coNTENIDO directorio Consejo Nacional para la Cultura y las Artes presidente
Rafael Tovar y de Teresa secretario cultural y artístico
Saúl Juárez Vega secretario ejecutivo
Francisco Cornejo Rodríguez Cineteca Nacional
Número 5 / Verano 2013
directora general
Paula Astorga Riestra Icónica
Perder la veneración a las imágenes, Gonzalo de Pedro Amatria entrevistado por Gustavo E. Ramírez Carrasco
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La escritura en imágenes de Marcel Hanoun, Adriana Bellamy Ortiz
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director editorial
Abel Muñoz Hénonin editor
José Luis Ortega Torres redacción
Una conversación imaginada a propósito del Fausto de Aleksándr Sokúrov, Ricardo Pohlenz
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Gustavo E. Ramírez Carrasco, Israel Ruiz Arreola diseño
Denia Nieto García
Dossier: Mirar sonidos
concepto gráfico original
Maru Aguzzi
Ojocentrismo, Samuel Larson Guerra
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Tres momentos de escucha en el cine, Jesús Pacheco
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La dictadura del sincronismo, Guillermo García Pérez
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distribución
Miriam Jiménez investigación iconográfica
Patricia Talancón consejo editorial
Jorge Ayala Blanco, Carlos Bonfil, Nelson Carro, Abel Cervantes, Raúl Miranda
Texto recuperado
venta de espacios
David Domínguez Tsenner, Priscila Fuentes Escobar
Presentación, Roque González
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Fragmentos de Hacia un tercer cine, Octavio Getino y Fernando E. Solanas
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relacionespublicas@cinetecanacional.net / 4155 1229 Icónica (año 2, número 5, julio-septiembre 2013) es una publicación trimestral editada por Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos, S.N.C., Fideicomiso para la Cineteca Nacional, Av. México-Coyoacán 389, colonia Xoco, C.P. 03330, México, D.F. Teléfono: 4155-1215. Correo electrónico: iconica@cinetecanacional.net. Editor responsable: Abel
Críticas
Muñoz Hénonin. Certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: 04-2011-081610413100-102; ISSN: 2007-3895, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15807, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría
El acto de matar 46 | Leviatán 48 | Quebranto 50 | Spring Breakers: Viviendo al límite 51 | Lazos perversos 52 | Nosotros los Nobles 53 | La demora 54 | El rey y el
de Gobernación. Impresa por Gráfica, Creatividad y Diseño, S.A. de C.V., Av. Plutarco Elías Calles #321, col. Miravalle, México, D.F. Tiraje: 2,000 ejemplares. Distribuída por EDUCAL, Avenida Ceylán #450, col. Euzkadi, México, D.F.
bufón 54 | Game of Thrones. 3ª temporada 55 | Mapa 55 | El romance y la culpa 56 | Viola 56 | Elefante blanco 57 | Posesión satánica 57 | Regina 58 | La gloria de las
Los textos publicados aquí son total responsabilidad de sus autores y no reflejan las políticas institucionales de la Cineteca Nacional ni el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
prostitutas 58 | Mucho ruido y pocas nueces 59 | El muerto y ser feliz 59
Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Cineteca Nacional.
Still de Rheo: 5 horizons (2010), de Ryoichi Kurokawa. Cortesía de LABoral, Gijón, España.
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ENTREVISTA
Perder la veneración a las imágenes Por culpa de un grupo de académicos y críticos obsesionados con la dicotomía paradigmática realidad/ficción el documental se ha interpretado desde ahí y no desde la ruptura que ha tenido consigo mismo. Esta conversación establece coordenadas para acercarse al documental desde sus propios términos. Gonzalo de Pedro Amatria entrevistado por Gustavo E. Ramírez Carrasco
El documental se ha desprendido de los atributos canónicos que lo vinculaban con una función didáctica para asumir cualidades propias relacionadas con la visión personal de los realizadores. La casa Emak Bakia (Oskar Alegria, 2012) es la crónica del director en su búsqueda del lugar donde el artista Man Ray filmó el corto Emak Bakia en 1926. © Oskar Alegria.
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ENTREVISTA
E
n años recientes, el concepto de documental en cine ha alcanzado una notoriedad sin precedentes, parte (y producto) de ella con el surgimiento casi simultáneo de espacios de exhibición y reflexión que cada año se multiplican en la escena cinéfila y académica de muchos países. A pesar de su relativa marginalidad dentro de la historia y el discurso canónico del cine –que ha privilegiado a un cierto tipo de ficción–, el documental está siendo revalorado. En definitiva, necesita dejar de ser el “género” con el que a menudo se trivializa su enfoque, y adquirir una magnitud más acorde: la de una modalidad del registro cinematográfico compleja e independiente. En esto, Gonzalo de Pedro Amatria, quien ha sido programador en festivales como Punto de Vista y 4+1 y crítico para medios como Rolling Stone, Cahiers du Cinéma España, El Cultural y Blogs&Docs, además de realizador independiente, es una de las voces más informadas en España y Latinoamérica. Movido por mis propias obsesiones al respecto, y en el marco de DISTRITAL 2013, donde Gonzalo colaboró como programador invitado, me junté con él en la colonia Roma de la ciudad de México para conversar y saber su opinión sobre algunas cuestiones. Esta entrevista es el resultado. Aunque sabemos que es algo que viene prácticamente desde los inicios del cine, actualmente, los espacios académicos y aun la crítica, parecen advertirnos sobre una “tendencia” a diluir la frontera entre el cine documental y el cine de ficción, ¿va por ahí? Creo que esa visión proviene justamente del lado de la ficción. Son la gente, la crítica y los estudios de cine que no han trabajado tanto sobre documental los que para aceptarlo han planteado su supuesto acercamiento a la ficción, como si el documental necesitara acercarse a la ficción para hacerse más importante. Me parece que hay un cierto menosprecio en eso. En España, por ejemplo, pasó mucho con ese boom, cuando a principios de los 2000 se hablaba mucho de las barreras, generalmente venía de personas que habían trabajado o estudiado la ficción y que empezaban a aceptar el documental cuando comenzaba a “hacerse importante”, a incluir estrategias de ficción y no sé qué. En realidad, me parece que representaba
una idea un poco pobre de la historia del cine. Flaherty ya usaba estrategias de puesta en escena… Y los Lumière también… Claro, eso ya estaba en los orígenes. Para mí las grandes rupturas en el documental de los últimos años no están en su diálogo con la ficción. Al menos en España, el documental ha ido por delante de la ficción en muchas cosas, por ejemplo en plantear discursos de la postmodernidad, mientras que la ficción se encuentra más anclada en el modernismo. Al final recordemos que el cine documental ha sido la vía cinematográfica de muchas de las luchas feministas, también del cine militante. ¿Y cuáles son esas grandes rupturas de las que hablas? El gran quiebre del documental es en relación a sí mismo: el momento en que se toma conciencia definitiva de que el documental no tiene que ser verdad. Algo así como lo que Chris Marker decía: «Convertir al cinéma vérité (cine verdad) en ciné ma vérité (cine mi verdad)». Se trata de asumir que esa especie de plan científico que se le había atribuido en los orígenes, de contar y explicar el mundo, es en realidad imposible. Entonces, los realizadores intentan explicar su punto de
Al contrario de lo que se piensa como una tendencia actual, el documental ha permanecido en estrecha relación con la ficción desde sus orígenes. Considerado el primer documental de la historia, Nanook el esquimal (Robert Flaherty, 1922) es en realidad una reconstrucción rodada con ayuda del mismo Nanook, después de que el material original ardió en llamas. Aquí un fotomontaje de la película. ©Revillion Frères / Pathé Exchange.
vista del mundo –“éste soy yo y esto es lo que me pasa a mí”–, algo diametralmente opuesto a lo que sucede en el documental canónico, en el que una voz te explica y organiza el mundo. Se me viene a la mente el ejemplo de Andrés Duque, un tipo que cuenta lo que a él le pasa alrededor. Ni siquiera se puede estar seguro de que eso, así de cotidiano, sea real. Se vuelve muy abstracto en ese sentido, muy personal… Sí, más abstracto. Desde luego pasa como esto que dicen: la Historia, en mayúscula, frente a la microhistoria o las historias del yo. Creo que ése es el gran quiebre, el mo-
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ENTREVISTA mento en el que el documental se libera de esa especie de misión científica que se le había otorgado, la de explicar el mundo. En relación a la tecnología digital, y en especial a internet, ¿cómo consideras que se ha transformado el cine documental en cuanto a su desarrollo y difusión? Aunque obviamente forma parte de un movimiento internacional, me parece que por lo menos en España, el documental, o el cine que de alguna forma bebe del documental, como el experimental o el videoarte, se ha beneficiado de internet en la formación de sus realizadores. Pienso en la formación clásica de las escuelas de cine –y estoy pensando en el relato tradicional (canónico y en parte manipulado) de la historia del cine, que básicamente es el cine de ficción– frente a una generación de realizadores que crecieron con internet como herramienta de conocimiento y que se empiezan a vincular con tradiciones cinematográficas a las que no habían tenido acceso. Los cineastas que antes leían sobre Stan Brakhage o James Benning pero no habían visto sus películas, de pronto tienen acceso a ellas y dialogan con sus tradiciones. Parte de ese boom del documental, aquel que no se asume como una herramienta científica, tiene que ver con internet en su papel como educador, un rol que en general, y por lo menos en Europa, han perdido las filmotecas, ancladas como están a un discurso de la vieja cinefilia. Internet ha sido la gran universidad de esta generación postmoderna de cineastas. Por otro lado, el gran reto reside en encontrar maneras útiles y efectivas de distribuir o difundir a través de la enormidad de internet –muchas veces pienso que la mejor forma de esconder algo es ponerlo en internet, porque es tan grande que al final nadie ve lo que está ahí. Es por eso que en España, por ejemplo, se están haciendo plataformas online de visionado para agrupar todo este movimiento de cine un poco más underground o alternativo. Muchos autores tienen sus películas en sus páginas web, o en plataformas como Vimeo, pero hay que llegar a ellas. Se necesita buscar fórmulas de canalizar a la gente hacia ese terreno; se necesitan programadores en internet. Y aún más allá, creo que el nuevo reto de la programación o del crítico ya no es reseñar las películas
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que se estrenan en las salas, y que ya vienen arropadas por toda su maquinaria promocional, sino destacar el trabajo de un tipo que cuelga sus vídeos en YouTube y que es la bomba. Me parece que si sólo vemos las películas que pasan por los festivales o se estranan en los cines, nos estamos perdiendo de muchísimo.
porque no va por ahí, pero las ficciones que hay tienden al mundo de una manera más 1
Mumblecore es un subgénero del cine
independiente estadounidense de ficción caracterizado por producciones de bajo presupuesto y actores no profesionales enfocados en el diálogo naturalista. Su estética, cercana a la del documental, provee a sus historias de un
Tomando en cuenta estos nuevos procesos de creación y trasmisión, ¿cuál puede ser el futuro de la no ficción en el cine? No sé. Es una pregunta difícil. Se me ocurre un ejemplo: después de haber puesto en valor el documental, lo que ha hecho el FID Marceille es quitarlo de su nombre. Es decir, ya no se llama Festival de Documentales de Marsella, sino Festival del Marsella solamente, y en él se programa tanto ficción como documental. Esa puede ser una de las vías del futuro, que el documental ya no necesite de esa denominación especial. Se trata de quitar la etiqueta para resaltar el compromiso o la relación necesaria de las imágenes con el mundo. Tal vez en Marsella sea difícil encontrar una comedia mummblecore1,
sentido de espontaneidad y realismo.
«El cine experimental y el videoarte se han beneficiado de internet… Los cineastas que antes leían sobre Stan Brakhage o James Benning pero no habían visto sus películas, de pronto tienen acceso a ellas y dialogan con sus tradiciones». En la imagen se observa un fotograma de 23rd Psalm Branch (1966) de Stan Brakhage. ©Academy of Motion Picture Arts and Sciences Film Archive.
ENTREVISTA clara. Me parece que eso es algo que siempre ha estado en un cierto cine. Aunque sean de ficción, muchas de las grandes películas de la historia del cine han estado pegadas al mundo, y puedes entender lo que está pasando en ese momento a partir de ellas.
rompa. Nadie la rompe. Y es perfectamente entendible. Si lo piensas racionalmente, en realidad no estás rompiendo sino un trozo de papel, pero tenemos esa especie de conexión mágica entre lo representado y su representación.
En el cine documental contemporáneo presenciamos una corriente muy extendida en el reciclaje y la remezcla de materiales previamente registrados ¿A qué crees que responda ese boom? El trabajo de archivo en el cine es algo que ha existido desde hace muchos años. La caída de la dinastía Romanov (Padénie dinástii Románovyj, 1927), una película soviética de Esther Schub, ya trabajaba con materiales de archivo. Para mí, el boom gordo del found footage y de la remezcla nace en un momento en el que de alguna manera se pierde esa especie de veneración por las imágenes, cuando entendemos que no son un pedazo del mundo, sino precisamente eso, imágenes, y que puedes jugar con ellas, cambiarles el sentido, manipularlas, pervertirlas o subvertirlas. La idea de la imagen material como una cosa casi mágica en la que un trozo del mundo se conserva dentro de un pedazo de papel o celuloide se va desvirtuando; entonces nace la posibilidad de coger las imágenes ajenas como parte de tu propia historia. Tiene mucho que ver con el mundo contemporáneo, donde estamos completamente sumergidos en un consumo constante de imágenes, y donde al final, una película, una secuencia o un vídeo que viste en YouTube puede significar tanto para ti como algo que grabaste con tus amigos. Se conforma ese relato en el que las imágenes, tuyas o ajenas, acaban formando parte de tu biografía. Por otra parte, hay tantas imágenes que quizá hay cineastas que creen que ya no se necesita grabar más para contar historias porque ya está todo grabado, que podrías seguir haciendo películas sin sacar una cámara, y todo está en un gran banco de imágenes a tu disposición. Esto, sin duda, es una exageración. Me parece que el punto es ese: el momento en que perdimos esa especie de veneración a las imágenes. Yo doy clases y hago un ejercicio un poco tonto con mis alumnos para demostrarles cuán apegados estamos a la imagen: le pido a alguien que tenga a la mano una foto de su madre o su novia que la
Al menos en México, frente a un cine de ficción en gran parte anquilosado, el documental presenta las propuestas más frescas. Poco a poco, se va convirtiendo en el cine más realizado entre los autores independientes, y al mismo tiempo, en el más programado en festivales. ¿Es esto una tendencia local? ¿Cuál es el panorama en Europa y en España? Sí, en España y en Europa pasa algo similar, con un movimiento de principios de los 2000 como parte del cual surgieron, más o menos al mismo tiempo, una serie de festivales especializados en cine documental. El documental ha ido por delante de la ficción en el empleo de herramientas digitales, y sobre todo en entender que esas herramientas digitales cambiaban la forma de hacer cine. Sin embargo, en general, la ficción y también algunos documentales han asumido todas estas herramientas digitales como la posibilidad de hacer lo mismo pero más barato, y a mí me parece que eso es un error histórico: los cambios tecnológicos en la historia
del cine llevan siempre a cambios en el lenguaje. Si tú te fijas, en todo este tiempo de transición del celuloide al digital, ha habido muchas películas rodadas en digital que intentan disimular que son digitales y quieren parecer 35 mm. El documental fue avanzada en asumir la tecnología y en entender que las tecnologías conllevaban cambios narrativos, éticos y ontológicos de todo tipo. Aunque también es cierto que en España está habiendo un boom brutal de una nueva ficción que entiende y acepta las nuevas condiciones, todo esto sin que desaparezca el movimiento que nació con el documental hace diez años y que sigue siendo lo más fructífero. I
Un ejemplo de la perdida de veneración por las imágenes son los Archivos Mayo, una recopilación de cintas en 16 mm tomadas por Mario Posada entre 1946 y 1965, que formaron parte de un experimento de montaje en el que varios artistas reutilizaron el material de archivo para crear videos cortos, trabajos documentales y videoclips. ©Archivos Mayo.
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Perfil
La escritura en imágenes de Marcel Hanoun Las artes siempre tienen una agenda que hace visible a un grupo de creadores o intérpretes y deja en la oscuridad a muchos otros. Implícita en este olvido hay una maravilla: que siempre hay autores relevantes que recordar, descubrir o redescubrir. En febrero el FICUNAM hizo lo propio con Marcel Hanoun, lo que impulsó a la autora a escribir este ensayo. por Adriana Bellamy ortiz
La force d’une image est de s’interrompre, d’être suspendue au temps, et de ne s’accomplir que dans l’imaginaire. Marcel Hanoun1
E
l cine de Marcel Hanoun resiste cualquier intento de categoría o definición limitante. Su obra –restaurada y exhibida en un homenaje organizado hace un par de años por la Cinemateca Francesa y recuperada en otros ámbitos a raíz de su fallecimiento el año pasado– no sólo es emblema de una de las búsquedas más importantes sobre las contingencias del lenguaje fílmico, sino también uno de los antecedentes esenciales para comprender el cine contemporáneo desde otras perspectivas. Es necesario subrayar que a pesar de que Hanoun es considerado como parte de la nouvelle vague, la presencia de su trabajo ha sido una de las grandes ausentes en los estudios generales sobre este movimiento y sus filmes sufrieron el destino de una sistemática exclusión cultural, por usar las palabras del propio autor. Analizada por Noël Burch en su célebre Praxis del cine2, Una historia sencilla (Une simple histoire, 1957-58), largometraje fundamental en la filmografía de Hanoun con el que se da a conocer en Francia, da cuenta de la com-
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plejidad estructural de su poética al explorar las posibilidades dialécticas-orgánicas de los modos de significación visual y sonora en el cine. El filme se construye, como su título indica, a partir de una anécdota aparentemente sencilla: las dificultades de una madre y su hija pequeña en París, desde su llegada a la ciudad hasta que terminan durmiendo en un llano y son ayudadas por una mujer que vive enfrente de ese lugar. La voz de la joven madre (Micheline Bezançon) –quien cuenta sus desventuras y en la que podemos rastrear la influencia de una de las venas temáticas del neorrealismo italiano, pensemos, por ejemplo, en la “Historia de Caterina” (“Storia di Caterina”, Francesco Maselli y Cesare Zavattini) de Amor en la ciudad (L'amore in città, 1953)– acompaña, anticipa, precede, fragmenta y diluye el relato, lo cual se convierte en uno de los métodos de distanciamiento más evidentes en la estética de Hanoun. Como el sonido funciona de forma paralela, duplica o repite sin parar lo que pasa o lo que realizan los personajes, se impide la identificación tradicional del espectador con el protagonista del relato que ve en pantalla. No obstante esta arquitectura sonora reiterativa no minimiza el alcance social de la historia, pues pareciera
que el personaje no tiene escapatoria de su situación y está condenado a repetirse, algo que ya había resaltado Godard en algunas de sus observaciones sobre el filme. Esta idea de repetición también es expresada mediante un empleo concreto de la elipsis –como en una de las escenas notables de la película, cuando la mujer, buscando trabajo, sale de un edificio, entrando por la parte izquierda del encuadre, en dos imágenes distintas que dan la impresión de ser una sola y que resumen dos días de la acción– y del uso de una abstracción que se revela como la única medida de tiempo en la película: el dinero. Pareciera que este objeto se transforma en un catalizador del tiempo del relato y del tiempo fílmico: conforme se va agotando el dinero se acelera e incrementa la desgracia del personaje. De tal manera, Una historia sencilla le permite a Hanoun no sólo dar forma a sus preocupaciones sociales 1
«La fuerza de una imagen está en interrumpirse,
en estar suspendida en el tiempo y en no realizarse más que en lo imaginario». Le Cinéma de Marcel Hanoun (www.marcel-hanoun.com). 2
Cfr. Noël Burch. “Ausencia de dialéctica,
dialécticas complejas” en Praxis del cine. Fundamentos, Madrid, 2008, pp. 77-95.
perfil sino también reflexionar sobre la enunciación misma, pues uno de los aspectos principales del filme, para Burch esencialmente vanguardista, es la extensa puesta en práctica de los usos de la voz en off. Así, antes que Godard o el propio Resnais, tenemos una de las propuestas más claras de los juegos de desincronización del sonido en relación directa con la percepción de las imágenes y el principio de narratividad, ejercicio que se desarrolla de manera absoluta en El auténtico proceso de Carl Emmanuel Jung (L’authentique procès de Carl Emmanuel Jung, 1967). El proceso imaginario de un criminal nazi es registrado desde distintos puntos de vista creados por la inserción múltiple de la banda sonora en el trabajo de la cámara. El interés por mantener al espectador a distancia, pero involucrado de manera distinta en lo que ve, encuentra una expresión cada vez más compleja. En la primera secuencia se presenta a Carl Emmanuel Jung en su entorno cotidiano, con su familia, tocando a Bach (lo cual refuerza la impresión del frío esteticismo cultivado característico de los oficiales nazis) y aunque tenemos una coincidencia de la banda sonora con la imagen, esa pauta será transgredida por Hanoun a lo largo del filme. Se contrasta entonces este espacio de ruidos y silencio, cuya presencia es más evidente por la ausencia de voces, con la multiplicidad sonora de la sala del juicio. En este caso, tenemos una desincronización total entre sonido e imagen pero utilizada de manera polifónica. El contexto político del proceso, hablado en otra lengua que no es el francés y por ende presentado ante el espectador en su traducción simultánea, acentúa las diferencias entre el espacio sonoro y el visual. Las voces narradoras, que no sólo se limitan a las de los traductores, constituyen un mosaico de impresiones heterogéneas. Las voces en off cumplen distintas funciones en la dimensión narrativa. Además de cuestionar la asociación habitual entre lo visto en la pantalla y su fuente sonora, pues las voces traductoras sustituyen la voz de los personajes: los jueces, abogados, el propio Jung, los testigos, etc., se ofrecen al espectador otras formas de construcción de sentido. En algunos momentos, se introduce la reflexión introspectiva de algunos personajes como el periodista, en otros se repiten casi en forma musical algunas frases o palabras
importantes que ya han sido pronunciadas. A esto se agrega el montaje en consonanciadisonancia de las imágenes, distintos ángulos y posiciones de los rostros y figuras que hablan o callan lo indecible. A diferencia de Una historia sencilla, el doble alejamiento entre el sonido y la imagen permite desnudar los mecanismos de exclusión del filme, al negar definitivamente cualquier noción de código cinematográfico ordinario. Por eso, durante el juicio, las imágenes del crimen nunca son visualizadas sino verbalizadas, son palabras desincronizadas, atonales, sin emoción alguna para describir la atrocidad, la deshumanización. Hanoun decide no mostrar aquello que es irrepresentable. La imagen del horror nazi es vista a distancia y sin embargo, descrita de manera puntual, metódica. La traducción que transcurre ofrece el proceso mismo de la obra filmada y pareciera que el lenguaje cinematográfico está en constante adecuación con el tema. En los espacios dejados por la articulación de sonidos e imágenes cinematográficas se inserta el propio
Hanoun experimentó con el lenguaje fílmico en los más de sesenta títulos que componen su obra. En 1959 fue convocado por la industria, que le proveyó elenco y presupuesto, para que realizara El octavo día -protagonizada por Emmanuelle Riva-, experiencia que iba en contra de su autonomía creadora. ©Cinemateca Francesa
trabajo del espectador. Éste es interpelado, pues toma conciencia de lo que está viendo y de su propia mirada espectadora. En este sentido, se descubre una de las principales características de la poética visual de Hanoun. En la imposibilidad de identificación absoluta del espectador con el personaje asume el problema de la presen-
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Perfil
Para Hanoun el cuerpo humano es otra vía de reflexión sobre las estructuras fílmicas. En La mirada/Éxtasis (1977) la sensualidad y un misterioso cuadro de Brueghel se asocian íntimamente con la percepción del espectador. ©Cinemateca Francesa
cia en el cine. Esto se puede percibir en la organización visual-sonora de las películas a las que me he referido, pero es un elemento que compone toda su filmografía, integrada por más de sesenta títulos. Experimentador incansable de la forma, Hanoun reformula la noción misma de escritura fílmica. Desde sus primeros trabajos en cortometraje hasta su incursión en el video, este autor ha sido, contra viento y marea, un cineasta en constante actividad. La mayoría de sus filmes, exceptuando El octavo día (Le huitième jour, 1959), ha sido realizada con los mínimos recursos y en condiciones adver-
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sas. Para Hanoun hacer cine es una lucha sin tregua, un imperativo que él compara a la necesidad creadora del escritor que sólo cuenta con tinta y papel para satisfacer sus deseos artísticos3. Esta modalidad austera es, precisamente, lo que ha permitido a Hanoun desarrollar un estilo particular y proteico. No sólo ha filmado en diferentes formatos, desde sus primeros trabajos en 16 mm (por ejemplo, Una historia sencilla) hasta filmar con la cámara de su propio celular (Insaisissable image, 2007), sino también ha tratado de replantearse un proyecto único que conjunta la innovación formal con el compromiso político. No obstante, su cine jamás toca lo panfletario o es abiertamente político. Es decir, como siempre con Hanoun, el problema no es representar sino presentar. El tema político es abordado de manera tangencial, en esos espacios de sentido a los que me refería anteriormente. Así, tenemos en El verano (L’été, 1968), que pertenece a su ciclo de las cuatro estaciones realizado entre 1968 y 1972, una reflexión sobre las revueltas estudiantiles de mayo del 68 en Francia. A través de una combinación entre la foto fija y la imagen en movimiento, se crean una serie de asociaciones donde lo político se expresa en la palabra y en el cuerpo femenino. En principio, tenemos a una joven relatando su
experiencia amorosa, desde luego en voz en off, mientras observamos un collage de fotografías de ella retratada junto a muros con pintas y grafitis revolucionarios. A partir de ese momento –sobre todo mediante las reflexiones introspectivas del personaje en su paso de la ciudad a una casa de campo– se pasa constantemente de varias imágenes de la chica en el campo realizando actividades cotidianas, a las fotografías e imágenes en foto fija de su rostro y otras partes de su cuerpo4. De nuevo, Hanoun emplea la práctica de la repetición en el vínculo imagen-sonido y en el montaje fragmentario: utilizando el reencuadre, la estabilidad y variabilidad de la figura femenina en la puesta en cuadro, y el uso de ciertos objetos de refracción-multiplicación de la realidad fílmica como los marcos de ventanas, las puertas o los espejos5. La expresión del movimiento político siempre está marcada por el pensamiento de la protagonista o anunciado sonoramente, por ejemplo a través de una transmisión de radio (que anuncia la invasión a Checoslovaquia ocurrida ese mismo año) mientras ella realiza diversas acciones que implican cierta banalidad (fumar, pasear por el campo, contemplar el paisaje por la ventana, escribir, visitar las granjas vecinas, etc.). Esta relación entre lo que queda fuera de campo tanto en lo visual como en lo sonoro y lo que sí se observa o escucha es una de las 3
Estas son declaraciones de Hanoun en el año de
1985 retomadas por la investigadora Stéphanie Serre durante la conferencia “Qui êtes-vous Marcel Hanoun?”. Cinemateca Francesa, París, 6 de mayo de 2010. Puede consultarse en http:// www.canal-u.tv/producteurs/cinematheque_ francaise. 4
Aquí surgen esos espacios hermenéuticos,
los pasajes, el entre imágenes al que se refiere Raymound Bellour en Entre imágenes: Foto, cine, video. Colihue, Buenos Aires, 2009. 5
El uso del espejo para confrontar la realidad de
lo observado genera un cuestionamiento sobre la mirada, la creación del mundo en pantalla y la identidad-existencia de los personajes. Este será uno de los elementos icónicos que Hanoun mantiene en su filmografía, pensemos en las secuencias con espejos en El auténtico proceso de Carl Emmanuel Jung o en algunas de sus obras más recientes como en Y voir, identité (2003) y L’étonnement (2004).
perfil dialécticas más trabajadas por Hanoun. En estas fronteras lo político siempre está incluido aunque no aparezca de manera directa en lo narrado. La injusticia, la mercantilización, la inhumanidad, la descomposición social, la barbarie, la guerra serán algunos de los ejes que perfilan el espacio y el tiempo cinematográficos en su obra6. Asimismo, el cuerpo humano, principalmente el cuerpo femenino, se convierte en bastión principal de una lucha combativa donde la imagen erótica deviene ética7. La introducción de lo sensual despierta la conciencia estética y ofrece la posibilidad de una revolución amorosa, como podemos observar en El verano. En la variación entre los emplazamientosangulaciones de cámara que fragmentan el cuerpo y las tomas de figura completa, el cuerpo humano se transforma en un motivo dinámico expresivo vinculado a la semántica de la repetición. La presencia del cuerpo insta al espectador a reflexionar sobre los distintos tipos de mirada y adentrarse en las asociaciones entre lo percibido, lo imaginable y lo definido. Lo físico-corporal forma parte de la fuerza del juego descriptivo y enunciativo de la cámara remitiéndonos al proceso de creación misma del filme. De tal forma, para Hanoun, el cuerpo es otra vía de reflexión sobre las estructuras fílmicas8. Regreso aquí a la preocupación por lo metacinematográfico que se vincula con todas las otras características de la estética de Hanoun revisadas hasta este punto. Para ello creo necesario detenerme en uno de los largometrajes más interesantes de este autor donde queda retratado el hacerse mismo de un filme: El otoño (L’automne, 1971-72). Aquí observamos el proceso de montaje de una película, efectuado por un director y su nueva asistente-montadora. Ambos están viendo a la cámara casi todo el tiempo, con lo cual Hanoun articula tres espacios distintos. La mirada de los personajes se dirige tanto a la película sobre la que se encuentran trabajando, como hacia la cámara misma y finalmente hacia los espectadores. Los actores ya no se encuentran, convenientemente, interpretando un papel, sino que se apuesta por un experimento lúdico en el intercambio creador-espectador: el realizador contempla y forma parte de su obra pues está siendo observado, al mismo tiempo, por una tercera instancia, los espectadores del proceso. Con este gesto Hanoun se diri-
ge al espectador de manera íntima, franca y aprovecha esta dinámica para jugar con su propio discurso creativo. Justamente, tenemos una escena en la que el director (interpretado por Michael Lons-
Éxtasis en el cual, a partir de un encuentro amoroso entre un hombre y una mujer en un cuarto de hotel, Hanoun relaciona la pintura (un cuadro de Brueghel) con el erotismo visual y las determinaciones de lo imaginario. Hanoun tuvo varios problemas de producción para realizar
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Además de los largometrajes mencionados, se
este filme, el cual, finalmente, fue financiado por
encuentran otras realizaciones donde Hanoun
una compañía de películas pornográficas por lo
critica el uso de la guerra y la violencia como
que, casi en su totalidad, las secuencias de largo
espectáculo, por ejemplo en Otage (1989) o en Los
aliento son absolutamente detalladas y explícitas.
amantes de Sarajevo (Les amants de Sarajevo (Loin
Nicoles Brenez, ponencia referida.
près de la mort, loin près de l’amour), 1993) donde se renuncia, de manera parecida a lo que sucede en El auténtico proceso de Carl Emmanuel Jung, a mostrar directamente lo que no tiene nombre, dejándolo en silencio, en el resquicio y con ello resaltando más el terror y el absurdo. 7
Para Hanoun el cine involucra no sólo una
postura artística sino también un compromiso, una responsabilidad creadora con lo político que se expresa de manera formal. De ahí, según Nicole Brenez, el interés de fundar en 1969 la revista Cinéthique, uniendo ambos términos. Presentación de La mirada/Éxtasis (Le regard/ Extase, 1977) en el 3er FICUNAM. Sala Carlos Monsiváis, Centro Cultural Universitario, México, 22 de febrero de 2013. 8
Uno de los filmes donde esta presencia del
cuerpo llega a su punto más alto es La mirada/
Inspirado profundamente por el cine de Robert Bresson, Hanoun le rindió un homenaje en su documental Los hombres que perdieron sus raíces (1956), en el que utilizó la misma pieza de Mozart que su homólogo uso en Un condenado a muerte se escapa (1956). ©Cinemateca Francesa
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Perfil dale, colaborador frecuente de Hanoun, que en esta película funciona casi como su alter ego) al entrevistar a la nueva asistente le pregunta cuáles son sus directores favoritos con el pretexto de enunciar sus propias preferencias cinematográficas. Aquí tenemos una de las claves de lectura de la obra de Hanoun: Dreyer, Bresson, Marker son algunos de los nombres que inmediatamente vinculamos con su filmografía. Entre ellos, la figura que más resalta, pues fue un punto de partida para una búsqueda estética propia, es Robert Bresson. Por ejemplo, en Una historia sencilla podemos encontrar algunos rasgos derivados de la concepción cinematográfica bressoniana: el manejo del fuera de campo, el uso de la música no dramáticamente sino de manera estructural, considerar a los actores no como tales sino como modelos, el cine como escritura, la atención por las cualidades plásticas del cine, la voluntad y el compromiso político-social, etc.9 Sin embargo, Hanoun asimila lo aprendido y establece sus propias filias y fobias. Ya que uno de sus intereses primordiales
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es deconstruir las nociones de código y lenguaje cinematográfico como algo dado, conocido, que permita la absorción del espectador en lo que está viendo en pantalla. Sus películas evidencian la factura del cine, transformándose de esta manera en agentes de lo social y lo político, que confrontan no sólo desde su temática sino en la forma misma. Por eso, este autor considera que el espectador no es sinónimo de una seguridad pasiva, no espera que se siente cómodamente y establezca una familiaridad con el filme. Como receptor particular –pues, para Hanoun, la idea de público es un a priori ridículo y aberrante, sin pertinencia alguna para su cine– el espectador se inscribe en los espacios vacíos de la película, es más, tiene la tarea de encontrarse en ellos. Lo sorprendente es que Hanoun, un autor poco conocido incluso por los propios franceses, se plantea todas estas cuestiones y las pone en práctica mucho antes que varios de sus contemporáneos. A pesar de un exilio impuesto por la industria y la crítica, Hanoun ha sido creador
insaciable en distintos campos como cineasta, fotógrafo, escritor, periodista (además de haberse especializado en técnica aeronáutica). Según él, esto fue posible gracias a la movilidad que pudo encontrar su obra dentro de los vastos espacios que no fueron sofocados por el mercado. Por ello, Hanoun se denomina como un autor de los márgenes, de fronteras desplazables; en el más puro estilo brechtiano, sus películas implican discontinuidades, yuxtaposiciones, cortes, distanciamientos que crean espacios habitables para pensar en ellos. I 9
Uno de los homenajes más directos a Bresson
es en el documental que antecede a Una historia sencilla, Los hombres que perdieron sus raíces (Des hommes qui ont perdu racine, 1956) sobre los refugiados húngaros en los campos de Austria. Hanoun, profundamente impactado por Un condenado a muerte se escapa (Un condamné à mort s'est échappé, 1956), incluye como parte de las secuencias la misma música utilizada por Bresson en ésta película: La gran misa en do menor de Wolfgang Amadeus Mozart.
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Una conversación imaginada a propósito del Fausto de Aleksándr Sokúrov El autor de este texto especula sobre posibles conversaciones entre Aleksándr Sokúrov y Andréi Tarkovski que podrían haber inspirado o influido al primero. Al fondo está la cuestión del tiempo, del tiempo metafísico y del tiempo histórico. por Ricardo Pohlenz
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C
uando me pregunto cómo fueron, cómo pudieron ser, las cosas (y con esto, quiero decir casi siempre cierto momento o acontecimiento) quedo tentado a imaginarlas, a intuirlas; engañado por su posibilidad, les invento un escenario, garabateo unas cuantas líneas sobre lo que dicen y lo que no. Es algo inasible hasta que lo escribo, entonces es sólo eso: lo que pudieron haber o no haber dicho, lo que pudieron hacer en un momento o el siguiente. Se trata de aprehender el tiempo muerto. Esto incluye asentimientos, pequeños sorbos de té, una mirada que se evade hacia la ventana o a la calle. La amistad que compartieron Aleksándr Sokúrov y Andréi Tarkovski es un guión en el que puedo acotar silencio tras silencio. Puedo inventarles un escenario y el siguiente –un campo contracampo unido por una línea telefónica, una salita en aparador con samovar– para sus conversaciones. Eran los años sesenta, Sokúrov tenía veintitantos y Tarkovski era Tarkovski. El espejo (Zérkalo, 1974) había recorrido el circuito de festivales para sentar un precedente en términos de narrativa cinematográfica. Es decir, había roto de manera tajante con los vehículos convencionales de narrativa visual para abrirse paso hacia una experiencia sensual, por decirle de algún modo (táctil, por decirle de otro) de las imágenes; o lo que era peor, había cerrado un proceso, seducido por esa animosidad incansable entre sueño e imagen, entre ilusión y realidad, intuida siempre en el cine (explotada mucho más acá de los Montes Urales por Orson Welles y Alfred Hitchcock). Puedo suponer que Tarkovski dejara esca-
Amigo, admirador y heredero artístico de Andréi Tarkovski, Sokúrov incluyó en el documental Elegía de Moscú (1986-88) largos segmentos que el director soviético hizo durante su exilio, por ejemplo, el plano secuencia final de Nostalgia (1983). ©Fox Lorber
par algún comentario enigmático sobre el clima, mientras uno y el otro guardan casi silencio frente a la invisibilidad de su interlocutor en la otra línea, frente a todo lo que puede decirse sin mediar palabras, uno frente a otro al lado del samovar; uno convertido en santo; el otro, un pupilo dispuesto a no ser demasiado imprudente. Tal vez caminaban sobre alguna calle de Moscú o de Leningrado, mientras que el segundo era lo suficientemente imprudente como para citar de memoria algunos versos de Arseni Tarkovski (el padre de Andréi) tal como fueron dichos en El espejo. Tal vez no fuera una imprudencia, tal vez era una manera de dar el siguiente paso, tener una evidencia más allá de la evidencia misma, una sonrisa, un ceño fruncido, una mirada de cansancio. Tal vez discutían –el segundo ha vuelto a dar pie a ello– esa primera escena en la que un joven es curado de su tartamudez gracias a la hipnosis y especulen sobre los puentes (los saltos posibles) que existen (que sobreviven) entre ciencia y magia, tal vez el segundo –otra vez– aventuraría que el cine, a pesar de la iluminación artificial proveída por lo secular, continúa este puente (este posible salto al vacío) entre la luz que define la realidad y la sombra que define el sueño. Tarkovski y Sokúrov beben té, lo sorben despacio o no, se miran y luego miran a otro lado; tienen el privilegio de saber que la realidad es algo que se construye, como los edificios; algo que se impone al paisaje (y el paisaje es inmenso, no cabe imaginarlo, es un recorrido en tren que se pierde en el origen de la fábula histórica, por encima de Mongolia y los mongoles vivos y los mongoles muertos) y ellos tienen un privilegio ganado más por su propia suerte que por sus méritos para ser directores de cine en un país (en una unión de países, o “repúblicas” para ser más preciso) donde la realidad es regulada por el gobierno. “Inventada,” podría corregir Sokúrov, y tal vez los dos reirían a propósito de ese mínimo acto de subversión. Inventar la realidad es algo que le toca al cineasta, al menos en apariencia. Saben que se trata de un empaque, lo saben de manera distinta a los realizadores hollywoodenses (tal vez por eso se ve tan distinto en sus películas) pero al final todo se reduce a lo que cabe y a lo que no. Tarkovski es una figura paradójica, es un baluarte nacional, la prueba viviente de un cine que
está hecho por encima de los fines mezquinos del capitalismo. Tarkovski es revolucionario como la revolución. No hay duda de que caminó sobre la cuerda floja, como cualquier otro intelectual ruso que no cantara el per se de lo soviético: su subversión tienen que ver con el recuerdo de lo sagrado, el último camino posible del espíritu religioso: el arte. Se puede creer o no en la imposición y salvaguarda de condiciones políticas y sociales, pero el arte sobrevive a las condiciones que lo hicieron posible, se impone como último vestigio posible de ese puente tendido hacia lo trascendente: su salida de la Unión Soviética es más una expiación que un escape. No creo que Tarkovski haya tenido la intención de hacerlo: sus representaciones de lo trascendente van más allá del arte, apelan a lo inasible. Pero Sokúrov, joven y combativo, se buscó con sus primeros problemas frente a lo que se consideraba de bon ton dentro del estado soviético. No pueden saber (Tarkovski nunca lo sabrá) que están en el borde de un nuevo escenario político, un estado de las cosas que se reacomoda (como las placas tectónicas) a las necesidades del momento presente. El movimiento hacia adelante que impuso la modernidad sobre la nación (la noción) humana reduce sus evidencias a lo documental. La diferencia que existe entre el periódico de ayer y un carrete de película (o un DVD, para el caso) es la duración: el tiempo retratado más allá de sus instantes. En Elegía de Moscú (Moskóvskaia eleguia, 1986-88) Sokúrov incluyó largos segmentos de las películas que hizo Tarkovski en su exilio; incluye, por ejemplo, el plano secuencia final del Nostalgia (Nostalghia, 1983). Vista de nuevo, escindida –si se quiere– de la extensión que le da sentido; esa duración dentro de la duración, que se convierte en un recuerdo robado, a mitad de camino entre la representación y la realidad de la representación, Oleg Yankovksi le pide a Tarkovski que corte la toma, lo mira o mira a la cámara y delata el hecho de lo cinematográfico, lo mira en el descrédito de que lo obligue a seguir en el ir y venir con la vela y la llama encendida en la intemperie de esa alberca vacía. Cuando veo la secuencia de nuevo, pienso en la propia elección de Yankovski de seguirla, a pesar de un gafe y el siguiente: el actor cumple la manda que se ha impuesto el personaje, se convierte en el personaje, se escinde para
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ENSAYO ser ese recorrido en pantalla. Tarkovski persigue la aparición de lo inefable en la épica sordina, el tránsito al margen, el tiempo muerto. Sokúrov persigue al fantasma de la historia, lo somete para exhibirlo sin oropeles, literalmente, en calzones, como su Hitler en Moloch, (Móloj, 1999). Lo subrayo no tanto para enfatizar que se trata tanto de una versión de los hechos como una apropiación. Sokúrov no hace énfasis en el cotidiano que humaniza a Hitler (desde una paradoja en la que ridículo y redención se confunden) como en el cotidiano que lo identifica con cualquier otro petimetre con iniciativa. Es una lección que se olvida, como se olvida todo lo demás, en el aparato que permite montar la vida de los famosos como se monta un newsreel. El triunfo y la supremacía del Tercer Reich es algo que es sólo real en pantalla, falta siempre que la realidad alcance y cumpla con las expectativas mostradas en el montaje. Es un cuento armado con imágenes arrebatadas de la realidad: es el cuento de la realidad. Toda propaganda mediática ha cumplido el mismo fin. Yelena Rufánova
es una Eva Braun que se pasea desnuda en el retiro alpino del Führer. La alusión al realismo –casi tan kitsch como pornográfico– del arte nazi se pierde, como la ironía, en el consuelo que buscamos encontrar en el entartete Kunst desenterrado. ¿Cuál es el entartete Kunst del nuevo siglo? ¿Qué es lo que hemos declarado arte degenerado? Sokúrov se apropia de todo esto: no lo ofrece como una versión sino como una evidencia alegórica, un relato ejemplar que repite como el hecho de que la Historia, a falta de Dios, nos sobrepasa, tanto si somos los que ocupamos los titulares de los periódicos como los que los leemos. Falta mucho todavía, mientras conversa con Tarkovski o le sirve de amanuense durante su visita a Leningrado, para que Sokúrov realice su tetralogía sobre el poder. Antes nos conmoverá hasta las lágrimas con los setenta y tres minutos que hacen elipsis de los escenarios en los que transcurre el último día compartido por una madre enferma con su hijo. Antes nos habrá sorprendido con esa toma única que se pasea por los distintos escenarios temporales que
transcurren, sobrepuestos, en las salas del Hermitage que constituye Arca rusa (Russki kovcheg, 2002). No es un lugar, es una suma de lugares. La experiencia es, al mismo tiempo, catálogo razonado y reflexión histórica. Sokúrov hace visibles a los fantasmas que alberga el museo, que se dejan sentir entre las capas superpuestas de momentos que pesan sobre el momento presente, presto también a transcurrir. El trayecto hace abolición del espacio: todo es tiempo, todo es transcurso, todo es proceso. Sokúrov proyecta los múltiples lugares temporales de un espacio (de una sucesión de espacios) como una experiencia cinematográfica. El desfile persiste, esa tara que une las imágenes en una narrativa; pretende tal vez lo mismo que ha pretendido Peter Greenaway: trasponer medios y llevar el resultado a lo sublime (ambos se han rendido a la producción operística). Pero mientras que Greenaway es un niño mimado para quién la violencia (y con esto me refiero a la violencia a cuadro) es un aderezo más para sus retablos, Sokúrov sabe que la violencia es algo que sucede siempre fuera de cuadro, aunque determine (haga posible) lo que se ve a cuadro, lo que dura el momento que se ve a cuadro. El tiempo real es una suma de incidentes y tiempo muerto. Su representación es un acto desesperado por equipararlo con el transcurso de su momento, que se aleja, se pierde en algo que es inasible más allá de la memoria: Aquiles no alcanza jamás a la tortuga. Pudo haber sido durante un recorrido con Tarkovski por las salas del Hermitage, durante la visita de éste a Leningrado
Arrebatando imágenes de la realidad, Sokúrov persigue el fantasma de la historia para despojarlo de relumbrones adornos. En Moloch (1999) conocemos a un Hitler decadente, paranoico e infantiloide y a su amante Eva Braun que se pasea desnuda en el retiro alpino del Führer. ©Lenfilm / Zero Film / Fusion Product.
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(todavía era Leningrado, hoy no lo es, pero entonces todavía lo era) mientras se detenían frente a un cuadro o el siguiente; que tuviera esa idea, que se le ocurriera todo eso de representar a todos aquellos que estuvieron ahí antes que ellos. Mientras tanto no se dicen nada, o se dicen esas cosas que se dicen por decirse, eso que ha venido a cuento a propósito de nada, frente al hilo que los lleva por la historia de Rusia, tan evanescente como brutal. Entre regalos y botines se construye el acervo, la evidencia del pasado, los objetos que lo documentan. Tal vez Sokúrov vio a todos esos fantasmas mientras pasaba, junto a Tarkovski, de una sala a la siguiente, tal vez se dijo a sí mismo, medio en broma, medio no, que –a imitación de Orfeo– tenía que prometerse no volver la vista atrás, un poco a sabiendas que ellos mismos se sumaban en ese momento a esa población espectral. No mirar atrás, ¿es eso la Historia mientras se hace?, ¿mientras sucede? ¿Cómo no detenerse, siquiera un momento, para seguir el proceso que nos lleva al momento presente? ¿Es ese proceso una ilusión?, ¿es también una ilusión el momento presente al que nos ha llevado? ¿Es el progreso una ilusión?, ¿una mera trampa para justificar el transcurrir?, ¿algo que se convierte en una fecha que celebra la legitimación de las bajas sumadas en aras de un porvenir comparable a la línea de horizonte? El porvenir no
es un lugar, es el resultado de una transacción; enfrentados a la caducidad vertiginosa que tienen los hechos a través de los medios, han sido reducidos en igualdad lo nimio y lo trascendente. ¿Cuál es el verdadero peso de los acontecimientos en nuestros corazones? ¿Es el consuelo de la ilusión de una vida que nos hace diferentes o el consuelo de la certeza de que la muerte nos hace a todos iguales? En su documental sobre Tarkovski, Sokúrov recurre a las imágenes que documentan la muerte y funeral de Brézhnev para situar el “preciso tiempo emocional” que vive Rusia en ese momento, pero también, para contraponer el impacto en la memoria colectiva de la muerte del Primer Ministro Soviético y la del cineasta ruso en el exilio. La comparación es menos obvia de lo que parece. Las honras funerarias organizadas para Brézhnev responden a algo que está más allá de Brézhnev mismo; lo mismo puede decirse del funeral de Tarkovski, filmado por Chris Marker. Sokúrov se pregunta sobre la trascendencia de lo meramente humano, del accidente de la existencia, frente a valores dados, a poderes que se entregan en aras de una realidad que, como el cine, es una construcción. Tarkovski muere, o más bien, está enfermo de muerte y guarda cama rodeado de familiares y amigos. Sokúrov describe la voz de Tarkovski en una llamada que le hizo cuando éste vivía a Italia como la
En el Arca rusa (2002), Sokúrov proyecta dentro de una sola toma los múltiples escenarios temporales que transcurren en las salas del Museo Hermitage. © Museo Hermitage
de un dibujo animado: estridente, la sucesión de un bombardeo de electrones, la simulación eléctrica de algo que sucede en la distancia. Es Tarkovski pero no es Tarkovski, no puede volver a serlo, como lo era antes, cuando estuvieron sentados en alguna salita perdida en Leningrado (que se llama todavía así en ese momento) hablando del clima o de algún conocido mutuo o sobre la preparación adecuada del té o de cómo es que le compró esas galletas a una señora que se empeña en hacerlas a pesar de los racionamientos. Chris Marker grabó la enfermedad de Tarkovski; sabe –mientras lo hace– que no es tanto la agonía de Tarkovski
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lo que captura la lente como su representación. Tarkovski actúa su enfermedad, a pesar suyo, para los demás y para sí mismo. Se rinde al momento, lo cumple cabalmente, morirá de todos modos. Su tránsito, como el tránsito que buscaba representar en sus películas, ese momento de conciencia entre el sueño y el despertar, es casi tan público, en su intimidad, como el aparato monumental de los funerales de Brézhnev. La enfermedad de Brézhnev no se muestra, no se dice, como si el tiempo que no se hace público pudiera detenerse; se sabe pero no se comparte hasta que deja de serlo, hasta que es otra cosa, inasible como la muerte misma: el momento que viene después. Es el tiempo lo que hace irremediable a la muerte. El tiempo no puede rebobinarse, como pueden rebobinarse las cintas, sigue inasible como el después de toda narrativa. Cuando se despidieron, en la estación de Leningrado, mientras arrancaba el tren, Tarkovski le tomó algunas fotos a Sokúrov, que permanecía de pie en el andén. A pesar de haberlo visto con la cámara en el acto de tomar estas fotos, Sokúrov nunca las ha visto; se ha preguntado incluso si todo fue producto de su imaginación, algo que se inventó que sucedía en ese
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momento. Tarkovski y Sokúrov comparten la obsesión por el tiempo, por aquello que está un momento y deja de estar en el siguiente. Ese acto de desaparición que explotó Méliès, como mago y cineasta, un truco donde se omite el lapso en el que no corre la bobina. El tiempo no existe en el cine más que como una duración, la ilusión del tiempo detenido en el fotograma no existe –como esa misma ilusión– más que durante el tiempo que capta la toma. Es entre el tiempo muerto y el tiempo soñado, en la conciencia que existe de estos dos tiempos, que transcurren sus escenas. Es posible que, mientras realizaba ese documental en honor a Tarkovski, Sokúrov rumiara la idea que explotaría en su tetralogía sobre el poder. Puede que incluso quisiera representarlo de esa misma manera, atrapado entre el tiempo muerto y el tiempo soñado, en los intersticios que se obvian entre los acontecimientos que definen una historia, sea grande o pequeña, la de un individuo o una nación. El lapso que existe entre el tiempo transcurrido y el final inminente. La inminencia del final como tiempo que transcurre, todavía: sean los días ociosos de Hitler en su retiro alpino en Moloch, los últimos días de Lenin
en una granja en Tauro (Telets, 2001) o la derrota del Japón vivida por su emperador, despojado de su divinidad por MacArthur (y el resto del ejército estadounidense) en El Sol (Solntse, 2004). «La vergüenza es épica. Es la más revolucionaria de las emociones», le escribe Karl Marx en una carta a Arnold Ruge. Sokúrov escribió esta cita en su diario durante la filmación de la película que hizo para graduarse de la escuela de cine, La solitaria voz del hombre (Odinoki golos cheloveka, 1978/87), basada en dos libros de Andréi Platónov, autor soviético que fue prohibido por sus críticas al stalinismo. La solitaria voz del hombre fue prohibida a su vez, no sería sino hasta 1987, durante la Glásnost, que el filme sería rescatado para servir como punto de partida de la celebridad del realizador y su papel dentro de la transformación social, política y cultural de Rusia. A diferencia de Tarkovski, Sokúrov tiene una debilidad por la grandeza, sus mecanismos y atribuciones, su relatividad frente a los grandes igualadores de todo (sea la muerte o lo que se atribuyen los estadounidenses como igualdad y como igualación del otro). La intimidad lo conmueve, como a Tarkovski, pero no como el escenario de ritos íntimos
ENSAYO La desnudez del prestamista revela una figura decadente: un cuerpo deforme, un falo ausente y una cola adherida a su espalda. El demonio es una criatura regida por el instinto que somete y explota la voluntad de Fausto. ©Proline Film
sino como el espacio para desnudar la vergüenza ¿Qué hacemos cuando no nos ven? ¿Recorremos una alberca vacía con una vela encendida? ¿Nos quitamos la ropa y hacemos cabriolas en los salones de un castillo alpino? Se trata, al final, de un juego de espejos, no de una puesta en evidencia frente a un público (el público es invisible) sino frente a ti mismo, despojado del papel que has decidido interpretar frente al gran teatro del mundo. Tal vez sea por esto último que Sokúrov ha decidido concluir su tetralogía sobre el poder no con la representación del momento de vergüenza de algún otro prócer del siglo (el poder y la gloria son nociones excluyentes) para revisar aquello que determinó el mal de siglo sino a partir de un mito sabido, autorreferencial y autofagócito: no la idea de lo moderno sino su alegoría, la aspiración del hombre por la trascendencia reducida a su representación, agotada en su imposibilidad, convertida en catálogo de un proceso que imita a la naturaleza, que la alcanza y la sobrepasa. Es el progreso: rueda de lo que sigue, lo que continúa, lo que avanza de manera irremediable. Es la idea que iguala los movimientos orbitales con los ciclos de producción y que, corriendo a la par del porvenir, ilumina como bombilla la idea de estado nacional. Es Fausto, pero también su autor, Goethe. Es la reformulación del mito y la importancia histórica de esa reformulación. Es el decreto que ordena y define al mundo, que lo organiza y clasifica, que aspira a conjurarlo, a someterlo, sólo con decirlo. El Fausto (Faust, 2011) de Sokurov es el moderno Prometeo,
rodeado de cadáveres (como una lección de anatomía renacentista llevada al grotesco) busca en lo inerme el secreto del hálito de lo que se mueve, la llama encendida, el motor. La primera toma exhibe los genitales de un cadáver, la evidencia de lo que fue y no volverá a ser un saco de semillas, la naturaleza de lo que ya no es, la potencia abolida, el envase vacío. Es el tiempo que sigue en lo que se ha detenido, o mejor dicho, el tiempo que sigue aunque se haya detenido la propia conciencia de su transcurrir. Sokúrov hace lo contrario que en Arca rusa, y aún, la cámara se siente inexorable, vertiginosa en la medida justa de cada toma, los cortes pasan desapercibidos; los escamotea como mago: están ahí pero no, están ahí pero no hay tiempo para leerlos, se pierden en la distancia, en el atrás al que no nos podemos volver. Es después cuando puedes confirmar que viste lo que viste, y en Fausto, no hay ese después, no puedes detenerte y ver con más detenimiento, no hay descanso. El montaje es una sucesión inexorable de tomas que persiguen a Fausto en pos de una verdad que se escurre como una moneda perdida en un sueño (sea una moneda o cualquier otro objeto, eso sí, perdido en un sueño). Es la sensación de haber tenido algo que no ha tenido jamás, inasible como la imagen del tiempo. Y aún, el tiempo pesa; su propia inercia lo lleva adelante, más allá de toda voluntad, como compulsión. Es el vicio inexorable de la maquinaria, el desgaste de sus partes, la maldición de la conciencia frente a la propia disolución final. Cuando Fausto no tenga ni brazos ni piernas ni cuerpo ni cabeza seguirá en su carrera desesperada hacia delante. Es una figura que se pierde en el inmenso blancor helado del Infierno (locaciones en Islandia) como espíritu, o peor, como idea. No hay fin del mundo. El mundo es un reloj, el reloj se para pero el tiempo sigue, el reloj detenido sigue en el tiempo aunque no lo diga. ¿Qué puede correr a la par del tiempo? Nada. El cine existe en el tiempo, según Sokúrov ésa es una de sus desventajas. Fausto sigue cuando la película ha terminado, sigue más allá de lo que podemos ver, el tiempo puede ser representado pero no el deseo, el deseo siempre está fuera del objeto, fuera del tiempo. El deseo es un truco de montaje, una proyección en el otro, un acto de identificación que es un acto de posesión. Es la piel del otro, la comezón que
provoca el contacto de la piel del otro, la imposibilidad de habitar la piel del otro, y aún hacerse la ilusión de poder hacerlo. Fausto es un desplante visual de cuerpos que se frotan, se enciman, se empujan. El cuerpo desnudo de Mauricio, el agiotista dispuesto a comprarle su alma a Fausto, es obeso. Su pubis es como el de un muñeco; su sexualidad ha sido obviada, omitida, dispuesta en otro lugar. Su glande pende de una cola a su espalda. Es un animal con cola, es instinto, su cola no es una cola, es un pene, es deseo. El horror que esconde el demonio es la voluntad sometida del otro, o peor aún, la inexistencia de esta voluntad y su explotación. Es una transacción, ha sido siempre una transacción, una compra hecha a plazos, una deuda adquirida. Un pacto hecho con el tiempo, un pacto que no se vive, que se transcribe, como una duración. Es el tiempo pagado a plazos. El pacto de Fausto se repite en el pacto hecho por Sokúrov para hacer esta película. Según le dijo a la prensa en Venecia, cuando recibió el León de Oro por esta película, fue gracias a Putin que consiguió el financiamiento. Fue en busca de Putin para que salvara su proyecto, lo visitó en su casa de campo, conversaron por una hora, hablaron la situación actual del cine ruso, entre otras cosas (Sokúrov dijo algo sobre la situación de los reos en las cárceles rusas); sus puntos de vista a veces coincidían, a veces no. Días después, su proyecto se vio apoyado –de manera tan rápida como misteriosa– por un fondo de San Petersburgo. Según especula Sokúrov, Putin lo hizo por su interés por Goethe y la cultura alemana. Putin lo felicitó por la película, lo felicitó por el premio, incluso le preguntó si haría una versión en ruso. Es más una provocación que una advertencia, es decir un vínculo y una sobrevivencia, algo que sigue sabiendo mientras que le traducen al ruso las preguntas que le hacen en inglés. Es una lengua y la siguiente, casi simultáneas, dicen lo mismo y no. Son tiempos sobrepuestos, alternativos, que transcurren como transcurren las conversaciones, un poco a trompicones, un poco sin pensar, un poco sin que llegue a suceder nada, como cuando dormimos y soñamos y no podemos sino recordar ese último momento que existe antes de despertarnos, esa fotografía tomada que no llegamos nunca a tener entre nuestras manos. I
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Mirar sonidos En el número 1 de Icónica nos preguntábamos qué es el cine y, como casi todo mundo, obviamos o no supimos formular una pregunta secundaria o complementaria por el sonido. La pregunta no puede ser qué es el sonido, o el audio. Más bien habría que comenzar con una duda: ¿por qué las imágenes en movimiento siempre han recurrido a ello? Siempre. Desde que las películas eran mecánicamente mudas. Aquí hay implícita otra pregunta: ¿cómo es que no hemos sabido ver la parte auditiva del cine? Desde muy temprano hubo reflexiones al respecto1, pero no hubo un esfuerzo sistemático por estudiar el sonido hasta los noventa, y aun ahora, el cuerpo reflexivo al respecto sigue siendo muy limitado. Quizá la clave esté en cómo abordamos las películas: siempre nos ocupamos de la anécdota y de vez en vez, de la fotografía o la actuación, pero raramente nos detenemos en la música o el diseño sonoro, en principio, es de suponerse, por su papel ancilar, porque están pensados para no ser notados. Podría haber otra razón: la primacía biológica de la vista. O no. Si la vista no prima en nuestra configuración corporal sí hemos aprendido a darle más importancia a lo visual que a lo sonoro, siendo que también podemos distinguir los pasos de alguien por su sonido, sentirnos cómodos o invadidos por los ruidos o silencios de un espacio y que la música ocupa un lugar fundamental, junto con el cine, en el consumo cultural. Aquí hay una clave extra: las industrias culturales, en muy grande medida, trabajan con clichés, con reglas fijas. Y el cine, como tal, sigue un montón de reglas en el uso de los ruidos ambientales, la voz y la música. El ejercicio de mirar el sonido obliga también a detenerse aquí y mirar el otro lado del espejo: ¿qué posibilidades estéticas tienen estas herramientas? Un mundo casi inexplorado. 1
Uno de los primeros ejemplos fue “Contrapunto orquestal”, firmado por Serguéi
Eisenstein, Vsévolod Pudovkin y Grigori Aleksándrov, especie de manifiesto publicado en 1928 en la revista soviética Zhizn Iskusstva. Agradecemos la ayuda de Samuel Larson Guerra para la concepción de este dossier.
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Ojocentrismo La concepción del cine como un medio expresivo visual, ojocentrista, según el autor, no sólo le da un lugar muy específico en el canon occidental –ha entrado muy naturalmente en las facultades de Historia del Arte, por ejemplo– sino que, también, excluye la mitad de su naturaleza: el sonido. por Samuel Larson Guerra
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i se nos pide hacer una valorización jerárquica de nuestros cinco sentidos de percepción sensorial, la inmensa mayoría colocamos inmediatamente a la vista como el más importante, del que pensamos que menos podríamos prescindir. Sin embargo, en muchos sentidos –valga la redundancia– se puede decir que un ciego está mucho más en el mundo que un sordo. El sonido nos transmite la vibración interna de los elementos y los seres vivos, sus movimientos, aunque estén fuera de nuestro rango de visión: un ciego puede percibir el espacio y el mundo vibrante que lo rodea y desarrolla el lenguaje oral al mismo tiempo o antes que un vidente, por lo que puede tener una interacción social relativamente normal. Esto le es negado en mayor o menor grado a las personas con sordera, quienes suelen adquirir el lenguaje de manera más lenta, a menos que sean adecuadamente asistidos desde muy pequeños, y quienes no perciben mucho de lo que ocurre a su alrededor y suelen tardar más en comunicarse plenamente, lo que suele dificultar sus procesos de socialización. Y curiosamente es otro sentido, el tacto, cuyo órgano sensible es la piel, el que permite un cierto grado de percepción de la música para los sordos, transmitiéndoles información acerca de las vibraciones circundantes, y también cierto grado de percepción de lo visual para los ciegos, quienes pueden tocar las superficies y así percibir texturas, contornos y dimensiones. Sin embargo, la inmensa mayoría de los “normales”, de manera acrítica e irreflexiva, solemos aceptar esta superioridad de lo visual, que no es más que una construcción ideológica del modelo civilizatorio dominante, que promueve una visión superficial del mundo, pues a final de cuentas eso es lo que nos da la vista: el reflejo de la luz en las distintas superficies que nos rodean. Y no se trata aquí de demeritar la importancia de lo visual, que es evidente, sino de señalar la estrechez de miras de una cultura que nos enajena del mundo y de nosotros mismos, quizás no tanto por sobrevalorar lo visual, sino por subvaluar a los demás sentidos.
El fundamento técnico del cine yace en esta capacidad de capturar los reflejos de la luz en la superficie de la cosas y proyectarlos en una nueva superficie donde el espectador momentáneamente “olvida” que lo que ve es una ilusión. Y una de las características esenciales de lo que podríamos llamar buen cine, es que la imagen sea la que narre, y gracias a esto es que pudo desarrollarse el cine en sus inicios hasta ser una industria mundial en tan sólo unos veinte años, y durante casi cuarenta, sin necesidad de la palabra (sonora, pues estuvo presente como texto desde muy temprano), aunque siempre sustentado por la música, sin la cual el cine como lo conocemos no existiría. Sin embargo esta relación entre el cine y la música ha sido una historia de amor y odio, de abuso y conveniencia, pues desde un principio los exhibidores fueron, principalmente, quienes decidían con qué música iba y de qué manera reproducirla o interpretarla para acompañar la exhibición de sus programas. Por eso suele suceder, en una inmensa mayoría de casos, que se repitan, sin pena ni gloria, recursos manidos y excesos innecesarios, que, sin embargo, no dejan de seguir funcionando, en lo general, para el público masivo, atrapado en los condicionamientos de un poderoso y hegemónico modelo de pensamiento que cuenta entre sus características principales el de ser ojocentrista1. Lo cual facilita la penetración del modelo mismo, pues de nuestros cinco sentidos, probablemente el 1
Por ojocentrismo me refiero al modelo de pensamiento dominante en la
cultura urbana moderna de corte occidental que ubica, en una valoración jerárquica, a lo visual por encima de los demás sentidos. Por banda sonora me refiero a todo lo que suena en una película (diálogos, música, ruidos incidentales, efectos, ambientes, silencios) y por institucional me refiero al conjunto de códigos explícitos e implícitos que dan forma a una serie de convenciones estilísticas en el uso y tratamiento de los distintos elementos sonoros que acompañan a la imagen en cualquier producto audiovisual narrativo más o menos estandarizado.
El ojocentrismo occidental nos ha acostumbrado como espectadores a un código visual definido que, de no existir donde uno lo espera, resulta cuando menos incómodo...
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DOSSIER más dispuesto a ser engañado, a sucumbir ante los juegos del ilusionismo, es el de la vista, sobre todo cuando los otros sentidos están un tanto adormecidos. El semiólogo francés Christian Metz plantea la necesidad de distinguir cinco pistas diferentes a la hora de pretender analizar una película: imagen, diálogos, música, ruidos y textos. A lo largo de la historia del cine, así como en diferentes estilos y géneros o al interior de una película, podemos encontrar diferentes relaciones, jerarquías y presencias entre estas cinco pistas. En sus inicios como espectáculo de ilusionismo, el cine de Méliès utilizaba sólo dos pistas: imagen y música. El cine narrativo incluyó rápidamente una tercera pista: los textos en forma de intertítulos. La palabra hablada estuvo también ocasionalmente presente, pero no era indispensable, y se trataba en la mayoría de los casos de narradores o voceadores, además de las esporádicas compañías teatrales que filmaban sus propias películas y al proyectarlas emitían sus parlamentos desde atrás de la pantalla. Y se sabe de algunos casos de dobladores de ruidos en vivo, quienes daban así realismo a los cortos documentales que proyectaban. Pero indiscutiblemente, el rey y la reina del cine del periodo silente fueron la imagen y la música. Es decir, quizás el cine fue mudo, pero estrictamente, como espectáculo popular, nunca ha sido silente. Y esos eran los maravillosos años dorados de un cine joven, vigoroso y diverso en sus estilos de representación, puesto que la incapacidad de establecer una representación audiovisual realista permitía e incitaba a la manifestación de muy diversas perspectivas estéticas, lo que conocemos como las distintas vanguardias cinematográficas de los años veinte. El cine siempre ha tenido como acom-
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pañamiento de la imagen alguna de las tres pistas metzianas que son sonoras, ya sea de manera acústica, como en sus inicios, o bien después como reproducción –mecánica, óptica, electrónica, magnética, digital– sincrónica. Pero entonces, hace unos ochenta años, llegó el sonido sincrónico a Hollywood y con él la palabra hablada, que desplazó rápidamente a los intertítulos y el realismo narrativo audiovisual se volvió la norma. Entonces muchas cosas cambiaron, primero en Hollywood de manera veloz y luego más lentamente en el resto del mundo: se terminó parte de la “universalidad” de un medio narrativo no centrado en las palabras, la diversidad estilística se redujo sustancialmente y la palabra hablada se convirtió en el monarca casi absoluto del nuevo cine sonoro, acompañado de su reina, la música (fortalecida por la precisión y la permanencia adquiridas gracias a la sincronía mecánica) y apuntalado en su realismo con algunos ambientes, efectos y ruidos incidentales, los sonidos plebeyos de esta monarquía lingüístico-musical. Este modelo de jerarquías dentro de la banda sonora ha sido bautizado por otro teórico francés, Michel Chion, como vococentrismo. Así, en un lapso muy breve, se codifica y se estandariza en Hollywood una manera de tratar a cada una de las cinco pistas metzianas. La imagen será fundamentalmente realista; fragmentada pero narrando en continuidad de tiempo y espacio al interior de cada secuencia; abocada a narrar las acciones de los personajes; sin tiempo para detenerse a contemplar el mundo; sin interés en registrar el mundo como es; centrada en crear su propia realidad de la manera más explícita posible; de presumir ostensiblemente sus valores de producción. La palabra hablada será protagónica, en un eterno primer plano sonoro y telefónicamente limpia, es decir antes artificial (doblaje de voz, que no es sino un artificio sonoro) que natural (registrada en vivo de manera simultánea con la imagen) pero quizás con cierto ruido de fondo o imperfecciones en el registro que puedan afectar a la inteligibilidad; ni la música ni los ruidos deberán competir con la voz. La música seguirá siendo casi omnipresente y por lo tanto no realista en su uso; será el arma más poderosa para manipular emocionalmente al espectador; estará basada fundamentalmente en el sinfonismo romántico del siglo XIX; se le llamará original sound track, en lugar de original music track, tergiversando sentidos y estableciendo jerarquías. Los ruidos serán funcionales y estarán casi siempre sujetos a la tiranía de la pantalla, es decir, se escuchan los ruidos de lo que se muestra, las acciones y los espacios sonoros estarán circunscritos por norma a lo que ocurre dentro del cuadro, sólo se oye lo que se ve. Y finalmente los textos, los intertítulos, que habían gozado de gran protagonismo en el período silente, desapa-
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recen; el uso de algún texto sobre la imagen será mínimo: fechas, lugares o alguna información contextual; por lo demás, se usará texto sólo en los créditos. La anterior descripción de ciertos códigos propios del modelo de representación institucional (un tanto esquemática debido a la necesaria brevedad del presente texto) nos permite constatar que, a pesar de que ha corrido mucha agua bajo los puentes, y de que muchos estilos cinematográficos pasados y actuales abordan de manera diferente las cinco pistas metzianas, el modelo audiovisual narrativo dominante en nuestras pantallas sigue siendo básicamente el mismo que se estableció en Hollywood en los años treinta. Pero esto no quiere decir necesariamente que sea el modelo dominante en cuanto a los diversos estilos de representación audiovisual que podemos encontrar en las producciones no comerciales: el sistema tolera cierta diversidad en la producción en la medida en que controla los medios masivos de difusión. El hablar de ojocentrismo en el cine pareciera entonces una tautología, y lo es de hecho dentro del modelo ojocentrista y vococentrista, pero si consideramos otros estilos de representación cinematográfica, podemos encontrar múltiples ejemplos que utilizan de manera diversa las distintas pistas metzianas. Para poner dos ejemplos concretos. Menciono primero a Jacques Tati y su antivococentrismo, en el cual se establece una especie de democracia sonora en la cual los diálogos y la música no son ya la pareja reinante. La estrategia de Tati se sustenta, entre otras cosas, en un uso del encuadre que evita, por norma, los primeros planos de los personajes y las conversaciones trascendentales, restándole así importancia a la palabra hablada. Es decir, para subvertir el vococentrismo Tati también subvierte, por omisión, ciertos códigos visuales del ojocentrismo
institucional. Otro ejemplo puede ser Tarkovski, quien a pesar de su sofisticado trabajo visual, no se somete a los dictados implícitos del ojocentrismo y concede a cada pista metziana su lugar: en todas sus películas hay momentos en que la imagen se “distrae” de la acción y nos muestra elementos naturales (fuego, viento en el follaje, agua corriendo) u objetos (botellas que se mueven solas, copas que vibran) acompañados sólo de sus correspondientes sonoridades. Y muy rara vez coloca música sobre los diálogos. Se puede decir que respeta las particularidades de cada pista sonora metziana y las deja trabajar solas. Como conclusión sólo quiero reiterar, pensando sobre todo en los creadores audiovisuales, en la necesidad de ejercer constantemente nuestro sentido crítico en el uso de las herramientas del lenguaje cinematográfico para no participar de manera involuntaria en la transmisión de modelos de pensamiento que sólo sirven a los intereses del neocolonialismo global que todos padecemos. El ojocentrismo es un mecanismo para impedirnos percibir el fondo de las cosas, un fetichismo de las apariencias. I
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Tres momentos de escucha en el cine En términos generales el sonido fílmico es un acompañamiento dócil de la imagen. De hecho, el ámbito aural que acompaña al cine suele estar lleno de clichés. Pero hay salidas del abismo y las ha habido siempre. Aquí tres ejemplos. por Jesús Pacheco
Leviatán: El ojo que se zambulle y respira Si, como solía decir Elia Kazan, las cosas no son como en realidad fueron, sino como se les recuerda, la película Leviatán (Leviathan, 2012) fue una pesadilla en la que pasaste por diversas eras y varios estados de conciencia; del desasosiego a la desorientación, de la incomodidad a la estupefacción frente a una sucesión de escenas infernales en las que el fuego brilló por su ausencia –o tuvo más bien un mínimo cameo: en la brasa de un par de cigarrillos en boca de los pescadores. Ahí, a bordo de ese barco, el tormento es acuático y el agua pareciera haber perdido su poder purificador. La tempestad se ha impuesto sobre la capacidad del agua para dar vida. En Leviatán, el collage de imágenes que muestra a los pescadores en plan autómata eviscerando peces o manipulando enormes cables tras las redes industriales de pescar, que atestigua el correr de litros y litros de sangre escurriendo por la borda hasta disolverse en el océano, o que registra el vuelo de gaviotas transformadas en rémoras aéreas de esa gran bestia metálica, es poderoso por lo que vemos –imágenes extrañas, fugaces, oníricas–, pero también por su acompañamiento sonoro. El mareo sería el mismo si cerráramos los ojos y nos limitáramos a escuchar. El mareo, la desorientación y la extrañeza. Porque si las pequeñas cámaras digitales que Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel, parte del Laboratorio Etnográfico Sensorial de la Universidad de Harvard1, sembraron por todo el barco y en el cuerpo de los pescadores consiguieron imágenes singulares, inesperadas, registraron también sonidos inauditos cuya rareza resultó el acompañamiento perfecto. Los sonidos resultaron peculiares incluso para Ernst Karel, quien se encarga de las máquinas en el Laboratorio Etnográfico Sensorial y cuyo oído entrenado se especializa en la recolección de sonidos. A partir de los ruidos conseguidos por las múltiples camaritas, se encargó de crear la pieza sonora que suena mientras vemos pasar en la pantalla la cotidianidad casi robótica del barco, el desfile de imáge-
nes apocalípticas y la sucesión de símbolos de ecos ancestrales que dan al filme la capacidad de comunicar antes de ser comprendido, ese atributo de la poesía según T.S. Eliot. Cuando Karel revisó el material con que contaban luego de horas y horas de grabación, halló que la plasticidad de los sonidos poseía una inesperada afinidad con el sentido de lo visual, según contó a NPR: «El sonido registrado cuando la cámara era zambullida en el agua [o cuando] estaba bajo el agua y luego se le permite salir para un aliento que parece realmente una especie de bocanada maquinal. Y cuando las cámaras eran zambullidas en el agua de nueva cuenta, comenzaban a salir casi zumbidos profundos y melodías extrañas, que eran simplemente asombrosas»2. Esa vitalidad captada por las grabaciones, combinada con el entrenamiento de Karel en las grabaciones de campo antropológicas y su habilidad para crear piezas sonoras que funcionen como tales sin necesidad de una imagen o cualquier otro respaldo, consiguen que el audio de Leviatán suene como una entidad independiente, capaz de perturbarnos y transmitirnos un carácter específico de aquel entorno donde los pescadores parecen menos humanizados que los peces recién caídos en desgracia o las gaviotas oportunistas. El paisaje sonoro conseguido por Karel resultará el contrapunto perfecto 1
El Laboratorio Etnográfico Sensorial persigue la interacción innovadora
entre estética y etnografía para explorar la práctica corporal y el tejido afectivo de la existencia humana y animal. Mediante el uso de recursos cinematográficos, videográficos, fonográficos y fotográficos en combinación constante, pretende ir contra múltiples convenciones: en la antropología visual, cuando sólo imita las inclinaciones discursivas de su disciplina madre; en el documental, cuando se limita a utilizar los recursos del periodismo; y en el arte, cuando no está profundamente imbuido de realidad. 2
Pat Dowell. “‘Leviathan’: The Fishing Life, From 360 Degrees”. Página web
de la National Public Radio (ww.npr.org), Washington, 16 de marzo de 2013.
Página izquierda: La forma auditiva de entender al mundo en Leviatán (2012) de Lucien ¯ ¯Castaing-Taylor y Véréna Paravel. © Arrête ton Cinéma.
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(en ritmo, en temperatura, en intensidad...) para lo que atestiguan nuestros ojos: la depredación sistemática de un ecosistema, que llegaremos a comprender mejor, de tosca manera, a través de los oídos. Acustemología, le ha llamado el etnomusicólogo Steven Feld a esa forma auditiva de entender el mundo, desatendida, sin duda, por el cine al que tenemos acceso la mayor parte del tiempo, el que busca estancias confortables en la butaca o con sobresaltos e incomodidades previamente autorizadas por el espectador al momento de elegir entre un género y otro3. Ese audio revuelto (como el mar que musicaliza), conformado de chapuzones, ruidos metálicos acallados por el agua, salpicaduras y hasta fragmentos del heavy metal que suelen oír los pescadores, contribuye a que Leviatán sea una experiencia inmersiva donde los sentidos son puestos a prueba, y la incomodidad de lo percibido excede por mucho a los encuadres heterodoxos, las perspectivas múltiples, las condiciones de luz problemáticas y los montones de ruido visual que nos mostrarán el poder sensorial, háptico, del cine. Llegará un punto de Leviatán en que parecerá menos importante lo que atestiguamos, que lo que vemos, escuchamos y sentimos. Un lago: Cine a ojos cerrados Estás tan habituado a esas películas que inician poco a poco, con una especie de "había una vez" visual que te presente paulatinamente las acciones o a los protagonistas, que desde ahí empieza la violencia de Un lago (Un lac, Philippe Grandrieux, 2008), una que entra primero por los oídos y que obliga a cerrar los ojos de manera refleja. Sin más ni más, en una primera escena un chico golpea furioso algo o a alguien... Segundos más tarde, descubres lo que apenas alcanzaban a distinguir tus ojos y que tus oídos quisieron confundir con una golpiza. El blanco es un árbol y el chico es leñador: un ruidoso crujido que acompaña la imagen del árbol cayendo así lo confirma. Su labor es cansada en extremo en ese paisaje helado: la respiración agitada y el sonido de sus pasos lentos sobre la nieve así te lo hacen saber. El chico, además, es blanco de una enfermedad que debe enfrentar a solas, que ha dejado huella en un rostro evidentemente atormentado y que podría tenerlo anclado a ese sitio nebuloso, desolado y tomado
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El sonido sobrepasa su cualidad diegética para convertirse en el narrador auténtico de Un lago, generando confusión entre lo que se ve y se escucha. © Mandrake Films / arte France Cinéma / RhôneAlpes Cinéma.
por la nieve y la penumbra: un ataque epiléptico igual de aparatoso para la vista que para el oído lo muestra en un blanco del bosque como cavando su propia tumba al ritmo de sus estertores. La respiración de quien más tarde sabremos el nombre (Alexei) nuevamente coprotagoniza la escena: de una velocidad dificultosa regresa poco a poco a la normalidad junto con el resto de su cuerpo. Si cerraras los ojos y te hubieras propuesto unir los puntos dejados solamente por los sonidos, tal vez podrías haber confundido aquel episodio epiléptico con una escena sexual. Y no será la única vez que eso te suceda. Esa ambigüedad entre lo que escuchas y lo que ves –el sonido diegético dispuesto como un laberinto para atrapar prejuicios– sólo irá complicándose conforme te internes en la oscuridad de ese bosque y en la intimidad de esa familia (o en la intimidad del bosque y la oscuridad de esa familia) cuyo aislamiento ahí, del otro lado del lago, nunca será explicado del todo y, por lo mismo, te llevará de suposición en suposición, siempre en el filo del tabú. ¿Esos abrazos filiales y esas caricias fraternales están siempre coqueteando con el incesto o es sólo tu imaginación y esa falta de claridad que obliga a completar las escenas con ayuda de cualquier sonido al alcance? ¿O será que tu sospecha sólo es fruto de una percepción distorsionada 3
Steven Feld. “Sound Worlds”, en Sound, coordinado por Patricia Kruth y
Henry Stobart. Cambridge University Press, 2000, pp. 173-199.
DOSSIER por un audio que exagera los roces de la ropa y los gemidos lastimeros de Alexei y Hege, su hermana, cuando ambos lloran y ella busca consolarlo por la enfermedad que mantiene al joven leñador de convulsión en convulsión; cuando susurran sobre esos episodios epilépticos que parecieran querer ocultar a mamá? Más tarde, cerca del final, cuando intuyas la ceguera de la madre (porque nunca se hará de verdad explícita), verás en la película un intento de transmitir la manera en la que un ciego se relaciona con el mundo y se convierte de oyente en escucha: aguzando el oído hasta percibir los sonidos de manera microscópica y sensibilizando el tacto hasta convertirlo en sustituto de la retina. Esa neblina, esa penumbra, esas tomas problemáticas y esas opacidades que acompañan siempre la narración y retan constantemente la mirada transmiten quizá la angustia de alguien que está a punto de perder la vista... O la de un chico como Alexei, que no acaba de entender del todo su condición epiléptica –enfermedad a la que podría estar expuesto por vivir lo sexual y lo emocional de su romance imaginario con su hermana en un plano totalmente intelectual– y que no "ve" del todo lo anormal de desear a su hermana en un núcleo familiar en el que el tacto debió magnificarse por la ausencia de otro sentido. Con la mirada nublada, tú, como espectador, hallarás en cada roce, cada resuello, cada hachazo, cada zambullida de los remos en el lago un pasamanos para trasladarte entre las tinieblas. Los sonidos dispuestos como respuestas, antes que como signos. Si escuchar es lo que debería constituir un auténtico estar en el mundo –por esa falta de control sobre lo que escuchamos en la que nos sitúa nuestra misma anatomía y nuestro bagaje socioemocional: nadie puede cerrar o abrir los oídos a placer, y pocos son los que podrían distinguir a simple escucha entre el sonido de una caricia con fines piadosos de una con intenciones lúbricas–, con ese acercamiento al cine mediante el oído, Philippe Grandrieux pareciera haber querido obligarnos a un auténtico estar en el cine. Esperando el tsunami: El ojo que todo lo escucha Hace algunos años, el cineasta francés Vincent Moon se puso en contacto con Lulacruza. Alguien le había mostrado la música del dueto formado por la colombiana Alejandra Ortiz y el argentino Luis Maurette, y le había interesado para incorporarla a la serie de concerts à emporter de La Blogothèque. Moon iría a Argentina y quería filmarlos tocando. En un primer viaje no pudo filmar, pero hubo varias conversaciones en las que salió la idea de ir a Colombia, en un principio, para crear los "conciertos para llevar". Alejandra y Luis reflexionaron sobre qué querían hacer con esa oportunidad. Emprendieron entonces una investigación sobre los sonidos de Colombia, de las diferentes regiones y sobre cómo esos ecosistemas se escuchan en la música. A partir de recomendaciones y el trabajo de una serie de músicos guía, gente de Bogotá que suele trabajar con intérpretes folklóricos de diferentes regiones, seleccionaron diversos sitios donde grabarían. Les acompañó Vincent Moon en ese viaje al cabo del cual nacería Esperando el tsunami (2011), película que se sitúa en la intersección compleja entre música y cine, donde habitualmente las imágenes y las notas parecieran hallarse en constante competencia, pero que aquí consiguen un equilibrio que sólo puede atribuírsele al carácter contemplativo de la filmación y la recolección de sonidos.
Para referirse al método de composición/improvisación de los sonidos en esa especie de road trip documental, Ortiz y Maurette han contado que se propusieron que fuera un viaje en el que se cultivara la escucha profunda y en el que ellos "canalizaran" los sonidos. Para ello, en lugar de tocar o cantar sus propias canciones, decidieron interactuar tanto con los músicos que iban encontrando como con los sonidos de los pájaros, los ríos, el viento... A partir de ese estado de escucha profunda, decidían qué instrumentos o escalas usarían. Detectaban el tono presente en cada lugar e interactuaban con él. Tras varios meses de recorridos, consiguieron crear un documento entrañable sobre la dimensión ritual de la música y la riqueza del folklor colombiano. Ortiz, Maurette y Moon consiguieron crear un filme donde el sonido, más allá de simplemente convivir en armonía con la imagen, se percibe indisociable de la documentación visual etnográfica que lo acompaña. I
Esperando el tsunami es un álbum visual creado en la intersección entre música y cine a partir de los sonidos y las imágenes de Colombia. Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual.
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La dictadura del sincronismo La música para películas ha sido mayormente una especie de prótesis decimonónica para las imágenes en movimiento, pero no hay razón para que esto sea así. Teniendo materias distintas, ambas artes pueden encontrar otros posibles modos de encuentro... o encontronazo. por Guillermo García Pérez
L
a música y el cine son entidades separadas, que divergen. Sus orígenes –un nacimiento difuso ligado, acaso, al ritmo de trabajo; un artefacto con lugar y fecha de invención– los desvinculan a tal grado que sólo una hipertrofia sensorial los uniría. ¿Cuándo se inventó la música?, ¿cuándo el cine? Si se subordina las disciplinas a los dispositivos tecnológicos que las reproducen, las respuestas se facilitan. Si establecemos, sin embargo, las nociones de principio-música (organización de sonidos; o, con Stuart Maconie, la idea detrás o más allá del sonido) y principio-cine (imágenes en movimiento), de forma que tanto el fonógrafo como el proyector cinematográfico sean tan sólo los parajes de una necesidad creativa superior, las respuestas se complejizan. No obstante, los principios se mantienen distantes y, conforme se acercan a su origen nominal, se alejan aún más. Es decir, aunque en el cine pervivan nociones musicales (el ritmo, ante todo; aunque no se trata de una propiedad meramente musical) y la música contenga su propia imaginería, los valores de cada campo se interrelacionan, neciamente, tan sólo en lo metafórico. Vladimir Jankélévitch ya advertía de la ingenuidad de otorgarle un «sentido topográfico» (desniveles, ascensos, descensos) al mundo sonoro; Henri Bergson –recuerda– «rechazó definitivamente los mitos visuales y las metáforas que confieren a lo temporal [a la música, en este caso] las tres dimensiones del universo óptico y cinestésico». De igual forma, podríamos decir que si el cine contiene elementos musicales, por ejemplo, la noción de contrapunto aplicada al montaje, lo hace tan sólo como un préstamo, una fuente de inspiración. No hay, en primera instancia, desde sus principios nominales, posibilidades de fusión. Utilizando el léxico de Jean-Luc Nancy: no hay obra en común, sino instancias que comparecen. Sólo a partir de esta distinción puede entenderse un concepto como el de sincronismo: la posibilidad de vinculación, más o menos estrecha, de las disciplinas. Reivindicar su separación radical, en una época que promueve la hipertrofia sensorial, es una declaración de principios.
Desde esta separación, un término como el de música cinematográfica resulta, de pronto, problemático. ¿Hablamos de una música con cierto peso cinestésico, donde la idea-más-allá-del-sonido se enfrenta al principio-cine? ¿O de una música aplicada, funcional al cine? Y en este caso, ¿esta funcionalidad es estructural o ilustrativa –mera acentuación de los pasajes de un filme? Usaremos un concepto de Lacombe y Porcile, «la dictadura del sincronismo», para abordar los vaivenes del cine en relación con la música. Una declaración aparentemente anecdótica de Kurt London nos dará la primera pista: en las primeras proyecciones cinematográficas, como en buena parte de la etapa muda del cine, «el pianista [o el grupo de cámara o la orquesta] tocaba cualquier cosa que le gustara, tuviera o no conexión con la película a la que acompañaba». Por otra parte, la primera partitura original, obra de Camille Saint-Saëns para El asesinato del Duque de Guisa (L’assassinat du duc de Guise, André Calmettes y Charles Le Bargy), data de 1908, una fecha relativamente tardía sobre todo si se toma en cuenta el supuesto vínculo natural entre ambas disciplinas. No se trata tan sólo de que un inconveniente técnico, el que impedía al cine sonorizarse, impidiera asimismo el destino musical de la cinematografía, sino que la etapa “inocente” o “blanda” de nuestra dictadura evidenciaba que semejante vínculo era más bien arbitrario. Que, por lo tanto, su comparecencia podía tomar caminos bien distintos a los convencionales. ¿No se explicará, de esta forma, la asimilación desproblematizada del primer cine sonoro con piezas del romanticismo tardío –por lo tanto tonales? La respuesta es compleja, pero está atravesada por dos tesis principales. La primera, deudora de la teoría crítica, relaciona el conservadurismo de la música cinematográfica con las características de su industria. Del multicitado Theodor W. Adorno (en compañía de Hans Eisler): «Por consideraciones comerciales, están vedadas todas las innovaciones radicales. Como consecuencia de esto, comienza a aparecer una determinada inclinación hacia
Página izquierda: Ilustramos este texto con imágenes de obras provenientes de la exposición Visualizar el sonido 2012, presentada en LABoral Centro de Arte y Creación Industrial, en Gijón. Página izquierda: Still de Rheo: 5 horizons (2010), de Ryoichi Kurokawa. Cortesía de LABoral, Gijón, España.
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216 prepared dc-motors, filler wire 1.0mm (2009-10), de Zimoun. © de la foto: Manuel Burgener. Cortesía de LABoral, Gijón, España.
una solución de compromiso, la ominosa exigencia: moderno, pero no demasiado». Nuestra primera aproximación exige otras preguntas: ¿qué propiedades tiene la música tonal, específicamente la tardorromántica, para adaptarse mejor a las exigencias de esa industria? Y, ¿cuál es el límite que Adorno imagina con ese «no demasiado»? Se han usado un puñado de términos: clichés, estandarización y catalogación de las formas musicales («asociaciones de tipo rítmico, melódico, armónico o de instrumentación, que a fuerza de uso reiterado han devenido estereotipos musicales dentro de la cultura occidental», de acuerdo con María de Arcos), para explicar la ligazón de algunos recursos sonoros con determinadas respuestas emocionales, pero la música atonal (sistematizada o no en el método dodecafónico), también puede estereotiparse en una relación estímulo-respuesta, como se ha demostrado en tantas ocasiones desde Krzysztof Penderecki. Los recursos tardorrománticos, entonces, desempeñan determinadas funciones: principalmente, las de la temporalización de la secuencia cinematográfica en pos de cierta direccionalidad o previsibilidad (el término, aunque preciso, no deja de ser metafórico). Una música escrita en un estilo tonal y en un cuadro de compases determinado da lugar a una anticipación sobre el momento en que ésta va a terminar o a hacer una pausa, y dicha anticipación se incorpora a nuestra
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percepción de la imagen. Así, la música ayuda a estructurar el tiempo de una secuencia cinematográfica, no sólo por las pulsaciones rítmicas, sino también por el fenómeno de expectativa de la cadencia,
en palabras de Michel Chion (citado por María de Arcos). Ahora podremos contestar una de nuestras primeras preguntas: la música aplicada al cine es estructural e ilustrativa. Es decir, su aparición o posicionamiento en determinadas zonas de una película es, en realidad, su columna vertebral –aunque supeditada, finalmente, al cuerpo fílmico entero. Si la música tonal cumple con mayor diligencia esta función, se debe a que está orientada a un fin, a que contiene una jerarquía funcional preestablecida: la tónica como eje gravitacional y su esquema cerrado de probabilidades. Así, el discurso fílmico, estructurado y acentuado por la música, puede disponer de introducciones, recapitulaciones y otras formas temporales, alcanzables a través del montaje, pero insuficientes para las pretensiones comunicativas (decodificables, desproblematizadas) de la industria cinematográfica. La dictadura del sincronismo se fortalece no sólo gracias a un perfeccionamiento técnico (el cine sonoro), sino a través del engranaje que construye con la música tonal –o incluso con la atonal o experimental a través de la captura funcional de sus efectos. Veremos, sin embargo, que las categorías de esa etapa –resumidas en el léxico adorniano con los términos radicalidad o modernidad, pero también conexión y, como sobrevolándolas, comercio o comercial–, con ellas los principios cine y música así como los valores de cada campo, se encuentran pulverizados o, por lo menos, desestructurados. Sostenemos que esta desestructuración sucede, en primera instancia, a través de las transformaciones de la música. Si el vínculo entre el cine convencional y la música tardorromántica “resolvió” un desfase cronológico mediante un artificio, la música –en el periodo en que aquel vínculo se estrechó– sufrió un proceso revolucionario. Lo que confirma el arcaísmo de la “resolución cinematográfica” (la
DOSSIER propia María de Arcos no duda en señalar que, en los albores del siglo XXI, «la música cinematográfica continúa aún cobijándose a la sombra del romanticismo»), pero también la separación radical de los principios que animan cada disciplina. Paradójicamente, el desarrollo revolucionado de la música terminó por enfrentarla con ciertas propiedades cinematográficas. Es decir, si la inclusión de música permitió la estructuración narrativa del cine en una época determinada, asistimos actualmente a la estructuración musical a través de las imágenes. La hipertrofia perceptiva cambia de orden, pero gana un aliado tan sutil como poderoso: la ubicuidad sonora, en un escenario que, se sabe, ha fragmentado las nociones de la modernidad (autores como Frederic Jameson lo han explicado a profundidad). Con ello, la noción de radicalidad se vuelve problemática y el «no demasiado» de Adorno se convierte en un sinsentido. ¿«No demasiado» respecto a qué límite?, ¿radical respecto a qué discurso dominante? Nos interesa volver, sin embargo, a nuestra noción de sincronismo partiendo, ahora, de la música. Para ello, tendremos que revisar brevemente las transformaciones de la música a partir de sus procesos de grabación-reproducción: desde el desarrollo de la primera tecnología fonográfica –con fines más archivísticos que musicales–, hasta su gradual generalización como artefacto de escucha, la música ha podido multiplicar y articular sus gimnasia figurativa. Diremos, como en otra oportunidad, «que el camino incesante de la ingeniería sonora, con la máxima fidelidad como utopía, conduce a la imagen o al menos, a la visualización y espacialización de la escucha», especialmente cuando se cruza con las teorías de la música concreta y la electroacústica. Así, los sonidos pueden desdoblarse, autonomizarse, dejar de remitir a los instrumentos que los producen, inaugurando dimensiones musicales sin territorio aparente. Lo que Murray Schafer llama «esquizofonía». Es decir, que el paraje que representa el fonógrafo para el principio-música abre un hiato tan profundo como el del proyector cinematográfico para el principio-cine. Y que ambos artilugios, al intentar confundir las propiedades de sus disciplinas, no hacen más que suturar sus efectos. La música se vale de la cinematografía de la misma forma que el cine de las nociones musicales: para trazar un camino de preaudibilidad. La cadencia, el ritmo deviene imágenes-que-se-desplazan y, con ellas, igualmente se cierran las posibilidades de escucha: su ambivalencia y multivocidad, su sustancia «abierta, espaciada y espaciadora» (Nancy) se ve de pronto reducida a un único canal de escucha: el que, a través de un dispositivo tecnológico, imita a la cinematografía. La música, sin embargo, por su discurrir hiperacelerado, por su cualidad de inacabamiento como término activo, puede escapar con mayor facilidad a determinadas prefiguraciones. Esta volatilidad muestra que cualquier intento de fijar la música en una posición de funcionalidad o aplicabilidad –respecto a otras disciplinas o consigo misma– es un ejercicio inútil. Que su sincronía con los principios del cine –o con sus propios principios imitando a los del cine–, no puede lograrse más que recurriendo a una fuerza violenta. Por eso, Lacombe y Porcile hablan de una dictadura. Por eso, también, es la música la que puede desestructurarla. Desde los Lumière, ésta ha dibujado un trazo tan complejo hasta alcanzar, como en un arco imposible, la propia imaginería del cine. Los soundtracks continúan llenándose de polvo. ¿Qué resta? Establecer dos principios que defenderemos como novísimos: la música es ciega y, más importante, el cine sigue
siendo mudo. O mejor: la música debe confirmar, a cada paso, su profunda ceguera, pero el cine debe encontrar una nueva mudez. Nuevas cualidades del silencio. Y, aunque pervivan radicalmente separadas, deben encontrar nuevas formas no de sincronizarse sino de comparecer, de ser-en-común sin devenir obra, sin estrechar sus principios en una hipertrofia funcional. No hay prohibiciones reaccionarias contra la música pregrabada (Dogma 95), concreta o electroacústica, sino una base de no-subordinación: los principios cine y música discurren a pesar y por los dispositivos tecnológicos que los reproducen y encuentran a su paso nuevos lazos políticos, los territorios desde donde emanciparse. I
Detalle de un still de 20hz (2011), de Semiconductor (Ruth Jarman y Joe Gerhart). Cortesía de LABoral, Gijón, España.
Referencias: Adorno, Theodor W. y Hanns Eisler. El cine y la música. Fundamentos, Madrid, 2003. Arcos, María de. Experimentalismo en la música cinematográfica. FCE, Madrid, 2006. García Pérez, Guillermo. “El espectáculo sonoro”. La Tempestad, número 84, Monterrey/México, mayo-junio de 2012. Jankélévitch, Vladimir. La música y lo inefable. Alpha Decay, Barcelona, 2005. Maconie, Robin. La música como concepto. Acantilado, Barcelona, 2007. Nancy, Jean-Luc. La comunidad desobrada. Arena, Madrid, 2001.
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Hacia un tercer cine Presentación
Cuando Hacia un tercer cine se publica por primera vez (revista Tricontinental, La Habana, octubre de 1969) el Grupo Cine Liberación ya había alcanzado repercusión mundial con su documental La hora de los hornos (1968): este filme había sido rodado clandestinamente en la Argentina, en tiempos de dictadura militar, por un joven publicista de clase acomodada (Fernando Solanas) y un joven inmigrante español, obrero y sindicalista, devenido en escritor –había ganado el Premio Casa de las Américas con un libro de cuentos– y estudiante de cine (Octavio Getino). Ambos eran peronistas “de izquierda”. La propuesta del “tercer cine” tuvo una importante repercusión en todo el mundo –que, inclusive, llega hasta nuestros días (mayormente, en el ámbito académico)–, principalmente a partir de la publicación del manifiesto; sin embargo, el concepto ya había sido esbozado por Solanas y Getino en un reportaje que les hiciera la revista Cine Cubano, en marzo de 1969. Getino y Solanas esquematizan tres tipos de cine: el “primer cine”, tanto el cine proveniente de Hollywood, como todo aquel cine industrial que adoptara su modo de producción y su sistema de ideas y valores (“capitalista”, “burgués”, “imperialista”); el “segundo cine”, básicamente, el cine de autor, es decir, un cine con cierta independencia creativa, pero que permanecía dentro del “sistema capitalista”; y finalmente, el “tercer cine”, es decir, la cinematografía que estaba al servicio de la “liberación” de los países latinoamericanos, de los pertenecientes al “Tercer mundo” (todos ellos “neocolonizados”) y de los movimientos contestatarios del “Primer mundo” –no es casualidad el número “tres” en épocas de “terceros mundos”, de dialéctica marxista-hegeliana (y sus tres momentos: tesis, antítesis y síntesis), de “terceras posiciones” (tal como planteaba el peronismo) y de nacionalismos latinoamericanos que querían estar equidistantes tanto de capitalismos como de comunismos (el “Segundo mundo”). Roque González Durante un breve pero intenso periodo, en el cambio de década de los sesenta y los setenta, Octavio Getino (1935-2012) y Fernando Solanas (1936), crearon una obra militante, fílmica y escrita, que perseguía aportar el grano de arena de los cineastas para la revolución. Solanas siguió haciendo cine y además ha hecho una carrera política que lo ha llevado hacia el neoliberalismo; Getino, quien permaneció en la izquierda, escribió una amplia e importante obra de investigación y ensayo sobre cine e industrias culturales, incluido allí el turismo.
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Fragmentos de
Hacia un tercer cine
Apuntes y experiencias para el desarrollo de un cine de liberación en el tercer mundo1 por Octavio Getino y Fernando E. Solanas
...hay que descubrir, hay que inventar… Frantz Fanon No hace mucho tiempo parecía una aventura descabellada la pretensión de realizar en los países colonizados y neocolonizados un cine de descolonización. Hasta ese entonces el cine era sólo sinónimo de espectáculo o divertimiento: objeto de consumo. En el mejor de los casos, estaba condicionado por el sistema o condenado a no trascender los márgenes de un cine de efectos, nunca de causas. Así, el instrumento de comunicación más valioso de nuestro tiempo estaba destinado a satisfacer exclusivamente los intereses de los poseedores del cine, es decir, de los dueños del mercado mundial del cine, en su inmensa mayoría estadounidenses. ¿Era posible superar esa situación? ¿Cómo abordar un cine de descolonización si sus costos ascendían a varios millones de dólares y los canales de distribución y exhibición se hallaban en manos del enemigo? ¿Cómo asegurar la continuidad de trabajo? ¿Cómo llegar con este cine al pueblo? ¿Cómo vencer la represión y la censura impuestas por el sistema? Las interrogantes que podrían multiplicarse en todas las direcciones, conducían y todavía conducen a muchos al escepticismo o a las coartadas. «No puede existir un cine revolucionario antes de la revolución»; «el cine revolucionario sólo ha sido posible en países liberados»; «sin el respaldo del poder político revolucionario resultan imposibles un cine o un arte de la revolución». El equívoco nacía del hecho de seguir abordando la realidad y el cine a través de la misma óptica con que los manejaba la burguesía. No se planteaban otros modelos de producción, distribución y exhibición que no fuesen los proporcionados por el cine americano porque se había llegado, aun a través del cine, a una diferenciación neta de la ideología y la política burguesas. Una política reformista traducida en el diálogo con el adversario, en la coexistencia, en la supeditación de las contradicciones nacionales o las contradicciones entre los bloques presuntuosamente únicos, la URSS y los Estados Unidos, y que no puede alentar otra
cosa que un cine destinado a insertarse en el sistema, cuanto más a ser el ala “progresista” del cine del sistema; a fin de cuentas condenado a esperar que el conflicto mundial se resuelva pacíficamente en favor del socialismo para cambiar entonces cualitativamente de signo. Las tentativas más audaces de aquellos que intentaron conquistar la fortaleza del cine oficial, terminaron, como bien dice Godard, «en quedar atrapados en el interior de la fortaleza». Pero las interrogantes aparecían como algo promisorio, surgían de una situación histórica nueva a la que el hombre de cine, como suele ocurrir con las capas ilustradas de nuestros países, llegaba con cierto atraso: diez años de Revolución cubana, la epopeya de la lucha vietnamita, el desarrollo de un movimiento de liberación mundial cuyo motor se asienta en los países del Tercer Mundo: vale decir, la existencia de masas a nivel mundial revolucionadas se convertía en el hecho sustancial sin el cual aquellas interrogantes no podían haber sido planteadas. Una situación histórica nueva a un hombre nuevo, naciendo a través de la lucha antiimperialista, demandaba también una actitud nueva y revolucionaria a los cineastas de nuestros países e incluso de las metrópolis imperialistas. […] I. Lo de ellos y lo de nosotros Un profundo debate sobre el papel del intelectual y el artista en la liberación enriquece hoy perspectivas de la labor intelectual en todo el mundo. Este debate oscila, sin embargo, entre dos polos, aquel que 1
Debido al tamaño del texto nos vimos obligados a presentar sólo
fragmentos del manifiesto que den cuenta de sus líneas generales. Respetamos el uso de fuentes del original aunque no coincide con el manejo de las fuentes en la revista. Para más información sobre este texto sugerimos leer “El Grupo Cine Liberación y el manifiesto ‘Hacia un tercer cine’”, de Roque González, publicado en nuestra edición web. [Nota de la redacción].
Para ilustrar el manifiesto fílmico de Getino y Solanas, seleccionamos una serie de carteles de películas latinoamericanas que van en consonancia con el espíritu revolucionario del texto. Página izquierda: El tigre saltó y mató, pero morirá… morirá… (Cuba, 1973), de Santiago Álvarez. ©Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos
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Texto recuperado propone supeditar toda la capacidad intelectual de trabajo a una función específicamente política o política-militar negando perspectivas a toda actividad artística con la idea de que tal actividad resulta indefectiblemente absorbida por el sistema, y aquel otro sostenedor de una dualidad en el seno del intelectual: por un lado “la obra de arte”, “el privilegio de la belleza”, arte y belleza no necesariamente vinculados a las necesidades del proceso político revolucionario, y por otro lado un compromiso político que radica por lo común en la firma de ciertos manifiestos antiimperialistas. En los hechos, la desvinculación de la política del arte. Estos polos se apoyan a nuestro entender en dos emisiones: primero, la de concebir la cultura, la ciencia, el arte, el cine, como términos unívocos y universales, y segunda la de no tener suficientemente claro que la revolución no arranca con la conquista del poder político al imperialismo y la burguesía sino desde que las masas intuyen la necesidad del cambio y sus vanguardias intelectuales, a través de múltiples frentes, comienzan a estudiarlo y realizarlo. Cultura, arte, cine, responden siempre a los intereses de clases en conflicto. En la situación neocolonial compiten dos concepciones de la cultura, del arte, de la ciencia, del cine: la dominante y la nacional. Y esta situación persistirá en tanto rija el estado de colonia y semicolonia. Aun, la dualidad sólo podrá superarse para alcanzar categoría única y universal cuando los mejores valores del hombre pasen de la prescripción a la hegemonía, cuando se universalice la liberación del hombre. Mientras tanto, existe una cultura nuestra y una cultura de ellos. Nuestra cultura, en tanto impulsa hacia la emancipación, seguirá siendo, hasta que esto se concrete, una cultura de subversión y por ende llevará consigo un arte, una ciencia y un cine de subversión. La falta de conciencia sobre estas dualidades lleva por lo común al intelectual a abordar las expresiones artísticas o científicas tales como ellas fueron universalmente concebidas por las clases que dominan el mundo introduciéndole cuando más algunas correcciones. No se profundiza suficientemente en un teatro, en una arquitectura, en una medicina, en una psicología, en un cine de la revolución. En una cultura de y para nosotros. El intelectual se inserta en cada uno de esos hechos tomando como una unidad a corregir desde el seno del hecho mismo, no desde afuera con modelos y métodos propios y nuevos. Un astronauta o un ranger moviliza todos los recursos científicos del imperialismo. Psicólogos, médicos, políticos, sociólogos, matemáticos e incluso artistas son lanzados al estudio de aquello que sirva, desde distintas especialidades o frentes de trabajo, a la preparación de mi vuelo orbital o la matanza de vietnamitas, cosas, en definitiva, que satisfacen por igual las necesidades del imperialismo. En Buenos Aires el ejército erradica “villas miserias” y construye en su lugar “poblados estratégicos”, urbanísticamente preparados para facilitar una intervención militar cuando llegue el caso. Las organizaciones de masas, por su parte, carecen de frentes sólidamente especializados no ya en la medicina, en la ingeniería, en la psicología, en el arte, en el cine nuestro, de la revolución. […] II. Dependencia y colonización cultural La lucha antiimperialista de los pueblos del Tercer Mundo y de sus
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Morazán: la primera zona liberada (El Salvador, 1980), del Colectivo Cero a la izquierda (Guillermo Escalón y Manuel Sorto). ©Colectivo Cero a la izquierda.
equivalentes en el seno de las metrópolis constituye hoy por hoy el ojo de la revolución mundial. Tercer Cine es para nosotros aquel que reconoce en esa lucha la más gigantesca manifestación cultural, científica y artística de nuestro tiempo, la gran posibilidad de construir desde cada pueblo una personalidad liberada: la descolonización de la cultura. La cultura de un país neocolonizado, al igual que el cine, son sólo expresiones de una dependencia global generadora de modelos y valores nacidos de las necesidades de la expansión imperialista. «Para imponerse, el neocolonialismo necesita convencer al pueblo del país dependiente de su inferioridad. Tarde o temprano el hombre inferior reconoce al hombre con mayúsculas; ese reconocimiento significa la destrucción de sus defensas. Si quieres ser hombre, dice el opresor, tienes que ser como yo, hablar mi mismo lenguaje, negarte en lo que eres, enajenarte en mí. Ya en el siglo XVII los misioneros jesuitas proclamaban la aptitud del nativo (en el sur de América) para copiar las obras de arte europeas. Copista, traductor, intérprete, cuando más espectador, el intelectual neocolonizado será siempre empujado a no asumir su posibilidad. Crece entonces la inhibición, el desarraigo, la evasión, el cosmopolitismo cultural, la imitación artística, los agobios metafísicos, la traición al país»2. La cultura se hace bilingüe «no por el uso de una doble lengua, sino por la colindancia de dos patrones culturales de pensamiento. Uno el nacional, el del pueblo, y otro extranjerizante, el de las clases supeditadas al exterior. La admiración de las clases supeditadas al exterior. La admiración que las clases altas profesan a Estados Unidos o Europa es el cupo indiviso de su doblegamiento. Con la colonización de las clases superiores la cultura del imperialismo introduce indirectamente en las masas conocimientos no fiscalizables»3. Del mismo modo que no es dueño de la tierra que pisa, el pueblo neocolonizado tampoco lo es de las ideas que lo envuelven. Conocer la realidad nacional supone adentrarse en la maraña de mentiras y confusiones originadas en la dependencia. El intelectual está obligado a no pensar espontáneamente; si lo hace corre por lo común el riesgo de pensar en francés o en inglés, nunca en el idioma de una cultura propia, que al igual que el proceso de liberación nacional y social, es aún confusa e incipiente. Cada dato, cada información, cada concepto, todo lo que oscila a nuestro alrededor es una armazón de espejismo nada fácil de desarticular.
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[…] Si en la situación abiertamente colonial la penetración cultural es el complemento de un ejército extranjero de ocupación, en los países neocoloniales, durante ciertas etapas aquella penetración asume una prioridad mayor. «Sirve para institucionalizar y hacer pensar como normal la dependencia. El principal objetivo de esta deformación cultural es que el pueblo no conciba su situación de neocolonizado ni aspire a cambiarla. De esta forma la colonización pedagógica sustituye con eficacia a la policía colonial»4. Las mass communications tienden a completar la destrucción de una conciencia nacional y de una subjetividad colectiva en vías de esclarecimiento, destrucción que se inicia apenas el niño accede a las formas de información, enseñanza y cultura dominantes. En la Argentina, 26 canales de televisión, un millón de aparatos receptores, más de 50 emisoras de radio, centenares de diarios, periódicos y revistas, millares de discos, filmes, etc., unen su papel aculturante de colonización del gusto y las conciencias al proceso de enseñanza neocolonial abierto en el primario y completado en la universidad. «Para el neocolonialismo las mass communications son más eficaces que el napalm. Lo real, lo verdadero, lo racional, están al igual que el pueblo al margen de la ley. La violencia, el crimen, la destrucción pasan a convertirse en la paz, el orden, la normalidad»5. La verdad entonces equivale a la subversión. Cualquier forma de expresión o de comunicación que trate de mostrar la realidad nacional, es subversión. Penetración cultural, colonización pedagógica, mass communications, confluyen hoy en un desesperado esfuerzo para absorber, neutralizar o eliminar toda expresión que responda a una tentativa de
descolonización. Existe de parte del neocolonialismo un serio intento de castrar, digerir las formas culturales que nazcan al margen de sus proposiciones. Se intenta quitarles aquello que las haga eficaces y peligrosas: se trata en suma de despolitizar. Vale decir, desvincular la obra de las necesidades de la lucha por la emancipación nacional. Ideas como «la belleza es en sí revolucionaria», o «todo cine nuevo es revolucionario», son aspiraciones idealistas que no afectan el estatuto neocolonial, en tanto siguen concibiendo el cine, el arte y la belleza como abstracciones universales y no en su estrecha vinculación con los procesos nacionales de descolonización. Toda tentativa de contestación incluso virulenta, que no sirva para movilizar, agitar, politizar de una u otra manera a capas del pueblo, armarlo racional y sensiblemente para la lucha, lejos de intranquilizar al sistema, es recibida con indiferencia y hasta con agrado. La virulencia, el inconformismo, la simple rebeldía, la insatisfacción, son productos que se agregan al mercado, compra y venta capitalistas, objetos de consumo. Sobre todo en una situación donde la burguesía necesita incluso una dosis más o menos cotidiana de shock y elementos excitantes de violencia controlada6, es decir, de aquella violencia que al ser absorbida por el sistema queda reducida 2
La hora de los hornos (“Neocolonialismo y violencia”).
3
Juan José Hernández Arregui, Imperialismo y cultura.
4
La hora de los hornos (“Neocolonialismo y violencia”).
5
Ibid.
6
Obsérvese la nueva costumbre de algunos grupos de la alta burguesía
romana y parisiense, dedicados a viajar a Saigón los fines de semana para ver de cerca la ofensiva del Vietcong.
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Texto recuperado Puerto Rico (Cuba, 1975), de Fernando Pérez y Jesús Díaz. ©Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos.
palabras, las acciones dramáticas, las imágenes a los lugares donde puedan cumplir un papel revolucionario, donde sean útiles, donde se conviertan en armas de lucha»8. Insertar la obra como hecho original en el proceso de liberación, ponerla antes que en función del arte en función de la vida misma, disolver la estética en la vida social; éstas y no otras son a nuestro parecer las fuentes a partir de las cuales, como diría Fanon, habrá de ser posible la descolonización, es decir, la cultura, el cine, la belleza, al menos, lo que más nos importa, nuestra cultura, nuestro cine y nuestro sentido de la belleza.
a estridencia pura. Ahí están las obras de una plástica socializante gozosamente codiciadas por la nueva burguesía para la decoración de sus iracundias, vanguardismo, ruidosamente aplaudidas por las clases dominantes: la literatura de escritores progresistas preocupados en la semántica y en el hombre al margen del tiempo y el espacio, dando visos de amplitud democrática a las editoriales y a las revistas del sistema; el cine de “contestación” promocionado por los monopolios de la distribución y lanzado por las grandes bocas de salida comerciales. «En realidad el área de protesta permitida del sistema es mucho mayor que la que él mismo admite. De este modo les da a los artistas la ilusión de que ellos están actuando contra el sistema al traspasar más allá de ciertos límites estrechos y no se dan cuenta de que el arte antisistema puede ser absorbido y utilizado por el sistema, tanto como freno, como autocorrección necesaria»7. Todas estas alternativas “progresistas”, al carecer de una conciencia de la instrumentalización de lo nuestro para nuestra liberación concreta, al carecer en suma de politización, pasan a convertirse en la izquierda del sistema, el mejoramiento de sus productos culturales. Estarán condenadas a realizar lo mejor de izquierda que hoy puede admitir la derecha y servirá tan sólo a la sobrevivencia de ésta. «Restituir las
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III. Los modelos cinematográficos neocoloniales en Argentina: primer y segundo cine Una cinematografía, al igual que una cultura, no es nacional por el solo hecho de estar planteada dentro de determinados marcos geográficos, sino cuando responde a las necesidades particulares de liberación y desarrollo de cada pueblo. El cine hoy dominante en nuestros países, construidos de infraestructuras y superestructuras dependientes, causas de todo subdesarrollo, no puede ser otra cosa que un cine dependiente, y en consecuencia, un cine alienado y subdesarrollado. Si en los inicios de la historia –o prehistoria– del cine podía hablarse de un cine alemán, de un cine italiano, de un cine sueco, etc., netamente diferenciados y respondiendo a características culturales nacionales, hoy tales diferencias, al límite, no existen. Las fronteras se esfumaron paralelamente a la expansión del imperialismo yanqui y al modelo de cine que aquel, dueño de la industria y de los mercados, impondría: el cine americano. Resulta difícil en nuestros tiempos distinguir dentro del cine comercial y aun en gran parte del llamado “cine de autor”, una obra que escapa a los modelos del cine americano. El dominio de éste es tal que incluso los films “monumentales” de la cinematografía reciente de muchos países socialistas, son a su vez monumentales ejemplos de la sumisión a todas las proposiciones impuestas por los modelos hollywoodenses, que como bien diría Glauber Rocha, dieron lugar a un cine de imitación. La inserción del cine en los modelos americanos, aunque 7
Irwin Silver, USA: La alienación de la cultura.
8
Grupo Plásticos de Vanguardia, Argentina.
Texto recuperado sólo sea en el lenguaje, conduce a una adopción de ciertas formas de aquella ideología que dio como resultado ese lenguaje y no otro, esa concepción de la relación obra-espectador, y no otra. La apropiación mecanicista de un cine concebido como espectáculo, destinado a su difusión en grandes salas, con un tiempo de duración estandarizado, con estructuras herméticas que nacen, crecen y mueren dentro de la pantalla, además de satisfacer los intereses comerciales de los grupos productores, llevan también a la absorción de formas de la concepción burguesa de la existencia, que son la continuidad del arte ochocentista, del arte burgués: el hombre sólo es admitido como objeto consumidor y pasivo: antes que serle reconocida su capacidad para construir la historia, sólo se le admite leerla, contemplarla, escucharla, padecerla. La existencia humana y el devenir histórico quedan encerrados en los marcos de un cuadro, en el escenario de un teatro, entre las tapas de un libro, en los estrechos márgenes de proyección. Tal concepción es el punto más alto al que han arribado las expresiones artísticas de la burguesía. Y a partir de aquí, la filosofía del imperialismo (el hombre: objeto deglutidor) se conjuga maravillosamente con la obtención de plusvalía (el cine: objeto de venta y consumo). Es decir: el hombre para el cine y no el cine para el hombre. Impera entonces un cine tabulado por analistas motivacionales, pulsado por sociólogos y psicólogos, por los eternos investigadores de los sueños y las frustraciones de las masas, destinado a vender la vida en película: la vida como en el cine, la realidad tal como es concebida por las clases dominantes. El cine americano impone, desde esta filosofía, no sólo sus modelos de estructura y lenguaje, sino también modelos industriales, modelos comerciales, modelos técnicos. Una cámara de 35 mm, 24 cuadros por segundo, lámparas de arco, salas comerciales para espectadores, producción estandarizada, castas de cineastas, etc., son hechos nacidos para satisfacer las necesidades culturales y económicas no de cualquier grupo social, sino las de uno en particular: el capital financiero americano. Al lado de esta industria y de sus estructuras de comercialización, nacen las instituciones del cine, los grandes festivales, las escuelas oficiales y, colateralmente, las revistas y críticos que la justifican y complementan. Estamos ante el andamiaje del primer cine, del cine
dominante, aquel que desde las metrópolis se proyecta sobre los países dependientes y encuentra en éstos sus obsecuentes continuadores. Pero a diferencia de lo que ocurre en las regiones dominantes, en Argentina la industria cinematográfica es una industria raquítica, como raquíticas son sus posibilidades de desarrollo. Una industria que como tal, en el marco de una economía independiente, importa menos que la de la fabricación de escarbadientes. El cine importa aquí, más que como industria generadora de ideología, como transmisor de determinada información, sustentado, entre otras cosas, en formas industriales casi rudimentarias. La primera alternativa del primer cine nace en nuestro país con el llamado “cine de autor”, “cine expresión”, o “nuevo cine”. Este segundo cine significa un evidente progreso en tanto reivindicación de la libertad de autor para expresarse de manera no estandarizada, en tanto apertura o intento de descolonización cultural. Promueve no sólo una nueva actitud, sino que aporta un conjunto de obras que en su momento constituyeron la vanguardia del cine argentino, realizadas por [Hugo] del Carril, [Leopoldo] Torre Nilsson, [Fernando] Ayala, [Simón] Feldman, [Lautato] Murúa, [David José] Kohon, [Rodolfo] Kuhn y Fernando Birri que, con Tire dié, inaugura el documentalismo testimonial argentino.
La sangre del cóndor (Yawar mallku, Bolivia, 1969), de Jorge Sanjinés. ©Ukamau Limitada.
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El segundo cine comenzó a generar sus propias estructuras: formas de distribución y canales propios de exhibición (en su mayoría cineclubes o cines de arte, etc.), como también ideólogos, críticos y revistas especializadas. Por otra parte generó también una equívoca ambición: la de aspirar a un desarrollo de estructuras propias que compitieran con las del primer cine, en una utópica aspiración de dominar la “gran fortaleza”. Esta tentativa reformista, típica manifestación del desarrollismo, expresada en el intento de desarrollar una industria del cine (independiente o pesada) como manera de salir del subdesarrollo cinematográfico, condujo a importantes capas del segundo cine a quedar mediatizadas por los condicionamientos ideológicos y económicos del propio sistema. Así ha nacido un cine abiertamente institucionalizado o presuntamente independiente, que el sistema necesita para decorar de “amplitud democrática” sus manifestaciones culturales. De esta manera buena parte del segundo cine, y ello es muy evidente en el caso de Argentina y de las metrópolis, ha quedado reducida a una serie de grupúsculos que viven pensándose a sí mismos ante el reducido auditorio de las élites diletantes. La lucha por proponer estructuras paralelas a las del sistema en un afán de dominar aquellas, o las presiones sobre los organismos oficiales para obtener el cambio de “un funcionario malo” por “uno progresista”, los embates contra las leyes censura y todas aquellas que hacen a una política de reformas, han demostrado, dadas las actuales circunstancias
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políticas, su absoluta incapacidad para modificar sustancialmente las relaciones vigentes de fuerzas. Y si no lo han demostrado aún en ciertos países, todo hace presuponer que ello ocurrirá en plazos más o menos previsibles. Al menos si ubicamos al cine dentro de la perspectiva histórica de las regiones neocolonizadas. El planteamiento de una política de presiones que permite imprimir cambios sustanciales en las estructuras del sistema podría ser viable en situaciones con regímenes en posibilidad de aflojar o conceder. Pero ese no es ya el caso de América Latina ni de los países no liberados del Tercer Mundo. Las perspectivas históricas no van aquí hacia un aflojamiento de la política represiva, sino hacia un incremento de aquella. En la Argentina se permitió una “universidad… autónoma”, en tanto la universidad no incubara nada que alterase el orden neocolonial; no existía censura en tanto que no había nada para censurar; no existía representación en tanto nadie evidenciaba su voluntad y capacidad de combatir seriamente al sistema. Pero esa no es ya nuestra situación. La fachada de la democracia burguesa hace tiempo se ha derrumbado. La violencia, la tortura, la represión brutal, la muerte, son hechos que crecerán y se multiplicarán en esta guerra larga hacia la liberación nacional y social latinoamericana. O bien, se los asume o se los ignora, que es también una manera de asumirlos pero desde el lado adverso. […]
Texto recuperado La hora de los hornos (Argentina, 1968), de Fernando Solanas y Octavio Getino. ©Grupo Cine Libración / Cinesur S.A.
sino el que intenta incidir en ella ya sea como elemento impulsor o rectificador. No es simplemente cine-testimonio, ni cine-comunicación, sino ante todo cine-acción. […]
VII. Cine-acción No hay posibilidad de acceso al conocimiento de una realidad en tanto no exista una acción sobre esa realidad, en tanto no se realiza una acción tendiente a transformar, desde cada frente de lucha, la realidad que se aborda. Aquello tan conocido de Marx, merece ser repetido a cada instante: no basta interpretar el mundo, ahora se trata de transformarlo. A partir de esta actitud queda al cineasta descubrir su propio lenguaje, aquel que surja de su visión militante y transformadora y del carácter del tema que aborde. A este respecto cabe señalar que aún perduran en ciertos cuadros políticos viejas posiciones dogmáticas que sólo pretenden del cineasta o del artista una visión apologética de la realidad, acorde más con lo que “se desearía” idealmente que con lo que “es”. Estas posiciones, que en el fondo esconden una desconfianza sobre las posibilidades de la realidad misma, han llevado en ciertos casos a utilizar el lenguaje cinematográfico como mera ilustración idealizada de un hecho, a querer restarle a la realidad sus profundas contradicciones, su riqueza dialéctica, que es la que puede proporcionar a un film belleza y eficacia. La realidad de los procesos revolucionarios en todo el mundo, pese a sus aspectos confusos y negativos, posee una línea dominante, una síntesis lo suficientemente rica y estimulante como para no esquematizarla con visiones parcializadas o sectarias. Cine panfleto, cine didáctico, cine informe, cine ensayo, cine testimonial, toda forma militante de expresión es válida y sería absurdo dictaminar normas estéticas de trabajo. Recepcionar del pueblo todo, proporcionarle lo mejor, o como diría el Che, respetar al pueblo dándole calidad. Convendría tener esto en cuenta frente a aquellas tendencias latentes siempre en el artista revolucionario de rebajar la investigación y el lenguaje de un tema a una especie de neopopulismo, a planos que si bien pueden ser aquellos en que se mueven las masas, no las ayudan a desembarazarse de las rémoras dejadas por el imperialismo. La eficacia obtenida por las mejores obras de un cine militante demuestran que capas consideradas como atrasadas están suficientemente aptas para captar el exacto sentido de una metáfora de imágenes, de un efecto de montaje, de cualquier experimentación lingüística que esté colocada en función de determinada idea. Por otra parte el cine revolucionario no es fundamentalmente aquel que ilustra y documenta o fija pasivamente una situación,
XIII. Categorías del tercer cine El hombre del tercer cine, ya sea desde un cine-guerrilla, o un cineacto, con la infinidad de categorías que contienen (cine-carta, cinepoema, cine-ensayo, cine-panfleto, cine-informe, etc.), opone ante todo, al cine industrial, un cine artesanal; al cine de individuos, un cine de masas; al cine de autor, un cine de grupos operativos; al cine de desinformación neocolonial, un cine de información; a un cine de evasión, un cine que rescate la verdad; a un cine pasivo, un cine de agresión; a un cine institucionalizado, un cine de guerrillas; a un cine espectáculo, un cine de acto, un cine acción; a un cine de destrucción, un cine simultáneamente de destrucción y de construcción; a un cine hecho para el hombre viejo, para ellos, un cine a la medida del hombre nuevo: la posibilidad que somos cada uno de nosotros. La descolonización del cineasta y del cine serán hechos simultáneos en la medida que uno y otro aporten a la descolonización colectiva. La batalla comienza afuera contra el enemigo que nos está agrediendo, pero también adentro, contra el enemigo que está en el seno de cada uno. Destrucción y construcción. La acción descolonizadora sale a rescatar en su praxis los impulsos más puros y vitales; a la colonización de las conciencias opone la revolución de las conciencias. El mundo es escudriñado, redescubierto. Se asiste a un constante asombro, una especie de segundo nacimiento. El hombre recupera su primera ingenuidad, su capacidad de aventura, su hoy aletargada capacidad de indignación. Liberar una verdad proscrita significa liberar una posibilidad de indignación, de subversión. […] Somos conscientes que con una película, al igual que con una novela, un cuadro o un libro, no liberamos nuestra patria, pero tampoco la liberan ni una huelga, ni una movilización, ni un hecho de armas, en tanto actos aislados. Cada uno de estos o la obra cinematográfica militante, son formas de acción dentro de la batalla que actualmente se libra. La efectividad de uno u otro no puede ser calificada apriorísticamente, sino a través de su propia praxis. Será el desarrollo cuanti y cualitativo de unos y otros, lo que contribuirá en mayor o menor grado a la concreción de una cultura y un cine totalmente descolonizados y originales. Al límite diremos que una obra cinematográfica puede convertirse en un formidable acto político, del mismo modo que un acto político, puede ser la más bella obra artística: contribuyendo a la liberación total del hombre. ¿Por qué un cine y no otra forma de comunicación artística? Si elegimos el cine como centro de proposiciones y debate, es porque este es nuestro frente de trabajo; además porque el nacimiento del tercer cine significa, al menos para nosotros, el acontecimiento cinematográfico más importante de nuestro tiempo. I Agradecemos a Susana Velleggia por autorizarnos a publicar estos fragmentos.
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Críticas
crítica
El acto de matar de Joshua Oppenheimer, Christine Cynn y un director indonesio anónimo The Act of Killing, Dinamarca / Noruega / Reino Unido, 2012, 159 min.
La anécdota es bien conocida. Stanley Kubrick tuvo, durante varios años, el proyecto de realizar una película sobre el Holocausto. De hecho, a mediados de los años 70, el director de Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) entró en contacto con el cuentista/novelista judío Isaac Bashevis Singer para proponerle la escritura de un guión. El futuro Nobel de Literatura declinó graciosamente, afirmando que no sabía gran cosa del tema y que, además, no tenía idea cómo tratarlo. Años después, a inicios de los 90, Kubrick se topó con la novela autobiográfica de Louis Begley, Mentiras en tiempo de guerra (1991), sobre un niño y su tía, sobrevivientes del Holocausto. Kubrick inició la preproducción de la película, pero ante el estreno y posterior éxito de crítica y público de la multioscareada La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, 1993), detuvo sus planes, dejó de lado ese proyecto y pasó a realizar la que sería su última cinta: Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shot, 1999). ¿Se puede representar el horror? Precisamente durante la filmación de Ojos bien cerrados, Kubrick platicó abiertamente sobre el tema. Al conversar de ese proyecto nunca realizado con su guionista Frederic Raphael, Kubrick confesó sus razones, temores y dudas al respecto. Para entonces, el cineasta estaba convencido de que era imposible hacer una película de ficción sobre el Holocausto. Cuando Raphael le recordó la reciente cinta spielbergiana, Kubrick contestó, palabras más, palabras menos: «La lista de Schindler no trata de los seis millones de judíos que murieron, sino de unos 600 que se salvaron. Es una historia de éxito». La duda kubrickana se puede resumir en la siguiente pregunta: ¿se puede representar el genocidio? Y, luego, se podría agregar: si es posible esta representación cinematográfica, ¿desde qué perspectiva hacerla?, ¿desde el papel de las víctimas o de los victimarios?, ¿o desde una posición “objetiva”, si es que esto es posible? Y más aún: aunque se pueda representar el genocidio, ¿se debe hacerlo? Y el cineasta que decida tocar el tema, ¿tiene alguna responsabilidad ética en ello? Es decir, ¿se vale crear un espectáculo a partir del asesinato de millones de personas?
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Claude Lanzmann, en su obra maestra documental Shoah (197685), le encontró la cuadratura al círculo tomando una decisión ética que terminó siendo, inevitablemente, estética y estilística. El filme, de nueve horas de duración, no muestra una sola imagen histórica del Holocausto: ni una sola fotografía, ni un solo fragmento documental de la época, ni una sola reconstrucción ficticia de los acontecimientos. Los seis millones de muertos son recordados a través de los testimonios de los sobrevivientes: de las víctimas y también de los victimarios. De los criminales y de sus cómplices, pero también, de ese puñado de sobrevivientes que decidieron hablar, hablar y seguir hablando. La representación del horror se logra, entonces, a través de la palabra, escuchada y luego interpretada/imaginada por cada espectador. ¿La anti-Shoah? El acto de matar, segundo largometraje documental de la pareja creativa formada por los estadounidenses Joshua Oppenheimer y Christine Cynn (The Globalisation Tapes, 2003) está ubicada en otro extremo. Podría ser entendida, acaso, como la anti-Shoah. Desechando las dudas kubrickianas –¿se puede/debe hacer una película sobre las víctimas de un genocidio?– y tomando una posición radicalmente distinta a la de Lanzmann, he aquí que Oppenheimer/Cynn nos muestran la provocadora crónica de otro genocidio, mucho menos conocido que el judío de la Segunda Guerra Mundial. En 1965, después de un fallido golpe de Estado en Indonesia, alrededor de un millón de “comunistas” –en realidad, sindicalistas,
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crítica
opositores, rebeldes y cualquier otro que se atravesara en el camino– fueron asesinados brutal y sistemáticamente por grupos de paramilitares, gánsteres y fuerzas del gobierno de Achmed Sukarno. En Shoah, algunos de los viejos nazis –el repugnante Franz Suchomel, por ejemplo– fueron entrevistados y grabados por Claude Lanzmann con una cámara escondida. Estaban dispuestos a hablar, sí, pero eran muy precavidos. No presumían sus crímenes o, por lo menos, no se animaban a hacerlo públicamente. En contraste, los genocidas de El arte de matar están orgullosos de todo lo que hicieron. Más aún: quienes los rodean –medios de comunicación, funcionarios públicos, partido en el gobierno, prominentes empresarios, influyentes periodistas, parte de la población– los tratan como héroes nacionales. Son gánsteres –“hombres libres” los llaman y se llaman a sí mismos– a quienes la sociedad indonesia “les debe”, entre otras cosas, “la libertad” en la que se vive. Por eso, no tienen por qué esconderse. Al contrario: pareciera que todo lo que hicieron se justifica ahora más que nunca, ya que tienen una cámara enfrente. Los actores que mataban Oppenheimer y Cynn lo han dicho en múltiples entrevistas. Cuando empezaron a realizar lo que sería El arte de matar, nunca fue un problema encontrar a los criminales. El reto, más bien, fue elegir cuáles de entre todos ellos aparecerían en el filme. Los escogidos en este demencial casting son tres “hombres libres”, más que satisfechos de su glorioso pasado: el bailarín y autodenominado “hombre feliz” Anwar Congo, el extrovertido gordazo siempre dispuesto al travestismo Herman Koto, y el más serio y racional Adi Zulkadry. Sin timidez de ninguna especie, Congo, Koto y Zulkadry están dispuestos a hablar de todos los crímenes que cometieron y no sólo eso: también a recrearlos frente a las cámaras. Y ya entrados en gastos, a explicar de qué manera se podía ejecutar a la mayor cantidad posible de “comunistas” sin anegar el lugar de sangre; a recordar lo sabroso que resultaba violar a una niña de 14 años y lo emocionante que fue quemar una aldea entera; a demostrar –en el presente– cómo toda-
vía, peinando canas y medio siglo después de todos esos “actos patrióticos”, aún pueden extorsionar a quien se deje con el mero hecho de presentarse en el changarro a pedir dinero. Ese es el tamaño del miedo –perdón: del respeto, de la admiración– que les tienen. Opphenheimer/Cynn llevan la provocación al límite ético y, acaso, lo cruzan. Congo, Koto y Zulkadry no sólo revisitan los lugares de los asesinatos o recrean torturas y crímenes, sino que proponen montar sus propias escenas cinematográficas para convertirse, ahora sí, en los “héroes de la película, papá”: un escenario de film noir, un musical con cascada al fondo, una cinta de acción violenta y todas las que salgan de la fértil imaginación de estos reales matones hablantines, admiradores de los ficticios matones hollywoodenses. Sin embargo, poco a poco, algo empieza a suceder. Mientras Koto no se inmuta en lo absoluto al reimaginar el escenario de sus crímenes, y Zulkadry acepta que lo que hizo está mal pero que, al final de cuentas, los ganadores son los que escriben la historia –y ellos, qué duda cabe, son los ganadores–, Congo muestra signos de que tiene algo parecido a una conciencia. Pero, ¿esto es de verdad o está actuando? ¿Realmente El acto de matar le sirvió a Congo para replantear su vida y sus acciones? Cuando vemos, hacia el desenlace, al carismático Anwar Congo sufrir un ataque de pánico al interpretar el papel de una víctima de tortura o, de plano, doblarse de náuseas cuando vuelve al lugar en el que acostumbrara estrangular con alambres a sus víctimas, ¿está siendo auténtico o está encarnando a un nuevo personaje que ahora le gusta más? Uno quisiera pensar que Congo finalmente ha aceptado el peso de la culpa sobre sus espaldas. Que ese frágil anciano que ahora baja las escaleras, temblando, con arcadas sucesivas sin poder vomitar, ha entendido el alcance de todos los horrendos crímenes que cometió. Si esto no es así, significa que Anwar Congo está actuando. Y que, por cierto, es un gran actor. Que le den el Óscar. Y que luego se pudra en la cárcel. I Ernesto Diezmartínez
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crítica
Leviatán de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel Leviathan, Francia / Reino Unido / Estados Unidos, 2012, 87 min.
Veamos: la cámara se mueve a través de un ritmo insólito. Captura, en una toma holandesa, una noche lluviosa mientras un barco pesquero intenta apresar algo. Pero repentinamente se mueve, temblorosa, como tratando de encontrar un punto ciego. En algún momento parece reflejar la perspectiva de uno de los personajes. Y poco tiempo después cambia de lugar para instalarse en otro plano. Ahora encarna el punto de vista de una lata que se encuentra en la cubierta y más adelante emula el movimiento de una gaviota que se desplaza entre el mar y la superficie. De esta manera, el filme de Lucien Castaing-Taylor (antropólogo, fotógrafo y cineasta nacido en Liverpool en 1966) y Véréna Paravel (también antropóloga y cineasta, nacida en 1971 en Neuchâtel, Suiza) estructura un mundo poco común, donde la cámara deambula precipitadamente por distintos espacios tratando de localizar un sitio al cual asirse. Aunque Leviatán registra la jornada nocturna de un grupo de pescadores está lejos de obedecer a las reglas tradicionales de un documental. Sus intereses estéticos están más cerca de los de El año pasado en Marienbad (L’Anée dernière a Marienbad, 1961), de Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet, donde el auditorio no puede confiar en las imágenes que mira, pues éstas intentan destruir la sintaxis audiovisual tradicional y en su lugar construir un relato discontinuo, conformando por múltiples puntos de vista.
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Escuchemos el sonido de la lluvia. Ahora pongamos atención en la resonancia que provoca el golpeteo de la cámara con las olas. El documental ofrece una exploración auditiva que va de las ininteligibles voces de un par de marineros a los murmullos de la naturaleza. De esta forma, Leviatán carece de diálogos pero está muy lejos de ser un trabajo silente. Las atmósferas creadas a través del bullicio desconciertan al auditorio, que no puede definir el tipo de experiencias a las que se enfrenta. Las palabras que Gonzalo de Pedro Amatria utiliza para describir los documentales del mexicano Eugenio Polgovsky sirven para explicar los resultados audiovisuales de Leviatán: se trata de una exploración artística […] que entiende el documental en su faceta menos obvia y evidente, huyendo […] de aquello que todavía muchos reclaman al documental para acercarse al cine que plantea más preguntas que respuestas, y que se enfrenta a lo real […] con la curiosidad de quien sabe que no hay más certezas que lo físico, lo táctil, aquello que se puede tocar.
Y, en este caso, escuchar. Si el documental tiene dos caminos a seguir: aquel que se parece a un reportaje televisivo, que incluso echa mano de entrevistas, estadísticas o informes oficiales; y aquel que se interesa por el aspecto de las imágenes, los significados que pueden producir los movimientos de la cámara o las sensaciones que se pueden generar a través de ambientes sonoros, la obra de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel —responsable de la serie documental de televisión P.O.V. (2011) el primero y del documental Foreign Parts (2010) la segunda— intenta escabullirse de cualquiera de las dos nomenclaturas. A pesar de que Leviatán está organizado temporalmente en orden cronológico su ritmo de montaje es inestable. Las imágenes que lo
crítica © Arrête ton Cinéma
cualquier rincón del barco, la película es acaso una reflexión sobre la capacidad del cine de mirarse a distancia para intentar nuevos caminos narrativos y estéticos. Una puesta en abismo, en suma. Pensemos en las palabras de Hans Belting en Antropología de la imagen: «La imagen fílmica es la mejor prueba para la fundamentación antropológica de la cuestión de la imagen, pues no surge ni en un lienzo ni en el espacio fílmico de la voz en off, sino en el espectador, mediante asociaciones y recuerdos». La imagen es aterradora. Una película que, como un Leviatán, engulle todo a su paso, incluso las sombras. Pero esta figuración no se construye en la misma película sino en la mente del espectador. Las imágenes cinematográficas, recordémoslo, no copian las figuraciones de la realidad ni las representan: las capturan y las re-presentan; es decir, las traen del pasado al presente para inyectarles nueva vida y, por lo tanto, nuevos significados. Leviatán fue ganadora del Premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Locarno y del premio Nueva Visión en el Festival Internacional de Cine Documental de Copenhague. Asimismo recibió la distinción como mejor largometraje en la edición más reciente del Festival Internacional de Cine de la UNAM. I
conforman pudieron haber sido usadas al principio o al final del relato, porque su estructura está formulada para brindar más una experiencia sensorial en el espectador que una narrativa. Mejor aún: la narrativa que despliega se encuentra en una zona limítrofe que separa al cine de otras disciplinas artísticas, haciendo de éste un filme extremo. En El silencio y sus bordes David Oubiña menciona que
Abel Cervantes
los filmes y los textos extremos son aquellos que, desde el interior del lenguaje, apuntan a ese exterior donde ya no habría lenguaje; insinúan en la concavidad de sus formas ese vacío que nunca alcanzan a nombrar pero que aparentemente convocan y asedian. No es una representación del límite sino una experiencia del límite (con los medios de la representación).
Pero, ¿cómo acercarse al exterior? Y, en todo caso, ¿cómo reconocer que una cinta ha provocado en el auditorio la experiencia del límite? Oubiña contesta: Las narraciones de lo extremo no hacen más que cumplir de manera exacerbada las ambiciones de un arte moderno: llevar el lenguaje al límite para probar su resistencia, arrastrarlo hasta ese confín donde se abisma y encuentra su punto ciego. Donde convoca inevitablemente al silencio.
De esta manera Leviatán bordea los límites del cine para experimentar un juego de luces y sombras, sonidos y silencios, con el objetivo de reflexionar sobre la materialidad de las imágenes. Así, la antropología, disciplina común en ambos directores, dialoga con el cine para disertar sobre la carga simbólica de las imágenes, pues éstas son producto de la imaginación colectiva y de la percepción individual. Me explico. Desde la antropología el hombre no ve las imágenes: las produce a través de su cuerpo. Y, en ese sentido, no es dueño de ellas sino que está sometido a su poder. Si en la Biblia el Leviatán es un monstruo marino solitario que lo devora todo, un demonio, en este trabajo cinematográfico esta figura –«cruelísima serpiente de agua», según Borges– es el propio cine. Filmada a través de cámaras GoPro con la capacidad de mirar
Referencias: Belting, Hans. Antropología de la imagen. Katz Editores, Buenos Aires / Madrid, 2007. Oubiña, David. El silencio y sus bordes: Modos de lo extremo en la literatura y el cine. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2011. Pedro Amatria, Gonzalo de. “Cine sensorial y político”. La Tempestad, número 89, México, marzo-abril de 2013, pp. 96-99.
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crítica © Mil Nubes-Cine / FOPROCINE
Quebranto de Roberto Fiesco México, 2012, 95 min.
Quebranto pareciera desarrollarse en dos líneas distintas, aunque una derivada de la otra: en primera instancia la mirada se enfoca en Coral, transexual que vive con su madre, Lilia, en el centro de la ciudad de México. Olvidándose –al menos en un inicio– de poner a su personaje principal a hablar frente a la cámara, Roberto Fiesco la capta en un momento que se antoja como trivial: lavando y tendiendo ropa en la azotea de su edificio. Coral hace sus labores domésticas, pero también saca a pasear a su perro, y más tarde monta una coreografía que una quinceañera bailará en su fiesta. Esta cercanía, que permite explorar los espacios públicos y privados de la protagonista, ofrece un lugar privilegiado a la madre de ésta. Doña Lilia charla con su hija de manera natural, se levanta de la cama y externa los dolores que siente en las articulaciones, expresa su sorpresa al despertarse tan tarde, apura a su hija porque ambas tienen que salir a un compromiso importante como si no supiera que existe un artefacto que está registrando todos sus movimientos. Y es precisamente la señora Lilia, quien en su papel de mamá, recuerda la infancia de su hija y junto con ella regresa al lugar en donde descubrió que tenía talento, sólo que entonces no era Coral, sino Fernando y era un excelente imitador del cantante Raphael. Quebranto extiende así su línea narrativa y deja de ser un relato en presente para volver su mirada al pasado, aquél cuando Coral era Fernando y más tarde Pinolito, un niño actor que logró un papel importante en la que es quizá, la mejor película de Jorge Fons: el episodio Caridad, de Fe, Esperanza y Caridad (1974). El travelling –ese movimiento que Roberto Fiesco ha elegido para desvelar a lugares y personajes– sirve justo en este momento de la historia para que el director ponga en escena uno de los momentos más logrados del filme: aquél en donde vemos que Coral camina desesperada por las calles del Centro Histórico de la ciudad de México. Esta imagen no es sino la recreación de una de las escenas de Caridad, en donde Katy Jurado es quien camina esas calles. Fiesco ha decidido montar intercaladamente una con otra, de este modo, Coral y Katy encarnan a esta mujer que desesperada, busca el lugar en donde tendrá que realizar interminables trámites burocráticos. Si en la versión original una voz en off recitaba dichos trámites, ahora es el mismo Jorge Fons quien ocupa el lugar del narrador extradiegético, y explica no sólo la naturaleza del aquél personaje a quien le han matado al marido, sino también la dura relación que Jurado tuvo con Pinolito, que interpretó a su hijo. De este modo Quebrando es también una especie de homenaje al cine, a aquellos años en los que Lilia y su hijo buscaron oportunidades y las encontraron, porque así como Coral cuenta su experiencia con Jorge Fons, su madre hace lo propio al recordar las distintas veces que ha estado bajo las órdenes de Felipe Cazals. El mérito de Roberto Fiesco en su primer largometraje como director no es pequeño: logra contar fluidamente las dos líneas na-
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rrativas que componen la vida de Coral Bonelli, además de integrar también la historia de Lilia sin que ésta se sienta fuera de lugar. Pero más allá de las virtudes del guión –realizado en colaboración con el también cineasta Julián Hernández–, las cualidades de Quebranto son visibles –y de manera excepcional– en la puesta en escena, porque Fiesco ha evitado las obviedades del género documental (cabezas parlantes, entrevistas testimoniales) para dar paso al montaje de escenas que complementan de manera gozosa las personalidades de sus protagonistas. De este modo, unas escaleras y un pasillo se convierten en el escenario en donde tiene lugar un de los momentos más memorables –y esperados– del filme, uno donde el pasado y el presente de Coral se unen gracias a la visión de un director que posee una sensibilidad especial para acercarse a su objetivo, además de creatividad para sacar lo mejor de éste. I Rebeca Jiménez Calero
crítica © Muse Productions/ A24 / Hero / Annapurna Pictures.
Spring Breakers: Viviendo al límite de Harmony Korine Spring Breakers, Estados Unidos, 2012, 94 min.
Rayos solares bañando a una multitud de torsos desnudos; arcoíris de bikinis bailando sobre la dorada arena; cascadas de alcohol refrescando rostros llenos de júbilo; y vibrantes glúteos que se mueven al compás de pesados beats dubstep conforman el orgásmico cuadro que sirve de introducción a Spring Breakers. La visión que Harmony Korine tiene sobre Estados Unidos nos ha llevado por decadentes y morbosos capítulos de la sociedad norteamericana, ya sea en los suburbios con los deplorables especímenes de Julien Donkey-Boy (1999) y Trash Humpers (2009) o en la conformación de identidades a partir de figuras de la cultura pop en Mister Lonely (2007). A diferencia de sus anteriores trabajos, donde la empatía jugaba un papel fundamental en la presentación de los personajes y permeaba una estética de lo bizarro, en Spring Breakers el director observa desde el exterior a una generación que gira sobre sí misma, ajena a todo tipo de aspiración trascendental y abanderada por cierto nihilismo cultural y social. Faith, Candy, Brit y Cotty, cuatro universitarias atrapadas en el tedio y la insatisfacción, reúnen el dinero para escapar a la playa y unirse a la celebración de las vacaciones de primavera. El capricho las lleva incluso a asaltar un comedor para cumplir su meta. Una vez dentro de la fiesta y sus vertiginosos excesos, las chicas serán rescatadas de la policía por Alien (James Franco), un rapero y narcotraficante que las insertará en una vida de lujos y violencia. A medida que se adentran en las noches neón de su nuevo mesías, conocerán el verdadero propósito de su viaje en este paraíso artificial,
donde el cielo y el infierno convergen en el mismo plano. El primer ángel caído es Faith (Selena Gomez), para quien la vacación tiene un significado más profundo, casi espiritual. Tomando literalmente su nombre (fe en español), Korine pone en evidencia la devoción hacia un estado de satisfacción eterna. Al no identificarse con la religión y sus doctrinas, Faith encuentra en compañía de sus amigas un edén a orillas del mar. Sin embargo, el diablo es humano y siente atracción por ella. ¿Qué sueñan los estadounidenses hoy en día? Los valores, la superación y la felicidad se diluyeron en un pasado que las nuevas generaciones desconocen. El hedonismo y el poder son el nuevo estandarte del sueño americano. El mismo Alien lo afirma cuando presume a sus discípulas sus posesiones y tesoros materiales: «Este es mi sueño, lo hice realidad. ¡Este es el maldito sueño americano!». El dinero y la violencia son los motores que dan sentido a la existencia, o mejor dicho, dan placer a la existencia. Nietos del capitalismo y el consumismo, los ídolos pop ocupan un lugar clave en su concepción de la realidad. Basta recordar la escena con las chicas –cubiertas por pasamontañas rosas y armas en mano– bailando angelicalmente una canción de Britney Spears. El hecho de que dos estrellas infantiles de Disney (Gomez y Vanessa Hudgens) ilustren este espejismo de lo superficial, refuerza la visión del director sobre el estado de la actual juventud americana, el cual podemos decir que se extiende a otras que han copiado su modelo en diversas latitudes. La vida de estas frenéticas adolescentes está entregada a desbordantes pasiones, y lo confiesan en las llamadas telefónicas que sostienen con sus invisibles familias. No son explícitas pero sí sinceras con lo que sienten. El recurrente sonido de corte de cartucho entre escenas es un indicio del destino que espera a este grupo de explosivos personajes. «Spring break por siempre» es el rezo que Alien repite constantemente para mantener viva la falsa ilusión de gozo y libertad. «Spring break por siempre» es el anhelo por brincar los límites, vivir sin restricciones y disfrutar nada más porque se puede. «Spring break por siempre» es la filosofía de una generación sumida en el vacío, y un último esfuerzo por revivir el onírico paisaje del principio. I Israel Ruiz Arreola
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crítica © Scott Free Productions / Fox Searchlight Pictures / Indian Paintbrush.
Lazos perversos de Park Chan-wook Stoker, Estados Unidos / Reino Unido, 2013, 99 min.
Tomar una historia que no es exactamente una revelación –bien se pudo haber contado con un par de flashbacks–, usando un reparto con actores del momento y haciendo alardes de producción, hubiera sido fácil, pero si algo se distingue en el cine de Park Chan-wook es que nada es tan sencillo como parece. Todo lo que rodea a la película es una conjunción de partes acopladas de buena manera: la producción que corre a cargo de la compañía Scott Free –productora creada por los hermanos Ridley y, el ahora occiso, Tony Scott–, un guión escrito por Wentworth Miller (mejor conocido como Michael Scofield, personaje de Prison Break) y un buen reparto hacen de esta cinta algo interesante. Pero lo más destacable, lo verdaderamente destacable, es la concepción tan particular, la ejecución impecable y la congruencia visual indiscutible que Park le impregna a todos sus trabajos cinematográficos. La historia versa sobre el intrínseco sentido de maldad que habita dentro de todos nosotros, pero que en el caso de los Stoker se eleva exponencialmente en dos miembros de la familia. Una de ellos es India (Mia Wasikowska), joven pálida que se sabe ajena a las inquietudes y preocupaciones propias de su edad y en cuyo interior se encuentra implantada una semilla que pronto germinará en una bella pero letal “flor”. El otro miembro de la familia es el desaparecido tío Charlie (Matthew Goode) que desde muy joven descubrió su afinidad por lastimar a los demás, comenzando por sus allegados. Sin duda los elementos que Park Chan-wook ha venido afinando película tras película están presentes: los acertijos que nos va dando a manera de memorama conforme avanza la cinta para que uno mismo arme la película, los regalos (con caja y listón) que regularmente guardan más secretos, los objetos fetiche (que en este caso son unos zapatos que pronto madurarán, al igual que el personaje de India –a su manera– en unas zapatillas), unas tijeras e insectos caseros (arañas y hormigas)... Las transiciones al pasado (del cabello al pastizal) y al futuro (caminando por la carretera) apoyadas por un buen manejo de los efectos especiales, la música sin la que sería imposible la erótica escena del piano donde participan India y su tío o el dolly-in en donde India se sienta para revisar su pie en una especie de efecto reflejo (frente a ella hay una estatua de una joven que justamente lleva a cabo la misma acción duplicando circunstancialmente a India en un cuadro verdeazul en donde ella resalta por el blanco de su vestimenta) se le agradecen enormemente al director, pero también a su compañero Chung Chung-hoon, director de fotografía que lo ha acompañado en otros emblemáticos trabajos como Cinco días para vengarse (Oldboy, 2003), Señora venganza (Chinjeolhan geumjassi, 2005) y Sed (Bakjwi, 2009).
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Es verdad que la película no se escapa de clichés estadounidenses, pero es entendible por razones obvias: la historia del psicópata americano en principio es un cliché. Por otra parte, es probable que para algunos, en la superficie, Lazos perversos parezca la película vendida del director, aunque en realidad los problemas aparentes tengan que ver más con una cuestión cultural (el estilo dramatúrgico no es comparable con la dramaturgia asiática) y el hecho de que esté hablada en un idioma ajeno por completo al realizador (a pesar de esto podemos apreciar la comodidad de Park dirigiendo a Mia Wasikowska y Matthew Goode). Lo único verdaderamente lamentable es la indiferencia mediática con la que se exhibió la película. Tal vez, le tocará su momento en alguna retrospectiva o en la intimidad del hogar. I Jorge Antonio Gutiérrez Flores
crítica © Alazraki Films.
Nosotros los Nobles dirigida por Gaz Alazraki México, 2013, 108 min.
Una de mis teorías para explicar porqué tal o cual película medianamente hard se convierte en hit de taquilla es simple: el morbo vende. Sea sexual, religioso, sangriento, político o cualquier otro, el público siempre está dispuesto a pagar en taquilla por saciar una sed de morbo que es totalmente intrínseca a nuestra naturaleza humana. Que nadie se espante. En el cine mexicano eso ha quedado claro: las películas que más gente (y dinero) han metido a taquilla son las que excitan el escándalo con sacerdotes carilindos que provocan abortos, las de presuntos culpables injustamente encarcelados, o de gorditas que se masturban hasta caer en relaciones sadomasoquistas por miedo a la interminable soledad, sin contar la amplia gama de la narcoviolencia. Sin embargo, tampoco debemos perder de vista que el público nacional tiene otras necesidades –porque del todo bárbaros no somos– y así, filmes de aliento aspiracional y ejemplificador le llegan directo al corazón como un bálsamo que recuerda que no todo a nuestro alrededor (ni el cine como su reflejo) está pútrido: el inusitado éxito de boca en boca de El estudiante (Roberto Girault, 2009) y de la comedia romántica No eres tú soy yo (Alejandro Springall, 2010), son buenos ejemplos de que el público mexicano es impredecible. Ahora bien, nada comparado con el titánico éxito de Nosotros los Nobles, filme que prácticamente de la nada se elevó como el non plus ultra del cine mexicano hasta convertirse en la película más taquille-
ra de nuestra historia, llevando a sus salas más de 6 millones 491 mil espectadores1. Entonces surge la pregunta más sencilla para intentar explicarlo: ¿por qué? Pero resulta que los eruditos en la materia no atinan a la respuesta. El fenómeno de Nosotros los Nobles es, en sí mismo, “un garbanzo de a libra”, difícil de descifrar. No hay morbo que saciar con ella. No hay sangre, sexo retorcido, narcodramas descarnados, ni políticos corruptos. Por otro lado y a la inversa de eso que ahora se supone es el cine mexicano a ojos internacionales –europeos, para ser precisos–, no hay actores feos que demuestren el azotado naturalismo latinoamericano. No hay largos planos secuencia que evidencien la moda del minimalismo hueco. No hay planos agresivos, ni desenfoques arties, tampoco contrapuntos sonoroexperimentales. Nosotros los Nobles va a contracorriente. Si no es todo lo anterior, entonces ¿qué es la opera prima de Gaz Alazraki? De entrada, la libre puesta al día de un argumento de los esposos Luis y Janet Alcoriza dirigido en 1949 por Luis Buñuel, El gran calavera, cuya anécdota resulta prácticamente intacta: el pater familias engaña a sus hijos holgazanes con una falsa ruina para hacer de ellos personas de bien, y lo logra. Y de ninguna manera lo anterior es un spoiler: todo mundo sabe lo que sucederá al final de una comedia que se pretenda de superación. Luego entonces, no hay sorpresa alguna en este filme. O la sorpresa no radica en descubrir un final inesperado, sino en que Nosotros los Nobles es una comedia sumamente entretenida, técnicamente bien lograda, argumentalmente ligera y con el entramado lo suficientemente bien urdido para encontrar en ella las dosis correctas de trabajo honrado, amor del bueno, educación práctica en la “escuela de la vida”, solidaridad fraterna y arrepentimientos filiales. Lo que toda familia mexicana “bien” –que no significa millonaria– desea. Se encuentra llena de clichés conocidos (la princifresa, el chambeador, el arribista) y otros de nuevo ascenso (el hipster, el mirrey) que todos conjuntados crean un nuevo retrato del colectivo urbano de cuando menos, la ciudad de México –pienso que sería un buen ejercicio ver cómo funcionó el filme en plazas donde no hay ni mirreyes ni hipsters, sino tribales de botas picudas, por ejemplo–, y me pregunto: ¿será por esa identificación con estos nuevos arquetipos citadinos y cotidianos que Nosotros los Nobles se instaló de inmediato en el imaginario colectivo del público?, ¿será acaso que entre tantas risas planteó, sin quererlo, un nuevo modelo aspiracional? I José Luis Ortega Torres 1
Cfr. Box office oficial de CANACINE al 1º de junio de 2013 (canacine.org.mx).
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crítica La demora de Rodrigo Plá y Laura Santullo Uruguay / México / Francia, 2012, 84 min.
Desde la producción la película es franco-mexicana-uruguaya, pero es en su contexto sólo uruguaya, o más exactamente, montevideana. Es esta ciudad la que acoge el relato que da como resultado una cinta entrañable. Montevideo y ciertos barrios de clase popular aparecen inmersos bajo un frío muy especial; sus personajes de rostros ajados también son especiales. Imposible filmar La demora en la ciudad de México, los resultados hubieran sido otros, el espacio de la intimidad está sobrepoblado, el abandono tiene otra representación, hay demasiado tráfico, los sentimientos de los defeños han sido conformados
por la TV mexicana, es como si se esperara las cámaras para representar el melodrama. Rodrigo Plá, el director, y su guionista de cabecera, Laura Santullo, nos cuentan los agobios de la humanidad a partir de una particularidad doméstica, con sus problemas económicos, la vejez y sus males, con su deterioro físico y mental, la asistencia social limitada, el trabajo honrado y exhausto, pero sobre todo la falta de tiempo para externar los sentimientos. Acertaron al filmar en Uruguay su tercer largometraje. Sus anteriores cintas mexicanas, La zona (2007) y Desierto adentro (2008), con formidables puestas en escena, equivocaban el tono. Con La demora lo han encontrado, o mejor dicho, lo han creado. La zona se indefinía porque un thriller no puede ser
© Lulú Producciones / Malbicho Cine.
coral; Desierto adentro se diluía al aislar demasiado contextualmente a la familia de un padre fanático religioso. Plá y Santullo han demorado un poco en hacer su mejor película, se han servido para ello de los cuerpos y las voces de Carlos Vallarino (actor novel) y Roxana Blanco (actriz expe-
© Eagle Pictures.
El rey y el bufón de Lee Jun-ik Wang-ui namja, Corea del Sur, 2005, 119 min.
El rey y el bufón es una obra que resulta atípica para el público no iniciado en el cine asiático y sus refinadas maneras de poner en pantalla idiosincrasias alejadas de nuestro contexto occidental, y que tampoco está acostumbrado a su ecléctica hibridación de géneros fílmicos, pero cuidándose de nunca rebasar los límites de lo congruente. El segundo filme como rea-
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lizador del ahora experto en cine de época Lee Jun-ik, es una película de reconstrucción histórica ubicado en algún ˘ periodo de la dinastía Choson (o Joseon), la más larga de la nación coreana, que se extendió cinco siglos, hasta 1910, y narra una historia de amor entre dos comediantes y acróbatas callejeros sometidos a los caprichos del déspota Yeon-san, monarca con un profundo complejo de inferioridad que vive opacado por la sombra del monarca anterior, su propio padre.
La anécdota se bifurca en dos caminos que la hacen sumamente interesante. El primero, en lo formal genérico, se trata de un drama romántico donde se pone de manifiesto que el sacrificio personal es la manera última de demostrar la pureza del sentimiento, algo por demás común de no ser porque se trata de un amor libremente homosexual, puesto en escena con una naturalidad admirable y que nunca roza lo fársico y mucho menos lo culposo, recursos manidos que siempre sirven
rimentada). En esa relación de padre e hija del argumento, los espectadores no podemos hacer más que imaginar ofrecer un té, una frazada, una llamada telefónica de solicitud de apoyo, una breve compañía, tal como como hacen los personajes incidentales. I Raúl Miranda
de escudo “para salir al paso” cuando se trata de justificar (innecesariamente) la inclusión de la diversidad sexual. Por el otro lado, y lo que redondea el discurso de este filme, es el advenimiento del humor como una postura política. El rey, que perdonó la vida de los comediantes que anteriormente hicieron escarnio de él sólo porque sus burlas a las altas esferas burocráticas lo hicieron reír, encuentra en las ácidas representaciones de sus bufones el paulatino desenmascaramiento de complots y corrupción que terminarán por tambalear su trono. Es entonces que esos pequeños hombres por vía de la sátira humorística les darán a otros el poder de derrocar gigantes. Y es así como la risa, en tiempos de terror, se convierte en una poderosa arma subversiva. I José Luis Ortega Torres
crítica Game of Thrones. 3 a temporada
John Boorman) y a la literatura fantástica (Tolkien es la referencia más obvia), esta tercera entrega encuentra su referente más cercano en las tragedias de William Shakespeare. Los capítulos resultaron más oscuros, intricados e íntimos. George R.R. Martin, autor de las novelas y celebridad literaria, seguro observó muy de cerca los ríos de sangre y la telaraña de confabulaciones en Macbeth, Hamlet, Ricardo III y Julio César. El penúltimo capítulo de la temporada (comentadísimo en las redes sociales) alcanzó niveles trágicos pocas veces vistos en televisión. Lo dicho: Shakespeare para las masas. En esta temporada también se hizo evidente la manera en que este universo ficticio es una metáfora del encontronazo entre las culturas europea y asiática; esto, a medida que el
avance bélico y emancipador de Daenerys Targaryen toma un rol principal. Las intrigas que se posan sobre las siete familias reales que reclaman el trono de Westeros sirven como escenario de conflictos ancestrales: fe versus razón, la Naturaleza contra el ser humano, la tradición milenaria contra la renovación moral, la opresión frente a la libertad. Los personajes se mueven sobre la pantalla como
Mapa
se proyectos verdaderamente off,
de Elías León Siminiani
con realizaciones que sólo se acer-
España / India, 2012, 85 min.
can tímidamente al amplio mun-
Recientemente, el crítico Miquel Martí Freixas señalaba, a propósito de la nueva y periférica docuficción ibérica, el desconcierto que se ha generado al momento de abordarla debido a que
do situado fuera del circuito con-
inteligente e irónico juego metafílmico, un ensayo en el que el director entiende perfectamente que el relatar cualquier hito verídico automáticamente convierte a este en una ficción que eventualmente deberá de ceñirse a ciertos mecanismos narrativos, reafirmarse y refrendarse, para que tenga un efecto ante el interlocutor y comience una interacción, las palabras lo envuelvan y se sienta parte de la historia. Vaya, como se articula cualquier película o novela. De este modo la falta de empleo, un viaje trascendental a la India por cinco meses, el intento por superar un fracaso amoroso y la memoria serán la materia prima (autobiográfica) para que Siminiani y su alter ego (representado en una voz en off-conciencia) intenten buscar salidas a dilemas como qué se puede hacer para estirar a
con David Benioff y D. B. Weiss como showrunners Estados Unidos, 2013, 10 episodios de 60 min.
En su recién finalizada tercera temporada, la serie de ánimo medieval de HBO se reafirmó no sólo como el estandarte de la cadena de televisión por cable sino también como un fenómeno de culto. La serie rompió récords de descargas ilegales en varios territorios como el Reino Unido y Australia, señal de que sus seguidores no están dispuestos a obedecer a los canales de distribución establecidos por la industria del entretenimiento. Si las primeras dos temporadas hicieron eco al cine de aventuras medievales (pensemos en Excalibur [1981], de
se agrupan proyectos que tienen voluntades distintas, mezclándo-
© Avalon / Pantalla Partida Producciones.
vencional, quizás sólo porque las circunstancias les empujan a ello y ven en ese mal definido marco una opción de sacar la cabeza1.
En este punto coyuntural apareció Mapa, la opera prima de Elías León Siminiani, un
piezas de un cruel ajedrez. Game of Thrones es un digno portador del estandarte del cine épico clásico, en que los escenarios masivos eran el telón de fondo de historias bordadas con precisión y rigor estético: por sus venas corre la sangre de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille, 1956), Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963), de Huston, Kubrick y Ford. I César Albarrán Torres
© HBO.
noventa minutos una trama, cuando el twist se ha presentado demasiado temprano –en la mejor tradición de Psicosis (Pyscho, Alfred Hitchcock, 1960) cuando el asesinato de Janet Leigh se da, no bien ha pasado media hora– o de qué manera la elipsis podrá ayudar a resumir dos años de relación sentimental, y así sucesivamente. Coincidiendo con Las historias que contamos (Stories We Tell, 2012) de Sarah Polley al interrogarse sobre si habrá alguien a quien le interese su historia y la forma de contarla, Mapa y su espíritu markeriano crean un paralelismo lingüístico que podría entenderse del siguiente modo: si funciona el cine, funciona la vida. I Alberto Acuña Navarijo 1
Miquel Martí Freixas. “Agujas en
el pajar”. Blogs&Docs (blogsanddocs. com), Barcelona, 31 de mayo de 2013.
Icónica / 57
crítica El romance y la culpa de Shion Sono Koi no tsumi, 2011, Japón, 112 min. (versión internacional vista en México) / 144 min. (versión original)
Se dice que el amor es la fuerza que mueve al mundo, pero Shion Sono está en desacuerdo y así lo muestra en su “Trilogía del odio”. Si ya en Pez mortal (Tsumetai nettaigyo, 2010) era la figura de un padre la que se desquiciaba hasta el paroxismo
criminal y en Topo (Himizu, 2011) fue la juventud inerte la que sólo en el desbocado ejercicio de la violencia encontraba el medio para hacerse escuchar, ahora le toca su turno a la esposa sometida y cosificada para levantar la mano y liberarse a partir del ejercicio enloquecido de su sexualidad, en El romance y la culpa. Izumi vive para satisfacer dócilmente en los quehaceres de la casa a un marido distante y pulcro hasta lo aséptico en un hogar igualmente impoluto.
© Django Film / Nikkatsu.
Viola de Matías Piñeiro Argentina, 2012, 65 min.
Matías Piñeiro, sin duda, es un cineasta con voz y mirada propias; uno que arriesga modos de narrar, como los grandes cuentistas de lo pequeño. El tema es común (la ruptura amorosa); el modo de contarlo único: hay dos bloques narrativos sin relación clara (un trabajo con la repetición de unas líneas de la Noche de Reyes de William Shakespeare y una conversación entre mujeres en un coche mientras afuera llueve) que se vinculan y adquieren sentido con un brevísimo comentario en off, justo antes de que empiece una canción pop alegre —y con ella los créditos—, en un final conmovedor y agridulce. Viola aparece a media película. O aparece en ese momento como personaje único de esa
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ficción, porque es también el personaje principal de la obra shakespeariana y, lo asumo – no la he leído ni visto–, es uno de los personajes presentados en la obra representada en la cinta. Y aparece en ese momento porque es el punto exacto en que un acontecimiento ajeno a su vida irrumpirá en y redefinirá su relación de pareja. Algo normal: todo el tiempo hay acontecimientos que empiezan a afectar a personas incautas ante su despliegue –quizá las
Una jaula dorada donde ella pasa su vida en plena frustración personal y sexual al ser, prácticamente, inmaculada. El ocio la lleva –con la venia del macho/dueño– a un trabajo de demostradora de supermercado donde será reclutada bajo engaños para realizar videos pornográficos. Lo que se supone sería una tragedia, es para la aún hermosa joven la oportunidad deseada: lograr algo sobresaliente (¿vivir?) antes de cumplir los 30 años. Y lo que consigue no es poco: la independencia total y plena de su cuerpo, que una vez envilecido por su paso sin tregua entre una y mil braguetas ocasionales encuentra, en términos de teoría económica, la diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio. Así, con esa frialdad, gracias al primer concepto encontrará que se le pue-
de asignar un costo monetario al segundo: quien quiera gozar de su cuerpo debe pagar por él, a menos que la entrega sexual sea por amor, algo que ya no volverá a hacer ni con su marido a quien descubre hipócrita. Todo ello gracias a su relación de pupila avanzada de Kasuko, mujer de doble vida que bien podría representar la encar¯ nación de la jorogumo, aquel demonio araña-prostituta del folklor nipón, quien al arrastrar a Izumi al más desenfrenado libertinaje, paradójicamente termina por rescatarla de sus tabúes, permitiéndole alcanzar por fin la felicidad tortuosa de una mujer que sonríe ante su martirologio entre sangre y sexo: líquido y pulsión vital que sacuden al ser humano más poderosamente que cualquier sentimentalismo nimio. I
cosas son así siempre. Sólo que así como el amor, el desamor, las tardes de familia son parte integral de todas las vidas, también se experimentan con las particularidades del trazado de las calles de una ciudad y del grupo con el que uno entabla relaciones. Viola convive con gente de teatro y con músicos en Buenos Aires, pero igual se deja influenciar –como cualquiera– porque una amiga le dice que si Javier, su novio, no la besa de inmediato
cuando llegue a casa aún hay pasión entre ellos. Piñeiro encontró una fórmula única, sencilla y sorprendente para mostrar este rincón –melancólica como el invierno porteño, juguetona como un cuento vanguardista–, quizá consciente de que es necesario –tal vez, urgente– aprender de nuevo a contar una historia como sólo se puede contar con la complicidad y los guiños que se haría entre cervezas y amigos. I
José Luis Ortega Torres
Abel Muñoz Hénonin
© Revólver Films / Universidad del Cine / HD Argentina.
crítica © Morena Films/ Matanza Cine / Patagonik Film Group.
Elefante blanco de Pablo Trapero Argentina / España, 2012, 110 min.
«Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo». Contigo sí, porque de los sacerdotes protagonistas de Elefante blanco parece esconderse. Son curas villeros, de esos que baja-
ron del púlpito para entregarse a una intensa labor social en los barrios pobres de Buenos Aires, en los que miles de almas sobreviven a duras penas entre la violencia institucional, la policial y la inherente al crimen organizado. «Bendita eres, entre todas las mujeres, y bendito el fruto de
tu vientre, Jesús». Es Jesús el único apoyo del sacerdote Julián (Ricardo Darín), acosado por la enfermedad, y de su colega belga Nicolás (Jérémie Renier), atormentado por la culpa de no morir cuando su vocación de martirio se lo indicaba. Ellos son los únicos personajes de ese universo creados por el cine, entre los complejos planos secuencia que recorren la barriada bonaerense donde transcurre la cinta. Con sensibilidad, el cineasta Pablo Trapero se adentra en la médula misma del lugar: mujeres y niños miserables, adolescentes drogadictos, señoras y señores de la droga que no tienen piedad ni por sus mismos soldados. «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores». Porque en Elefante blanco todos son pecadores. Bueno, quizás es que todos los personajes son demasiado humanos.
La carnalidad, la mentira, el romper las reglas son sagrados motores de los protagonistas. Todos pecan. Todos pecamos. Desde la curia elegante que prefiere no involucrarse para no perder ni estatus ni estilo hasta esa burocracia que engendró al “elefante blanco”, ese proyectado hospital siempre inconcluso que es ahora el fantasma de la culpa compartida. Elefante blanco, primera película del argentino Trapero exhibida en México, es la profesión de fe por parte de un cineasta que cree en los héroes –pero en unos héroes que son más hombres que santos–, que cree en que las cosas algún día pueden cambiar. Y las tenemos que cambiar nosotros. La única solución es tener fe. «Ahora y en la hora de nuestra muerte». Amén. I José Antonio Valdés Peña
© Sony Pictures.
Posesión satánica dirigida por Fede Álvarez Evil Dead, Estados Unidos, 2013, 91 min.
La principal diferencia entre Evil Dead (Sam Raimi, 1979-82) e Evil Dead (Fede Álvarez, 2013) parece ser el mundo. En las más de tres décadas que separan al remake de la original los espectadores se han vuelto más cínicos e insensibles, la tecnología ha transformado nuestra forma de ver e interpretar al mundo (el cine se ha trastocado profundamente, tanto en la cuestión narrativa como en la técnica) y, con esto, el cine de horror ha encontrado una mayor absorción en la industria comercial; es decir, hoy día el cine comercial ha digerido tanto tópicos como imágenes que antaño formaron parte de un cine de horror independiente, aunque lo ha hecho sin la carga subversiva.
De esa forma, mientras la versión original de Raimi peleó para conseguir su presupuesto y surgió del underground, su nueva versión contó con el presupuesto necesario (y más) y su concepción se cuidó y promovió dentro de los parámetros del cine comercial. Así, vemos que el mundo entre ambas versiones prácticamente se convirtió en otro. La trascendencia de ese originalísimo filme de Raimi –conocido en México como El despertar del
Diablo– igualmente ha cambiado, porque hoy día es considerado una obra maestra. Con esa revelación en mente, Fede Álvarez considera su tarea como un honroso compromiso en el que es necesario respetar la obra, tomando la base y, a partir de ahí, intentar volverse loco. Y aunque hay que enloquecer, debe hacerse con cierta lógica –por mucho que esto parezca un oxímoron. Hacia el final del filme, Álvarez enloquece un poco de más, pero el camino que ha lleva-
do a ese punto se ha compuesto de grandes momentos, y es interesante ver cómo con el tiempo hasta las cosas más demenciales se tornan serias y respetables (aunque para ello debe haber algo de valor, como en este caso). La grandilocuencia y exageración de la original se transformó en un ambiente infecto y ominoso, un reflejo simple de nuestro pernicioso mundo actual. Tal vez, en otro remake en 30 años, la experiencia tendrá que ser snuff. I Mauricio Matamoros Durán
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crítica Regina de Jaime Ávila México, 2012, 62 min.
Toda una extravagancia proveniente de Mexicali: un virulento drama psicológico que se va incubando en un hogar ubicado en tierra de nadie y en el que se va degradando de manera cada vez más rápida a una familia integrada por un padre fanático religioso, una hija adolescente que es tratada por este literalmente como mascota (bozal y correa incluidos) y ha estado viviendo secuestrada durante los últimos dos años, y una madre prácticamente ausente debido a su ceguera, así como a los somníferos que es obligada a consumir. La ciudad bajacaliforniana se convirtió, haciendo alusión directa a la resaca del calderonismo a través de un tono relajiento, en la verdadera pro-
tagonista, siempre asfixiante e impredecible, de Levantamuertos (Miguel Núñez, 2013). En cambio Regina, de Jaime Ávila, se interna en este microcosmos doméstico para registrar los efectos de ese sexenio en sus habitantes. Vaya, el que una mujer quiera suicidarse clavándose un tenedor en un ojo, o que el secuestro o el incesto sean vistos como actos naturales, no son hechos que nazcan en las sociedades por generación espontánea. Pero Ávila no se inclina en la crítica incisiva o en la explotación al mejor estilo nota roja, sino en las (particulares) rutinas y costumbres de este trío. Inclusive, como la historia fue pensada originalmente como una comedia satírica, se siente en el ambiente el empleo de cierto humor macabro (la secuencia de los preparativos
para el cumpleaños dieciocho de la chica; un tema edulcorado de Los Pasteles Verdes escuchándose, haciendo contrapunto con la brutalidad ejercida por ese hombre corpulento e imponente, vista en segundo plano desde una ventana; una referencia buñueliana proyectada en la televisión…). Si bien no toma todos los riesgos necesarios para dar ese
de Michael Glawogger Whore’s Glory, Alemania / Austria, 2011, 110 min.
La gloria de las prostitutas es la última entrega en la trilogía sobre el mundo del trabajo del austriaco Michael Glawogger. Tres culturas, idiomas y religiones diferentes mostradas a modo de tríptico en un documental que expone la estructura del
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–llamado por muchos– oficio más antiguo del mundo. No sólo por las cuestiones técnicas la película deambula entre la delgada línea que separa la ficción del documental de una manera más profunda que otros ejercicios de su especie. El primer acercamiento es en Bangkok, Tailandia, mientras que el segundo en Faridpur, Bangladesh. Lo retratado en tan lejanos (mas no ajenos) entornos aspira tanto
Alberto Acuña Navarijo
© Sobrenombre Audiovisual.
© Lotus Film.
La gloria de las prostitutas
último paso adelante, quedándose en lo anecdótico, el mundo patriarcal retratado –y su eventual destierro de la manera más drástica posible– hace parecer a esta opera prima como el resultado de la colisión entre El castillo de la pureza (Arturo Ripstein, 1972) y The Woman (Lucky McKee, 2011) en la frontera México-Estados Unidos. I
a una ficción que se nos podría engañar sobre si lo que está sucediendo en pantalla es real o no. Sin embargo, la familiaridad de la tercera parte haría reaccionar a todo mexicano: el entorno descuidado de “La Zona”, en Reynosa, Tamaulipas, donde lo documentado es cercano y conocido. Es en ese momento cuando se genera una empatía real hacia las primeras dos atmósferas y la ilusión de irrealidad se
desvanece. Las mujeres revelan sus creencias, sentimientos y pensamientos siempre relacionados con la religión, que es la fuerza que las mantiene alejadas de su cárcel personal: su propia mente. Entienden que sus dioses no les van a quitar la vida: ellas mismas ya se la quitaron al vivir resignadas en ese universo en el que la prostitución no sólo no es tabú, sino que para los demás involucrados es una práctica bien vista. Un constante círculo de necesidad y satisfacción, de oferta y demanda, donde el motor impulsor es la economía y las razones varían, despoja por momentos a estas mujeres de su condición humana para convertirlas en un asequible producto. La finura es que también es humano reconocer el lado más siniestro del hombre y el lado más primitivo de la mujer. I Carime Esquiliano
crítica © Bellwether Pictures.
Mucho ruido y pocas nueces de Joss Whedon Much Ado About Nothing, Estados Unidos, 2012, 107 min.
La combinación William Shakespeare más Joss Whedon no puede más que despertar sospechas. Por un lado tenemos al escritor de habla inglesa más importante de la historia y por otro, al director de la tercera película más taquillera de la historia –apenas atrás de Titanic
(1997) y Avatar (2009), ambas de James Cameron. Es por ello que imaginar a Whedon adentrándose en las sutilezas del dramaturgo inglés tras haber dirigido un enorme y exitoso blockbuster de superhéroes como Los Vengadores (The Avengers, 2012) era un tanto difícil. Más sorprendente resulta saber que el director rodó ambas películas al mismo tiempo. Joss Whedon sucumbió a la tentación en la que han caído
muchos cineastas: volver a Shakespeare y traerlo de regreso a nuestros tiempos, sin embargo, tomó una decisión inteligente: en lugar de retomar los grandes textos canónicos como Hamlet, El Rey Lear, Otelo o Enrique V, por mencionar tan sólo unos cuantos, optó por una comedia de aparente sencillez, cuya trama se desarrolla mayormente en un solo escenario. Filmada en doce días, en su casa, con un presupuesto bajísimo y protagonizada por sus amigos, Joss Whedon hizo de Mucho ruido y pocas nueces una película indie estadounidense. Alejado de la sobriedad con la que suele traducirse visualmente a Shakespeare, pero sin caer en el manierismo barroco de Baz Luhrmann, Whedon filmó su película en blanco y negro y la ambientó en nuestra época, aunque conservó el texto casi
íntegro de la obra original. La trama de Mucho ruido y pocas nueces se centra básicamente en dos premisas: la que involucra a don Juan y su intención de separar a los enamorados Claudio y Hero y la que trata del plan urdido por varios para unir románticamente a Beatriz y Benedico. Los primeros son idealistas y entregados; los otros son cínicos y renuentes. Y es centrándose en ésta última pareja que Whedon logra sacar más partido al texto shakespereano: las frases sarcásticas y las situaciones absurdas parecen tener una cabida lógica en la diégesis de la historia, aun cuando sabemos que ninguna persona podría hablar o comportare así en la realidad. Es un gran logro de Joss Whedon, pues, el que su película no se vea anacrónica y al mismo tiempo resulte entretenida. I Rebeca Jiménez Calero
© Icónica S.A. / Lolita Films / Eddie Saeta.
El muerto y ser feliz de Javier Rebollo, Lola Mayo y Salvador Roselli España / Francia / Argentina, 2012, 92 min.
Una mujer de mi pasado se sorprendió horrores el día que le conté lo mal que me la había pasado cuando se desapareció un tiempo antes de marcarme un sábado a las tres de la mañana –supongo que alcoholizada– para decirme lo mucho que yo le gustaba. Según su versión no había desaparecido nunca. Aunque claro, su versión era más clemente consigo misma justamente porque no era ella quien no sabía qué estaba pasando. Todo esto pasó en un momento en que pensé que la relación duraría –obvio– y si lo cuento es para recordar algo muy, pero muy sabido: todas las historias tienen más de una versión. Por cierto, no me llamó: me mandó
un mensajito que me despertó. Me imagino lo extraño y divertido que podría haber sido contar esa historia en una fiesta para quienes se enteraran de las dos versiones de modo simultáneo. Más o menos eso es lo que pasa en El muerto y ser feliz, donde una voz en off nos cuenta lo que vemos o veremos en pantalla, pero con constantes divergencias. Hay dos narraciones (el sonido y la imagen) confrontadas y (casi) simultáneas. La oposición imagen|sonido es un recurso
tan a la mano que extraña su falta de o su poco uso en las grandes narrativas fílmicas –en cambio, ha encontrado sitio muy claramente en series como Los Simpson (The Simpsons, 1989 al presente) y en la publicidad, al final estructuras más flexibles y juguetonas que el largometraje. Cuando uno escucha lo que ve o casi lo que ve o algo que no ve pero que abre historias posibles o secundarias necesariamente se convierte en un espectador participante. En El muerto y ser feliz Javier Rebo-
llo y sus coguionistas obligan al público a estar atento a los desperfectos intencionados de la ruta que sigue Santos (José Sacristán), un asesino cerca de la muerte en una última misión a la que ha renunciado desde el inicio para hacer una especie de vía expiatoria de Buenos Aires a Salta y quizá más allá. Este comedia negra excepcional se proyectó sólo dos veces en México en la retrospectiva Luis Miñarro: La producción como acto poético. Vale la pena buscarla. I Abel Muñoz Hénonin
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colaboradores Alberto Acuña Navarijo es crítico de cine, guionista y realizador. Su último trabajo es el documental ¿Quién mató al videohome? (2011-12). César Albarrán Torres, investigador del Departamento de Culturas Digitales de la Universidad de Sydney, es crítico de cine en México y Australia. Su ensayo “Los domingos de Fernando Eimbcke” aparece en el libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo (2012). Adriana Bellamy Ortiz conduce el programa Cine-Análisis en la Facultad de Psicología y es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Abel Cervantes, director editorial de Código, es crítico de cine y profesor de Comunicación en la UNAM. Su ensayo “5 apuntes sobre el cine de Carlos Reygadas” aparece en el libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo.
Samuel Larson Guerra es diseñador de sonido, editor y compositor. Su más reciente trabajo es el diseño sonoro de Música ocular (2013). Imparte cátedra sobre Sonido en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Su libro Pensar el sonido: Una introducción a la teoría y la práctica del lenguaje sonoro cinematográfico (2010), está por ser editado en Brasil. Mauricio Matamoros Durán es editor de DC Comics México. Colaboró con un ensayo sobre Gerardo Naranjo en Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo. Jesús Pacheco es periodista, escritor y DJ. Publica el blog de sonido en Peach Melba es un postre (peachmelbaesunpostre. tumblr.com). Tiene dos libros de relatos La
sonrisa del gato Félix (2001) y Un hombrecillo en mi cabeza (2010). Ricardo Pohlenz, dedicado en gran medida a la crítica de cine y de arte, ha sido colaborador a lo largo de los años de diversas revistas, desde Vuelta, Letras Libres y La Tempestad hasta Flash Art y Art Nexus, además del periódico Reforma. Es autor de Oración para gato y dama en desgracia (1991) y del libro de relatos Lounge (2010). Cineteca Nacional: Jorge Antonio Gutiérrez Flores, Raúl Miranda, Abel Muñoz Hénonin, José Luis Ortega Torres, Gustavo E. Ramírez Carrasco, Israel Ruiz Arreola y José Antonio Valdés Peña. iconica.cinetecanacional.net Revista Icónica @IconicaCine
¡Escribe en Icónica! © Fox Searchlight Pictures / Watermark / Dune Entertainment III.
Ernesto Diezmartínez Guzmán escribe de cine de manera ininterrumpida en diversos diarios y revistas nacionales desde fines de los 80. Es columnista de cine en Reforma desde 1995 y desde hace más de 20 años en el periódico sinaloense Noroeste. Sus textos pueden leerse también en el blog Vértigo (cinevertigo. blogspot.mx). Carime Esquiliano es crítica de cine. Guillermo García Pérez es coeditor de La Tempestad y Folio y miembro del proyecto Ave-Nada. Roque González, consultor del Instituto de Estadísticas de la UNESCO, conformó, junto a Octavio Getino, el Observatorio del Cine y el Audiovisual Latinoamericano (Ocal-FNCL) y el Observatorio del Mercosur Audiovisual (OMA-Recam). Ha publicado ampliamente sobre medios audiovisuales e industrias culturales. Rebeca Jiménez Calero es crítica de cine y profesora de Comunicación en la UNAM.
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