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Pensamiento fílmico | Número 8 | Primavera 2014 | Una publicación de la Cineteca Nacional
malentendidos
DEL LARGOMETRAJE DE AUTOR Tres imágenes de la mujer en el cine mexicano | Alan Berliner | Harun Farocki
coNTENIDO directorio Consejo Nacional para la Cultura y las Artes presidente
Rafael Tovar y de Teresa secretario cultural y artístico
Saúl Juárez Vega secretario ejecutivo
Francisco Cornejo Rodríguez Cineteca Nacional
Número 8 | Primavera 2014
director general
Alejandro Pelayo Rangel Icónica director editorial
Abel Muñoz Hénonin editor
José Luis Ortega Torres redacción
Gustavo E. Ramírez Carrasco, Israel Ruiz Arreola diseño
Fabiola Pérez Solís concepto gráfico original
La cama de Asención, Emmanuel Ordóñez
4
Una inmersión en el cine de David Cronenberg, Sonia Rangel
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La memoria de las máquinas en el cine de Alan Berliner, Gustavo E. Ramírez Carrasco
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Harun Farocki: La manipulación de las imágenes, Abel Cervantes
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Dossier: Malentendidos del largometraje de autor
Maru Aguzzi distribución
El nombre del autor, Abel Muñoz Hénonin
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Del largometraje al GIF, Israel Ruiz Arreola
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Las devaluadas monedas de cambio de la cinefilia, José Luis Ortega Torres
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Miriam Jiménez investigación iconográfica
Patricia Talancón Solorio consejo editorial
Jorge Ayala Blanco, Carlos Bonfil, Nelson Carro, Abel Cervantes, Raúl Miranda venta de espacios
Texto recuperado
David Domínguez Tsenner relacionespublicas@cinetecanacional.net / 4155 1229
Presentación, Abel Muñoz Hénonin
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Icónica (año 2, número 8, abril-junio 2014) es una
Fragmentos de Desarrollo del método gráfico para el empleo de la fotografía, Étienne-Jules Marey
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publicación trimestral editada por Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos, S.N.C., Fideicomiso para la Cineteca Nacional, Av. México-Coyoacán 389, colonia Xoco, C.P. 03330, México, D.F. Teléfono: 4155-1215. Correo electrónico: iconica@cinetecanacional.net. Editor responsable: Abel Muñoz Hénonin. Certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: 04-2011-081610413100-102; ISSN: 2007-3895, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15807, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y
CRÍticas 12 años esclavo 40 | Upstream Color: Los colores del destino 42 | El Lobo de Wall Street 44 | Nebraska 45 | Ella 46 | La imagen ausente 47 | De tal padre, tal
Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por Impresos Bautista, Amado Nervo #53, col. Moderna, México, D.F. Tiraje: 2,000 ejemplares. Distribuída por EDUCAL, Avenida Ceylán #450, col. Euzkadi, México, D.F.
hijo 48 | El club de los desahucidados 48 | El Alcalde 49 | House of Cards, 2ª temporada 49 | Balada de un hombre común 50 | Nuestra Sun-hi 50 | La plaza 51 |
Los textos publicados aquí son total responsabilidad de sus autores y no reflejan las políticas institucionales de la Cineteca Nacional ni el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de
Matar extraños 51 | Narco cultura 52 | Escándalo americano 52 | Lego: La película 53 | Trances 53
los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Cineteca Nacional.
En portada: Autorretrato de Diego Velázquez (c. 1640). Museo de Bellas Artes, Valencia, España.
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La cama de Ascensión Sara García, Sasha Montenegro o Lola la Trailera, y Ascensión, la anciana de Japón, pueden verse como tres puntos en la representación fílmica de la mujer mexicana. Tras leer el texto queda una duda: ¿qué tienen que decir al respecto las mujeres? por Emmanuel Ordóñez
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La buena mujer es Sara García: vieja, pudorosa, arropada, callada y paciente. Aquí en una imagen de Los Fernández de Peralvillo (Alejandro Galindo, 1953), con un vestido largo de color neutro y preparando los alimentos. © Alianza Cinematográfica Mexicana S.A de C.V.
… tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma. Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. Octavio Paz Imaginemos un ejercicio de zapping. Prendes la televisión y está el Canal 2 (no tienes cable). Aparece Pedro Infante en su traje de charro, sonriendo, diciendo alguna ocurrencia picante. Al instante sale su abuela y lo regaña: la señora García, de bastón y crucifijo al pecho, «¡Primero está la misa!». Pedro Infante se cuadra. No es lo más nuevo que has visto. Siguiente. Un hombre camina por una calle oscura y entra en un bar. Se sienta. Suena un jazz ramplón. Al centro hay una pista elevada y al fondo una cortina. No es un bar. Por la cortina se escurre Sasha Montenegro y empieza a contonearse, a mostrar piel, le guiña un ojo al hombre, todo muy lento. Es un cabaret. Tampoco lo más nuevo que has visto. Siguiente. Dos mujeres viejas, una más que la otra, típicas viejitas mexicanas, están sentadas en misa. La escena es larga, escuchas mucho de la homilía del sacerdote pero las ves a ellas. Hasta ahora todo bien. Corte: la mujer más vieja está desnuda, sentada sobre una cama. Un hombre, también desnudo, entra a
cuadro. «Acuéstese, señora». Ella obedece. Tú frunces el ceño. «Acérquese un poco. Ahora sí, dese la vuelta, por favor. ¿La puedo seguir tocando así?» Técnicamente, no hay nada en la tercera película que no hubiera en las primeras dos: abuelas y sexo, respectivamente. Buenas y malas mujeres. ¿De dónde, entonces, que la tercera salte? Las primeras dos no eran muy impresionantes pero eran cómodas, y la comodidad es placer. La tercera es lo contrario, como ver a tu abuela desnuda. O verla haciendo el amor. La película en cuestión es Japón (2002), de Carlos Reygadas. El filmE, en breve, cuenta la historia de un hombre maduro que huye de la ciudad hacia un pueblo miserable con la intención de matarse. Ahí, busca asilo en el jacal de una mujer muy vieja, Ascensión, en la cima de un monte. La relación, sosa al principio, evoluciona. Poco antes del final, en el momento de más confianza, él le propone a ella tener relaciones sexuales. La escena del zapping es este encuentro. La secuencia dura poco más de seis minutos. Desde el inicio, Ascensión ya está desnuda y se sienta sobre la cama. A continuación, el hombre le da indicaciones para acostarse bien y ella las sigue con torpeza. Luego, él se
acuesta también y la penetra quejumbrosamente. Ella está impasible. Al final, él llora y se separa de ella, le da la espalda. Entonces ella lo consuela. Lo acaricia igual que a un niño. El cine clásico mexicano no es sólo el espacio de representación más próximo a Japón por ser su antecedente en la misma disciplina, sino también el más sincero, porque, como sugiere Siegfried Kracauer, «las películas de una nación reflejan su mentalidad más directamente que otros medios artísticos por dos razones: primero, no son nunca el producto de un solo individuo; y segundo, están dirigidas a (y son atractivas para) la multitud anónima» 1. La manera, pues, de representar a la mujer en el cine, obedece a la concepción que la sociedad mexicana tiene de ella. La noción mexicana de feminidad es un tema muy complejo, pero baste citar algunas precisiones de Octavio Paz para esbozar una idea general: Los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hom1
Siegfired Kracauer. De Caligari a Hitler: Una historia
psicológica del cine alemán. Paidós, Barcelona, 2005, p. 48.
La oposición de valores simbólicos en las imágenes de Ascensión en Japón, de Carlos Reygadas, no sólo resulta incómoda sino altamente transgresora cuando se trata de símbolos vinculados al pathos de quien mira la imagen. © No Dream Cinema.
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La mala mujer es Lola la Trailera: joven, sensual, descubierta y parlanchina. En la imagen, el cartel de la película de 1983 que inició su saga del mismo nombre.
bre, ya de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral. (…) Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. (…) Para los mexicanos la mujer es un ser obscuro, secreto y pasivo. No se le atribuyen malos instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. (…) Frente a la actividad que despliegan las otras mujeres, (…) la mexicana opone un cierto hieratismo, un reposo hecho al mismo tiempo de espera y desdén 2.
Esta pasividad, entendida como virtud de la mujer, y la actividad, entendida como un vicio, generan la oposición maniquea buena mujer / mala mujer, binomio que obedece a la función femenina de mantener el sistema y la unidad impuestos por el hombre o el padre, que en términos políticos es el Estado-nación3. «A la inversa de la “abnegada madre”, de la “novia que espera” y del ídolo hermético, seres estáticos, la “mala” va y viene, busca a los hombres, los abandona».4 De ahí el culto a la madrecita santa y la condena a la mala madre, paradigmas que se reproducen, como señala Robles, en la Época de Oro del cine mexicano, donde las representaciones de la mujer se concentran entre la madre y la prostituta. En términos iconográficos, ambos extremos tienen características bien diferenciadas: la buena mujer es Sara García: vieja, pudorosa, arropada, callada y pacien-
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te; la mala mujer es Lola la Trailera: joven, sensual, descubierta y parlanchina. Y estas imágenes evacuadas desde la sociedad hacia el cine le son devueltas, contribuyendo a perpetuar, en ambos espacios (el de la sociedad y el de su representación), ambas caras de la identidad femenina mexicana. Ascensión es una buena mujer: es vieja, recatada (usa vestidos largos y de colores neutros y se acomoda el cabello, que apenas llega al cuello, con sólo dos pasadores) y servicial (aun contra sus indicaciones, prepara los alimentos y las bebidas para el hombre). El código de voz la define lo mismo: es callada y sumisa porque normalmente sólo habla cuando le dirigen la palabra, y en esos casos, utiliza una entonación suave. En la secuencia de que trata este ensayo, los códigos iconográficos dan un giro completo. Ascensión, asumida para entonces como una buena mujer (al grado de que en la escena inmediata anterior estuvo en la iglesia), es vista desnuda, como en el cine mexicano prototípico sólo se ve a las malas mujeres. Además, su sumisión y servicio, antes relacionados con las funciones de la buena madre (v.g. la preparación de los alimentos), se relacionan ahora con el acto sexual. Consterna que, al mismo tiempo, su comportamiento siga siendo el de una buena mujer: obedece en todo las indicaciones del hombre sin decir una palabra, y cuando él llora, lo consuela como a un hijo.
La oposición de valores simbólicos en una misma imagen no sólo resulta incómoda sino íntimamente transgresora cuando se trata de símbolos vinculados al pathos de quien mira la imagen: la mujer vieja, recatada y servicial es una madre o una abuela, pero desnuda y complaciente es una amante. Esta contradicción estimula los sentidos y los sacude. Frente a Sara García se reacciona sin chistar: se siente ternura. Frente a Sasha Montenegro también: deseo. Frente a Ascensión, ¿qué sentir? La vista de la anciana desnuda es un filo en el que se camina balanceándose entre un lado y otro, siempre a punto de caer. Un spoiler: la vieja muere al final de la película. Con ella mueren también la abuela García y Sasha Montenegro; María Isabel y Lola la Trailera; todas ellas encarnadas en la anciana de Reygadas. Su cama es una piedra de sacrificios en la que se quiebran los íconos sagrados del cine mexicano. Adiós, madrecita santa. Adiós, prostituta cruel. Con la sangre que escurre de su corazón palpitante nos lavamos el rastro y el olor de sus fantasmas obsoletos. I 2
Octavio Paz. El laberinto de la soledad. Obras
completas, volumen III. Fondo de Cultura Económica, México, 1996, pp. 65-71. 3
Óscar Robles. Identidades maternacionales en el cine de
María Novaro. Peter Lang Publishing, Nueva York, 2005, p. 50. 4
Paz, op. cit., p. 67.
ENSAYO
Una inmersión en el cine de David Cronenberg En gran parte del cine de David Cronenberg está en juego la transformación, el devenir. Sus personajes están en el trance de volverse animales, máquinas, mujeres… La identidad es transformación. por Sonia Rangel
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Para Deleuze el devenir femenino es la llave a otros devenires. M. Butterfly (1993) es un ejemplo de este flujo de moléculas que expone el trayecto de una mujer creada por un hombre. © Geffen Pictures / Miranda Productions Inc.
I No quiero tener acceso directo al cerebro, sistema nervioso y sensibilidad de mi público. Quiero que él tenga un acceso directo al mío... Entonces puede rechazarlo, absorberlo, verse afectado por él o malinterpretarlo. David Cronenberg El cine moderno tiene como figuras el cuerpo y el cerebro, mismas que también serán el objeto del cine experimental. Experimental en dos sentidos: en que se experimenta con los elementos del cine (sonidos, música, texto, imagen, etc.) y en el sentido en que el cine produce una máquina de experimentación, modificación de la percepción de tránsito a una percepción háptica cuyo efecto es la inmersión. Más que de los cuerpos, el cine experimental es un cine de las máquinas y de los devenires maquínicos: máquinas deseantes, máquinas delirantes, paranoicas... Esta forma de cine expone los devenires maquínicos y a la vez produce cuerpos sin órganos. Deleuze escribió que el «cuerpo sin órganos puede ser cualquier cosa, un cuerpo viviente, una tierra, lo que ustedes quieran, designa un uso. Suponemos que un cuerpo sin órganos es siempre experimental, por eso nunca está dado» 1. Por otro lado, para él una máquina es un sistema de corte de flujos. La imagen
corta los flujos exponiéndolos, haciéndolos visibles: flujos de pensamiento, flujos de afectos, devenires más que historias. Si el cine deviene máquina de experimentación es porque al romper con el esquema sensoriomotor, rompe a la vez con la máquina de interpretación. Encontramos un ejemplo en el cine de David Cronenberg. Su cine es un espacio de mutaciones, una interzona cartografiada desde los primeros filmes del autor, Parásitos asesinos (Shivers, 1975) y Rabia (Rabid, 1977), en donde se expone la idea de la mutación como proceso del deseo. Así en Parásitos asesinos, Cronenberg juega con la idea de un virus erótico que se contagia por contacto sexual y cuyo efecto es la liberación del deseo. Por su parte, Rabia traza el proceso del devenir no humano de una chica que después de una intervención quirúrgica entra en un flujo mutante: vampiro cuya mordida provoca una liberación de la violencia. No hay nada que interpretar. Hay espacio intensivo más que extensivo, un flujo de fuerzas que atraviesan, desestructuran y re-configuran el cuerpo. El deseo, al no carecer de nada, constituye y traza su propio campo de inmanencia, sus líneas de fuga: el placer y la potencia. Cronenberg es un cineasta del cuerpo, de sus mutaciones y posibilidades como zonas de
experimentación, un cuerpo experimental, maquínico, que sigue sus propios flujos, que traza sus propias líneas, un campo intensivo que se escapa de sí, que se fuga y deviene otro: cuerpo sin órganos, devenir animal o devenir no humano. La obra de Cronenberg además de ser un cine del cuerpo es un cine de la experiencia, de la realidad como experiencia de y en el cuerpo, experiencia que se expone como un proceso de devenir que transita y es transitado por los cuerpos, intensidades desterritorializantes por las cuales muta y se propaga diseminándose. En La mosca (The Fly, 1986), así como en su versión de El almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1991) de William Burroughs en donde se expone el doble proceso del devenir. Los devenires no son sólo procesos de mutación sino de doble captura, de entre-ser: son interzonas. El devenir es una simultaneidad pasado-futuro que esquiva el presente, un proceso paradójico que tira hacia dos lados: la desterritorialización y la quididad. Esto es expuesto en El almuerzo desnudo a partir de dos vías: la línea de fuga de la creación, en este caso, la línea de fuga de la escritura y el agujero negro de la droga. Recordando un poco, en la película 1
Gilles Deleuze. Derrames: Entre el capitalismo y la
esquizofrenia. Cactus, Buenos Aires, 2005, p. 199.
El cine de David Cronenberg es una interzona, un espacio intermedio entre la creación y la alucinación. En El almuerzo desnudo (1991) la primera está representada por la escritura (la máquina de escribir) y la segunda por la droga (el insecticida). © Film Trustees Ltd. / Naked Lunch Productions.
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ENSAYO un escritor se dedica a vender un insecticida que además de ser insecticida es una especie de droga a la cual su esposa es adicta. Un día, realizando la rutina de Guillermo Tell, Will (el escritor) mata por accidente a su esposa y esto lo lleva a huir a la interzona. La interzona es justo el espacio entre, que se abre en el proceso de creación, pero también es el espacio de la alucinación, de manera tal que se da una indiscernibilidad entre lo que es producto de la escritura, lo que alucina Will y lo que sucede. En este sentido el arte presenta y expone trayectos donde la «imagen no es sólo un trayecto, sino devenir. El devenir es lo que sustenta el trayecto, como las fuerzas intensivas sustentan las fuerzas motrices» 2. El devenir no tiene que ver con el desplazamiento sino con el trayecto, este es intensivo no extensivo. Tiene que ver con los flujos que nos atraviesan y modifican nuestra experiencia abriéndonos a micropercepciones. La droga, al modificar nuestra percepción, produce un devenir molecular en donde hay también una modificación de la velocidad gracias a la cual lo imperceptible es percibido, percepción molecular en donde el deseo inviste a la percepción y a lo percibido. Por su parte, David Cronenberg afirma que: «Siempre que influimos sobre nuestro cuerpo, ya sea viendo TV o con las drogas (inventadas o del tipo que sean) estamos alterando nuestra realidad» 3. Alterando nuestra experiencia
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estamos modificando nuestra sensibilidad, con lo cual se da una mutación de nuestra percepción del mundo. El cine, tanto como la música o la droga, pertenece al régimen de los afectos, cuyo efecto es una forma de delirio, es decir, que implica el paso de un umbral de intensidad a otro umbral de intensidad. II Creador es aquel que crea se crea sus propias Imposibilidades al mismo tiempo que crea lo posible. Gilles Deleuze El cine traza una cartografía por donde pasa una línea de fuga revolucionaria, cartografía de flujos que se exponen, nos invaden y en los cuales nos sumergimos. Para Deleuze los afectos son armas y las armas son afectos que nos golpean y transgreden, arrastrándonos a formas de experimentación, a devenires en un viaje inmóvil e imperceptible. El arte en general nos muestra y produce trayectos y devenires. Modificación de la sensibilidad, percepción molecular por influjo de la cual se detiene el mundo, se agrandan las cosas como en un primer plano cinematográfico, esa realidad agujereada o granular. Las cosas se fisuran haciendo pasar líneas de fuerza por los agujeros. Así, el devenir es un proceso de captura, de doble captura, pero también el devenir siempre es minoritario,
molecular. Crea un bloque experimental de alianza que, ya sea por contagio o por rizoma, es una unión contra natura. En este sentido, consideramos que en el cine experimental justamente opera un proceso de doble captura entre la imagen y los afectos que ésta lanza como proyectiles al espectador, cuyo efecto son flujos mutantes, micropercepciones, procesos alucinatorios, agenciamientos en donde se hace perceptible lo imperceptible. El arte tiene como finalidad experiencial desencadenar devenires: devenir animal, devenir mujer, niño. El devenir no sólo es el proceso del deseo, una doble captura intensiva, sino también la irrupción de un cambio de velocidad. Si para Deleuze el devenir mujer es la llave a otros devenires es justo porque muestra el proceso de doble captura, la tensión constante, el movimiento de los flujos entre moléculas: «[…] ni imitar ni adquirir la forma femenina. En dos películas de David Cronenberg hay ejemplos del devenir mujer: Crímenes del futuro (Crimes of the Future, 1970) y, principalmente, en M. Butterfly (1993), que retoma una obra de teatro de David Henri Hwang. En el filme, René Gallimard, diplomático francés en China, 2
Deleuze. Crítica y clínica. Anagrama, Barcelona, 1996,
p. 94. 3
Chris Rodley (editor). David Cronenberg por David
Cronenberg. Alba, Barcelona, 2000, p. 214.
ENSAYO
Los monstruos de Cronenberg no sólo representan mutaciones físicas, sino procesos de doble captura que se estiran hacia dos lados: la desterritorialización y la quididad. A la izquierda, una imagen de su versión de La mosca (1986). © Brooksfilms.
«En eXistenZ (1999), Cronenberg aborda la tensión entre lo real y lo virtual mostrando que tanto lo real como lo virtual son formas de experiencia o, dicho en términos deleuzianos, que lo virtual es una forma de lo real». © Alliance Atlantis Communications / Serendipity Point Films.
acude a la ópera y se enamora de la cantante Song, quien interpreta M. Butterfly. Todo el filme expone el trayecto en el cual Song, sostenida por movimientos y gestos del cuerpo, inventa una forma de ser mujer creada por un hombre, poniéndola en escena: deviene la mujer que desea Gallimard pero, a su vez, el influjo femenino hace que René descubra que Butterfly no es Song sino él. Por otra parte, en el cine experimental no hay diferencia entre lo real y lo virtual, abriéndose una interzona en donde las figuras transitan. Así en eXistenZ (1999), Cronenberg aborda la tensión entre lo real y lo virtual mostrando que tanto lo real como lo virtual son formas de experiencia o, dicho en términos deleuzianos, que lo virtual es una forma de lo real, no su contrario; problema que expone a partir de un juego de video, eXistenZ, que se juega conectándose a una consola
cyborg por medio de un implante, un biopuerto como interface situada en la espina dorsal que conecta al usuario con la consola, haciéndolo entrar en la realidad virtual del juego. Este filme no sólo explora la relación entre lo real y lo virtual, sino también cómo la creación de imágenes digitales da lugar a la creación de entornos virtuales, que se convierten en portales de experimentación, lo que a su vez implica no sólo la modificación de nuestro aparato perceptivo, sino también una mutación de nuestros cuerpos, siendo la experiencia virtual una experiencia corporal. La experiencia virtual no sólo supone y parte de una modificación de la sensibilidad, dada por la transformación de las condiciones de la experiencia clásica: el espacio y el tiempo. Sino que por lo mismo supone una ampliación de las posibilidades de la experiencia. I
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La memoria de las máquinas en el cine de Alan Berliner La historia y los problemas personales pasados por el aparato cinematográfico son el eje del trabajo de Alan Berliner. El autor redactó este ensayo tras asistir tanto a la retrospectiva como al seminario del cineasta organizados por DocsDF en colaboración con Ambulante. por Gustavo E. Ramírez Carrasco
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En Nobody’s Business (1996), Alan Berliner somete a su propio padre, un testarudo y hermético Oscar Berliner, a un incisivo ejercicio de memoria familiar. El resultado va más allá de lo íntimo para convertirse en una introspección de la cultura judía estadounidense del siglo XX. En la imagen, el director entrevistando a su padre.
A
quí, rebobinada, una propuesta de definición poética para el cine documental: «la arquitectura de la realidad traducida a imágenes y sonidos». Una posible actualización de la definición clásica con la que John Grierson, el primer teórico reconocible del documental, demarcó sus alcances para cimentar, desde una época tan temprana como los años veinte del siglo pasado, su potencial plástico, ideológico y mediático, ajeno a los códigos de los géneros por entonces en formación, y sólo anclado a la idea de la verdad como último fundamento1. Y es que, sobre todo en tiempos como los nuestros, en los que la hiperespecialización y la interdisciplinariedad como modas intelectuales postmodernas debilitan las fronteras conceptuales, el concepto de documental parece, también, repentinamente inacabado. Ha adquirido, así, cualidades de “ciencia blanda” en términos de una epistemología de las imágenes en movimiento, y tanto su creación como su consumo se han distanciado de las delimitaciones genéricas que acompañaron su inserción tanto en la televisión (muy probablemente su principal difusora) como en la exhibición en salas de cine. Entre las escuelas más o menos identificables que incorporan la evolución discursiva del cine documental desde los primeros momentos de su escisión paulatina del reportaje televisivo y el cine de propaganda, el reciclaje y la remezcla de archivos audiovisuales tienen una visibilidad significativa. Como una especie de tendencia estética del historicismo en los últimos años, han tejido alrededor de la recuperación de imágenes –en su mayoría analógicas y producidas durante el siglo XX– una
corriente contemporánea que va más allá de las imágenes en movimiento. La influencia de esta estética de la nostalgia, como podríamos denominar a este fenómeno de apropiación de la forma (y en ocasiones también del discurso y el contenido) del pasado reciente se extiende entre territorios de la comunicación tan disímiles como la fotografía, las artes gráficas o la producción sonora, y sitúa a buena parte de la cultura expresiva y de comunicación de nuestros días como una producción directamente derivada de la revisión consciente del pasado, sus códigos industriales y procesos ideológicos. Es en esa corriente donde podemos identificar a mediados de los 80, al menos en su preocupación estética central, y en el contexto de la experimentación audiovisual de otros artistas como Craig Baldwin (más orientada al cine fantástico) y Abigail Child (con un interés en la reflexión sobre la cultura contemporánea), a su vez influenciados por el trabajo paradigmático de Bruce Conner (A Movie, 1958; Report, 1967), la obra de Alan Berliner, uno de los autores más propositivos del irónicamente llamado documental de creación contemporáneo, y quien ha hallado sobre todo en el libre montaje de películas caseras (found footage o metraje encontrado) una técnica y un marco teórico contundentes para proyectar una reflexión cultural construida lúdicamente. Pero la obra de Berliner (hasta el momento seis largometrajes, varias películas cortas y una extensa producción artística que incluye instalaciones, fotografías y objetos) no se circunscribe sólo a la recuperación y reapropiación de imágenes, envuelve en cambio todo una concepción de juego y collage que,
casi siempre orientada a la reformulación de la gramática cinematográfica, conduce a la experimentación más allá de la técnica para convertir a sus personajes (o usuarios, en caso de las piezas e instalaciones en museos) en sujetos de interactividad. De la misma forma, sus películas buscan la autoexploración e implementan en el camino una arqueología de objetos e imágenes orientada a la comprensión e interpretación de la memoria inmediata, casi siempre en torno a lo íntimo o lo familiar. Sin embrago, en el caso de su obra audiovisual, al mismo tiempo que ésta podría alinearse con un lenguaje documental (en términos de su constitución narrativa) y una gramática más o menos establecida en el cine –sobre todo aquel cine que encuentra en el juego y la experimentación un punto de fuga–, proponen también una supresión radical de las terminologías y los convencionalismos cinematográficos. El documental performático En sus términos más tradicionales, la construcción narrativa del cine documental consiste en una apropiación verista de los hechos, lugares y personajes de la realidad a partir de los medios de registro y su posterior reensamblaje en el acto intelectual del montaje. Esta apropiación tiene lugar a través de situaciones ya establecidas y espacios naturalmente determinados (aunque nunca estáticos), 1
En First Principles of Documentary (1932-34), este
cineasta y teórico definió al documental como «el tratamiento creativo de la actualidad», las «descripciones torpes» que lo aproximaban al travelogue y otras formas turísticas o propagandísticas del cine.
El cine de Alan Berliner, siempre identificado en los márgenes del documental por su propensión a lo testimonial, a la factura o, en palabras del teórico francés del documental François Niney, a la «impresión directa de la realidad», combina más de un género. Aquí una fotografía de Berliner en su estudio de Nueva York, en la que se puede ver parte del acervo personal que utiliza en sus películas.
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Izquierda: En The Sweetest Sound (2001), Berliner construye una reflexión sobre los orígenes y las implicaciones socioculturales de su propio nombre, a través de la reunión de “todos” los Alan Berliner del mundo. Derecha: Pensada como una continuación del trabajo autobiográfico de su abuelo, Joseph Cassuto, en Intimate Stranger (1991), Berliner retoma un libro de memorias trunco. En la imagen, el sobre de una carta escrita por Cassuto a su familia estadounidense desde Tokio, Japón.
que los dispositivos, siempre al servicio de la subjetividad de los autores, irán develando (construyendo) a partir de algo parecido a un método de investigación en ciencias sociales. Esto parece evidente en la mayoría de los productos audiovisuales de no ficción, desde clásicos como Moana (Robert Flaherty, 1926), The Plow that Broke the Plains (Pare Lorentz, 1936) o Noche y niebla (Nuit et Brouillard, Alain Resnais, 1955) por dar ejemplos arbitrarios y muy distintos entre sí, a películas más contemporáneas, y en apariencia más vanguardistas, que someten sus lecturas de lo real a marcos estéticos elaborados: Man on Wire: La hazaña del siglo (Man on Wire, James Marsh, 2008), por mencionar al documental de reconstrucción histórica, o Ventana del alma (Janela da Alma, João Jardim y Walter Carvalho, 2001), entre muchas otras en el terreno del cineensayo. El cine de Alan Berliner, siempre identificado en los márgenes del documental por su propensión a lo testimonial, a la factura o apropiación de la «impresión directa de la realidad»2 –aunque bien su propio autor ha declarado no circunscribirse, al menos de manera teórica, a una modalidad cinematográfica en particular–, combina más de una orientación genérica. Pero si bien es cierto que su eclecticismo lo lleva de la revisión histórica y la reflexión sobre los antecedentes de la cultura norteamericana reciente y su proyección en el presente a la autobiografía como ejes de análisis, su estilo reporta directamente al cineensayo, con elementos que remiten a la obra experimental de cineastas emblemáticos de la ruptura narrativa del cine como Dziga Vértov, Chris Marker o Jonas Mekas, a quienes Berliner
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admira y homenajea en guiños sutiles a lo largo de su trabajo cinematográfico. Con un estilo abigarrado tanto en elementos formales (edición frenética y sucesión aleatoria de formatos) como en derivaciones narrativas y temáticas (que saltan de un lugar a otro como en una conversación casual), pero al mismo tiempo esquemático y extremadamente organizado en su estructura, las películas del director nacido en Nueva York en 1956 proponen dinámicas en sus personajes que los convierten en mucho más que sujetos de registro en términos del documental convencional. Esto queda claro en películas como The Sweetest Sound (2001), el primer largometraje de Berliner en el que los materiales de archivo (de origen casero –metraje encontrado– o industrial –filmes clásicos de ficción y animación–) no conforman el cuerpo principal. Aquí, el director construye una hilarante reflexión sobre los orígenes y las implicaciones sociales de su propio nombre (incluidos el carácter multicultural en su genealogía y los orígenes lingüísticos y culturales de su apellido) a través de una búsqueda virtual, que tiene en la reunión de “todos” –o al menos aquellos que se podían rastrear a través de las redes de internet disponibles a principios de la década de los dosmiles– los Alan Berliner del mundo, la médula de su reflexión. El resultado de la búsqueda, que transcurre a través de una divertida matización sobre la arbitrariedad relativa de los nombres occidentales, conforma una pieza testimonial que trasciende la exploración histórica o actual de hechos o circunstancias culturales del cine documental tradicional para
derivar en un modelo audiovisual de prestidigitación performática. Una escena en particular, entre las muchas de su tipo que constituyen el estilo de Berliner a lo largo, sobre todo, de sus tres más recientes largometrajes, pueden ayudar a clarificar este punto: la docena de convocados, provenientes de varios lugares del mundo –incluido, en una graciosa coincidencia, el realizador belga Alain Berliner, autor de la conocida Mi vida en rosa (Ma vie en rose, 1997)–, sentados alrededor de una mesa circular intervenida con grandes manecillas de reloj en la casa de Berliner en Nueva York, intentado dilucidar sus coincidencias sociales, étnicas e intelectuales. La imagen dialoga con los intereses performáticos del director neoyorkino, expuestos en piezas de “arte contemporáneo” como The Language of Names (2002), montada en el Walker Art Center de Mineápolis, en la que los nombres, orígenes geográficos, culturas y religiones de los visitantes del museo conforman un poema visual que devela coincidencias y entrecruzamientos. Pero The Sweetest Sound no es la única película de Berliner que utiliza la prestidigitación y la experiencia performática para explorar el fondo de una situación específica o una configuración social. En Wide Awake (2005), uno de sus trabajos más recientes, el cineasta retrata algunos aspectos de su vida íntima a partir de una problemática particularísima envuelta en circunstancias sociales 2
François Niney. La prueba de lo real en la pantalla:
Ensayo sobre el principio de realidad documental. Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, México, 2009, p. 31.
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y familiares específicas: sus problemas crónicos para conciliar el sueño. Como en The Sweetest Sound y al menos dos de sus películas anteriores, Intimate Stranger (1991) y Nobody’s Business (1996), Berliner parte de su universo individual, rodeado de referencias íntimas y personajes cercanos a su vida de todos los días, para realizar un escaneo semántico en por lo menos dos niveles de lectura, primero sobre la atmósfera cotidiana que contextualiza su insomnio, después, de las condiciones que en la sociedad occidental contemporánea (principalmente la estadounidense neoyorkina) fomentan la enfermedad de la falta de sueño como un síndrome inseparable de la saturación simbólica de la modernidad. Pero, si entre todos sus filmes, fundamentalmente enfocados en la autoexploración y la elaboración de un tipo particular de etnografía genealógica, Wide Awake puede verse como el más personal es porque en su concepción hace de su propio autor el sujeto principal del proceso performático que le da origen y sustancia. Se trata, pues, de una especie de endoscopía en la mente del cineasta, que, como suele suceder en cierta vertiente del cineensayo documental de los últimos años –casi siempre autocomplaciente, y pocas veces como aquí construido con franqueza–, pretende en medio de un autosometimiento experimental, la consumación de la catarsis. Un cine de máquinas En su conjunto, la obra audiovisual de Alan Berliner parece estar alineada en cada parte y proporción como una pieza de relojería de alta precisión, equivalente en el plano cinematográfico a un producto de ingeniería artesanal que, pese a su mecanicidad puntual,
opera desde la belleza de lo aleatorio del orden natural. Es, en una analogía aparentemente vaga de la historia del arte mecánico, como los más sofisticados autómatas construidos en los siglos XVII y XVIII para deleite de los monarcas (pensemos por ejemplo en el dibujante o el escribano, piezas construidas por el artista e ingeniero Pierre Jaquet Droz en el siglo XVIII para las cortes europeas): máquinas antropomorfas de apariencia aristocrática capaces de, a partir de una armonía de la precisión, imitar los movimientos humanos por medio del funcionamiento orgánico de engranes y componentes en continua locomoción. En Intimate Stranger, como buen ejemplo de las tendencias maquínicas en el cine documental de Berliner, la investigación retoma a partir del registro y la compilación de documentos personales, familiares e históricos, el libro de memorias de Joseph Cassuto, abuelo materno del realizador, trunco al morir éste a mediados de los años 70. Pensada como una continuación del trabajo autobiográfico de un hombre que pasó prácticamente toda su vida –a lo largo del siglo XX– en tres continentes distintos (entre África del norte, Japón y Estados Unidos), la película despliega un tratado casi detectivesco que arroja suficiente luz sobre la constitución de la multiculturalidad en Estados Unidos y sus orígenes alrededor del mundo. El adhesivo que une las partes de este ensayo genealógico, la primera película del realizador en la que su familia representa el verdadero punto de partida de una lectura sociológica más amplia, es precisamente la multitud de elementos mecánicos que la envuelven. Los chasquidos rítmicos de la máquina de escribir en la que Cassuto mecanografió parte de sus memorias son incorpo-
rados a la película como elementos sonoros de transición, separando las imágenes en cortes rápidos y precisos, lanzados con la velocidad de los tipos mecánicos de la máquina sobre el papel; ruidos de automóviles y artefactos motorizados que ilustran con sonido los pasajes de la vida del abuelo; movimientos de cámara simulando vibraciones que se imbrican con la historia de vida contada por familiares con la intermediación de la propia voz en off del director. El mismo tratamiento resulta identificable en otras películas de Berliner, desde trabajos más experimentales como el cortometraje de 1985 Everywhere at Once (donde el sonido proveniente de un gran número de fuentes mecánicas se adhiere de forma indisociable a un gran número de imágenes de archivo) hasta sus más elaborados cineensayos Nobody’s Business, Wide Awake y The Sweetest Sound se componen de una mecanicidad atmosférica que unifica la obra del cineasta alrededor de una reflexión continua sobre la era industrial. Chasquidos metálicos en máquinas de escribir o teclados de computadoras, interfaces digitales de búsqueda con la diacronía sonora de su click tras click, sonidos de relojes mecánicos o lámparas que se encienden y apagan con musicalidad propia; todos ellos sincronizados con imágenes que se superponen en capas de montaje, pero sin arbitrariedad. Ese es el cine de Alan Berliner, un fuselaje cuidadosamente construido en el que se alberga una composición compacta de imágenes y sonidos. Ninguna película de más de 80 minutos de duración, como pianos de cola antes de la producción industrial, armados por un solo artesano a través de años de afinaciones constantes. I
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Harun Farocki: La manipulación de las imágenes Parte de la obra del cineasta –en la acepción más amplia de la palabra– alemán Harun Farocki es una reflexión sobre quiénes detentan el poder que se ejerce por medio de las imágenes. Una selección alrededor de dicho trabajo se presenta actualmente en el MUAC. por Abel Cervantes
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En La entrevista (1996), Farocki muestra a un grupo de personas que intenta capacitarse para efectuar una entrevista laboral.
I Una imagen no vale más que mil palabras. Como cualquier otra representación las imágenes son producto de una manipulación. Así, pueden ser utilizadas para proyectar sentidos distintos e, incluso, contradictorios. La obra de Harun Farocki ha girado alrededor de esta idea desde sus inicios como ensayista o cineasta. Pero el director no sólo examina el poder significativo de las imágenes a través de la teoría, sino que también explora la manera en que han sido usadas en contextos bélicos o de abuso de poder. En “Planocontraplano: La expresión más importante de la ley del valor cinematográfico”, ensayo aparecido en Filmkritik en noviembre de 1981, precisa: Son los autores, los autores-autores, los que se sublevan contra el principio del plano-contraplano. El procedimiento del plano-contraplano es un procedimiento del montaje que, sin embargo, repercute en el procedimiento de filmación, por lo tanto también en las ideas, en la selección y en el uso de las imágenes y lo que precede a la imagen 1.
Para Farocki este recurso convencional es una herramienta que se usa excesivamente
y, al mismo tiempo, se emplea principalmente con fines mercantiles. A propósito de un ensayo anterior publicado en la misma revista, el director alemán comenta: Klaus Wyborny ha retratado con precisión este concepto de plano-contraplano tomando en cuenta un aspecto, mostrando que sin el plano-contraplano no se puede hacer algo comercial. Asimismo, sin plano-contraplano todo luce amateur. Con plano-contraplano cualquiera puede hacer una película y, a la vez, si uno sabe hacer un filme sin plano-contraplano es considerado un amateur. (Y sólo es profesional si sabe hacer lo que cualquiera podría hacer). Pero la pobreza que queda expuesta ante la ausencia del contraplano se vincula con la pobreza formal de la práctica cinematográfica. A diferencia de lo que ocurre en otras artes escénicas, aquí no se aprovechan los gestos que condensan el tiempo o un sentido. Otra definición del planocontraplano: soportamos aquello difícil de soportar porque siempre aparece velado, con una mitad oculta que, sin embargo, sigue estando presente. Suficiente. Quizás haya más al respecto cuando la revista Filmkritik cumpla sus
cincuenta años. Para ese entonces será aún más evidente que todos los escenarios ya han sido filmados hasta el cansancio y que de nada sirve dividirlos infinitamente.2
La respuesta de Farocki a través de la puesta en imágenes indaga otras posibilidades de esta herramienta cinematográfica. En La entrevista (Die Bewerbung, 1996), el autor muestra a un grupo de personas que intenta capacitarse para efectuar una entrevista laboral. La cámara elige una perspectiva y desde ese lugar registra los acontecimientos. Así, el plano-contraplano no existe. Durante cerca de 60 minutos el espectador advierte el desencanto del neoliberalismo: una persona que intenta conseguir un trabajo debe comportarse según los estándares de las sociedades modernas para insertarse en el mundo productivo. A saber: mirar a los ojos al entrevistador, saludar con firmeza, contestar sin titubeos, tratar de transmitir seguridad… Si en la serie televisiva El reino (Riget, 1994/97), de Lars von Trier, el director danés se mueve precipitadamente, a veces girando alrededor 1
Harun Farocki. “Plano contraplano: La expresión más
importante del valor cinematográfico”, en Desconfiar de las imágenes. Caja Negra, Buenos Aires, 2013, p. 83. 2
Idem., p. 97.
Desde sus primeras películas, Harun Farocki «adoptó el distanciamiento brechtiano para emancipar al espectador». Uno de los ejemplos más emblemáticos se puede ver en la pieza Trabajadores saliendo de la fábrica en once décadas (2007), parte de la exposición Visión, Producción, Opresión que se presenta en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC).
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En Los creadores de los mundos de compras (2001), en la imagen, las posiciones del cliente y el publicista se enfrentan, pero la cámara no privilegia ninguna de ellas.
de los personajes o desplazando la cámara temblorosamente de un lugar a otro, para evitar el plano-contraplano convencional con el objetivo de mirar a los protagonistas desde puntos de vista inusitados y en Sin aliento (À bout de souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, el ritmo de montaje está acompasado por los jump-cuts que sin embargo no son elipsis sino deconstrucciones que deshacen el plano-contraplano, Farocki elimina el plano-contraplano para que el auditorio se sienta oprimido en las salas donde se efectúan las capacitaciones para las entrevistas laborales. Igualmente, crea una percepción temporal en la que los acontecimientos suceden en el presente. De esta manera las elipsis, los flashbacks y los flashforwards son irrelevantes. (Otra estructura narrativa interesante que se desprende de la descomposición del plano-contraplano se puede ver en Reconstrucción [Reconstruction, 2003], de Christoffer Boe, donde los personajes habitan escenarios contradictorios por la manipulación del montaje. El cineasta danés, seguidor de Godard, hace que sus protagonistas femeninas adquieran diferentes personalidades como un efecto de la disolución del planocontraplano.) Lo mismo puede mencionarse de Los creadores de los mundos de compras (Die Schöpfer der Einkaufswelten, 2001), que muestra la manera en que un grupo de publicistas planea una campaña para un cliente y le presenta las estrategias a seguir con el propósito de au-
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mentar sus ganancias. A pesar de que en este filme existen dos posiciones que se enfrentan (la del cliente y la de los publicistas), la cámara no privilegia ninguna de ellas. En cambio, se posiciona a una cierta distancia e intenta que el espectador mire dubitativamente los acontecimientos. II Desde sus primeras películas, Harun Farocki adoptó el distanciamiento brechtiano como una herramienta para emancipar al espectador. Así, las imágenes no sólo documentan las acciones, sino que también las cuestionan. Y algo más: disocian la cámara de la mirada. Kaja Silverman señala que Farocki «[t]ambién se pregunta por otras dos funciones de la cámara/mirada: lo que podría llamarse sus efectos “memorativos” y “mortíferos”. Estas dos funciones juntas sirven para definir, al menos en parte, el sistema representacional apropiado para la mirada» 3. Uno de los ejemplos más emblemáticos al respecto se puede ver en la exposición Visión. Producción. Opresión, que se presenta hasta el 15 de junio en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de Ciudad Universitaria, curada por Magnolia de la Garza y Cuauhtémoc Medina. La primera pieza, Trabajadores saliendo de la fábrica en once décadas (Arbeiter verlassen die Fabrik in elf Jahrzehnten, 2007), está constituida por 12 monitores donde se exhiben escenas de distintas películas que retratan la salida de los trabajadores
de una fábrica, desde las primeras cintas audiovisuales de los Lumière hasta Bailando en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), de Von Trier. ¿Cuál es el propósito del cineasta alemán? Como un loop, las escenas se repiten una y otra vez de manera infinita. El espectador que quiere escuchar su sonido debe colocarse audífonos. De esta forma, en un mismo tiempo, la instalación aísla e integra al espectador, que ve ante sus ojos imágenes de trabajadores desafortunados que están atrapados en un escenario desolador y pesimista. El auditorio mira las imágenes no como extractos de películas, sino como paisajes audiovisuales que deben ser analizados en un laboratorio. Además, tiene la oportunidad de hacer un ejercicio reflexivo a través del montaje de la instalación o separando cada uno de los fragmentos fílmicos. Farocki también enfrenta dos puntos de vista de un acontecimiento exponiendo dos perspectivas en una misma pantalla. Muchas de las imágenes proyectadas a partir de este propósito son de carácter bélico. Con este gesto el cineasta alemán desmenuza la complejidad de una imagen, pero también analiza críticamente a los medios de comunicación. ¿Qué sucede cuando estas imágenes se reproducen en los noticiarios televisivos como si transmitieran una verdad sobre los acontecimientos que refieren?, ¿qué repercusiones 3
Kaja Silverman. El umbral del mundo visible. Akal,
Madrid, 2009, p. 146.
perfil pueden tener si además éstas registran sucesos de trascendencia para los Estadosnación?, ¿con qué fines son utilizadas? y, peor aún, ¿quiénes las manipulan? Silverman comenta sobre Imágenes del mundo e inscripción de la guerra (Bilder der Welt und Inschrift des Krieges, 1989): El empleo de la fotografía aérea durante la II Guerra Mundial constituye otra de las prácticas materiales mediante las cuales [la película] define a la cámara y mediante las cuales ejemplifica su autonomía con respecto a la mirada. La segunda vez que la comentarista femenina pronuncia las palabras «el Iluminismo –Auflärung–, ésa es una palabra en la historia de las ideas», añade: «En alemán, Auflärung tiene también un significado militar: reconocimiento. Reconocimiento aéreo». A lo largo de una serie de tomas que muestran aviones en una misión de bombardeo, una cámara amarrada a una paloma, un mapa que diseña el itinerario de una misión de bombardeo, una fotografía aérea de Auschwitz, a Farocki contemplando esta última, figuras militares estudiando fotografías de guerra y una vista aérea de una planta de producción bélica, la voz en off cuenta la historia que hay detrás de la producción de la fotografía de Auschwitz, una imagen a la que la película regresa repetidas veces. No sólo es que aquí la cámara/mirada “aprehende” manifiestamente lo que el ojo
humano no puede aprehender, sino que el ojo aparece también sorprendentemente incapacitado por su emplazamiento histórico e institucional, como sugiriendo que el control militar se extiende más allá de la conducta, el habla, el vestuario y la postura corporal hasta alcanzar los mismo órganos sensoriales 4.
El recurso es llevado al paroxismo en el video Pensé que veía convictos (Ich glaubte Gefangene zu sehen, 2000), presentado en el MUAC, donde se ve lo que sucede dentro de una cárcel a través de las cámaras de vigilancia. Las imágenes muestran cómo los policías apuestan en las peleas que se efectúan dentro de la prisión. Las cámaras mediadoras activan un juego perverso donde los vigilantes provocan la muerte de los presidiarios. El procedimiento se repite en Ojo/Máquina I (Auge/Maschine, 2001) y Ojo/Máquina II (Auge/ Maschine II, 2002), donde la yuxtaposición fusiona conceptos como la política o la tecnología para proyectar una crítica sobre las sociedades controladas por el poder de las imágenes. Para esta serie de trabajos audiovisuales podrían emplearse las palabras que el filósofo francés Gérard Wajcman usa para reflexionar sobre la civilización de la mirada: «El ojo está en todas partes. Me refiero obviamente a la policía y la NSA, pero también a la medicina, la astronomía, a todos los ámbitos del dominio de la ciencia y a todos los niveles
de nuestra vida cotidiana»5. No obstante, Farocki muestra las fatales consecuencias de esa mirada, que en parte se activan a través de los medios de comunicación. Probablemente uno de los espacios más estimulantes de Visión. Producción. Opresión es la sala donde se muestran 14 monitores de la final de la Copa del Mundo de 2006 entre Francia e Italia. Cada una de las pantallas contiene una perspectiva distinta del encuentro, ora las que siguen a Patrick Vieira, ora las que se enfocan en la banca de Francia, ora las de una toma áerea del estadio, ora las que siguen a dos aficionados que miran el cotejo por televisor. La objetividad es un supuesto amenazador que se emplea para concebir ideas que se hacen pasar por verdaderas. Pero una imagen no puede, ni de lejos, alcanzar este estatuto. Todas las imágenes son manipuladas. El espectador debe posicionarse críticamente frente a ellas, sabiendo que son resultado de un complejo proceso de significación. La obra de Farocki se interesa en hacer que el auditorio enuncie cuestionamientos sencillos pero inquietantes: ¿quién o quiénes están detrás de las imágenes? Y más importante aún: ¿qué quieren de nosotros? I 4
Idem., p. 152.
5
Las palabras las tomé de la entrevista (“Vigilar a los
vigilantes”) que le hice para Código 79. México, febreromarzo 2014, p. 52.
En Ojo/Máquina I (2001), también presentadas en el MUAC, los conceptos de política y tecnología son fusionados para proyectar una crítica sobre las sociedades controladas por el poder de las imágenes. Cotesía del museo.
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Malentendidos del largometraje de autor En algún momento entre los años 50 y 60 del siglo pasado se fijó el paradigma bajo el que entendemos al cine de modo dado, sobreentendido. Una confluencia de instituciones e ideas fijó una utopía fílmica combativa y opuesta al cine de gran comercio: el largometraje de ficción de autor (o “de arte”). Uno casi nunca se detiene a pensar este paradigma-utopía porque los festivales, los departamentos académicos, los medios de crítica “seria”, etc., lo reproducen, incluso si en los hechos lo ponen en duda. A dos años de la aparición de Icónica queremos hacer un nostra culpa y pensar sobre esta idea hecha contra la que hemos trabajado muy a menudo pero con la que, también, nos hemos alineado frecuentemente. ¿Quién es al autor de una película? ¿El director? ¿Porque heredamos esa idea de la “política de los autores” de Cahiers du cinema y porque siempre se replica? La idea viene de la literatura y en esa medida no corresponde a un arte colaborativa e industrial más parecida en su creación a las músicas populares que a una persona escribiendo sobre su escritorio. Esta misma idea reproduce un ideal decimonónico del arte, aristocrático y exclusivista, que ensalsa sólo un tipo de productos, se ensaña con todo lo que parezca espectacular y redituable y deja fuera un montón de obras que no embonan en el molde, a menudo clasificadas como “cine de culto”. Y sin embargo, ese ideal de arte sucumbe ante el mercado y el espectáculo, reunidos en uno solo en los festivales, porque toda película solía ser una inversión importante y el largometraje, en los grandes festivales así como en los multiplexes, es la forma más fácil de comercializar el cine. Sin embargo, autores mayores como Maya Deren, Artavadz Peleshián y Chris Marker desarrollaron su carrera en obras breves y la brevedad es un fenómeno central en las nuevas formas de cine casero compartidas en línea. A 119 años de la aparición (oficial) del cine todavía tenemos todo por aprender.
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El nombre del autor Tenemos tan asumido que los directores de películas son sus autores que olvidamos el carácter industrial y colectivo de la creación fílmica. Quizá este sea el mayor malentendido del paradigma bajo el que pensamos el cine. por Abel Muñoz Hénonin
U
n nombre propio es, en principio, un signo neutro, sin valor. Puede designar a cualquier ente humano, individual o colectivo. De hecho, asumimos su vínculo con una persona por la sencilla razón de que todos tenemos uno. El nombre denota a un individuo, lo singulariza de manera natural y abstracta: sabemos que Víctor García es una persona particular, incluso sin conocer sus rasgos, los elementos de su singularidad biológica. En un siguiente nivel, el nombre también singulariza de manera concreta al vincularse con actitudes o actividades. Por poner un ejemplo radical, podríamos mencionar a Cervantes o a Shakespeare: son escritores: sus nombres evocan un cúmulo de obras y personajes que justifican el apelativo. Por eso sus nombres indican en una medida mucho mayor hacia la obra que los hace escritores que hacia sus historias personales. Decimos que Cervantes es un escritor, no que fue uno. Su actividad pública (que singulariza su nombre de manera concreta) tiene vigencia aún, y es más importante que su historia (que importa a pocos) o que sus rasgos, perdidos en el tiempo. Así, la palabra «Cervantes» remite de modo inmediato al Quijote y a un uso particular de la lengua castellana, pero no necesariamente al funcionario de medio pelo ni al cautivo de integridad heroica. Todo mundo, entonces, tiene un nombre, recibido, como la vida, sin deberla ni temerla, y se hace de un nombre a raíz de las elecciones que toma, de la imagen que proyecta, de algunos malentendidos... Y en el espacio público, el nombre del que uno se hace, el nombre que uno se gana, es determinante, aunque siempre hay una actividad (delincuencial, artística, política, casual…). En el cine hay un largo entramado de nombres que se ganan distintos puestos (guionista, camarógrafo,…), pero sólo uno entre ellos merece el apelativo de autor y, con él, el honor de ser reconocido como artista: el director. Un autor, antes que nada es un nombre. Pero un nombre hecho vía una obra, indisociable de esa summa, tal vez, incoherente. Si hay un autor es porque hay una unidad, una colección, que, siguiendo a
Michel Foucault, revela «una instancia “profunda”, un poder “creador”, un “proyecto”»1. En este sentido la palabra «autor» mantiene uno de sus significados de siempre: auctor: el originador de algo. Sin embargo, Foucault, pensó la autoría –y lo sabía– únicamente en términos literarios y comprobables: el creador de un texto es quien se sienta a redactarlo. Y, en el cine, donde tantos intervienen, es mucho más difícil llegar a la misma conclusión. De cualquier modo, la idea del director-como-responsable-de-la-puesta-en-escena, revela una dicotomía semántica que la palabra ha tenido desde siempre: auctor, además del originador de algo (auctor generis, el fundador de un linaje), es quien ha efectuado un acto (auctor criminis, el autor de un crimen). El problema con las artes industriales es que hay una dificultad muy grande para determinar quién es la fuente de una obra-producto y quién es responsable de su ejecución. Si dejamos de lado la tradición romántica del autor único y analizamos los contextos de escritura y producción es muy probable que veamos no sólo la mano sino los intereses y el estilo de más de una persona en las películas. Por ello es atendible la propuesta de Paisley Livignston de juzgar la autoría obra por obra –como, por cierto, se hace en la música popular– y de considerar el origen de un trabajo como un proceso abierto donde el (o los) autor(es) es (o son) el (o los) agente(s) que enuncia(n) algo [make(s) an utterance] intencionalmente, donde enunciar se refiere a cualquier acción que tiene como función buscada la expresión o la comunicación 2.
1
Michel Foucault. “Qu’est-ce qu’un auteur?”, en Dits et écrits: 1954-1988, volumen I:
1954-1969. Gallimard, París, 1994, p. 801. 2
Paisley Livingston. “Cinematic Authorship”, en Philosophy of Film and Motion Pictures:
An Anthology, editado por Noël Carroll y Jinhee Choi. Blackwell, Oxford, 2006, p. 300.
El rostro de Miguel de Cervantes y Saavedra, como su nombre, «remite de modo inmediato al Quijote y a un uso particular de la lengua castellana, pero no necesariamente al funcionario de medio pelo ni al cautivo de integridad heroica». En imagen el famoso, y probablemente falso, retrato del autor (c. 1600) atribuido a Juan de Jáuregui. Real Academia de la Historia, Madrid, España.
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Buena parte de las películas de Béla Tarr (izquierda) parten de relatos o novelas de Lázló Krasznahorkai (derecha), quien es su coguionista desde 1988. Las preocupaciones y obsesiones del escritor son tan visibles en el resultado final como el blanco y negro y el tempo lento y cadencioso del director. © Perlaki Marton (Tarr) y Gyula Czimbal (Krasznahorkai).
Si bien esta idea tiene un dejo romántico, del que no podemos ni necesitamos escapar, considera la voluntad como centro de la autoría. Pongamos un ejemplo complejo: Béla Tarr. Tarr se ganó un nombre en los noventa como cineasta. Pero si bien su nombre designa a una persona que da entrevistas, dirige películas y siempre habla en plural, también designa a un autor que ha ido desprendiéndose de ese humano en específico, porque el cineasta Béla Tarr, con los años, se ha convertido en una especie de ser proteico conformado por él (director y guionista), Ágnes Hranitzky (codirectora y editora), Mihály Víg (músico) y Lázsló Krasznahorkai (coguionista), aunque puede incluir a más personas. Por ejemplo, en los créditos de inicio de La condena (Kárhozat, 1988) aparece esta autoría: una película de LÁSZLÓ KRASZNAHORKAI, GÁBOR MEDVIGY, GYULA PAUER, MIHÁLY VÍG, ÁGNES HRANITZKY y BÉLA TARR
Y es sólo tras terminar la película que se nos aclara, como en un álbum de rock, cuál fue la función de cada quien: director: Béla Tarr, guión: László Krasznahorkai y Béla Tarr, fotografía: Gábor Medvigy, edición y codirección: Ágnes Hranitzky, escenografía y vestuario: Gyula Pauer, letra y música: Mihály Víg, asistentes de dirección: János Hollós y József Mez , productor: József Marx.
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No todos los enlistados están reconocidos como autores, pero a su vez, los autores se pierden porque Béla Tarr es el director y, por tradición, quien funge ese papel se reconoce como el causante de una película. La costumbre es tan fuerte que, a pesar de que la película misma remarca que es un trabajo de seis personas, se habla del cine de Tarr. Él se ha convertido en el frontman del equipo y sus apariciones en público refuerzan la percepción. Sin embargo, es muy poco probable que se diera espacio al resto del equipo –excepto, en alguna ocasión especial, a Krasznahorkai, tanto o más importante que Tarr– porque, como se apuntó antes, el cine se piensa, alrededor de los directores. Pongamos la voluntad, como plantea Livigston, en juego, para complicar el asunto. ¿Quiénes tienen una volición expresiva en las películas “de Tarr”? Al menos él, Ágnes Hranitzky, Mihály Víg y László Krasznahorkai. Sólo por simplificar diremos que las historias (del cine Tarr “clásico”) vienen de Krasznahorkai, pero se depuran cuando él y Tarr las convierten en un guión; luego Tarr y Hranitsky hacen scouting, y él comienza a imaginar los desplazamientos; tras un descanso, comienza la filmación, donde Hranitzky define el ritmo y la duración de las tomas (este es el punto donde se empalman sus labores como directora y editora: el montaje comienza, por decirlo de algún modo, en la coreografía); Víg hace la música a solas y la entrega (las piezas 3
Ver por ejemplo Fergus Daly y Maximilian Le Cain. “Waiting for the Prince—An
Interview with Béla Tarr”. Senses of Cinema, número 12, Melbourne, febrero-marzo de 2001. Consultado en http://archive.sensesofcinema.com/contents/01/12/tarr.html.
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a veces se tocan durante la filmación para ambientar o guiar alguna secuencia)3. Los rasgos de estilo de estas cuatro personas conforman el estilo de “Béla Tarr”. Así se revela un nuevo problema: el postulado «el autor es un nombre» implica uno más: «el autor es un estilo». Volvamos sobre lo escrito. Hace unas páginas escribí que «la palabra “Cervantes” remite de modo inmediato al Quijote y a un uso particular de la lengua castellana, pero no necesariamente al funcionario de medio pelo ni al cautivo de integridad heroica». Esto se debe a que reconocemos a Cervantes por el conjunto de su obra, que, a su vez, adquiere el carácter de unidad gracias a un estilo (o a la búsqueda que desemboca –idealmente– en uno). Y, como no conozco mejor manera para acercarse al concepto de estilo que mediante el pensamiento de Gilles Deleuze, me valdré de una definición y una intuición suyas. Siguiéndolo, el estilo es, o bien, «un agenciamiento de enunciación», o bien, «hablar [la] propia lengua como un extranjero»4. No estamos frente a dos ideas sino ante a una sola, fraseada de dos maneras distintas. Hablar de agenciamiento es hablar de apropiación; hablar de enunciación, de dar forma a una expresión o comunicación. El estilo, en tanto que «agenciamiento de enunciación», entonces, es la apropiación de una forma de expresión o comunicación por parte de un ente activo (un agente), la generación de una voz propia. Y tener una voz propia implica un extrañamiento conforme a la norma, un apartamiento de las áreas compartidas. Es en este sentido que uno se vuelve un extranjero en la lengua propia.
Decir entonces que hay un “estilo Béla Tarr” significa que hay un modo de enunciación muy particular en su cine, identificable en unos pocos minutos. El nombre de Tarr invoca blanco y negro, cámaras en un movimiento lento, andante y envolvente al mismo tiempo, rostros de rasgos extravagantes, pero ese nombre también lleva consigo una música melancólica y ambientes en crisis, llenos de gente sin rumbo. Y no es menor la influencia de László Krasznahorkai en el cine de Tarr: los personajes al borde del abismo y el mundo derrelicto son transformaciones de su obra; incluso, por momentos, pareciera que su prosa serpeante inspirara el ritmo con que gira la cámara. Al mismo tiempo, la música de Mihály Víg, tan melancólica, potencia el mood de la historia, o mejor, nos recuerda cómo conmovernos: en Las armonías de Werkmeister (Werkmeister harmóniák, 2000) los borrachines que juegan la danza de los planetas dirigida por Valuska, dejan de ser unos gordos torpes y entorpecidos –sin dejar nunca de serlo– para convertirse en un retrato de la simpleza o banalidad de la camaradería (y pasa algo más, pero no es enunciable), entonces ese absurdo se convierte en la belleza misma. Vale la pena preguntarse si el «estilo Béla Tarr» sería distinto sin Karsznahorkai, Víg y Hranistzky (de quien no hablé en el párrafo anterior, pero cuyo papel como parte del equipo ya fue expuesto). La respuesta obvia es sí. Y basta recordar que el grupo se ha conformado poco a poco: Hranitzky se incorporó desde El intruso (Szabadgyalog, 1979-80), Víg desde Almanaque de otoño ( szi almanach, 1984) y Krasznahorkai desde La condena. El Béla Tarr de los inicios era otro, pero aun el que está en la agenda, el del estilo marcadísimo, sería otro sin sus cómplices –me gusta pensar que quienes crean en conjunto son cómplices, que se les puede imputar por igual un trabajo, como una culpa (auctores criminis). Ahora, recordemos que los nombres pueden referir a entes humanos tanto individuales como colectivos: los grupos de rock, las empresas, los equipos de futbol, las naciones se llaman. El hecho es muy natural. Y estos nombres también se hacen. «Radiohead», por ejemplo, designa un modo particular del rock pop, una relación de esa música con su propia historia y con la música de conservatorio, una serie de temáticas concretas, etc. Pasa algo similar con el nombre de Béla Tarr, que opera como el nombre de un grupo de rock: una sola designación –en este caso, la de una persona concreta– sustituye a un equipo que trabaja en conjunto desde mediados de los ochenta. Cuando hablamos de su cine –tomando en cuenta que nos referimos a su estilo posterior a La condena– en realidad hablamos del cine de Tarr/ Hranitzky/Víg/Krasznahorkai, sólo que por una tradición que queda muy corta ante la praxis cotidiana del cine asumimos que es el cine de un director. ¿De qué hablamos cuando mencionamos el nombre de Béla Tarr entonces? De él, de un grupo de personas, de su cine. No hay distinción resoluble. Esta situación se replica en gran cantidad de obras fílmicas, en trabajos de equipos obliterados por una sola persona. La pregunta permanente es ¿quién (o quienes) es (o son) el (o los) autor(es) de una película? Y eso si cada cinta tuviera al menos un autor. I 4
Gilles Deleuze. Primera parte de “Una entrevista, ¿qué es?, ¿para qué sirve?”, en
Diálogos, de Gilles Deleuze y Claire Parnet. Pre-Textos, Valencia, 2004, pp. 8 y 9 respectivamente.
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Del largometraje al GIF En toda cabeza la palabra película equivale a largometraje. La idea tiene implicaciones relacionadas con un sistema de producción y distribución. Si contrastamos el largometraje con la expresión mínima más reciente de las imágenes en movimiento, el GIF, toda la idea de qué es y dónde está el cine se complica. por Israel Ruiz Arreola
¿Qué es el cine? En la introducción del primer número de esta revista, planteábamos que la idea que se relaciona al cine responde a un imaginario colectivo que se construyó a partir de un medio de consumo que a su vez responde a un modo de producción y de distribución. En las salas de cine y fuera de ellas, existe un concepto globalizante que se reproduce continuamente. Entendiendo al cine en su versión de consumo más comercializada, el largometraje, la industria ha fabricado hábitos de consumo que han consolidado el dominio de este estándar de duración. ¿Se pagarían $50 de boleto por ver un solo cortometraje de 36 minutos en una sala? A los más románticos tal vez no les costaría desembolsar esa cantidad, sin embargo, una cadena de cine no encontraría muy redituable esta forma de exhibición y el “espectador promedio” preferiría que su dinero comprara más minutos frente a la pantalla. Por otro lado, este sistema no es el único que reafirma el monopolio del largometraje. Desde los gérmenes de la producción cinematográfica, los estudiantes y escuelas de cine, se percibe una percepción anclada a esta idea. Si se me permite, comparto la respuesta que obtuve durante el 29° Festival Internacional de Cine en Guadalajara al preguntar a varios jóvenes cineastas de diferentes nacionalidades sobre su postura frente al término opera prima. La mayoría respondió que para llamar a su primera obra cinematográfica con esa distinción era necesario cumplir con el estándar de minutos establecido por la industria. Desde otro eslabón de esta misma cadena, la prensa y la crítica especializadas se ocupan en su mayoría del análisis de películas de larga duración, privilegiando el metraje por encima de otras cualidades. Muy raras veces los reflectores de la promoción iluminan a los otros formatos. Todas las partes de los procesos cinematográficos están implicadas
en la supremacía del largometraje y, por su puesto, estas observaciones son panorámicas. Afortunadamente existen excepciones que buscan romper con los esquemas deterministas, ya sea cuestionándolo desde el cine mismo y sus realizadores, creando espacios especializados para la difusión de las otras modalidades de metraje, o este intento editorial por descentralizar el concepto y pensarlo en sus múltiples formas. Nanometraje, cortometraje, mediometraje y largometraje son clasificaciones de duración que ponderan tanto en la industria como en centros de estudios, festivales e instituciones cinematográficas. Es inevitable esta categorización, pues la medición responde a diferentes necesidades: su estudio, su ejercicio, su distribución, su comercialización, su exhibición e incluso una simple alusión en una conversación. Para darle la vuelta al tema, el presente texto se adentra en una de las manifestaciones que se contraponen radicalmente a lo que se conoce como película y cómo es que nos relacionamos con ella. ¿Qué era el cine? Desde los predecesores del cinematógrafo encontramos los atisbos de una de las expresiones cinematográficas más diminutas en términos de duración. La base de los primeros experimentos como el fenaquistiscopio, el zootropo o el zoopraxiscopio fue la repetición de un determinado número de imágenes o dibujos que generaban la ilusión de movimiento. Sin proponérselo, esta búsqueda, limitada en su técnica a unos cuantos segundos, sería la razón de ser de una “nueva” modalidad cinematográfica. Del sistema mecánico de estos primeros esfuerzos creados durante el siglo XIX, brincamos al espacio virtual de la era multimedia. Con poco más de veinticinco años de vida, las imágenes en formato GIF (Graphics Interchange Format, por sus siglas en inglés), trabajan bajo la misma premisa que sus ancestros: un con-
Desde sus orígenes (como el fenaquistiscopio de Muybridge en la imagen izquierda) hasta la era virtual (el fenómeno GIF), las exploraciones del cine avanzan y regresan sobre sí mismas en formas impredecibles, dificultando la testaruda tarea de empaquetarlo en estándares de duración.
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«El GIF se desplaza con el tiempo del observador, mientras se regenera a sí mismo una y otra vez. Es el movimiento emancipado del discurrir lineal que rige la vida de otros formatos que yacen bajo la tiranía narrativa». File Format Studies JPG: Word Replacement de Phillip Stearns (imagen izquierda), y San Simeon de Adam Ferriss (imagen derecha) son dos ejemplos de las capacidades expresivas que ofrece el formato GIF.
junto de imágenes (electrónicas) que giran repetidamente sobre sí mismas para producir el efecto móvil. ¿Qué relación guardan los primeros inventos con las actuales plataformas de reproducción de formatos gráficos? En la técnica podríamos decir que ninguna, pues existe una larga brecha tecnológica que los distancia: los artefactos dependían de la operación directa de su sistema mecánico, mientras que los GIF operan bajo un código de programación que hacen posible su reproducción automática; en intención, los primeros se limitaron a demostrar teorías ópticas a través del efecto y a su posterior perfeccionamiento –la brevedad no era el fin sino su frontera–, mientras que los segundos han utilizado esta cualidad para varios propósitos, generalmente son conocidos por su uso decorativo (banners, logotipos animados, etc.). Sin embargo, podríamos afirmar que en esencia son lo mismo: un fragmento de tiempo que se extiende en ciclos continuos encapsulados en unos cuantos segundos. En términos más coloquiales hablamos de loops o bucles. Si culpamos al siempre vertiginoso desarrollo tecnológico de este fenómeno cultural, caeríamos en el lugar común al que constantemente nos enfrentamos. El desarrollo tecnológico efectivamente ayudó a su popularización, pero no es el que lo termina por definir. El videoarte ya se ha ocupado de explorar las posibilidades estéticas del cinebucle, y otros espacios de exhibición “alternos” (como anuncios exteriores y pantallas callejeras) han trabajado bajo las mismas reglas de repetición gráfica. Siguiendo esta línea argumentativa, incluso un filioscopio trabaja bajo la misma premisa (microsecuencias encapsuladas en papel en espera de ser dotadas de vida, en espera del movimiento). Sin embargo, se hace evidente esta comparación para recalcar que tuvieron que pasar algunos años, incluida una parte de la era virtual, para la exploración a gran escala de las capacidades expresivas que ofrecen estas “microproyecciones”.
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Los GIFs han conseguido resignificar su particularidad, otorgada por su reducida duración, y, a partir de ahí, han potencializado y diversificado su modalidad comunicativa. Evolucionaron de un adorno virtual, generalmente publicitario, a un uso más cotidiano que le abrió la puerta a facultades de mayor expresividad. Nuevamente, la apropiación social incentivó la reinterpretación de un formato visual, que gracias a la era virtual es de más fácil acceso, manipulación y exposición, para bien y para mal. Redes sociales como Tumblr, han popularizado su uso y legitimado otras formas de visualizarlo. Una pequeña inmersión dará cuenta del vasto campo de manifestaciones: básicos desplazamientos de figuras, veloces animaciones en stop motion, collages en movimiento, imperceptibles cambios en lo que un segundo antes parecía una imagen estática o fugaces líneas de texto que se trasladan de un lado a otro, sólo por mencionar algunos de los ejemplos más recurrentes. En un contexto donde siempre se culpa al vertiginoso flujo de información por la marcada tendencia de sintetizar los procesos de comunicación (recordemos a los tuits), los GIFs encajan a la perfección. La brevedad es una de sus características principales, pero no es la que lo determina, pues la explotación de sus capacidades estéticas y narrativas requiere de modelos que se adecúen a su modo de consumo, y a nuevas apreciaciones. Estos lapsos cíclicos encuentran en la repetición constante una forma de sobrevivir a la naturaleza convencional de la película, la cual avanza y muere en el transcurso de su reproducción. El GIF se desplaza con el tiempo del observador, mientras se regenera a sí mismo una y otra vez. Es el movimiento emancipado del discurrir lineal que rige la vida de otros formatos que yacen bajo la tiranía narrativa. Un movimiento autónomo desplazándose en trayectos temporales ajenos al suyo, insertado en un flujo circular y sin final aparente. Aparente.
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¿Qué será del cine? Una de las nuevas formas de visualización permite al usuario colocar los GIFs en forma de viñetas animadas, que a su vez contienen subtítulos con alguna oración en relación a la imagen, y que en su conjunto conforman una pequeña narración. Generalmente se trata de escenas de películas o series televisivas que aparecen desfragmentadas para su lectura en la estructura más conocida de un cómic. Si antes se requería hablar sobre determinado video, bastaba con colocar el link de YouTube y verlo; ahora el GIF nos permite “leer” el tiempo cinematográfico. El montaje es desarmado y vuelto a ordenar ya no en el tiempo, sino en el espacio, convirtiéndolo en un personaje más de la construcción narrativa. En la red abundan este tipo de extractos sustraídos de otros formatos de larga duración, sin embargo las posibilidades para producir material original aún no han estallado en popularidad, sin que eso signifique que no existan ya. No está de más mencionar que muy recientemente (en 2013) se lanzó una plataforma especializada en la producción y difusión de loops de video. Se trata de Vine, una aplicación móvil que permite a los usuarios crear videos de máximo seis segundos de duración. El registro puede ser continuo o dividido en segmentos, y a diferencia del GIF tiene la posibilidad de añadir archivos de sonido. Al ser el video la única vía de captura, reduce el campo estético, pero no el creativo. Aunque estamos hablando de un sistema de producción todavía muy joven, ya es posible encontrar muestras de las habilidades de la gente que lo usa. Su rápida popularidad es innegable, pues al ser accesible y de fácil manejo se aproxima al uso cotidiano que persigue la carrera tecnológica. En este caso, el reducido tiempo sí tiene que ver completamente con su éxito (Vine fue desarrollado por Twitter), pero potencializa el empleo del formato loop. Aquí surge una duda: ¿estas nuevas formas de visualización son también nuevas formas de “ver” el cine? «Para reflejar la multiplicidad
de perspectivas que caracterizan la realidad, hay que acabar con la tiranía de la pantalla única y la esclavitud de la narrativa», nos responde el director Peter Greenaway 1. No hemos acabado de descubrir las posibilidades del cine y la era multimedia continúa redefiniendo nuestra relación con él. Seguimos sin la capacidad de enfrascar en etiquetas estas nuevas plataformas multidisciplinarias que desafían al cada vez más caduco concepto totalizador del cine. ¿Pero cómo ser un espectador de este “otro cine”? En su libro La pantalla global 2, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy describen una época en la que la multiplicación de pantallas dio origen a una cinemanía general, cimentada en el hiperconsumo de internet. Vivimos en un mundo-pantalla en el que el cine no es más que una entre otras. Pero el ocaso de su centralidad institucional no equivale en absoluto al ocaso de su influencia cultural. Tal vez esta nueva plataforma que se describe arriba es una de estas secuelas de la pantallización de la sociedad. Pantallización no sólo en su forma física (computadoras, tablets, teléfonos móviles), sino también pantallización de las estructuras, formatos y lenguajes audiovisuales, que ya comienzan a soltar los primeros balbuceos de autonomía expresiva. Es demasiado pronto para dictar sentencias y tal vez siempre sea así, pero es pertinente reconocer la multiplicidad de cuerpos del cine. Habrá que difuminar las cuatro líneas de esa pantalla que encierra algo vivo e indefinible. Pensar que el cine ya no es cine, pero sobre todo, pensar que el cine sigue siendo cine. I 1
Declaración realizada en el marco de la 10ª edición de Loop, la feria de
videoarte con base en Barcelona. Cita tomada de: Roberta Bosco. “‘Servicio de habitaciones’ del Loop con el videoarte de Peter Greenaway”. El País Cataluña, Barcelona, 1º de junio de 2012. Consultado en: ccaa.elpais.com/ccaa/2012/06/01/ Catalunya/1338509290_305212.html. 2
Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. La pantalla global: Cultural mediática y cine en la era
hipermoderna. Anagrama, Barcelona, 2009.
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Las devaluadas monedas de cambio de la cinefilia Hay una vieja y aburrida discusión que contrapone el “cine comercial” al “cine de arte”. Pero se puede hacer desde otras coordenadas, en este caso “cine comercial” contra “cine de culto”. Los resultados son los mismos: se discuten medios de producción y distribución antes que problemas estéticos. por José Luis Ortega Torres
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a cinefilia en su etapa más temprana y básica inicia en la niñez. Nos atrapa una película y queremos ver otra, y luego otra, y así. Ahora bien, en aquel momento sólo sabemos si esa película nos gusta o no, y a partir de eso establecemos el primer juicio crítico, el más sincero: es buena o mala, y nada resulta más simple y sencillo para guiar nuestro placer recién adquirido. Ya luego vendrán paulatinamente las primeras clasificaciones totalmente personales, las películas “de risa”, “las mexicanas”, “las de amor”, “las de miedo”. De manera intuitiva comenzamos a dividir las propuestas fílmicas por algo que todavía no sabemos que se denomina géneros, porque es justo por intuición que nos decidimos a ver tal o cual título. Luego iniciará la mala educación. Ya en el inicio de la carrera universitaria, es decir pegadito a la llegada de la mayoría de edad (lo que es importante porque podemos decidir e ingresar a donde queramos sin pedir permiso oficial), es que el gusto cinéfilo se denomina como tal, y para quienes a esas alturas de la vida el cine se convirtió ya en una afición constante, se inicia un nuevo episodio: la cinefilia consciente y razonada. Es en ese momento en que además se abren oportunidades que van más allá de los multiplexes comerciales –con todo y sus “salas de arte”–, un universo de cineclubes universitarios, centros delegacionales, exhibiciones piratas, la Cineteca Nacional, el Centro Cultural y demás sedes de la UNAM, sumados al descubrimiento de variopintas fuentes alternativas de DVDs para llevar a casa, convirtiéndose entonces en un consumidor frecuente de “otro cine”. Para entonces ya se está en total capacidad de escoger los filmes a degustar no sólo por el género (ahora sí ya conocido en sus delimitantes), ni los rostros famosos que en ella aparezcan, sino que se va (y se ve) más allá. ¿Quién es el director? ¿A qué periodo pertenece? ¿De qué país? Y de esta manera nos familiarizamos con las escuelas y vanguardias: expresionismo, neorrealismo, surrealismo,
nouvelle vague... y así, hasta el Dogma 95, minimalismo y demás. Y es en ese ínter que conceptos como los de cine de arte, cine de culto o cine underground se aparecen como la vara con que se debe de medir lo que se consume. O no, pero, ¿por qué?, ¿realmente vale la pena este o aquél filme, de tal o cual realizador, solamente porque cabe en alguna de estas etiquetas? Tal parece que desde que los críticos y teóricos de Cahiers du cinéma promulgaron hacia finales de los años 60 del siglo XX la teoría del autor como punto referencial para la legitimación del filme como unidad que forma parte de un universo integral, con filias y fobias propias de la personalidad de quien lo ha realizado –y de ahí el establecimiento de los vasos comunicantes, a veces muy forzados, entre una y otra película del mismo auteur–, los filmes dejaron de valer por lo que se ve en la pantalla. Una película, en sí misma, parecía carecer de valor artístico y/o cultural si no tenía cierto pedigree que la avalara, un apellido que acompañara al título. Y sin embargo no todas las películas lo tienen, así que se hizo rápidamente necesario inventar monedas de cambio que le dieran un valor de consumo a títulos que per se, no representaban a la “alta cultura fílmica”. Uno de esos conceptos, el de cine de culto, surge de la crítica estadounidense a partir de las funciones de medianoche que tuvo el filme El Topo (1970), de Alejandro Jodorwsky, en el teatro Elgin, de Nueva York, y básicamente se refiere al impacto popular entre un grupo de aficionados al cine menos convencional por una cinta que representa valores de producción por completo independiente, y en el caso del filme de Jodorowsky, de ciertas pretensiones místico-filosóficointelectuales, aunadas a una estética discordante con el grueso del cine comercial, por lo que su limitadísima distribución la destinó a un ghetto cultural determinado, incluso en funciones semiclandestinas.
«Una libre adaptación de la teoría del auteur francesa se uso para nombrar a nuevas películas y obras dentro del cine de culto, y se comenzó a revalorar, a veces gratuitamente, la obra de realizadores de cine B de décadas anteriores: William Castle, Roger Corman, Russ Meyer o Herschell Gordon Lewis». Aquí, una imagen del clásico del cine B Faster Pussycat! Kill! Kill! (1965), de Russ Meyer. © Eve Productions.
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A partir de este ejemplo podemos inferir lo que significará, en realidad y con el paso de los años, la etiqueta “de culto”, y que al final del camino no tiene nada que ver, en lo absoluto, con lo culto –en términos de alta cultura– que pueda ser un filme, sino en lo inconseguible, intangible e invisible que resulte. Así, durante décadas, el cine de culto era aquel del que todo mundo hablaba, pero poca gente había podido ver. El propio cine de Jodorowsky es un buen ejemplo: durante décadas fue imposible verlo programado como no fuera en alguna copia mutilada en 16mm de procedencia universitaria, y luego, con el advenimiento del videocassette en copias de cuarta o quinta generación grabadas de originales italianos de pésima calidad que rondaron de mano en mano por el tianguis del Chopo, Tepito o a las afueras del “Che Guevara”, en Ciudad Universitaria. El cine de culto se convirtió, con el paso de los años, en el estandarte y a la vez escudo de realizadores cuya obra fílmica iba a contracorriente del mainstream, y muchas veces sin importar si la película, por sí misma, valía la pena o no. Como en todo momento de la historia fílmica, hubo quienes se treparon al tren del oportunismo. Algo más interesante resultó cuando una libre adaptación de la teoría del auteur francesa se usó para nombrar a nuevas películas y obras dentro del cine de culto y se comenzó a revalorar, a veces demasiado gratuitamente, la filmografía de realizadores de cine B y de géneros menores de décadas anteriores: William Castle, Roger Corman, Russ Meyer, Herschell Gordon Lewis y los entonces contemporáneos John Waters, George A. Romero, Tobe Hooper y otros. Pero también sobrevino lo perjudicial: la etiqueta se comenzó a colgar casi a cualquier producto, y entonces, de la nada, surgió un adjetivo gratuito y molesto que abarató el término: “instantáneo”. De repente, con el estreno de filmes menores pero con alguna peculiaridad ya fuera sangrienta, medianamente subversiva, porque
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«Durante décadas el cine de Jodorowsky fue imposible de ver programado como no fuera en alguna copia mutilada en 16mm de procedencia universitaria, y luego, con el advenimiento del videocassette en copias de cuarta o quinta generación que rondaron de mano en mano». Aquí una imagen de El Topo, la película que dio pie al concepto de “cine de culto”. © Producciones Pánicas.
surgieran de algún director ya popular o provinieran de una cinematografía exótica (de Asia, principalmente), casi semanalmente nos encontramos con un filme de culto “instantáneo”. La moneda de cambio se devaluó rápidamente. ¿Por qué? El término cine de culto, como ya dijimos, surge a partir de los filmes que poco se veían y que a su alrededor creaban una atmósfera de misterio, una ansia por verlo cuando nadie más podía hacerlo. Todos conocimos alguien que decía de equis título «Tengo un amigo que lo vio en Francia», o Estados Unidos, España o donde fuera. «Le encargué el VHS –o laserdisc– a mi amigo que fue a Japón», etc. Nacía también el furor por poseer, por ser exquisito en la inversión necesaria para la satisfacción del capricho. Pero, con el advenimiento del DVD y el Blu-ray, internet y su comercio global e imparable, y sobre todo, la banda ancha y la posibilidad de la descarga directa, el e-mule y los torrents, no hay nada que no pueda ser visto ya. El filme más exótico, más retorcido, más antiguo, más sangriento o más subversivo, está a dos clicks de distancia. Entonces, el concepto de culto como fue concebido a partir de El Topo, murió. El nuevo culto ahora no se sostiene a partir de una camarilla
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Es en el cine emergente donde surgen los nombres de los nuevos fenómenos de culto que crean una religión fílmica tras ellos. Ahí es donde echan raíz lo mismo el cine de Bollywood que Takashi Miike. Aquí, un fotograma de Audición (1999), del director japonés. © Basara Pictures / Creators Company Connection / Omega Project.
menor de cinéfilos iniciados, por el contrario, ahora surge de un fandom global capaz de crear foros virtuales en la web, donde se desatan discusiones eternas alrededor de una película o de un realizador. El culto ya es otro, y paradójicamente es su reverso exacto: ahora se trata de que más gente conozca las películas antes prohibidas, y otras nuevas, igual o todavía más demenciales. Pero hay una cosa que no ha cambiado: su desafiliación del mainstream. Hoy en día una película de culto es aquella que mucha gente ha podido ver, pero siempre alejado de las pantallas comerciales. ¿Y esto como se ha logrado? Primero por la explosión a nivel mundial de festivales de cine, cuya programación y crítica derivada de ella impone repentinamente la moda por una cinematografía nacional determinada, obviamente la de países periféricos cuyas industrias o bien han sido tradicionalmente producidas para el consumo interno –la India en todas sus regiones, África, el sureste de Asia–, o cuya consolidación es relativamente reciente –Centro y Sudamérica, exceptuando Brasil y Argentina; o los países tras la Cortina de Hierro, renacidos tras las guerras y escisiones políticas–, es decir, todo lo que se engloba como “cine emergente”. Y es de ese cine emergente que surgen los nombres de los nuevos fenómenos de culto que crean una religión fílmica tras ellos. Ahí es donde echan raíz lo mismo Bollywood que Takashi Miike, el moderno cine rumano y el escandinavo. Películas y realizadores que nuevamente deben refugiarse en los mismos centros y foros alternativos de programación, pero que a diferencia del cine de los setenta ya es visto por todos los cinéfilos morbosamente interesados: «¿Ya bajaste la Palma de Oro de este año? Es una francesa de lesbianas. Está buenísima, es de culto instantáneo». Y así. La calificación es instantánea también. Se otorga despreocupada y deliberadamente. No hay rigor. El culto ahora es, paradójicamente, el
mismo que se da en el mainstream: Allá se rinde tributo al star system de actores y directores mundialmente ensalzados por las portadas de la revista de ocasión; acá se rinde la misma pleitesía a un anti star system que, entre más desconocidos sean, los celebra más… y así los hacen famosos. La película, per se, parece ser olvidada: ¿Cuántas de las películas más celebradas por ser de culto instantáneo son, realmente buenas, realmente trascendentes? ¿Quiénes de los enfants terribles de la realización sobrevivirán al recorte de la historia? Pero si bien es cierto que el término de cine de culto está devaluado, lo está también, y en igual medida, el de cine de autor. Un autor, entendido éste como creador total de una obra fílmica –productor, guionista, director– es mucho más recurrente en los modernos tiempos donde la tecnología permite realizar un filme con pocos recursos monetarios... e imaginativos. El autor, por supuesto, sigue existiendo en su plena concepción en nombres como los de Haneke, Herzog, Godard, Greenaway... creadores plenos, inventivos y siempre de ruptura. Pero, por debajo de ellos, vienen los que llamo (y perdón por escribir en primera persona) “falsos profetas” del cine. Advenedizos que con un recurso mínimo y un esbozo de idea se cuelan como el salitre en festivales de cine menores, pero con repercusión en la prensa que, siempre deseosa de dar el campanazo, vitorea a cualquier soberbio que por filmar fuera de foco se piensa subversivo. El verdadero cine de la subversión, de la conmoción, el políticamente comprometido, el plásticamente innovador y éticamente congruente, es cada vez más escaso. Se produce poco, se ve todavía menos y se le relega aún más. La moda, decíamos, impone gustos. Más valdría la pena seguir quedándonos con las clasificaciones naïves de la infancia: las del cine bueno y malo. Finalmente el gusto es personal e intransferible, y esa moneda no tiene tipo de cambio tasado. I
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Presentación La historia del cine comenzó antes de 1895-6, cuando aparecieron el cinematógrafo (en Francia), el teatrógrafo (en el Reino Unido), el vitascopio (en Estados Unidos) y el bioscopio (en Prusia). Thomas Elssaeser, Wanda Strauven y Michael Wedel establecieron una genealogía del cine que parte de tres líneas de desarrollo tecnológico: 1) la fotografía, 2) la proyección y 3) la persistencia de la visión. El último punto se puede sustituir por la ilusión de movimiento de la imagen, para mayor claridad. (Registro y reproducción del sonido son problemas posteriores.) El científico-tecnólogo francés Étienne-Jules Marey dejó durante su largo estudio médico y anatómico para entender el movimiento un amplio corpus de textos entre los que se pueden destacar fragmentos que ayudan a entender el pensamiento que llevó al desarrollo del cine, en un principio, no se olvide, un desarrollo científico (aunque en nuestra circunstancia le llamaríamos tecnológico). De entre sus textos es de particular interés Développement de la méthode graphique par l’emploi de la photographie (1884), editado en París por el señor Masson, “Librero de la Academia de Medicina”. El libro es mayormente un reporte del desarrollo del cronofotógrafo. Sin embargo, en el fragmento que rescaté, el autor explicita, sin querer, el modo en que la ciencia (la tecnología) puede abrirse hacia otras rutas: no duda en calificar los estudios de Eadweard Muybridge como «artísticos». En nuestro tiempo tenemos una tara: consideramos que el trabajo científico-tecnológico no pertenece al ámbito de la creación. Sin embargo, por ejemplo, en la Grecia y la Roma clásicas, los “inventores”, los artistas y los artesanos, se reconocían como creadores y merecían el mismo respeto. En el cine, el desarrollo tecnológico se refleja en la expresión, notablemente cuando se trata de efectos especiales. Allí hay un área de exploración para repensar el cine. Abel Muñoz Hénonin Étienne-Jules Marey (Beaune, 1830 - París, 1904) creó tecnologías (el esfimógrafo, el fusil fotográfico y la cronofotografía) para realizar estudios del movimiento del cuerpo y los órganos internos. Sus invenciones están relacionadas de uno u otro modo con dos tecnologías muy dispares que relacionan movimiento e imagen: el cinematógrafo y el electrocardiógrafo.
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Fragmentos de
Desarrollo del método gráfico para el empleo de la fotografía por Étienne-Jules Marey
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urante mucho tiempo la fotografía no ha sido empleada más que para reproducir la forma de objetos inmóviles. Se posaba demasiado tiempo ante el objetivo y el más mínimo movimiento bastaba para alterar la imagen, al punto de volver irreconocible un retrato. Mientras tanto, a pesar de su imperfección, la fotografía ya podía servir para precisar la naturaleza de algunos movimientos: en 1865 los señores Onimus y Martin1 fotografiaron de esa manera el corazón de animales vivos. [En sus fotografías de] un corazón de tortuga en las dos posiciones extremas de réplica y vacuidad, es decir, al final de los periodos de sístole y diástole, un doble contorno señala las formas del corazón en esos dos instantes extremos donde existe una inmovilidad pasajera, mientras que en los tiempos intermedios la forma del corazón es demasiado variable para dar una imagen. […] El empleo del colodión húmedo2 abrió a la fotografía un nuevo campo de aplicaciones al aumentar la rapidez en la formación de imágenes. Los físicos y los astrónomos recurrieron a él para resolver ciertos problemas para los cuales la observación directa era insuficiente. Empleando una luz muy intensa y concentrándola en imágenes de pequeñas dimensiones consiguieron fotografiar cuerpos animados de movimientos rápidos, por ejemplo, un diapasón cubierto de una película brillosa vibrando. En estas experiencias la placa sensible estaba animada por un movimiento de translación uniforme y la imagen luminosa oscilaba perpendicularmente a dicho movimiento. Completamente distinto es el método diseñado por el señor Janssen3 para representar ciertos fenómenos astronómicos. Se trataba de determinar las posiciones sucesivas del planeta Venus en diferentes instantes de su paso frente al Sol. El señor Janssen creó para esto su revólver astronómico, en el cual una placa sensible de forma circular, animada en ciertos intervalos de tiempo por un desplazamiento angular de algunos grados, recibía cada vez una imagen en un punto diferente de su superficie. […] El mismo sabio propuso aplicar este método de imágenes sucesivas al estudio de la locomoción animal4. Le correspondió al señor
1
No logramos localizar información sobre estos dos científicos fuera del texto
de Marey, quien en este sitio refiere a una obra del primero: «Onimus, “Études critiques sur les mouvements du cœur”, Journal de l’Anatomie et la Physiologie, 1865». [Todas las notas son de la redacción excepto donde se indica.] 2
El colodión húmedo era una solución de nitrocelulosa diluida en éter y alcohol
que se aplicaba como un barniz a una placa de vidrio sobre la que se tomaba una fotografía. Aunque aumentó la velocidad en la toma de fotografías, la dificultad de mantener el vidrio limpio y húmedo y la cantidad de equipo que los fotógrafos requerían cargar llevó a buscar mejores soluciones. 3
Pierre Jules César Janssen (1824-1907) fue un científico francés de intereses
renacentistas: descubrió el helio, determinó el ecuador magnético y realizó investigaciones utilizando la fotografía –como consta en este texto–, entre otras cosas. 4
He aquí cómo se expresaba este sabio en 1878: «La propiedad del revólver de
poder dar automáticamente una serie numerosa de imágenes, tan cercanas como se quiera, de un fenómeno con variaciones rápidas, permitirá abordar cuestiones interesantes de la mecánica fisiológica rindiendo en marcha, al vuelo, los diversos movimientos de los animales. Una serie de fotografías que se ocupe del ciclo entero de movimientos relativos a una función determinada proveerá datos preciosos para esclarecer el mecanismo. »Se comprende, por ejemplo, todo el interés que habría sobre la cuestión aún tan oscura del vuelo, al obtener una serie de fotografías reproduciendo los diversos aspectos del ala durante esta acción. La principal dificultad vendría actualmente de la inercia de nuestras sustancias sensibles, en consideración de las duraciones tan breves de impresión que exigen esas imágenes. Pero la ciencia librará con toda seguridad esas dificultades. »Desde otro punto de vista, se puede decir que el revólver resuelve el problema opuesto al del fenaquistiscopio. El fenaquistiscopio del señor Plateau está destinado a producir la ilusión de movimiento y de acción por medio de una serie de aspectos que componen dicho movimiento o acción. El revólver fotográfico da, al contrario, el análisis de un fenómeno reproduciendo la serie de sus aspectos elementales». (Boletín de la Sociedad Francesa de Fotografía, 14 de diciembre de 1876.) [Nota del autor.]
Foto anónima de un veterano de guerra británico con su mujer, tomada cerca de 1860 con la técnica de colodión húmedo discutida en este texto.
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Esta es la secuencia que, motivado por Stanford, Muybridge tomó en 1878. No es exactamente la que Marey trabaja en su texto, aunque coincide casi a la perfección.
Muybridge5, de San Francisco, realizar, por un método análogo, el análisis de la locomoción del caballo, el hombre y ciertos animales. El señor Stanford, antiguo gobernador de California, pensaba que la fotografía podía captar las actitudes del caballo en distintas posturas y promovió que se efectuaran experimentos sobre dicho sujeto. Tuvo la buena fortuna de confiar esa tarea al señor Muybridge, quien obtuvo en la fotografía de dichas posturas el éxito más absoluto. […] El campo de experimentos está formado por un camino que pasa por delante de una pantalla blanca inclinada, orientada de manera que pueda reflejar la luz solar en dirección de los aparatos fotográficos. Sobre la pantalla se trazan divisiones equidistantes que se reproducen en las imágenes y sirven para medir la distancia recorrida por el caballo. Una serie de aparatos fotográficos apunta a la pista, en diferentes puntos de su longitud. Hilos eléctricos tendidos por la pista se conectan a electroimanes, los cuales accionan cada uno de los obturadores de los aparatos fotográficos. El caballo al pasar por la pista rompe sucesivamente los hilos y provoca la apertura sucesiva de los aparatos, cada uno de los cuales toma una imagen del caballo en una de sus posturas sucesivas. […] El señor Muybridge estima que el tiempo de la pose no es más que de 1/500 de segundo por cada una de las imágenes obtenidas.
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Estos admirables experimentos determinan las posiciones de los miembros y los cuerpos en instantes sucesivos. Los desplazamientos se aprecian en medio de las divisiones trazadas sobre la pantalla. Así en la primera imagen de la ilustración, la cabeza del caballo ocupa el espacio del número 8, la segunda la muestra en el espacio número 9, las imágenes siguientes en los espacios 10, 11, etc. Durante ese tiempo, cada miembro sufrió cambios de postura. En las posturas muy rápidas el señor Muybridge no pudo obtener más que la silueta del caballo, pero las imágenes eran aún tan nítidas como para permitir apreciar los cambios de posición de los miembros. El señor Muybridge amablemente me ha obsequiado un curioso álbum que contiene la representación de diferentes animales en movimiento: bueyes, cabras, perros, ciervos, puercos, etc. Además hay corredores, saltadores, luchadores, cuyas siluetas, recogidas instantáneamente, muestran posturas muy interesantes desde el punto de vista de la representación artística de los movimientos del hombre. No obstante el eminente experimentador no se valía para sus fotografías más que de colodión húmedo. El descubrimiento de las propiedades del gelatinobromuro de plata6 permite hoy obtener resultados mucho más perfectos. I Traducción del francés: Abel Muñoz Hénonin. 5
Eadweard Muybridge (1830-1904) fue un fotógrafo inglés reconocido como antecesor
del cine por los trabajos que desarrolló en Estados Unidos retratando el movimiento –como se explica en este texto– y por haber desarrollado el zoopraxiscopio. 6
El gelatinobromuro de plata, una solución de bromuro de cadmio, agua y gelatina
sensibilizada con nitrato de plata, no requería que el vidrio se mantuviera húmedo durante la toma fotográfica, por lo que representó un avance notable con respecto al colodión húmedo.
Críticas
crítica © River Road Entertainment. Plan B Entertainment. New Regency Pictures
12 años esclavo de Steve McQueen 12 Years a Slave, Estados Unidos / Reino Unido, 2013, 134 min.
Para el momento de ver esto publicado, tanto la obra 12 años esclavo como su realizador, Steve McQueen (hace un lustro, el “otro” Steve McQueen, hoy en día el “único” Steve McQueen), cargan ya sobre su espalda una loza muy pesada llamada Óscar a la mejor película. Eso la impacta, sin duda, en una forma negativa y en otra aún peor: los que la vieron como cine de arte ahora la denostarán por ser la favorita de esa Academia que premia las banalidades comerciales; y por el otro lado, quienes a efecto inmediato corrieron a verla porque «¡Oh, sí! Sale Lupita», se toparon con todo, menos con un filme fácil de digerir. Es un tanto difícil abordar el filme en este contexto: las anteriores obras en largometraje de McQueen son, la inmediata anterior Shame: Deseos culpables (Shame, 2011), magnífica, y su opera prima, Hambre (Hunger, 2008), una absoluta obra maestra. Ahora bien, éstas son totalmente autorales, parten de su propia pluma y están puestas en escena con un estilo dramático sobrio, una dinámica actoral meticulosamente elaborada, introspectiva, y una plasticidad que deja ver su formación como uno de los artistas visuales más importantes de Europa, lo que le da una seguridad en el manejo del discurso inherente a la imagen que le permite, por ejemplo, sostener en Hambre un plano general de dos hombres discutiendo la política separatista irlandesa sentados en el comedor de una prisión durante largos, larguísimos minutos, no sólo manteniendo la tensión, sino incrementándola con base en el mero diálogo. McQueen se ha distinguido en su corta filmografía (sin contar la veintena de cortometrajes previos) por dotar a sus historias y personajes de un discurso político, ético y filosófico, no tanto por estar basado su filme debut en el momento crítico de un activista irlandés real, y en el intimista relato ficcional de un adicto sexual el segundo, sino porque la postura del realizador siempre es comprometida con su historia y sus personajes desde adentro, situándose en todo momento a su lado, acercándose como el testigo presencial que mira de frente y enseña esa intimidad desde el interior de las acciones, en medio de la escena, y no como una entidad que mira desde arriba. El cine de McQueen es tan cercano que duele. 12 años esclavo es una continuación de esa postura autoral, sólo que en un proyecto de mayor envergadura, de producción mainstream, de cartelera mundial, de marquesina iluminada, de alfombra roja y reflectores apuntando a su gigantesca figura; y eso resulta desconcertante, y a la vez no tanto. Es desconcertante porque pareciera que abandona sus raíces, lo que mejor sabe hacer: la introspección en favor del espectáculo, pero es lógico pensar en la evolución de su status
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como realizador brincando de las grandes ligas de la élite festivalera a las grandes ligas del mainstream. Pero a veces ese gran paso en realidad es muy cortito. Las diferencias entre su tercer largometraje con su díptico anterior son tan obvias como el hecho de que en esta ocasión parte de un guión que no está escrito por él mismo, sino por John Ridley, novelista afroamericano con una amplia experiencia también en el guionismo para cine y televisión, quien se encargó de adaptar el libro homónimo de Solomon Northup, narración de sus memorias como esclavo en las plantaciones de Luisiana a mediados del siglo XIX, libro que, según el propio McQueen, leyó tras la recomendación de su esposa, quien se impactó ante la historia de aquel hombre libre, secuestrado, vendido y humillado por más de una década. La génesis del proyecto parecería no concordar con los alcances vistos en las primeras películas del realizador londinense. Se trata, en efecto, de un drama desarrollado en uno de los periodos más negros de la historia de los Estados Unidos, y que aunque poco, ya se ha llevado a la pantalla: desde la siempre bienintencionada y empalagosa mirada de Spielberg (Amistad, 1997), hasta docenas de títulos más cercanos a la blaxploitation que al juicio crítico, y es ahí donde el talento de McQueen salva lo que parecería imposible, logran llevar la desgracia de un hombre y su lucha ante un sino fatal a sus propios terrenos. Ahora que, si bien es cierto que por el tipo de producción épicohistórica en la que se inserta 12 años esclavo se distancia del relato
crítica intimista al que nos tenía acostumbrados este artista visual, será en el periplo de un hombre esclavizado, cosificado y por lo tanto arrancado de todo valor y dignidad humana, donde se tienen que rastrear las constantes universales que motivan a McQueen, y que tienen que ver directamente con una moralidad tan personalísima como inquebrantable en el continuum de sus estelares masculinos. Pero, ¿es Solomon Northup uno más de estos hombres polidimensionales que dan voz a las inquietudes de lo que ya podemos denominar el estilo McQueen? Si recordamos tanto al Bobby Sands de Hambre y al siempre congruente con sus pulsiones Brandon, de Shame, nos encontramos en ambos a hombres que sostienen una postura ética que los convierte en seres íntegros incluso en sus imperfecciones. El cine de McQueen no se sostiene de hombres buenos, sino de hombres reales. Y, al igual que los anteriores, Northup tiene una postura ética que respeta a lo largo de la cinta, y que es su necesidad por sobrevivir a toda costa, motivación que le da la acción al filme, pero ante la cual nunca existe un cuestionamiento real a su comportamiento. No hay un enfrentamiento moral a su situación: la acepta y se adapta, restándole la tridimensionalidad de que hacen gala sus varones protagónicos anteriores. Solomon Northup no es más que un mártir, y esa docena de años en la plantación es su calvario. Simple, sencillo, plano. Pero los mártires no le interesan a Steve McQueen: su verdadero centro en 12 años esclavo, el vórtice donde se funden y giran todas las bajas pasiones, los instintos animales inherentes al ser humano, sus rencores y frustraciones como especie, se encuentran en Edwin Epps, el amo y señor de la plantación. El Dios cruel, rencoroso y vengativo que sostiene en sus manos el destino de los desdichados para jugar con ellos a placer, y con todo su desdén. Él es el verdadero personaje mcqueeniano. No es casual que Epps esté interpretado por su actor fetiche, Michael Fassbender, ni que de la misma manera como sucede en Hunger,
el verdadero protagonista de la película aparezca bastante avanzado el metraje. Él es el demiurgo del universo de Northup: no es quien lo secuestra, pero sí quien lo motiva con sus siniestras acciones, cada una peor que la anterior, para sobrevivir y huir a toda costa. ¿Quién sabe si de haberse quedado con su primer amo, el benévolo señor Ford, no se hubiera acostumbrado primero y resignado después a su nueva situación? Epps, puya en mano, lo mantiene vivo, acrecienta su rencor, aumenta su locura y lo enfrenta a una realidad dantesca, y si Solomon Northup quiere ponerle final a eso debe permanecer vivo y cuerdo: Epps es la monstruosidad inherente al ser humano, pero que se ha desatado y extraviado en el éxtasis del poder abusivo, el mismo poder que ejercen los guardias de la prisión irlandesa en Hambre, pero también el mismo del que se jacta Brandon en sus correrías sexuales sin fin, pero también sin recompensa en Shame, porque al final, Epps, con todo su ejercicio negligente, está tanto o más solo que el sexoadicto neoyorquino. Decíamos al inicio del texto que este filme, para los grandes públicos, los que no conocen el cine de Steve McQueen, ha sido difícil de digerir, y es que la impresión salvaje del castigo y la carne lacerada de Patsey en primer plano puede malinterpretarse como una trampa efectista y gratuitamente sobrada en su violencia. ¿Por qué filmar de frente sus llagas, en plano cerrado y con la sangre brotando a chorros, y no en cambio en el contraplano que muestre el rostro doliente/doloroso de la víctima? Porque McQueen no quiere dramatismos ni expresiones de compasión. Su búsqueda es encontrar la manera adecuada de imponerle al espectador una forma cruda, sin paliativos y sin vías de escape, a la experimentación de un dolor universal: ese que surge del terror que provoca el darse cuenta de que el hombre es la única especie del reino animal que goza destrozando a su semejantes. I José Luis Ortega Torres
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crítica
Los colores del destino: Upstream Color de Shane Carruth Upstream Color, Estados Unidos, 2013, 96 min.
Debemos aprender a volvernos a despertar, y a mantenernos despiertos, no con ayuda mecánica, sino por medio de una infinita espera de la aurora, que no nos abandone en nuestro sueño más profundo. Henry David Thoreau, Walden Reducir a un párrafo el argumento de Upstream Color es atentar contra todo lo que Shane Carruth consigue en 96 minutos de impecable montaje y edición; pero es la natural condena de la reseña. Así que permitámonos un punto de partida: Upstream Color es una historia
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de ciencia ficción que narra el ciclo de vida de cierto parásito que se alberga en una cadena de tres huéspedes: orquídeas, humanos y cerdos. Y, se infiere, que pasa de ente en ente una y otra vez. Ahora, una imaginación: dependiendo la fuente que se consulte, se encontrarán diferentes versiones sobre las teorías y prácticas de los alquimistas respecto a la transmutación de la materia. Aunque difieren entre sí en las etapas que tiene el fenómeno, hay tres fases primordiales para la transmutación de la materia en oro: la nigredo (supone la disolución de la materia), la albedo (la materia en estado líquido, busca la intensidad del blanco) y la rubedo (la etapa final, la sustancia se ruboriza; se consigue el anhelado rojo). Upstream Color experimenta su transmutación a través de sus propios colores. Rojo: De los humanos En la repetición de los ciclos, todo punto de partida es arbitrario. Upstream Color arranca con la experimentación, el perfeccionamiento tal vez, del método para introducir en las personas el parásito que ha sido extraído anteriormente de las orquídeas. Las dos primeras tomas duran lo suficiente para sembrarnos la duda y averiguar qué es lo que observamos: cadenas de papel. El resto de las tomas, al menos las de los cinco primeros minutos de la película, no sobrepasan los tres segundos, y aunque el ritmo no es vertiginoso, se experimenta la sensación de confusión. Confusión afianzada por el montaje de planos oscilantes entre los primerísimos y los medios; casi siempre con un segundo plano fuera de foco. Desde este momento, el diseño sonoro pone los acentos en la atmósfera cercana al trance. Trance similar al que experimenta Kris (Amy Seimetz) una vez que Thief (Thiago Martins) ha introducido en ella el parásito. Durante este trance, el influjo en la conciencia de Kris es aplastante: basta la verbalización de las instrucciones de Thief para que éstas no sólo se cumplan, sino se materialicen en imágenes. Le indica que su cabeza está hecha de la misma materia que
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el Sol y por eso no puede mirarlo directamente al rostro; ella así lo ve. El blanco parásito se mueve libremente en el rojo torrente sanguíneo de Kris. Blanco y rojo como las fichas con que lleva la cuenta de las páginas de Walden, que memoriza por órdenes de Thief. Blanco y rojo como la bufanda de Kris. Los tonos rojos también inundan la habitación. Violeta: De los cerdos El diseño sonoro, es un agente importantísimo en la narración de Upstream Color. Por medio de amplificadores que envían vibraciones a la tierra –en un método conocido como worm charming [encantamiento de gusanos]–, Kris recibe un llamado para, aún en trance, dirigirse a una granja de cerdos y ser sometida a una intervención quirúrgica en la que se le extrae el parásito, que es insertado, a su vez, en un cerdo. Pero no sólo son cuerpos huéspedes: humanos y cerdos quedan conectados entre sí. Lo que sucede a los cerdos en la granja lo han de padecer los humanos en su ambiente cotidiano sin necesidad de vivir el hecho: experimentan sólo las sensaciones. El ritmo entre tomas disminuye, como si el efecto narcótico igualmente se disipara. El peso de la imagen parece ceder ante los cada vez más presentes efectos sonoros. Una combinación de fugas que, combinadas con maestría con las imágenes, generan una narrativa cada vez más clara de lo que acontece sin necesidad de atiborrar las secuencias de diálogos, los cuales son mínimos. Observamos al encargado de la granja –quien aparece en los créditos como The Sampler [quien toma muestras, literalmente; pero en el contexto de la película, el sampleador]– cuidar de sus cerdos. Mientras camina entre ellos, las tomas hacen el esfuerzo de la simultaneidad y observamos en una toma a un cerdo y en la siguiente al humano con el que está conectado. Ahora sabemos que el de Kris no es un caso aislado: muchas otras personas han sido sometidas al mismo experimento. The Sampler se entretiene capturando sonidos del entorno, produciéndolos con el contacto de rocas con una tubería, con una lija. Transmutación de sonidos ambientales en sonidos artificiales. Tal como transmutamos ciertas sustancias hasta conseguir drogas de diseño. Procedimientos químicos, procedimientos alquímicos del cuerpo y la mente. Las tonalidades de rojo pierden su fuerza, su violencia, y degradan en púrpuras, en morados, en violetas.
Azul: De las orquídeas En el intento de reconstruir su vida, Kris se encuentra con Jeff (Shane Carruth). El encuentro no es un natural fluir del enamoramiento: sus cerdos correspondientes en la granja están en apareamiento. La pareja “sufre” el proceso: la excitación, la cópula. Kris asegura estar embarazada. No lo está, lo está la cerda en la granja. The Sampler sacrifica a la pareja de cerdos por problemática. Los lanza al río atrapados en un costal. Si lo que antes acompañaba a la confusión era el trance, ahora lo es la manía, la paranoia y la histeria de Kris. Los cerdos comienzan a descomponerse bajo el agua y ellos, la pareja de humanos, se resguardan en la tina de la casa, sumergidos en la más profunda angustia. El agua que todo lo inunda, inunda también las fantasías de Kris: la escucha fluir taladrante debajo de la casa. Como en el umbral de lo visible, en ese inconsciente que conocemos solamente por sus manifestaciones. Si la primera vez Kris acudió a la granja forzada por el influjo del parásito, lo hace ahora guiada por la intuición. No sabe a dónde se dirige pero llega a los alrededores de la granja, esa fábrica de sonidos que insisten en lo más sombrío de sus recuerdos. También, trabajo de la intuición, encuentran las grabaciones de The Sampler. Son significativos los títulos de los discos que consiguen: Repetico, Extractions, Artifacts, Echo Trilogy: Part 2 y Reverberations. En medio de la reverberación, Kris extrae rocas del fondo de una alberca, al tiempo que repite pasajes de Walden, aquel libro que fue obligada a memorizar al inicio de la historia. Su gran revelación: en el fondo de dicha alberca observa orquídeas. Las mismas que se encuentran en el punto exacto del río en que se pudren los cerdos. Logra arrancarlas y es como si arrancara una capa de la realidad, la capa de apariencia que le ha hecho casi perder la razón. Descubre el atroz experimento. Asesina a The Sampler y la realidad, o al menos, una explicación de ésta, se devela ante sus ojos. El líquido blanco de la albedo, transmuta en amarillo, emerge a la superficie y penetra las raíces de las orquídeas tiñéndolas de un profundo azul. Azul como las tonalidades del último tercio de la cinta. El parásito ha mudado de los cerdos, a su nuevo huésped: las orquídeas azules. I Mario Pérez Magallón
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crítica © Appian Way / Sikelia / EMJAG Productions.
El Lobo de Wall Street de Martin Scorsese The Wolf of Wall Street, Estados Unidos, 2013, 180 min.
El último Martin Scorsese ha dado un giro a su carrera. Si en sus primeros largometrajes el director explora el Estados Unidos sombrío (Taxi Driver, 1976) y confuso (Después de hora, After Hours, 1985); muestra la decadencia de Jake LaMotta, un boxeador atléticamente espectacular atrapado por sus demonios (Toro Salvaje, Raging Bull, 1980); aborda espléndidamente el mundo de la mafia italoamericana (Buenos muchachos, Goodfellas, 1990, y Casino, 1995); o incluso emite comentarios escandalosos por sugerir que Jesús era sencillamente un humano que tenía deseos carnales como cualquier otro (La última tentación de Cristo, The Last Temptation of Christ, 1988); en sus filmes más recientes ha buscado nuevos caminos narrativos y estéticos. Como ejemplo pueden mencionarse La isla siniestra (Shutter Island, 2010), relato que a partir de un ritmo de montaje solvente y una estructura articulada por saltos espaciotemporales proyecta las pesadillas que un hombre debe enfrentar para reconocerse a sí mismo; La invención de Hugo Cabret (Hugo, 2011), cinta magnífica que aborda la vida de Georges Méliès al tiempo que reflexiona sobre las cualidades significativas del cine a través del propio cine –haciéndolo brillantemente con el uso del 3D y valiéndose de un público infantil como uno de sus principales espectadores–; o El Lobo de Wall Street. Basada en la autobiografía homónima de Jordan Belfort, su película más reciente narra la historia de un embustero que engaña a las personas para crear una fortuna. Lejos de escandalizar a los espectadores, Martin Scorsese muestra los acontecimientos más relevantes de su protagonista. No obstante, selecciona sucesos representativos, que hablan por sí mismos. En el inicio de la película, Belfort, interpretado magníficamente por Leonardo DiCaprio (actor que ha demostrado un número altísimo de registros al encarnar seres tan diferentes entre sí como Howard Hughes en El aviador (The Aviator, 2004), también de Scorsese; Frank Wheeler en Sólo un sueño (Revolutionary Road, Sam Mendes, 2008), un trabajador mediocre incapaz de estar con la mujer que ama; Cobb en El origen (Inception, Chritopher Nolan, 2010), un arquitecto de sueños confundido por amar a una mujer que ya no existe; o Calvin Candie en Django sin cadenas (Django Unchained, Quentin Tarantino, 2012), un racista burgués perverso, entre muchos otros), es una persona tranquila que intenta establecerse en Wall Street. Sin embargo, transforma su carácter hasta convertirse en un personaje ambicioso y calculador que adquiere casas y yates, organiza orgías en sus oficinas o enfrenta con descarada tranquilidad al FBI. Y algo más. En una secuencia pone en peligro su vida al ingerir pastillas alucinógenas que lo hacen perder la cordura. Su amigo, Donnie Azoff (Jonah Hill), igualmente está a punto de morir al atragantarse. La película fusiona elementos de distintos géneros, como la comedia, el drama o el cine noir (Naomi Lapaglia, interpretada por Mar-
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got Robbie, esposa del personaje principal, está caracterizada como femme fatale, por ejemplo). Pero los momentos caricaturescos donde los protagonistas se juegan la vida absurdamente, ¿no son acaso una manera que Scorsese utiliza para burlarse de los empresarios, como si nos dijera: míralo, con sus millones de dólares, sus fiestas fastuosas, y toda su inteligencia reducida a nada al estar a punto de morir por una tontería? La escena final es asimismo reveladora. Luego de haber sido atrapado por el FBI y obligado a vender sus propiedades y perder buena parte de su fortuna, Belfort ofrece conferencias para enseñarle a la gente la manera en que puede vender cualquier producto y hacerse millonaria. La imagen es inquietante: dentro de esta estructura política y económica estafadores como él ocupan un lugar privilegiado ora como empresarios, ora como conferencistas, ora como ayudantes del gobierno o de la policía. Martin Scorsese es un director que no tiene nada que demostrar. Muchas de sus películas son, sencillamente, clásicos de la historia del cine. Con El Lobo de Wall Street ha articulado un mensaje calladamente irónico que nos hace preguntarnos: si el mundo capitalista está denominado por estos bobos ambiciosos, ¿por qué demonios seguimos escuchándolos? I Abel Cervantes
crítica © Bona Fide Productions.
Nebraska de Alexander Payne Estados Unidos, 2013, 115 min.
A lo largo de su obra, el estadounidense Alexander Payne nos ha ofrecido filmes que se posicionan en el justo medio entre el drama y la comedia, encontrando la ironía de la vida cotidiana en películas como Election (1999 –sobre la campaña electoral en una preparatoria–) y más recientemente Los descendientes (The Descendants, 2011 –acerca de un hombre que descubre la infidelidad de su esposa cuando ésta cae en coma–). En Nebraska, Payne, uno de los cineastas claves del cine estadounidense de la última década, regresa a la fórmula del road trip que exploró en Todo sobre Schmidt (About Schmidt, 2002 –donde un hombre recién viudo y retirado cruza el país para asistir a la boda de su hija–) y Entre copas (Sideways, 2004 –el viaje de destrampe de dos amigos por los viñedos de California–). Aquí cuenta la historia de Woody Grant (Bruce Dern), un octogenario cuya memoria se desvanece a diario y quien desea reclamar un supuesto premio de un millón de dólares que “recibe” como parte de una promoción engañosa. El hijo menor de Woody, David (el comediante Will Forte), vendedor de estéreos recién separado, no tiene otro remedio que acompañar a su padre en el largo trayecto de Billings, Montana, a Lincoln, Nebraska.
Como en …Schmidt y Entre copas, los personajes de Payne van revelándose conforme tienen encuentros incidentales, avanzan los kilómetros y cambia el paisaje. Payne y el fotógrafo Phedon Papamichael (quien en Los descendientes supo capturar la idiosincrasia estética de Hawái) crean un álbum de postales blanco y negro en que muestran la solitaria vastedad de las Grandes Planicies. Los encuadres hacen eco a clásicos del arte norteamericano como las cintas de John Ford Las viñas de la ira (Grapes of Wrath, 1940) y ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), así como a pinturas clásicas como American Gothic de Grant Wood o la fotografía de Ralph Eugene Meatyard. El road trip se ve interrumpido por una larga escala en el pueblo de Hawthorne –la referencia literaria es tan evidente como luminosa–, en que padre e hijo son alcanzados por la esposa de Woody, Kate (la veterana actriz June Squibb) y su hijo mayor, Ross (Bob Odenkirk, el Saul Goodman de Breaking Bad [2008-13]). Este es el poblado en que Woody, alcohólico y, para algunos, bueno para nada, busca el premio real, la recompensa mayor: reivindicarse frente a quienes siempre lo han considerado un perdedor (incluido él mismo). En la mejor actuación de su de por sí fructífera carrera, Bruce Dern crea un personaje en apariencia sencillo (un viejo loco) que, por el contrario, es de una complejidad apabullante. A medida que se desarrolla la trama, encontramos en Woody a un hombre enfermo de nostalgia (la visita a la casa de su niñez es desgarradora) que se escuda en su senilidad para permanecer hermético. Payne es cómplice de su personaje y deja que Woody revele sus intenciones reales sólo de manera esporádica y casi inaudible. En Hawthorne –localidad inventada por el director– conocemos al elenco secundario que ha influenciado la vida de Woody: familiares, ex novias, ex socios y parientes ya fallecidos (la visita al cementerio es uno de los más melancólicos e hilarantes momentos del cine reciente). La genialidad de esta cinta radica en que a pesar de que el libreto es hasta esquemático en su planteamiento (personaje A necesita conseguir B, el personaje C lo ayuda en el camino), Payne y el guionista Bob Nelson crean momentos de genuina conexión emocional que resultan universales, como el de los viejos hermanos Grant viendo el televisor, cerveza en mano, sin mucho qué decirse. El desfile de primos, tías y demás es una colección de historias fallidas, de individuos para quienes las promesas de bonanza económica tampoco se tornaron reales. Es imposible no comparar a este filme con Una historia sencilla (The Straight Story, 1999) de David Lynch, en donde un hombre mayor viaja sobre su podadora para reencontrarse con su hermano. Ambas cintas son críticas en la manera en que reflejan cómo los adultos mayores carecen de cualquier lugar en la sociedad estadounidense y sus odiseas son consideradas hasta ridículas. Sólo que en Nebraska se va a llorar de risa y reír de tristeza. I César Albarrán Torres
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crítica © Annapurna Pictures
Ella de Spike Jonze Her, Estados Unidos, 2013, 126 min.
Dentro de un sistema en el que los dispositivos electrónicos evolucionan tanto como la inmersión en la soledad y el aislamiento, la premisa de Spike Jonze sobre el romance moderno no parece muy alejada de otras ideas similares de alienación en tiempos cercanos a los sueños de ciencia ficción, donde el humano y un objeto aparentemente inanimado pueden establecer relaciones sumamente íntimas que podrían engendrar hijos digitales. Así como Rick Deckard no sabe si es humano o no mientras se enamora de una replicante en Blade Runner (1982) de Ridley Scott y el ficticio director Viktor Taransky es absorbido por su creación por – – su necesidad de conquistar al mundo a través de su estrella de cine virtual en S1m0ne (Andrew Niccol, 2002), el protagonista de Ella establece conversaciones funcionales con un sistema operativo, sin embargo la limpieza de su correo electrónico no tarda en convertirse en una relación dependiente que establece lazos con portales finitos para Theodore (Joaquin Phoenix) e infinitos para Samantha, con su acceso al resto del mundo virtual. La relación sólo podría tener un tipo de final, sin embargo Spike Jonze logra que sea uno de muchos matices al partir de la frase: «Algunas veces pienso que ya he sentido todo lo que podría sentir». Para sorpresa del protagonista todavía existen zonas por explorar gracias a la actualización de un software que no sólo es empático: es capaz de generar enormes dudas entre los sentimientos reales y lo que es simple programación. Ella se ubica en un futuro cercano donde las personas se muestran excesivamente amables, pero desconectadas de las relaciones directas, como demuestra la profesión de Theodore, el nostálgico escritor de handwrittenletters.com, un servicio de escritores fantasma que permite expresiones sentimentales a través de cartas para personas que no encuentran sus propias palabras. Paradójicamente, Theodore puede redactar emotivas misivas para otros, pero no parece tener la misma capacidad para expresarse con sus semejantes. Aunque Theodore es quien ocupa la pantalla todo el tiempo, el personaje de inteligencia artificial caracterizado por la voz de Scarlett Johansson quien, a pesar de su ausencia física, tiene una enorme presencia. Tal y como promete el nuevo software del teléfono de Theodore, el sistema operativo se convierte en más que eso: es una consciencia. Con su voz Samantha no sólo puede ser una amiga que bromea y coquetea, es capaz de organizar su vida y mejorar su desempeño en los videojuegos, también puede hablarle antes de dormir y convertirse en una pareja que no pide nada a cambio. Lo que hace tan interesante y original a Ella es que bajo la apariencia de una comedia romántica convencional presenta una historia de autoengaño y narcisismo a gran escala. La persona que ella adopta
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fue personalizada para él: Theodore se enamora de sí mismo y su misma persona podría abandonarlo. Es una parábola del personaje y su incapacidad para conectarse con alguien real. Él sabe –y nosotros como espectadores también– que es inteligencia artificial y que ella ha sido programada de forma sumamente sofisticada, pero, al igual que Theodore, compramos ésta ilusión que no se muestra fría ante nuestros ojos, sino luminosa, cargada de rojo y naranja que salta en ambientes minimalistas. Visualmente, Ella es impresionante. Con escenarios contemporáneos de Shanghái que buscan ubicarnos en la ciudad de Los Ángeles en un futuro de calles que brillan tanto como las pantallas de alta definición que absorben la mirada de sus habitantes, todos han sido absorbidos por su mundo virtual y de alguna forma han abandonado las relaciones sociales convencionales. Spike Jonze logra ubicarnos en ese entorno de dispositivos conectados que mantienen a las personas alienadas unas de otras como en un paraíso vacío donde lo metafísico sustituye a lo físico y la tecnología se convierte en un acelerador de la soledad social. I Karina Cabrera
crítica © Catherine Dussart Productions/Arte France/Bophana Production
La imagen ausente de Rithy Pahn L’image manquante, Camboya / Francia, 2013, 90 min.
Pocas imágenes en movimiento sobre el periodo de control político de los jemeres rojos, el grupo militar de inspiración maoísta que saltó al poder de Caboya en 1975, y su líder Pol Pot pueden ser halladas en internet. Algunas secuencias de archivo, insertadas en documentales históricos para la televisión, muestran a Pol Pot como un hombre sencillo: uniforme militar sin insignias de mando, rostro enmarcado en una especie de mascada cuadriculada que lo distingue de los otros líderes de la guerrilla (luego gobierno), sonrisa amplia de la que no se desprende ningún aire dictatorial muy específico. Sus apariciones ante la cámara –registradas rara vez en color en plena década de los 70– contrastan con la ostentación de los mítines y las asambleas donde los dirigentes comunistas del mundo mostraban un poderío de diseño. Las otras son las imágenes creadas desde el poder político que precipitó la guerra en el sureste asiático, las de las declaraciones de los políticos estadounidenses hablando de evitar el avance del comunismo mediante intervenciones controladas, ataques “quirúrgicos” e invasiones edulcoradas por un discurso pacifista intransferible a las escenas de la selva incendiada que los propios cazas captaban después de los bombardeos. La guerra irradiaba de Vietnam, y aunque
Camboya nunca fue un sujeto oficial de las hostilidades imperiales, su frontera de miles de kilómetros con el este vietnamita definió su destino: parte de su territorio deshecho por el TNT de los misiles estadounidenses (diseminados a lo largo de la frontera en bombardeos ilegales), un golpe de estado apoyado por la CIA y el surgimiento del movimiento radicalizado de los jemeres rojos y su líder Pol Pot, quienes tiempo después tomaron el poder en medio de la inestabilidad y emprendieron un desviado experimento social basado en la utopía agrarista del comunismo. Pero en medio de estos dos registros opuestos, cargados de visiones radicalmente contrarias del poder político, hay un vacío de imágenes a ras de los territorios y las poblaciones primero arrasadas por los misiles y después invadidas y sometidas por la guerrilla comunista tras el triunfo de “la revolución” de los jemeres rojos; ese cine no existe porque nadie pudo registrar el dolor y la miseria en sus locaciones y sus tiempos reales, pero puede ser recordado y representado de infinitas maneras. Cuando era un niño, como miles de residentes de las ciudades camboyanas en la segunda mitad de los 70, el hoy cineasta Rithy Pahn, autor de La imagen ausente, fue desplazado junto a su familia a los campos de trabajo que el nuevo estado destinó para la explotación de la población urbana, considerada portadora del cáncer de Occidente. Ahí, en medio de la esclavitud, vio morir uno a uno a los integrantes de su familia, sus vecinos y conocidos, y, de alguna manera, en 1979 logró escapar del país. Como otros de sus documentales, La imagen ausente intenta asimilar el trauma sociocultural que significaron las continuas usurpaciones del poder y sus fatídicas consecuencias con la instalación de la dictadura genocida, pero con la particularidad del punto de vista. Mientras S21: La máquina roja de matar (S-21, la machine de mort Khmère rouge, 2003), el más célebre de ellos, y otra película como La tierra de las almas errantes (La terre des âmes errantes, 2000) develan las cicatrices en la Camboya contemporánea a través del relato y la memoria documental, La imagen ausente agrega las propias experiencias de Rithy Pahn y sus sentimientos hacia el pasado a través de una reconstrucción orientada a la catarsis. Como si se tratara de un experimento básico de cine para niños, aún anterior a la animación cuadro por cuadro, el documental se sirve de una simple representación plástica para llenar el hueco de las imágenes ausentes que pudieran ilustrar el sufrimiento indescriptible del cautiverio en los campos: pequeñas figuritas de barro sencillamente elaboradas que encarnan a los personajes más cercanos en la memoria del director camboyano, él mismo incluído. I Gustavo E. Ramírez Carrasco
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crítica De tal padre, tal hijo de Hirokazu Koreeda Soshite chichi ni naru, Japón, 2013, 120 min.
Una de las cosas notables de De tal padre, tal hijo es el balance entre lo emocional de la trama y lo contenido y elegante de su realización. Y es que si bien se trata de un melodrama, jamás cae en manierismos ni recurre a chantajes sentimentales para lograr su cometido: hacer que el espectador se confronte a sí mismo ante un tema de suma trascendencia como lo es la paternidad. A los pocos minutos la trama revela su nudo argumental: Ryota Nonomiya y su esposa Midori descubren que el niño a quien han estado criando durante seis años no es en realidad su hijo biológico, ya que fue intercambiado en el hospital por el
El club de los desahuciados dirigida por Jean-Marc Vallée Dallas Buyers Club, Estados Unidos, 2013, 117 min.
El VIH y sus catastróficas secuelas en el pueblo norteamericano siguen siendo un tabú que Hollywood parece incapaz de superar. El tema debe filtrarse a través de las fibras del melodrama para poder aterrizar en la gran industria, como sucedía con Filadelfia (Philadelphia, Jonathan Demme, 1993), mientras que otras cintas que han abordado con mayor garra el asunto, como la estupenda Juntos para siempre (Longtime Companion, Norman René, 1990), quedaron rezagadas en las trincheras del cine independiente para volverse cintas de culto. El club de los desahuciados (2013), dirigida por el canadiense Jean-Marc Vallée, pretende
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bebé de otra familia. Ante este gran dilema, las dos familias tratan de encontrar la mejor solución para todos. Pero lo que le importa al director no es ver disputas, ni dramas, ni siquiera lágrimas; la esencia de esta cinta es el planteamiento de la pregunta ¿qué es ser padre? ¿Se es padre del hijo que se engendra o del hijo que se cría? Nonomiya no lo tiene muy claro, pues ante sus ojos, el que él creía su hijo no ha cumplido con sus expectativas y ahora todo parece tener una explicación: ese niño no tiene sus genes. El estricto sentido de crianza de Nonomiya y su esposa, contrasta con el estilo despreocupado y cálido de Yudai y Yukari Saiki, el otro matrimonio afectado. No sólo se trata del hecho de que ambas familias pertenezcan a distintas clases sociales, sino a cuestiones de convivencia diaria;
ser compleja caminando al filo de la navaja entre un retrato de la marginación en los Estados Unidos y el drama edificante en el cual un personaje en apariencia amoral termina convertido en luchador social, capaz de enfrentarse al sistema y dejando una enseñanza de vida que puede inspirar a otras. El filme se inspira en la historia verdadera de Ron Woodroof, un electricista texano aficionado al rodeo y el sexo extremo quien es diagnosticado con VIH. Ante una perspectiva de vida no mayor a 30 días, Woodroof, en plena era Reagan y sin demasiada información alrededor de su mal, va hurgando en la clandestinidad para encontrar alivio, retando al sistema de salud pública al conseguir medicamentos que comparte con otros infectados por el virus a través de una comunidad que no persigue lucro alguno.
© Amuse / Fuji Television Network / GAGA.
para uno de los padres lo más importante es trabajar para poder mantener un nivel socioeconómico alto, mientras que para el otro, lo que realmente importa es el tiempo que se le dedica a los hijos, incluyendo juegos, comidas y baños juntos. El que Koreeda haya evitado caer en excesos dramáticos no significa que se trate de un filme
frío y distante, por el contrario, estamos ante una obra que expone de manera sensible y emotiva la resolución de un conflicto que pareciera insuperable, y esto se logra, en parte, gracias al reconocimiento visual a través de una fotografía, prueba ineludible de la mirada del otro, en este caso, del hijo. I
El club de los desahuciados es una cinta en la cual el realizador desaparece para que los actores usurpen el control de la obra. Filme de una estética descuidada y claramente tremendista, que no realista, traiciona inclusive a sus propios intérpretes al someterlos a sobrecargados maquillajes y rigurosas dietas que les dejaron materialmente
en los huesos. Lo que quedan son buenas intenciones por parte de Matthew McConaughey y Jared Leto, actores cumplidores, pero que poco pueden hacer ante la ausencia asumida del cineasta, quien se empeña en hacer de este telefilme sobrealimentado una experiencia poco memorable. I
Rebeca Jiménez Calero
José Antonio Valdés Peña
© Voltage Pictures.
crítica El Alcalde de Emiliano Altuna, Carlos F. Rossini y Diego Osorno México, 2012, 80 min.
Un retrato siempre fue más que la imagen de un cuerpo. Cuando Durero hizo su grabado de Erasmo de Róterdam no olvidó poblarlo de libros y, sobre todo, representó al pensador viendo hacia una hoja de papel en el acto de escribir, quizá, porque, en palabras de Hans Belting, «[n]o existe una descripción directa del sujeto, ni tampoco una descripción directa de los roles, pues ambas abstracciones únicamente pueden ser representadas mediante un cuerpo»1. Esta duplicidad del retrato es el eje central de El Alcalde, cinta donde los autores sitúan al escandaloso, cínico y cautivador ex alcalde panista de San Pedro Garza García Mauricio Fernández en sus actividades cotidianas
House of Cards, 2 a temporada producida por David Fincher y Kevin Spacey, entre otros Estados Unidos, 2014, 13 episodios de alrededor de 60 min.
En una de las escenas mejor escritas en la vida sobre la pantalla del congresista sureño Frank Underwood, uno de sus rivales compara su maniobrar político con el boxeo exquisito de Floyd “Money” Mayweather. El adversario describe la manera en que ambos basan su estilo en aprovecharse de las debilidades del oponente y explotarlas, atacando en el momento menos esperado, cuando parece que se está debilitado y a la defensiva. No hay mejor descripción de la manera en que el personaje maquiavélico construido minuciosamente por Kevin Spacey actúa en esta segunda entrega de la red de intrigas en los pasillos de Washington. Resulta fascinante
(limpiar fósiles o armas, tocar el clarinete) y públicas, relatando su historia (con pietaje y fotos de apoyo) y expresando sus opiniones. La persona se acompaña de detalles de su casa: cabezas jíbaras, un cráneo de tricerátops, un techo que parece robado de la España mudéjar… La figura de Fernández, quien mira directo a la cámara, y la voz que se desprende de ella y se mantiene en off mientras recorremos las demás imágenes invocan una estampa. Notablemente, la voz, el propio relato, define todo lo demás. Fernández cuenta su vida de huerquillo, se presenta como un hombre fuerte y decidido sin miedo a desafiar tanto status quo como le pase enfrente (más notorio que el caso de hablar de las drogas o diferir de las cifras oficiales de la lucha contra el narcotráfico es el anillo con un fósil que le
ver la manera en que Underwood (a veces Iago, a veces Ricardo III) y su esposa Claire (Robin Wright como una Lady Macbeth fría y vengativa) definen en privado los movimientos que afectarán el devenir político de Estados Unidos (y el mundo), conforme Frank va acumulando poder. Aunque resulta mucho menos fresca que la primera entrega y Underwood es caricaturesco por momentos (Spacey parece regodearse en los manierismos del personaje), la temporada se sostiene gracias a la astuta labor de los guionistas, quienes sueltan tres combinaciones precisas que dejan noqueado y confundido al espectador (incluso a quienes siguieron la serie original de la BBC). Los creadores han sabido tomar la temperatura del clima político en Estados Unidos y el mundo y crean situaciones por demás creíbles, como un Mexican stand-off geopolítico con China, la
© Bambú Audiovisual / IMCINE – FOPROCINE.
regala a su hija, quien estudia en Inglaterra, para burlarse de las sortijas de cientos de años de los nobles europeos). Y empieza a caerle bien a uno. ¿Será su desfachatez? ¿Será su simpatía antipática? ¿Será que, en medio de todo, dice lo que nadie más se atreve? El mayor acierto de los
vertiginosa rapidez con que fluye la información o las diferencias irreconciliables entre demócratas y republicanos en el seno del Capitolio. La estructura dramática de esta segunda temporada responde a la posibilidad –innovada por Netflix– de ver los 13 episodios de corrido, como si se tratara de una
creadores es dejar que el personaje haga su propio retrato, interviniendo tan poco como permite la edición. I Abel Muñoz Hénonin 1
Hans Belting. “Escudo y retrato”, en
Antropología de la imagen. Katz Editores, Buenos Aires / Madrid, 2007, p. 158.
película de larguísimo aliento. Los productores se olvidan de los cliffhangers que tradicionalmente llevan al telespectador a regresar a la serie cada semana y en su lugar propician un flujo narrativo mucho más orgánico entre cada capítulo. I César Albarrán Torres
© Media Rights Capital / Panic Pictures / Trigger Street Productions.
Icónica / 51
crítica Balada de un hombre común de Joel e Ethan Coen Inside Llewyn Davis, Estados Unidos / Reino Unido / Francia, 2013, 104 min.
«Si no es nuevo y nunca pasa de moda, entonces es una canción folk», una broma que aparece en cada presentación que realiza Llewyn Davis, más que una afirmación es un análisis del músico sobre su incapacidad para encajar en el momento que le toca vivir y descubre la
tensa relación entre el arte, las aspiraciones, el dinero y ser más que «un poodle entrenado» que canta cada vez que alguien se lo pide. Es un artista en busca de su verdad. Con la producción musical de T. Bone Burnett y el vocalista Marcus Mumford del grupo Mumford & Sons, los hermanos Ethan y Joel Coen logran recrear un nuevo viaje sonoro que se aproxima una vez más a la Odisea, de Homero, inspiración también de ¿Dónde estás, hermano? (O
Brother Where Art Thou?, 2000). Esta vez la comedia no es sobre el blues, evoca Greenwich Village y el folk de los 60 a través de la vida de Llewyn Davis, personaje basado en el cantante y guitarrista Dave Van Ronk, cuyo carácter también lo obligó a vivir sin un domicilio fijo, escuchando seguramente la misma frase con la que se encuentra Davis cuando audiciona para un promotor con la esperanza de unirse a un concierto: «No veo mucho dinero aquí». Más allá de una
evaluación precisa, es la situación del mismo arte de Llewyn. No precisamente un hombre común, como indica el título en español, nos encontramos con una persona desagradable que no sólo es bastante interesante sino también es incapaz de aprender de sus errores. A Llewyn Davis se le otorgan múltiples posibilidades, pero el artista se encuentra paralizado por la duda desde que su compañero en un dúo tradicional se suicidó, dejándolo a la deriva y en un poco exitoso intento como solista dentro de una naciente escena folk que verdaderamente detesta. No es un viaje de cambio, el héroe comienza y termina la película siendo la misma persona, sin lugar fijo pero sumergido en la evolución de la música en Estados Unidos. I Karina Cabrera
© Mike Zoss Productions / Scott Rudin Productions.
Nuestra Sun-hi de Hong Sang-soo Uri Seon-hui, Corea del Sur, 2013, 88 min.
A quince años de distancia de la llamada nueva ola sudcoreana, ¿resulta relevante que Hong Sang-soo, ese inesperado heredero del espíritu alleniano, estrene una película? A juzgar por el título que nos compete, la respuesta es un rotundo no. A través de una filmografía deliberadamente concéntrica protagonizada por narcisistas
© Jeonwonsa Film.
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personajes masculinos que se dedican al cine, la literatura o alguna otra actividad intelectual, y quienes invariablemente se disputan de manera inescrupulosa con amigos, compañeros e inclusive con desconocidos, los favores afectivos-sexuales de una joven mujer que (re)aparece azarosamente en sus vidas, el realizador asiático ha planteado relatos naturalistas acerca de las relaciones interpersonales del nuevo milenio así como los códigos de conducta que
expresan los habitantes de un país regido por una fuerte normatividad social. Sin embargo, pareciera que su obra ha llegado a un punto donde no cabe la inflexión. Caprichosas derivaciones y reinterpretaciones de las tramas contenidas en sus filmes primigenios como The Power of Kagwon Province (Gangwon-do ui him, 1998), o The Woman is the Future of Man (Yeojaneun namjaui miraeda, 2002) han provocado que se haya perdido cualquier espontaneidad.
De este modo, en las largas secuencias de conversaciones irónicas de Nuestra Sun-hi, en donde participan indistintamente tres hombres involucrados en el medio fílmico y marcados por una introvertida pero inteligente aspirante a cineasta, y donde siempre los personajes estarán acompañados por grandes cantidades de comida y alcohol que inevitablemente terminarán en desfogues etílicos (el trademark por excelencia de Hong), se podrá notar que é<ste sigue teniendo gran tino para conseguir buenas interpretaciones de sus actores a base de la improvisación; pero que su puesta en escena (medium shots inamovibles, el tosco zoom omnipresente…) se siente totalmente agotada. De hecho, podríamos afirmar que de todos los directores sudcoreanos de su generación, él es quien más pasos atrás ha dado. I Alberto Acuña Navarijo
crítica © Noujaim Films.
La plaza de Jehane Noujaim Al m d n, Egipto / Estados Unidos, 2013, 108 min.
Algún día esto iba a pasar. Porque no se puede soportar por siempre el autoritarismo, la censura política, la corrupción, el desempleo que rompe las ilusiones de todos. Un día los sueños rotos del pueblo egipcio se transformaron en desobediencia civil, resistencia y acciones motinescas exigiendo la caída del régimen del presidente Hosni Mubarak. El mundo entero recibió entonces, gracias a los medios de comunicación y las redes sociales, las imágenes de esa revuelta social ya incontrolable que estalló el 25 de enero de 2011. Y el epicentro de la lucha fue la plaza Tahrir en el corazón de El Cairo. Miles de egipcios formaron una amalgama con la fuerza necesaria para
que dos semanas y tres días más tarde una junta militar recibiera el poder de parte del dictador saliente. Sin embargo, el final feliz de esta épica aún está muy lejano. La plaza, un documental realizado por la cineasta egipcia Jehane Noujaim, no es la crónica convencional de esta parte de la “primavera árabe” que sacudió al norte de África a partir del 2011, porque su origen reside en 1,600 horas de material registrado en video a lo largo de las
protestas, la represión y el caos sociopolítico que implicó el fin del régimen de Mubarak por parte de la realizadora, su equipo de filmación y también cientos de colaboradores anónimos cuyos celulares o cámaras de video registraron inéditos ángulos de los sucesos. Esos rostros hinchados por el fervor adquieren definición en la cinta, pues Noujaim sigue las acciones de un puñado de revolucionarios quienes, pese a sus diferencias políticas y religiosas, se unieron
para escribir un nuevo capítulo en la historia egipcia. La participación ciudadana se volvió vital para la existencia de este documental, que además podría continuar por siempre, pues nuevamente un régimen autoritario gobierna Egipto. Por fortuna, miles de almas armadas con sus cámaras, por más sencillas que sean, podrán hacer la diferencia entre el desconocimiento y la veracidad con tan solo un click. I José Antonio Valdés Peña
© Interior 13 Cine / Secher & Schulsinger.
Matar extraños de Nicolás Pereda y Jacob Schulsinger México / Dinamarca, 2013, 63 min.
Este ensayo cinematográfico, donde incluso la dirección se convierte en un movimiento de repetición, abre con una voz en off doblada que parece indicar las instrucciones de uso del filme, a la vez que se muestran la bibliografía que soporta al ejercicio ensayístico y justifica el proceso de selección de los actores. Luego, a partir del casting a no-actores, el ensayo de los parlamentos de Gabino Rodríguez y la puesta en escena de clichés sobre la Revolución, en Matar extraños opera un movimiento de repetición constante del que brotan capas de ficción que se replican y superponen unas sobre otras. Cine dentro del cine, ficción dentro de la ficción. El filme es, así, una puesta en es-
cena de la no-historia de la Revolución, al mismo tiempo que un ensayo sobre la idea misma de revolución, acompañado de citas de Hanna Arendt y los Beatles. Pereda parece exponer que la revolución no es el tiempo del cambio, sino el tiempo de la repetición encarnada en las tres figuras de los revolucionarios perdidos en el desierto. Matar extraños es, a la vez, un ensayo sobre el trabajo del actor, su puesta en operación y su desmontaje a manera de casting,
teniendo como fondo el pensamiento de Konstantín Stanislavski. De esta manera, el filme es el ensayo de tres no-historias: 1) la relación de Gabino con su compañera de reparto –especie de intercesor de la ficción, ya que está presente en todos los castings y en los ensayos de Gabino–; 2) la revolución como forma de repetición –de la cual sólo quedan como rastros cuerpos de animales muertos en el desierto y las figuras de los tres revolucionarios como fantasmas errantes–; y,
por último, la serie de castings de actores y no-actores, que al final es la puesta en obra del trabajo del actor. Pereda muestra que la creación de un nuevo tipo de actores va dirigida a producir una nueva clase de público. Así, la repetición deviene en una forma de desautomatización de la percepción, de ruptura del cliché, cuyo efecto es la emancipación del espectador, la revolución de la sensación. I Sonia Rangel
Icónica / 53
crítica Narco cultura de Shaul Schwarz Estados Unidos / México, 2013, 103 min.
Richi Soto, un estoico perito que parece haber sido extraído de algún western crepuscular, recorre diariamente diversos barrios populares de Ciudad
Juárez levantando cuerpos calcinados, contabilizando el número de casquillos encontrados en una aparatosa balacera nocturna o acordonando la zona donde macabramente se halló un cadáver desmembrado. Soto sabe perfectamente lo infausto de su rutina, producto
© Ocean Size Pictures / Parts and Labor.
Escándalo americano dirigida por David O. Russell American Hustle, Estados Unidos, 2013, 138 min.
Mi problema con Escándalo americano es que después de haberla visto por primera vez, me dejé llevar por el juego de estafas sobre el que se desarrolla su argumento, el cual está inspirado en la investigación anticorrupción que realizó el FBI a finales de los 70 conocida como Abscam: los malos buenos (Christian Bale y Amy Adams como falsos prestamistas) obligados por el bueno malo (Bradley Cooper como un codicioso agente encubierto) a fabricar culpables (Jeremy Renner como político bien intencionado) a través de sobornos, y de paso llevarse a una red de mafia. Las entrañas del engaño son visibles en todo momento, por lo que las expectativas no
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existen sino hasta el final de la película donde, ahora sí, hay un giro oculto a los ojos del espectador que más tarde se revelará. Una estafa que probablemente fue más emocionante en los hechos reales que la inspiraron y que aquí termina por cuajar porque tiene que hacerlo. Una segunda lectura me permitió distinguir mejor, o por lo menos prestarle mayor atención, al otro juego, el juego de las interacciones. Cada personaje construye sus propios métodos de defensa y ataque desde la delimitada área donde se desenvuelve, ya sea por su situación o la presión de sus relaciones. El dichoso escándalo traza las líneas que unen esos puntos sueltos (unos más interesantes que otros), creando tensiones en algunos casos y desdibujándolas en otros. Las combinaciones son muchas: el estafador entablando sincera
de la guerra contra el crimen organizado: el 97% de las investigaciones que realice estarán condenadas irremediablemente a un limbo burocrático. Empero, esa es su vocación y él está ahí para hacer el trabajo sucio. A cientos de kilómetros de distancia, en Los Ángeles, artistas chicanos como Los Buknas de Culiacán o Los Buitres componen algún narcocorrido basado en la nota roja mexicana, rindiéndole así una apología a un estilo de vida sustentado en la violencia exacerbada y el dinero malhabido. Paralelamente en algún punto de Sinaloa, John Solis, erigido nuevo ídolo del narco cinema, está filmando un videohome donde lo mismo caben abrumadoras montañas de cocaína en un escritorio, que femmes fatales con sendos cuernos de chivo en cada mano, inspirado, faltaba más, en alguna de aquellas canciones multiven-
tas. Así se cierra un peculiar ciclo de hedonismo, poder y muerte. Decepcionante en su investigación cuyas cifras nunca llegan a ser ni reveladoras, ni incisivas, ni contundentes, Narco cultura se redime como drama de montaje prodigioso (los compañeros de Soto apareciendo a cuadro conforme avanza la película, a la par que éste va explicando en off la manera en que cada uno de ellos fue asesinado en un ajuste de cuentas) y como documento antropológico que sabe aprovechar al máximo los espacios que registra, por ejemplo el breve recorrido por el famoso narcopanteón Jardines del Humaya, en Culiacán, en donde bastan dos, tres escenas para describir con fidelidad el lugar, a los dueños de los opulentos mausoleos y de paso a la ciudad misma. I Alberto Acuña Navarijo
©Atlas Entertainment.
amistad con el político; el policía deseando fervientemente a la estafadora; la amante reclamando a la esposa; la esposa intimando con la mafia. ¿Será por eso que es más fácil recordar, entre otras cualidades y defectos de la película, el papel de esposa desesperada que interpreta Jennifer Lawrence?
Al final, el único pedazo de diálogo que mejor recuerdo de mis dos encuentros con la película es la frase que se repite en varios momentos de la historia: «La gente quiere creer lo que quiere creer»: y bueno, esto es lo que quise creerle a Escándalo americano. I Israel Ruiz Arreola
crítica Lego: La película dirigida por Chris Miller y Phil Lord The Lego Movie, Estados Unidos 2012-14, 100 min.
No cabe duda de que el fin de Lego: La película es reforzar el auge que la juguetera ha tenido desde que comenzó a lanzar productos de marca registrada (La guerra de las galaxias, El señor
de los anillos…) ni de que retomó un modelo comprobado, el del niño que requiere que uno de sus padres valide sus necesidades. Aun así, al ironizar sobre la propia marca (El señor de los anillos se parodia en Media Zelanda, por ejemplo) o sobre el consumo (los personajes compran Café Supercaro como parte del ritual de la felicidad
© Vertigo Entertainment / Lin Pictures.
Trances de Ahmed El Ma nouni El Hal, Marruecos, 1981, 88 min.
En Occidente, el nombre de la banda marroquí Nass El Ghiwane, una de las más representativas de una nueva ola musical islámica que durante los 60, 70 y 80 reformuló una cierta sonoridad en la música del norte de África, no significa mucho en la historia legitimada de la “música contemporánea”, que paradójicamente, del rock al jazz y de las variaciones neoclásicas de la música de cámara a la “música popular”, ha hervido de influencias orientales por lo menos en los últimos 40 años. Su sonido es prácticamente desconocido por aquí, y sin embargo, la enigmática corporeidad de su expresión, casi siempre ligada a la profundidad del fervor islámico, y la fusión de su estilo con la música occidental (utilizando otros instrumentos
y en general una estética más cercana a la del rock europeo y estadounidense) generaron todo un fenómeno en países como Marruecos o Túnez. En 1981, en uno de los momentos de mayor popularidad de la banda, el cineasta Ahmed El Ma nouni empezó el registro por encargo de algunos conciertos del grupo. Pero pronto, esas grabaciones se convirtieron en un proyecto personal que mucho más allá de los registros en vivo escarbaba en las motivaciones artísticas de Nass El Ghiwane, la personalidad de sus miembros y la influencia de su música en la comunidad de jóvenes musulmanes que los seguía frenéticamente. El experimento, que se convirtió en un largometraje de “docuficción”, dio como resultado una película rara en los términos estructurales del cine occidental (aún el documental, usualmente con
diaria regulada por un manual) y al tener dos niveles narrativos (la aventura épica rota constantemente y con elegancia por los sonidos que un niño haría mientras juega –por ejemplo, cuando se desprende parte de un edificio y el audio incidental es algo tipo «diiiiru-diiiiru»– y por la consciencia que tienen los juguetes de un mundo externo, más grande que ellos) plantea una complejidad digna de atención y que permite la apertura del relato heroico para convertirse, a fin de cuentas, en una historia sobre la ruptura del control. Es necesario revelar el final –si esto le molesta absténgase de terminar. Un padre exitoso (convertido en el villano de la épica, el Señor Negocios) tiene un envidiable muestrario de legos que quiere mantener inmóvil, ordenado; pero su
hijo lo interviene y crea, reordenando la piezas conforme su imaginación se lo dicta, una serie de aparatos insospechados para romper las reglas del coleccionismo. El padre pasa del enojo a la aceptación de la apropiación al ver las necesidades de su hijo. Una película normal habría terminado aquí. Sin embargo, el padre, en un acto democrático permite también que su hija menor use los juguetes. La niña crea monstruos, hermosos por su construcción torpe, que vienen a invadir el mundo creado por su hermano mayor, rompiendo con las nuevas reglas (el nuevo sistema de control) planteadas por él. No hay orden perfecto. Y eso suele aprenderse cuando un niño se rebela contra las reglas del juego de los demás. I Abel Muñoz Hénonin
© OHRA/SOGEAV.
más licencias digresivas), pero tal vez, formalmente equivalente al estilo envolvente de la música de la banda marroquí, aleatoriamente atmosférica y progresiva. No sorprende del todo, que el “descubrimiento” de Trances por parte de Martin Scorsese, de
quien es bien conocida su afición a la historia del rock, haya inaugurado las labores de rescate y preservación del World Cinema Foundation, el proyecto iniciado por él para rescatar y preservar tesoros cinematográficos de todo el mundo. I Gustavo E. Ramírez Carrasco
Icónica / 55
pr贸ximamente cineteca nacional
colaboradores Alberto Acuña Navarijo es crítico de cine, guionista y realizador. Su último trabajo es el documental ¿Quién mató al videohome? (2011-12). César Albarrán Torres, investigador del Departamento de Culturas Digitales de la Universidad de Sydney, es crítico de cine en México y Australia. Su ensayo “Los domingos de Fernando Eimbcke” aparece en el libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012). Karina Cabrera colabora en Filter México y Rock 101. Fue editora de Grita Radio
y Vivir México y ha colaborado en las revistas Rock Stage, Sonika y DJ Concept. Abel Cervantes, además de ser el director editorial de Código, imparte cátedra en la carrera de Comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Colaboró con sendos ensayos sobre Carlos Reygadas y Juan Carlos Rulfo en el díptico Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014). Rebeca Jiménez Calero es crítica de cine y profesora de Comunicación en la UNAM.
Emmanuel Ordóñez Angulo escribe la columna “El peatón al aire” en la revista electrónica Transeúnte. Mario Pérez Magallón estudia la maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato. Sonia Rangel es profesora de Filosofía en la UNAM. Cineteca Nacional: Abel Muñoz Hénonin, José Luis Ortega Torres, Gustavo E. Ramírez Carrasco, Israel Ruiz Arreola y José Antonio Valdés Peña.
¡Escribe en Icónica! © Canal+ / Centre national de la cinématographie.
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