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¡Bienvenidos a Icónica!
para la Cultura y las Artes presidente
Consuelo Sáizar Cineteca Nacional dirección general
Paula Astorga Riestra directora de difusión y programación
Verónica Ortiz Cisneros Icónica dirección editorial
Abel Muñoz Hénonin editores
José Luis Ortega Torres Mauricio Matamoros Durán diseño
Denia Nieto concepto gráfico original
Maru Aguzzi investigación iconográfica
Patricia Talancón, José Antonio Valdés Peña, Mariana Camarena Paredes consejo editorial
Jorge Ayala Blanco, Carlos Bonfil, Nelson Carro, Abel Cervantes Icónica (número 0, primavera 2012) es una revista trimestral editada por la Cineteca Nacional, Av. MéxicoCoyoacán 389, colonia Xoco, C.P. 03330, México, D.F. Teléfono: 4155-1174. Correo electrónico: iconica@ cinetecanacional.net. Editor responsable: Abel Muñoz Hénonin. Certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: 04-2011-081610413100-102. ISSN: En trámite. Licitud de título No. , Licitud de Contenido No. , ambas otorgados por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso SEPOMEX No.
. Éste número
se terminó de imprimir en mayo de 2012, en Impresora y Encuadernadora Progreso S.A. de C.V. (IEPSA), San Lorenzo 244, col. Paraje San Juan, México D.F. Tiraje de 3,000 ejemplares. iconica.cinetecanacional.net
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Empezamos este año presenciando grandes movimientos y con muchas noticias para la promoción y la preservación cinematográfica. Dos mil doce es un año lleno de cambios en nuestro país y en la Cineteca Nacional donde nos renovamos en todos los sentidos. Como parte de dicho esfuerzo que promueve una reflexión más profunda y consciente en torno a la cultura cinematográfica nace Icónica, este nuevo proyecto editorial que nutrido desde las diferentes áreas de investigación y del conocimiento acumulado por la Cineteca a lo largo de los años, se manifiesta como un referente necesario que, con gran orgullo, tenemos el honor de presentarles. Si bien los archivos fílmicos tienen una doble misión: preservar y promover el cine, no resulta sencillo separar una función de otra porque lo que se preserva, si no se conoce, se pierde. En otras palabras, hay una tensión constante entre lo pasado y la memoria que se refleja en nuestra labor cotidiana. Promover la creación cinematográfica requiere, para empezar, un creador y un espectador, después una emoción que conforme una experiencia y, finalmente, un ejercicio que se completa gracias a los referentes que enriquecen su contexto. Un suceso cinematográfico tiene como misión generar una concepción más amplia que derive en enriquecer la experiencia de los creadores y de sus públicos, un intercambio que no puede verse culminado sin un proceso reflexivo que tiene como resultado una manifestación cultural. Tomando en cuenta la complejidad de nuestra misión, en la Cineteca Nacional, hemos buscado fomentar nuevos espacios para estos sucesos y hemos buscado estimular el pensamiento a través del cine. Ciertamente se han creado y reciclado a lo largo de muchas administraciones diferentes actividades y publicaciones, lo cual, nos llena de gusto. Gracias a todas estas experiencias y últimamente, ante la necesidad de un diálogo que inicia con las consultas y las charlas quincenales en nuestro Centro de Documentación y que siempre tienen un espacio para más, hemos aprendido de la importancia de las miradas de la crítica y de los estudiosos. De los expertos y de los participantes apasionados que desde otras disciplinas reinventan nuestras ideas y enriquecen nuestro imaginario. Sólo que, ¿por qué quedarnos ahí? El cine también se mira y se piensa desde la palabra escrita, desde la pluma espontanea de un joven escritor o desde la noción académica y, en México —y quizá en el mundo de habla hispana en general— hacen falta espacios que se ocupen de esta parte del cine con rigor y libertad. Nuestra apuesta es ésta: Icónica. Una revista de ensayos, una revista de críticas, una revista de temas, que por un lado hace preguntas y reflexiona sobre la actualidad del cine y que, por el otro, rescata ideas y obras del pasado para hacer memoria y darle nuevos significados desde el presente. Pero además, es un taller abierto y curioso por explorar nuevas ideas e incluir otras visiones. Aquí está nuestro primer número, ¡celebremos juntos!
sin previa autorización de la Cineteca Nacional.
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Icónica 0, primavera 2012 Dossier: Latinoamérica vista desde México Espejos. Algunos cines latinos vistos desde México por un extranjero, Paul Julian Smith 9 ¿Minimalismo mexicano?, Germán Martínez Martínez 15 Cine documental mexicano contemporáneo, Gustavo E. Ramírez 19
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Artículos Camino del metro Coyoacán, Roberto Carlos Obarri Algo sobre el documental y Raymond Depardon, José Luis Bobadilla Vincent Price, Mauricio Matamoros Durán La versión de la versión de Barney, Ricardo Pohlenz
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55 En portada: Somos lo que hay (Jorge Michel Grau, México, 2010). © CCC-Foprocine.
Texto recuperado Eztétyka del hambre, Glauber Rocha Críticas El mal del sueño Bajo la ciudad La vida útil El vuelco del cangrejo Las cuatro estaciones Pez mortal El vampiro y el sexo Entra al vacío Medianoche en París
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Metrópolis restaurada The Walking Dead. 1ª temporada Capitán América: El primer vengador Las Marimbas del Infierno La balada de Genesis y Lady Jaye Así se siente el amor A tiro de piedra De hombres y de dioses Alamar El planeta de los simios: (r)evolución
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Latinoamérica vista desde México Las recientes muestras de cine latinoamericano visto en los foros más importantes del orbe, nos hablan de tendencias específicas que de manera paulatina, pero sólida, han creado una identidad bastante homogénea del quehacer fílmico de la región. Bien entendido, eso no significa que se traten de filmes repetitivos entre una nación y otra, sino en estilos que se adaptan de acuerdo a una realidad social y a factores extracinematográficos –como la crítica situación económica o las ascensiones de gobiernos de izquierda, por citar dos causas– pero que sin duda marcan un derrotero para los realizadores, en su mayoría debutantes o con un par de filmes a cuestas, a lo mucho. Este fenómeno viene marcando pauta desde el último lustro y lejos de aparecer como filmes aislados a ojos ajenos a la idiosincrasia de la región, sobre todo los europeos, parece continuarse y fortalecerse cada vez más. De esta manera bien vale la pena revisar estilos de cine que van desde el llamado minimalismo hasta filmes, por calificarlos de alguna forma, más comerciales; pero que lejos de intentar copiar estilos y formas del cine hollywoodense –por la obvia cercanía de la cinematografía latinoamericana con los Estados Unidos–, plasman su propio sello a géneros tan disímbolos como la comedia, el drama y hasta el documental. Así, este dossier nos presenta una reflexión del académico Paul Julian Smith, que en su condición de extranjero en la ciudad de México, observa el resto de las filmografías del continente, encontrando en ellas vasos comunicantes reconocibles tanto en lo técnico como lo argumental. Germán Martínez, desde su punto de vista de curador de uno de los festivales de cine latino más importantes de Europa, revisa el concepto de minimalista, etiqueta quizás un tanto fácil para el estilo de cine contemplativo y de escases de recursos, pero en la mayoría de los casos de sobrado contenido imaginativo. Finalmente, Gustavo E. Ramírez aborda el reciente cine documental producido en México, a partir de su difusión cada vez más amplia tanto en certámenes especializados dentro y fuera de nuestro país como en su creciente exhibición en salas comerciales, estableciéndose como un contrapeso ideal al cine de ficción propuesto por nuestra industria en los últimos años.
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Espejos. Algunos cines latinos vistos desde México por un extranjero Al comparar tres cinematografías disímiles, la mexicana, la española y la argentina, Paul Julian Smith descubre que, contrario a lo que se pensaría, hay problemáticas compartidas entre Latinoamérica y la península Ibérica, pero también una oferta mucho más compleja de lo que las etiquetas permiten concebir. Por decir lo menos, Latinoamérica ya salió de su autoimagen tremendista. por Paul Julian Smith
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ace poco el crítico de cine mexicano Carlos Bonfil propuso que los cineastas locales se enfrentan a una cruda elección: hacer películas artísticas exigentes para el circuito internacional de festivales —obras que casi no se verán en casa— o producir trabajos comerciales basados en las fórmulas estadounidenses, que tienen mayores esperanzas de distribuirse en México, pero que permanecerán invisibles en el extranjero. Es un dilema que el cineasta Jesús Mario Lozano ha llamado «Mexican cinema contra cinéma mexicain», es decir, la elección forzada entre dos formas de imperialismo cultural: un sector comercial de Estados Unidos con cuyos presupuestos los mexicanos no pueden ni soñar en competir y un circuito de cine de arte cuya estética y fuentes de financiamiento siguen siendo obstinadamente europeas. Abundan los callejones sin salida. Para los directores latinoamericanos es un lugar común, al presentar sus películas en festivales como el de Londres, admitir que no está entre sus planes mostrarlas en casa. Y cuando esos filmes consiguen distribución extranjera es más común que sean vistos en Estados Unidos y Europa que en territorios vecinos. Las estadísticas del IMCINE nos dicen que en 2009 doce largometrajes mexicanos se proyectaron en Estados Unidos, siete en España, seis en Colombia y sólo tres en Argentina, Uruguay y Venezuela. Catorce años después de que se fundara Ibermedia para promover la coproducción en el mundo de habla española y portuguesa, el sueño de un único mercado fílmico lusohispánico y una cultura cinematográfica panhispánica está más lejos de ocurrir que nunca. Más allá de la distribución internacional, las estadísticas de IMCINE dan pruebas de una curiosa desconexión entre la producción y las audiencias locales. Mientras el género favorito de las audiencias mexicanas es la comedia, las películas preferidas por los realizadores son los dramas. Asimismo, aunque la gran mayoría de los espectadores dice estar interesada en los filmes mexicanos «por ser mexicanos», más o menos la mitad de ellos dice que prefiere no ver esas cintas por su supuesta «mala calidad». De ese modo un título parteaguas como Amores
perros, celebrado en el extranjero como el inicio de una exitosa “nueva ola mexicana”, está a la cabeza de la lista de películas recientes que los mexicanos recomendarían y no recomendarían a otros. El nacionalismo cultural está entonces peleado con los hábitos de asistencia, dominados por el duopolio de exhibición de Cinemex y Cinépolis. En el reciente foro “Presente y Futuro del Cine Mexicano”, llevado en paralelo al Festival de Guadalajara 2011, una queja frecuente de los productores y creadores mexicanos era que México no tiene una ley de cine similar a la de España. La última tiene una disposición clave: el traspaso obligatorio de fondos de las televisoras al sector cinematográfico. Y sin embargo, aun con esta diferencia, es impresionante lo similar que la situación de los dos países parece. En ambos, al crecer la producción, la participación en el mercado y la distribución han caído. De hecho, la actitud de las audiencias y la prensa española hacia las películas locales es más hostil que en México, que todavía se beneficia de un nacionalismo cultural residual. Una caricatura en un periódico muestra a un patólogo examinando un cadáver, quien anuncia que la causa de muerte fue «ver demasiado cine español». La audiencia local se sintió indignada cuando el premio a la mejor película 2008 de los Goya cayó en la austera cinta de arte La soledad y no en la lograda película de terror El orfanato (“presentada” por Guillermo del Toro). La gente de la industria no coincide con el público: el cine español, como su equivalente mexicano, es financiado de manera abrumadora por fuentes públicas. Los proyectos presentados buscan entonces satisfacer, no el gusto de las audiencias locales, sino el de los organismos financieros de los que depende la producción. Un paralelismo más entre los dos países es el papel de la prensa. Algunos críticos prominentes tienden a no promover una cultura cinematográfica fructífera en la prensa general. Jorge Ayala Blanco, respetado por su trabajo académico enciclopédico sobre la exhibición de cine en México, ha dado, sin embargo, rienda suelta a una retórica inclemente en sus reseñas de películas en exhibición. Más recientemente, Carlos Boyero, crítico en jefe en El País, el diario dominante en España, se ha
Página izquierda: Toma de El orfanato, película que hizo patente la brecha entre los gustos de la industria y el público en España.
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Año uña, ejemplo de un cine desafiante que ha logrado escaparse del minimalismo y tener distribución comercial en algunos países.
dado gusto generando polémicas virulentas con figuras como Almodóvar. Ambos países también carecen de revistas mensuales serias como Sight & Sound o Cahiers du cinéma, que pudieran complementar las controversias de los medios masivos, aunque en México estén Cine Toma y la revista donde escribo, y España tenga su propia edición de Cahiers, que se vale de colaboradores locales al tiempo que se alía con el modelo francés de la autoría y la cinefilia, que se considera obsoleto por amplios sectores de los países de habla inglesa. El estado del cine latinoamericano parece terminal entonces. Sin embargo, antes de abordar dos casos específicos de películas latinoamericanas que han conseguido distribución amplia y cierto éxito, me gustaría presentar un modelo alternativo —y más optimista— de los factores institucionales esbozados arriba. En primer lugar, la división binaria entre cine comercial y de arte (entre Estados Unidos y Europa) ya no se sostiene tan firme. El mismo Bonfil, un defensor convencido de la autoría y un crítico del TLC, ha observado que directores estadounidenses anteriormente de públicos pequeños, como los hermanos Coen, se han movido hacia posiciones más céntricas sin sacrificar su marca artística. Con su primera película, Así, Jesús Mario Lozano ha creado, junto con otros directores (Gerardo Naranjo, Jonás Cuarón), un tercer tipo de cine, que no es ni de minimalismo austero ni servilmente comercial, combinando la experimentación artística con una narrativa amena. Es de notar que tanto Año uña, de Cuarón (una delicada historia de amor contada en su totalidad con fotos fijas), como Voy a explotar, de Naranjo (una película juvenil en jump-cut), obtuvieron distribución comercial en mercados como el británico a pesar de su técnica desafiante. Otra manera de entender el campo audiovisual en Latinoamérica sería mediante una triple división alternativa: filmes destinados para los festivales de cine, a menudo de estilo minimalista y patrocinados por fuentes extranjeras, como Róterdam y Sundance; cintas comerciales como las burdas comedias nacionales, que nunca se ven afuera y que
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suelen alardear contenido localista; y, en medio, las “películas de prestigio”, producciones transnacionales con grandes presupuestos, temas ambiciosos y un ojo en los Óscares (Babel, El laberinto del fauno). La distribución también es más compleja de lo que parece a primera vista. Mientras los autores latinoamericanos se quejan por la falta de exhibición nacional (y no pueden capitalizar sus proyectos sólo en el circuito de festivales), las audiencias de habla inglesa ahora parecen estar más abiertas a una amplia gama de productos dentro de la categoría de las llamadas “películas en lengua extranjera”. Hace poco Sight & Sound destacaba un nuevo fenómeno con carácter de nicho propio: la atracción continua hacia la películas de terror en lengua española. Aunque la mayor parte de tales títulos se producen en España (Kilómetro 31 es una excepción), en realidad son transnacionales, beneficiadas por factores como el patrocinio de Del Toro (ya mencionado arriba) y por la moda del terror japonés, que aclimató a los fans del gore a los subtítulos. Por consiguiente la identificación exclusiva del cine extranjero con el cine de arte está en entredicho, ya que los espectadores están dispuestos a buscar emociones en territorios, géneros y medios cada vez más diversos. Las estadísticas de IMCINE son particularmente útiles aquí. Con una audaz investigación sobre el video pirata y las descargas ilegales, la institución gubernamental ha descubierto que ambos medios proveen de una oportunidad muy valiosa (aunque, una vez más, no capitalizable) para el descubrimiento del cine mexicano, tanto contemporáneo como histórico. Estos nuevos medios son entonces promotores involuntarios de una cultura audiovisual local abandonada por el duopolio de exhibición. Y aunque ahora los canales de televisión mexicanos financian raramente al cine, IMCINE sugiere que la televisión ya no es un vasto baldío. Los canales especializados proveen acceso constante a títulos del pasado que van de clásicos de la Época de Oro a comedias y cintas de ficheras, malas pero queridas; las dos televisoras abiertas aún programan películas nacionales exitosas; y con la convergencia de personal entre los dos medios, la ficción televisada se ha vuelto más cinematográfica. Pienso,
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Derecha: Voy a explotar, de Gerardo Naranjo, muestra de “un tercer tipo de cine”. Abajo: La mujer sin cabeza, un trabajo que, sin dejar de lado las posturas políticas del cine latinoamericano, tiene una complejidad discursiva que la salva del panfleto.
de hecho, que series como Las Aparicio (hecha y transmitida fuera del duopolio por Argos-CadenaTres y transmitida en Estados Unidos por el canal de habla hispana Telemundo) es más innovadora en lo artístico y lo social que muchas películas de México y de otros países. Hemos visto que los críticos de cine reconocidos no siempre han ayudado a crear una cultura audiovisual sana. Pero las iniciativas informales, en casa y el extranjero, podrían ayudar a sortear la brecha. En el Distrito Federal la nueva Casa del Cine, que no recibe fondos públicos, promueve la cultura fílmica en el sentido más amplio: da cámaras para visitas a pie por el Centro Histórico, ofrece talleres de preparación para las competitivas escuelas de cine, y proyecta películas recientes, locales y extranjeras, en una sala cómoda y de costo inusualmente bajo. Idealmente, este tipo de iniciativas privadas debería, por supuesto, trabajar en concierto con instituciones públicas inestimables —como la Cineteca— que tienen un público diferente. No conozco ningún proyecto similar en el Reino Unido o Estados Unidos. En Nueva York, sin embargo, Cinema Tropical, una organización sin fines de lucro, se ha esforzado por diez años en crear una cultura audiovisual iberoamericana con alcances más o menos similares. Distribuidora imprescindible en Estados Unidos del cine en español y portugués, Cinema Tropical también organiza eventos de promoción frecuentes que atraen audiencias más allá del gueto académico. Su objeto consciente es formar o crear públicos para el cine latinoamericano (una frase también muy usada en el foro de Guadalajara). Ello requiere una intervención activa en medios sociales y una redefinición de la autoría y la cinefilia de vieja escuela que puedan ser copiadas productivamente en otros lados. Un acto promocional reciente de Cinema Tropical fue realizar una encuesta entre críticos neoyorkinos sobre las diez mejores cintas latinoamericanas de la década. Sorprendentemente las tres películas de Lucrecia Martel entraron al top ten. Para concluir, entonces, voy a ocuparme de dos películas recientes que han recibido distribución internacional (incluyendo una de Martel) que, me parece, encarnan los cambios recientes en la comprensión de qué se considera cine latinoamericano. Ahora bien, La mujer sin cabeza parece personificar al cine de arte tradicional por antonomasia. Con su anécdota mínima (¿la protagonista burguesa atropelló a un niño pobre con su coche?) se deleita tanto a nivel narrativo como formal con su oblicuidad. No hay conclusión para
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DOSSIER el enigma inicial y el encuadre descentrado no permite una visión clara de la acción. Estamos tan aturdidos y desorientados como el personaje principal de Martel. Lo llamativo es que la película cumple a medias con lo que la audiencia tradicional espera del cine latinoamericano. Es probable que muchos cineastas mexicanos, más preocupados por la estética, ya no sientan la necesidad de ser explícitamente políticos. Martel también, desde su localidad marginal argentina (la región de Salta) ofrece una propuesta estética muy elaborada en sus tres películas. Sin embargo, no deja de permitir las lecturas políticas que los públicos europeos y norteamericanos esperarían, al menos hasta hace poco, del cine latinoamericano. Así, cuando presentó su película en la galería londinense Tate Modern, Martel, quizá sorprendentemente, afirmó que su película, de temporalidad ambigua, era una alegoría de la dictadura militar argentina y una advertencia ante la complacencia burguesa de nuestros días. Mi segundo ejemplo es Somos lo que hay, de Jorge Michel Grau. Al parecer muy diferente, esta película mexicana de caníbales comparte con Martel este doble mensaje hacia la audiencia. Ya vimos que, con los cambios en el entendimiento de qué significa cinefilia, los fanáticos de las películas en lengua extranjera están más abiertos a los filmes de género. Aunque evita los excesos de la pornotortura, de todos modos Somos… ofrece algunos estremecimientos de horror corporal a fuego lento: por
ejemplo, la madre y la hija del clan caníbal cortan en pedacitos un cadáver; y la película comienza con una vistosa secuencia donde el pater familias muere vomitando un líquido negro en un centro comercial. Pero, como sugiere este último ejemplo, Somos… también funciona como una parodia mordaz de la modernidad mexicana donde un consumismo aséptico y una sordidez visceral se yuxtaponen. Aunque la metáfora sociopolítica es a veces explícita —un patólogo observa «cuánta gente se come a otra en esta ciudad»— no es tan intrusiva como para espantar a los fanáticos del cine de género ansiosos de sangre. Del mismo modo, pero a la inversa, la experta puesta en escena de Somos…, su ritmo mesurado y su estilo discreto, aseguran a los admiradores de las películas en lengua extranjera que esta película tiene suficiente rango cultural como para merecer su atención cinéfila. Estos ejemplos sugieren que la condición del cine latinoamericano, en nivel local y mundial, no es terminal. Aunque los peligros del doble imperialismo cultural y las restricciones de exhibición de los duopolios siguen siendo graves, el reto es que los nuevos creadores de talento adopten innovaciones en la distribución. Quizá entonces puedan crear, en colaboración con audiencias nuevas y más flexibles, una cultura audiovisual nueva y más placentera.• Traducción de Abel Muñoz Hénonin revisada por el autor
Somos lo que hay, al mismo tiempo cinta de género y parodia de la modernidad mexicana.
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¿Minimalismo mexicano? Para entender las implicaciones del término “minimalismo mexicano” se puede hacer una exageración: considerarlo o una corriente estética o una estrategia para un mercado pequeño, el de festivales y cinetecas. Pero dicha dicotomía es demasiado fácil y comprender el fenómeno requiere una reflexión más detenida. por Germán Martínez Martínez
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er director de programación de un festival me ha llevado a reconocer plenamente que el cine no se limita al cine que a uno le interesa. Pienso que lo deseable es que la divulgación y discusión, de y sobre el cine, sea lo más plural, dentro de parámetros de calidad y goce para públicos específicos. Así pues, la atención exclusiva, o enfática, sobre cierto tipo de cine, por exhibidores y críticos, me parece, presenta un panorama distorsionado de la realidad cinematográfica. Por eso, cuando se me solicitó un texto sobre “minimalismo mexicano” reflexioné sobre cómo buena parte de los comentarios que se asumen como enterados al hablar sobre cine mexicano han tendido a referirse, en años recientes, a tal “tipo” de cine; pero, ¿es acertada y ayuda en algo tal caracterización? Empecemos, entonces, con la popularidad de la etiqueta “minimalismo”. En días posteriores a la propuesta encuentro ese término en varias descripciones del cine mexicano actual: «la ya machacona tendencia del cine mexicano del último lustro hacia el minimalismo y el anticlímax (Lake Tahoe, de Eimbcke, Parque Vía, de Rivero, Párpados azules, de Contreras, Sangre y Los bastardos, de Escalante, entre decenas más, todos encabezados por Carlos Reygadas…)»¹. Poco después, oigo a Jaime Humberto Hermosillo presentar una película suya, hecha en formato digital, calificándola como “minimalista”. En mi opinión, Hermosillo preparaba al público para el tipo de narrativa que habría de ver. La popularidad del término es innegable y resulta obvio que la calificación se ha adoptado por extensión, no por referencia directa a la tendencia artística del siglo XX. Se ha buscado un calificativo general, suponiendo que estas películas estarían exentas de elementos superfluos y recurrirían a los mínimos recursos necesarios. Ésta es una de las razones por las cuales el término “minimalismo” sirve sólo si se adopta la facilidad de una etiqueta equivalente a la imprecisa denominación de “cine comercial”, que quiere englobar tanto a una comedia romántica como una película de acción sin aclararnos mucho ni social ni estéticamente. Un vistazo a producciones recientes de otras regiones del mundo, incluyendo países de diferente desarrollo, ofrece ejemplos de este cine con, entre otras características, la participación de no actores, tomas y planos secuencia prolongados y argumentos no tradicionales (sea por 1
Mino Gracia, Fernando. “Ayala Blanco: iconoclasta del cine mexicano”. Blog de La
su aparente exigüidad, en que en un extremo “no pasaría nada”, aunque algunas de estas películas cuentan historias sumamente intrincadas, o por otros recursos narrativos que pretenden ser novedosos, pero que frecuentemente tienen décadas de uso). Se me viene a la mente Albert Serra (España), Aleksándr Sokúrov (Rusia), Béla Tarr (Hungría), Bruno Dumont (Francia), Pedro Costa (Portugal); y como muestras de películas latinoamericanas disfrutables en esta vena, las de la argentina Celina Murga, por no hablar del que acaso sea el más grande de los cineastas contemporáneos, minimalistas o no, Abbas Kiarostami. Por cada uno de los largometrajes de Murga hay en su país un buen número de cintas auspiciadas por la Universidad del Cine que, ajustándose nominalmente a rasgos similares, tienen resultados diversos. Por otra parte, es un hecho que hay fondos de financiación internacional que favorecen este tipo de producciones en regiones como América Latina. Dado que se trata casi siempre de películas que muestran algo que se concibe como vida sencilla, esto tiende a promover la reiteración de imágenes estereotípicas de países “pobres”. Basta, no obstante, con recordar un poco la historia del cine para ver que muchos recursos de este tipo de películas provienen del cine europeo, por ejemplo, de nuevo hace décadas y en diferentes vertientes, Robert Bresson y Vittorio De Sicca echaron mano de no actores. Ante esto, la primera precisión respecto al “minimalismo mexicano” es que este tipo de cine no es en forma alguna exclusivo, o distintivo, de México. La directora del Festival de Morelia, Daniela Michel, declaró en Cannes: «La gran mayoría de las obras que recibo en la convocatoria que hace el Festival de Morelia revelan un cine contemplativo, como el de Nicolás Pereda (Verano de Goliat, Perpetuum mobile), Amat Escalante (Los bastardos, Sangre) y Fernando Eimbcke (Temporada de patos y Lake Tahoe)»². Si se analizan las cintas referidas por Michel se encuentra que, por ejemplo, los personajes de las películas de Eimbcke tienen poca relación con los de Los bastardos. Me parece, por otra parte, que es un paso adelante del término “minimalismo” describir estas películas como contemplativas. Sin embargo, simultáneamente, Michel usó otra descripción, al decir: «la principal tendencia en México es lo que se llama slow cinema». Esta 2
Ésta y las siguientes declaraciones de Daniela Michel provienen de: Echeverría,
Tempestad, Monterrey/México, 9 de mayo de 2011.
Ana María. “El narco no domina en la filmografía mexicana”. El Economista,
http://www.latempestad.com.mx/view/blog.php?id=212.
México, 23 de mayo de 2011, p. 49.
La obra de Fernando Eimbcke ha sido etiquetada de minimalista aunque el término no le haga total justicia. Una imagen de Lake Tahoe a la izquierda.
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DOSSIER frase, “cine lento”, que cabrá discutir en otra ocasión por su escasísima utilidad (a pesar de la presencia que le dan publicaciones como la británica Sight & Sound), poco esclarece sobre si hay lazos en común entre una comedia como Temporada de patos y un relato de tipo trágico como Sangre. El así llamado “minimalismo” no es uniforme. La segunda precisión es, entonces, que dentro de este conjunto de películas hay una diversidad que por apreciación cinematográfica no es saludable pasar por alto. La cartelera general ha ofrecido a través de los mismos años del “minimalismo” películas de realizadores del mismo rango de edad y de estilo muy diferente, que no buscan al público de los festivales y las salas de arte, sino a un público más amplio; además, por supuesto, de lo producido por otras generaciones de cineastas. Pueden mencionarse las películas nominadas y la ganadora del Ariel 2011. Entre las nominadas en diferentes categorías hubo cuando menos dos películas de época (El atentado e Hidalgo, la historia jamás contada), y una de ciencia ficción (De día y de noche). Este último, por cierto, es un género en el que varios jóvenes directores se están enfocando (la efectividad de sus películas es otra cuestión). La principal ganadora del Ariel, El infierno, una historia de narcotraficantes, difícilmente es “minimalista”, y ha sido considerablemente más taquillera que muchas “minimalistas” (sin que esto implique abogar por la aceptación numérica para juzgar el cine, pero la mayor popularidad relativa de cintas como El infierno es un hecho social). La misma Michel declaró también que: «La producción cinematográfica en México es ecléctica, como lo es la del cine mundial». Esto, fuera del énfasis de los festivales en el cine “contemplativo”, es lo que más se
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acerca a la realidad del cine mexicano de nuestros días. Si bien abundan películas con las características mencionadas aquí —y es claro que los directores de referencia se repiten—, el cine mexicano como industria está presentando mucho más que “minimalismo”. La realidad del cine mexicano hoy, de su industria y su consumo, es sumamente diversa. Si se piensa, entonces, que el supuesto cine “minimalista” es el importante, cabría preguntarse, ¿qué hace transcendente a una película, su nivel de audiencia, sus repercusiones culturales? Ante lo anterior, la tercera precisión es que por lo menos es impreciso caracterizar al cine mexicano como minimalista, pues ese no es todo el cine mexicano, ni necesariamente será el que trascienda en el tiempo, la cultura o la experiencia de los espectadores; sino que es sólo el cine de algunos directores jóvenes. ¿Qué pasa entonces con este cine para festivales, hecho en México, que simultáneamente parece ser aceptado por algunos como el cine de arte y por otra parte causa incomodidades en algunos comentaristas y segmentos del público, tanto cinéfilos como ajenos al cine de arte? Varias de
El cine mexicano reciente tiene un panorama muy amplio. Aquí El infierno, éxito comercial en 2010.
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Cintas como El calambre obligan a preguntarse si el minimalismo basta para lograr calidad.
las películas son valiosas, pero muchas más, fallidas. A mí no me parece, como escucho decir a varios aficionados al cine, que las limitaciones de este tipo de películas se deban al oportunismo de sus creadores para ingresar al circuito de festivales internacionales, en substitución del trabajo para desarrollar una estética propia; aunque esto quizá ocurra en algún, o algunos, casos. Con todo y eso, ver algunas de estas películas no es motivo de placer, salvo que uno suspenda voluntariamente sus exigencias de cinéfilo y esté dispuesto a tomar gato por liebre. Si bien la tecnología digital facilita este tipo de producciones, yo considero, y la indagación atestigua, que la mayor parte de estas cintas están hechas con todo el empeño posible por sus realizadores. Puede tratarse entonces de que los talentos de algunos de estos directores, y otros involucrados, estén sobre todo en la capacidad para formar y coordinar equipos, en cierta instrucción técnica, en la habilidad para obtener financiamiento nacional e internacional, en las dotes de negociación para la distribución, etcétera. Estos juicios, por supuesto, están abiertos a discusión y en los mejores casos, los pocos que alcancen a perdurar, será justamente pasado el tiempo y ponderadas las obras, que se apreciará su justo valor. Por ejemplo, El calambre, inspirada en una pieza literaria prestigiosa por su autor premiado con el Nobel, me parece una película globalmente no lograda. Más allá de que la anécdota no resulte clara y de que la relación entre los personajes pueda ser esquemática, no me complace su calidad —o falta de calidad— en la imagen, que su director, Matías Meyer dice fue buscada (el “cine imperfecto” fue, sin embargo, una propuesta de los años sesenta del siglo pasado, y el cine mal hecho ha existido siempre). No obstante, El calambre muestra las dotes de director que Meyer tiene para conducir a sus actores y logra una secuencia memorable de los personajes en un banco de lodo. Es probable que Meyer tenga una sensibilidad que más desarrollada, y tras obtener más oficio, dará buenos
frutos. Más aún, ¿cuántas imágenes perdurables necesita una película para ser buena? El punto de partida de este tipo de películas, según sus espectadores y creadores, es que se trata de hacer arte. Sin embargo, justamente los elementos de semejanza que mencionamos al principio, hacen pensar que estas películas buscan satisfacer las expectativas y apelar a la experiencia cinematográfica de cierto público, acaso condicionado a consumir predominantemente este cine. Esto puede ser legítimo, pero va a contracorriente de los paradigmas artísticos que tanto los directores como los espectadores de tal cine identifican como sus motivaciones, que serían radicalmente personales. De esto surge la cuarta y crucial precisión respecto al mal llamado cine “minimalista”: se trata de un producto para un público específico, no del lugar de residencia ni de la calidad artística, ni de la trascendencia cultural. Aun siendo “exitosas” en festivales, y pasando después a círculos de exhibición de cine etiquetado como serio, la mayoría de las películas “minimalistas” está muy lejos de tener impacto cultural o social más allá de la reproducción de sí mismas y del entorno que las cobija: hago películas como las que veo para quienes van al cine conmigo y ven el cine como yo lo veo. ¿Es este solipsismo compartido a lo que el arte cinematográfico puede aspirar? Así como se dice que hay fórmulas en el cine de Hollywood, la realidad, probada en México y el mundo, es que paradójicamente también existe un formulismo en el cine de autor: algunas de las películas de jóvenes directores mexicanos son, como las vilipendiadas cintas de Hollywood, productos de consumo aspiracionales para una audiencia que prefiere identificarse a sí misma como cercana al arte y, sobre todo, superior al consumismo, a pesar de su participación en el mismo y de su lejanía de la experiencia estética. La realidad que persiste, por fortuna y desventura, es que la dignidad artística está limitada a unas cuantas obras, hoy como ayer, en México y más allá.•
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Cine documental mexicano contemporáneo En la actualidad, el documental en México posee una relevancia inaudita. Sin embargo, más importante que dicho boom es el replanteamiento que hace de las realidades de nuestro país. En lugar de reforzar la idea de unidad, muestra un México diverso tanto en contextos urbanos como rurales. por Gustavo E. Ramírez C.
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puntalada en un desarrollo tecnológico sin precedentes en la historia de los formatos audiovisuales, la asunción de lo digital como plataforma de producción low cost ha significado una revolución en la creación cinematográfica de nuestros días, objeto de innovaciones tecnológicas, nuevas posiciones creativas y propuestas estilísticas que paulatinamente van recorriendo las fronteras de lo que conocemos como cine hacia nuevos territorios. No exento de este proceso, el documental ha encontrado una región fértil en las artes, las ciencias sociales y el activismo, campos que lo llevan mucho más allá del estancamiento formal o de las casi siempre superficiales clasificaciones genéricas. Ante una audiencia cada vez más interesada en conocer historias que provengan de universos al mismo tiempo propios y ajenos, el documental mexicano de los últimos años ha sido protagonista de una especie de boom, al pasar de ser un género un tanto marginal durante la década de los noventa (después de un breve periodo de “bonanza” entre mediados de los setenta y principios de los ochenta, sobre todo en su vertiente ilustrativa del indigenismo oficial) a ser una propuesta teórico-cinematográfica de vanguardia, en mi opinión, oportuna en el contexto de una sociedad mexicana que necesita reconocerse a través del conjunto de sus performances sociales, latitudes sensoriales y variadísimas visiones del mundo, todas éstas, expresiones fractales de una idea de nación, por fortuna, hace tiempo desvirtuada. Si su crecimiento es evidente, el brote de espacios especialmente dedicados a su exhibición en nuestro país es una de las primeras señales de un repunte en la producción y valoración del cine documental mexicano en su modalidad no televisiva. Foros y encuentros fílmicos de cine independiente como DOCSDF, Ambulante, Contra el Silencio Todas las Voces, el Festival de la Memoria y Escenarios —éste último, foro de discusión sobre cine documental organizado cada dos años por el Centro de Capacitación Cinematográfica— presentan una programación que conformada exclusivamente por documentales, no sólo fomenta la reflexión
enfocada y académica en torno a las distintas formas de no ficción en el cine, sino que abren la posibilidad de que tanto un público especializado como uno general se acerque a obras audiovisuales que podrían no encontrar un espacio de exhibición en la cartelera o distribución comerciales. En México, encuentros consagrados como el Festival Internacional de Cine de Morelia o el Festival de Guadalajara, dedican importantes secciones de su programación al cine documental en distintos formatos, llegando a presentar, como sucedió en el Festival de Guadalajara de 2011, más documentales mexicanos en competencia que cintas de ficción, situación que habría sido sencillamente impensable hace algunos años. Gracias a la masificación de formatos de fácil reproducción como el CD y el DVD, sumados a la red como recurso de propagación a gran escala y a decenas de gadgets para transformar, editar, copiar y reproducir información, la posibilidad de extraer un gran volumen de datos gráficos a través de internet, combinada con la popularización de dispositivos de lectura de audio y video a bajo costo, han hecho del cine un bien de consumo popular allende las salas de exhicibición cinematográfica. Un gran segmento de la población, aislado del cine no difundido a través de la televisión abierta, es parte de una nueva audiencia no contemplada en las estadísticas oficiales de distribuidoras y exhibidores. A través de mecanismos ilegales, semiindustriales y semiclandestinos (pero quizá no del todo ilegítimos) como la piratería, películas que abordan temas de interés específico para ciertos estratos populares de la población, se convierten, incluso antes de su estreno comercial, en auténticos hits de recepción, desencadenando una forma de difusión popular que muchas veces supera al aparato de propaganda comercial desarrollado por los exhibidores. Si bien el documental mexicano ha protagonizado fracasos de taquilla que lo colocan como una opción económicamente poco redituable para los consorcios de exhibición, su propuesta, consistente en una aproximación concreta a fenómenos que pueden tener como eje la cotidianidad y los imaginarios del sector popular, ha sido uno de
Página izquierda: Un grupo de maras en el rito de tatuarse, en La vida loca.
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Los ladrones viejos, un retrato de la sociedad capitalina de los años 60 y 70 a través de héroes-ladrones.
los principales beneficiarios de la reproducción y recepción masiva de obras audiovisuales. Tras ser el centro de un ultramediatizado escándalo de censura a nivel nacional, Presunto culpable, filme que denuncia la fabricación de culpables y la enorme corrupción de autoridades judiciales y carcelarias del país, inundó los puestos piratas de muchas ciudades, al igual que La vida loca (2008), que culminó con la trágica muerte de su realizador, Christian Poveda, en manos de los maras, a quienes había documentado en la película. La rápida expansión del documental en barrios y zonas populares de México es el resultado de la combinación entre ruido mediático, amarillismo y circunstancias que —de una manera u otra— resultan cercanas a la realidad social de sus consumidores. Otros ejemplos de documentales que han cruzando la frontera social para propagarse de forma poco anticipada, y sin demasiada difusión mediática, son: J.C. Chávez (Diego Luna, 2007), sobre el afamando ícono del box nacional, y Los ladrones viejos (2007), de Everardo González, éste último, extraordinario retrato de la sociedad capitalina que durante los años sesenta y setenta albergó a figuras criminales paulatinamente convertidas en símbolos populares de astucia, rebeldía y, paradójicamente… justicia. Tratamiento creativo de la realidad/actualidad, como fue definido por el teórico canadiense, productor y cineasta Jonh Grierson a mediados del siglo XX, el cine documental de nuestros días no sólo refleja una postura de análisis, reflexión o denuncia ante un tejido de lo real capturado por la cámara de cine o video; representa, sin duda alguna, una plataforma de acción simbólica a todos los niveles del escenario plasmado. A través de la interacción entre realizadores, personajes en “escena” y receptores, un sinnúmero de códigos culturales, expresiones ideológicas y posiciones morales provenientes de mundos distintos, paralelos, contrarios o simbióticos, se vierten en un molde acaso delimitado por estructuras políticas y formas estéticas no siempre conscientes o rotuladas. En Voces
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de la guerrero (2004), por citar un ejemplo particular, un grupo de chicos de la calle son instruidos por los miembros del colectivo audiovisual Homovidens para autodocumentar su vida cotidiana en zonas marginales de la colonia Guerrero, Distrito Federal. El resultado es un complejo tratado etnográfico de sueños e ilusiones desplazadas por una sociedad citadina anestesiada en la mediocridad. La visión de los realizadores, los comunicólogos Adrián Arce y Diego Rivera y el antropólogo Antonio Zirión, toma parte en este fresco digital para imprimir cohesión y forma a un documento que, más allá de los testimonios, nos da un tour sin intermediarios a través del olvido y la desigualdad de muchos. A través del filtro polifónico de voces, sentidos, símbolos y estilos, la no ficción mexicana ha encontrado temas que recorren de lado a lado la extensión geográfica y fenoménológica de la llamada “cultura nacional”. Ubicada en otro hemisferio del binomio cultural campo/ciudad, la ruralidad ha constituido una dimensión profusamente abordada por muchos documentalistas contemporáneos, quienes ensayando sobre un universo intervenido a través de la lente y el montaje, nos acercan a los complejos procesos de reconstrucción, deterioro e hibridación de un campo nacional atravesado por la crisis cultural de indelebles trasformaciones. Portadora de este espíritu, Toro negro (Pedro González Rubio y Carlos Armella, 2005) es una soberbia ilustración de la vena transgresora que habita en cierta clase de documental mexicano reciente, al convertir la proximidad de la cámara de video en un catalizador dramático de personajes y situaciones que alcanzan su límite durante el registro. Fernando Pacheco, personaje principal de la película, es un visceral y temerario torero/clown de 24 años con un pasado oscuro y una vida turbulenta en un pueblo maya del este de Yucatán. Al mismo tiempo repudiado y admirado, pasa su día borracho mientras mantiene una conflictiva y compleja relación con su mujer embarazada, Romelia, quien le dobla la
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El mundo rural, tan mitificado por la Revolución ha encontrado una imagen a la vez más cotidiana y más poética en cintas como Los herederos.
edad. El documental retrata sin concesiones la intimidad en la vida de “El Suicida”, como se le conoce en su pueblo natal, acercándose al personaje sin juzgar sus códigos morales, la brutalidad de algunos de sus actos o el frenesí autodestructivo de su estilo de vida. Hasta ahora no editada en video ni exhibida comercialmente, la película es un ejemplo de cine documental independiente congelado, casi siempre al margen de la distribución comercial y con poquísimas posibilidades de ser exhibido. Otros trabajos representativos de la renovada visión documental del México rural son: Los herederos (Eugenio Polgovsky, 2008), una especie de sincrónica sinfonía audiovisual sobre el trabajo infantil en comunidades indígenas; Los que se quedan (Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman, 2008), sobre el complejo fenómeno migratorio desde la perspectiva de aquellos que ven partir a sus familiares a Estados Unidos, y XV en Zaachila (2002), de Rigoberto Perezcano, quien a partir de un impecable tratamiento cinematográfico marcado por el uso de recursos formales del cine trasladados de manera exitosa al territorio del documental, logra un épico y divertido registro de los quince años de Nashieli, una habitante del pequeño pueblo del título, Zaachila, Oaxaca. La cinta expone de manera hilarante el surrealismo involuntario de los ritos populares, verdaderos actos sociales de catarsis en muchos lugares de México. A pesar del esporádico surgimiento de obras que rompen con el desgastado esquema del cine de ficción en México, la producción de los últimos años se ha caracterizado por un lamentable estancamiento de recursos y fórmulas narrativas. Ante este panorama, pero lejos de la esclerosis creativa o la repetición estéril, el documental gana cada vez más terreno en países como el nuestro, donde incluso en el ámbito del cine de ficción resulta evidente su influencia temática, narrativa y estética. Más allá de ser un “espejo de la verdad” o un mecanismo fiel a un entramado dispuesto de manera aleatoria ante los dispositivos de registro (cámara, micrófonos), el documental lleva a cabo una traducción compleja de la realidad, deconstruyéndola a partir de cortes precisos de disección que después la rearticulan en nuevas sintaxis de enfoque y significación. Como ensamblaje en equilibrio entre la reinvención de lo real y la exploración imaginativa del entorno, su territorio resulta cada vez más impreciso, sin que esto implique vaguedad, pues da cuenta de una mayor expansión expresiva que rebasa los linderos entre géneros y clasificaciones.
La reconstrucción de la realidad hecha por el documental no desemboca en una desvalorización de los hechos o situaciones retratados, encapsulados en cuadros de movimiento y bandas de sonido; encarna sin embargo, una intervención creativa que magnifica las posibilidades de reflexión para un público que más que espectador se convierte en componente de la obra. Tomando en cuenta todos los factores en juego, surgen algunas preguntas: ¿hacia dónde se dirige el cine documental mexicano de nuestra época?, ¿cuál es su papel en el contexto de una sociedad nacional que hibrida sus códigos culturales entre la identidad local y el empuje de lo global como macroescenario en tránsito? Las respuestas, ya vengan de posiciones estéticas relacionadas con la creación autoral, o de procesos mediáticos de análisis, difusión o entretenimiento, deberán de buscarse en la imaginación colectiva de una sociedad contemporánea cuya documentación en imágenes comienza a formar tejidos.•
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Textos sueltos
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Camino del metro Coyoacán Todos hemos ido rumiando una película después de salir de verla. En cierto modo las imágenes que recordamos se sobreponen con las del mundo y nos transforman. Este ensayo reflexiona sobre esa experiencia tan propia del cine por Roberto Carlos Obarri A Evelin Rodríguez
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ucede que a veces salir del cine no es sino seguir en el cine. Finalizada la película salimos al exterior y nuestra percepción parece envolver en papel de plata las calles, los coches, las paredes, los semáforos. Los ojos, impregnados de imágenes en movimiento, condensan lo posible y lo pasado, inundando la mirada de memoria imaginaria. En la pupila convergen y se superponen unas a otras visiones y voces que parpadean y se apagan, mientras los faroles iluminan el camino de vuelta a casa, con ese susurro tintineante que parece sugerirnos seguir dormidos, soñar despiertos. Volvemos a nuestro mundo después de haber estado sumergidos en la temporalidad de la película, pero seguimos empapados de imaginación cinematográfica. Volvemos al cuerpo que vuelve a casa, con el presentimiento de estar poseídos.
dispositivos perceptivos y las disposiciones afectivas, vamos adhiriéndonos a la narración, sin darnos cuenta de que también nuestra propia existencia discurre, imperceptible, por el doble raíl de la memoria y el deseo.
Sucede que a veces entrar al cine no es sino acceder, a través de una ventana fantástica, a nuestro propio mundo recreado. Comienza la película, la motricidad del cuerpo se minimiza, y la percepción, a través de la vista y el oído, se intensifica. La máquina de cine proyecta imágenes en movimiento sobre una pantalla. A su vez, la pupila del espectador refleja esas imágenes. Entrevemos en las imágenes el reflejo de nuestra historia, tan imaginada como imaginaria. La vista y el oído, sentidos de la distancia, nos introducen en un viaje por el tiempo en el que la percepción se deja atravesar hasta la dimensión de los afectos y las emociones. Poco a poco, a medida que el filme discurre por los
En el cine se confunden dos géneros de experiencia, la diegética y la mimética. Según la primera, se accede a una historia que la película nos narra. Hay un principio y un final, y los acontecimientos se configuran según una o varias tramas o intrigas. Según este aspecto narrativo, la película representa una experiencia ficcional, y en este sentido, la vida en el cine se diferencia de la vida en la calle. Pero, por el lado de la mimesis, en la experiencia cinematográfica se reconocen objetos de nuestro mismo mundo, así como sus funciones en la vida práctica. De igual modo, asociamos las acciones y las pasiones de los personajes con nuestros propios sentimientos, y así, entrevemos nues-
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De los muchos cines en donde echó a rodar mi destino, tengo muy presente en el recuerdo la Cineteca Nacional de México, donde pasé horas dejándome hipnotizar por el sueño cinematográfico. Después de cada película, de camino a casa, me dejaba llevar por las sensaciones y los pensamientos que el cine me contagiaba, sin encontrar las mejores palabras para describir aquello que presentía. Las fui encontrando poco a poco, gracias a algunos libros, y sobre todo, gracias al hecho de volver y volver una y otra vez.
tro mundo a través de la pantalla. Los acontecimientos de la película son vividos como si sucedieran en el mismo mundo en el que nosotros vivimos, si bien en otro tiempo y en otro lugar. En este sentido, la vida en el cine se asemeja a la vida en la calle. Las películas nos recuerdan la vida, aquella que creemos conocer. Pero también la vida, de vez en cuando, nos recuerda las películas. El cine nos tienta, dentro y fuera de las salas, a sentir la vida como una historia, como un relato cinematográfico. Mientras dura la película, se segregan en el espectador otras imágenes además de las que aparecen en la pantalla. Imágenes de lo posible y de lo pasado, recreadas involuntariamente por el efecto de las imágenes cinematográficas, caracterizadas por una alta pregnancia. A cada espectador suele corresponder un estilo preferencial, un género cinematográfico, unas películas concretas en las que se reflejan y expresan con un mayor índice de seducción sus deseos. El espectador se expone entregando su experiencia a fuerzas y sentidos que atraviesan su cuerpo al tiempo que escapan a su voluntad. No es fácil adivinar en qué momento vamos a encontrarnos con nosotros mismos, en qué momento va a emerger un recuerdo o un deseo olvidado. Se apagan las luces en la sala de la Cineteca, aparece en la pantalla, por ejemplo, la luna de Méliès, y descubrimos, en el espejo del imaginario, a aquel que queremos o que podemos ser, a aquel que quisimos o pudimos ser. Comienzan a girar las aspas de los gigantes de Don Quijote, y el mundo del que
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Las películas nos recuerdan la vida, pero también la vida nos recuerda al cine. En la imagen Dos extraños amantes (Woody Allen, 1977), cuando Annie (Keaton) y Alvy (Allen) no llegan a tiempo a una película de Bergman.
venimos viene a florecer con nuevas significaciones: cómicas, dramáticas, épicas... El cine es una experiencia de presentimientos obligados. El espectador se sabe como aquel que percibe, que está sentado en una sala oscura, como espectador de una película. Pero se siente como aquel que recuerda o imagina. El espectador se descubre sufriendo por los personajes, alegrándose con ellos, pero también se descubre volviendo a sufrir por su pasado, alegrándose por un futuro deseado, anticipado. La pregnancia de las imágenes cinematográficas ayuda a dar forma y fondo, vida y brillo, a las imágenes interiores. El cine es una experiencia de desdoblamientos obligados. La técnica cinematográfica hace confluir el pasado con el presente en la conciencia del espectador. Dos mecanismos se nos ocultan. Por un lado la maquinaria que registró la película, la cámara y los micrófonos. Por otro lado la maquinaria que ahora la proyecta, el cinematógrafo y los altavoces. Estos mecanismos se esconden en la oscuridad de la sala,
y el espectador, sin querer queriendo, viene a ocupar el lugar en el que convergen obligadamente estas tecnologías encubiertas. Representamos involuntariamente la cámara que registró y el cinematógrafo que proyecta, haciendo de la experiencia cinematográfica una confluencia de pasado y presente. La película es un desdoblamiento del tiempo, ocultado por una técnica a su vez oculta, tecnología del inconsciente. También es un desdoblamiento de la perspectiva espacial. Por un lado el espectador se encuentra sentado, delante de la pantalla; por otro lado, se reconoce en los personajes y las intrigas, conmocionado por la trama. En último lugar, se recrea a sí mismo en la imaginación. Confluyen y se influyen la percepción potenciada por la maquinaria y la afectividad intensificada por la narración. La experiencia cinematográfica explora dos tipos de identificación, dos formas de reconocimiento. Por un lado identificamos una historia, por el otro nos impregnamos a la mirada que asiste a esa historia. Sucede de modo semejante a lo que ocurre en una novela en tercera persona, donde vamos constituyendo la historia
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ENSAYO a través de la voz —la nuestra al leer— que va narrando esa historia. Este hecho tan sencillo suele pasar desapercibido: nada sabríamos de una historia si nadie la contara. En el caso de la novela necesitamos la voz de un narrador. En el caso de la película la cosa es más complicada. No siempre es fácil identificar a quien cuenta la historia. Aquí no hace falta alguien que cuente, sino alguien que vea. No necesitamos una voz, sino una mirada a la que poder superponer la nuestra. Para este caso se habla de instancia narrativa en vez de voz narrativa; también, de «gran imaginador», o de mirada cinematográfica. De cualquier modo, esta mirada es, como la voz narrativa en la novela, condición de posibilidad de la narración misma. Se suceden los presentimientos y los desdoblamientos. La película participa siempre del relato en tercera persona. La mirada cinematográfica nunca llega a coincidir absolutamente con una mirada subjetiva al interior de la diégesis. A decir verdad, es muy difícil identificarse con un cuerpo desde dentro. Esta circunstancia, característica de la representación cinematográfica, conlleva que la instancia narrativa guarde siempre una mínima distancia con el mundo al que nos lanza. En condiciones generales, esta distancia se disimula al participar afectivamente el espectador de las acciones y pasiones de los personajes, al identificarse con el héroe o la heroína. La identificación con la mirada cinematográfica, condición de po-
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sibilidad de la experiencia fílmica, se produce entonces de un modo inconsciente. En los personajes reconocemos nuestras esperanzas y nuestros temores. En la instancia narrativa aprendemos a presentir un extraño poder, el de poner la vida a distancia, el de asistir desde una cierta forma de exterioridad a nuestra propia existencia. Somos, en efecto, el lugar donde confluyen la cámara y el cinematógrafo, el registro y la proyección. Sustituimos inconscientemente a la maquinaria. Nos reconocemos en los personajes, los héroes materializan nuestro deseo. Pero no nos reconocemos en la cámara ni con el proyector. La instancia narrativa, que asiste a la acción, es vivida más bien como una suerte de mirada sin cuerpo, como si sus poderes no dependiesen de la tecnología. Somos entonces el sujeto espectador, pero también la mirada que asiste, sin cuerpo, a la acción, condición de posibilidad de la narración. El cine nos coloca en el lugar de la cámara y el cinematógrafo con nuestro tácito permiso. Como si antes nos hubiera hipnotizado, esta experiencia sin cuerpo pasa desapercibida, mientras nosotros, como espectadores, atentos a los acontecimientos de la película, intentamos hacer conscientes los motivos que llevan a los personajes a obrar de tal o cual manera. Y así, disimuladamente, sin darse cuenta, el espectador que asiste al mundo de la película aprende a volverse espectador de su mundo y
de sí mismo. Nos sumergimos en la temporalidad de la película, pero no sólo; nos hundimos también en el imaginario de la memoria, si es verdad que los recuerdos se recuerdan, pero sobre todo se fantasean, se futurizan. Caen gota a gota imágenes de lo posible, imágenes de mundos en los que podríamos sobrevivir. El cine imagina por mí, poniéndome a mí en su lugar. El cine me otorga sus poderes, con los que asisto a los poderes del héroe. Cámara lenta, zoom, montaje paralelo… la percepción de la película desborda mis capacidades de percibir el mundo. La mirada que provee la tecnología cinematográfica sobrecarga mi capacidad de sentir, así como los poderes del héroe o la heroína sobrepasan mis propias fuerzas. Ellos pueden ser más rápidos que nosotros; la mirada cinematográfica, por su parte, puede mostrarnos esa velocidad a cámara lenta.
Nos sumergimos en la temporalidad de la película y también en la de la memoria, como cuando reconocemos una época en los muchos índices de, digamos, Bastardos sin gloria (Quentin Tarantino, 2009).
ENSAYO El cine dura más de lo que duran las películas. Acaba un filme, abandono la sala, salgo de la Cineteca… y sin embargo presiento que todavía no he salido del todo del cine. Una y mil veces, de vuelta a casa, camino del metro Coyoacán, siento que el mundo se ha inundado de temporalidad cinematográfica. Los gatos del cementerio, las paredes, los taxis aparcados, las habitaciones lejanas… al igual que en el cine el espectador desborda el cuadro, y siente una presencia que se acerca en la dirección adonde los personajes miran; asimismo, al salir de la Cineteca, el cine desborda la película y se derrama sobre la calle. Las estructuras fílmicas han impregnado la percepción, y seguimos empapados de esa mirada cinematográfica que vivíamos con la involuntariedad de un sueño. Salimos cargados de un poder extraño. Seguimos embrujados, hipnotizados, y la calle se percibe como en blanco y negro, como a cámara lenta, susurrando su historia. Sucede que a veces salir del cine no es sino seguir en el cine. Pareciera que el espectador, al recuperar su propia mirada, perdiese aquella otra que le proporcionaba la tecnología cinematográfica. Pareciera que ahora, devuelta la perspectiva a su cuerpo, desapareciese aquel otro punto de vista, dotado de extraños poderes. Sin embargo, esa otra mirada no desaparece, sino que se invierte. Viéndome obligado a mi perspectiva corporal, es la imaginación y no ya la tecnología quien proyecta una mirada cinematográfica sobre el mundo. A través de ella trato de enfocar las imágenes sumergidas de mi propio mundo. Una distancia mínima se anuncia con respecto a mi cotidiana percepción. Merodea junto a mí la ficción de otra mirada, que ve desde otro lugar, sin cuerpo. Una mirada imaginaria, que me ayuda a reconocer una y otra vez el mundo que creía conocer. Aquí y allá se insinúan tramas y trampas, significaciones y señuelos. La fantasía aprende involuntariamente de las estructuras fílmicas a recubrir y envolver a la percepción. El efecto de realidad, propio del momento mimético del cine, se vuelve ahora efecto de ficción, debido al contagio y la retención de la estructura diegética del filme y también a la pregnancia de las imágenes y la música de la película. Ya no me identifico desde fuera con los personajes de la narración. Ahora que me ha sido devuelto mi cuerpo, me siento a mí mismo, me reconozco en la soledad del regreso al metro, pero no dejo de presentir
que alguien me acompaña, que soy otro siendo yo, que vivo a través de otra mirada, que veo el mundo desde otra perspectiva, invisible y escondida, que constantemente una exterioridad raja la tela del tiempo que me envuelve y asoma con su ojo en el interior de la ciudad, sobrevolando la calle, entrando en el metro, observando los mismos viajeros a los que yo contemplo. Mientras el mundo parece hundirse en el mundo, y el tiempo sumergirse en el tiempo, yo camino por las profundidades, a paso lento, a cámara lenta, atento… Nota:
Estas
breves
descripciones,
llenas
Interactuamos con las películas, por ejemplo, queremos conocer qué pasa con los personajes. ¿Qué motiva a Howard Hughes (DiCaprio) a señalar decididamente hacia la pantalla en El aviador (Martin Scorsese, 2004)?
de
excepciones y presentadas aquí más como hipótesis a desarrollar que como tesis definitivas, son fruto de la reflexión sobre algunos textos de filosofía y de teoría del cine. Principalmente, este breve trabajo está inspirado en la obra de Edmund Husserl, Paul Ricœur y Christian Metz.
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CINE Y OTROS MUNDOS 1– 9 junio, 2012 distrital.mx
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E
n el mes de mayo del año 2001, Raymond Depardon visitó la ciudad de México. La retrospectiva y las fotografías que acompañaban la visita del realizador francés confirmaron lo que hasta ese momento eran sólo buenas referencias y rumores entusiastas. Pocos, lamentablemente así sucede, tuvimos la fortuna de ver el documental Urgencias en la Cinetaca Nacional y escucharle algunas declaraciones al final de la proyección. Depardon es un hombre alto y posee en el centro de sus ojos ese brillo que proyectan desde el interior aquellos que consiguen preservar la inocencia. Su sonrisa era franca y por el modo elocuente y nada apresurado con que soltaba sus palabras, uno podía, más allá de los dedos largos que aleteaban acompañando algunos gestos, intuir una personalidad seria y serena. Después de todo aquello, una pequeña semilla fue sembrada. El interés persistió. El año pasado se proyectaron en algunas salas de nuestro país las dos primeras entregas de la trilogía Perfiles campesinos: El acercamiento (2000) y Lo cotidiano (2005), películas que registran los cambios de una zona rural de Francia durante diez años. Esto, a partir de una observación directa que atestigua instantes de la vida de algunos viejos, solteros que resultan extravagantes, y familias marginales. Raymond Depardon nació el 6 de julio de 1942. Ha sido un fotógrafo destacado y un viajero infatigable. Fue además socio fundador de la renombrada agencia Gamma. Muchos de los libros con sus fotografías, el compendio de La solitude heureuse du voyager y Notes por ejemplo, son bitácoras que mezclan pequeñas anotaciones personales que, sin explicar las imágenes, lindan con la poesía. Sus fotos, un número importante —su obra fotográfica es realmente vasta y diversa— se emparentan con las de Abbas Kiarostami. Muchas de ellas son paisajes con horizontes bajos y figuras humanas, solitarias, y se encuentran sin duda vinculadas con la sensación de silencio y extrañamiento que producen sus películas. La relación más textual de esto se puede observar en la composición de El hombre sin el occidente (2002), una película de ficción en blanco y negro con imágenes fijas o de movimientos imperceptibles muy próximas a lo fotográfico, pero existen quizá otros intercambios más sutiles. La coincidencia con Kiarostami no me parece gratuita. Los dos directores han renovado con sus elaborados y aparentemente sencillos len-
Algo sobre el documental y Raymond Depardon guajes cinematográficos la percepción visual contemporánea de las últimas décadas. La fotografía, en ambos casos, ha sido un laboratorio, un medio de experimentación, un modo de entender la vida: «La fotografía tiene algo de una lucha contra la muerte. A uno le cuesta vivir en el presente, se hunde en el porvenir y no habla más que del pasado. Más aún en el cine, porque en el cine el pasado se organiza. En la fotografía hay realmente algo contra la muerte, contra el miedo a la muerte. Yo no tengo ese temor, como todo el mundo»1. Por otro lado, a pesar de su nomadismo, Depardon ha sabido conquistar el tiempo necesario para filmar sus más de cuarenta películas entre cortos y largometrajes. Son fundamentalmente documentales, pero también ha filmado obras de ficción muy personales como Habitación vacía: Una mujer en África (1985), un tour de force sobre la posibilidad de narrar desde el punto de vista de un personaje que nunca aparece frente a la cámara. Para entender los procesos de la presunta variante o línea de trabajo cinematográfico que supone la elección del documental, creo pertinente hacer un breve repaso de sus búsquedas considerando antes que otra cosa, que sólo existen dos tipos de imágenes documentales: las que provienen de materiales de archivo, es decir, registros del pasado, o aquellas que en el presente el director toma sin fabricar o controlar del todo con su cámara2. Las formas y aproximaciones visuales derivadas de lo anterior, dieron al cine documental desde los comienzos de la cinematografía, una perspectiva marginal que tuvo en compensación la ventaja de una mayor independencia y libertad.
El trabajo de Raymond Depardon ilustra cuán difusos son los límites entre ficción y documental. Aún más, la amplitud de su trabajo con imágenes (como fotógrafo y cineasta) plantea vasos comunicantes entre el testimonio, la autobiografía, el ensayo y la ficción. Por ello su obra es una buena guía para preguntarse por el documental.
por José Luis Bobadilla
1
Depardon, Raymond. “Errancia”. El poeta y su
trabajo, México, núm. 19, primavera de 2005, p. 87. 2
Para una revisión más detenida, recomiendo el
sintético libro de Jean Breschard, El documental (Paidós, Barcelona, 2004). Un texto de consulta útil y con breves opiniones inteligentes.
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Dos fotogramas que casi forman un cuadro e ilustran las dos tendencias de Habitación vacía. A la izquierda la mujer con quien el entrevistador convive en la ficción; a la derechauna toma documental de El Cairo.
Me gusta pensar en el documental como algo análogo al ensayo literario desde de una definición de Robert Musil: «Ensayo es: en un terreno en que se puede trabajar con precisión, hacer algo con descuido… O bien… el máximo rigor accesible en un terreno en el que no se puede trabajar con precisión»3. Es decir: una forma precisa de tratar lo impreciso. Las primeras particularidades que definieron la fundación del lenguaje documental pueden localizarse en dos películas: La hechicería a través de los tiempos (1921) de Benjamin Christensen —esta película incluye ya una gran cantidad de problemas teóricos y críticos—, y Nanook, el esquimal (1922) de Robert J. Flaherty, que es la película fundacional según el consenso mayoritario. Aunque sería imperdonable no mencionar en esos primeros años la potencialidad expresiva que Dziga Vértov consiguió para el cine documental con El hombre de la cámara (1929), así como también lo hizo Walter Ruttmann con Berlín: Sinfonía de una ciudad (1927), Joris Ivens con la breve y minimalista Lluvia (1929), John Grierson con Pescadores (1929), o aun Luis Buñuel con Las Hurdes, tierra sin pan (1932), quizá su película más franca y abrumadoramente poética. De ahí en adelante, el documental adquirirá la fuerza y la belleza de los trabajos que podemos encontrar en
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la extraordinaria Crónica de un verano de Jean Rouche y Edgar Morin, o más recientemente en las visiones personales de Agnès Varda, y me refiero en particular a Los cosechadores y yo (2000). Desde luego están también las inolvidables elegías audiovisuales de Aleksándr Sokúrov, las investigaciones autobiográficas del director holandés Johan van der Keuken, o las pesquisas de las últimas obras de Werner Herzog en donde el espacio y el color son todo. Al final, creo que lo que une a estos cineastas, es su fuerte vocación formal, su repetido esfuerzo por trabajar la forma cinematográfica mediante una aproximación personal. Uno de los comentarios de Raymond Depardon que más recuerdo durante su participación al final de Urgencias, fue la respuesta a una pregunta sobre sus ideas para proyectos futuros: «Filmar lo menos, mostrar lo más». Habló sobre su tentativa de hacer una película de aproximadamente hora y media realizada con el menor número de tomas posibles. La declaración parece sencilla, pero es necesario desarmarla, puesto que encierra asuntos importantes sobre la realización de una película4. Un primer señalamiento tiene que ver con la elección preferencial que hace el director por la inmediatez de lo filmado. Desde este punto de vista, nada de lo que se capta puede ser
irrelevante. Se impone el registro directo de la cámara, por sobre lo que pudiera articularse a partir del montaje. Esta situación, pone al documental en dificultades, pues es imposible controlar el azar, y por lo tanto, es eso de algún modo, lo que se busca filmar. Puede intuirse también en la declaración anterior de Depardon, una cuestión vinculada al trabajo interior del realizador, puesto que sin éste, resulta imposible elegir algo dentro del caos de lo real. Es la conciencia de lo que uno ha vivido y experimentado, lo que permite discernir entre una cosa valiosa y otra innecesaria. Las palabras de Depardon establecen también una coincidencia con el deseo de Andréi Tarkovski, expresado en Esculpir el tiempo, de conseguir que todo —acciones, pensamien3
Musil, Robert. “Sobre el ensayo”. Ensayos y
conferencias. Visor, Madrid, 1992, p. 342. 4
En el año 2003, Depardon realizó El hombre sin el
occidente. Es, sin exagerar, una obra de alta calidad artística. El uso de la cámara es tan restringido que la película da la sensación de estar hecha de una sucesión de fotografías fijas. La anécdota —porque sigue habiendo una anécdota y un narrador— es muy simple y conmovedora. En no más de veinte secuencias, vemos la dura y larga vida de un hombre del norte de África.
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tos, sueños y fantasías—, aparezcan en una sola toma, como un solo flujo, como suceden las cosas en la vida. Por otro lado, y esto se observa de inmediato en las películas del director francés, existe una destrucción mediante recursos muy simples —largas secuencias de cámara fija, entre otros—, del latoso y falso problema entre cine de ficción y cine documental. En realidad, tanto el cine de ficción como el cine documental, son formas elaboradas a partir de elecciones audiovisuales y restricciones técnicas que en ambos casos resultan más o menos las mismas. Raymond Depardon hace cine sin más, mezclando muchas veces los hallazgos de uno u otro lado. En este sentido, no está solo. Las obras de Wiseman y Kiarostami pueden sumarse a su empresa. Pero existen incluso antecedentes destacados como sucede con algunos filmes de Chris Marker o Jean-Luc Godard. Kiarostami, por ejemplo, ha logrado corromper los terrenos de la ficción, introduciendo elementos documentales como aquella secuencia en Primer plano (1990), donde la cámara gira de pronto para seguir en tiempo real el recorrido impredecible de una botella que rueda por la calle5. En Habitación vacía: Una mujer en África, como ya he dicho algunas líneas antes una película
de ficción, Depardon utiliza la cámara de forma “subjetiva”, como si fuera un entrevistador dándose la licencia de introducir algunos monólogos y haciéndonos suponer que un hombre convive con la muchacha que vemos durante toda la película, que es al mismo tiempo un viaje a través de África. De esta manera, la película contiene también, a pesar de la simpleza de los recursos que la integran, una enorme red de complejidades. Existen largas tomas donde la cámara, montada sobre un tren o un barco, registra los paisajes africanos de una manera directa conservando una distancia que impide cualquier rasgo de sentimentalismo. El audio juega también un papel muy importante. El sonido es ambiental, lo que elude la convención de conquistar al espectador mediante la seducción del oído, un rasgo bastante convencional en nuestros días, al tiempo que nos devuelve los infinitos ruidos y silencios del mundo. La incursión de lo documental dentro de la ficción o viceversa, hoy ya no es tan nueva. Conforma un mazo más de posibilidades que seguirán renovándose por otros directores futuros, que como Raymond Depardon6, se empeñarán en esa aventura cada vez más rara que alguna vez François Truffaut llamó, cine de autor. •
5
Abbas Kiarostami se encuentra cada día más
interesado en el uso de las cámaras digitales. En su documental 10 sobre 10 expresa que este tipo de tecnología le permite un mayor acercamiento a las personas y a las cosas que la cámara de 35mm le impedía. Con estas cámaras, dice también, que el cine se pondrá en circunstancias parecidas a las de otras experiencias del arte. Una cámara digital le devuelve al cineasta un modo de trabajo personal e íntimo pues equivale al lápiz y a la hoja blanca del poeta, o al lienzo y el pincel del pintor, que son utilizados por el artista de modo individual, sin la participación de otras personas. 6
No quisiera dejar de mencionar la película de
Depardon Los años del clic. Una de las experiencias autobiográficas más interesantes de la segunda mitad del siglo XX, que desde su estructura fragmentaria —Depardon narra momentos de su vida a partir de fotografías, trozos de películas, recortes de periódico—, establece no sólo un punto de vista muy completo sobre el mundo de ese tiempo, sino que además amplía desde su composición formal, las posibilidades del cine como expresión.
Icónica / 31
Perfil
Vincent Price Las caras de los actores son parte fundamental de nuestra memoria visual. Algunos se vuelven personajes (Mark Hamill siempre será Luke Skywalker), otros son caras y poco más (la Monroe es el mejor ejemplo) y algunos afortunados son reconocidos por sus capacidades como intérpretes, Vincent Price entre ellos. por Mauricio Matamoros Durán
S
i tomamos en cuenta que no fue precisamente con melodramas históricos e historias de “buen gusto” aquello con lo que Vincent Price se volvió imperecedero, es entonces que podemos entender su trabajo como una afrenta histórica. Efectivamente, gracias a la construcción y traducción para un nuevo siglo de personajes de gran guiñol en producciones de Serie B (muchas de ellas realmente inolvidables), fue que Vincent Price se convirtió en icono, en referente del arte y no sólo del cine, durante el siglo XX. Sin duda, hoy, cuando la permanencia histórica y fílmica de un actor se debe a las pasarelas, al gossip —el mero chisme es para las telenovelas, nos quieren hacer creer—, y a todo menos a la real destreza actoral, resulta toda una afrenta histórica que Vincent Price siga siendo conocido por su talento, y no por películas de producción multimillonaria precedidas por grandes campañas publicitarias. Cuando se habla del cine de horror, comúnmente se piensa en asesinos famosos, fantasmas y monstruos que tarde o temprano terminan en franquicias. Y a pesar de que con las transiciones históricas y temporales los gustos y refinamientos en el público cambian, es curioso ver que, incluso con el paso de generaciones, algunos nombres y rostros continúan siendo canon en el género, a pesar del tiempo y modas. Sin duda, Bela Lugosi y Boris Karloff son sinónimos del género (tal vez también Lon
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Channey, aunque parece que su trabajo se ha convertido en materia de especialistas). Se trata de grandes actores europeos que llegaron al temprano Hollywood para marcar pauta a partir de presencia, talento y acentos peculiares. Grandes actores, sin duda, y de diversos momentos fulgurantes en pantalla (tal vez más Karloff que Lugosi), pero finalmente se trata de artistas que fueron eclipsados por ellos mismos al construir personajes tan totémicos desde un principio: tanto el Drácula de Lugosi como el monstruo de Frankenstein de Karloff los encasillaron ante un inconsciente colectivo que ahí los archivó. Sobresalir como actor en el género del terror, y no como intérprete de un solo monstruo, es una tarea nada fácil. Vincent Price lo logró. ¿Quién es Vincent Price? Tal vez el rostro más emblemático en la historia del cine de horror. Una engolada y pastosa voz que remite a la historia del cine, y que surcará la historia de la música moderna declamando en el disco más vendido de la historia: Thriller. Un actor de presencia refinada, de gestos y movimientos precisos, que invoca respeto, que visitó todos los géneros, aunque marcó pauta en el horror. Es el Dr. Phibes. Un notable especialista en Arte por la Universidad de Yale, así como un conocido gourmet, autor de libros de buena cocina. Fue el actor de innumerables comerciales, desde galletas hasta cabezas reducidas hechas a base de manzanas. Fue objeto
de un cortometraje animado, titulado como él mismo y dirigido por Tim Burton… Vincent Price fue un hombre del Renacimiento, como no pocos lo catalogaron o consideraron, y aunque actualmente ya suene a cliché. Pero lo cierto es que la imagen y los logros de Price hicieron de él una presencia inequívoca en la historia del arte del pasado siglo, y hasta donde los ecos de ésta logren llegar. Es el hombre de un renacimiento cultural y artístico cuya obra se niega al paso efímero por la historia, en una época en la que la cantidad rige sobre la calidad, en la que el momento parece ser más trascendente que la permanencia. Pero Price, a cien años de su nacimiento (y casi veinte de haber fallecido), continúa forjando su leyenda y labrando su trascendencia artística. Su rostro no se olvida y su voz continúa reverberando en la mente como sinónimos del cine fantástico y de horror, como sinónimos también de una construcción corporal y dramática por encima de títulos, producciones e industrias fílmicas. Vincent Price es igual de grande que el cine y su industria. No siempre se cumplen cien años, y tan vivos como la figura y obra de Vincent Price. Vincent Leonard Price Jr. no nació en Londres como podría considerarse por su porte y figura. Fue una afortunada anomalía desde su primera aparición en escena. Nació el 27 de mayo de 1911 en San Luis, Misuri, Estados Unidos; el mismo día en que Christopher Lee hizo lo propio aunque unos años después… tal vez
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Ya desde la primera versión de La torre de Londres (1939), en la que interpretó al Duque de Clarence, Price sabía que sería coronado en un futuro.
aquel habría sido un buen día para uno o dos exorcismos. Si consideramos que nació en el seno una familia de empresarios de la comida (su padre, Vincent Leonard Price, fue presidente de la National Candy Company; y su abuelo logró una fortuna familiar al crear el ácido tartárico o crémor tártaro para la repostería), habría sido entonces un suceso natural que Vincent concentrara su vida en la comida. Y lo hizo, aunque en parte; porque su dedicación como gourmet apenas fue una de sus pasiones durante su existencia corpórea. Sobre Price, Christopher Lee escribió: «Vincent posee muchas de las cosas que me gustaría ser. Posee un enorme conocimiento de arte y pintura —el mío es mínimo comparado al suyo. Él también es un gran experto en haute cuisine —ha escrito libros, tanto de arte como de gastronomía—, además es una autoridad en escultura. Realmente, son pocas las cosas en las que está interesado sin ser un experto. Siempre que cito un libro, para mi gran sorpresa, encuentro comúnmente que él ya lo ha leído»1. Price tuvo dos hermanas de quienes dijo que interpretaban muy bien al piano, así como un hermano que fue pianista de jazz. Como el desempeño de Price sobre este instrumento no fue bueno, concentró su atención en la pintura, a pesar de que su familia nunca mostró interés especial en la plástica y a pesar de que en su casa sólo había una pintura que adornaba, y una que no era muy buena2.
No obstante, su interés ya había nacido y fue desarrollándose desde su infancia. Así, en 1933, tras estudiar Artes en la Universidad de Yale, Price viajó a Inglaterra para realizar su maestría en dicha disciplina en el Instituto de Arte Courtauld de la Universidad de Londres, donde terminó por involucrarse en el mundo teatral. En el Viejo Continente, Price se encontró con una forma de ver el teatro: a diferencia de sus connacionales de la época, expresó que en Londres quien se involucraba en el teatro lo hacía entonces en las artes de forma integral. Así,
pronto se encontró formando parte de la escena artística inglesa, como miembro del elenco de un montaje de Victoria Regina, de Lawrence 1
“Introduction”. Cinefantastique, vol. 19, núm. 1-2,
enero de 1989, p. 43. 2
Según recordó en una entrevista concedida a
Paul Karlstrom. “Oral history interview with Vincent Price”, 6 a 14 de agosto de 1992, Archivos de Arte Estadounidense, Instituto Smithsoniano, Washington. http://www.aaa.si.edu/collections/ interviews/oral-history-interview-vincent-price-13227.
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Perfil
Su encunetro con Barbara Steele, en La fosa y el péndulo (1961), es uno de los varios grandes momentos actorales que pueden verse en la filmografía de Price.
Housman. Esta obra se llevó a Nueva York un año después, en 1936, con ella viajó Price y su desarrollo en los escenarios comenzó. De ahí, formó parte del Mercury Theater de Orson Welles durante un periodo, y en 1938 realizó su debut fílmico en la comedia Service Deluxe, realizada por Rowland V. Lee, quien un año más tarde dirigiría a Price en Tower of London. Este filme (en el que acompaña a Basil Rathbone y a Boris Karloff), que dramatiza el ascenso de Ricardo III al trono de Inglaterra, con base en una serie de asesinatos y tremendismo, viene a marcar prácticamente el rumbo de la carrera artística de Price: personajes maquiavélicos, asesinatos, terror y teatro clásico. Dos décadas después, y ya en pleno uso de su imagen como actor fetiche del género, Price participaría en una nueva versión de este filme, pero entonces interpretando el papel principal de Ricardo III (representado por Rathbone en la original), y ya en pleno uso de su capacidad para invocar todos los tormentos y fantasmas góticos. En el camino de lo que podríamos llamar el ascenso hacia la demencia histriónica de Price (una carrera larga y prolífica de más de 60 años y alrededor de 100 filmes), entre la construcción de personajes rutinarios para melodramas, comedias y uno que otro film noir (aquí cabe destacar su participación en el clásico Laura, de Otto Preminger, como Shelby Carpenter, el novio gigolo de Laura, y que en repetidas ocasiones fue escogido por el propio actor como su papel favorito), se hayan varios personajes que lo van arropando en el género:
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Geoffrey Radcliffe en El regreso del hombre invisible (The Return of the Invisible Man, Joe May, 1940); el charrasqueado escultor de las figuras de cera, Henry Jarrod en El museo de cera (House of Wax, 1953), uno de los primeros filmes en 3D, dirigido por André De Toth, quien curiosamente nuca pudo ver el efecto tridimensional pues estaba tuerto; François Delambre, hermano del científico que cambia su cabeza y una de sus manos por las respectivas de un díptero en La mosca (The Fly, Kurt Neumann, 1950); como Frederic Loren, el millonario demente en Mansión siniestra (House on Haunted Hill, William Castle, 1958); y hasta llegar a su participación en El aguijón de la muerte (The Tingler, 1959, también de Castle). Con su concepción del doctor Warren Chapin en The Tingler, obsesionado por capturar un parásito que se adhiere a la espina dorsal del ser humano en el momento cumbre del pánico, Price concretó una imagen del científico loco, de la personalidad desequilibrada, en la que las gesticulaciones, el porte y la voz, concebían un universo propio que hacían parecer la locura como algo normal o correcto, mientras que la circundante sanidad resultaba apenas respetable. Así, el encuentro de Price con William Castle resulta en un momento cumbre del arte y el gimmick en la industria cinematográfica: aunque truculentas, las historias y las atracciones que creó para varios de sus filmes (seguros de vida por mil dólares en caso de muerte por susto durante Macabre, 1958; esqueletos fosforescentes que deambulaban por la sala de cine
en momentos de House on Haunted Hill; pequeños motores en las butacas que vibraban a momentos durante The Tingler) se revelan como verdaderos logros dramáticos y de cuidada ejecución que, en el caso de los dos filmes protagonizados por Price se transforman en una evolución sobresaliente hacia el gran guiñol cinematográfico. Esto, finalmente, lleva a lo que parece tratarse del momento cumbre en la carrera de Price, con su periodo gótico a partir de las adaptaciones fílmicas a varias historias de Edgar Allan Poe, producidas por la American International Pictures, dirigidas por Roger Corman y guionizadas por Richard Matheson. El resultado son ocho filmes de cuidada producción (aunque reciclada de manera extraordinaria por Corman y su equipo), cuya conjunción de talentos crea obras de lograda atmósfera, así como de la locura y perdición que proponen las historias de Poe. Sobre éstas explicó Price: «Cuando decidieron utilizarme en algunas películas de Poe, me senté y me puse a leer varias de sus obras, y descubrí algo que supongo en el fondo de mi mente había entendido desde tiempo atrás, pero que no había comprendido: que alrededor del 70% de la obra de Poe es satírica. No se trata de horror. No es thriller. Una de sus obras llamada La esfinge, finaliza de forma muy divertida, además tiene muchos poemas muy buenos —de hecho, una cantidad mayor a sus cuentos netamente góticos— que tienen que ver con el horror, pero que igualmente poseen una vuelta de tuerca cómica al final que tran-
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Con Price, el caballero y el monstruo que llevamos dentro lograron dialogar de forma libre.
quiliza. Y así, decidí que si iba a hacer filmes sobre las obras de Poe, debía de administrar de forma esencial esas vueltas de los personajes de Poe»3. Este bloque Price lo completó en poco menos de un lustro, pero continuó con los temas góticos y después de los cincuenta años de edad. Se trató de un suceso raro, uno que difícilmente podría verse hoy día. Inclusive, por aquellos años, sus colegas como Rathbone, Karloff, Lugosi, Channey Jr. y Peter Lorre, entre otros, se encontraban en una etapa realmente decadente, filmando poco y en producciones de quinta; fallecidos o a punto de morir. A una edad ya madura, en la que comúnmente se orilla a los actores a papeles secundarios o menos, Price
comenzaba una oleada de filmes protagonizados por él, y que harían época. Con La caída de la casa Usher (House of Usher, Roger Corman, 1960) comenzó esta revaloración de Price. En este filme coincidieron tanto la suntuosidad de la fotografía en color como de los sets, una producción que en conjunto ejercía una competencia sana con las producciones inglesas de la Hammer Films, que desde los años 50 y hasta entrados los 70 se adjudicaron el mercado anglosajón del cine de horror. Y esto funcionó como escenario perfecto para la capacidad actoral de Price, que se balanceó entre la tragicomedia y el terror absoluto, es decir, el mensaje de Poe encontró respuesta sobresaliente en la capacidad de Price. Así, con base en Price se fue construyendo una filmografía que forma parte importante del Zeitgeist cinematográfico de su época. Tres filmes clave lo demuestran Cuando las brujas arden (Witchfinder General, Michael Reeves, 1968), El satánico Dr. Phibes (The Abominable Dr. Phibes, Robert Fuest, 1971) y El mercader de la muerte (Theater of Blood, Douglas Hickox, 1973), ya sea como un amoral cazador de brujas en la Edad Media, un demencial médico que busca vengarse de los doctores que no pudieron salvar a su esposa, o como un actor de teatro que busca igualmente vengarse de los críticos que deshicieron su carrera, los demonios mentales en las gesticulaciones, ademanes y voz de Price se transforman en canon fílmico, audiovisual, en referente cultural. A Vincent Price, el experto en Arte, las etiquetas nunca le gustaron y entendía el concepto del Arte como todo aquello que el hombre elabora, y que podía llegar a ser del más alto nivel sin importar si costaba millones o unos cuantos dólares4. Para él, el género del terror conjuntaba lo necesario para el buen desempeño dramático, y supo lograr dentro de un género constantemente minimizado y realizado con bajos presupuestos, vuelos del más alto nivel. Sin duda, toda una afrenta contra la historia. • 3
Plath, James. “From the Vault: An Interview
with Vincent Price”, fragmento de una entrevista publicada originalmente en Clockwatch Review, vol. 3, núm. 1, 1985. DVDTOWN.com, 3 de octubre de 2007. http://www.dvdtown.com/news/from-the-vault-aninterview-with-vincent-price/4784. 4
Ibidem.
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ENSAYO
La versión de la versión de Barney Hace mucho se sabe que las películas basadas en escritos son productos enteramente distintos de las obras literarias. Sin embargo, existe una división entre el apego al original y su recreación, o mejor: transcreación, la generación de una obra nueva a partir de un otra, primigenia, salida de una búsqueda distinta. Aquí, Ricardo Pohlenz se ocupa del doble clásico angloquebequés La versión de Barney. por RICARDO POHLENZ
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ENSAYO
N
unca sabré qué le ven los gringos entendidos a Sólo un sueño (Revolutionary Road, 2008), novela de culto escrita por Richard Yates sobre el espacio tan real como degradado de la pareja que cumple con el sueño americano, al menos en apariencia. Tengo entendido — mis referencias pueden estar equivocadas— que la producción del filme se llevó a cabo en gran medida gracias al empecinamiento de Kate Winslet, quien embarcó en el proyecto a su entonces marido, el realizador Sam Mendes, para pintar un páramo kirkegaardiano donde sabemos que sólo hay entartete policromática. De no haber tenido al John Steinbeck de Las uvas de la ira, a Henry Fonda para que saliera en la película en plan de mesías de los obreros y a John Ford para que la dirigiera, tal vez se le podría permitir a los gringos ese azotamiento escandinavo que no tienen más allá de su vocación para lo preempacado; pero no, a pesar de su compulsión por consumirlo todo, no hay Max von Sydow que puedan digerir. El filme resultante fue atroz, nada más lejos del gringo moderno vencido por la prevención de su entorno que se pudo ver encarnado por Kevin Spacey en su Belleza americana (American Beauty, Sam Mendes, 1999): sólo gritos y susurros sin más fondo que el tedio que vino de haber vencido en una guerra sucedida lejos de ellos (como serían desde entonces todas sus guerras). Basta con asomarse al fresco devastado que revelan las novelas en Francia, Inglaterra, Alemania, España e Italia (por no mencionar a más) en los años cincuenta. Tenían otras cosas de qué preocuparse que encontrarle sentido a la monotonía de la vida, en principio porque su vida no era monótona. De nada sirvió que Kate Winslet y Leonardo DiCaprio se pegaran contra las paredes: era como si el envase de lo americano, dado a sus previsibles paradojas, estuviera agotado. Mil veces mejor el sentarse a seguir Mad Men, la serie de Mathew Weiner sobre publicistas sesenteros. Ensaya,
Miriam, el amor perdido de Barney, destinataria de una canción autoflagelante que dice «if you want to strike me down in anger / here i stand».
al menos, una reflexión de lo perdido en los seguimientos de un último esplendor moderno que no se sabía simulacro vil de la realidad. Estaba tan vendida la importancia entre la inteliguentsia gringa de la importancia de la novela de Yates que, seducido por la solemnidad perentoria achacable al New York Times, me rendí a la tarea de leerla para averiguar si había algo en el texto que hubiera sido pasado por alto de manera inevitable en la adaptación hecha por Justin Hayte (quien también escribió el guión para la nueva versión del Llanero Solitario, que se espera para 2012). No descubrí gran cosa, sólo una prosa farragosa y rimbombante a la que hace eco Mendes en el filme con minucia preciosista para una traslación ejemplar, tanto de su argumento como su tono. Una vez vista la película, el tránsito a través de la novela resulta insalvable, a menos, claro, que se considere una manda, un castigo sin sentido. No hay nada ahí que no se vea en pantalla, lo que habla de grandes recursos de adaptación por parte del guionista o de una sobrevaloración de un producto literario consagrado por algún selecto club de lectores. Al final, si se trataba de sufrir, era mejor hacerlo con la película; el libro se cae de las manos, se necesita del fervor de una clave compartida (sabrá dios por qué) o la maldad alevosa de un maestro de guionismo y adaptación. Dado a entregarme a revisar fuentes, quizás por perversión, me remití a la novela, también emblemática, del canadiense Mordecai Richler en la que se basó el filme La versión de Barney (Barney’s Version, 2010) del canadiense Richard J. Lewis, quien ha estado dedicado en gran medida a las series filmadas. La adaptación es de Michael Konyves, autor de guiones de ciencia ficción. Juntos llevaron a cabo lo que puede describirse como un proyecto personal, distinto en sus pretensiones a Revolutionary Road, pero que —al igual que ésta— entraña un momento sentimental dentro de la historia privada reciente de los judíos de Quebec: la historia de un pícaro redomado quien, junto con un grupo variopinto de escritores y artistas fallidos, tuvo su gran punto de coincidencia en el París de la postguerra.1 Remedos de una época pasada y glorificada, estos aspirantes suponen en su diletancia un pretensión que fracasa más allá del paseo mismo, del extremo de una experiencia turística que les vale como educación sentimental. Tal vez Richler quiso poner en claro con esta novela el fracaso de toda una generación, tal vez su
propio fracaso. Lúcido e irreverente, fue candidato al Booker en dos ocasiones, es una voz al margen. Su obra supone una épica sordina si se le compara —por ejemplo— al mounstrismo desaforado de Philip Roth. No creo que sea justa la comparación, pero me queda indicar que, mientras Roth dejó su propia formación detrás suyo con El lamento de Portnoy para asumir una actualidad despiadada y una revisión siempre brutal de la historia reciente de los Estados Unidos, Richler se regodea en la paradoja del narcisismo político y social de una nación dentro de una nación que no deja de estar al margen, no importa el tiro de piedra que hay entre Montreal y Nueva York.2 No deja de haber eco de la propia vida de Richler en su personaje, tanto de su propia estadía en Francia como de su trabajo posterior, en los cincuenta, en la televisión canadiense. Tendría que ir más lejos en sus detalles biográficos para encontrar dónde se esconde. Se delata, por supuesto, que Barney es alguien más, encarna algo más, un conformismo cuadrapeado en el que caben igual el hockey sobre hielo, los habanos Montecristo y Leonard Cohen. Esta pasión por la amada perdida (la premisa de la novela lo señala como alguien que, como héroe bíblico, tuvo que casarse dos veces antes de encontrar al amor de su vida) acabará por redimirlo como personaje literario. Barney es un pícaro redomado, abusivo y licencioso; una forma pervertida del personaje dieciochesco que descubre sus ganancias mundanas más allá de toda virtud. Morirá sin más, convertido en otra encarnación del descontento insaciado de una pequeñoburguesía que se sabe un fin en sí misma, sin más gusto por el mundo que un adecuada veleidad y culto. No se trata tanto de una forma de ver las cosas como de imponérsela e inventársela, como catálogo emocional que conjure los espacios vacíos que dejan los trajines de la vida misma pasada una primera juventud siempre perenne en su evocación. La adaptación hecha por Michael Konyves pone en evidencia estos 1
En el filme, la acción se pospone diez años, no sé si
por razones de producción o para actualizar la vida de Barney de tal modo que muera en este siglo, para indicar así el fin de una era quebequesa. 2
Encuentro un eco de esta vocación por el fracaso,
con un desfase de veinte años, en la obra narrativa de Juan Villoro, tan importante hoy en el panorama literario nacional. Puede servir para una tesis en literatura comparada.
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ENSAYO espacios vacíos: las carencias argumentales y, peor, las limitaciones de los personajes. Sabe imitar la línea temporal de la novela, armada a partir de los devaneos y desvaríos de Barney (encarnado por un Paul Giamatti entregado al paroxismo verdadero) como primera persona narrativa. Transcribe los saltos dictados entre una decadencia final y una cadena de evocaciones y recuerdos que determinan los cuatro estadios de su vida: una primera mujer con la que se casa (Rachelle Lefevre), engañado al respecto de la paternidad del hijo que espera, durante sus días parisinos; una segunda mujer, rica heredera judía (una Minnie Driver monstruosa) a la que desdeña, apenas casado, al conocer a una conocida suya, la elegante y recatada Miriam Grant (Rosamund Pike) a la que pretenderá hasta convertirla en su tercera esposa que le dará tres hijos y a quién perderá al traicionarla cegado por los celos; el resto de su vida se dedicará a tratar de reconquistarla, infructuosamente, con necedad infantil. Barney pedirá como complacencia “I’m Your Man”, la canción de Leonard Cohen, al programa radial que conduce su exesposa mientras fuma Montecristos y bebe Macallan’s. Hay algo de esa mecanicidad
obsesiva que señala Bergson para la risa, existe algo rutilante y metálico en Barney y los personajes que lo rodean. No llega tan lejos como para convertirse en un guignol social, se queda en el remedo de las patologías que las originan sin dimensionarse y sin que pueda alcanzarse una redención final. Barney muere olvidado de sí mismo, ajeno al entorno del que fue agente propiciador: es un peso, un vértice gravitacional que trasciende su propia influencia, para convertirse en el signo para un colectivo. Entre todos los regalos recibidos en vida, el olvido — producto de la vejez y la enfermedad— se convierten en una última bendición. La versión de Barney se asumió como un acontecimiento en sí misma para el cine canadiense desde su realización. Lo señalan los cameos de los tres realizadores canadienses que han conseguido una proyección internacional, como artesanos superlativos de la industria, pero también como autores. Denys Arcand, David Cronenberg y Atom Egoyan se asumen como apariciones validadoras, como chanzas que son mitad juego, como trampa y alusión; mitad homenaje a una supervivencia vivida al margen, siempre, de la industria. David Cro-
nenberg y Atom Egoyan se prestan a trabajar como los directores de escena de un serial televisivo infame producido por Barney sobre los desmanes ridículos de un policía montado, lugar común del imaginario canadiense. Denys Arcand la hace de maître en el Ritz, elegante Virgilio que lo lleva a su mesa para encontrarse con su Beatriz. Estos adornos implican una conmemoración, una celebración convertida en filme, la posibilidad de múltiples conversaciones entorno de una novela emblemática, de su autor, de las posibilidades de llevarla al cine con remedo fidedignos a su estructura, un camino narrativo hecho a saltos, en imitación a los caminos que tiene la propia memoria, separados en contenedores temporales llenos de vasos comunicantes —por no decir escurrimientos— donde la digresión es el único camino posible para el armado de una vida escrita desde una primera persona, un armado que resulta semejante al de los sueños y que el cine imita de manera tan efectiva apenas se le suelta un poco la correa que lo limita a la sucesión de los eventos tal cual fueron. No existe tal posibilidad, mucho menos ahora que todo medio de realidad se ha vuelto relativo. Uno de los méritos de la novela de Richler es la distancia que existe entre los hechos y sucesos según una convención general y las omisiones y errores que cumple Barney como personaje al hacer referencia de ellos. Frente a cada error, sea un nombre, una fecha, un lugar, hay una llamada a pie de página que la señala y la corrige. Estas llamadas a pie de página, que aparecen como una cortesía o precaución editoriales, señaladas desde el título como una imposición desde el mundo de su ficción, se revelan pronto como la mano del hijo de Barney, quien ha revisado y cuidado las circunvalaciones vividas por su padre, escritas en contra de un olvido, derruidas por ese mismo olvido, desde donde las confusiones y omisiones originan una versión distinta del mundo —de ahí el título de la nove-
Barney en medio del tedio de las compras, al lado de su segunda mujer.
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ENSAYO la— que separada, no puede sino conocerse en contraste de otras versiones del mundo, la de este hijo que se inventa como editor, quien se permite un epílogo que lleve por buen cauce la posteridad de una historia que es la suya propia, desde la declaración amorosa del testigo cercano, del propio vástago, vínculo que traza una memoria que va más allá de las palabras, que se escurre entre las palabras sin guardarse para sí. Es a partir de esto que se trama el reconocimiento, el resto sobrevive —insisto— como un hueco. Todo esto se pierde (para bien, quiero pensar) dentro del filme. La lectura de la novela se convierte en algo distinto, el descubrimiento de los retos formales que debieron ser vencidos. Puede que una cámara testimonial hubiera podido funcionar (es un recurso que sortea esa trampa literaria que supone la voz en off en la adaptación que hizo Mona Achache en su versión fílmica de la novela de Muriel Barbery, El erizo); tal vez no. Los añadidos hechos por el hijo a la perorata picante de Barney bien tienden un puente a lo omnisciente, esa trampa que tiene la cámara de por sí dentro del discurso visual. Hay que decirla para hacerla de uno y que no sea de los demás. Aún dentro de la frescura contenida en las licencias de adaptación hechas por Achache se impone, al final, la narratividad de una cuarta pared que se reconstruye, transparente, cada vez. Esto mismo que, en Revolutionary Road, se convierte en una redundancia al leer la novela después de haber visto la película. El misterio del crimen implicitado en algún momento, de la muerte posible de Boogie (el amigo de Barney que como eterno escritor frustrado trasciende y se permite todo) durante un viaje de pesca como consecuencia de un accidente a mano armada, se dispone como una versión desesperada de la explicación de Schrödinger de los cuantos, de la posibilidad de realidades alternativas en el desconocimiento último de la supervivencia o muerte del gato en la caja. La importancia dentro del argumento de la novela (y del filme) de esta muerte posible que se confirma, distinta a lo imaginado, me sobrepasa. No la entiendo: ¿es la versión que desmiente todas las otras versiones posibles?, ¿la ambivalencia de una muerte que no se sabe por accidente o por asesinato? Es una epifanía casi evanescente tanto en el libro como en el filme: un hidroavión que levanta grandes cantidades de agua para lanzarlas desde los aires al bosque como entrenamiento para apagar incendios. Lo sucedido verdaderamente
queda como un acto de fe, en su evidencia no puede cambiar la perspectiva de aquellos que quieren seguir viendo lo que no fue. Por mucho que Barney haya sido inocente de la muerte de Boogie, habrá quien no se lo pueda perdonar, quien necesite seguir acusándolo. No hay crimen que perseguir, sólo cuentas que se le piden a lo inefable en su falta de sentido último, en su desdén para la explicación que necesita todo misterio dentro de la ficción.•
Barney con Clara, su primera mujer, jugando sin demasiado convencimiento (a juzgar por su cara) a la pareja feliz.
Referencias: Barbery, Muriel. La elegancia del erizo. Trad. Isabel González-Gallarza. Seix Barral, Barcelona, 2008. Richler, Mordecai. La versión de Barney. Con epílogo y nota de Michael, Panofsky. Trad. de Miguel Martínez-Lage. Sexto Piso, México, 2011. Yates, Richard. Vía Revolucionaria. Trad. de Luis Murillo Fort. Alfaguara, México, 2009.
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Eztétyka del hambre Los años sesenta del siglo XX vieron surgir “nuevos cines” en diversas partes del mundo. En América Latina, el brasileño Glauber Rocha escribió Eztétyka del hambre, un texto clave para comprender aquellos momentos de urgencia creativa. Aparecido en enero de 1965, cuando Rocha tenía 25 años, es uno de los pocos escritos de reflexión acerca del cine proveniente de latitudes no europeas. Texto de aparente espontaneidad, de posición política (antiimperialista, anticolonialista, anti Hollywood) y manifiesto-síntesis del movimiento conocido como Cinema Novo, critica la chanchada (cine cómico comercial de evasión), desprecia el cine de estudios con sus fastuosos decorados interiores y repudia al melodrama. Este escrito plantea una estética que habla del hambre no como exotismo para consumo europeo, sino como exaltación de la violencia a la Franz Fanon: «violento y triste; mucho más triste que violento». Cine elevado al rango de fuerza cultural, factura de películas mediante una idea y una cámara, filmes en donde la puesta en escena es una cuestión moral, antes que estética. Un impulso por reflexionar los filmes realizados y por realizar de Rocha, quien se sumaba así al conjunto de pensadores del cine: Lukács, Kuleshov, Balázs, Eisenstein, Kracauer, Bazin… Raúl Miranda por Glauber Rocha
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rescindiendo de la introducción informativa que se transformó en la característica general de las discusiones sobre América Latina, prefiero situar las relaciones entre nuestra cultura y la cultura civilizada en términos menos reducidos que aquellos que también caracterizan al análisis del observador europeo. Así, mientras que América Latina lamenta sus miserias, el interlocutor extranjero cultiva el sabor de esa miseria, no como un síntoma trágico, sino apenas como dato formal en su campo de interés. Ni el latino comunica su verdadera miseria al hombre civilizado, ni el hombre civilizado comprende verdaderamente la miseria del latino. Ésta es —fundamentalmente— la situación de las artes en Brasil frente al mundo: hasta hoy, sólo mentiras elaboradas sobre la verdad (los exotismos formales que vulgarizan problemas sociales) consiguieron comunicarse en términos cuantitativos, provocando una serie de equívocos que no terminan en los límites del arte, sino que contaminan el terreno de lo político. Para el observador europeo, los procesos de creación artística del mundo subdesarrollado sólo le interesan en la medida que satisfagan su nostalgia de primitivismo, un primitivismo híbrido, disfrazado sobre herencias malentendidas y tardías del mundo civilizado porque son impuestas por el condicionamiento colonialista. América Latina permanece como colonia y lo que diferencia al colonialismo de ayer del actual es apenas la forma más primaria del colonizador: y más allá de los colonizadores de facto, son las formas sutiles de aquéllos para que también sobre nosotros armen sus futuros barcos. El problema internacional de América Latina es todavía un caso de rotación de colonizadores, por lo que una posible liberación estará aún por mucho tiempo en función de una nueva dependencia. Este condicionamiento económico y político nos llevó al raquitismo filosófico y a la impotencia que, a veces inconsciente y a veces no, generan, en el primer caso la esterilidad y en el segundo la histeria. La esterilidad: aquellas obras encontradas abundantemente en nuestras artes, donde el autor se castra en ejercicios formales que todavía no
alcanzan la plena posesión de sus formas. El sueño frustrado de la universalización: artistas que no despertaron del ideal estético adolescente. Así, vemos centenas de cuadros en las galerías, empolvados y olvidados; libros de cuentos y poemas; piezas teatrales, películas (que, especialmente en São Paulo, fracasaron en taquillas)... El mundo oficial encargado de las artes generó exposiciones carnavalescas en varios festivales y bienales, conferencias fabricadas, fórmulas fáciles de éxito, cocteles en varias partes del mundo, amén de crear algunos monstruos oficiales de la cultura, académicos de letras y artes, juristas de pintura y marchas culturales por todo el país. Monstruosidades universitarias: las famosas revistas literarias, los concursos, los títulos. La histeria: un capítulo más complejo. La indignación social provoca discursos encendidos. El primer síntoma es el anarquismo que caracteriza a la poesía joven (y la pintura) de hoy. El segundo es una reducción política del arte que termina siendo una mala política por exceso del sectarismo. El tercero, y más eficaz, es la búsqueda de una sistematización del arte popular. Pero el engaño de todo es que nuestro posible equilibrio no resulta de un cuerpo orgánico, sino de un titánico y autodevastador esfuerzo de superar la impotencia. Y en el resultado de esta cirugía con fórceps, nosotros nos vemos frustrados, apenas en los límites inferiores del colonizador. Y si él nos comprende, entonces, no es por la lucidez de nuestro diálogo, sino por el humanitarismo que nuestra información le inspira. Una vez más el paternalismo es el método de comprensión para un lenguaje de lágrimas o de sufrimiento. El hambre latina, por esto, no es solamente un síntoma alarmante: es el nervio de su propia sociedad. Ahí reside la trágica originalidad del Cinema Novo ante al cine mundial: nuestra originalidad es nuestra hambre y nuestra mayor miseria es que esta hambre, siendo sentida, no es comprendida. De Aruanda a Vidas secas, el Cinema Novo narró, describió, poetizó, discurrió, analizó, enfrentó los problemas del hambre: personajes comiendo tierra, personajes comiendo raíces, personajes robando para comer,
Página izquierda: Glauber Rocha.
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El delantero Mané Garrincha, personaje central del documental que lleva su nombre, obra que según Rocha es una muestra de miserabilismo.
personajes matando para comer, personajes huyendo para comer, personajes sucios, feos, descarnados, viviendo en casas sucias, feas, oscuras. Fue esta galería de hambrientos que identificó el Cinema Novo con el miserabilismo tan condenado por el gobierno, por la crítica al servicio de los intereses antinacionales, por los productores y por el público —este último no soportando las imágenes de su propia miseria. Este miserabilismo del Cinema Novo se opone a la tendencia de uno digestivo, preconizado por el principal crítico de Guanabara¹, Carlos Lacerda: películas de gente rica, en casas bonitas, en coches de lujo; películas alegres, cómicas, rápidas, sin mensaje, de objetivos puramente industriales. Estas son las políticas que se oponen al hambre, como si en departamentos de lujo los cineastas pudieran esconder la miseria moral de una burguesía indefinida y frágil o, incluso como si los mismos materiales técnicos y escenográficos pudiesen esconder el hambre que está enraizada en la propia incivilización. Sobre todo, como si en este aparato de paisajes tropicales, se pudiera disfrazar la indigencia mental de los cineastas que hacen este tipo de películas. Lo que hizo del Cinema Novo un fenómeno de importancia internacional fue justamente su alto nivel de compromiso con la verdad. Fue su propio miserabilismo que, antes escrito por la literatura de los años 30, ahora fuera fotografiado por el cine de los 60; y, si antes era escrito como denuncia social, hoy pasó a ser discutido como problema político. Las propias etapas del miserabilismo en nuestro cine son internamente evolutivas. Así, como observa Gustavo Dahl, va desde lo fenomenológico (Porta das Caixas), a lo social (Vidas Secas), a lo político (Deus e o Diabo), a lo poético (Ganga Zumba), a lo demagógico (Cinco Vezes Favela), a lo experimental (Sol Sobre a Lama), a lo documental (Garrincha, Alegria do Povo), a la comedia (Os 1
Guanabara fue el nombre que, de 1960 a 1975, llevó la entidad federativa donde se
ubicaba Río de Janeiro, cuando dejó de ser la capital de Brasil [N. de la Redacción].
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Mendigos). Experiencias en varios sentidos, frustradas unas, realizadas otras, pero todas componiendo, al final de tres años, un cuadro histórico que no por casualidad va a caracterizar a los períodos presidenciales de Jânio Quadros y João Goulart: una época de grandes crisis de consciencia y de rebeldía, de agitación y de la revolución que culminó en el Golpe de Abril. Y fue a partir de abril que la tesis del cine digestivo ganó peso en Brasil, amenazando sistemáticamente al Cinema Novo. Nosotros comprendemos esta hambre que el europeo y el brasileño en su mayoría no entienden. Para el europeo es un extraño surrealismo tropical. Para el brasileño es una vergüenza nacional. Él no come, pero tiene vergüenza de decirlo y, sobre todo, no sabe de dónde viene esta hambre. Sabemos nosotros —que hicimos estas películas feas y tristes, estas películas gritadas y desesperadas donde no siempre la razón habló más alto— que el hambre no será curada por los planes de gabinete y que los parches del tecnicolor no sólo no esconden sino agravan sus tumores. Así, solamente una cultura del hambre, minando sus propias estructuras, puede superarse cualitativamente: la más noble manifestación cultural del hambre es la violencia. La mendicidad, tradición que se implantó con la piedad redentora colonialista ha sido una de las causantes de la mistificación política y de la arrogante mentira cultural: los informes oficiales del hambre piden dinero a los países colonialistas con el objeto de construir escuelas sin crear profesores, de construir casas sin dar trabajo, de enseñar oficio sin enseñar el alfabeto. La diplomacia pide, los economistas piden, la política pide. El Cinema Novo, en el campo internacional, nada pidió: se impuso la violencia de sus imágenes y sonidos en 22 festivales internacionales. A través del Cinema Novo: el comportamiento exacto de un hambriento es la violencia y la violencia de un hambriento no es primitivismo. ¿Fabiano es primitivo? ¿Antão es primitivo? ¿Corisco es primitivo? ¿La mujer de Porto das Caixas es primitiva?
Texto recuperado Del Cinema Novo: una estética de la violencia antes de ser primitiva y revolucionaria. Éste es el punto inicial para que el colonizador comprenda la existencia del colonizado: solamente concientizando su posibilidad única, la violencia, el colonizador puede comprender por el horror, la fuerza de la cultura que él explota. Mientras que el colonizado no se levante en armas, es un esclavo. Fue preciso un primer policía muerto para que el francés pudiera percibir a un argelino. De una moral: esa violencia, a pesar de todo, no está incorporada al odio, como tampoco diríamos que está ligada al viejo humanismo colonizador. El amor que esta violencia encierra es tan brutal como la propia violencia, porque no es un amor de complacencia o de contemplación, sino un amor de acción y transformación. Por esto, el Cinema Novo no hizo melodramas. Las mujeres del Cinema Novo siempre fueron seres en busca de una posible salida del amor, dada la imposibilidad de amar con hambre: la mujer prototipo, la de Porto das Caixas, mata al marido; Dandara de Ganga Zumba huye de la guerra hacia un amor romántico; Sinhá Victoria sueña con nuevos tiempos para sus hijos; Rosa se convierte en criminal para salvar a Manuel y lo ama en otras circunstancias; una hija de papá rompe la costumbre para conseguir un nuevo hombre; la mujer de O desafio rompe con el amante porque prefiere permanecer fiel a su mundo burgués; la mujer en São Paulo S.A. quiere la seguridad de su amor pequeñoburgués y para eso intentará reducir la vida del marido a un sistema mediocre. Ya pasó el tiempo en el que el Cinema Novo requería explicarse a sí mismo para existir. El Cinema Novo necesita procesarse para que se explique a la medida que nuestra realidad sea más discernible a la luz de pensamientos que no estén debilitados o delirantes por el hambre. El Cinema Novo no puede desarrollarse efectivamente si permanece marginal al proceso económico y cultural del continente latinoamericano. Además, porque el Cinema Novo es un fenómeno de los pueblos colonizados y no una entidad privilegiada de Brasil. Donde haya un cineasta dispuesto a filmar la verdad y a enfrentar el rostro hipócrita y policiaco de la censura, ahí habrá un germen vivo del Cinema Novo. Donde haya un cineasta dispuesto a enfrentar el comercialismo, la explotación, la pornografía, el tecnicismo, ahí habrá un germen del Cinema Novo. Donde haya un cineasta, de cualquier edad o de cualquier procedencia, dispuesto a poner su cine y su profesión al servicio de las causas importantes de su tiempo, ahí habrá un germen del Cinema Novo. La definición es ésta y por esta definición el Cinema Novo se marginaliza de la industria, porque el compromiso del Cinema Industrial es con la mentira y con la explotación. La integración económica e industrial del Cinema Novo depende de América Latina. El Cinema Novo se empeña para conseguir esta libertad, a nombre de sí mismo, de sus más cercanos y dispersos integrantes, de los más burros y los más talentosos, de los más débiles y los más fuertes. Es una cuestión de moral que se reflejará en las películas, en el tiempo de filmar un hombre o una casa, en el detalle a observar, en la filosofía: no es una película sino un conjunto de películas en evolución que dará, por fin, al público la conciencia de su propia existencia. No tenemos, por esto, mayores puntos de contacto con el cine mundial. El Cinema Novo es un proyecto que se realiza en la política del hambre y sufre, por lo mismo, todas las flaquezas consecuentes de su existencia.•
Una de las mujeres que buscan escaparse del amor en el Cinema Novo: Irma (Irma Álvarez), de Porto das Caixas.
Texto publicado con autorización del Arquivo Pessoal Glauber Rocha – Cinemateca Brasileira Traducción del portugués de José Ignacio Lanzagorta García
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Cr铆ticas
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crítica \ películas
Dos confines temáticos en la Semana del Cine Alemán I. LA FRONTERA METAMÓRFICA En El mal del sueño (Schalafkrankheit, Alemania / Francia / Holanda, 2010), tercer largometraje del autor total marburguiano de 41 años Ulrich Köhler (Bungalow, 2002; Ventanas al lunes, 2006), el médico alemán especialista en el combate de la ancestral epidemia africana del mal del sueño Ebbo Velter (Pierre Bokma) alista los preparativos de su regreso a Europa y vive a disgusto los últimos días de las dos décadas que ha pasado en Camerún en compañía de su seca esposa insatisfecha Vera (Jenny Schily) y largo tiempo alejado de su hosca hija puberta de internado berlinés que visceralmente lo repele Helen (Marie Elise Miller), pero las mujeres parten y él se queda varado en su rincón africano, según se lo vaticinaba con ironía su amigo empresario galo neocolonial-hedonista-explorador Gaspard (bien distanciado por el codirector de Yoko y Nina Hippolyte Girardot), y tal como podrá comprobarlo tres años después el inexperto médico francés gay de origen congoleño Alex Nzila (Jean-Christophe Folly), enviado por la Organización Mundial de la Salud a investigar y rendir un informe sobre el falseado proyecto contra una enfermedad hace mucho exitosamente erradicada que sostiene ese Dr. Velter hoy vuelto un ser huidizo, enigmático, excéntrico, inabordable, con irreconocible concubina africana embarazada cuya familia tribal lo explota y humilla, esencialmente degradado y destruido. La frontera metamórfica se divide a la mitad tanto por un salto temporal como en el punto de vista, con el objeto de relatar oblicuamente, pero a profundidad, sólo dos momentos cruciales en la imposibilidad vital y la improbable definición de un hombre que, ebrio de fascinación hipnótica por el misterio de un Continente que lo absorbe, ha cruzado la frontera de lo irracional, desmembrado, carente de mínima lucidez sobre su propia condición, tan desimantado como el soldadito desertor de Bungalow que volvía aún más obsesivo o la esposa ajena a su nuevo hogar de Ventanas al lunes, tan absurdo como el coronel Marlon Brando de Apocalipsis (Francis Ford Coppola, 1979) o la defensora de su plantación Isabelle Huppert de Materia blanca
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crítica \ películas (Claire Denis, 2009), extraviado en creencias primitivas, devorado por una nueva selva de La vorágine en un África sin folklor ni otra violencia que la cotidiana, tan lejos del romanticismo de África mía (Sydney Pollack, 1985) y tan cerca de la bestialidad humana de Malestar tropical (Apichatpong Weerasethakul, 2004), perdido para sí mismo y para los demás. La frontera metamórfica se estructura en dos grandes bloques narrativos contrastantes al focalizar el drama paradójico de dos hombres simétricos en su extravío entre dos mundos, entre la negritud o la blancura de una piel que no les corresponde ni por cultura ni por afinidades: el blanco renegado de espíritu negro y el europeo hipercivilizado de raza oscura, cuestionados y vencidos, náufragos en su libertad por no asumir los paradigmas y los consensos sociales que les rodean, o se exigen de ellos. La frontera metamórfica simplifica al máximo el ánimo, la valentía y el desaliento de su lenguaje fílmico, para abordar, de manera en apariencia colateral, pero en realidad de frente y sin ambigüedades, temas cruciales en torno a la africanidad, como la corrupción cual segunda piel popular del tercer inmundo (ese episodio-obertura del retén militar), el desvío de recursos procedentes del exterior, la inutilidad de la ayuda europea (a fin de cuentas contraproducente para el desarrollo y la democracia), la persecución heroica de plagas hace décadas extirpadas, el riesgo de declararse abiertamente homosexual en África, el múltiple desarraigo y la persistencia del pensamiento mágico de las religiones animistas (en sustancia contagiosas). Y la frontera metamórfica culmina como tragicomedia de cacería nocturna en la que el héroe arrebatado por las fuerzas de lo desconocido dispara contra la fogata de sus compañeros para devenir cazador y presa de sí mismo. II. LA MISERIA SEXUAL En Bajo la ciudad (Unter dir die Stadt, Alemania / Francia, 2010), cuarto largometraje del munichense fundador de la cerebral revista fílmica Revolver y cineteórico de 39 años Christoph Hochhäusler (Bosque de leche, 2003; Falso conocedor, 2005), con guión suyo y de Ulrich Peltzer, el sexagenario pulpo bancario internacional recién nombrado “Banquero del Año” por ser un desalmado superpila en la absorción de empresas con problemas Cordes (Robert HungerBühler) gusta de inventarse una infancia miserable, presenciar mercenarios shows individuales de junkies inyectándose en las últimas y codicia eróticamente desde su primer impactante encuentro en una inauguración snob a la bella esposa con complejo de ociosa inútil Svenja (Nicolette Krebitz) de su trepador subalterno Steve (Mark Waschke), cortejándola con absurda caballerosidad, sin siquiera atreverse a tocarla al tenerla fascinada o en sus garras, hasta que el adulterio se consuma, candente e intolerable, por lo que el poderoso jefe envía a su empleado como liquidador a Yakarta (sustituyendo a un gerente escamoteadamente ejecutado por activistas), para continuar su gratuita aventura y provocar en última instancia su desgracia laboral-conyugal y su hundimiento humano. La miseria sexual se aduce, se plantea y se propone como eje único del deseo imposible de satisfacer y trasunto temático, sosteniendo la paradoja de la máxima alienación sustantiva, otra vez la condición ambigua del Gran Solitario de Palacio, aquí un monstruo de la frustración, de la represión y la mentira. La miseria sexual ama sostener su tono de parábola casi bíblica con base en un paralelo con la historia de Da-
vid y Betsabé (Henry King, 1951), con su metahollywoodesco Gregory Peck provecto y melancólico, una Susan Hayward radiantemente deambulatoria urbana sin brújula y ese sucedáneo de Raymond Massey como nuevo Capitán Urías enviado a la muerte tercermundista segura, desde el primer inmundo bancario, por ser sin saberlo un sacrificable rival en pasión, si bien todavía para su fortuna en fiero combate chismetelefónico. La miseria sexual adopta un admirable y eficaz aunque siempre desconcertante, y a veces hasta irritante, estilo distanciado, gélido, superelegantioso, casi abstracto, lleno de audaces elipsis, elipsis constantes e inesperadas, un verdadero juego perverso de supresiones y una genuina metafísica del escamoteo, la oblicuidad del relato y la elipsis, una sofisticadísima visualidad pura (esa fotogenia de los enormes ventanales hacia una urbe inasible) muy bien secundada por una música postserial y transfigurante de Benedikt Schiefer que nunca cesa, cambia en su dotación instrumental de cámara e incluso se toca en vivo durante una velada lujosa, llenando espacios vacíos e impersonales que, gracias a ella, se tornan aún más impersonales y huecos pero jamás vacuos, radicalmente crueles. Y la miseria sexual no era a fin de cuentas más que un alucinante antithriller que se niega a la declamación tanto como al melodrama (esa sobria visita sólo por curiosidad malsana a la alelada esposa cincuentona del amante ruco), al interior de un severo idealizado/desidealizado retrato viviseccional de la índole moral de uno de aquellos que acostumbran ver “la ciudad por debajo de ti” (tal como lo anuncia el título original en alemán) porque, según monologa la enigmática figura de la mujer desnuda que abre por la mañana las cortinas luego de pasar la noche con su hombre auténtico, “ahora empieza” la verdadera lucha, acaso contra aquel poderoso examante irremisiblemente abandonado/autoabandonado quizá aún peligroso, y de seguro contra el propio tedium vitae desazonante a perpetuidad.• Jorge Ayala Blanco
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La vida útil de Federico Vieroj
Uruguay / España, 2010, 63 min.
Jorge ha dedicado los últimos veinticinco años a Cinemateca, institución en la que se desempeña como multiusos: trabaja en la programación, proyecta las películas, presenta a los invitados, graba los anuncios que se pasan en la sala, conduce un programa de radio, revisa el estado de las butacas e integra el consejo directivo, todas esas tareas compartidas con Martínez. Sin embargo, a pesar de su dedicación, las cosas no van bien: los socios disminuyen mes con mes, mientras que las deudas aumentan. Hace ocho meses que no se paga la renta de la sede y el desalojo es inminente. La fundación que apoya económicamente a Cinemateca decide retirarse, con el argumento de que no puede apoyar instituciones culturales que no sean redituables. El mundo de Jorge se viene abajo. Un cartel, al inicio de La vida útil, explica que “esta película de ficción no reconstruye la historia de la Cinemateca Uruguaya ni la de sus trabajadores”. Sin embargo, en toda esta primera parte, la ficción se parece demasiado a la realidad. Todas las instalaciones que se ven son las de Cinemateca Uruguaya y casi todos los personajes que aparecen forman parte igualmente de su equipo se trabajo. Fundamentalmente Martínez encarnado por Manuel Martínez Carril, quien estuvo al frente de Cinemateca más de cuatro décadas e hizo durante muchos años todas las tareas que hace en la película (y unas cuantas más). La primera mitad de La vida útil, filmada en blanco y negro y en un hoy anacrónico formato 1.37:1, se dedica al registro casi documental del trabajo cotidiano: desde el reparto inicial de los filmes que integrarán el ciclo de cine islandés al programa de radio donde Martínez explica la secuencia de la batalla en el hielo de Alejandro Nevski (URSS, 1938), y la relación entre las imágenes de Eisenstein y la música de Prokófiev. Y la elección de esos títulos no es gratuita, porque si hay que morir, se morirá con las botas puestas: exhibiendo Febrero, del director uruguayo Gonzalo D. Galiana, ante una sala casi vacía, o Avaricia (Greed, Estados Unidos, 1923) de Erich von Stroheim. Y anunciando como próximo plato fuerte una retrospectiva del portugués Manoel de Oliveira. Es cierto que lo que se muestra no es la realidad de Cinemateca, pero sin duda se le parece en muchos aspectos. Hay un deterioro que tiene que ver con una situación de crisis económica, pero también con los cambios en el consumo cultural. Equipos y aparatos que ya no dan más, que han trabajado durante años y cuya vida útil está a punto de agotarse (si es que no se ha agotado ya). Un público fiel que resulta escaso y afuera muchos jóvenes a los que no se consigue atraer con los grandes nombres de la cinematografía. La empresa tiene algo de quijotesco —como casi todas las empresas culturales,
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por otra parte—: una lucha de David contra Goliat, con reminiscencias de El espectáculo más pequeño del mundo (The Smallest Show on Earth, Gran Bretaña, 1957) de Basil Dearden. Aunque en La vida útil, sólo vemos una de las partes, la otra, la de los grandes complejos cinematográficos y las superproducciones 3D, ya está presente en la cabeza de todos los espectadores; no hay necesidad de recordarla. Ese universo interior e íntimo en el que transcurre prácticamente toda la primera mitad de La vida útil parece detenido en el tiempo, si no fuera por ciertos elementos que lo datan con exactitud (las películas en DVD, por ejemplo), podría suponerse en los cincuenta o sesenta. El blanco y negro y el tipo de fotografía ayudan. Igualmente la escasa música, compuesta por fragmentos de obras de Eduardo Fabini, músico uruguayo cuyos poemas sinfónicos remiten, desde sus títulos, a otros tiempos: Campo, La isla de los ceibos, Mburucuyá. El mismo Jorge, que ha pasado veinticinco años encerrado en Cinemateca, también es un personaje anacrónico. Luego de la terminante frase de Iriarte hijo: «No podemos apoyar instituciones culturales que no son redituables», La vida útil pasa a un intermedio, musical, con la canción “Los caballos perdidos” de
Leo Masliah, sobre el poema de Atilio Pérez Dacunha, “Macunaima”. Este poema hace referencia a la infancia y a la inocencia perdida («Cuánta distancia ahora / cuánta distancia / y estoy vacío de patas / tan inútil y quieto como un viento mutilado / con mis dos caballos perdidos»1) y está publicado en un libro que lleva por primer título Pasajero de las sombras, lo que resulta también una definición perfecta para alguien que, como Jorge, ha vivido la mayor parte de su vida encerrado en una cinemateca, en Cinemateca. Si la primera mitad de La vida útil podría parecer un canto agónico, la segunda es decididamente una declaración de amor, no sólo a su amiga Paola, sino a la vida y muy especialmente al cine. Después de la crisis y el terrible choque que significa el darse cuenta de que la seguridad de su mundo conocido se pierde, Jorge sale, por primera vez, a la calle acompañado por todo un bagaje cultural construido durante años de cinefilia: los westerns de John Ford, las aventuras épicas de Akira Kurosawa, los musicales de Vincente Minnelli... lo que hasta ahora era un registro casi documental, con tintes neorrealistas, sufre una violenta transformación, Jorge se lanza a la conquista del mundo (del real, ahora sí) con las armas que le dieron veinticinco años de Cinemateca. Lo primero, por supuesto, es ir a buscar a Paola, su amor más o menos platónico. Pero antes debe desembarazarse de ciertos lastres: una llamada al padre para avisarle que esa noche no llegará a cenar; un paso por la peluquería para cambiar (más teórica que realmente) la apariencia y lo más importante; aprovechar para deshacerse del maletín donde carga todo lo que ya no quiere ser. Una elaborada disertación sobre la mentira (a partir de Mark Twain) a los alumnos de Derecho, muestra el aplomo y la seguridad del nuevo Jorge. La segunda prueba será la ejecución de una coreografía, como un Gene Kelly en las escaleras de la Facultad. La tercera, abordar a Paola (que lo ve un tanto sorprendida, pero también complacida) y, por supuesto, invitarla al cine. El final, con Jorge y Paola alejándose por la avenida 18 de Julio (y el cartel de FIN), es totalmente cinematográfico, remite a una cantidad de finales felices muchas veces vistos. La vida útil es el segundo largometraje de Federico Veiroj (Montevideo, 1976), quien antes realizó los cortos 50 años de Cinemateca Uruguaya (2003) y Bregman, el siguiente (2004), y el largo Acné (2008). A diferencia de Acné, La vida útil fue planeada como una producción muy pequeña y casi sin presupuesto. Escrito en su primera versión en el 2007, el proyecto se modificó con la aparición de Jorge Jellinek, reconocido crítico cinematográfico uruguayo sin ninguna experiencia como actor, al que Veiroj vio como el personaje perfecto. Luego de filmar la primera mitad del guión, que sirvió además para probar a Jellinek en su nueva faceta, se desechó la otra parte, y se volvió a escribir con la colaboración de Gonzalo Delgado e Inés Bortagaray. Esa reescritura y el tiempo que medió entre las dos partes del rodaje no resultó en este caso perjudicial, al contrario: de las marcadas diferencias entre ambas mitades, del choque que se produce entre ellas, nace la fuerza y el encanto de este pequeño filme que se volvió grande casi sin buscarlo.• Nelson Carro 1
“Los caballos perdidos” es el VIII poema de Pasajero de las sombras / Los caballos
perdidos (Gran Aldea, Montevideo, 1980) [N. de la Redacción].
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El vuelco del cangrejo de Óscar Ruiz Navia Colombia, 2009, 92 min.
Un hombre pálido y desgarbado abandona la rutina urbana para internarse en un caserío perdido de la costa colombiana. Nada sabremos de los motivos que lo conducen hasta ahí ni de su vida anterior ni de su oficio o posibles duelos sentimentales, excepto, tal vez, que oscuramente ha elegido plantarse en ese pueblo unos días mientras consigue una lancha de motor que lo lleve a otro destino, igualmente misterioso. El lugar es La Barra, una extensión gris y miserable de la región del Cauca, frente al Pacífico, poblada por pescadores afrocolombianos. El patriarca de la región, Arnobio Salazar “Cerebro”, relata al “turista” Daniel (Rodrigo Vélez), los viejos tiempos de la abundancia, la depredación ecológica que sobrevino, y la amenaza que hoy representa en el sitio abandonado la actividad de un hombre blanco, el Paisa (Jaime Andrés Castaño), que con papeles de propiedad en mano, intenta transformarlo todo en un centro turístico y a la población en una comunidad de empleados a su servicio.
La historia es real, según relata Óscar Ruiz Navia, el joven director colombiano nacido en Cali, muy cerca de La Barra. Ese mismo lugar lo visitó él en repetidas ocasiones, familiarizándose con la gente y sus historias, particularmente con el pescador “Cerebro”, que interpreta a su propio personaje. El taciturno Daniel es así un alter ego del realizador y su itinerario semeja al de muchos otros nómadas de raigambre existencialista que últimamente figuran en diversas ficciones latinoamericanas reconocidas internacionalmente, desde las mexicanas Alamar y Cefalópodo, hasta la brasileña Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo o la colombiana Los viajes del viento, de Ciro Guerra, quien por lo demás colabora con Ruiz Navia en este novedoso vuelco del cangrejo. Algo notable en estas realizaciones es la exploración visual del paisaje como desprendimiento de las sensaciones anímicas de los personajes. La visión del director caleño es interesante en su ruptura con el pintoresquismo y las facilidades del registro turístico, a leguas del realismo mágico que por décadas desvirtuó a la narrativa fílmica de la región. La desolación de las playas contrasta aquí de modo perturbador con la exuberancia y los ruidos múltiples de la jungla que la rodea. Parecería el territorio de un viaje interior del argentino Lisandro Alonso (La libertad). Dice el viejo “Cerebro” en su lenta incursión con Daniel en los manglares: “Tres minutos aquí sin hablar es suficiente
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para volverse loco”. Y esa atmósfera de pesadez y claustrofobia la transmite la película al evocar, con sobriedad y lirismo, el itinerario iniciático de Daniel, su curiosa complicidad con Lucia (formidable Yisela Álvarez), la niña que recoge cangrejos todo el día, sus partidos de futbol con los jóvenes en la playa, sus partidas de azar por las tardes con los lugareños familiarizados ya con su presencia espectral e inofensiva, sus frenéticos encuentros sexuales con la sensual Jazmín, sobrina y protegida de “Cerebro”, los diálogos que no conducen a nada, las frases que no esperan réplica alguna, el estrépito lejano del reggae en el hotel que afanosamente construye el Paisa, los partes radiofónicos que hablan de manera entrecortada de enfrentamientos del ejército con la guerrilla, un corrido prohibido de los paramilitares, el desfile sensual de rostros juveniles que el cineasta captura a la manera de instantáneas de la despreocupación y del deseo, las anécdotas que en una ronda intercambian los muchachos del lugar y que hablan de lejanas proezas sexuales, de la melancolía de la carne y de apetencias urgentes, siempre renovables. Muchos comentaristas de cine reprochan a El vuelco del cangrejo su parquedad y su narrativa minimalista, su pretendido ensimismamiento narcisista. Este primer largometraje de Ruiz Navia posee, sin embargo, una fuerza expresiva poco común en el cine colombiano. Apenas puede sorprender que quienes se devanaron los sesos para saber si una cinta como Biutiful, de Iñárritu, ganaría o no el Óscar de la Academia en Hollywood, hayan tenido poca paciencia para un tipo de relato en el que, según su parecer, no sucede absolutamente nada.• Carlos Bonfil
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Las cuatro estaciones de Michelangelo Frammartino Le quattro volte , Italia / Alemania / Suiza, 2010, 88 min.
Algunas cabras tienen ojos como nueces. Iris amarillo con un corazón oval negro (la pupila). Con esos ojos también miran al cielo. ¿Pero qué ven? Uno nunca se pregunta por la vida privada de los animales, pero Michelangelo Frammartino consigue que lo haga —sin ponerse cursi como yo— en el transcurso de la primera a la segunda veces de su opera prima: Las cuatro estaciones, simplona y mala versión mexicana de un título que debió ser Las cuatro veces. ¿Y cómo lo consigue? Con un par de tomas (un ojo, de frente, y una cabeza de cabra, desde una contrapicada que deja ver el cielo), pero sobre todo quitándole protagonismo al ser humano. El primer protagonista de la película es un viejo, el segundo una cabrita, el tercero un árbol, el cuarto un montón de carbón. Un hombre, un animal, una planta y un mineral. Lo que sucede cuatro veces a estos cuatro protagonistas es la muerte (la consunción, en el caso del carbón; la desaparición física definitiva, en todos los casos). Hay una cadena de eventos: el viejo es un pastor de cabras y un día muere; alguien hereda su ganado y un día una cría se pierde, llega a un abeto y allí se queda; el árbol es derribado y utilizado para las fiestas patronales de la aldea calabresa de Alessandria del Carretto;
terminada la fiesta el tronco se corta y calcina para hacer carbón que desaparecerá en chimeneas imprecisas. El trayecto de personaje a personaje implica descolocar al hombre como centro único del cine.1 La apuesta es difícil cuando se trata de convertir a un árbol, y aún más, a un mineral, en personajes. El realizador la gana, y eso es apenas un logro menor en la cinta. Al descolocar al hombre, Frammartino —aunque muy probablemente sus intenciones no hayan ido tan lejos— obliga a pensar en una herencia del Renacimiento viva en el cine, en primera instancia, pero que recorre las artes en general: no hay, o casi no hay, historias sin un personaje principal humano. El único caso de extrañamiento similar que identifico está en la obra de László Krasznahorkai, quien ha conseguido hacer literatura narrando, por ejemplo, el proceso de descomposición de un cadáver (en La melancolía de la resistencia) o el recorrido épico de un grupo de semillas levantadas por el viento en China y que fecundará un jardín pequeñísimo en Japón (en Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río). En segunda instancia Las cuatro estaciones, al mostrar la finitud de todo lo existente, recuerda el vínculo entre el hombre y su gran otredad no humana. A fin de cuentas nuestras vidas son tan nimias como las de cualquier otro ser. Aquí está el logro mayor de la película: todo es tan natural que ninguna muerte es una tragedia, simplemente sucede y el mundo sigue. Y esa permanencia del mundo, o de las cosas del mundo, fotografiada con toda delicadeza (por Andrea Locatelli) es conmovedora. Además sólo acontece en la pantalla. Si bien, la intención del director era poner la centralidad del hombre en evidencia, la narrativa de su cinta es mínima y se centra —a veces bajo una mirada, digamos, naturalista; a veces, antropológica— en los cuatro acontecimientos relatados. Desde el momento en que vemos un montículo de tierra humear hasta que comprendemos de qué se trata, sin hacer nada más que mostrar seres y eventos provoca una experiencia estética notable, que anuncia sin ningún aspaviento mayor profundidad.• Abel Muñoz Hénonin 1
El hombre es la medida del cine en tal modo que incluso, cuando hemos visto
animales en el cine, están humanizados para que puedan correr aventuras y nos podamos identificar con sus gestos de alegría o angustia improbables, con su solidaridad a la hora de rescatar a un niño en apuros.
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crítica \ películas
Pez mortal de Shion Sono Tsumetai nettaigyo, Japón, 2010, 144 min.
El cinismo es una de las armas más poderosas que cualquier cineasta puede utilizar para abatir al público, sin embargo, son pocos quienes lo hacen de manera inteligente, y el japonés Shion Sono es uno de ellos. Poeta y “guerrillero cultural” desde las últimas dos décadas, sabe que la provocación llana y estridente es la mejor manera de plasmar en celuloide sus motivaciones personales y discursos universales –sí, es cliché pero ¿qué en el cine ya no lo es?– a partir de la gramática de la carne macerada en brutales arranques de violencia, cuyo baño de sangre esconde más profundidad temática de lo que aparenta a simple vista. Hablar ampliamente del cine de este autor nacido en Toyokawa es difícil si tomamos en cuenta que hasta antes de Pez mortal sólo se conocía oficialmente en nuestro país vía DVD El club del suicidio, filme producido en el 2001 que le abrió las puertas del mercado internacional, y con ello, también el reclamo universal ante la descarnada historia de una serie de suicidios grupales de jovencillas estudiantes aparentemente de alegre manera. Acusaciones de apología de la inmolación sin mayor sustento que una miopía fílmica que no permite enfocarse en lo que está más allá del velo carmín que se impregna en los fotogramas. Misma suerte, pero en distinto sentido, de Pez mortal, cuyo paroxismo último delimita el mensaje de frustraciones encontradas (¿y enconadas?) al interior de una familia disfuncional donde la mediocridad es el pan de cada día: padre mercader de peces de agua dulce, hija rebelde sin causa y esposa/madrastra sexualmente insatisfecha forman un triángulo de tensión constante donde el pusilánime “hombre de la casa” es la personificación de la nulidad absoluta: él no existe porque nadie lo valida como individuo. Este nohombre llamado Shamoto conocerá de manera fortuita y a causa de su hija a la mefistofélica persona de Murata, excéntrico millonario que le ofrece mejorar su vida a partir de llevarse a la chica a trabajar en, oh sorpresa, la más importante tienda de peces de la ciudad. La relación de poder/sumisión entre ambos hombres se presenta de manera esperanzadora para la esposa e hija, incómoda para Shamoto y vulgar para el espectador; así, paulatinamente Shion Sono crea una atmósfera de pesadez en el ambiente que se acentúa con las intempestivas explosiones de violencia que perfilan el verdadero carácter del otrora divertido y fanfarrón Murata, quien acoge al tímido no-hombre como su discípulo en el arte del engaño, el robo, asesinato y desaparición de cadáveres con la complicidad de su hermosa y ninfómana esposa, al ver reflejado en él al joven victimizado por su padre que alguna vez fue.
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Perversión del mito de Fausto y Mefisto donde en lugar de la anhelada juventud romántica Murata ofrece, en cambio, la virilidad extraviada en el planetario de castas citas juveniles a golpe de sangre, violaciones y descuartizamientos que legitimarán a un renacido Shamoto que encuentra la libertad última en el Ello desatado. Y sin embargo, no es esa la única lectura del filme, pues en Pez mortal también se da cita algo inherente a la obra de Sono: el reclamo social, y este se encuentra presente en la figura de Mitsuko. Interesante que en este contexto de locura y alienación por parte de un hombre sometido y arrastrado en una espiral que se tornará liberadora de sus atavismos, sea la figura de una adolescente la que, en vez de contraponerse merced a los clichés propios a un personaje por demás genérico –belleza, juventud, candor, valores recuperados…– es llevado al extremo totalmente opuesto por un director que hace de la insolencia el as bajo la manga para que sea ésta la verdadera historia desesperante de Pez mortal: el de una realidad jodida per se para una nueva y apesadumbrada generación que ya ni siquiera puede calificarse de nihilista (lo que implicaría una postura moral y filosófica), sino por completo despreocupada, para la cual, los lazos afectivos hace rato que dejaron de tener significado.• José Luis Ortega Torres
crítica \ películas
El vampiro y el sexo de René Cardona Santo en el tesoro de Drácula, México, 1968, 95 min.
Tuvieron que pasar más de cuatro décadas para que terminara uno de los mitos del cine nacional más discutidos en los últimos años: El vampiro y el sexo sí existe. Versión alterna a Santo en el tesoro de Drácula (René Cardona, 1968), la especulada existencia (desde 1980, con un artículo en la revista Cine) y posterior realidad de este filme ha dejado patente tanto lo timorata que ha llegado a ser la industria del cine nacional como los grandes hoyos que existen en la investigación histórica de la misma. Fuera de la reproducción de algunas imágenes en publicaciones y un tríptico para su supuesta promoción en mercados extranjeros, El vampiro y el sexo parecía tratarse de un proyecto inconcluso de una época del destape que parecía no haberlo sido del todo. La inexistencia de crónicas o comentarios sobre esta cinta en su momento parecían indicar que era prácticamente imposible que el proyecto se hubiera llevado a cabo, existiendo tan sólo las imágenes como prueba de algo que quizás se había montado en escena, pero que nunca llegó a filmarse o a editarse. De existir alguna información, algún interés tendría que haberse despertado en los historiadores o periodistas de la época, suponíamos quienes habitamos el presente. Sin embargo, con la reciente desenlatada que afortunadamente ha tenido El vampiro y el sexo, nos damos cuenta de las ausencias en la historicidad del cine mexicano y de lo que puede provocar en ocasiones la autocensura. Como más o menos percibimos al ver el revelador documental Perdida (2009), de Viviana García Besné (con el ascenso y caída de la importante dinastía Calderón, productores de más de cien filmes, e impulsores del cine de ficheras), los hermanos Calderón, productores de El vampiro y el sexo, por alguna razón que parece tener que ver con una especie de arrepentimiento moral, enlataron este filme
y permaneció guardado durante décadas en sus bóvedas, hasta que la documentalista desobedeció las órdenes de no entrar a la bodega condenada y halló el tesoro perdido. Existen algunos anuncios que marcan corrida comercial de este filme en lugares como Nueva York en su momento, pero hasta ahora nadie cuenta con alguna crónica o testimonio de tal suceso. Siendo sinceros, Santo en el tesoro de Drácula no es, siquiera, una de las películas más sobresalientes del cine de luchadores, y de Santo en específico, pero, como la mayoría de títulos en este subgénero, no deja a nadie indiferente ante su paso y con el transcurso del tiempo resulta más divertida. Esta historia marcada por la presencia del Conde Drácula, a partir de una máquina del tiempo construida por el mismo Enmascarado de Plata, posee el candor y el encanto que a partir de una manufactura prácticamente dadaísta y automática presentan casi todos los filmes protagonizados por luchadores. Su efectividad como entretenimiento, así, posee una naturaleza imperecedera. Del blanco y negro de Santo en el tesoro de Drácula se pasa a saturados colores en El vampiro y el sexo; de vampiras bajo velos negros a vampiras desnudas con el vello púbico cubierto por cintas color carne se marca la transición de un mercado a otro; de una visión paternalista a una visión mercantilista; del pasado al presente. En las cuatro décadas que separan la realización de El vampiro y el sexo y sus primeras funciones al público apenas hace unos meses (en Guadalajara y en la Cineteca Nacional), y tras un intento del mismo Hijo de Santo para impedir la proyección del filme por considerar que lastimaba la imagen de su padre, el cine de luchadores prácticamente se ha extinguido, aunque el interés de nuevas generaciones de espectadores por éste se ha multiplicado considerablemente, provocando constantes ediciones de varios títulos en DVD e innumerables investigaciones y artículos. Sin duda, el cine de luchadores nunca presentó la mejor manufactura que pudiera ofrecer el cine nacional, pero su existencia continúa igual de latente que el cine más premiado o respetado de esta comarca. El vampiro y el sexo, así, deviene una razón y oportunidad para reiniciar el rescate y documentación del cine de luchadores.• Mauricio Matamoros Durán
Icónica / 53
crítica \ películas
Entra al vacío de Gaspar Noé Enter the Void, Francia / Alemania / Italia / Canadá, 2009, 161 min.
Entra al vacío es un filme revolucionario. El proyecto que tomó al realizador bonaerense Gaspar Noé quince años terminar es una caída libre en la que, amarrado de una débil cuerda narrativa, el espectador es lanzado al abismo. Durante el descenso, observará una plétora de efectos especiales, tomas en primera
Medianoche en París de Woody Allen Midnight in Paris, España / Estados Unidos, 2011, 94 min.
Hay una trama: Gil (Owen Wilson) y su prometida Inez (Rachel McAdams) llegan a París para acompañar a los papás de ella en un viaje de negocios. Gil es guionista de cine en Hollywood, pero está a punto de terminar su primera novela y piensa en mudarse a la capital francesa para dedicarse por completo a la literatura. También hay un elemento de carácter fantástico: por las noches el personaje principal se traslada a los inicios del siglo XX y conoce a Gertrude Stein, Cole Porter, F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Pablo Picasso, T.S. Eliot… Se enamora y eventualmente pide opinión sobre su novela a los integrantes de la vanguardia parisina. A la receta cinematográfica podemos añadir una historia
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persona, estrobos, la geografía inhóspita de Tokio y de los cuerpos desnudos de sus habitantes, orgasmos incandescentes, sangre y flashbacks dolorosos. Un pastiche psicodélico y psicotrópico, pues, con imaginería tan cruda como la mostrada por Noé en su muy criticada y alabada Irreversible (2002). Entra al vacío narra la historia de dos hermanos, Oscar (Nathaniel Brown) y Linda (Paz de la Huerta, despampanante talento), unidos por una expe-
riencia traumática y por un lazo sanguíneo que perdura incluso después de que la muerte los separa. Él es un traficante de poca monta y ella una bailarina exótica. Él es asesinado por la policía y ella experimenta su luto deambulando por las camas, sudores y recovecos de la vorágine urbana. Oscar, en una vuelta de tuerca metafísica, deambula también, pero como fantasma. Influenciado tanto por la visión subjetiva en La dama en el lago (Robert Montgomery, 1947) como por el viaje interestelar en 2001: Odisea en el espacio (Kubrick, 1968), Noé establece una dinámica visual en que una cámara omnipresente —los ojos espectrales de Oscar— se mueve por Tokio como por una maqueta, deteniéndose tanto en los lugares en que los deudos lloran su pérdida, como en escenas aleatorias
de la metrópoli (una secuencia logradísima nos lleva por las habitaciones de un motel de paso; hay gemidos, colegialas y anatomías contorsionadas). El sexo es abundante y variado, pero en el universo de Noé es sólo una pulsión vital más, como lo es el efecto de estrobo o el latido incesante de Tokio. Digo que el filme es revolucionario, pero eso no lo hace, ni de cerca, un largometraje redondo: hay secuencias que se antojan más un capricho que un engrane bien lubricado en esta máquina narrativa. El filme se tornará tedioso tras los primeros 90 minutos hasta para el cinéfilo más curtido. La cámara omnipresente sobrevuela las arterias de Tokio de manera descontrolada, como en un videojuego tipo firstperson-shooter manipulado por un usuario inexperto.•
escondida: el presente es la suma del pasado. Un tiempo indeterminado y aparentemente carente de sentido. Por lo demás, el amor es un sentimiento complejo al que conviene apresar en la actualidad y no en la nostalgia. Medianoche en París ofrece excelentes actuaciones, un guión perfectamente estructurado y secuencias humorísticas extraordinarias (como aquella en la que el protagonista conoce a Man Ray, Luis Buñuel y Salvador Dalí; el mejor Allen sigue siendo el de las ocurrencias). Asimismo, expone la tensión que existe entre dos épocas respecto a la idealización de las relaciones amorosas burguesas. Mientras Gil procura conceptos vinculados con el pasado como la sobriedad, la paciencia y la moderación, su prometida prefiere la inmediatez, la celeridad y al arrebato que caracterizan los tiempos modernos. No obstante, un secreto devela la efectividad de Allen. Media-
noche en París utiliza los mismos recursos que el director neoyorquino nacido en 1935 ha usado desde hace más de 30 años, la mayoría de ellos circunscritos a las intrigas que despiertan las relaciones amorosas. Digámoslo ya: las películas del autor estadounidense arriesgan poco en el plano formal. A tal grado que los guiones publicados de sus filmes
brindan lo mismo que sus cintas. El trabajo más reciente del director es una pieza entretenida que, sin embargo, deja una sensación incómoda. Luego de Match Point (2005) —su relato más ambicioso de los últimos años— Allen ha realizado filmes amenos y agraciados, pero también repetitivos y complacientes.•
César Albarrán Torres
Abel Cervantes
crítica \ películas Metrópolis restaurada de Fritz Lang The Complete Metropolis, Alemania, 1927/2010, 153 min.
No hay quinto malo. Ni quinta tampoco. Compuesta por materiales encontrados en el año 2008 en el Museo del Cine de Buenos Aires, Argentina, Metrópolis restaurada se anuncia como la “versión definitiva” de la épica futurista dirigida por Fritz Lang en 1927. Utopía-distopía socialista escrita por una guionista fascista como lo fue Thea von Harbou, el destino de Metrópolis ha pasado de mano en mano, convirtiéndose sus fragmentos perdidos en el “Santo Grial” de los arqueólogos cinematográficos. Cada una de sus versiones la ha convertido desde fenómeno de la cultura pop a manos de Giorgio Moroder en 1985 hasta Memoria del Mundo de la UNESCO en el 2001. Pero,
The Walking Dead. 1 a temporada con Frank Darabont como showrunner Estados Unidos, 2010, 6 episodios de 45 min.
La renovación de los mitos clásicos del cine de terror ha necesitado de ponerse al parejo de la información y el conocimiento (o falta de) que manejan los nuevos públicos, y es la televisión la encargada de perpetuar y legitimar mixturas genéricas a partir de trasladar a sus formatos y lenguaje historias derivadas del molde establecido por Stephenie Meyer, principal abastecedora de miel y sangre rosa como la materia prima de argumentos donde los monstruos han sido edulcorados y sentimentalizados hasta el ridículo en series como The Vampire Diaries, Secret Circle o Teen Wolf.
¿qué puede encontrar el fanático en esta versión “definitiva”? Pasajes nunca antes vistos en imagen en movimiento como aquel en el cual un esbirro del amo de Metrópolis, bautizado como “El Hombre Alto”, persigue obsesivamente a quienes colaboran con Freder Fredersen, el intermediario entre los trabajadores y el capital. La casi destrucción de la ciudad a causa de una inundación tiene también imágenes inéditas que hacen el momento aún más angustiante. Existen otros muchos más fragmentos descubiertos sin una relevancia mayor que la de su misma existencia. Por haber sido extraídos de materiales en 16mm en pésimo estado, las escenas inéditas muestran rayaduras insalvables y reducción de formato, lo que contrasta radicalmente con la prístina imagen conseguida por la restauración del 2001. Sin embargo, los defec-
tos se difuminan al escuchar por primera vez íntegra la partitura que el músico Gottfried Huppertz compuso para el estreno de en 1927, en Berlín. Descriptiva, trepidante, identificando a cada personaje con un tema particular, Huppertz siguió la escuela operística wagneriana que después
seguirían en Hollywood músicos como Steiner, Waxman o Korngold. Lo mejor que nos deja esta nueva Metrópolis es la inspiración para encontrar, dentro de una mancillada lata oxidada de película, nuevos tesoros fílmicos por descubrir.•
Ahora bien, de la galería de engendros clásicos, es el zombi quien se erige como la figura a contracorriente de la moda desde su trinchera de lo pútrido. The Walking Dead, a partir del cómic escrito por Robert Kirkman y dibujado por Tony Moore y Charlie Adlard, es llevada a la pantalla en una miniserie de seis episodios por Frank Darabont, cuyo mérito radica en mantener los valores de locura, paranoia y muerte. Su tino comienza desde la decisión de evitar la explicación de la amenaza: Rick Grimes, el protagonista de la historia, despierta de un coma en un hospital derruido cuando el apocalipsis ya sucedió. A partir de ahí el camino por la supervivencia lo lleva a buscar a su familia, creando un arco melodramático que se combinará con explosiones de violencia, acción y gore. The
Walking Dead está pensada como un producto para públicos adultos gustosos a partes iguales del terror y del melodrama, como el propio Darabont lo es, si nos atenemos a lo visto en su magnífico filme The Mist, donde la carga emocional resulta igual de penetrante que los momentos propiamente terroríficos. Virtud que se nota plenamente en este zombirial donde lo mismo retoma el clasicismo homenajeante –el segundo episodio con los protagonistas encerrados en un centro comercial ¡como en la Dawn of the Dead romeriana!–, que la víscera expuesta y hasta la reconciliación romántica. No es gratuito, entonces, que en esta ecléctica televisión moderna se levante The Walking Dead como una reivindicación del terror, pero sin provocar el miedo: la intención es subvertir los roles de humanos y mons-
truos en medio de un caos, donde la reestructuración de las relaciones sentimentales del individuo (el restablecimiento del vínculo matrimonial, la solidaridad fraterna, el amor filial) son la primera piedra para una posible, pero poco probable, restauración de la sociedad tal y como la conocemos.•
José Antonio Valdés Peña
José Luis Ortega Torres
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crítica \ películas Capitán América: El primer vengador dirigida por Joe Johnston Captain America: The First Avenger, Estados Unidos, 2011, 124 min.
Jack Kirby y John Simon lo hicieron ver la luz en marzo de 1941, como un superhéroe que combatía las atrocidades de los nazis en Europa mientras los Estados Unidos se hacían de la vista gorda; pocos meses después, tras el ataque japonés a la base militar de Pearl Harbor, la situación cambió y el Capitán América de la casa Marvel Comics se volvió un paladín de historietas que, al igual que otros congéneres como Supermán, lucharon a favor de la democracia y el mundo libre. Del cómic al serial cinematográfico y de ahí a los dibujos animados e incontables resurrecciones editoriales, el superhéroe que
Las Marimbas del Infierno de Julio Hernández Cordón Guatemala / México / Francia, 2010, 74 min.
“Guatemala o Guatepeor”, reza un dicho popular. Las Marimbas del Infierno, segundo largometraje del director guatemalteco Julio Hernández
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encabezará a Los Vengadores llega al cine de la mano del cineasta Joe Johnston, otrora director artístico de la Industrial Light & Magic de George Lucas y quien cuenta con una sólida carrera en el cine fantástico. Capitán América tiene muchos puntos en común con el Rocketeer que Johnston dirigió en 1991. Ambos protagonistas provienen de historietas, ambos se originan en la primigenia inocencia de un joven americano transformado en superhéroe gracias a la tecnología. Estética y narrativamente, los dos filmes comparten un tono retro, con una cuidada ambientación que recrea con detalle los Estados Unidos de los años de la guerra y modismos muy marcados provenientes sobre todo del cine de la época. Pero los contextos son diametralmente opuestos. Rocketeer era una película demasiado ingenua,
filmada todavía con el ánimo de las fantasías spielbergianas de los ochenta. Capitán América, la película, es un filme que sucede al 11/09/01, a una intervención militar norteamericana catastrófica, a una crisis económica mundial generada por los excesos de Wall Street. El Capitán América, como personaje, resulta ambiguo. Figura
de propaganda y héroe de acción a la vez, su aparición en este momento de gran inestabilidad mundial parece sugerir una señal de esperanza para el pueblo estadounidense y una seria amenaza para todos aquellos renuentes a aceptar la democracia. Al menos, por la que él pelea.•
Cordón, egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica de México y ganador del premio Horizontes del Festival de San Sebastián por su opera prima, Gasolina (2008), aborda de manera tan trágica como hilarante, la lucha de tres personajes difíciles de asociar por levantar un proyecto por lo
menos insólito: fusionar la música guatemalteca tradicional de marimba con el heavy metal al más puro estilo Judas Priest. Sin mayores pretensiones argumentales o estilísticas, la película, ensamblada de forma cronológica y desarrollada a través de pasajes casi quijotescos, cuenta la historia de un marimbero, Don Alfonso, quien tras ser extorsionado por la Mara, obligado a abandonar su hogar y perder su empleo como músico en un restaurante, se une a Chiquilín, un chico de la calle con problemas de drogadicción, y Blacko, figura en decadencia de la irrisoria “escena” local de heavy metal, para embarcarse en una empresa musical condenada al hundimiento. La cinta, que de forma explícita rinde homenaje a las empresas imposibles que tienen lugar en Guatemala, presenta como telón de fondo
la desoladora situación social de aquel país donde la pobreza, la violencia generada por las pandillas y la marginación creciente de amplios sectores de la población, han obligado a personas comunes a tomar caminos ilusorios. Si Las Marimbas del Infierno, ganadora del Premio del Jurado en el Festival de Miami, y de la categoría de mejor largometraje mexicano en Morelia 2010, logra transmitir algo desde su pasmosa simplicidad, esto es sin duda alguna, la exploración jocosa del fracaso, una entidad que materializada a través de la magnífica actuación de [no] actores como Roberto González Arévalo (Blacko) y Víctor Hugo Monterroso (Chiquilín), y se convierte en la síntesis de una sociedad paradójicamente representada en la vida de sus miembros más marginales.•
José Antonio Valdés Peña
Gustavo E. Ramírez
crítica \ películas La balada de Genesis y Lady Jaye de Marie Losier The Ballad of Genesis and Lady Jaye, Estados Unidos / Francia, 2011, 65 min.
La relación del artista contracultural y revolucionario P-Orridge y su amada Lady Jaye representa el amor con
Así se siente el amor de Mike Mills Beginners, Estados Unidos, 2010, 105 min.
Tras la muerte de la madre se descubre que al padre es homosexual. Ha ocultado su verdadera preferencia durante 39 años, pero ha llegado el momento de salir del clóset. Cuatro años después, el cáncer acaba con su vida. Lejos de impactar negativamente en el hijo –tanto como para llevarlo a terapia–, éste decide inspirarse en esos últimos años de relación, agregando el toque imaginario de una relación amorosa. Eso es lo que hizo Mike Mills para su filme Así es el amor. Aunque le sumó otra línea narrativa: un romance que puede funcionar o no, el de Oliver (Ewan McGregor), un infeliz diseñador gráfico de 38 años, que conoce a Anna (Mélanie
todos sus elementos: valentía, una profunda ternura, admiración y la vida consagrada al ser amado hasta sus últimas consecuencias. La pasión por el otro hasta el grado de querer ser uno solo supera la mera relación entre dos y se convierte en una afrenta ante lo moralmente aceptable y en una expresión solidaria para todos aquellos
Laurent), una actriz francesa, mientras está viviendo el luto por su padre. La película explora todas las conexiones afectivo sentimentales a partir de los personajes existentes en el filme: padrehijo, novio-novia, perro-amo, novio-hijo… Oliver es le testigo confundido de toda esta complejidad. A la par de sus propias vivencias cotidianas y la compleja relación con Anna, constantemente rememora el matrimonio disfuncional entre sus padres, puesto en escena a partir de flashbacks que se mezclan sutilmente con el presente, logrando un contrapunto dramático al enfrentarlos con la genuina felicidad de su padre (un Christopher Plummer excelente, con una lograda mezcla de sabiduría y ligereza) con su amante gay. Memorias que muestran con un sentido del humor más melancólico que
que quieren ir más allá de las restricciones que sus cuerpos les imponen. Marie Losier consigue con habilidad y belleza tejer un documental que le tomó siete años filmar. Esto significó aproximadamente 120 horas de material en 16mm con su hand crank Bolex y todo ese tiempo con una vida absolutamente ligada al front man de Psychic TV –una vez que Throbbing Gristle se hubo separado–, a su amada Lady Jaye Breyer, a sus giras, objetos y manifiestos artísticos. Sin duda una labor intensa para la directora. La paciencia y tenacidad de Marie son recompensadas y el público es el principal beneficiado. Pocas películas logran de manera tan rigurosa exponer por un lado un tema tan polémico como el derecho radical a transformarnos en lo que queremos ser: hombre,
mujer o un género ambivalente, y por otro un relato amoroso, todo enmarcado en un contexto histórico que no nos permite olvidar la trascendencia de un proceso experimental y revolucionario en el mundo de la cultura urbana en los años 80. Marie, que ya había hecho retratos para Tony Conrad, Richard Foreman y Guy Maddin, relata que conoció a Genesis POrridge después de un concierto. Lo pisó accidentalmente y después de charlar y conocerse por un breve tiempo él, ahora ella, la invitó a documentar esta su balada. Al final, el romance entre directora y los héroes de la película nos devuelve su historia así como la inspiración de amar y ser dueños de la nuestra para relatarla ante el mundo, libres, como mejor nos plazca.•
lúdico, los eventos paradójicos, pero reales, de toda existencia: vida-muerte, compañía-soledad y felicidad-tristeza; pero al final, siempre con la presencia del amor, presente y ausente, toda vez que se ha decidido por quemar las barreras en lugar de abandonarse a un destino desabrido e infeliz.
El guión agridulce de Mike Mills se esmera en retratar la felicidad que produce encontrar el amor y el dolor de un duelo, pero también en mostrar la angustia que provoca el pasado y los efectos en el individuo de la pasividad postmoderna.•
Verónica Ortiz Cisneros
Beatriz Vernon
Icónica / 57
crítica \ películas
A tiro de piedra de Sebastián Hiriart México, 2010, 94 min.
Un director y fotógrafo, un actor, una cámara, una camioneta, menos de 100,000 pesos y cerca de 17,000 kilómetros; un viaje y una
De hombres y de dioses de Xavier Beauvois Des hommes et des dieux, Francia, 2010, 120 min.
En De hombres y de dioses, el quinto largometraje de Xavier Beauvois, ocho monjes cistercienses se debaten entre permanecer en su monasterio, ubicado en una región musulmana en Argelia, o regresar a Francia, ante la inminente amenaza de grupos radicales islámicos. Tras algunas deliberaciones, los ocho hombres deciden que su destino es permanecer al lado de la comunidad a la que sirven, porque un pastor no abandona a su rebaño. Una de las secuencias más logradas de la película es justamente cuando los monjes han tomado la decisión de quedarse, sabiendo que esa elección podría costarles la vida. Xavier Beauvois reproduce una espe-
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road-movie construidos a través de dos países y muchos sitios de paso. A tiro de piedra, opera prima del director mexicano Sebastián Hiriart (para mayores señas, hijo del conocido novelista y dramaturgo Hugo Hiriart), es un logra-
do experimento cinematográfico llevado a cabo a lo largo de tres meses, en distintos lugares de México y Estados Unidos y con un puñado de personajes. Cuenta una historia relativamente típica: aburrido de su vida como pastor en una pequeña ranchería de San Luís Potosí, Jacinto Medina (Gabino Rodríguez), un joven de 21 años, fantasea con la idea de salir de su pueblo. Tras una serie de progresivas y sutiles señales, la más importante, el hallazgo de un misterioso llavero procedente de Oregón, decide viajar a Estados Unidos como indocumentado. Hasta aquí, la película, podría ser una más de las muchas con temática migratoria, una especie de subgénero que popularizado a partir de documentales, programas televisivos y videohomes de todo tipo, se ha incrustado en el flujo convencional de la produc-
ción audiovisual de nuestro país. Por fortuna, no lo es. Con un estilo propio y a contra corriente de los filmes que explotan el ya deslavado discurso de pobreza y falta de oportunidades, A tiro de piedra va más allá de lo anecdótico, lo sensiblero o lo llanamente político. Se sitúa en una capa más compleja de la realidad social, abstrayendo lo inabarcable del fenómeno migratorio al curso de una travesía de iniciación. En un tiempo en el que una buena parte del cine mexicano “de autor” se ha encriptado en fórmulas “etéreas” (incomprensibles o gratuitas) y salidas fáciles, intrascendentes en la mayoría de los casos, A tiro de piedra, se atreve a contar algo, y para bien del cine independiente de nuestros días, lo logra sin demasiadas pretensiones.•
cie de última cena: alrededor de la mesa, todos escuchan de pie la bendición que de los alimentos hace Christian, el guía de esta orden; su voz se detiene momentáneamente cuando Luc, el doctor, entra a la escena con un par de botellas. Acostumbrados –los monjes y el público– a escuchar únicamente los cantos que se llevan a cabo durante las oraciones, Luc hace algo inusual: pone un cassette en la grabadora y la música de El lago de los cisnes de Chaikovski invade la escena. En un inicio los rostros denotan alegría, incluso se observan risas. Pero la cámara regresa y se acerca, el plano se acorta y nos muestra únicamente los rostros, las expresiones, que del regocijo pasan a la resignación, con un dejo de tristeza, conscientes de su destino. Finalmente, la mirada de Christian se dirige hacia nosotros al tiem-
po que la música se extingue. En su aparente sencillez, Xavier Beauvois ha realizado a la vez un cuadro viviente y una exploración del alma de estos hombres sin recurrir al diálogo; logra lo que Jean Epstein percibía ante el uso del primer plano: «(…) altera el drama gracias a la impresión de proximidad. El dolor se halla al alcance de la
mano. Si extiendo el brazo, te toco, intimidad. Cuento las pestañas de ese sufrimiento. Podría sentir el sabor de sus lágrimas». Y es así como se sienten las lágrimas de Amédée, el monje más anciano, que no logra ocultar su dolor ante sus hermanos, seres espirituales, sí, pero antes que nada, hombres.•
Gustavo E. Ramírez
Rebeca Jiménez Calero
crítica \ películas Alamar de Pedro González Rubio México, 2009, 73 min.
No es de extrañar que la primera secuencia de Alamar sea una lección de italiano que Roberta le da a Jorge, originario del caribe mexicano. Años atrás vivieron juntos a orilla del mar y concibieron un hijo que llamaron Natan. Dicen que «el que vive en el mar vive feliz», pero Roberta no lo fue y decidió volver a Italia, llevándose con ella a su hijo. Después de esta breve introducción la película se concentra en las vacaciones de Natan con su padre en el mar de Quintana Roo y, particularmente, en el proceso de aprendizaje que experimenta el niño en un mundo opuesto a la vida cosmopolita que vive al lado de su madre en Roma, donde el pescado no se pesca, se compra. Durante este
El planeta de los simios: (r)evolución dirigida por Rupert Wyatt Rise of the Planet of the Apes, Estados Unidos, 2011, 105 min.
César quiere ser un niño de verdad y fracasa en el intento. Tratándose de un chimpancé con
tiempo y gracias a los consejos de su padre, Natan aprende a pescar, a preparar la comida, a nadar e incluso a hablar con los animales. Con el Banco Chincorro —el segundo arrecife de coral más importante del mundo— como locación, el filme pudo fácilmente optar por el camino de la fotografía postal y la propaganda turística. Afortunadamente, Alamar logra evadir esta salida fácil y convierte la belleza del mar caribeño en el espacio ideal para plantear un discurso sobre el retorno a las raíces y la búsqueda del autoconocimiento. La cámara sigue a Natan en varias situaciones en las que siempre el consejo de su padre, su ayuda y enseñanza van trazando el aprendizaje del niño. La película está llena de silencios, de sonidos naturales y de vaivenes de cámara que cap-
turan el ritmo del mar. Al final de la película, antes de volver a Roma, Natan plasma en un dibujo lo que aprendió en su estadía en el Caribe, introduce el papel en una botella que deja a la deriva. Así es Alamar, una película sencilla, sincera y sin pretensiones que es proyectada para que el espectador pesque sus propias reflexiones en tor-
no al mestizaje, la paternidad y la naturaleza. «Pescar es una cuestión de suerte y de paciencia. Si no tienes paciencia, no eres pescador», le dice el padre a su hijo, y sin duda es una de las ideas que mejor resume las intenciones de la película.•
una inteligencia humana o superior, y atrapado en su cuerpo, era obvio. De ¿niño? quiere una bici como la de su vecinita; de ¿mayorcito? acaba en la correccional, pero es inocente. La correccional es un refugio para primates, entre los que tampoco encaja hasta que los hace
como él mediante el producto que su ¿padrastro humano?, un científico, está desarrollando para curar el Alzheimer y sólo sirve para acrecentar la inteligencia de los changos. Total, que es la intervención del hombre lo que convierte a los simios en entes inteligentes y eso termina convirtiéndose en una maldición porque, además, la fórmula termina por generar una pandemia mortal entre los humanos. Como en el Génesis, el conocimiento es la condenación del hombre. Pero César, que creció entre ellos tiene la raíz de la civilización e incluso valores cristianos y democráticos. Estamos ante el viejísimo problema de la hybris, pero el humano no es castigado del todo en la medida que su civilización sobrevive aunque sea en otra especie. En su nueva versión, El planeta de los simios, deja de ser el horror del hombre frente al
otro, extraño pero similar, y se convierte en una épica de pervivencia de los valores gringos, más allá del tiempo y las especies. Y para darle lógica a esta relación hay explicaciones innecesarias (el detonante de todo es una investigación médica) tan decepcionantes como los midiclorianos en el Episodio I. Quizá los escritores hayan olvidado que sabemos jugar a la ciencia ficción. Y si eso no fuera suficiente tenemos una película de acción típica: con historia de amor (aunque sin sexo), con un héroe solitario (César) que gracias a la ayuda de un comando (otros simios) logra un objetivo, con un negrito muerto (aquí un gorila), y con un malvado que es castigado al final (un negro), sólo que en este caso no se entiende cuál es su delito (¿dirigir una farmacéutica?). Por lo menos, la batalla final es medio emocionante.•
Fernando Delgado
Abel Muñoz Hénonin
Icónica / 59
colaboradores
César Albarrán Torres fue subeditor de Cine Premiere antes de mudarse a Australia, donde estudia el doctorado en el Departamento de Culturas Digitales de la Universidad de Sydney. Jorge Ayala Blanco es una figura central en la crítica y la enseñanza del cine en México. En 1968 comenzó la publicación de su Abecedario del cine mexicano, del que se han publicado diez volúmenes hasta el momento. Además es autor de otras dos series de libros, una dedicada al cine extranjero y otra más, escrita en colaboración con María Luisa Amador, que documenta los estrenos fílmicos en nuestro país durante el siglo XX. José Luis Bobadilla es uno de los responsables del sello editorial Mangos de Hacha, única editorial mexicana con una colección dedicada al cine. Tiene una muy amplia labor como crítico literario, musical y de cine. En 2009 Tierra Adentro publicó su poemario Las máquinas simples.
Roberto Carlos Obarri actualmente realiza estudios de doctorado en Filosofía en la Universidad de Granada. Trabajó en la Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, en Morelia, mientras realizaba una estancia de investigación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ricardo Pohlenz, dedicado en gran medida a la crítica de cine y de arte, ha sido colaborador a lo largo de los años de diversas revistas, desde Vuelta, Letras Libres y La Tempestad hasta Flash Art y Art Nexus, además del periódico Reforma. Es autor de Oración para gato y dama en desgracia, (1991) y del libro de relatos Lounge (2010).
Paul Julian Smith es especialista en cine mexicano y español. Después de trabajar en la Universidad de Cambridge, desde 2010 se integró a la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Entre sus libros destaca su amplio estudio sobre Amores perros publicado por el British Film Institute. Beatriz Vernon estudia Comunicación en la Universidad Iberoamericana. Cineteca Nacional: Nelson Carro, Fernando Delgado, Mauricio Matamoros Durán, Raúl Miranda López, Abel Muñoz Hénonin, José Luis Ortega Torres, Verónica Ortiz Cisneros, Gustavo E. Ramírez y José Antonio Valdés Peña.
¡Escribe en Icónica!
Carlos Bonfil desde hace veinte años es crítico de cine para el diario La Jornada. Colabora en Cine Premiere, La Tempestad, Letras Libres y la International Film Guide. Recientemente coordinó la publicación del libro ¡Hoy grandioso estreno!: El cartel cinematográfico en México (2011), un estudio crítico que supera cualquier publicación previa sobre el tema. Abel Cervantes es coeditor de La Tempestad. Su trabajo como crítico de cine se publica en distintas revistas especializadas. Además es profesor de Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Rebeca Jiménez Calero estudió la licenciatura y la maestría en Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Germán Martínez Martínez es el director artístico del Discovering Latin America Film Festival de Londres. Ha sido profesor en University College London, la Universidad de Londres e investigador en la Universidad de St. Andrews, en Escocia.
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