y muchos menos los que tomaban parte en sus juegos. Los superiores no eran ya el alma de los recreos. La mayor parte de ellos paseaban, hablando entre sí, sin preocuparse de lo que hacían los alumnos; otros jugaban, pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban de lejos, sin advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los infractores, pero con ceño amenazador y raramente. Había algún salesiano que deseaba introducirse en algún grupo de jóvenes, pero vi que los muchachos buscaban la manera de alejarse de sus maestros y superiores. Entonces mi amigo continuó: —En los primeros tiempos del oratorio, ¿usted no estaba siempre con los jóvenes, especialmente durante el recreo? ¿Recuerda aquellos hermosos años? Era una alegría de paraíso, una época que recordamos siempre con cariño porque el amor lo regulaba todo, y nosotros no teníamos secretos para usted. —¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría, y en los jóvenes entusiasmo por acercárseme y quererme hablar; existía verdadera ansiedad por escuchar mis consejos y ponerlos en práctica. Ahora, en cambio, las continuas audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de salud me lo impiden. —De acuerdo; pero si usted no puede, ¿por qué no le imitan sus salesianos? ¿Por qué no insiste y exige que traten a los jóvenes como los trataba usted? —Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero desgraciadamente muchos no se sienten con fuerzas para arrostrar las fatigas de antaño. —Y así, descuidando lo menos, pierden lo más; y este más son sus fatigas. Que amen lo que agrada a los jóvenes, y los jóvenes amarán lo que les gusta a los superiores. De esta manera, el trabajo les será llevadero. La causa del cambio presente del oratorio es que un grupo de jóvenes no tiene confianza con los superiores. Antiguamente los corazones todos estaban abiertos a los superiores, a quienes los jóvenes amaban y obedecían prontamente. Pero ahora, los superiores son considerados sólo como tales y no como padres, hermanos y amigos; por tanto, son temidos y poco amados. Por eso, si se quiere formar un solo corazón y una sola alma por amor a Jesús, hay que romper esa barrera fatal de la desconfianza y sustituirla por la confianza cordial. Así pues, que la obediencia guíe al alumno como la madre a su hijo. Entonces reinará en el oratorio la paz y la antigua alegría. —¿Cómo hacer, pues, para romper esta barrera? —Familiaridad con los jóvenes, especialmente en el recreo. Sin familiaridad no se demuestra el 9


afecto, y sin esta demostración no puede haber confianza. El que quiere ser amado debe demostrar que ama. Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras enfermedades. ¡He aquí el maestro de la familiaridad! El maestro al cual sólo se ve en la cátedra es maestro y nada más; pero, si participa del recreo de los jóvenes, se convierte en un hermano. Si a uno se le ve en el púlpito predicando, se dirá que no hace más que cumplir con su deber, pero, si dice en el recreo una buena palabra, es palabra de quien ama. ¡Cuántas conversiones no se debieron a alguna de sus palabras dichas de improviso al oído de un jovencito mientras se divertía! El que sabe que es amado, ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos. Este amor hace que los superiores puedan soportar las fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las molestias, las faltas y las negligencias de los jóvenes. Jesucristo no quebró la caña ya rota ni apagó la mecha humeante. He aquí vuestro modelo. Entonces no habrá quien trabaje por vanagloria; ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se retire del campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de otros; ni quien murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes, con exclusión de todos los demás superiores, mientras, en cambio, no cosecha más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje robar el corazón por una criatura y, para adular a ésta, descuide a todos los demás jovencitos; ni quienes por amor a la propia comodidad, dejen a un lado el gravísimo deber de la vigilancia, ni quien por falso respeto humano, se abstenga de amonestar a quien necesite ser amonestado. Si existe este amor efectivo, no se buscará más que la gloria de Dios y el bien de las almas. Cuando languidece este amor, es que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir el amor por la frialdad de un reglamento? ¿Por qué los superiores dejan de cumplir las reglas que Don Bosco les dictó? ¿Por qué el sistema de prevenir desórdenes con vigilancia y amor se va reemplazando poco a poco por el sistema, menos pesado y más fácil para el que manda, de dar leyes que se sostienen con castigos, encienden odios y acarrean disgustos, y si se descuida el hacerlas observar, producen desprecio para los superiores y son causa de desórdenes gravísimos? Esto sucede necesariamente si falta familiaridad. Si, por tanto, se desea que en el Oratorio reine la antigua felicidad, hay que poner en vigor el antiguo sistema: El superior sea todo para todos, siempre dispuesto a escuchar toda duda o lamentación de los jóvenes, todo ojos para vigilar paternalmente su conducta, todo corazón para buscar el bien espiritual y temporal de aquellos a quienes la Providencia ha confiado a sus cuidados. Entonces los corazones no permanecerán cerrados ni reinarán ya ciertos secretitos que matan. Sólo en caso de inmoralidad sean los superiores inflexibles. Es mejor correr el peligro de alejar de casa a un inocente que quedarse con un escandalo- so. Los asistentes consideren como un gravísimo deber de conciencia el referir a los superiores todo lo que sepan que de algún modo ofende a Dios. Entonces yo pregunté. —¿Cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y amor y confianza? —La observancia exacta del reglamento de la casa. —¿Y nada más? —El mejor plato en una comida es la buena cara.

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Mientras mi antiguo alumno terminaba de hablar así y yo seguía contemplando con verdadero disgusto el recreo, poco a poco me sentí oprimido por un gran cansancio que iba en aumento. Esta opresión llegó a tal punto, que no pudiendo resistir por más tiempo, me estremecí y me desperté. Me encontré de pie junto a mi lecho. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto, que no podía estar de pie. Era ya muy tarde; por ello, me fui a la cama decidido a escribir estos renglones a mis queridos hijos. Yo no deseo tener estos sueños, porque me cansan demasiado. Al día siguiente me sentía agotado; no veía la hora de irme a la cama por la noche. Pero he aquí que, apenas me acosté, comenzó de nuevo el sueño. Tenía ante mí el patio, los jóvenes que están actualmente en el Oratorio y el mismo antiguo alumno. Comencé a preguntarle: —Lo que me dijiste se lo haré saber a mis salesianos; pero, ¿qué debo decir a los jóvenes del Oratorio? Me respondió: —Que reconozcan lo mucho que trabajan y estudian los superiores, maestros y asistentes por amor a ellos, pues si no fuese por su bien, no se impondrían tantos sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad; que sepan soportar los defectos de los demás, pues la perfección no se encuentra en el mundo, sino solamente en el paraíso; que dejen de murmurar, pues la murmuración enfría los corazones; y, sobre todo, que procuren vivir en la santa gracia de Dios. Quien no vive en paz con Dios, no puede tener paz consigo mismo ni con los demás. —¿Entonces me dices que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con Dios? —Esta es la primera causa del malestar, entre las otras que tú sabes y debes remediar sin que te lo tenga que decir yo ahora. En efecto, sólo desconfía el que tiene secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean descubiertos, pues sabe que le acarrearía vergüenza y descrédito. Al mismo tiempo, si el corazón no está en paz con Dios, vive angustiado, inquieto, rebelde a toda obediencia, se irrita por nada, se cree que todo marcha mal, y como él no ama, juzga que los superiores tampoco le aman a él. —Pues, con todo, ¿no ves amigo mío, la frecuencia de confesiones y comuniones que hay en el Oratorio? —Es cierto que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta en absoluto en muchísimos jóvenes que se confiesan es la firmeza en los propósitos. Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, de las mismas ocasiones próximas, de las mismas malas costumbres, de las mismas desobediencias, de las mismas negligencias en el cumplimiento de los deberes. Así siguen meses y meses e incluso años, y algunos llegan hasta el final de los estudios. Tales confesiones valen poco o nada; por tanto, no proporcionan la paz, y si un jovencito fuese llamado en tal estado al tribunal de Dios, se vería en un aprieto. —¿Hay muchos de esos en el Oratorio? —Pocos, en comparación con el gran número de jóvenes que hay en casa. Fíjate. Y me los iba indicando. —Miré, y vi uno por uno a aquellos jóvenes. Pero, en estos pocos, vi cosas que amargaron grandemente mi corazón. No quiero ponerlas por escrito, pero cuando vuelva quiero comunicarlas a cada uno de los interesados. Ahora os diré solamente que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; de hacer propósitos no de boca, sino con los hechos, y de demostrar que los Comollo, los Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi viven todavía entre nosotros. Por último pregunté a aquel amigo mío: —¿Tienes algo más que decirme? —Predica a todos, mayores y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de María Santísima Auxiliadora. Que ella los ha reunido aquí para librarlos de los peligros del mundo, para que se amen como hermanos y den gloria a Dios y a ella con su buena conducta; que es la Virgen quien les provee de 11


pan y de cuanto necesitan para estudiar con innumerables gracias y portentos. Que recuerden que están en vísperas de la fiesta de su Santísima Madre y que, con su auxilio, debe caer la barrera de la desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre jóvenes y superiores, y de la cual sabe aprovecharse para ruina de algunas almas. —¿Y conseguiremos derribar esta barrera? —Sí, ciertamente, con tal de que mayores y pequeños estén dispuestos a sufrir alguna pequeña mortificación por amor a María y pongan en práctica cuanto he dicho. Entretanto yo continuaba observando a mis jovencitos, y ante el espectáculo de los que veía encaminarse a su perdición eterna, sentí tal angustia en el corazón que me desperté. Querría contaros otras muchas cosas importantísimas que vi; pero el tiempo y las circunstancias no me lo permiten. Concluyo: ¿Sabéis qué es lo que desea de vosotros este pobre anciano que ha consumido toda su vida por sus queridos jóvenes? Pues solamente que, guardadas las debidas proporciones, vuelvan a florecer los días felices del antiguo Oratorio. Los días del amor y la confianza entre jóvenes y superiores; los días del espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor a Jesucristo; los días de los corazones abiertos con tal sencillez y candor, los días de la caridad y de la verdadera alegría para todos. Necesito que me consoléis dándome la esperanza y la palabra de que vais a hacer todo lo que deseo para el bien de vuestras almas. Vosotros no sabéis apreciar la suerte de estar acogidos en el Oratorio. Os aseguro, delante de Dios, que basta que un joven entre en una casa salesiana para que la Santísima Virgen lo tome en seguida bajo su especial protección. Pongámonos, pues, todos de acuerdo. La caridad de los que mandan y la caridad de los que deben obedecer haga reinar entre nosotros el espíritu de san Francisco de Sales. Queridos hijos míos, se acerca el tiempo en que tendré que separarme de vosotros y partir para mi eternidad. (Nota del secretario: Al llegar aquí, Don Bosco dejó de dictar; sus ojos se inundaron de lágrimas, no a causa del disgusto, sino por la inefable ternura que se reflejaba en su rostro y en sus palabras; unos instantes después continuó): Por tanto, mi mayor deseo, queridos sacerdotes, clérigos y jóvenes, es dejaros encaminados por la senda del Señor, que el mismo desea para vosotros. Con este fin, el Santo Padre, al cual he visto el viernes, 9 de mayo, os envía de todo corazón su bendición. El día de María Auxiliadora me encontraré en vuestra compañía ante la imagen de nuestra amorosísima Madre. Quiero que esta gran fiesta se celebre con toda solemnidad: que don José y don Segundo se encarguen de que la alegría reine también en el comedor. La festividad de María Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta eterna que hemos de celebrar todos juntos un día en el paraíso. Vuestro afectísimo amigo en Jesucristo, JUAN Bosco, Pbro.

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Pistas para la reflexión 1. ¿Qué es lo que te ha llamado más la atención? Saca las 10 frases más significativas para ti. 2. «Familiaridad crea afecto, y el afecto confianza» Traduce esas expresiones a tu contexto. ¿Cómo se puede trabajar esa familiaridad con los chicos con los que trabajas? 3. No basta querer a los chicos, se tienen que dar cuenta de que verdaderamente se les quiere. ¿Cómo se puede trabajar esto? ¿Qué gestos concretos se podrían tener para con ellos? ¿De qué tipo de afecto crees que habla D. Bosco? 4. Relee la carta como si estuviera dirigida a ti únicamente. En tu comportamiento con los chicos, ¿dónde te sitúas, en los primeros tiempos del oratorio, o en los del final? Haz un análisis de la relación pedagógica que mantienes con los chicos y analiza los puntos en los que puedes mejorar y los ya logrados a la luz de la carta.

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Carta Circular sobre los Castigos Introducción Esta carta estaba escrita de puño y letra por don Rúa, incluso la firma “Sac. Giovanni Bosco”, pero parece ser que ni siquiera llegó a sus destinatarios, los directores de las casas salesianas, quizás a causa del título poco atrayente, que, por cierto, no refleja el contenido, ya que más bien apuntaba a la corrección amorosa que a los castigos. Don Bosco era poco amigo de castigos. En unas buenas noches de agosto de 1863 lo dice con franqueza a los jóvenes: “Os lo digo claramente: aborrezco los castigos, no me gusta dar un aviso amenazando con penas a los que faltan; no es este mi sistema” (MB 7,503). Por esto algunos piensan que, dada la mentalidad de don Bosco, sus colaboradores metieron el documento en el archivo sin darse cuenta de la riqueza de matices que ofrecía a propósito de la corrección (P. BRAIDO, Il sistema preventivo p.l79, nota 76). “Antes de alejarse largo tiempo del Oratorio y de Italia, don Bosco dejó a don Rúa el encargo de entregar o enviar a los directores una larga carta suya sobre un punto de capital importancia en la aplicación del sistema preventivo. De intención la fechó en la fiesta de San Francisco de Sales, no sólo por ser la vigilia de su partida, sino, sobre todo, porque el argumento se refería a un tema que interpretaba el espíritu de San Francisco de Sales en uno de los deberes más delicados de la tarea del educador. “Don Rúa había hecho preparar un número suficiente de copias, pero poco a poco el texto de la exhortación cayó en el olvido. Una única copia, encontrada casualmente en 1935, nos restituyó el documento; otras tres fueron descubiertas más tarde en 1954, realizadas con gran cuidado; pero hasta la fecha no se ha podido encontrar el autógrafo, aunque hay esperanzas de dar con él. Mientras tanto, alguna copia con rasgos caligráficos de don Berto, secretario particular del santo, es prueba de que nos hallamos ante un documento original del santo pedagogo, y lo confirman, por otra parte, el contenido, el estilo y todo el planteamiento”. Todas sus páginas subrayan en forma reiterativa la amorevolezza, expresión típica, verdadero tecnicismo en su léxico pedagógico, sin traducción satisfactoria al castellano. Significa a la vez: amabilidad, cariño, afecto familiar de padre y hermano mayor. Se exhorta constantemente al educador a identificarse con la actitud paterna. Es curioso constatar cómo el tema anunciado por el título, los castigos, sólo se desarrolla en el último apartado y en forma no muy lucida, si se compara con la gran riqueza de matices sugeridos al educador. El autor, que se propuso el tema de la represión, se mantiene en tesitura de sistema preventivo en medio de la variada y difícil casuística que insinúa. La reflexión avanza serena, cálida y majestuosa, esmaltada con alusiones bíblicas, rehuyendo análisis artificiales, por más que pudieran catalogarse en el escrito hasta diez grados de corrección. Dos años y medio después, el 6 de agosto de 1885, don Bosco escribía a don Cagliero (Epistolario 4,328): “Estoy preparando una carta a don Costamagna, y para tu norma te comunico que trataré en particular del Espíritu Salesiano (con mayúsculas en el original) que queremos introducir en las casas de América: caridad, paciencia, dulzura, nunca reproches humillantes, nunca castigos; hacer bien a cuantos más se pueda, a nadie hacer mal». La carta anunciada fue 14


escrita cuatro días más tarde (Epistolario 4,332). En ella don Bosco dice que, con ocasión de los ejercicios espirituales, “quisiera dar a todos una conferencia sobre el Espíritu Salesiano que debe animar nuestras acciones y todas nuestras palabras. El sistema preventivo sea siempre nuestra característica: nunca castigos penales, nunca palabras humillantes, evitar reproches severos en presencia de otros. En las aulas resuenen palabras de dulzura, de caridad y de paciencia. Nunca expresiones mordaces, ni bofetones fuertes o ligeros. Úsense castigos negativos y siempre de manera que los reprendidos queden más amigos que antes, sin que tengan que alejarse humillados de nuestro lado... Cada salesiano arréglese para ser amigo de todos, no se vengue, sea fácil en perdonar y no vuelva sobre cosas ya perdonadas... La dulzura al hablar, al actuar y al avisar lo gana todo y gana a todos».

CARTA-CIRCULAR SOBRE LOS CASTIGOS A INFLIGIR EN LAS CASAS SALESIANAS (Epistolario 4, 201209) Mis queridos hijos, A menudo, y de distintas partes, me llegan, ora preguntas, ora fervientes súplicas, con el fin de que me decida a dictar reglas a los directores, a los prefectos y a los maestros que les sirvan de norma en los casos desagradables en que fuera menester imponer algún castigo en nuestras casas. De sobra os dais cuenta de los tiempos en que vivimos, y con qué facilidad la más mínima imprudencia puede acarrearnos gravísimas consecuencias. En mi afán de secundar vuestros ruegos, y a fin de evitarme y evitaros no pequeños sinsabores, y sobre todo para hacer el mayor bien posible a los jovencitos que la divina providencia quiso confiar a nuestros cuidados, os dirijo estos consejos y estos preceptos, que, si los practicáis, como espero, os ayudarán eficazmente en la santa y ardua tarea de educar religiosa, moral e intelectualmente. En general, el sistema que nosotros hemos de emplear es el llamado preventivo que consiste en disponer de tal modo el ánimo de los alumnos, que sin violencias se dobleguen a nuestro querer. Al recordaros, pues, este sistema, pretendo indicaros que no se ha de usar de medios coercitivos, sino de persuasión y caridad. Aunque la humana naturaleza, demasiado inclinada al mal, tenga. a veces, necesidad de ser espoleada con la severidad, paréceme bien proponeros algunos medios, los cuales, con la ayuda de Dios, espero os han de llevar a metas consoladoras. Ante todo, si queremos presentarnos como amigos del auténtico bien de nuestros alumnos, si queremos obligarles al cumplimiento le sus deberes, no olvidemos nunca que representamos a los padres de esta amada juventud, que fue siempre tierno objeto de mis desvelos y afanes, de mi sacerdotal ministerio y de nuestra Congregación salesiana. Si, pues, habéis de ser verdaderos padres de vuestros alumnos, es preciso que tengáis corazón de padres y jamás uséis la reprensión y el castigo sin razón, sin justicia, sino solamente como quien tiene que resignarse a ello por necesidad y para cumplir un doloroso deber. Quiero exponeros en este lugar los verdaderos motivos que podrían induciros a la reprensión, cuáles los castigos que en este caso deben adoptarse y quiénes los han de aplicar.

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NO CASTIGUÉIS NUNCA SINO DESPUÉS DE HABER AGOTADO OTROS MEDIOS ¡Cuántas veces, mis queridos hijos, en mi larga carrera, he tenido que convencerme de esta gran verdad! Es, ciertamente, más fácil irritarse que tener paciencia, amenazar a un niño que tratar de convencerlo; diría que es también más cómodo a nuestra impaciencia y soberbia castigar a los traviesos que corregirlos, soportándolos con benignidad y firmeza. La caridad que os recomiendo es la misma que usaba San Pablo con los fieles recién convertidos; caridad que a menudo le hacía llorar y orar incesantemente cuando se le mostraban menos dóciles y no correspondían a su celo incansable. Por consiguiente, recomiendo encarecidamente a todos los educadores que empleen antes que nada la corrección fraterna con sus hijos, haciéndola en privado, o, como suele decirse, “in camera caritatis”. Jamás se reprenda en público, directamente; a no ser que se trate de impedir el escándalo o de repararlo, si por desgracia se hubiese dado. Si, hecha la primera amonestación, no se advirtiera ningún provecho, acúdase a otro superior que tenga sobre el culpable influencia; y, en todo caso, recúrrase a nuestro Señor. Yo querría que la actitud de todo salesiano fuera siempre la de Moisés: actitud de aplacar al Señor, justamente indignado contra Israel, su pueblo. He pedido comprobar que raras veces surte buen efecto el castigo dado de improviso y sin haber antes usado de otros medios. “Nada puede, dice San Gregorio, forzar un corazón, que es como plaza inexpugnable, sin el afecto y la dulzura” Manteneos firmes en buscar el bien e impedir el mal; sed, sin embargo, siempre dulces y prudentes. Sed perseverantes y amables y veréis cómo Dios os hará dueños hasta de los corazones menos dóciles. Sé muy bien que esta perfección es muy difícil, especialmente a nuestros maestros y asistentes jóvenes... No quieren tratar a los muchachos como sería menester; no hacen más que castigarlos materialmente sin ningún resultado; o lo dejan correr todo, o les golpean sin ton ni son. Esta es la causa de que el mal se propague, cunda el descontento entre los mejores, y que el que hizo la corrección se incapacite para hacer el bien. Una vez más he de ofreceros como ejemplo mi propia experiencia. He tropezado a menudo con caracteres tan tercos, tan reacios a toda insinuación buena, que no me daban ninguna esperanza de salvación, y sentía la necesidad de tomar medidas severas con ellos y, he aquí, que sólo por la caridad se doblegaron. Quizá nos parezca, a veces, que tal muchacho no saca provecho de nuestras correcciones, cuando, a lo mejor, existen en su corazón óptimas disposiciones para secundarnos, y que nosotros daríamos de mano por un mal entendido rigorismo, exigiendo al culpable grave e inmediata reparación. En primer lugar os diré que él tal vez cree no haber desmerecido tanto con aquel yerro, cometido más por ligereza que por malicia; más de una vez, llamados algunos de estos muchachos revoltosos, y tratados dulcemente e interrogados sobre el porqué de su indocilidad, respondieron que se mostraban tales porque la habían tomado con ellos, como suele decirse vulgarmente, o porque se veían perseguidos por este o aquel superior.

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Informándome, luego, sobre el caso con calma y sin ninguna prevención, hube de convencerme de que la culpa disminuía según se la examinaba, y que, en ocasiones, acababa por desaparecer del todo. Por cuya causa he de confesar con cierto dolor que en la poca sumisión de estos muchachos tenemos nosotros nuestra parte de culpa. He comprobado repetidas veces que quienes exigían a rajatabla silencio, disciplina, exactitud y obediencia, pronta y ciega, de sus alumnos, eran, en cambio, los que conculcaban los saludables avisos que yo u otro superior les dábamos. Estoy persuadido de que los maestros que no perdonan lo más mínimo a sus alumnos suelen perdonárselo todo a sí mismos. Por ende, si queremos aprender a mandar, aprendamos antes a obedecer. y busquemos con preferencia ser más bien amados que temidos. Empero, cuando sea necesaria la reprensión y nos veamos obligados a cambiar de proceder, puesto que hay caracteres a los que se precisa domar con el rigor, sepámoslo hacer de tal modo, que no despunte ni el más leve indicio de pasión. Y aquí surge espontánea la segunda recomendación que titulo así:

ESCOGER PARA CORREGIR EL MOMENTO OPORTUNO Cada cosa a su tiempo, dice el Espíritu Santo. Yo os digo que, sobreviniendo una de estas situaciones dolorosas, se precisa gran prudencia en saber escoger el momento en que la reprensión sea saludable. Pues las enfermedades del alma exigen, al menos, parecido tratamiento que las del cuerpo. Y nada hay tan peligroso como una medicina mal aplicada o aplicada a destiempo. Un médico experimentado aguarda a que el enfermo esté en condiciones de tolerar la medicina y, en consecuencia, está a la espera del momento favorable. Momento que nosotros sólo podemos conocer por la experiencia, perfeccionada por la bondad del corazón. Aguardad, sobre todo, a ser dueños de vosotros mismos. No dejéis transparentar que actuáis por capricho o cólera, pues entonces echaríais por tierra vuestra misma autoridad, y la sanción se tornaría perniciosa. Aducen aun los profanos el dicho famoso de Sócrates a uno de sus esclavos del que estaba descontento: “Si estuviera encolerizado, te golpearía”. Nuestros alumnos, finos observadores, aunque pequeños, se dan cuenta, por ligera que sea la conmoción de nuestro rostro o del tono de voz, si es el celo por nuestro deber o el ardor de la pasión lo que enciende en nosotros aquel fuego, y entonces no es menester más para que se malogre todo el fruto del castigo. Ellos, aunque jóvenes, se dan cuenta perfectamente de que sólo la razón tiene derecho a corregir. En segundo lugar, no castiguéis a un muchacho en el mismo momento de haber cometido su falta, no sea que, no estando aún dispuesto a confesar su culpa, ni a sofocar la pasión ni a percatarse de la importancia del castigo, se cierre herméticamente con consecuencias a menudo graves. Es necesario darle tiempo para reflexionar, para entrar dentro de sí a calibrar su yerro, y para que sienta la necesidad o la justicia del castigo y, de esta manera, se ponga en disposición de sacar algún provecho. Siempre me hizo pensar la conducta del Señor para con San Pablo, cuando aún éste estaba respirando iras y amenazas contra los cristianos. Y paréceme ver en ella nuestra norma a seguir cuando nos encontremos con corazones reacios a nuestra voluntad. No lo derriba del caballo 17


súbitamente Jesús sino después de largo caminar, después de haberle brindado ocasión de reflexionar acerca de la misión encomendada y lejos de cuantos hubieran podido azuzarle a perseverar en su resolución persecutoria contra los cristianos. Y así, allá, a las puertas de Damasco, se le manifiesta con todo su esplendor y autoridad. Fuerte, al par que mansamente, esclarece su razón para que conozca el error. En aquel preciso momento trocose la índole de Saulo; y, de perseguidor de Cristo, llegó a ser el Apóstol de las gentes y vaso de elección. Sobre este divino modelo quisiera yo calcar a mis salesianos, para que, con inspirada paciencia e ingeniosa caridad, esperaran, en nombre de Dios, el momento oportuno para corregir a sus alumnos.

EVITAD TODO ASOMO DE PASIÓN Con dificultad se conserva, al castigar, la calma necesaria para alejar toda sospecha de que no se actúa para reivindicar la propia autoridad o desahogar la pasión. Y cuanto más enojados estamos, tanto menos nos percatamos de ello. El corazón de padre, de que hemos de estar adornados, condena tal proceder. Tengamos por hijos nuestros a aquellos sobre quienes hemos de ejercer algún dominio. Pongámonos a su servicio cual Jesús, que vino a obedecer y no a mandar, y avergoncémonos de cuanto pueda denotar aire dominador en nuestro porte. No los dobleguemos con nuestra obediencia si no es para prestarles nuestro servicio con mayor placer. Así hacia Jesús: tolerando en sus apóstoles ignorancia, rusticidad y hasta la poca fidelidad; departiendo intima y familiarmente con los pecadores, hasta el punto de causar estupor en algunos, escándalo en otros y, en los más santa esperanza del perdón Jesús nos intima a que aprendamos de él a ser ¿mansos y humildes de corazón” . Luego si son nuestros hijos, sofoquemos todo conato de pasión al reprender sus yerros o, al menos, moderémosla de manera que parezca dominada del todo. Evitad la agitación de ánimo, las miradas despectivas las palabras injuriosas. Tratemos de suscitar en nosotros, en el momento de la falta, compasión y esperanza para el porvenir Y entonces sí que seremos auténticos padres y corregiremos verdadera y eficazmente. En circunstancias más graves es más eficaz una oración al Señor, un acto de humildad ante él, que una tempestad de palabras, las cuales, si por un lado dañan al que las profiere, por otro no reportan ninguna ventaja al que las recibe. Recordemos a nuestro divino Redentor, que perdonó a aquella ciudad que no le quiso albergar dentro de sus muros, a pesar de las reiteradas insinuaciones de dos de sus apóstoles, que, habida cuenta de la majestad de Dios humillada, la habrían visto reducida a pavesas por justo castigo. El Espíritu Santo nos recomienda esta calma con aquellas sublimes palabras de David: Airaos, pero no pequéis. Si nos lamentamos a menudo de que es estéril nuestra actividad y no cosechamos sino cardos y espinas, creédmelo, amados de mi alma: hemos de atribuirlo al defectuoso sistema de disciplina. No juzgo oportuno traeros aquí detenidamente la lección solemne y práctica que, un día, quiso Dios dar a su profeta Elías. Tenía el profeta algo de común con algunos de nosotros en el ardor por la causa de Dios y en el celo impetuoso por reprimir los escándalos que veía cundir en la casa de Israel.

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Los superiores os lo podrán referir por extenso tal como se lee en el libro de los Reyes. Me limito a la última expresión, que hace tanto a nuestro caso, y es: El Señor no está en la conmoción (1 Re 19,11), que Santa Teresa interpreta: Nada te turbe. Nuestro querido y dulce San Francisco de Sales, bien lo sabéis, habíase trazado severa regla de no proferir palabra mientras su corazón estuviese turbado. En efecto, solía decir: “Temo perder en un cuarto de hora la poca dulzura que he procurado acumular durante veinte años gota a gota, como rocío, en el vaso de mi pobre corazón. Una abeja invierte varios meses en fabricar un poco de miel que un hombre se come de un bocado. Y además, ¿De qué le sirve hablar a quien no entiende? ”Reprendido un día por haber tratado con demasiada benevolencia a un joven culpable de falta grave contra su madre, dijo: Este jovencito no está en condiciones de sacar provecho de mi corrección, porque el mal estado de ánimo le había privado de razón y de juicio. Una corrección agria de nada le hubiera valido; a mí, en cambio, me sería de grave daño y me hubiese sucedido lo que le acaece a los que se ahogan por salvar a otros. Estas palabras de nuestro admirable patrono, manso y sabio educador de corazones, he querido subrayároslas para llamar más vivamente vuestra atención, así como también para que podáis más fácilmente grabároslas en la memoria. En ocasiones puede ser muy conveniente hablar con un tercero, en presencia del culpable, acerca de la enorme desgracia de los que carecen de cordura y honor hasta obligar a que se les castigue. Es bueno se suspendan las pruebas de confianza y amistad hasta no ver en el delincuente necesidad de consuelo. Nuestro Señor me consoló repetidas veces con tan sencillo artificio. Resérvese el avergonzar en público como último recurso. Servíos a veces de otra persona autorizada que le avise de lo que vosotros no podríais, aunque quisierais: sánelo éste de su vergüenza y lo disponga para tornar sumiso a vuestro lado. Elegid a quien el muchacho pueda abrir, en su pena, más sinceramente el corazón, cosa que tal vez no se atreva a hacer con vosotros por temor de no ser creído o, en su orgullo, por estimarse eximido, ilegítimamente, de hacerlo. Obren estos medios a modo de los discípulos que Jesús solía mandar delante de él para que le preparasen el camino. Convénzasele de que no se persigue otro sometimiento que el que es razonable y necesario. Haced se condene a sí mismo, y no quedará más que mitigar la pena por él aceptada. Réstame haceros una última recomendación, siempre en torno a este grave argumento. Una vez hayáis conseguido granjearos aquella voluntad inflexible, os encarezco de corazón le brindéis no sólo la esperanza del perdón, sino también que pueda, con su buena conducta, cancelar la mancha que a sí mismo se atribuya por sus culpas.

COMPORTAOS DE TAL MODO QUE EL CULPABLE ABRIGUE ESPERANZAS DE PERDÓN Es menester evitar la ansiedad y los temores suscitados por la corrección, y añadir unas palabras de consuelo. En olvidar y hacer que olviden los tristes días de sus yerros consiste el soberano arte del experto educador. No se lee que Jesús haya recordado sus desvaríos a la Magdalena. Asimismo, con suma y paternal bondad hizo confesar y lavarse a Pedro de su debilidad.

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El jovencito, igualmente, quiere estar persuadido de que su superior acepta fundadas esperanzas de su enmienda y sentirse otra vez llevado de su mano por el camino de la virtud. Más se consigue con una mirada caritativa y con palabras alentadoras, que ensanchan el corazón, que con una lluvia de reproches que inquietan y reprimen su vitalidad. He presenciado verdaderas conversiones con este sistema en casos que parecían de todo punto insolubles. Sé que algunos de mis hijos predilectos no tienen reparos en manifestar abiertamente que fueron de este modo ganados para la Congregación y, consiguientemente, para Dios. Todos los jóvenes tienen sus días malos, como los tenéis vosotros; y ¡ay si no tratamos de ayudarles a que los pasen pronto y sin más contratiempos! A veces, con sólo dar a entender que no lo han hecho con malicia basta para evitar que recaigan en la misma falta. Serán culpables, pero desean no ser tenidos por tales. ¡Afortunados de nosotros si sabemos servirnos de tan excelente medio para modelar esos pobres corazones! Creedlo sinceramente, mis queridos hijos: este arte, que parece tan baladí y contrario a todo éxito, hará fecundo vuestro ministerio y conquistaréis corazones que fueron, o por ventura serían, largo tiempo incapaces no sólo de felices resultados, pero ni siquiera de alguna esperanza.

SOBRE LOS CASTLGOS QUE PUEDEN EMPLEARSE Y A QUIÉN COMPETE SU EMPLEO Entonces, ¿nunca se ha de echar mano de los castigos? Sé, queridos de mi alma, que el Señor gusta de compararse a una vara vigilante, para retraernos del pecado también por el temor de las penas. Por consiguiente, nosotros también podemos y debemos imitar, parca y sabiamente, la conducta de Dios trazada con tan maravillosa imagen. Usemos, pues, de esta vara, pero sepámoslo hacer con inteligencia, con caridad, a fin de que nuestros castigos produzcan efectos saludables. Tengamos presente que la fuerza bruta castiga el vicio, pero no cura al vicioso. No se cultiva una planta con ásperos cuidados, como tampoco se educa la voluntad gravándola con un pesado yugo. He aquí algunos castigos que yo querría fueran los únicos que se empleasen entre nosotros: - Uno de los medios más eficaces de reprensión moral consiste en una mirada de disgusto, severa y triste del superior, que dé a entender al culpable, a poco corazón que tenga, que cayó en desgracia; esto le moverá, ciertamente, al arrepentimiento y a la enmienda. - Corregid en privado y paternalmente. No deis excesivos reproches. - Hacedles sentir el disgusto que ocasiona a sus padres y la esperanza de la recompensa; y, a la larga, se verá obligado a mostrarse agradecido y hasta generoso. - Si recayere, no seamos tacaños en el perdón; amonéstesele con seriedad y con pocas palabras; de esta manera podremos ponerle delante de sus ojos su propia conducta, en contraste con los miramientos que se le tienen, echándole así en cara su poca correspondencia a tantas delicadezas, a tantos cuidados para librarlo de la deshonra y de los castigos. - Nunca, empero, le dirijáis expresiones humillantes; inspiradle confianza, mostrándoos prontos a olvidarlo todo apenas dé señales de mejor conducta.

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- En las faltas más graves se puede acudir a los siguientes castigos: poner de pie en su sitio o en mesa aparte, comer derecho en la mitad del comedor y, si llegase el caso, a la puerta del comedor. Pero, en todos estos casos, ha de servírsele al castigado la misma comida que a sus compañeros. - Castigo grave es privar de recreo, mas nunca se ha de poner al sol o a la intemperie, de suerte que sufra daño alguno. - El no preguntarle un día la lección puede ser un castigo muy notable; esto, empero, no se prodigue. Y, en cualquier, caso, ínstesele a hacer penitencia de otro modo por su falta. ¿Y qué diré de los pensums (copias)? Tal castigo es, por desgracia, demasiado frecuente. He querido enterarme de lo que al respecto dicen los más célebres educadores. Los hay que los aprueban y quienes los vituperan como cosa inútil y peligrosa; tanto para el maestro como para los discípulos. Yo os doy libertad de acción en este punto, indicándoos, sin embargo, que existe para el maestro el riesgo de cometer excesos sin ningún fruto, y, para el alumno, la ocasión de murmurar y de granjearse la ajena conmiseración por la aparente persecución del maestro. El pensum nada rehabilita y es siempre una vergüenza. Sé que alguno de nuestros hermanos acostumbraba dar por pensum el estudio de algún fragmento de poesía o prosa y, de esta manera, obtenía una mayor atención y aprovechamiento intelectual; se verificaba ahí lo que dice San Pablo: de todo puede sacar provecho para el bien quien busca sólo a Dios, su gloria y la salvación de las almas. Este hermano vuestro convertía con los pensums. Yo creo que se trataba de una verdadera bendición de Dios y de un caso realmente raro; pero le resultaba, porque lo veían caritativo. En cambio, nunca se use del, así llamado, cuarto de reflexión. No hay abismo en que no puedan precipitar al joven la rabia y la afrenta que le asaltan en castigos de este tipo. El demonio, aquí, adquiere un imperio violentísimo sobre él y le invita a graves locuras para vengarse así de quien quiso castigarle de aquel modo. En los castigos hasta ahora examinados, únicamente se tuvieron en cuenta las faltas contra la disciplina del colegio; pero en los casos dolorosos, en que algún alumno diese grave escándalo o cometiese pecado contra el Señor, será llevado inmediatamente al superior, el cual, según le dicte su prudencia, tomará las decisiones eficaces que el caso aconseje. Si no reacciona con todos los medios de enmienda y resulta de mal ejemplo y escándalo, sea alejado sin remisión; pero, eso sí, haciendo lo posible por salvar su honor. Puede conseguirse esto último aconsejando al joven que convenza a sus padres de que lo saquen o aconsejando sin más a los propios padres un cambio de colegio, con la esperanza de que su hijo mejore en otra parte. Finalmente, me queda por deciros todavía de quién ha de partir la orden de castigo y cuál ha de ser el tiempo y el modo de castigar. Siempre ha de ser el director el que dé la orden, pero sin que él aparezca. Es cosa suya la corrección privada, porque más fácilmente que los demás puede entrar en los corazones más difíciles; como también pertenece a él la corrección genérica y pública; y también le corresponde la aplicación del castigo, pero sin que, por vía ordinaria, haya de ser él quien lo intime o ejecute.

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Por lo tanto, no quisiera que nadie se resolviese a castigar sin previo consejo y aprobación del director, el único a quien corresponde determinar el tiempo, el modo y la clase de castigo. Nadie se sustraiga a esta dependencia de la autoridad ni busque pretextos para eludir su supervisión. No tiene que haber excusas para no cumplir regla de tanta importancia. Atengámonos todos a esta disposición que os dejo, y Dios os consolará y os bendecirá por vuestra virtud. Recordad que la educación es empresa de corazones y que de los corazones el dueño es Dios. Nosotros no podemos nada si Dios no nos enseña el arte y no nos pone las llaves en la mano. Por consiguiente, esforcémonos mucho, con humildad y entera dependencia, en la conquista de esta plaza, que es el corazón, y que siempre estuvo cerrada al rigor y a la acritud. Trabajemos por hacernos amables. Inculquemos denodadamente el sentimiento del deber, del santo temor de Dios, y veremos abrirse con admirable facilidad las puertas de miles de corazones, que se nos asociarán para cantar de consuno las alabanzas y las bendiciones de aquel a quien plugo ser nuestro modelo, nuestro camino y nuestro dechado, en todo, pero singularmente en la educación de la juventud. Rezad por mí y creedme siempre, en el sagrado Corazón de Jesús, afectísimo padre y amigo. JUAN Bosco, Pbro. Turín, fiesta de San Francisco de Sales, 29 de enero de 1883.

Pistas para la reflexión -

¿Qué es lo que te ha llamado más la atención? Saca las 10 frases más significativas para ti. ¿Cuál es tu práctica actualmente sobre los castigos? ¿Qué elementos de los expuestos tienes más en mente? ¿Estás de acuerdo con Don Bosco en lo de que en la medida de lo posible no hay que castigar nunca? “La letra con sangre entra”. Analiza este refrán castellano a la luz de la Carta expuesta. Relee la carta como si estuviera dirigida a ti únicamente. Haz un análisis de la relación pedagógica que mantienes con los chicos y analiza los puntos en los que puedes mejorar y los ya logrados a la luz de la carta.

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