presentación directorio
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes presidente
Consuelo Sáizar Cineteca Nacional dirección general
Paula Astorga Riestra directora de difusión y programación
Verónica Ortiz Cisneros Icónica dirección editorial
Abel Muñoz Hénonin editores
José Luis Ortega Torres Mauricio Matamoros Durán diseño
Denia Nieto García concepto gráfico original
Maru Aguzzi investigación iconográfica
Patricia Talancón José Antonio Valdés Peña consejo editorial
Jorge Ayala Blanco, Carlos Bonfil, Nelson Carro, Abel Cervantes Icónica (año 1, número 1, junio–agosto 2012) es una publicación trimestral editada por Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos, S.N.C., Fideicomiso para la Cineteca Nacional, Av. México-Coyoacán 389, colonia Xoco, C.P. 03330, México, D.F. Teléfono: 4155-1174. Correo electrónico: iconica@cinetecanacional.net. Editor responsable: Abel Muñoz Hénonin. Certificado de reserva de derechos al uso exclusivo del título: 04-2011-081610413100-102; ISSN: en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Licitud de título en trámite, Licitud de contenido en trámite, ambas otorgados por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por Impresora y Encuadernadora Progreso S.A. de C.V. (IEPSA), San Lorenzo 244, col. Paraje San Juan, México, D.F. Éste número se terminó de imprimir en julio de 2012 con un tiraje de 2,000 ejemplares. iconica.cinetecanacional.net
Los textos publicados aquí son total responsabilidad de sus autores y no reflejan las políticas institucionales de la Cineteca Nacional ni el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Queda estrictamente prohibida la reproducción total o par-
¡Bienvenidos a Icónica! Empezamos este año presenciando grandes movimientos y con muchas noticias para la promoción y la preservación cinematográfica. Dos mil doce es un año lleno de cambios en nuestro país y en la Cineteca Nacional donde nos renovamos en todos los sentidos. Como parte de dicho esfuerzo que promueve una reflexión más profunda y consciente en torno a la cultura cinematográfica nace Icónica, este nuevo proyecto editorial que nutrido desde las diferentes áreas de investigación y del conocimiento acumulado por la Cineteca a lo largo de los años, se manifiesta como un referente necesario que, con gran orgullo, tenemos el honor de presentarles. Si bien los archivos fílmicos tienen una doble misión: preservar y promover el cine, no resulta sencillo separar una función de otra porque lo que se preserva, si no se conoce, se pierde. En otras palabras, hay una tensión constante entre lo pasado y la memoria que se refleja en nuestra labor cotidiana. Promover la creación cinematográfica requiere para empezar un creador y un espectador, después una emoción que conforme una experiencia y, finalmente, un ejercicio que se completa gracias a los referentes que enriquecen su contexto. Un suceso cinematográfico tiene como misión generar una concepción más amplia que derive en enriquecer la experiencia de los creadores y de sus públicos, un intercambio que no puede verse culminado sin un proceso reflexivo que tiene como resultado una manifestación cultural. Tomando en cuenta la complejidad de nuestra misión, en la Cineteca Nacional, hemos buscado fomentar nuevos espacios para estos sucesos y hemos buscado estimular el pensamiento a través del cine. Ciertamente se han creado y reciclado a lo largo de muchas administraciones diferentes actividades y publicaciones, lo cual, nos llena de gusto. Gracias a todas estas experiencias y últimamente, ante la necesidad de un diálogo que inicia con las consultas y las charlas quincenales en nuestro Centro de Documentación y que siempre tienen un espacio para más, hemos aprendido de la importancia de las miradas de la crítica y de los estudiosos. De los expertos y de los participantes apasionados que desde otras disciplinas reinventan nuestras ideas y enriquecen nuestro imaginario. Sólo que, ¿por qué quedarnos ahí? El cine también se mira y se piensa desde la palabra escrita, desde la pluma espontánea de un joven escritor o desde la noción académica, y, en México —y quizá en el mundo de habla hispana en general— hacen falta espacios que se ocupen de esta parte del cine con rigor y libertad. Nuestra apuesta es ésta: Icónica. Una revista de ensayos, una revista de críticas, una revista de temas, que por un lado hace preguntas y reflexiona sobre la actualidad del cine y que, por el otro, rescata ideas y obras del pasado para hacer memoria y darle nuevos significados desde el presente. Pero además, es un taller abierto y curioso por explorar nuevas ideas e incluir otras visiones. Aquí está nuestro primer número, ¡celebremos juntos!
cial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Cineteca Nacional.
Paula Astorga Riestra Icónica / 3
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DOSSIER: ¿Qué es el cine? Sobre la materia del cine Abel Muñoz Hénonin
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El cine, productor de tiempo Mariana Amieva
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El espectro del hombre Abel Cervantes
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TEXTOS SUELTOS Ensayos imaginarios: La mirada de Alexander Kluge Sonia Rangel
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Diálisis. Pieza para gramófono y voz (extraer la voz del filósofo, del filme al papel) Marcelo Schuster
26
Esclarecer las luces Andrea Aviña
32
«Cada película necesita su forma de habla»: Entrevista con Lucrecia Martel Nelson Carro
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El últmo baile Fred Kelemen Texto recuperado Ideas para una estética del cine György Lukács
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Críticas El caballo de Turín 50 / George Harrison: Viviendo en el mundo material 52 / Misterios de Lisboa 54 / La cueva de los sueños olvidados 55 / Shame: Deseos culpables 56 / Drive: El escape 57 / Fausto 58 / Le Havre: El puerto de la esperanza 58 / Las razones del corazón 59 / Tierra de vampiros 59 / El lugar más pequeño 60 / La aventuras de Tintín: El secreto del unicornio 60 / Bestiario 61 / Tenemos que hablar de Kevin 61 / Game of Thrones. 1ª temporada 62 / Mi felicidad 62 / La cosa del otro mundo 63 / El espía que sabía demasiado 63 En portada: Un fotograma dañado de la colección Archivo Memoria de la Cineteca Nacional.
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¿Qué es el cine? Cuando hablamos de cine imaginamos indefectiblemente una sala oscura donde nos sentamos a ver una película que viene de una cabina con un proyector y adquiere forma en una pantalla blanca. Esta idea remite a un modo de consumo ligado a un sistema de producción y distribución, a los largometrajes como vía expresiva y a una tecnología de captura y emisión. Pero esa idea, fija, se enfrenta constantemente a diversos modos de consumo (en salas, en festivales, en casa, en línea), de producción y distribución ligados a múltiples tecnologías (en celuloide, en digital, vía web, directo a DVD o Blu-ray) y de expresión (largometrajes, cortometrajes, ficción, documental, videoarte, series). Concebimos el cine como una cosa unívoca, pero nos relacionamos con él de múltiples maneras. A diferencia del concepto cine, los conceptos literatura, música o arte, evocan materias expresivas más o menos independientes de sus soportes físicos. Llevamos mucho tiempo acompañados de estas artes y probablemente por eso hemos hecho mejores preguntas al respecto. El cine tiene poco más de un siglo y es probable que apenas estemos aprendiendo a pensarlo. En primer lugar, el cambio de celuloide a digital y el consumo indiscriminado en salas y el hogar hacen evidente que la tecnología no hace al cine. En segundo lugar, es probable que todas las expresiones con imágenes en movimiento sean cine. Hace unos cincuenta años, entre 1958 y 1962, se publicó la colección de ensayos de André Bazin –una figura que sobrevuela estos textos– que lleva el mismo título que este dossier. Que el nombre de esa serie de publicaciones sea una pregunta no podía ser más adecuado: se trata de un asunto irresoluble. Icónica le da vueltas a la cuestión, pero a medio siglo de distancia y para preguntarlo desde otra perspectiva intentamos desmenuzar el cine en desde tres ángulos: movimiento, tiempo y volumen (o profundidad). Creemos que son asuntos pertinentes.
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Sobre la materia del cine Kodak anunció un giro hacia lo digital. Aunque por lo pronto seguirá produciendo cintas, es muy probable que se conviertan en un producto para archivos fílmicos y especialistas. Esto nos habla de un problema general del cine: su soporte puede cambiar pero la necesidad de expresarse con imágenes en movimiento es una constante. por Abel Muñoz Hénonin
1.
Habrá que pensar en pinturas rupestres. En una variante al menos, la de esos hombres con arcos o lanzas acechando y disparando a bisontes o uros, a venados o ciervos. Se puede seguir la trayectoria de las flechas, incluso, en ocasiones, determinar cuál es el tirador. Un tirador siempre a mitad del disparo, detenido al igual que la bestia a media carrera. ¿Por qué dibujarlos in medias res: los hombres inclinados, con los arcos tensos; las bestias con las cuatro patas en el aire? Porque es la única manera de dar la impresión de acción en un medio fijo. Ante una imposibilidad, la de reproducir el movimiento, la de fijarlo in actionem, se l representó mediante imágenes. No sabemos nada de lo que podrían haber buscado los hombres primitivos al pintar escenas de caza. Cualquier interpretación puede refutarse. Por ejemplo, suponer que el fin último de las representaciones era mágico, un intento de poseer a las bestias para garantizar la victoria del hombre, puede ser tan acertado como suponer que individuos de sensibilidad excepcional dejaban testimonio de creaturas que encontraban hermosas. Pero lo que sí podemos deducir de las puras imágenes, sin saber nada de lo que podrían haber buscado los hombres primitivos, es que hay una búsqueda de testimonio. 2. Fijar la vida significa fijar acciones. Detenerlas en el tiempo. Pero las acciones sólo se pueden detener en imagen. Las acciones son tiempo; las imágenes permanencia. Lo que permanece resiste al tiempo aunque no a la historia ni al discurrir del tiempo. Lo que permanece cuenta. Por eso tiene cierta vida. El arquero de las cuevas cuenta que es un cazador; los hombres con lebreles del libro de la horas y los hombres sonrientes de rifle al hombro fotografiados con una fiera a sus pies, también. Aunque los personajes retratan la misma acción, el primero habla de llanuras y de un animal pequeño frente a bestias enormes; el primer grupo habla del Castillo de Vincennes en medio de un bosque donde hay jabalíes; el segundo grupo indica matanzas que son trofeos. Una imagen habla de una tribu, otra de servitud, la última de colonialismo. Son las acciones
estáticas de los personajes detenidos por milenios o siglos las que abren el camino a la experiencia en común. El castillo y la ropa, las armas, el estilo del trazo, el encuadre, son referentes temporales, ajustes o índices para el acercamiento. 3. La congelación de la acción fue sólo un camino de las imágenes. El otro fue la ilusión de movimiento. Hay una particularidad en las pinturas de la gruta de Chauvet: algunos de los animales tienen varias piernas, cabezas o colas trazadas alrededor de la figura central. En La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) Werner Herzog plantea la pregunta de qué efecto produciría el fuego en las figuras con miembros fantasma. ¿La impresión de movimiento? Es probable. Bastante. Herzog concluye que eso es cine. Pero aunque sea probable no es seguro. Sólo si el acto de pasar una antorcha frente a uno de esos dibujos tuviera el ¯ efecto sugerido habría cine: la palabra significa exactamente eso (kínema [kívnμa], es la voz del griego antiguo que quiere decir movimiento). Asumamos que la condición se daba, que al pasar una antorcha se veía un animal en movimiento. Para que la acción fijada parezca no estarlo se necesita un elemento externo. En este caso fuego; en otros algún aparato. Para conseguir lo imposible (que algo estático por naturaleza se anime) se requieren soluciones técnicas. 4. El cinematógrafo estableció un canon técnico central. Un mismo aparato consiguió capturar y proyectar imágenes en movimiento. En su caso muy largas series de imágenes fijas provocaban la impresión de estar en acción. Conseguirlo fue posible sólo mediante una serie de tecnologías disímiles que pudieron fusionarse en una sola máquina a finales del siglo XIX. Tan fue posible que se llegó a soluciones mecánicas similares, casi al mismo tiempo, en Francia, Prusia, Inglaterra y Estados Unidos. ¿Qué imágenes capturaba y proyectaba el cinematógrafo (o el bioscopio o el vitascopio)? Un bebé comiendo, un elefante electrocutado como un criminal, presidentes con sus comitivas, estaciones y vías de trenes.
Página izquierda: Cazadores a medio disparo y ciervos a media carrera en la “Escena de caza” de la Cueva de los Caballos, una de las pinturas rupestres de la Barranca de la Valltorta, en Valencia, España.
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DOSSIER Además de representar acciones, las imágenes dan testimonio de momentos históricos. Aquí un grupo de cazadores en la ilustración de diciembre de Las muy ricas horas del duque de Berry. Biblioteca del Museo Condé, Chantilly, Francia.
Todos ellos se parecen a los cazadores de uros con sus lanzas o sus arcos y a los cazadores de jabalíes con sus lebreles en su carácter testimonial. Tomemos un ejemplo: Electrocuting an Elephant (1903), de Thomas Alva Edison. El primer manifiesto está en el título, una descripción. Pero los índices siguen apareciendo: cuando vemos al paquidermo que se calcina en segundos en una especie de silla eléctrica para bestias, queda evidencia de una serie de actos, acompañados inevitablemente de registros temporales, como la ropa o la misma calidad de la cinta en blanco y negro. Hay también ejes de interpretación política. ¿En qué se diferencian los cazadores de los verdugos del elefante? Los cazadores realizan una actividad fundamental; el verdugo sólo puso en marcha una forma de la estupidez, en concreto una estupidez puritana que no distingue entre el juicio y el instinto. Una historia demasiado larga (documentada también en el medioevo, por ejemplo) y que no tiene cabida aquí, como tampoco la tiene la historia concreta del elefante (también documentada). ¿En qué se diferencian los uros o jabalíes de las cuevas del elefante del corto? En el movimiento.
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5. Tenemos entonces dos polos (la búsqueda de testimonio y registro del movimiento) resueltos a la par gracias a varios desarrollos tecnológicos. Lo curioso es que el testimonio sólo ocurre en ausencia porque –dice Giorgio Agamben– las «imágenes, que constituyen la consistencia última de lo humano y el único camino de su posible salvación, son también el lugar de su incesante faltarse a sí mismo»1. Sabemos que las imágenes son simulacros, sustituciones vaciadas, descarnadas. No es casual que Maksim Gorki, hace tanto como en 1896, haya escrito que el cine no era «la vida, sino su sombra» ni «el movimiento sino su espectro silencioso»2. Lo mismo que pasa con las imágenes pasa con las imágenes en movimiento: no son lo que representan. Y, sí, como «lo mismo que pasa con las imágenes pasa con las imágenes en movimiento», es inevitable que exista un marco (centrípeto o centrífugo) que delimite la representación. En principio el espacio material de una superficie: una roca, un lienzo, una hoja fotográfica, una película. Si uno observa los estudios kinesiológicos de Marey o Muybridge no puede evitar notar su composición. Pasa igual en cualquier toma fílmica. Tomemos “la primera”, a la vez toma y película, La Sortie de l’usine Lumière à Lyon (1895): la cámara está fija pero centra el portón de la fábrica, de modo que además de poder ver la salida de los empleados, también se percibe claramente la fachada del edificio. La posición, el encuadre, fue intencional y, por lo tanto, estética, surgida de una pregunta o intuición sobre cómo se vería mejor lo que se quería tomar. El cuadro es «la unidad básica del cine» porque «determina la acción» y al mismo tiempo delimita un universo («lo que está fuera de la cámara no existe»)3. 1
Giorgio Agamben. Ninfas. Pre-Textos, Valencia, 2010, §10, p. 50.
2
Mientras escribía este texto no contaba con el artículo de Gorki, por eso copié la
versión utilizada por Abel Cervantes en “El reino de las sombras”. La Tempestad, número 83, Monterrey/México, marzo-abril de 2012, p. 42. 3
Las tres citas (o paráfrasis porque vienen de mis apuntes) son de Thomas
Elsaesser. “Archaeology of the Frame”, sexta sesión del seminario Media Archaeology otoño 2005, maestría en Medios y Cultura, Universidad de Ámsterdam, 13 de octubre de 2005.
DOSSIER El cuadro (o el marco) es la común medida o la frontera común de las imágenes. Los límites existen en cualquier soporte icónico, independientemente de las prácticas utilizadas para el registro y la exhibición. El cuadro es un fenómeno estético tanto porque su espacio está limitado por cuestiones físicas o tecnológicas como porque contiene el alcance de la mirada. Aún si en La Sortie… hubiera un paneo que permitiera seguir, por ejemplo, al ciclista, llegaría el momento en que se escapara del cuadro. Y es que la naturaleza del cine, del movimiento, está en tensión inevitable con la contención. Las flechas de los cazadores invitan a pensar sus trayectorias; el ciclista se va. A raíz de la composición indefectible de la imagen existe otra manera de plantear los dos polos propuestos arriba: por un lado hay una búsqueda de testimonio y por otro una vía expresiva que tiene como materia de trabajo imágenes en movimiento.
Las primeras exploraciones kinesiológicas ya tenían composición, como se evidencia en este estudio del vuelo de un pelícano fotografiado por Étienne-Jules Marey cerca de 1882.
6. Pasolini escribió que el «cine representa la realidad a través de la realidad», pero que esto pasa por analogías, por ejemplo, en una película histórica, «representando un tiempo moderno, de algún modo análogo al pasado»4. En cierto modo, cada película termina por ser un registro de su tiempo y las cintas históricas muestran esta situación con claridad porque reflejan estéticas válidas en el momento de su elaboración (basta comparar dos trabajos sobre el mismo tópico, hechos con, digamos, treinta años de diferencia). El cine no puede dejar de funcionar como testimonio. De hecho lo hace inevitablemente. Por eso el testimonio no es su problema central, sino algo dado. Tampoco lo es la tecnología: hay muchos aparatos y soportes para crear, presentar y preservar imágenes en movimiento. El encuadre en su tensión centrípeta (todo lo que contiene está por escapar en cualquier dirección todo el tiempo) delimita claramente el problema. Se trata de un asunto estético y matérico, es decir de decisiones estilísticas y temáticas utilizando una materia de trabajo. Esa materia es la imagen en movimiento. 7. Pero decir que la imagen en movimiento es la materia del cine es un problema. Cuando menos es una afirmación parcial, porque entre sus elementos constituyentes está también, por decir el más obvio, el sonido. Sin embargo, el primer cine no tenía sonido (diegético) y, en algunos casos, puede suceder en silencio total. Tomando esto en cuenta vale la pena hacer una redefinición: la imagen en movimiento es la materia primigenia del cine. Llegado este punto se puede hacer una definición parcial del cine: es el arte que, en principio, usa como vía expresiva imágenes en movimiento. Y si su materia prima fundamental es lo que aclara qué es, no es válido dilucidarlo desde ninguna determinante tecnológica, mediática o de formato. Toda búsqueda expresiva basada en imágenes móviles es cine.• 4
Pier Paolo Pasolini. “Il sentimento della storia”. Saggi sulla letteratura e sull’arte.
Volumen 2. Tutte le opere. Mondadori, Milán, 1999, pp. 2818-2820.
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El cine, productor de tiempo1 Aunque con un corpus de reflexión considerable, el tiempo sigue siendo una pregunta fundamental en el cine. En este texto la autora aborda el tiempo desde la sucesión de intervalos, desde su percepción subjetiva por el espectador y como elemento de discurrir del sonido, entre otras cosas. por Mariana Amieva
L
a definición del cine como “arte del tiempo” ha sido más usada como frase hecha que con sentido analítico. Si bien han sido muchos los teóricos y cineastas que abordaron con entusiasmo y lucidez el problema, y a pesar de las respetadas valoraciones deleuzeianas de la imagen-tiempo, creo que el relato y la imagen cinematográfica casi siempre terminan llevando la voz cantante y concentran los focos principales de la reflexión teórica. Por esto me parece interesante volver al tiempo. Si hay algo que genera una distinción entre el cine y otras formas expresivas, es el uso que éste hace del tiempo, es la disposición en serie de las imágenes y los sonidos, su organización en el tiempo y no en el espacio. El cine sólo existe en la sucesión de imágenes y no en las imágenes en sí. Cuando miraron con atención a este espectáculo que apenas dejaba de ser una atracción de ferias para pobres, algunos artistas de las vanguardias históricas se fascinaron con las infinitas posibilidades que les daba este lienzo que se mueve en el tiempo. Como nos enseñaron viejos maestros, el elemento central al que tenemos que prestar atención es el intervalo. Intervalos entre fotogramas, entre imágenes en sí, entre fragmentos. Es en la sucesión donde el cine respira. Este hecho es curioso, porque el corte está ausente en nuestra percepción, por eso es necesario restablecerlo para salirnos de la ilusión naturalista que no ve la representación y asume que ese transcurrir es idéntico al de la vida misma. Pero no miramos ventanas, sino (y a pesar de los cambios tecnológicos) imágenes que pasan muy rápido ante nuestros ojos, montajes invisibles que esconden las suturas.
EL TIEMPO DE LA HISTORIA, EL TIEMPO DEL RELATO Frente a un espacio encuadrado y si se quiere asequible, el tiempo se desborda por todos los costados de ese espacio de representación y parece ya a simple vista difícil de controlar, o más bien, entender. Minutos y segundos no parecen ser suficientes para volverse medida. Por eso ne-
cesitamos clasificaciones y categorías que disciplinen este objeto y nos ayuden a pensarlo. Estamos tan acostumbrados a pensar el cine como cine narrativo a secas (no hago acá absurdas separaciones entre ficción y no ficción), que nos resulta difícil no hacer la distinción entre historia y relato. Fábula y siuzhet, diégesis y narración, con estos pares separamos también dos usos del tiempo. Las relaciones que se producen entre esas dos temporalidades nos permiten pensar esas categorías de las que hablamos, y también salirnos de ellas y dejarnos llevar en ese viaje interminable de nuestras relaciones con las películas. El tiempo de la fábula es infinito, más que inconmensurable es imposible de conocer, porque se desborda del tiempo del relato y lo excede hasta que tengamos nosotros ganas de concebirlo. Esta idea también es oportuna cuando se dan los escasos ejemplos en los que el tiempo del relato es mayor al tiempo de la historia, porque el tiempo de la historia no es uno solo, sino que se disgrega en muchos sucesos simultáneos que lo exceden, porque el tiempo de la historia no sigue un recorrido sumiso en una línea, sino que se multiplica en una incierta diacronía. En ese tiempo se desarrollan todas las cosas que imagino que suceden luego de que caen los créditos finales, o viajo por todos los relatos laterales que se quedaron perdidos en la trama. Ese tiempo un poco nos pertenece. El tiempo del relato tiene afán disciplinador. Dura lo que dura la película y su medida figura en toda ficha técnica elemental. Es la instancia narrativa la que lo fija y en principio es parejo para todos. No parece válido decir que «me vi la película de un tirón», como decimos con los libros. Cuando leemos el tiempo que nos lleva “consumir” el relato es una entera decisión nuestra, ya sea que contenga unas breves páginas o 1
La idea del cine como productor de tiempo la encontré en principio en Jean
Epstein, que la desarrolló en sus escritos sobre cine.
Página izquierda: Ilustrar un artículo sobre el tiempo con un fotograma del cine de Tarkovski es una obviedad, ¿o no? La película es Stalker (1979). © Ruscico.
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Aunque con una estructura temporal no lineal, 21 gramos (Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga, 2003) es un ejemplo conservador de las alteraciones al tiempo diegético. © Mediana Productions Filmsgesellschaft.
varios volúmenes. El tiempo del relato en el cine se vuelve así más ajeno que en el caso de la lectura, y por más que los dispositivos hogareños de visionado lo permitan, no es usual que paremos o aceleremos una película una vez que nos disponemos a mirar. De hecho uno de los lamentos más habituales del “cine en casa” es por las constantes interrupciones al relato cinematográfico. El cine institucional, (y nosotros como espectadores obedientes lo hemos aceptado), ha dispuesto un uso muy conservador de las distintas manipulaciones posibles a este tiempo. En el clásico esquema de las alteraciones del tiempo (duración, orden y la frecuencia), sólo una variable prevalece. La duración, y más bien el tiempo elidido, se presenta como un recurso inapelable, con lo cual sólo unos pocos momentos privilegiados son los admitidos. Este recorte obliga a pensar cuándo me detengo y cuándo continúo, también cuándo condenso. Cada una de estas decisiones conlleva dilemas de distinta índole, pero no solemos verlos porque nos acostumbramos a naturalizarlos, o lo que es peor, a asumir sin conflictos ciertas codificaciones que hemos aprendido como leyes. Ese “deber ser” me dicta cuándo va una secuencia de montaje, lo que significan las elipsis a fuerza de transiciones, cuándo acelerar y cuándo ralentizar, y que las cosas que ocurren una vez en la historia se muestran sólo una vez en el relato. El orden debe quedar claro a no ser que el propio argumento justifique una ambigüedad, pero de ser posible, siempre respetar la línea. En este contexto lo del tiempo disciplinado suena apenas como metáfora, pero esto ocurre sólo en uno de los territorios del cine que a veces confundimos con “el cine”. Dentro de otros contextos, el tiempo cinematográfico es un gran territorio a descubrir y con el cual expresarse. Deja de ser el tiempo de la historia para volverse tiempo, así a secas, explorando su propia materia-
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lidad. Más que abandonar lo narrativo, cierto cine que a falta de mejor nombre podemos llamar “experimental”, se dispone a no subordinarse. Estos otros usos han precedido y coexistido con el modo de representación institucional2, y analizando el tema desde esta preocupación, podemos decir que la historia de los estilos de representación es una historia de los distintos manejos del tiempo. La continuidad, las disrupciones, la clasificación inagotable de formas de montaje en Eisenstein, el tiempo esculpido, el suspense y la sorpresa, la espera del encuentro, etc., etc., son todas formas originales de pensar el problema, y caracterizan estilos y búsquedas que van más allá de lo formal (y también de los juegos del cine “moderno”). Estas búsquedas luego se encuentran con la otra variable del tiempo, que es nuestro propio tiempo. Cada uno de nosotros tenemos una forma particular de relacionarnos con el tiempo cinematográfico, y como saben los buenos montajistas, el problema del ritmo es en parte el problema de ese encuentro. El tiempo que duran las películas no es un “tiempo en sí” sino un tiempo “para sí”. Algunos historiadores e investigadores del cine se “deleitan” haciendo cálculos de las duraciones promedio de los planos o de cuantos planos tienen las películas. Como otra de las formas de la domesticación de la que hablamos, contar duraciones parece que nos da cierto control sobre el problema, un saber sobre datos precisos. Sin negarle utilidad a esta práctica y considerando que muchos de estos analistas toman con recaudo la herramienta, creo que un análisis de lo lento o rápido del montaje, del ritmo de las tomas, tiene que hacerse cargo de otros problemas que tal vez puedan encontrar algunas respuestas desde una mirada fenomenológica. Partiendo de las domésticas discusiones acerca de lo largas o cortas 1
Cf. Noël Burch. Praxis del cine. Fundamentos, Madrid, 1970.
DOSSIER que nos resultan las distintas piezas audiovisuales, el siempre recurrente tema de la percepción temporal que es inevitablemente subjetiva, nos ubica en el centro del problema. El control que intenta hacer la instancia narrativa sobre el tiempo, todavía es más complejo e infructuoso que con otras variables. En la percepción siempre entran en juego muchos elementos a tener en cuenta, pero creo que la percepción del tiempo se mete mucho más adentro de nosotros mismos, nos requiere más, en esa participación nos involucramos de lleno. El tiempo del cine es mi tiempo con el cine. Estas relaciones personales que entablo con el cine no son arbitrarias ni caprichosas, sino que dialogan con el mundo en que cada uno vivimos. Cuando hablo de mundo me refiero a ese entramado de relaciones sociales que está cruzado por relaciones de clase, de género, por la época y el lugar en el mundo en que vivimos. Tenemos que pensar en el tiempo aceptando que hablaremos del tiempo de nuestras vidas y de cómo las vivimos. Para qué vamos al cine, en dónde vemos cine, cuánto gastamos en el cine, qué hacemos de nuestras vidas cuando no estamos viendo cine: serán esas pautas culturales las que midan duraciones y perciban determinadas piezas como lentas y rápidas. En los comienzos antes de que el cine fuera cine, las proyecciones o los visionados en kinetoscopios, tenían algo de loop. Filmes que eran pensados para su repetición hasta el hartazgo, y que aceptaban que estos fragmentos se insertaran con otros espectáculos y que los espectadores entraran y salieran a su antojo. Luego se institucionalizó una linealización y las duraciones se hicieron previsibles. Pero esas duraciones variaron mucho con el tiempo y siempre coexistieron una multiplicidad de opciones. Hoy todavía los mayores recuerdan los pases continuados de las películas en los cines de barrio, donde pasaban horas y horas dentro del cine. Películas comerciales japonesas de los 30 y 40 son vistas décadas después por cierta cinefilia de vanguardia como perfectos ejemplos de recursos modernos, y por otra gran parte del público como películas lentas. En la India todavía hoy el cine forma parte de un ritual colectivo que excede a las propias películas y los filmes duran mucho y la gente entra y sale de las salas y canta y come. No podemos analizar las distintas temporalidades que nos propone el cine, mirando y escuchando los filmes sacándolos de este contexto. Por otra parte la dimensión temporal me interesa porque creo que el tiempo es el ámbito del sonido: los sonidos necesitan del tiempo. Lo audible es otro costado medio olvidado del cine y espero no sonar caprichosa al decir que necesitamos más tiempo para escuchar que para ver. Las ondas sonoras son más morosas que la luz, necesitan recorrer y llenar mucho espacio, así despacio también nosotros nos tomamos tiempo en entender e identificar los sonidos. Esta dupla convoca interesantísimas reflexiones, de esas que dejan de ser mero divertimento del investigador, para entrometerse en la práctica audiovisual y tratar de volverla más autocrítica. Pensar el cine y el tiempo nos va a permitir corrernos de los códigos en los que se encorseta la temporalidad. Necesitamos otra vez de un cine que se piense nuevo, que explore otras temporalidades, que salga de la sala oscura y vea qué pasa en el mundo, que asuma que ya no vemos cine como antes y que nuestra relación con los filmes ha cambiado, que celebre que el cine también se ve en el museo o en la computadora, y que estas nuevas formas de ser espectadores nos invitan a entrar y salir, a detenerme cuando quiera, a repetir y a abandonar las experiencias. Tenemos que volver a crear tiempo con el cine.•
La obra de Stan Brakhage exploró la materia propia del tiempo. En imagen, un fotograma de la serie Dog Star Man (1961-64).
Bibliografía lateral Aumont, Jaques. Las teorías de los cineastas. Paidós, Barcelona, 2004. Bordwell, David. Ozu and the Poetics of Cinema. British Film Institute, Londres, 1988. Borwell, David, Janet Staiger y Kristin Thompson. El cine clásico de Hollywood. Paidós, Barcelona, 1997. Burch, Noël. Praxis del cine. Fundamentos, Madrid, 1970. . El tragaluz del infinito: Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico. Cátedra, Madrid, 1987. Gaudrealt André y François Jost. El relato cinematográfico: Cine y narratología. Paidós, Barcelona / Buenos Aires, 1995. Romaguera i Ramió, Joaquim y Homero Alsina Thevenet (editores). Textos y manifiestos del cine. Cátedra, Madrid, 1989. Stam, Robert. Teorías del cine. Paidós, Barcelona, 2001.
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El espectro del hombre La tercera dimensión ha vuelto con una fuerza inusitada y ha sido adoptada con mucho entusiasmo por cineastas de la tercera edad. Independientemente de su permanencia en el tiempo ofrece una nueva posibilidad para el cine: el volumen como materia expresiva. Y dicha posibilidad replantea nuestra relación con las imágenes. por Abel Cervantes I En filosofía la compleja relación entre los objetos, sus representaciones y las imágenes ha sido estudiada por Platón, Immanuel Kant, Edmund Husserl y Hans-George Gadamer, principalmente. Platón distingue dos rasgos en la imagen: lo icónico y lo fantasmal. El primero se refiere a la capacidad del humano de copiar los rasgos representativos de un objeto; el segundo, a transformarlo en una ilusión. Por lo demás, Kant, Husserl y Gadamer se interesaron por describir los procesos mentales y significativos por los que una figura se convierte en imagen. Pero la tecnología alteró este vínculo. André Bazin lo explica en el primer capítulo de ¿Qué es el cine?, “La ontología de la imagen fotográfica”. Los primeros gestos imaginativos del hombre están ligados al embalsamaje que los antiguos egipcios practicaban para conservar los cuerpos de las personas. Con este proceso petrificaban el tiempo y preservaban la vida. No obstante, el punto de quiebre sucedió con la cámara de Da Vinci que, de alguna manera, anticipó la cámara Niépce: «El artista estaba ahora en una posición donde podía crear la ilusión del espacio tridimensional, en el que las cosas parecían existir ante nuestros ojos como se veían en la realidad». Bazin contempla la tecnología como un artefacto que muestra la imagen de forma inmediata: con la fotografía «[por] primera vez entre el objeto original y su reproducción interviene únicamente la instrumentalidad de un objeto inanimado. Por primera vez una imagen del mundo es formada automáticamente, sin la intervención creativa del hombre». La fotografía es un eslabón en la cadena de la elaboración de las imágenes, donde también se pueden mencionar a los philosophical toys, el taumatropo, el estroboscopio, el zootropo, el kinematoscopio, el cronofotógrafo, el zoopraxiscopio, el cine… y, recientemente, el 3D, que dota de vo-
lumen a la imagen. Esta última característica crea una ilusión donde el espectador supone estar más cerca de la realidad. Nada más equivocado. Aunque la tercera dimensión es una cualidad de la realidad, la proyección cinematográfica que recupera esta esencia pertenece a un mundo paralelo –configurado por espectros, sombras, dobles y proyecciones– que le arrebata cierta vitalidad al hombre y a los objetos que lo rodean.
II Husserl comenta que los soportes físicos y materiales no deciden el modo de ser de una imagen, porque su vínculo con lo real está determinado por el sujeto. «El objeto-imagen no es ningún objeto en el espacio y tiempo, sino un objeto imaginario, o bien, un “objeto apareciente” propio de la representación imaginativa». En este contexto, ¿la tercera dimensión es un soporte que no altera el modo de ser de la imagen? Werner Herzog, Martin Scorsese y Wim Wenders –autores de La cueva de los sueños olvidados, La invención de Hugo Cabret y Pina, respectivamente– opinan lo contrario. Herzog registró en tres dimensiones el interior de la cueva descubierta en 1994 por Jean-Marie Chauvet, Éliette BrunelDeschamps y Christian Hillaire. Las imágenes presentan las pinturas rupestres más antiguas conocidas hasta ahora. El director alemán observa las figuras, plasmadas sobre paredes irregulares, y transmite su volumen. El espectador logra, así, apreciar la densidad de esas obras de arte primitivo. Además de enfocarse en el aspecto estético de las cuevas, el documental aborda el modo en que la imagen se objetiva, adquiere sentido, se convierte en fetiche, se proyecta y, finalmente, se transforma en espectro del hombre, proceso imaginativo que Edgar Morin describe en El cine o El hombre imaginario.
Página izquierda: Con bailarines en espacios arquitectónicos Wim Wenders abre una pregunta sobre las posibilidades del cine en Pina (2011). © Neue Road Movies.
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DOSSIER A través de la última tecnología, La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) se vincula al propósito de pinturas que datan de hace 32 mil años: contener imágenes que, a veces capaces de emular el movimiento, revelan la percepción que el hombre tiene de sí. De esta manera Herzog enlaza los propósitos figurativos del hombre primitivo con el de la actualidad. Ambos intentan asir la realidad para que permanezca para siempre. No muy lejos de esas preocupaciones se encuentra el trabajo más reciente de Scorsese, una historia apócrifa sobre Georges Méliès. La invención de Hugo Cabret (Hugo, 2011) refiere a uno de los personajes que
ideó formas novedosas de representar la realidad. Scorsese utiliza el 3D para acentuar la expresión cinematográfica. El espectador habita un ambiente que parece trascender lo visual para ofrecer una experiencia casi táctil. Pero el homenaje no se limita a Méliès: aparecen películas de los años veinte del siglo pasado –entre las que destaca El hombre mosca (Safety Last!, 1923), de Harold Lloyd. El cine en tercera dimensión, parece decir Scorsese, es un nuevo punto de quiebre en la historia de la disciplina, semejante al que se vivió con la irrupción del cine sonoro o el tecnicolor. No obstante, el director estadounidense ha ido más lejos. En algunas entrevistas para distintos medios impresos reveló sus deseos por filmar de ahora en adelante exclusivamente en tercera dimensión: «No creo que haya ningún tema que no pueda ser tratado en 3D; que no pueda tolerar la adición de la profundidad como otra técnica más para contar una historia. Vemos todos los días nuestra vida con profundidad» (Deadline). Finalmente, Wenders explora en Pina (2011) las posibilidades representativas del cuerpo humano y la arquitectura. El documental sobre Pina Bausch, desaparecida en 2009, honra la memoria de la coreógrafa y, al mismo tiempo, plantea algunas preguntas sobre el arte cinematográfico. Los cuerpos de los bailarines de la Tanztheater Wuppertal se desplazan por distintos entornos –una casa de cristal, vinculada estéticamente al proyecto La casa de cristal de Eisenstein; un abismo; un teatro– al tiempo que se convierten en sombras, figuras tridimensionales, personajes de una representación. Frecuentemente Wim Wenders bosqueja las figuras de los bailarines en escenarios que se convierten en imágenes manipulables. Una de las secuencias más reveladoras al respecto sucede cuando el director alemán graba a un hombre que baila sobre una carreta, dentro de una cueva, mientras una luz proyecta su silueta en una pared. Asimismo, la escena final de este documental ocurre en una sala ¿de teatro?, ¿de cine?, donde un grupo de espectadores está frente a una pantalla donde se proyectan imágenes parecidas a las de un sueño, pero tomadas de la realidad. Más allá de sus temáticas, los trabajos de Herzog, Scorsese y Wenders buscan sensibilizar al espectador sobre las posibilidades del 3D y sus sorprendentes formas de representación, relacionadas principalmente con el volumen. En ese sentido, sus exploraciones se vinculan íntimamente con las de Eisenstein, Méliès, Picasso o Siqueiros, artistas preocupados por la materialidad de las imágenes y su capacidad de representar al hombre. Por lo demás, cineastas como Jean-Luc Godard o Ridley Scott están a punto de dar a conocer sus primeros ensayos utilizando esta tecnología: Adiós al lenguaje (Adieu au langage, en filmación) y Prometeo (Prometheus, 2012), respectivamente.
Este es un científico que, en un esfuerzo por asir la realidad para preservarla, reconstruyó la vestimenta y herramientas de un hombre primitivo durante la era glacial, en La cueva de los sueños olvidados (2010). © Creative Differences / History Film.
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DOSSIER
Hugo Cabret (Asa Butterfield) escapando de un policía en un escenario que recuerda a El hombre mosca (1923). En esta película, Scorsese hace un homenaje al cine acentuando sus propiedades mediante la tercera dimensión. © Paramount Pictures / GK Film.
III En La gota de oro Michel Tournier relata la historia de un joven africano que es fotografiado por una extranjera con la promesa de obtener a cambio su propio retrato. Sin embargo, la mujer no cumple con su palabra y el joven siente que ha perdido su alma. De esta manera, la imagen lo despoja de un aliento. Entonces existe un mundo alterno a la realidad conformado exclusivamente por imágenes. La secuencia final de La cueva de los sueños olvidados ofrece una idea similar. A unos kilómetros de la cueva de Chauvet vive un grupo de cocodrilos. Mientras la temblorosa cámara de Herzog registra los movimientos de los animales, que se reflejan en el agua, la inquietante voz del director alemán se pregunta sobre la posibilidad de que éstos encuentren la cueva. ¿Qué sucedería si lo lograran? ¿Sabrían que las figuraciones de los otros seres pertenecen al pasado? ¿Entenderían que probablemente ellos o, mejor dicho, sus reflejos, habitarán este mundo? En El cine o El hombre imaginario Edgar Morin anticipa una respuesta al hablar de la imagen cinematográfica y su doble: «la imagen no es más que un doble, un reflejo, es decir, una ausencia. Sartre dice que “la característica esencial de la imagen mental es una determinada manera
que tiene el objeto de estar ausente en el seno mismo de su presencia”. Agreguemos enseguida lo recíproco: de estar presente en el seno mismo de su ausencia». El mundo de las imágenes habita un espacio paralelo; y el cine en tercera dimensión lo ha irrumpido para desfigurarlo. Dostoievski lo vislumbró en El doble al describir un lugar enrarecido ocupado exclusivamente por doppelgängers: «Bosques tenebrosos se extendían a derecha e izquierda. Todo era silencio y desolación [...] En la oscuridad dos ojos flameantes le escrutaban con malevolencia e infernal regocijo». Acaso los ojos flameantes son los del espectador que mira con una fascinación inquietante las imágenes del espectro del hombre. Y los bosques tenebrosos el mundo de las imágenes que absorben la vitalidad de los objetos y los seres que representan. El 3D ha dotado a la imagen de una característica inusitada: el volumen. Pero el resultado de la incorporación de este elemento está todavía por verse. Los cineastas utilizarán eventualmente esta tecnología y la llevarán al límite. Tendremos imágenes tridimensionales en nuestros televisores y computadoras, incluso en cualquier pantalla portátil. Así, nuestra época tratará de acercarse desde otra perspectiva a la realidad. Posteriormente aparecerán nuevas formas de proyección y el mundo de las imágenes sufrirá un nuevo cambio. William Gaddis tenía razón en Ágape se paga al referirse al personaje principal (Yákov Goliadkin) de El doble de Dostoievski: «¿No es de entrada tu Otro significativo, el que importa [...]? Tu yo que puede hacer más, sí, esas manos fantasmáticas que te transformen en el Otro, por no hablar de esos yoes extraíbles que se pueden separar del propio cuerpo [...] Nada que ver con los ventrílocuos o con los doppelgängers, con Goliadkin detrás de su doppelgänger o el doppelgänger de Goliadkin persiguiendo a Goliadkin, no». El mundo de los dobles se transformará permanentemente; el cine existirá para siempre.•
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Textos sueltos
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Perfil
Ensayos imaginarios: La mirada de Alexander Kluge Alexander Kluge es una figura compleja: ha sido un pensador como cineasta y como escritor de ficción y de ensayos. Su cine es resultado de una capacidad de reflexión y una sensibilidad muy desarrolladas. En este texto, Sonia Rangel pone de manifiesto cómo el pensamiento del director detonó en obras cinematográficas. por Sonia Rangel
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perfil
Para mí el “cine” es inmortal y más antiguo que el arte de filmar. Se basa en la comunicación pública de lo que nos “mueve por dentro”. En esto el cine y la música están emparentados. Ninguno desaparecerá. Alexander Kluge
E
n el cine de Alexander Kluge asistimos a la construcción y deconstrucción de una imagen-crítica, a través de la cual las ideas se configuran en series de imágenes-concepto, ensayos imaginarios o pasajes audiovisuales que ponen en operación procesos de pensamiento. En este sentido, entrar en la obra de Kluge es aceptar el reto de moverse dentro de una complejidad cuyas huellas localizables están en el Nuevo cine alemán1 y en la filiación del autor a la filosofía de Theodor Adorno y al pensamiento de Walter Benjamin. Así, el cineasta traza una línea de fuga que atraviesa y sale de la Teoría Crítica, rompiendo con la concepción que la Escuela de Fránkfurt tendrá del cine como instrumento de “la industria cultural”, cuyos efectos nocivos son la atrofia de la imaginación y pérdida de la espontaneidad del pensamiento, producto de una percepción cinematográfica que «exige rapidez de intuición, capacidad de observación y competencia específica, pero al mismo tiempo prohíbe directamente la actividad pensante del espectador, si éste no quiere perder los hechos que pasan con rapidez ante su mirada»2. Rapidez que supone la supresión de la imaginación y la automatización de la percepción. En movimiento contrario, Kluge se sitúa en la perspectiva del cine planteada por Walter Benjamin, y la pone en operación. Para ambos el cine no supone sólo una modificación de la
sensibilidad y la percepción, sino también el paso de una recepción visual-contemplativa (atenta) a una recepción táctil-distraída (descentrada). Paso que al mismo tiempo supone una modificación del pensamiento efecto de la naturaleza de la imagen cinematográfica, que se transforma de manera constante: apenas captada ya se ha transformado. En este sentido, para Benjamin la «deriva asociativa de quien la observa se interrumpe enseguida por su transformación. Sobre esto descansa el efecto shock que hay en el cine que como todo efecto de este tipo reclama ser captado mediante una presencia de espíritu potenciada»3. El cine al generar efectos de shock produce una desautomatización de la percepción que a su vez desencadena una desautomatización del pensamiento y de los procesos de pensamiento. En este sentido, el cine de Kluge da lugar a una imagen-crítica como forma de politización del arte que rompe con la estructura de la enajenación, línea de fuga que se expresa en imágenespensamiento efecto de la potencialización de la imaginación4. De esta manera, Kluge extrae la fuerza poética de la teoría creando una imagen-concepto, que configura un pensamiento cinematográfico; doble movimiento a través del cual de una imagen surge un concepto, a la vez que un concepto puede detonar y estallar en la producción de una serie de imágenes. El cine de
1
En 1962, Alexander Kluge suscribe junto a un
grupo de jóvenes cineastas un manifiesto que dará pie al surgimiento del nuevo cine alemán, sobre el cual el cineasta apunta: «En [el Manifiesto de Oberhausen] exigimos tres cosas: 1) la oportunidad de hacer películas principales, es decir películas que abarcaran toda la función; 2) el retorno al cortometraje (porque considerábamos que las películas de breve duración eran la forma elemental del cine); 3) “un centro intelectual y teórico para el cine”, que interactuara con la mera praxis cinematográfica». Alexander Kluge. 120 historias del cine. Caja Negra, Buenos Aires, 2010, p. 220. 2
Theodor Adorno y Max Horkheimer. “La industria
cultural”, en Dialéctica de la Ilustración. Trotta, Madrid, 2003, p. 171. 3
Walter Benjamin. La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica. Ítaca. México, 2003, nota 16, p. 111. 4
Kluge ensaya sobre la diferencia entre la
politización del arte y la estetización de la política planteadas por Benjamin en el filme Artistas en el circo: Perplejos (Die Artisten in der Zirkuskuppel: Ratlos, 1968) a través de la figura de Leni Peickert, quien busca hacer del circo una forma de arte en donde el público participe de manera activa, en donde el espectador deje ser pasivo ante las sensaciones. Desplazamiento de la diversión a la reflexión, que es el desplazamiento que Kluge realizará por su parte en el terreno cinematográfico.
Página izquierda: En Artistas en el circo: Perplejos (1968), al poner en contraste arte y espectáculo, Alexander Kluge termina por contrastar espectáculo y política. © Kairos-Film.
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Perfil
El tiempo es el centro de reflexión sobre tres fenómenos, el amor, la vida y el cine, en El ataque del presente sobre el resto del tiempo (1985). © Kairos-Film / ZDF.
Kluge opera como una máquina que ensambla imágenes y pensamiento, en donde la fuerza poética genera un movimiento deconstructivo no sólo de las imágenes, sino también de la historia, del discurso o las ideas, dejándonos ante fragmentos o restos que se estructuran y desestructuran de manera aleatoria dentro de un montaje discontinuo, múltiple, con capas, superficies y profundidades, texturas y fisuras, velocidades e intensidades, cortes y flujos de dimensiones y líneas variables, en donde «[el] montaje no tiene que ver con la unión, con la fusión de imágenes. Porque las imágenes son autónomas como las mónadas de Leibniz. Entre ellas existen abismos: hacia arriba y hacia abajo, hacia los costados, se ven horizontes»5. El montaje es fragmentario y en él se conectan series de líneas argumentales que plantean problemas. Así en El ataque del presente sobre el resto del tiempo (Der Angriff der Gegenwart auf die übrige Zeit, 1985), Kluge construye un ensayo imaginario sobre las formas del tiempo (la memoria, la ruina, los sentimientos, la historia y la historia del cine), que a su vez es una reflexión sobre la modificación de la experiencia de la temporalidad por las nuevas tecnologías cuyos efectos son la velocidad y la aceleración. Serie de elementos que se articulan y gravitan alrededor de la tesis «el amor, la muerte, el cine son relojes». Este ensayo imaginario sobre las formas del tiempo está constituido por la puesta en serie de microhistorias que se entrelazan y conectan de manera aleatoria y discontinua. 5
Kluge. Op. cit., p. 300.
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Así la historia de “La mujer innecesaria” expone la situación de una doctora que es sustituida por un doctor más joven, suceso a partir del cual Kluge reflexiona sobre la funcionalidad de las personas y de los objetos: ¿cuándo algo deja de ser funcional?, ¿cuándo las personas o las cosas se vuelven desechos o chatarra? El cineasta muestra que la ruina y el desgaste son procesos temporales. Esta línea que expone el paso del tiempo en los cuerpos y en los objetos se conecta a una línea en donde el cine aparece como máquina de tiempo, que expone, conserva y juega con las formas del tiempo. Imagentiempo como experimentación: heterocronía. La imagen-movimiento está conformada por la acción y el juego entre las moléculas cinematográficas: luz y oscuridad. En este sentido para Kluge el cine no sólo está conformado por imá-
genes visibles sino también por imágenes invisibles, tesis expuesta en la figura del director de cine ciego que por dentro estaba lleno de imágenes. Para Kluge el cine no sólo hace visible lo invisible, sino que al mismo tiempo desencadena la operación de un ojo-interno que potencia la imaginación, formando una imagen-crítica en donde lo no filmado critica lo filmado. De manera análoga, el pensamiento de Kluge opera en el filme El poder de los sentimientos (Die Macht der Gefühle, 1983), en donde el autor da forma a un tratado sobre las pasiones montado en pasajes audiovisuales que exponen la envidia, el amor, el desamor, el odio; ensayo cuya tesis central es «todos los sentimientos creen en un final feliz», y cuyas líneas paralelas desarrollan el problema de la relación de los sentimientos con el lenguaje. La confusión
perfil
¿La felicidad está en los sentimientos o en los bienes? La pregunta es el subtexto de El poder de los sentimientos (1983). © Kairos-Film / ZDF.
del lenguaje que, tras la caída de la torre de Babel, trae consigo la confusión de los sentimientos conectada a la relación de los sentimientos con las cosas: lo contrario a los sentimientos son las cosas. Los sentimientos no son posesiones, bienes u objetos de compra-venta, sino tejidos de hilo invisible entre las personas. La fuerza de los sentimientos se expresa en las situaciones por las que transitan los personajes. El desamor es expuesto en la situación de una chica que es abandonada por su pareja, a partir de la cual se desencadenan una serie de sentimientos como la tristeza y la desilusión que llevan a la chica al suicidio: toma pastillas y se queda en su auto a esperar la muerte; más tarde es encontrada por un vendedor quien la salva pero que, al mismo tiempo, aprovecha la situación y la viola. El vendedor es observado y denunciado, después es detenido, encarcelado y llevado a juicio. La chica, que aún cuando ha sido victima del abuso, no puede atestiguar ya que no guarda ningún sentimiento negativo en contra del vendedor, lo único que siente es la tristeza tras el abandono de su amante. Confusión de los sentimientos y de la forma en que la que pensamos o nombramos lo que sentimos. ¿Se puede inducir un sentimiento por la argumentación? ¿Cómo tener un sentimiento si no hay memoria? Por su parte, el amor es expuesto como una forma de libertad, idea expresada en la figura de Bety, una prostituta autónoma que es
obligada a trabajar para unos mafiosos. Ella se resiste a ser explotada por sus captores ya que, hasta el amor a la carta supone un acto de libertad de la vendedora, una oferta libre del sujeto-mercancía; los mafiosos al ver que no pueden sacar provecho de ella la venden a un ladrón que puede darse el lujo de tenerla. Bety es feliz al sentirse un objeto de lujo. Según Kluge «[el] montaje […] busca hacer visible algo que no se deja encontrar directamente, porque no consiste en objetos visibles»6. Así, la operación del montaje es mostrar, ver y hacer ver entre las imágenes, no como un encadenamiento o secuencia que nos lleva de una imagen a otra en un devenir natural, sino de marcar la autonomía de las imágenes, el intersticio entre ellas y, al mismo tiempo, evidenciar el intersticio entre las imágenes y los sonidos, la imágenes y el discurso. Movimiento deconstructivo que opera en la tensión y el juego entre la recolección y la iconoclastia de las imágenes; doble movimiento que forma un circuito de destrucción y creación, dentro del cual la destrucción de la imagen consiste en poner a prueba el proceso de pensamiento, cuyo efecto es un shock visual, una potencialización de la imaginación que a su vez es una desautomatización de la percepción, en donde el acto de ver no consiste sólo en captar imágenes sino simultáneamente en la producción de imágenes no vistas, ya que para Kluge ver es una actividad reflexiva que nos
remite a un ojo interno, que proyecta imágenes en una pantalla-cerebro. El cine deviene un dispositivo de experimentación a la vez que un dispositivo de creación de imágenes, no sólo visibles sino invisibles dentro del cual «[l]os espectadores son los verdaderos artistas en la medida en que reproducen la película. En este sentido, la película opera como un espejo, a veces como una fuerza gravitatoria o, por qué no, como un imán. Pero las virutas de hierro están en las cabezas de las personas»7. El cine opera como un catalizador de la imaginación, por cuyo efecto se da una emancipación del espectador que se vuelve parte del proceso creativo, siendo este un elemento a través del cual, en el cine, se lleva a cabo la politización del arte.• 6
Idem., p. 237.
7
Idem., p. 297. Un ejercicio cinematográfico de cómo
se lleva acabo esta emancipación del espectador se puede encontrar en El ojo-grama de la historia (2010), de Marcelo Schuster, filme que opera como una máquina recolectora que sintetiza y mezcla los fragmentos de ideas e imágenes que conforman el pensamiento-cine de Alexander Kluge. Schuster continua este proceso deconstructivo en forma de conversación con y entre las imágenes y el pensamiento de Kluge, sumergiéndonos en el intersticio entre hablar y ver, entre pensar e imaginar (producir imágenes) para hacer emerger del ojointerno imágenes-invisibles.
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Diálisis
Pieza para gramófono y voz (extraer la voz del filósofo, del filme al papel) Marcelo Schuster inició una conversación con Alexander Kluge con su opera prima, la película-ensayo El ojo-grama de la historia. Aquí la continúa con un texto en el que rumia una discusión alrededor del pensamiento conjunto de Adorno y Horkheimer, en contraposición con el trabajo de Kluge.
por Marcelo Schuster
(G
rabando…) Síndico del Instituto de Fránkfurt, pero él dice portero, ama de llaves, jardinero, en todo caso, un asunto de hogar, custodia la patria perdida, la misma casa antes y después, tiesa, espera sin derrumbarse. Y luego le llega el consejo perentorio de Theodor Adorno, ¡vaya a ver a Lang! (y la palabra nunca dicha: ¡Lleve nuestra reluctancia a los Estudios!, ¡no te dejes cautivar por la luz!, verás la ceguera de Fritz y no el filme, verás los años de la casa cerrada y tú dentro) y Kluge va al cine de Lang para demolerle sus paredes, encumbrado por la soledad del cinematógrafo, del cineasta ciego –si se quiere–, cuidando que la película se monte a sus expensas, a expensa de proyectarse. Kluge, en su resguardo, pone en obra el segundo filme de Lang, el filme que lo secunda, en ese aislamiento que debe hacer que algo más vea por el ojo cegado. ¿Habrá acaso una “idea” que el cine trae al relevo de su portero?, ¿habrá un responder –en el mismo tono– al filósofo que despide y se deshace de su servidor de confianza? [Una dialéctica negativa –dice mi voz al grabador, y con algo de espasmo, me interroga: ¿en el cine? La dialéctica parece tomar la forma de un diálogo –el reportero apunta en su cuaderno, un diálogo entre Theodor Adorno y Alexander Kluge, entre la filosofía y el cine–, más bien, entre mi voz y sus filmes, mi voz que se graba y sus filmes que se ruedan. ¿Por qué mi voz lleva y trae los filmes de Kluge?] (Grabando…) A mí lo que me dispara la experiencia temprana de Alexander Kluge en las filas traseras de
la Teoría Crítica es esa sucesión diferida, cómo continuar a Fránkfurt por la iniciativa de una praxis cinematográfica, cómo, mediante esta inusual tentativa, desmitificar al intelectual acorazado. Dicho de otra manera, Kluge ensaya esta sucesión –hasta este parentesco de servidor– en el cine antes que en la teoría. (¿Tiene sentido entonces hablar de una dialéctica?, ¿podría importarse algo así como el principio de nocontradicción a la praxis?, ¿hablamos de cosas y de conceptos en el cine, de su identidad y su diferencia, de su antítesis y su relevo? No sé cómo formular estas inquietudes al grabador y no las oigo, yo sigo embalado en el plan de mi demostración.) Si retomo la idea de una dialéctica que insiste en sucederle al cine, lo primero que se me viene a la mente es pensar el afuera del filme. ¿Hay acaso la posibilidad de que la imagen –de que alguna imagen– se emancipe del filme? Pero, ¿qué sería esta emancipación, esta separación, esta diferenciación, incluso este salto?, ¿hasta qué punto la invocación del afuera cuestionaría la suficiencia del mecanismo cinematográfico, en el que se soportan y se supeditan las imágenes? [El reportero me asedia con una cita repentina que asegura copió fiel de Minina moralia: «el naturalismo radical del cine, en lugar de duplicar la realidad, en lugar de representar la vida (cotidiana), le disuelve su sentido (subsidiario), haciéndolo depender exclusivamente de su construcción inmanente, y por ende, falsa». Adorno –lo sé bien– no se va con medias tintas –su actitud radical tampoco le favorece, déjame aclarar-
Este texto está ilustrado con fotogramas dañados provenientes de Archivo Memoria, una colección especial de la Cineteca Nacional.
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te–: en el cine no ve más que una desnaturalización, hasta una deformación o una deformidad natural, olfatea una suerte de falsificación. Él parte de esta falsa naturaleza, de esta materia cuya artificiosidad le reprime su conexión con la vida, de una construcción técnica que –dicho con él– extraña al objeto mismo. Por eso, las imágenes, en la medida en que son producidas por dicho aparato y para su interés inmanente, sufren de replicarle su connivencia deformativa. Pero, Kluge, con esta incitación al afuera (a mi idea de incitar a un afuera), le demuestra a Adorno que, pese a la artificiosidad del filme, la imagen no se define únicamente a partir de su construcción inmanente, sino que, a la vez, puede autonomizarse, separándose de él. Hay, entonces, una pasibilidad de autonomización de la imagen frente al filme.] (Grabando…) Se emancipa ¡sí!, y empero, pese a todo, se fija, se detiene, al faltarle el operar de su artificio inherente: es decir, si se autonomiza, lo hace a costa de atrofiarse, de quedar inmóvil, pareciendo un cuerpo muerto, un cadáver. Desde que la imagen ya no depende del principio intrínseco de movimiento del filme (del principio que se monta sobre la equivalencia de las imágenes), desde que desobedece el valor (atómico) que le ofrece su ensamblaje, la imagen autónoma –letalmente desfallecida y detenida– se vuelve presa, antes que de la industriosidad de la película, del dominio omniabarcador de lo que Adorno y Horkheimer llaman la industria cultural. En la imagen fija, el filme se convierte en propaganda, sacrifica su principio industrioso inmanente para servir a la mercantilización de la cultura, de modo que la equi-
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valencia ya no provenga de la inmanencia del filme, sino del valor (de cambio) de la mercancía. ¿Cuál es la treta del capital? Transformar la inutilidad en valor. ¿Qué más inútil que una imagen crítica –de la industriosidad del filme?, ¿qué más preciado que hacer de ese cadáver y de esa atrofia el rebrote de lo excedentario? Al capital no sólo le interesa el cambio –el principio de equivalencia–, sino el modo en cómo de éste se genera plusvalor. ¿Qué mejor para él que la inutilidad (de la imagen) dé plusvalor, no sólo porque se sujeta al cambio, sino porque le ofrece un índice de inflación, la inyección imperativa de la propaganda? La industria cultural se aprovecha de los valores inútiles de antaño y frustra toda iniciativa emancipadora, al extraer de su autonomía (relativa) una cuota de plusvalor.
[El reportero se apresura a concluir: «la denostación de Adorno hacia el cine es, en el fondo, una denuncia contra el dominio de la industria cultural», a lo que yo le susurro –y el grabador no oye– ¿y qué pasa si la imagen preserva su negación y ya no cede, si refuta, por ambos lados, la doble imposición de lo industrioso, y entre ambos, el filme (del que se libera) y la industria cultural (contra la que se resiste), se aísla como quedando en suspenso? Habría que pensar la inutilidad contra el capital… Y él me dice, «romper con la equivalencia», porque la del filme –que le cuantifica la (equi)distancia de las imágenes–, en verdad, se termina de concertar bajo interés directo y sin ambages de la de la mercancía. «Yo hablaría de una reificación –un concepto marxista del que redunda Adorno– no tanto para avalar la delación del filme (de su falsa naturaleza) como para demostrar que sus átomos –las imágenes– sirven mejor y más resueltamente, sueltos e independientes, a la abstracción de la industria cultural. Son mercancías inflables antes que duplicados desenraizados a disposición de una técnica especial de montaje.»] (Grabando…) La industria cultural se aprovecha, sin duda, de la atrofia de la imagen, pero sólo la reifica –recuperando el término– si le succiona por completo el recuerdo de lo viviente y como cosa inmóvil le malgasta su emancipación. ¿Qué quiere decir que
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la emancipación se reifique? La Teoría Crítica nos ofrece una pista contundente: una hipótesis (maldita) sobre la Ilustración. [Me interrumpe y nuestras voces se pisan: (él vocifera) «la Ilustración, como profetizan Adorno y Horkheimer en su prólogo de la Dialéctica, nos hunde en la barbarie, nos regresa al mito»; (yo, atizado, espeto) En lugar de librarnos de las fuerzas sobrenaturales del mito, la Ilustración nos arrincona en una nueva, a la vez vieja cadena de crímenes, en un ciclo de destrucciones. (Él sigue embalado, sin escucharme) «La Ilustración extraía su desmitificación de la deducción de su autoconciencia, del sí-mismo (que se sublima en sujeto, en razón trascendental) que media frente a la inmediatez del mito. Pero esta certeza, a la larga, se ve invertida, la Ilustración –repiten ellos– consume el último resto de su propia autoconciencia, se devora a sí misma”; (yo, ya sin intención de grabar, explico la hipótesis con mis palabras) la maldición de la Ilustración está ungida en su autodestrucción inherente, pone en el principio liberador el consentimiento de su aniquilamiento, (pues) la razón no quiere otra cosa que dominio, que reino de la abstracción. (Por último, él alcanza a colar) «Yo me iría por una regresión de la razón, por una mediación depuesta, la sustitución de la dialéctica por la lógica binaria del sacrificio arcaico.»]
ENSAYO ra, sino que se le mete dentro y le lesiona sus órganos, al punto de sustraerle su sensibilidad e inmovilizarlo funestamente. De la atrofia de las antenas, queda la cicatriz como síntoma de violentación cruenta. La estupidez rebota como la insensibilidad de la inteligencia –remata la crítica. Pero esta pequeña fábula del sinsentido también funge como una alegoría de la naturaleza mítica: pues enseña que no se puede lidiar con su voracidad aniquiladora más que inmovilizándose y volviéndose una cosa muerta, más que mimetizándose con una sobreprotección fingida. El caracol lleva en el caparazón la mímesis de esa sobreprotección, la omnipotencia de la suficiencia de la no-diferencia.
(Grabando…) ¿Qué quiere decir la autodestrucción de la Ilustración?, ¿hasta qué punto hablamos de ésta en el sentido de una regresión al mito? Quizás ni siquiera hubo un arranque, ni el clamor de una partida, quizás la razón estaba condenada de antemano. Adorno y Horkheimer escriben, en la Dialéctica, un excurso que clausura la obra literaria que tampoco logra echarse a andar del todo: el libro como el iluminismo están azotados por la contracción de la inteligencia. [¡Nosotros, los intelectuales, nos atrincheramos en la autodefensa de nuestra crítica! Pero, ¡cómo y por qué nunca escapar, en ninguna página, bajo algún remedo! Si la “Génesis de la estupidez”, ese último extracto del libro, al final, revelaba nuestro escondite como espurio, como una atrofia que envuelve y mata al pensar.] [Te leo el final (que nunca es exacto, al transliterarlo de mis notas): «…donde la esperanza se detuvo, la petrificación testimonia la condena de lo que alguna vez estuvo vivo, la inteligencia torpemente da el relieve de su cicatriz». En la “Génesis de la estupidez”, Adorno y Horkheimer dan cuenta de la petrificación de la inteligencia por una metáfora de la vida animal, la retracción del caracol –del sentido de su antena que se malogra– que, ante el rechazo del mundo exterior, sufre el impedimento de su impulso, y se regresa sin haber atinado a salir. Dicho obstáculo no sólo le prohíbe moverse hacia fue-
(Grabando…) ¿No hay acaso otra experiencia molusca aparte de su atrofia y su lesión, una experiencia del individualizarse que no dependa de la sola decepción inmovilizadora? Kluge, en una entrevista reciente donde recuerda el episodio de la estupidez, se mofa de la seriedad del argumento del regreso mítico, invitando a los prójimos a ofrecer la sensibilidad despojada, a dar de ese despojo una individuación compensatoria. Porque si hay una lección que aprende de Adorno es que no hay cómo reconciliar la materialidad natural: primero enajenada en el mito, luego en la producción capitalista, la compensación le abre una tregua inédita a los despojos insensibles, haciendo de ellos, antes que el resistir de la naturaleza, su conversión emancipada. Dicho de otra manera, las antenas del caracol, inservibles para él, las donará, empero, para la emancipación del hombre: encenderá en él una táctica para sortear la maldición de la naturaleza mitificada y poder entonces devolverle al animal –a las cosas animadas e inanimadas– la delicadeza de sentir (como por primera vez). El episodio del caracol se topa con el de Odiseo, con la prueba que le pone la astucia, sea para sucumbir, o para salir airoso, aunque nunca como vencedor. [Yo sería más escéptico: «Odiseo es el vencedor vencido», dirían los frankfurtianos. «Para mí, leen la Odisea bajo la óptica mañosa de la lucha de clases, o bajo su genealogía enfermiza: como un drama burgués, el drama de la renuncia y de la autoconservación. En verdad, Odiseo jamás domina materialmente las fuerzas del mito, más bien, las adormece con un acto histérico: firme y hueco como un mástil (al que se aferra contra ellas), imita la invencibilidad inexorable contra la que lucha». ¿Y por qué –te cuestiono yo– no leer la Odisea como un transitar que sólo evita la renuncia si regresa al tálamo, al tallado de un encuentro mutuo que obliga uno-con-otro a dar el tiempo de
su extravío, tejerle al otro el hilo de su vida, o navegar para él la paciencia que nunca zozobra?] (Grabando…) La escena de Odiseo y las sirenas no parece adecuarse a una transliteración burguesa, a la génesis de su racionalidad (que, a la postre, se revelaría irracional). Odiseo, en verdad, no logra deshacer el hechizo de las sirenas, no puede ensordecer el canto que cautiva con el precio de su inmolación: sólo puede inventar un artilugio para navegar por su medio y sortear así el peligro inmenso. Atado al mástil, la nave transita las fuerzas del mito: oye la seducción de su voz, y no obstante, no se detiene, ni sucumbe a su capricho. (Quisiera repetir una frase al gramófono –si me permites–, inyectándole un matiz.) Sortear el peligro, sin dominarlo, se vuelve la frase de una proeza, la invención excéntrica de una individuación irreductible. Al atarse al mástil, Odiseo sabe más de su impotencia que de su poder, del resistir minúsculamente exitoso que de la definitividad de su acción. Su individuación es impotente, porque atraviesa las fuerzas (ocultas del mar), sin afán de deponerlas, porque, en lugar de ceder a su uniformidad o a la nimiedad de su espejismo móvil, las lleva a perforarse por su paso, a surcarse como la tierra que ya no ahoga, y que sobresale como un rastro tieso de vida. Odiseo va arrastrando de la fuerza –mítica– que lo atraviesa y ante la que no parece rendirse la emancipación firme de su rastro. (Por eso, el tálamo al final, la tierra tallada que despunta del manto, un encuentro que engendra una emancipación compartida, tejer y tallar la espera.) [Según el recuento de mis notas, Adorno y Horkheimer «sólo alcanzan a ver, en torno del tálamo, un contrato: la renuncia –al instinto, a la pasión, a su naturaleza– promueve la autoconservación mutua, pareja, como un intercambio de bienes, “tú cuidas la casa”, “él trabaja para su manutención”. En el lecho culmen de la Odisea se simboliza la unidad de una posesión compartida. Pero, ¿qué quiere decir ser dueño de sí mismo como estigma burgués, y aun como negación presuntamente liberadora del mito? Porque el estigma, del que Adorno y Horkheimer rehúyen, no es la clase, ni el acto moral del que emerge, sino el aval tácito a la dialéctica (de antaño, a su logos arcaizante): antes que una praxis de dominio, solapan la carga de apropiación que conlleva su hipostasión (teorética). Con otras palabras, la propiedad está anclada en la raíz misma del individuo: el sí-mismo no tiene manera de escapar al advenimiento de su catástrofe. Puesto que es burgués y a la vez deviene bárbaro: su
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ENSAYO modo originario de apropiación –de autodominio de señor que niega la inmediatez de la naturaleza– porta, a la larga, el vehículo de su destrucción masiva. Por lo que se recobra, por otra vía, la hipótesis frankfurteana de la autodestrucción de la Ilustración».] (Grabando…) Cuando en Odiseo no se ve más que poder (de señorear), en la naturaleza no se encuentra más que rencor (de humillar). Pero el mito le exige al capital acometer, con sus medios técnicos, la venganza contra los señores que se alzaron, al menos contra su principio contestatario: más que tratarse de una regresión, la tesis de Adorno y Horkheimer aboga por la compulsión de un encargo, anular el atrevimiento del individuo no por medio de un castigo foráneo, como por obra de su propio poder, por obra de un autosacrificio. [«El rencor de la reificación del que hablan –perdón por la interpolación– puede achacársele a las fuerzas burladas que anhelan venganza (y la hallan en la radicalización de la cosa tecnificada, del producto inerte), o puede bien despertar, por el camino del resentimiento, la reacción a tener que replicarla cual cosa muerta, a tener que gestarle su simbiosis». Adorno y Horkheimer repiten para el caso: «El individuo quiere su reificación, aunque no siempre de buena gana, a veces sufre por el narcicismo de su bella conquista, o defiende en vano el pesimismo de lo irrevocable».] Si me dejas grabarme –y no me interrumpes ya–, retomo para el gramófono el desenlace sin solución del au-
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tosacrificio. Puesto que la propiedad es capciosa, me preguntaría: ¿de qué se apropia el sí-mismo cuando se separa y desgarra la naturaleza mítica? Sólo de su ritual espurio, de la renuncia por la que se constituye, y que a la vez lo disuelve en el acto: el individuo porta, en su tentativa de apropiación, la marca maldita de la sacrificialidad, la negatividad es el precio de una emancipación desperdiciada (puesta y aún anulada), o bien el provecho destructivo que guarda incólume en su interior. Cito de memoria: «El poder a la mano del individuo no es más que la interiorización de su desgarro originario, la elevación a la voluntad del enfrentamiento que lo vio nacer, la confrontación como deseo de renuncia, como ritual querido de expiación». El individuo, bajo encargo del capital mistificado, revela la última de las equivalencias: la indiferencia de las víctimas sacrificiales, de los individuos expirados. El capital promueve su eslogan, «autodestrúyete y ganarás una moneda más» (o ganarás un cuerpo, un alma, un tipo social). [Me gusta el lema, pero más que una ironía, me sumo a la maldición, al mal de la Ilustración: «el individuo es lo sacrificable, es el recuento de una nostalgia falsa –de la ilegitimidad del cuerpo –metafísico– de la burguesía». Por eso está en la raíz del mito, porque sólo el mito sabe reducir la naturaleza a una potencia de destrucción, o se las arregla para vengarse de los emancipados, haciéndolos voluntarios de su propio aniquilamiento. Pero –te quiero examinar, sin que te sirvas de tus papeles–, ¿no hay acaso
en el autosacrificio, más que un tufo de ilegitimidad de lo emancipable –de negación finalmente abortada–, la perspectiva de un descuadramiento generalizado?, ¿no será el síntoma de una dialéctica que se desoperativiza y destartala la verdad de la contradicción, deshace la oposición y la vuelve fútil?] (Grabando, a falta de respuesta.) Adorno quisiera recuperar el peso de la negatividad para reexaminar la suerte de la conciliación, y sin embargo, su hipótesis se lo impide: ¿qué quedará de la naturaleza y del hombre que se vuelve autoconsciente? Pues el materialismo más crítico barre con la medida de la contraposición, con la legalidad de la tensión: el extrañamiento prueba, entonces, que es incólume, que no tiene intención de acoplar una naturaleza cosificada (violentamente y abstractamente equiparadora, intransigentemente in-diferente) con un hombre-propiedad (deliberadamente violable, entusiásticamente sacrificable). Como se ve, entre el gusto por la “cosa” y su facticidad nula se permea la falsedad de su vínculo.
ENSAYO
Por eso, el extrañamiento es algo más que una irreconciliación, es la trampa de una identidad vacía. En el otro –dicho con rotundez–, no habrá nada (para espejear). [Ahora que hablas de espejo, recuerdo el complejo narcisístico de la cosa vidente (de la idea que “ve”), del lastre frankfurtiano del idealismo más añejo. Pues Adorno sigue embarcado en una definición clásica de dialéctica como principio de no-contradicción, como una contradicción metafísica cuyo término medio se refiere toda vez al mentar del pensamiento. Es decir, la contraposición entre la cosa y el concepto –así lo aceptaría Adorno– se dirime primordialmente en el médium del logos, está hincada en el terreno baldío del idealismo. Pero, ¿cómo se saldría de este escollo metafísico, si no fuera por una técnica certera de implosión? La Dialéctica negativa resumiría el esfuerzo tardío de deshacerse del idealismo (del que, sin embargo, estamos inmediatamente presos), al punto de inferir de él –y sólo de él– una materialidad que se excluye del logos, que le abortaría su ley. Según una cita del texto, esta inferencia reza sobre el desenlace fatídico de la no-coincidencia (dialéctica), o de su doble incompatibilidad, y más que rotular el fracaso prematuro del concepto, celebra la reserva inquietante de la cosa, –o más específicamente– de una materia que, como concluye Adorno, se niega a depositarse en imagen y se libera de ella.] Pero, ¿qué quiere decir una materialidad sin
imágenes –de la que tú has inopinadamente parafraseado su conclusión rala? Como ocurría con la crítica al cine, Adorno estigmatiza nuevamente, en el revés de la teoría, la interposición recusable de la imagen, pero esta vez nos ofrece una pista inusitada: pues, la negación ya no le atañe propiamente a la imagen (como tampoco al individuo que nunca termina de impugnar su enajenación), sino a la experiencia de su emancipación fallida (o en todo caso, impotente), al residuo de una reflexión que ya no ve, o que sólo ve –refractariamente– la invisibilidad inapropiable de la materia. (Grabando…) Kluge habla de huecos. ¿Por qué estos huecos son “subjetivos”?, ¿por qué se niegan a insertarse y a colmar la inherencia del filme, y aun a pesar de ello, son “materiales”? Gracias a Adorno, Kluge sabe que la imagen nunca llega a autonomizarse, pero su impotencia o su defectuosidad le reditúan una ganancia, una visión de sujeto fallido. La imagen, en lugar de emanciparse por contraposición, falla en favor de un acto de re-versión material, de un acto (“subjetivamente” impotente) que ve cómo la materia se le sustrae, cómo el filme se des-objetiviza en su mismo cuerpo. Pero la alternativa de Kluge es todavía más radical: la re-versión es más que un movimiento, más que una redirección: es una (re)conversión de la imagen en una materia sustraída (al filme), en una receptividad materialmente imaginaria. El fracaso de la autonomía de la imagen se reinvierte, entonces, en la liberación in situ de la materia: conserva para
ella no sólo la crítica a la inherencia del filme (la marca de la emancipación), como su perfil abiertamente imaginario. O lo que es lo mismo, inyecta –retroyecta– la negatividad al interior del filme como una materialidad receptiva y nunca apropiable, una materia sustraída al ensamblaje (a la representación referencial de su montaje intrínseco), aunque recargándose sobre su cúmulo virtual. Todo el empeño de Kluge radica en esta hazaña de reverberación adorniana de recambiar la emancipación del individuo por la del materialismo mismo, siempre que la materia ceda la imagen que se hace (auto)consciente –la del yo, del sí mismo, del sujeto– por la de una recepción nunca aprehensible, por los ello(s) [los receptores o los receptáculos desconocidos, hasta incognoscibles] que alojan el filme en las imágenes que nunca habrá de filmar. La película que Fritz Lang nunca habrá de filmar: su ojo interno (filma la dialéctica negativa). La negatividad interiorizada como invidencia, como una transposición de la imagen, fantasía de los ello(s) que la materia recibe a expensas del filme, cuando falta la polarización. Fantasía de los huecos materiales, cuyas imágenes emancipadas son devueltas al anonimato que debe reinventar sus inflexiones o cuyos nombres deber ser repronunciados sin conjuración. La película de la fantasía de Lang, para el ojo dialéctico de Kluge, son nuestras, o vuestras ensoñaciones, quizás –también– las de nadie. (Fin de la grabación.) [¡Ahora escucha! «Tal ausencia de imágenes converge con la prohibición teológica de imágenes», dice Adorno. Y finaliza: «El materialismo la secularizó al no permitir la descripción positiva de la utopía; tal es el contenido de su negatividad». ¿Grabas este último nicho de pensamiento negativo, o has interrumpido ya el gramófono, su vociferación archivada?] (Transcribiendo, a falta de aparato.) El filme está escanciando su “contenido”: ya no graba, sólo se densifica en su “interior”, –me dicen que se trasplanta.•
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ENSAYO
Esclarecer las luces La luz es un elemento vinculante entre el cine y la tradición pictórica. En este ensayo se explora ese vínculo en los primeros años del cine. por Andrea Aviña
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ENSAYO LUZ La luz no es un elemento específico del cine, pues no es únicamente usado por esa arte, sino que está presente en otras artes como la pintura y el teatro; pero sabemos que la luz es tan vital que sin ella el cine no existiría. Técnicamente, vemos la luz como aquello que se presenta ante nosotros por medio de una proyección sobre la pantalla, una ilusión creada por leyes de perspectiva propias del mismo aparato. Pero llevemos este estudio a términos distintos donde existe una relación sensorial a partir de la visualización de lo invisible, donde la imagen luminosa permite hacer visible una revelación del mundo, un desnudamiento, un mostrar. Se encuentra la luz en el cine como la manifestación de lo esencial, un desvelamiento visual, un poder revelador. Es, asimismo, una vitalidad en el cine, ya sea en el momento de filmación o en el de proyección. La luz hace visible la imagen. Y no sólo eso, la iluminación profesa un componente determinante de la creación expresiva de la imagen cinematográfica. La iluminación asiste ampliamente a hacer claramente discernible la forma de un objeto o de un sujeto. Según Ernest Lindgren, la iluminación «sirve para definir y modelar las siluetas y los planos de los objetos, crear la sensación de profundidad espacial y producir una atmósfera emocional y hasta algunos efectos dramáticos»1. De ahí la importancia de la iluminación que no sólo muestra y modela las formas, sino que altera, crea y desvela emociones, configura un lenguaje. Por su parte, Jonas Mekas nos señala que [el] cine, aún el más ideal y más abstracto, permanece concreto en su esencia; permanece arte del movimiento, la luz y el color. Cuando dejamos los
Octavio Paz dijo: «basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda hacer estallar el mundo», y yo agrego: «bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia para que hiciera saltar el Universo». Luis Buñuel
ma de develarlo depende de los presupuestos artísticos del creador. En los primeros años del cine, la luz jugaba un papel doblemente importante, pues constituía un capital efecto especial con el que se contaba para lograr cierta emoción, gracias al buen uso del blanco y negro que conllevaba a efectos particularmente vívidos y extraordinarios. El cine se desarrolló paulatinamente en tanto que los productores comenzaron a cultivar las posibilidades peculiares de técnica propias de la cinematografía y empezaron a aplicar estas posibilidades a la producción artística. Así, el cineasta debe subrayar y dominar las peculiaridades de su medio y explotar las cualidades propias de su quehacer.
que entraba por las ventanas inundando el espacio en el que pintaban, observando aquellos “matices”, tonos o fragmentos lumínicos, para después, controlar la luz natural que les era proporcionada. Justo en ese logro de dirigir y dominar la luz fue que estos pintores lograron tener tanto reconocimiento, como una especie de “maestros de la luz”3. Todos estos espacios, 1
Ernest Lindgren. The Art of the Film. Macmillan,
Nueva York, 1963, p. 124. 2
Jonas Mekas citado por Xavier Ismail en El
discurso cinematográfico: La opacidad y la transparencia. Manantial, Buenos Aires, 2008, p. 143. 3
Cada uno de los pintores manejaba la luz
magistralmente pero de manera particular. A grandes rasgos: Caravaggio oscurece la sombra y
preconceptos y los condicionamientos de lado, nos abrimos a lo concreto de la experiencia puramente
ESPACIOS
le da vida al mismo tiempo, con ejes y halos de luz
visual y cinestética, para el realismo de la luz y el
Imagino el espacio de captura de la luz natural del estudio o taller de los pintores muy similar a la fabricación del Black Maria (1892) de Thomas Edison, una especie de “edificio fotográfico” que giraba siguiendo los rayos del sol elaborado con la intención de aprovechar al máximo la luz exterior –origen de los famosos platós, o lo que posteriormente serían los estudios, que se concentrarán en la luz artificial. A manera de estos espacios de creación, pintores como Caravaggio, Rembrandt, Vermeer o Manet tomaban gran provecho de la luz natural
ejerce y dota de manera magistral un contraluz sin
movimiento, para la pura experiencia del ojo, para la materia del cine. Así como el pintor tuvo que tornarse consciente de la materia de la pintura […] así también para llegar a su madurez, el arte del cine tuvo que asumir la conciencia de su materia, luz, movimiento, celuloide, pantalla2.
Mekas propone concentrarnos en la esencia del cine, en la materia prima y lo que se desprende de ella como una narración estética, visual. La luz también cuenta historias, la for-
igual; Rembrandt destaca el uso del claroscuro y maneja escenográficamente la luz y la sombra de manera altamente emotiva y dramática; Vermeer en cada obra ejerce una dominación de la luz particular y demuestra un tratamiento de la luz natural admirable, nos muestra luces difusas, azuladas, filtradas, pero, sobre todo, con una gran armonía; Manet en El almuerzo sobre la hierba (1863), a manera de un escenario teatral, hace visibles diversas luces (focos de luz) en los diferentes planos del cuadro, una luz natural imposible en el espacio abierto.
Página izquierda: El gabinete del doctor Caligari (1919) llevó el expresionismo al cine en blanco y negro. El paso de la pintura al cine implicó la pérdida de los colores contrastantes de la corriente. Con en el paso del boceto al fotograma se puede completar el proceso. © Transit Film.
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ENSAYO el taller o el estudio, son utilizados, creados y conformados para capturar las posibilidades de los recursos de iluminación.
generador que emana dentro de ella como una experiencia propia del mundo visible.
EL ARTE DE LA ILUMINACIÓN DOS VERTIENTES DE LUZ El uso de sombras proyectadas se hizo manifiesto en el expresionismo, donde se constituye un enérgico agente de angustia. Recordemos que los pintores como Nolde, Munch y Kokoschka4 fueron de gran influencia para estos cineastas con ganas de expresar el estado anímico y el drama. «Desde el expresionismo, la lucha entre el bien y el mal, como entre la luz y las tinieblas, constituye la metafísica de lo verdadero (hallar en la luz la verdad y la expiación)»5. El expresionismo privilegia y explota lo oscuro contra superficies claras, anunciando y mostrando una fuerza dramática que texturiza, hace pliegues y agudiza las formas por medio de un juego de luces y sombras que se asemejan al teatro de sombras y al espacio pictórico del arte moderno. Pensemos en El gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1919, de Robert Wiene, iluminada por Willy Hameister) donde, a partir del recurso de la construcción de distorsiones creadas –gracias a las líneas, curvas, pliegues, texturas y sombras dispuestas en las superficies, suelos y paredes pintadas, estructuras espaciales, uso de las formas y las sombras pintadas en el decorado–, crea toda una atmósfera dramatizada. En oposición al expresionismo, surge la vanguardia francesa y toma un camino muy distinto a la creación con sombras, concentrándose en crear un espacio de claridad. Gilles Deleuze pone esta vanguardia francesa en relación con los presupuestos pictóricos de Delaunay:
Pintores, fotógrafos, escultores y cineastas han explorado y dominado los diferentes componentes y distorsiones de la iluminación en la obra artística en pos de generar cierta reacción o emoción. Por ejemplo, el pintor también crea con luz y color pero, a diferencia del cineasta, no toma los colores de la naturaleza sino que debe recrearlos, fusionar tonos, distribuir masas cromáticas, iluminar el cuadro. El artista del cine pinta con luz, crea composiciones a partir de la modificación y modelación de la materia prima que se le ofrece. Fritz Lang, por ejemplo, fue un cineasta que supo crear con luz, pudo moldear la luz y la sombra, el contraluz. Impregnado por sus conocimientos arquitectónicos y su gran sentido de la plástica, explotó el uso de la luz junto a los decorados, logrando crear una atmósfera donde predominan los relieves resaltados por medio del uso del contraluz. Así, este cineasta logró una perfección fotográfica, un sorprendente contraste entre luz y sombras, un profesionalismo en la iluminación7. En el cine, gracias a la habilidad, el conocimiento, control y dominio de la luz se debe articular la forma de lo que se muestra. Asimismo, el camarógrafo tiene la oportunidad de crear una composición luminosa eficaz en tanto la elección del ángulo. Los operadores son una especie de artesanos. Y junto a esto, se observa el poder del uso de la iluminación y los efectos que genera:
Había estado acostumbrado al trabajo en el escenario y quería usar determinado efecto luminoso, que había utilizado en el teatro, en una película que entonces estaba filmando. En la escena de marras, un espía aparecía deslizándose por un cortinado y a fin de dar más misterio al efecto, decidí iluminar solamente la mitad de la cara del espía y dejar el resto en la oscuridad. Miré el resultado en la pantalla y lo encontré extraordinariamente eficaz. Me sentí tan conforme con este truco de iluminación que lo utilicé a todo lo largo de la película, esto es, utilicé reflectores colocados a uno u otro lado (…) Después de haber enviado la película a la oficina del distribuidor, recibí un telegrama del empresario (…) «¿Se ha vuelto loco? ¿Supone usted que podemos vender una película por su precio to-
Sólo es necesario comparar el rostro de [Vera] Ba-
tal si sólo muestra la mitad de un hombre?»9
ranóvskaia en una de sus películas rusas dirigidas […] la escuela francesa de preguerra […] descubre,
por Pudovkin y en una película producida en un
tras los pasos del pintor Delaunay, que no hay lu-
estudio extranjero, como Gases asfixiantes [Giftgas,
cha de la luz con las tinieblas (expresionismo) sino
Mijaíl Dubson, 1929] o La vida es así [Takový je život,
una alternancia y un duelo del Sol y de la Luna,
Carl Junghans, 1930]. Se observará que en la pelícu-
que son luz ambos, uno constituye un movimiento
la rusa sus rasgos son muy nítidos, casi huesudos, y
circular y continuo de colores complementarios y
su rostro es vívido y está animado por los enérgicos
el otro un movimiento más rápido y contrastado
contrastes de luz y sombra. El mismo rostro en las
de colores disonantes irisados, componiendo y
películas alemanas resulta chato, indistinto, grisá-
proyectando los dos juntos sobre la Tierra un eter-
ceo e inexpresivo. Todo depende de la iluminación
no espejismo.6
y de la destreza con que se toman las vistas.8
Se trata aquí de las virtudes propias de la imagen luminosa –incluyendo movimientos específicos– donde el juego entre la presencia bruta de cada elemento luminoso rescata la importancia de la imagen singular y el poder
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Por su parte, Rudolf Arnheim nos recuerda, con el relato del director norteamericano Cecil B. De Mille, cómo, si los efectos de la iluminación no eran del todo eficaces, se tomaba el error como una cierta intención profesional:
Arnheim nos dice que la película fue rechazada, pero que a DeMille se le ocurrió un engaño bastante ingenioso: «Si ustedes son unos tipos tan estúpidos que no reconocen el claroscuro de Rembrandt cuando lo ven, no me culpen por eso»10. Gracias a esta justificación artística, con un cierto principio de autoridad al tratarse de Rembrandt, la distribuidora no sólo aceptó lanzar la película, sino que la promocionó con la siguiente insignia: «La primera película iluminada en el estilo de Rembrandt»11. Y si no fuera suficiente, el precio de la película se duplicó por este hecho. Claro ejemplo de la influencia del modo de captar la fuerza lumínica en ambas manifestaciones artísticas no puede ser más notoria que
ENSAYO en el caso anterior. Y Arnheim hace una gran reflexión en torno a esto: «Las luces deben estar colocadas de modo que resulten claramente reconocibles todos los detalles de cada objeto; no se querían sombras “perturbadoras” sino una representación clara. Sólo más tarde se aprendió el uso de la luz al servicio del arte»12. He ahí la importancia de la intención del artista o cineasta, captar y modificar fuerzas, impregnar de creatividad el lienzo o la película; contrastar, emerger, mostrar y capturar sensaciones para hacerlas visibles en su propia producción.• A grandes rasgos: Nolde con su tenso manejo del
4
pincel, el contraste violento de colores estridentes; Munch con su alta expresividad en los rostros y figuras; y Kokoschka con sus rasgos exagerados y la captación inmediata de la fuerza emotiva. Gilles Deleuze. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2.
5
Paidós, Barcelona, 1987, p. 186. 6
Idem., p. 24.
7
Metrópolis (Metropolis, 1927), M., el maldito (M — Eine
Stadt sucht einen Mörder, 1931), El testamento del Doctor Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1932) o La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944) son claros ejemplos de la importancia de la iluminación en su obra con el uso marcado de los contraluces, el decorado, las distorsiones… 8
Rudolf Arnheim. El cine como arte. Paidós,
Barcelona, 1990, p. 61. 9
Idem., pp. 62-63.
10
Idem., p. 63.
11
Ibid.
12
Ibid.
Cecil B. DeMille fue muy reconocido por usar contraluces al estilo de Rembrandt. La influencia es muy notoria, por ejemplo, si comparamos La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (1632) con El espectáculo más grande de la Tierra (1952). Mauritshuis, La Haya, Países Bajos / © Paramount Pictures.
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ENTREVISTA
«Cada película necesita su forma de habla»: Entrevista con Lucrecia Martel Un texto largo, en estos días de inmediatez es un acto de resistencia. Por eso nos da mucho gusto publicar esta extensa conversación entre Nelson Carro y Lucrecia Martel. La directora revela una idea del cine muy clara con anclajes en los modos locales del habla, los universos cerrados o las narrativas construidas por capas, por ejemplo. por Nelson Carro
H
acia la segunda mitad de los años noventa, surgió en Argentina un nuevo cine, representado por jóvenes directores como Pablo Trapero, Adrián Caetano, Daniel Burman, Martín Rejtman, Bruno Stagnaro y Lucrecia Martel. Esta última, nacida en la provincia de Salta, en el norte argentino, ganó reconocimiento con Rey muerto (1995), un corto que tuvo amplia circulación por los festivales, ganó varios premios y se integró al largometraje colectivo Historias breves, de alguna manera la presentación profesional de su generación. Posteriormente, Lucrecia Martel realizó tres largometrajes, La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), que la mostraron como una cineasta rigurosa, sensible y muy personal. ¿Cómo llegas al cine? Yo reconozco como el inicio de mi acercamiento al cine cuando en mi casa, no sé por qué –bueno, supongo que porque somos siete hermanos– mi papá decidió comprar una cámara de video, a principios de los años ochenta, cuando, según él dijo el día que llevó la cámara a la casa, «Esto cuesta igual que un R12», un Renault 12, un auto. Esto significaba que sobre la mesa estaba un auto. Y por lo menos, si no había que tener una licencia de conducir, había que hacer algo para aprender a usarlo.
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Y yo, porque me entusiasma leer manuales y aprender a usar las cosas, me leí el manual de la cámara y empecé a usar el R12. Y como era una cosa muy pesada, empecé a filmar lo que podía. No podía mover la cámara de un lugar a otro, porque tenía dos partes, un cable... Como eran antes las cámaras. Entonces filmé muchas escenas de la vida familiar, que no eran nada particular: mis hermanos haciendo las tareas escolares, mi mamá cocinando, mi papá volviendo del trabajo, cosas normales de la familia. Poco a poco, eso me fue capturando, sin que jamás pensara, ni me pasara por la cabeza dedicarme al cine, ni tampoco haber tenido jamás un interés demasiado grande en el cine. Pero empecé a filmar, diría yo, de manera compulsiva, horas y horas de situaciones familiares. Y a ver después lo que filmaba. Ahí, viendo esos casetes, me di cuenta de algunas cosas que creo que después aparecen en las películas. Un cierto funcionamiento del espacio off, por ejemplo. Por supuesto que en esa época yo no sabía cómo se llamaba el espacio off, ni nada de eso, pero empecé a entender cosas acerca del funcionamiento de la familia y también de que cuando uno encuadra una cierta cosa, hay otro mundo que queda fuera, y de qué manera ese mundo está presente en ese cuadro. Y un poco me entusiasmé, pero sin tener una idea muy profesional acerca de esto.
Me entusiasmé con esa tarea, y cuando fui más grande y terminé el colegio me fui a Buenos Aires e hice un curso de dibujos animados. A partir de ahí, un poco por los amigos que conocí en este curso, empecé a acercarme al cine. Yo prefería los dibujos animados, porque me daba mucho pudor la idea de hacer trabajar a los actores. Pedirle a alguien que hiciera algo me daba mucha vergüenza, así que me llevó unos cuantos años, hasta que me decidí a hacer cosas con personas. Esos fueron los comienzos. Después, en 1995, llega Rey muerto, un cortometraje que llamó poderosamente la atención. Lo que hice en Rey muerto fue experimentar un poco con la estructura del western, en una situación provinciana salteña. Fue un pequeño experimento. Alguna gente lo vio y le gustó, entre ellos una productora, Lita Stantic. A partir de eso, ella me contrató para hacer unos documentales. Después fue la productora de mis dos primeras películas. Pero Rey muerto fue también un corto que en su momento circuló mucho y tuvo una gran repercusión. De hecho, después formó parte del largometraje colectivo Historias breves. Sí, claro. Y por ahí, para los chicos que no saben esto, habría que decir que en el año 96, en Argentina, todavía estábamos lejos de poder
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pensar el cine como algo propio. Esto me parece un poco raro, pero para que se den cuenta, a principios de los noventa hubo una película de un joven argentino, con muy pocos diálogos, y los pocos que había eran en un noventa por ciento en inglés. Porque teníamos un problema con nuestro propio idioma, para pensar el cine. Y digo esto porque me parece que quizás es algo que ha sido bastante común en la historia del cine latinoamericano de las últimas décadas: una dificultad para asociar el idioma español con el cine, quizás porque hemos sido una generación que ha consumido mucho cine en inglés. Incluso, había periodistas que decían: «Si el cine lo hacen bien los estadunidenses, ¿para qué tratamos nosotros de competir haciendo algo que ya hay otros que lo hacen bien?». Como si se tratara de un tornillo, de un foco, no de una parte del tejido cultural, de la vida, de la comunidad. Nuestra generación tenía ese conflicto, y si uno tiene una dificultad con su idioma madre, va a tener una dificultad con cualquier cosa narrativa que intente. Entonces, lo que pasó fue muy curioso. Hubo un concurso para hacer cortometrajes con presupuesto, con un presupuesto que era suficiente para hacerlo bien, digamos una buena producción. Y ganaron algunas personas, entre ellas, yo. Pero entre esas personas que
ganaron estaban Pablo Trapero, Adrián Caetano, Daniel Burman, directores que han hecho muchas películas y que ahora son parte de la industria del cine argentino. Y curiosamente, una cosa que se notó en esos cortos de mediados de los noventa, fue que cada uno intentó algo, experimentó algo para poder darle vitalidad a sus personajes y a sus diálogos. Para mí, en el fondo, era un intento de resolver ese conflicto que teníamos con el idioma. También se había endurecido un poco la forma de actuar de los actores argentinos, con una especie de español neutro. No sé por qué, pero hace poco estuvimos en la provincia de Corrientes, y sigue habiendo el imperativo de que los actores no tengan la tonada de su región, como si eso los inhabilitara para ser unos actores internacionales, una cosa muy absurda. En las escuelas de teatro se intenta que la gente hable sin un modo, como si tener un modo fuera una limitación y no una particularidad que le da más densidad. Bueno, estábamos con este problema, y lo que sucedió en estos cortos fue que cada uno, de alguna manera, con más o menos éxito, intentamos probar otros registros de habla. Trabajando con no actores o, como yo, desplazándose a otra zona de habla, en el norte de Argentina, pues yo soy de Salta, que está en el norte. En el fondo era un problema, no tanto de
Para Lucrecia Martel el habla regional puede invitar a construir estructuras cinematográficas. En la imagen, El Valle de los Sueños, en Salta, la provincia de donde ella es originaria.
lenguaje cinematográfico, porque no podríamos decir que mi generación inventó nada, sino de resolver un conflicto con la palabra. Esta es una teoría mía, pero la he compartido con otros colegas argentinos y, por lo menos, no me han dicho que estoy loca. Reconocen que algo de esto pasaba.
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ENTREVISTA ¿Es posible que sea ese trabajo personal sobre el lenguaje lo que une a tu generación? Yo creo que ellos no lo veían de esa manera. Tampoco sería justo decirlo así, tan específicamente. Pero sí era un tema que había que resolver: la forma de expresarse oralmente en las películas, la manera de escribir los diálogos, el modo de hacer interpretar a los actores. Una forma de habla. De hecho, si uno ve las películas de Caetano y de Trapero ellos han incursionado mucho en un registro de habla que es muy común en el cono urbano bonaerense, entre las clases bajas de la gran metrópoli que es Buenos Aires. Me parece que Martín Rejtman ha indagado en la forma de habla de los modernos de Palermo. Y me parece que, aunque es difícil pensar esta última historia de nuestro cine argentino en relación con el lenguaje, tuvo mucho que ver con eso. Martín Rejtman, que estudió cine en Nueva York, me decía alguna vez que cuando él estudiaba una de las cosas que veían era cómo la industria del cine estadunidense inventó una forma de inglés para el cine, una forma que no era la natural de la calle, sino otra construcción. Y nosotros, no sé por qué motivo, no nos lanzábamos en esa construcción de un idioma para el cine. Porque a veces uno dice: «Yo creo que mis películas son naturales». Si crees que algo es natural, no funciona en el cine. Porque el cine es pura mentira, es todo un artificio y una gran construcción. Entonces, lo que en el cine parece natural, es una construcción
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premeditada para que parezca natural. Y esa construcción, que tiene mucho que ver con el idioma, la teníamos que hacer de alguna manera. Y no sólo una, varias: cada película necesita su forma de habla. En La ciénaga ya aparece algo que será también una característica de tus siguientes películas: pareces menos interesada en narrar una historia que tenga un desarrollo y un desenlace, que en pintar la atmósfera, la vida cotidiana, las relaciones entre un amplio grupo de personajes. Cuando ingresamos a las escuelas de cine o empezamos a leer algunos libros del tipo de Cómo escribir un guión o Hacer una película exitosa, parece que existe una única forma de abordar la narración. Y es esa que ya todos hemos visto en muchísimas películas, que a veces están bien hechas y otras veces son un bodrio. Es la de las tramas fuertes, donde la acción va concatenándose de un cierto modo, sosteniendo una intriga acerca de la autoría de un crimen o equis circunstancia, que inevitablemente se va a resolver hacia el final. Es esta idea del relato, un poco teleológica, en donde el final nos va a revelar algo acerca de todo lo que venimos viendo. Y por eso esa frase, «No le cuentes el final, porque le arruinas la película», para mí tiene que ver con una manera muy occidental y católica de pensar los acontecimientos, en la que el porqué o lo que le va a otorgar valor a los acontecimientos que uno ha ido viendo, es el final.
La presencia o mención de médicos a todo lo largo de La niña santa (2004), es un ejemplo del cine hecho «en capas», donde un sistema estructural es visible en cada fragmento. © Lita Stantic Producciones.
Y existen muchas otras maneras. De hecho, nuestra vida no se organiza así. Hay mucha gente que se muere sin entender qué era lo que estaba haciendo. La vida tiene muchas otras estructuras posibles para ser narrada, pero curiosamente en la industria del cine se impuso esta forma única y aparentemente exitosa de organizar un relato. Con esta forma se han hecho maravillas y se han hecho porquerías, pero existe una infinita cantidad de posibilidades de narrar. En mi caso, lo que me gusta como estructura narrativa es la tradición oral, la conversación. Y es en ese punto donde a mí me importa el sonido. Porque a veces pasa que cuando yo digo que me importa el sonido, la gente cree que a mí me gusta hacer el 5.1 o el 6.8, no sé, de la mezcla sonora. Y en realidad, lo que me interesa es el habla, lo que se trasmite oralmente. Estas estructuras son muy originales porque cada persona usa el idioma de manera
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muy particular, sin importar la clase social ni la capacidad económica. El lenguaje es una herramienta que cada quien usa de manera muy creativa, y en el habla las personas inventan formas de organizar el relato. En el norte de donde yo vengo, en Salta, hay una forma de contar los acontecimientos que yo diría es de una generación que ya se está perdiendo. Probablemente, los últimos exponentes de estas formas de relato sean las mujeres que hoy tienen cincuenta y pico de años. En esta forma de relato oral se cuenta un acontecimiento, por poner un ejemplo cercano a La ciénaga: un niño se muere. Vamos a contar los trágicos hechos de la muerte de este niño, pero para contarlos vamos a empezar narrando una serie de acontecimientos en los que uno ya podía ver que este niño se iba a morir. Unos ciertos signos, muchas veces muy rebuscados y muy voluntariamente organizados: que si fulano, y acá pasó esto, y si el chiquito se vestía de negro... Una serie de cosas donde el relato se organiza, porque ya sabemos
Desde La ciénaga (2001), en palabras de Nelson Carro, ya se nota un menor interés «en narrar una historia» que en «pintar la atmósfera, la vida cotidiana, las relaciones entre un amplio grupo de personajes». © 4k Films / Wanda Visión.
cuál es el final, toda la estructura previa va hacia ese final que ya sabemos. Y en el habla del norte, hay muchas de estas estructuras narrativas que son muy interesantes para el cine y que, curiosamente, no son un camino por el que se lleve a la gente cuando está aprendiendo a hacer cine, como escuchar y prestar atención a las estructuras sonoras de nuestras emisiones. No se toman en cuenta como patrones o como algo interesante para organizar un relato. Es que se suele seguir la tradición hollywoodense. Cuántas veces he visto a chicos que leen sus guiones y cuando no son exactamente lo que la industria pretende, les preguntan cómo se transforma el personaje. ¿Y qué es esto? ¿La historia de Supermán? ¿Por qué todos los personajes se tienen que transformar? ¿En qué? A veces la gente no se transforma. La vida es movimiento y transformación permanente, pero no de esa forma loca que se pretende en las películas. ¿Por qué casualmente el personaje va a cambiar hacia el final? Quizás cambia después que pasó la película. Respecto a lo que yo hago, siempre pienso que los personajes de mis películas siguen después, lo que pasa es que ya nadie filma lo que sigue, pero sigue, y en lo que sigue pueden pasar infinitas cosas. Pero hay esa otra forma, para mí muy moralista, de querer transformar al personaje y que por las peripecias que ha vivido quede convertido en otra cosa.
Sin embargo, a pesar de lo que dices, tú manifiestas un evidente gusto por el cine de géneros. Sin duda. Y he sido una entusiasta espectadora de westerns. Pero me parece que ni los géneros ni ninguna construcción humana son despreciables, porque hay mucho ingenio en lo que sea. Aún en el capitalismo hay muchísimo ingenio que podemos rescatar. Lo que creo es que eso uno lo debe tomar como un juego de la humanidad, no como una cosa que debe respetarse de manera marcial. Recuerdo una vez que hacíamos un programa para niños en Argentina, y había unos segmentos que eran como películas mudas. Y estas películas mudas, la mayor parte eran pequeñas historias románticas, protagonizadas por niños vestidos y caracterizados como en el cine mudo de los años veinte. Eran historias de amor y siempre había un malo de bigotes y un bueno más bien galán, que salvaba la situación y se producía el romance. Y como la actriz que teníamos era una niña increíblemente buena, yo dije: «¿Por qué no le damos acciones a esta chica para que sea ella quien lidere la acción, porque es buenísima, muy expresiva?». Y un amigo me dijo una frase de la que después se arrepintió: «No, no, porque las reglas del género dicen que siempre es así: hay un malo y un galán, y el galán es el héroe». Y eso era una estupidez, un chiste para la televisión. Muchas veces sucede esa obstinación en creer que hay un mandato importantísimo que cumplir: las
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ENTREVISTA reglas del género. Pero sin duda que a mí me encanta el cine de terror, me encanta cierto cine de acción. Todos los géneros me gustan. ¿Y eres o has sido muy cinéfila? No he sido muy cinéfila, porque soy muy provinciana. Pero en televisión, cuando era chica, pasaban películas, buenas películas, cosa que ya no pasan. Vi a Robert Aldrich en televisión, qué se yo... Vi todo el cine español. De Erice, Saura, me vi todas sus películas en la televisión, pero no he sido una consumidora compulsiva de cine. En La niña santa retomas muchos de los temas y de los ambientes de La ciénaga. Y, en relación en lo que hablábamos anteriormente sobre el lenguaje, es curioso que el médico sea un otorrinolaringólogo. Sí... Era un pequeño chiste. Y nuevamente, se establecen toda una serie de relaciones entre un amplio grupo de personajes. A mí me parece que por eso es tan fabuloso el escenario de un hogar, de una casa, como locación para una narración. Porque una casa es generalmente el lugar en que vive una familia. Junto a una familia de clase media del norte de Argentina, probablemente, puede ser que viva, no digo otra familia, pero sí uno u otro miembro de otra familia, que son los que están al servicio. Quizás no, pero sería muy probable encontrar estas clases sociales conviviendo en una misma casa, donde unos sirven y otros se benefician de este servicio. Además, está el hecho de que hay gente muy joven, gente que está en su despertar sexual, hay niños, hay adultos, hay relaciones sexuales muy institucionalizadas, como el matrimonio. Hay muchísimos roles muy determinados por la sociedad: el padre, la madre, los hijos, los primos, los tíos. En fin, hay un montón de leyes en juego. Y está el deseo que subvierte todas estas cosas. Entonces es un lugar ideal, un espacio reducido donde toda esta gente está en acción. Y no hace falta más que, digamos, poner la cámara. Estas cosas, si uno ve con detalle, aparecen. Dices, «ve con detalle». Y eso me parece muy importante. Tu cine es fundamentalmente un cine de detalles, de mirada muy precisa a los detalles, más que al conjunto, ¿no? Creo que hay mucha gente que hace películas de este estilo. Si uno no apuesta a la trama, si
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uno sabe que no tiene un acontecimiento suficientemente atractivo, como por ejemplo: la Tierra va a ser invadida, el presidente de Estados Unidos maneja un avión que puede matar a los... Estoy siendo muy brutal, porque hay muchas películas muy finas que se han hecho con esta estructura. Si uno tiene un acontecimiento, tiene que construir cada escena con una tensión interna suficiente como para que el espectador aguante la siguiente escena. Y en la siguiente escena, con otros elementos, también se construye una tensión suficiente para pasar a la otra. Pero toda la película no es una sola estructura, sino que es en cada escena... Y otra cosa, el sistema de construcción que yo usé hasta ahora en estas tres películas, es en capas. Muchos temas que pueden ser definidos más o menos intelectualmente, están superpuestos. Los temas que se observan en toda la película, aparecen en cada escena en pequeñas dosis. En La niña santa, por ejemplo, el personaje del médico. Quizás en una escena aparece el médico llegando. En otra escena, hay una referencia de alguien que dice que están llegando los médicos. En fin, el personaje del médico va a estar presente de alguna manera en todas las escenas, sin que sea el tema de la escena. Entonces, cuando uno construye las películas de esta manera, en capas, en cada capa hay un detalle que es lo que el espectador va a mantener en su memoria. Y va a ir acumulando. Entonces, inevitablemente son películas de detalle, porque las cosas las vamos a ir sumando lentamente. Hay también una idea acerca del tiempo. Cada instante para mí es muy importante, por eso tampoco utilizo las escenas de transición, ni los planos de establecimiento. Porque con eso no agrego nada a la película. En cada escena es importante en sí lo que sucede. No son escenas que están meramente como presentación de la que sigue o algo así. Y entonces, el final no tiene la revelación que muchas veces se espera en una estructura más clásica. El final es una escena más, construida de ese modo. Y mi deseo es que el espectador se vaya de la sala con todos esos fragmentos y luego elabore algo. No es necesario que se resuelvan todos esos fragmentos durante la película. No. El mercado necesita que una película termine con bombos y platillos, para bien o para mal, necesita de esa contundencia. Pero a mí me parece que el pensamiento y las emociones humanas no necesitan de esa contundencia. Una
Martel trabajó en una adaptación del cómic clásico argentino El Eternauta (1957) a partir de la premisa de que ya no hay un buen enemigo porque ya no existe o porque los extraterrestres ya ganaron. © Ediciones Récord.
película parece ser exitosa cuando el público sale de la sala impactado por ese final estremecedor. Y a mí me parece que no, que el impacto puede venir tiempo después, cuando todas esas cosas que permanecen en la memoria del espectador sean organizadas de alguna manera. Entonces, no hace falta que el espectador salga conmocionado por la película. Yo casi diría que esas películas que nos llevan de la nariz de emoción en emoción, de salto en salto, se nos olvidan muy rápido, porque ya no hay nada que juntar, porque todas las emociones ya fueron brutalmente extraídas del espectador. Cuando hablamos la vez anterior, estabas trabajando en la adaptación de El Eternauta, un clásico de la historieta argentina, y comentabas que te interesaba mucho la ciencia ficción. El Eternauta es una historieta que se publica en el año 1957, y cuenta una invasión extraterrestre a Buenos Aires, en donde los ciudadanos se organizan para resistir eso, que es la inminente dictadura que iba a haber y también una clarísima referencia al imperialismo que en los años 50 parecía una amenaza. Y que dejó de ser una amenaza porque triunfó el imperialismo. La conclusión podría ser que ya estamos conviviendo con los extraterrestres. En muchos momentos de la historia argentina se intentó hacer una adaptación de esta historieta. Imagínense en los años 50, una historieta con platillos voladores y extraterrestres, que sucede en una ciudad latinoamericana, era una novedad importante. Entonces, para va-
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rias generaciones argentinas esa historieta es fundamental, y mucha gente deseaba que se convirtiera en una película. Una productora compró los derechos de El Eternauta e intentó hacerla con distintos directores, entre ellos yo. Seguramente, en los años que vienen la harán. Era algo que me resultaba muy atractivo, ya desde la sola propuesta de intentar la adaptación. ¿Que significa adaptarla? Tener la habilidad de transformar una historieta en imágenes en movimiento, ver cómo sería hoy el conflicto ante el terror a una invasión. Eso a mí me resultaba muy atractivo. Por muchos motivos, la historieta ya está pasada de moda. Primero porque la invasión metaforizada en El Eternauta ya se ha producido y fue un éxito. Los extraterrestres ganaron. Y por otro lado, porque ya no existe la idea de un enemigo. En un mundo vasto que podemos pensar como una bolita con muchos paisitos, la idea de enemigo ya es muy absurda. Nuestros conflictos, nuestros grandes terrores como sociedad, son difíciles de resolverlos con la idea de un enemigo. Ya no hay un malo. Ni siquiera Estados Unidos es tan malo, menos ahora con un presidente negro. No tenemos un buen enemigo. Entonces, eso era lo primero que había que pensar en la adaptación. ¿La idea te entusiasmaba? Sí. Y escribí prácticamente todo el guión. Pero las películas que van a llevar muchos efectos especiales y a requerir una enorme cantidad
de dinero necesitan de una coherencia entre la producción y la dirección. Si ese diálogo no es bien fluido, mejor ni entrarle. ¿Te quedaste con ganas de hacer algo de ciencia ficción? Sí. Igual, antes de La mujer sin cabeza ya había estado escribiendo algo así como de invasión, distinto. Y sí, pienso que en algún momento lo haré. A mí me fascina el género fantástico, no tanto el platillo volador, como la naturaleza desconocida del otro. Me parece fascinante. Además, en tus películas siempre se siente una atmósfera extraña o inquietante, como que cuando llega un personaje podría pasar algo, que muchas veces no pasa… Creo que esas son cosas que vienen de mi abuela. También de ahí viene mi gusto por la narración. Porque mi abuela nos contaba unos cuentos aterradores a la hora de la siesta. Al grado que en un momento, mi papá le pidió que por favor no nos contara más cuentos. Y eran los cuentos tradicionales, solamente con pequeños detalles que los volvían espeluznantes. Unos cuantos de esos cuentos los tenemos grabados, grabamos a mi abuela contando. Lo que me gustaba de esa situación es que había cosas muy sencillas que se volvían monstruosas. Por ejemplo, las típicas: entrar en una habitación oscura y prender la luz, meter la mano en una habitación oscura, con el
temor de que alguna cosa te pudiera agarrar, se volvía un momento electrificante, o bajarse de la cama y que te agarren por los pies... Y eso me gusta, me gusta esa posibilidad de algo aterrador, que es muy de la mente de los chicos. Cuando hago mis películas, sea la que sea, me gusta que algo de esa cosa infantil permanezca. Nunca es relevante respecto a la historia. Pero es un pequeño homenaje a mi abuela. ¿Cómo ves actualmente la situación del cine argentino? Mira, yo creo que la situación del cine argentino es muy saludable, porque es muy variada. Tenemos un cine comercial de mucha calidad, como la película de Juan José Campanella, El secreto de sus ojos. Tenemos un cine comercial más de consumo vernáculo, que algunas veces también tiene mucha calidad. Tenemos cantidad de documentalistas, tenemos muchísimas operas primas. No todos los jóvenes pueden continuar produciendo de manera inmediata, pero año con año aparecen muchos directores nuevos. Me parece que mientras haya esa vida, mientras haya esa diversidad, hay señales de que la cosa está saludable. Ya veremos.• Esta plática con Lucrecia Martel fue una de las clases magistrales del Festival Expresión en Corto 2010. La grabación fue realizada por Andrea Gentile y Eduardo Herrera para el programa de televisión Cinesecuencias. La trascripción fue realizada por Jonathan Martell.
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MEMORIA
El último baile Fred Kelemen dijo alguna vez que el trabajo como camarógrafo para El caballo de Turín fue para él como construirle un mausoleo a Béla Tarr. En el siguiente escrito, enviado por él a Icónica, habla de ello, pero además da pistas muy pertinentes para acercarse al cine del húngaro. por Fred Kelemen
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Memoria
L
a amistad entre Béla Tarr y yo empezó con una mirada. Béla había venido a Berlín porque en el cine Arsenal se presentaba una retrospectiva de sus películas. Sin que nos conociésemos, estábamos sentados por casualidad en el mismo café en mesas distanciadas; sin embargo, nos fijamos el uno en el otro y nuestras miradas se cruzaron. Un par de días más tarde nos vimos de nuevo por casualidad en la oficina de la Academia Alemana de Cine y Televisión de Berlín (DFFB). Hablamos. Así es como nos conocimos y como comenzó nuestra posterior amistad y nuestro trabajo en común. De este primer momento hace ya veintidós años, y un largo camino nos llevó hasta esta última película: El caballo de Turín. Durante estos años ha habido más miradas que palabras. Incluso, mientras rodábamos, pasaban los días sin que intercambiáramos muchas: mientras trabajábamos juntos en los rodajes, a menudo transcurrían las horas en silencio. En este silencio se expresa el conocimiento de algo en común que nos une, de una actitud, un compromiso sobreentendido, un pulso sincronizado, en el que nos embarcamos en una alianza más enigmática de lo podamos pensar. De esta forma se explica también el silencio en las películas, impulsadas por un latido que está en consonancia con el silencio de un mundo que sabe que nada ocurre excepto el paso del tiempo y la lucha de las personas para hacer frente a este paso, para no perderse en este transcurrir del tiempo. En vano. Sin embargo, esta lucha genera lo más bello y lo más monstruoso del ser humano; su creatividad y su desesperación, su luz estridente, cruel, violenta y dulce, sanadora, protectora. Esta lucha da vida al ser humano aunque tenga que avanzar luchando a lo largo del río del tiempo y desaparecer en aquel agujero negro en el que todo lo pasajero se hunde. Las películas de Béla Tarr no presentan visiones. Describen la esencia. Constatan un movimiento hacia el abismo. Las películas de Béla son un baile de la desaparición. Béla no es un místico. Es un desmitificador, un antimístico. Empujado por ese latido, que es el eco del mundo que desaparece, destruye los mitos del nacionalismo, el capitalismo, el absolutismo ideológico que nos rodea como ideologías políticas, económicas y religiosas, que no dejan ver a un nivel más libre, más am-
plio. Estos mitos de un mundo que no quiere saber nada del sonido del silencio que produce el fluir del tiempo, ese susurro, que se encuentra inherente como silencio en cada sonido, constituye como oscuridad el fondo de la luz, prepara como muerte el terreno en el que se origina la vida y en el que se echan raíces. Sin embargo, Béla y yo queremos saber algo del susurro de la existencia, de esa oscuridad y de ese silencio, de ese fundamento del que todo viene y al que todo vuelve. Queremos investigarlos, y él quiere abrir agujeros en el tejido irreal de nuestra civilización artificial para así crear lugares de paso a una realidad que está oculta como el esqueleto en la carne y que, de este modo, puede avanzar hacia nosotros. En las películas de Béla el tiempo no es metafísico, a diferencia de lo que ocurre en las de Andréi Tarkovski. En las películas de Béla, el tiempo es existencial. Hay que sufrirlo. El anhelo de la belleza, la claridad, la simetría y el equilibrio en la composición de las imágenes es posiblemente contraproyecto y expresión de una herida rasgada por un mundo caduco y deshecho que se precipita
tambaleándose hacia la desaparición como los únicos héroes verdaderos (los únicos en los que podemos creer), que a lo largo de la vida avanzan ebrios, desorientados, empujados por la desesperación por los caminos que no conducen a ningún sitio y que sólo vuelven al punto de partida, al origen: aquel silencio, aquella oscuridad de la que vienen y a la que llevan todos los caminos. Como en esto nada se puede cambiar, a veces también resuena la risa ronca del Sísifo en las películas de Béla. De esta manera avanza esta caravana de todos los héroes de sus películas, hacia ese agujero negro al final de El caballo de Turín en el que ambos protagonistas, tras el último rayo de su luz interior, después de que toda luz se apague, desaparecen; y todas las películas con ellos. Así termina nuestra última película, en la que he filmado cada secuencia, cada imagen, como parte de mi canto de despedida visual para Béla Tarr, como nuestro primer encuentro con una mirada; ésta lleva a la oscuridad, al silencio. El futuro es humo negro.• Traducción: Bárbara Amador.
El caballo de Turín, la última película de Béla Tarr. © TT Filmmühely.
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Texto recuperado
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Texto recuperado
Ideas para una estética del cine Este texto, publicado por primera vez el 10 de septiembre de 1913 en el Frankfurter Zeitung, quizá sea el primer texto filosófico dedicado al cine. Es notable que esté firmado por György Lukács (1885-1971), quien sólo se interesó por el cine de manera muy marginal. Para entenderlo bien es fundamental ponerlo en contexto: el cine era aún un fenómeno popular muy reciente y consistía mayormente en cortos; y lo más parecido a esta nueva manifestación era el teatro. Sin embargo, Lukács entendió que requería pensarse de modo autónomo y planteó algunas guías: el movimiento, el ritmo, la irrealidad, su carácter inherente de espectáculo. Además adelanta ideas como la transformación de las artes cultas a raíz de las nuevas expresiones masivas (Walter Benjamin) o lo que Alain Badiou, llama la poesía de lo impuro (la de las persecuciones, las pistolas, lo obsceno). Pero de hecho este escrito puede servir de base para teorizar sobre el cine comercial contemporáneo desde una línea de pensamiento distinta de las que vienen de André Bazin y la academia anglosajona. Aquí podría haber respuestas para teorizar sobre los mundos de Depredador (Predator, John McTiernan, 1987) o El señor de los anillos (Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001-03), entre otras cosas. Abel Muñoz Hénonin por György Lukács
P
arece que nunca podemos encontrar una salida al estado de confusión en las ideas: algo nuevo y hermoso nació hace poco, pero en vez de aceptarlo tal y como es, se están haciendo intentos por todos los medios a nuestra disposición de clasificarlo en viejas e inconvenientes categorías y de privarlo de su verdadero valor y sentido. Hoy, las “imágenes en movimiento” son vistas ya sea como un recurso para dar explicaciones en la educación o como un nuevo e inexpresivo rival del teatro; por un lado la “película” se considera educativa, por el otro, una forma de obtener dinero. En nuestros días pocos se aventuran a pensar que es una nueva belleza cuya definición y evaluación son deberes que debe llevar a cabo la estética. Recientemente, un reconocido dramaturgo aventuró la idea de que (debido a la perfección de la técnica y la reproducibilidad perfecta del discurso) la “película” bien podría sustituir al teatro. Si esta noción gana el juego, ya no habrá compañías imperfectas: el teatro ya no dependerá de la disponibilidad de un talento local: sólo los mejores actores y actrices se incluirán en el reparto de las obras, pues nunca se harán registros de funciones donde alguien esté indispuesto. La buena actuación será entonces algo eterno; el actor perderá todo lo que esté asociado con el momento pasajero; todo se convertirá, de facto, en el gran museo de la representación perfecta. Pero este hermoso sueño es, de hecho, un error mayúsculo. Deja fuera de consideración la condición básica de la representación teatral: la presencia del público. Pues el teatro significa el poder con que la voluntad de una persona, un ser humano vivo, fluye directamente y sin obstáculos en transmisión hacia seres vivos similares, y no las palabras pronunciadas por los actores, o sus gestos, o las eventos de la obra. El escenario supone presencia absoluta. El hecho de que las actuaciones sean pasajeras no es una debilidad de la que apiadarse, es más bien un límite productivo: es la correlación necesaria y la expresión misma de lo fatídico en el drama. Porque el destino es lo que está presente. El pasado es sólo el
armazón; hablando metafísicamente, algo completamente vacuo. (Si una metafísica pura del drama fuera posible, quiero decir, si ya no requiriera ninguna categoría meramente estética, conceptos como “exposición”, “desarrollo” y similares ya no se utilizarían.) En la perspectiva del destino el futuro es completamente irreal y ha perdido su importancia: la muerte que concluye las tragedias es su símbolo más convincente. Debido a la capacidad reproductiva del drama, el sentimiento metafísico se vuelve muy directo y concreto: la verdad más profunda del hombre y la posición que ocupa en el universo emergerán como una realidad evidente. La “presencia”, el hecho de que el actor esté presente, es lo más concreto, y por lo tanto, la más profunda expresión de que los personajes del drama están determinados por el destino. Estar presentes (es decir, vivir de verdad, exclusiva e intensamente) es en sí mismo destino —mientras que lo que denominamos "vida" no es capaz de alcanzar la intensidad suficiente para elevar todo al nivel de la esfera del destino. De esta manera, lo que ha sido santificado por el destino es ya tragedia o misterio. La aparición de una actriz realmente grandiosa (por ejemplo, Eleonora Duse1) en el escenario es por sí misma un servicio divino, aun fuera de una obra importante. Duse es la persona que está completamente presente, en cuyo caso, como lo expresa Dante, essere y operazione son idénticos2. Duse es la melodía del destino que debe sonar rotunda, independientemente de la Naturaleza que la acompañe. La ausencia de esta “presencia” es la característica principal de la “película”. Esto no se debe a que los filmes estén lejos de ser perfectos, o a 1
Eleonora Duse (1858-1924) fue una actriz italiana. Se le reconoce en particular
por sus interpretaciones de Gabriele d’Annunzio y Henrik Ibsen. Su talento fue elogiado por George Bernard Shaw y Antón Chéjov y su fama la llevó por toda Europa, América y Rusia. [Nota de la redacción.] 2
Ser y operación, acto. En italiano en el texto original. [Nota de la redacción.]
Página izquierda: Lukács en 1913, el año en que apareció este texto.
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En el cine fue «donde el automóvil se volvió poético por primera vez». En imagen Love, Loot and Crash (Mack Sennett, 1915).
que los personajes aún tengan que estar en silencio mientras se mueven, sino a que los personajes sólo representan los movimientos y las acciones de las personas, pero no son personas. Lo anterior no es una deficiencia, sino un límite impuesto a la “película”, su principium stilisationis. Por eso las imágenes de la “película” —que son terriblemente fieles a la vida y esencialmente similares a la Naturaleza— serán, con certeza, no sólo en términos de técnica sino también de efecto, no menos orgánicas y vivas que aquellas en el escenario; la diferencia es que el cine conserva un tipo de vida completamente diferente, una que en síntesis, será fantástica. Sin embargo, lo fantástico no es el opuesto sino un nuevo aspecto de la vida. No hay vida sin presencia, y la vida sin destino, causas ni motivos es una vida con la que en lo más profundo del alma no podemos y nos negamos a identificarnos. El mundo de la “película” es una vida sin fondo ni perspectiva, sin diferencias de pesos y cualidades. Es presencia que puede proveer de destino, peso, luz y facilidad a las cosas. La “película” es vida sin medida u orden, esencia o valor; es vida sin alma vivida lejos de la superficialidad pura. La cronología del escenario y la secuencia de acontecimientos que toman lugar en él siempre suponen algo paradójico: los grandes momentos son algo muy tranquilo en el fondo, son casi estáticos y eternos como resultado de la cercanía torturadora de la “presencia”. Por el otro lado, la cronología y secuencia de la “película” son claras y están libres de
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molestias: el movimiento en sí, el cambio constante y la transformación incesante de las cosas construyen su esencia. En ambos, el teatro y el cine, los diferentes principios fundamentales de la composición corresponden a diferentes conceptos de tiempo: uno es puramente metafísico, y mantiene todo lo empíricamente vivo fuera de sí mismo; mientras que el otro es fuerte, tan exclusiva y empíricamente vivo y no metafísico que como resultado de esta distinción suprema, aparecerá de nuevo una metafísica completamente diferente. En concreto, la ley básica de conexión es una necesidad imperante para el teatro y la actuación, mientras que es una posibilidad sin ningún límite para el cine. En la “película”, los elementos individuales cuya continuidad está establecida por la secuencia temporal de las escenas, están encadenados uno a otro por el hecho de sucederse directamente y sin transición. No hay ninguna causalidad que los conecte, o para decirlo más exactamente, su causalidad no es obstaculizada ni ligada por ningún aspecto relativo al significado. “Todo es posible” es el panorama global de la “película”, y como su técnica expresa la realidad absoluta —aunque empírica— del momento en cada uno de los momentos, la categoría de “posibilidad” como opuesta a “realidad” ya no será válida; ambas estarán al mismo nivel, se convertirán en una identidad. “Todo es real y verdadero, igualmente verdadero e igualmente real”: esto es lo enseñado por la secuencia de imágenes en la “película”. De esta forma, un nuevo mundo, homogéneo y armónico, unificado y variado, llegará con la “película”. Un mundo en el que historias y sueños probablemente correspondan con el reino de la poesía y la vida. Un alto grado de vivacidad sin la tercera dimensión (la profundidad) es una conexión sugerente resultante de la mera secuencia; una estricta realidad limitada por la Naturaleza y lo fantástico llevados al extremo; vida ordinaria, no patética, volviéndose decorativa. En la “película” todo lo que el romanticismo esperó en vano que el teatro consiguiera puede volverse realidad: una muy elevada y fluida movilidad de las ventanas, el fondo de los escenarios, la Naturaleza, los interiores; las plantas y los animales cobran vida por completo (esto último, sin embargo, pertenece a un tipo de animación no del todo confinado al contenido y los límites de la vida ordinaria). Es por eso que sobre el escenario, los románticos intentaron forzar la cercanía imaginaria a la Naturaleza de sus sentimientos hacia el mundo. El escenario, no obstante, es el ámbito de las almas y los espacios descubiertos. En su más profunda esencia, cada escenario asume un carácter griego: personas vestidas de manera abstracta entran a es-
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György Lukács pensaba que con el cine «el hombre ganó su cuerpo» constituyendo una poesía que rompe las limitantes físicas. Un ejemplo de ello es L'Homme à la tête de caoutchouc (1901) de Georges Méliès.
cena y hacen sus papeles frente a columnas magníficamente abstractas y vacías. Disfraces, decoración, ambientes y la riqueza y alternación de eventos externos son un compromiso para el teatro; en los momentos realmente decisivos siempre se vuelven innecesarios, y por ello, muchas veces, “ayudas” molestas. La “película” retrata sólo acciones y no su sentido subyacente o sus razones; los personajes poseen movimiento pero no alma propia, y lo que les sucede es sólo un evento sin nada que ver con el destino. Esa es la razón de que la “película” sea silente (las imperfectas condiciones técnicas de hoy en día son sólo una razón aparente). La palabra que ha sido pronunciada y el concepto expresado son los transmisores del destino; la continuidad obligatoria localizada en la psicología del personaje dramático surge de ellos y a través de ellos. La palabra, y con ella la memoria, la distinción entre deber y lealtad, vuelven todo fácil, majestuoso y volátil, frívolo y bailable, cuando asumen la totalidad muda. Lo que resulta significativo en los eventos ilustrados encuentra expresión exclusivamente a partir de sucesos y gestos. Cualquier referencia al mundo hablado es ajena a este mundo y significa la destrucción
del valor esencial en él. A través de ello todo lo que siempre ha sido suprimido por el peso monumental-abstracto del destino, se convertirá en una vida rica y floreciente. En el escenario, incluso lo que sucede no es importante debido a que el efecto valor-destino es muy cautivador; en la “película”, la “manera” en que los eventos tienen lugar se convierte en la fuerza predominante. La vivacidad de la Naturaleza obtiene una forma artística por primera vez en la “película”: el susurro de un arroyo, el sonido del viento mientras sopla entre los árboles, el silencio que acompaña a la puesta de sol y el estruendo de la tormenta se vuelven arte en el filme como procesos naturales (a diferencia de la pintura, donde adquieren el rango de arte a través de valores pictóricos tomados de otro mundo). El hombre ha perdido su alma, pero a cambio ha ganado su cuerpo: su magnitud y poesía descansan en la manera en que, con fuerza o habilidad, sortea los obstáculos físicos; la comedia, por el contrario, se basa en su lucha con ellos. Los logros de la técnica moderna, que permanecen indiferentes a cualquiera de las bellas artes, tendrán un efecto poético, imaginativo y fascinante. Para dar un ejemplo, es en las “películas” donde el automóvil se volvió poético por primera vez, me refiero a la tensión romántica de los coches elegantes en las persecuciones. Así es como el movimiento normal del mercado y la calle no son más que poesía de carácter masivo, que estalla con fuerza genuina; y como la presentación de la felicidad casi animal de un niño ante un truco o un error inevitable y desafortunado es, de hecho, inolvidable. En el teatro miramos dentro de nosotros mismos frente al escenario donde los grandes dramas son representados y entendemos nuestros más grandes momentos; en la “película”, esta clase de plenitudes deben ser olvidadas y debemos ser irresponsables. Aquí, el niño que habita en cada hombre es dejado en libertad y domina la psicología del espectador. En el cine, la fidelidad a la Naturaleza no está limitada por la realidad de hoy. Se mueven muebles por la recámara de un borracho, su cama
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vuela fuera del cuarto con él acostado en ella (en el último momento logra sostenerse del borde y su camisa revolotea alrededor de él como una bandera) y vuela sobre la ciudad. Bolas de boliche se rebelan contra sus “usuarios”, los persiguen cuesta arriba y cuesta abajo, a través de los campos, nadan ríos, saltan puentes, suben pitando por escaleras y finalmente los pinos cobran vida y van por ellas. La “película” puede volverse fantástica de una forma puramente mecánica: cuando la cinta es proyectada en reversa, las personas vuelven sobre sus pasos frente a los autos en retirada, un cigarro tiende a aumentar su tamaño mientras es fumado y finalmente es encendido antes de ser guardado de nuevo en la cajetilla. O una cinta puede ser puesta de cabeza: entonces habrá seres vivos especiales en ella: de repente saltan a las profundidades desde el techo y se esconden como orugas. Estas son las imágenes y escenas de un mundo descrito por E. T. A. Hoffman, Poe, Arnim o Barbey d’Aurevilly, pero el poeta destacado de este mundo está aún por llegar para interpretar, arreglar y transformar la imaginatividad de lo incidental en metafísica profunda, en estilo puro. Lo que se ha logrado hasta ahora apenas ha surgido del espíritu de la técnica de la “película” de forma ingenua y a menudo en contra de la voluntad de los hombres. El Armin o el Poe de nuestros días encontraría un medio riquísimo e internamente adecuado para sus deseos dramáticos, así como el escenario griego lo fue para Sófocles. Naturalmente, constituiría un estado de esparcimiento para el hombre que se ha liberado de sí mismo, el lugar de entretenimiento más sutil y refinado, y al mismo tiempo el más tosco y primitivo, pero nunca un estado de avance o elevación. Esta es la forma en que una “película” bien hecha, que se resiste ante la idea de su nacimiento, da luz verde al drama (una vez más, me refiero al gran drama y no a lo que he llamado “drama” en este texto). El deseo irreprimible de entretenimiento ha expulsado casi por completo al drama del escenario: excepto por dramas, uno puede ver casi cualquier cosa en escena estos días de hoy, desde thrillers convertidos en diálogos hasta historias breves que son básicamente lerdas hasta la jactancia, representaciones vacías de reyes y hombres de estado. En este campo, la “película” es capaz de hacer una distinción
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Dream of a Rarebit Fiend (Wallace McCutcheon y Edwin S. Porter, 1906) es uno de los ejemplos que Lukács usa para una «fidelidad a la Naturaleza [que] no está limitada por la realidad».
clara: tiene la habilidad de dar forma a todo lo que está cubierto bajo la categoría de entretenimiento, y de hacerlo perceptible más eficazmente y de forma más refinada que esa especie de púlpito que es el escenario. Ninguna obra posee una tensión que pueda competir con lo que es posible en el cine en términos de ritmo. La proximidad a la Naturaleza de la naturaleza presentada en escena es apenas una pobre sombra de lo que se puede lograr en el cine. Se trata de un mundo puramente externo: lo que era brutal sobre el escenario, resulta infantil o grotesco en el filme. Así —ahora me refiero a un objetivo muy lejano pero aún más deseado por aquellos que tomen la causa del drama seriamente— el mero entretenimiento en el teatro es aplastado por su rival. Ahora se verá forzado de nuevo a hacer lo que le corresponde: producir grandes dramas y grandes comedias. El entretenimiento, que está obligado a ser tosco en el escenario debido a que su significado va en contra de las formas del drama, puede encontrar un lugar adecuado en la “película”, que como forma de entretenimiento es muy conveniente y puede llegar a ser realmente artística, aún si esto ocurre muy poco. Si los psicólogos que poseen el talento refinado de los escritores de historias cortas son expulsados de estos dos terrenos, sería beneficioso para nosotros y la cultura del teatro, porque este hecho tendría un efecto clarificador.• Traducción de Gustavo E. Ramírez y Abel Muñoz Hénonin
Cr铆ticas
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crítica
El caballo de Turín de Béla Tarr, Ágnes Hranitzky y László Krasznahorkai A torinói ló , Hungría / Francia / Alemania / Estados Unidos, 2011, 146 min.
En los tiempos actuales, hablar de “cine de autor” se ha convertido en un lugar común harto recurrente. Cualquier película exhibida en tal o cual festival de cine que rompa con los estándares de las modas vigentes al momento –sean estéticas, sean temáticas– de inmediato se embuchaca, casi por obligación, como película “autoral”, aun cuando venga firmada por un realizador debutante o por un competente artesano cinematográfico, que en cualquiera de los dos casos tienen como común denominador una carencia que ensucia por completo la etiqueta “de autor”: están faltos de un universo teóricofílmico-filosófico personal. Ahora bien, dada la imperante moda del cine minimalista y contemplativo (entendiendo este concepto, básicamente, como “el cine lentoblanco-y-negro-sin-acción”) es notorio que de todas las latitudes del mundo surjan películas que sin el menor pudor intenten recrear las condiciones meramente superficiales de ese estilo, obteniendo al final un mero Globo de Cantolla que, hinchado de puro aire calientito, ni siquiera resulta visualmente atractivo ni medianamente propositivo en su discurso. Así de simple se llena el mundo de la cinematografía de falsos profetas de la imagen. Así de difícil es encontrar a verdaderos autores que, siguiendo la paráfrasis religiosa, hacen del quehacer fílmico, verbum. No es gratuito que hagamos estas precisiones acerca de la autoría cinematográfica, el minimalismo y la religiosidad como preámbulo a El caballo de Turín, reciente y último –según sus propias palabras– filme del cineasta húngaro Béla Tarr, realizado en colaboración con Ágnes Hranitzky y el escritor y guionista László Krasznahorkai, creando de manera conjunta lo que podemos definir como el “estilo-Béla-Tarr”, trademark que tanto ha influido en el pensamiento del cine moderno. El caballo de Turín parte de una anécdota que inmiscuye a Friedrich Nietzsche, un caballo, la crueldad –del dueño del equino– y la locura –del propio pensador sajón–, contado simple y brevemente a la manera de prólogo por medio de una voz en off, con la pantalla por completo negra y que de inmediato se aleja para crear una ficción donde seis días en la vida de Ohlsdorfer y su hija bastan para comprender el misterio de la desolación del individuo y su posición en el cosmos, reflejo de la fragilidad de la humanidad como una especie condenada casi desde el momento mismo de su creación. Filme que arrebata la humanidad a sus personajes con la misma fuerza del viento que azota la mísera región, convirtiéndolos así en esencias perdurables sólo mediante el sacrificio autoinfligido de
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Todas las fotos © TT Filmmühely
crítica aferrarse a la cabaña que los hospeda, en tanto que eso les da certeza de su propia existencia. Solos, abatidos y en espera de un algo incomprensible, son padre e hija el contrapeso del Apocalipsis que azota la comarca y del cual parecen no querer enterarse, por lo que no mueven un dedo por enfrentarlo. Vamos, que ni siquiera logran comprender lo que pasa. Béla Tarr, elegante y frugal, realiza una historia desgarradora a golpe de planos secuencia, siempre desde un punto de vista privilegiado, que sitúa al cineasta como un émulo de Dios contemplando a sus hijos, convierte a El caballo de Turín en un filme de pulsiones encontradas: muerte y vida, anochecer y amanecer, luz y oscuridad como fuerzas motrices básicas que deben no sólo encararse, sino saberse sortear. Papas hervidas como único sustento que lejos de quitar el hambre la acrecienta; cobijas raídas que no cubren el frío y se convierten en un insulto al cuerpo, más que en su alivio; pozos que se secan tras maldiciones gitanas que retumban en el eco del despoblado. Tal vez filósofo antes que cineasta, Tarr cuestiona el sentido de la humanidad y su pervivencia, a la vez que juega con sus personajes cautivos en una trampa buñuelesca de la que es imposible huir, aunque lo intenten, porque el caballo del título, único vehículo posible para el escape del padre semiinválido y su hija, es la representación física de la decadencia del mundo exterior: la muerte llega lenta e inevitablemente. Construida con base en capítulos que refieren a cada uno de los seis días en que Ohlsdorfer y su hija atestiguan incrédulos la decadencia universal, en cada uno de ellos el cineasta establece una reflexión sobre el paso del tiempo y lo rutinario de la existencia humana. Es así como en cada uno de los días se repiten, prácticamente de manera calcada, todos sus movimientos naturales: levantarse, vestirse, sacar la carreta, comer, dormir; tomados cada vez desde distintos ángulos y con mínimas variaciones, determinando con ellos los rasgos de carácter áridos y hoscos impuestos por el entorno, de ahí que al desmoronarse éste, lleve de antemano una lúgubre sentencia sobre ellos. El uso de la técnica cinematográfica de Béla Tarr se acopla no sólo de manera práctica en el uso de la dilatación del tiempo y la opacidad de la realidad cinematográfica abstraída en escala de grises, puesto que la posibilidad que ambas decisiones formales ofrecen para reflexionar casi al momento mismo de que sentados en la butaca nosotros, los espectadores, recibimos el mensaje; rompen con la barrera de la pantalla para asfixiar al público tanto como lo está el anciano de la historia. El minimalismo aquí trazado se alza, entonces, de manera pura y a contracorriente de la usanza en que esta tendencia ha caído recientemente: recursos deliberadamente “razonados” por el equipo creativo de la producción sólo como una manera (anti)estética trivial, basada en la polémica gratuita, en el escándalo bofo; pero nunca como una herramienta esplendorosa con el filo necesario para llevar a su público a intelectualizar el mensaje. Porque si bien es cierto que el cine surge como espectáculo de feria y su misión de inicio era meramente lúdica, no debemos partir del hecho de que el cine en absoluto debe ser solaz. Es así que el uso del cine como materia prima para la generación de diversas especulaciones –no sólo acerca de los componentes técnicos y argumentales de una película– se hace necesario, y por tanto la obra de pensadores como Béla Tarr trascienden al espectáculo, convirtiéndose en vehí-
culos para la reflexión, de tal manera que el mensaje de las tragedias personales se eleva por encima del individuo y perfila el caos que se cierne sobre la especie. El viento, la nébula, la sequía, el hambre y la resignación son señales de la pérdida de la esperanza en una humanidad que se encuentra cada vez más alejada de la comunión con el entorno. El reto es no sólo es para Ohlsdorfer, sino para una humanidad envilecida que unicamente se sienta a esperar el desenlace que el maestro Béla, exasperantemente lento, resuelve arrancándoles paso a paso la esperanza. Y del caballo que alguna vez Nietzsche defendió de la fusta del amo, ahora sabemos que tampoco quiere comer, ni es fuerte ya para poder ser cómplice y salvación del amo cuyo brazo seco e inerte, por qué no pensarlo, es el castigo impuesto por lo divino ante la ingratitud con la bestia. Porque lo “divino” en El caballo de Turín se advierte de manera tenebrosa y vengativa. Justo lo opuesto a la imagen “Divina” que la consciencia colectiva quiere creer será la última visión que tendrán en vida. ¿Pero qué tal que esa última imagen no es más que una negrura inaccesible? ¿Será que no hay paz ni respiro más allá de la inevitable extinción? ¿Acaso las tristes imágenes que oscurecen casi por completo el último tercio de El caballo de Turín son la antesala a una nueva existencia igualmente lóbrega? Tal parece. Sin embargo, el filme no es del todo un laudo que condena al ocaso, por el contrario, permite que permee la esperanza si nos atenemos al viejo adagio que señala que “después de la tempestad viene la calma”. Ya en el sexto día –episodio final de la película– todo es oscuridad, depresión y desasosiego, pero justo después de él, en ese séptimo día que Béla Tarr nos niega ver, Dios descansó. ¿Por qué no creer que después de eso, la humanidad renació?• José Luis Ortega Torres
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George Harrison: Viviendo en el mundo material de Martin Scorsese George Harrison: Living in the Material World , Estados Unidos, 2011, 208 mins.
Todas las fotos © Grove Street Pictures / Spitfire Pictures
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La relación discursiva del cine, ilusión óptica de movimiento en cuadros por segundo, y el rock, fusión musical aritmética comúnmente ligada a la “contracultura”, ha sido fructífera desde hace por lo menos medio siglo. La trayectoria conjunta de ambos tanto en la ficción fílmica como en el documental, indicia el rastro de una época en la que la intervención masiva de la información tele, cine o fonodiferida transformó la médula visible de lo que conocemos como “cultura occidental”. Como reflejos de una sociedad metamorfoseada desde sus sectores medios, la música y el cine alcanzaron importantes niveles de experimentación en los sesenta, bajo el impulso de una porción ilustrada de la juventud que por un momento –insólito– logró alinearse en resistencia a los modelos ideológicos y culturales responsables de la polarización económica del mundo y la permanencia obsoleta de un ideario premoderno en la sociedad de su tiempo. La combinación apenas exacta de cine y rock en su modalidad más expresiva dio lugar, en distintas latitudes, a la creación de obras inclasificables. Un dato, quizás irrelevante, podría ayudar a aterrizar la idea de coyuntura creativa originada tras la revolución mediática: en 1965 Joe McGrath, un cineasta escocés, fue el encargado de realizar los primeros clips promocionales de música –no filmados en concierto– para una banda de rock: “Help”, “We Can Work It Out”, “Day Tripper” y “Ticket to Ride”, de los Beatles, quienes de esta forma se adelantaron por casi veinte años a la televisión musical (MTV, sus derivados y réplicas). Hace no mucho llegó a nuestro país el documental George Harrison: Viviendo en el mundo material, el más reciente trabajo sobre rock del influyente director neoyorkino Martin Scorsese, quien además de su sólida trayectoria en el cine estadounidense de autor, se ha destacado por su aproximación a la música popular desde el cine documental. Su romance cinematográfico con el rock, emblema cultural de su generación –por cierto, la misma de algunos de los rockeros más legendarios– se remonta a finales de los sesenta. En 1969, poco después de haber concluido sus estudios en cine en la Universidad de Nueva York, Scorsese trabajó como uno de los editores del documental Woodstock, 3 Days of Peace & Music, dirigido por Michael Wadleigh y ganador del Óscar a mejor documental un año más tarde. En 1976 un Scorsese ya para entonces conocido por Calles peligrosas (Mean Streets, 1973), fue propuesto por Robbie Robertson, líder de la banda canadiense de rock The Band para realizar una película sobre el último concierto en vivo de la agrupación en el auditorio Winterland Ballroom de San Francisco, antes de que, como los Beatles en algún momento, la banda se dedicara sólo a producir discos de estudio: el resultado es The Last Waltz. A pesar de que el grupo, influyente en una cierta capa interior del gran circuito del rock de los sesenta y setenta, no era conocido de forma masiva entre el gran público internacional (como muchas otras bandas de la época), el filme contó con una enorme producción, que entre otros elementos incluyó la inédita –para un concierto– disposición de al menos siete cámaras de 35mm. en torno al escenario. Su siguiente documental sobre rock, No Direction Home (2005), abordará en retrospectiva la carrera de Bob Dylan desde sus inicios. Desde películas filmadas en blanco y negro o tecnicolor por camarógrafos aficionados o periodistas, un jovencísimo Bob Dylan –apenas reconocible en el hombre maduro que se entrevista a cuadro– parece hablarnos desde la profundidad de un megáfono. Sus recuerdos son magnificados por la perspectiva
crítica
de un Scorsese nostálgico que vuelca su añoranza en la reconstrucción audiovisual de un universo para él bien conocido. En George Harrison: Viviendo en el mundo material el director logra ir aún más lejos en su incisiva decodificación de la excéntrica profundidad del mundo sesentero del rock. Su acercamiento a la vida del más introspectivo y delirante miembro de los Beatles nos lleva directamente al centro de la cuestión metafísica detrás de la música tardía del cuarteto, destilada con profusión en álbumes como Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967), Magical Mystery Tour (1967) y The Beatles (el “Álbum blanco”, 1968). Como una especie de metáfora viva del desdoblamiento espiritual de la música popular, Martin Scorsese, eufórico en un trabajo que brinda continuidad estilística a No Direction Home, captura la energética imagen de un Harrison replegado hacia sí mismo; la aproximación del guitarrista al pensamiento oriental, envuelta en una mezcla de glamour y misticismo psicodélico, indicia el paulatino viraje del rock a su etapa de trance. Claramente dividido en dos partes separadas por un intermedio que recuerda a la pausa no siempre bien incrustada de las viejas funciones de cine, el documental se guía por una estructura tradicional en la que el uso de materiales de archivo y entrevistas a cuadro son armónicamente anexadas a una banda sonora bien esparcida por la articulada trayectoria del filme. El seguimiento cronológico a la vida de Harrison, desde sus primeros años en Liverpool hasta su muerte en Los Ángeles, California –hace ya más de diez años–, pasando por algunos de los momentos más significativos de su carrera como Beatle y ex Beatle, es conducido a través de una narrativa fundamentalmente orientada a la búsqueda del retrato subjetivo. Tras los pasos de la progresiva y monumental sofisticación en la música de Harrison, Scorsese, quien no oculta su fascinación por la envolvente personalidad del integrante más joven de los Beatles, hilvana un ensayo que de un enfoque llanamente biográfico en su primer cuarto, se convierte en la reconstrucción interior del universo espiritual y melódico que desde la banda de rock más popular del mundo sen-
tó la piedra de toque para un giro decisivo en la música occidental. Entre líneas, el documental sobrevuela además una idea fugaz pero irreductible: es precisamente este espíritu de experimentación profunda y esa especie de ensimismamiento creativo encarnados en el trabajo conceptual de Harrison (más enfocado en la evolución musical y el desdoblamiento espiritual que en los derivados de la fama, cualesquiera que estos sean), el principal responsable de llevar la música de los Beatles a su más alto nivel de virtuosismo. Probablemente y pese al extraordinario trabajo de edición a cargo de David Tedeschi, quien suaviza los contrastes de tiempo y espacio para crear una lograda narración en una sola pieza entre testimonios e imágenes de archivo, la transición en la música, el estilo y la ideología de los Beatles, del pegajoso y dulzón rock and roll de los primeros discos al estilizado art rock de su era más emblemática, no se encuentre del todo delimitada, una desventaja que podrá ser rápidamente pasada por alto cuando nos internamos en el brillante cuarto final de la primera mitad. Es aquí, cuando tras la enganchadora introducción de casi una hora a la particular cosmovisión harrisoniana y sus paulatinos efectos sobre la música y la identidad de los Beatles y el rock en general, toman verdadero significado. El hallazgo de la meditación (promovida por gurús y músicos, como el virtuoso de la cítara Ravi Shankar), la breve pero trascendental experiencia con psicotrópicos y la subsecuente evolución conceptual de Harrison en su etapa de mayor actividad musical, son traídas como a través de un torrente. La separación de los Beatles y la creación del seminal álbum triple (el primero de este tipo en la historia) All Things Must Pass (1970) poco tiempo después, forman el sedimento de la segunda parte de la película. A pesar de su emotividad y riqueza en detalles, el filme no volverá a alcanzar el nivel narrativo de los primeros cien minutos, una verdadera lástima para un largometraje que pese a sus marcados cambios de ritmo contiene algunos de los momentos más logradas en la carrera de Scorsese como documentalista de rock. Gustavo E. Ramírez Carrasco
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crítica © Clap Filmes
Misterios de Lisboa de Raúl Ruiz Mistérios de Lisboa , Portugal / Francia, 2010, miniserie: 6 episodios de 60 min. / película: 272 min.
«Tenía quince años y aún no sabía yo quien era». Éstas son las primeras palabras de Pedro da Silva, el protagonista de Misterios de Lisboa. Pensemos que decir esta frase en el contexto decimonónico del filme es de suma urgencia, pues en aquellos tiempos tener quince años era casi haber llegado a la mitad de la vida. Por lo tanto, la urgencia del personaje por encontrar su origen es imperiosa. Aunque decir que Pedro lleva el rol protagónico es injusto, pues el filme es un laberinto en el cual cada personaje con el que cruza tiene una historia propia por contar. Y dentro de esos relatos existen otros, y dentro de esos, otros más. Dirigida por el chileno exiliado en Francia Raúl Ruiz, originalmente Misterios de Lisboa fue pensada para la televisión europea, durando de forma íntegra seis horas de transmisión. La versión cinematográfica, de poco más de cuatro horas de duración, fue la que se presentó en festivales como Toronto y San Sebastián, además de la 53 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. Misterios de Lisboa parte de una novela del portugués Camilo Castelo Branco, un fresco literario en el cual la burguesía europea decimonónica es diseccionada con un filoso sentido del humor. Abundan en éste los relatos de penas de amor, las coincidencias de trágicas consecuencias, violentas pasiones y viajes de aquí para allá por escenarios de Francia, Portugal, Italia y hasta Brasil. Los protagonistas del filme viven asfixiados por las convenciones que la sociedad de la época les exige cumplir, son siempre acechados, observados y escuchados por sus fieles sirvientes, quienes están ahí, detrás de puertas, cortinas y ventanas, burlándose calladamente de su valle de lágrimas. El protagonista posee un pequeño teatro de marionetas que refleja parte de la intención de la cinta: todos los personajes son como títeres de un destino marcado por su necesidad imperiosa de mantener su estatus y sus caretas ante los demás. El maestro que los maneja es nada menos que Raúl Ruiz. Misterios de Lisboa es también un filme-río inundado por amores dolorosos, venganzas terribles y esperanzas magulladas, con el cual Raúl Ruiz se sumergió en el mundo de Castelo Branco a través de elegantes planos secuencia que permiten disfrutar al máximo una puesta en escena inspirada en la pintura europea del siglo XIX. En el filme, que recupera el placer de las palabras, algo casi anacrónico en una era en la cual todo se reduce a 140 caracteres, así como la elegancia de sus planos secuencia inspirados en la estética pictórica
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de principios del XIX en Europa, Ruiz juega también con la participación del espectador en este rosario de intrigas (de ahí proviene el título; los “misterios” son los episodios dolorosos por los cuales los protagonistas atraviesan) de forma tal que siempre existe una triangulación visual entre los personajes centrales, sus sirvientes y el que observa desde su butaca. Los personajes de la película son víctimas de la violencia social de su tiempo, como los célebres duelos en los cuales se suponía vengada una ofensa. Ruiz no es un romántico, sino un irónico voyeur ubicado en una Europa sostenida por secretos y mentiras, en la cual un asesino termina volviéndose un noble, un pecador encuentra la redención a sus culpas en la fe religiosa y la Iglesia ejercía un poder absoluto. A veces la cámara se oculta detrás de una cortina, invitando a invadir los placeres culposos de los protagonistas. Raúl Ruiz consigue crear un reflejo de esa época lejana en nuestros días, pues seguimos amando rabiosamente, ambicionando y hasta matando por lo que nuestras pasiones nos dictan. Admirador de Kafka, Stevenson, Calderón de la Barca y Proust, Raúl Ruiz fue siempre un propositivo teórico y entusiasta del cine pensado como arte lúdico ajeno a su naturaleza industrial o comercial. Misterios de Lisboa es un monumental laberinto fílmico que se convirtió por azares del destino en su testamento artístico al fallecer en París en agosto de 2011.• José Antonio Valdés Peña
crítica © Creative Differences / History Film
La cueva de los sueños olvidados de Werner Herzog Cave of Forgotten Dreams , Canadá / Estados Unidos / Francia / Alemania / Reino Unido, 2010, 89 min.
Silencio, silencio por favor. Por favor no se muevan. Vamos a escuchar el silencio de la cueva y quizás, incluso, podamos escuchar los latidos de nuestro propio corazón. Jean Clottes, jefe de investigación de Chauvet. Werner Herzog nos lleva a explorar las grutas de Chauvet, descubiertas en 1994 al sur de Francia, que albergan las pinturas rupestres más antiguas conocidas a través de La cueva de los sueños olvidados. Este descubrimiento se destaca, sobre todo, porque representa el paso entre el hombre de Cro-Magnon y nuestra especie, el Homo sapiens, y así, el nacimiento del ser humano racional, consciente de sí mismo y de su entorno, punto de partida del hombre como creador. En el trayecto aparecen un caballo de ocho patas, una pareja de leones de una especie ya extinta y quizás una de las imágenes más emblemáticas, la representación de una mujer de sexo y vientre exuberantes abrazada por un bisonte. Imagen tan fuerte que obliga a hablar de otras venus de la era paleolítica, como la Venus de Hohle Fels, figura de marfil encontrada en 2008 y a la que se le atribuye ser la primera estatuilla tallada por un hombre hace 35,000 años. Un amigo antropólogo se refiere a Herzog como un visionario. En este caso, por el uso de cámaras 3D en un documental. De acuerdo. Aunque lo considero todavía más visionario por el tema que elige, por ser el primer no científico en examinar el sitio y por compartir esta fascinación con nosotros. Es posible que podamos acceder a la información relacionada con la cueva de Chauvet, pero de no ser por esta película y el esfuerzo de Herzog por realizarla, es poco probable que lleguemos a conocer el lugar. Se requieren olfato y agallas. A través de la película se pueden sentir la humedad, el aire caliente, las texturas y cicatrices de los muros de la cueva. Las pinturas se mueven, gruñen, observan. Los silencios, rallentados y la música original de Ernst Reijseger imprimen un ritmo que nos permite contemplar y asimilar la información en paz.
A modo de una bitácora de exploración, Werner Herzog nos incluye abiertamente en un viaje donde su voz es la guía. Quizás por ello, por compartir su tren de pensamiento y en él la propia fascinación y obsesión por el lugar, La cueva de los sueños olvidados cobra una dimensión profundamente personal y trasciende el nivel didáctico. Así, aborda la película casi como una ficción, como si él mismo creara cada elemento. Parece que compusiera de antemano un elenco de personajes expertos en ciencia cuya razón se ha visto inevitablemente influida por el poder del lugar y aprovecha los elementos de la cueva para generar en nosotros un efecto cautivador. De no ser por ello, podríamos estar viendo el último hit del Discovery Channel. Herzog se define como un director vigoroso. Comparte por tradición una vena que encuentra su raíz en el romanticismo alemán: supone una ruptura de la forma tradicional, favorece la libertad creativa y un acercamiento desde la expresión humana, viva y llena de belleza. No es gratuito que compare los paisajes de Ardèche con óperas de Wagner (no es desconocida su trayectoria como director escénico de Lohengrin, Tannhäusser y Parsifal, entre otras obras wagnerianas) y con la explosión sentimental de los pintores románticos. La cueva de los sueños olvidados apremia a recuperar un recuerdo relegado y con él, algo esencial de nosotros mismos. Los habitantes de aquel mundo, nuestros semejantes, encontraban su reflejo en esas cuevas. A través de la imagen se activa nuestra memoria colectiva y recibimos una señal de vida, ahora, 30 mil años después. Encontramos nuestro reflejo en otros muros. Saciamos la necesidad de hacer evidente nuestra existencia y de plasmar nuestra propia huella en el tiempo a través de Facebook, grafitis, registros virtuales y no virtuales. Tal vez hoy seamos lagartos mutantes, y ni de eso podemos estar seguros. Quizás, y eso lo sugiere Herzog en un violento giro al final de la película, somos sólo doppelgängers, reflejos fantasma de nosotros mismos.• Verónica Ortiz Cisneros
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crítica © Film4 / See-Saw Films / UK Film Council
Shame: Deseos culpables de Steve McQueen Shame , Reino Unido, 2011, 101 min.
Hablar de una “adicción sexual” para abordar Shame es dejarse engañar. El motor de la película está en otro lado. De hecho, para pensar la película importa muchísimo localizarla. Pasa en Nueva York. Y eso tiene sentido. Steve McQueen es inglés, originario de Londres, una ciudad donde, según se dice, es fácil conseguir sexo (quizá con una mujer con sobrepeso en minifalda, pero fácil). Su ciudad era el cuadro perfecto para tratar una adicción sexual. Entonces, ¿por qué Nueva York? Porque está en Estados Unidos. Es más, en varios sentidos es la ciudad que representa a ese país. Ahora, la pregunta obligada es ¿por qué ese país? Porque, aunque sea un lugar común, hay una relación entre Estados Unidos y el sexo. Con un sexo fácil y rápido, de consumo. Brandon (Michael Fassbender) es una reconstrucción de la figura típica del galán del cine gringo y, al mismo tiempo, su revisión crítica. Es un hombre de éxito que hasta “tiene un departamento propio” en Nueva York y, además, está guapo. Naturalmente tiene muchas mujeres, incluso, en ocasiones, por las que no paga. Esto no se puede pasar por alto: Brandon tiene mucho sexo porque lo consume (en carne viva o en línea) y sólo en ocasiones liga: una vez (lograda) con una mujer que conoce en un bar; otra (fallida) con una compañera de trabajo. El ligue de bar es casi involuntario, de hecho, es uno de sus compañeros de trabajo el que lo emprende; él sólo acepta el destino y el sexo que viene con él. Es un acto de consumo sin dinero, pero con algún precio: hay que pasar por un ritual. El ligue fallido implica cita con cena y conocer a una mujer, Marianne (Nicole Beharie), darle nombre y escuchar su historia. En el momento del sexo, Brandon se vuelve precoz o impotente. Luego sustituye a Marianne por una prostituta, a la que trata en vano como un caballero: ella conoce el juego y él luce patético. El único momento en que Brandon arriesga se siente vulnerable. El nuevo galán no se arriesga: consume y por eso siempre está en zona confortable: cuando uno consume siempre obtiene algo de lo que busca. Ni siquiera se puede hablar de un mujeriego porque no hay coqueteo; sólo hay transacciones. La pornografía en internet –una actividad cotidiana del personaje– puede darnos una clave para ir más lejos. Es muy similar a la actividad sexual que vemos en Shame, pero dice algo del presente. En palabras de Chuck Klosterman: «los deslices sexuales modernos son estereotipados, tristes, incomprensibles y/o una combinación
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de las tres cosas»1. Estamos hablando de tríos, de colegialas treintañeras, de pechos operados. El trío final de Shame podría encontrarse como inter-racial threesome en algún servicio en línea. Es un estereotipo triste rematado en una cara que mezcla el placer con el dolor más profundo (una prueba más de las capacidades histriónicas excepcionales de Fassbender). La cara del orgasmo es uno de nuestros lugares más íntimos, más verdaderos. ¿Qué nos refleja esta cara actuada, esta representación de un momento profundo? Tristeza. Como el galán siglo XXI no arriesga no deja lugar al azar y, por lo tanto, no ama. Ejecuta el sexo como el trabajo y así se deshumaniza. Porque si hay algo humano eso es el amor, pero el amor siempre es una relación abierta hacia otro y hacia el misterio. El amor siempre descoloca, lleva a otro sitio. Steve McQueen y su equipo ponen en evidencia una de las grandes crisis de Occidente: el riesgo de que la preminencia de la apertura sexual sea el sustituto absoluto del amor. El título es sintomático. Shame es una palabra polivalente. Puede traducirse como pena, vergüenza, lástima, deshonra. ¿Estamos deshonrando un valor central de la cultura occidental o a nosotros mismos? ¿No es una pena que estemos dejando vacío al sexo? Nueva York aquí es el símbolo de toda una cultura. Por eso es el escenario ideal.• Abel Muñoz Hénonin 1
Chuck Klosterman. “Porn”, en Sex, Drugs and Cocoa Puffs. Nueva York, Scribner,
2004, p. 115.
crítica © Bold Films / Odd Lot Enertainment
Drive: El escape de Nicolas Winding Refn Drive , Estados Unidos, 2011, 100 min.
El cine de Nicolas Winding Refn se ha caracterizado por un crudo pero sofisticado manejo de la violencia explícita. Sus largometrajes anteriores (por ejemplo, Valhalla Rising, de 2009, y Bronson, de 2008) son un despliegue de férreos golpes a la quijada, rostros ensangrentados y feroces peleas a puño cerrado. Drive, el más reciente filme del director danés, tampoco excluye el común denominador de sus antecesoras. Se hacen presentes los impulsivos desplantes de ira, muertes teñidas de sangre y una colección de huesos destrozados. Sin embargo, en esta ocasión, los episodios de violencia se diluyen sutilmente en una historia de amor y sacrificio. Basada en el libro homónimo de James Sallis, la cinta relata la historia de un misterioso personaje –del cual nunca sabemos el nombre– que divide su tiempo trabajando como doble de cine y mecánico por las mañanas, y por las noches renta su talento al volante para transportar a delincuentes garantizándoles una eficaz fuga después de haber cometido algún atraco. El encuentro con Irene, su vecina, y su pequeño hijo, produce en él un sentimiento de felicidad que hace aflorar en su apacible rostro una discreta pero franca sonrisa. La historia da un giro cuando aparece en escena Standard, esposo de Irene, quien una vez fuera de la cárcel, es obligado por un grupo de mafiosos a saldar una vieja deuda. Consciente del peligro que co-
rren, el conductor decide prestar sus servicios para ayudar a Standard y proteger la vida de Irene y el niño. La puesta en escena de Winding Refn es ejecutada de forma precisa y contundente. Con finos movimientos de cámara que pasan de personaje a personaje y de regreso al espacio que los rodea, el director construye una narrativa visual cargada de contrastes dramáticos: en una misma escena presenciamos el desbordante frenesí de un beso robado para dar paso a la cruda postal de un cráneo vapuleado en una lluvia de golpes y patadas. No se debe confundir a Drive con una tosca película de acción bajo la gastada fórmula del cine hollywoodense. Nos encontramos frente a un drama romántico, alejado de cualquier tipo infame de cursilería, en el que los episodios de adrenalina y violencia son apenas la punta del iceberg en un desfile de tensión y palpitantes emociones. Silencios prolongados, suaves miradas y diálogos que no rebasan la línea de lo convencional son suficientes para crear entre Irene y el conductor un lazo afectivo más entrañable que cualquier inverosímil tipo de seducción. La interpretación de Ryan Gosling como el silencioso conductor brilla por la sencillez de sus gestos. Lejos de la arquetípica figura del action man, el conductor es un reservado y sutil personaje que, bajo una capa de aparente indiferencia, esconde a un mortífero defensor. La estampa del escorpión en su chamarra, los guantes de cuero y un martillo en mano, le otorgan un aire fantástico que lo hace inolvidable. El resto del elenco lo conforman Carey Mulligan, Bryan Cranston, –después de sus soberbias actuaciones en televisión era normal su paso a la pantalla grande– y la pareja de mafiosos interpretada Albert Brooks y Ron Perlman. La banda sonora, a cargo de Cliff Martinez y con colaboraciones musicales de Kavinsky & Lovefoxxx y College, evoca un nostálgico beat ochentero que se acomoda perfecto a la atmósfera urbana que sólo una ciudad como Los Ángeles puede desprender. La cinta funciona bajo la premisa de un cuento de hadas contemporáneo, en el que la figura del héroe se despoja de sus cualidades mitológicas y aterriza en el plano terrenal. El protagonista es un ser humano susceptible a cometer errores, salir herido de muerte, y hasta ser abofeteado por la mujer que protege. Sabe de antemano que no existe el empalagoso concepto de “final feliz”. La única alternativa que reconoce como auténtica es el sacrificio de la felicidad, que a la vieja usanza romántica es la máxima expresión en nombre del amor. Al final, no queda otro camino que renunciar a sí mismo y continuar en soledad detrás del volante.• Israel Ruiz Arreola
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crítica Fausto de Aleksándr Sokúrov Faust, Rusia, 2011, 137 min.
Con Fausto Aleksándr Sokúrov cierra su tetralogía del poder. Vale la pena repasar las entregas anteriores: Moloch (Móloj, 1999), sobre Hitler, Tauro (Telets, 2001), sobre Lenin, y El sol (Solntse, 2004), sobre Hirohito. La selección ya dice algo sobre el poder: que es una experiencia disímil. Si la exploración tuviera una línea unívoca sería más natural emparentar a Hitler con Stalin que con Lenin. En todo caso, lo único en común entre los tres primeros seleccionados es el poder como agente de cambio. ¿Qué hace Fausto ahí, entre esos grandes hombres de poder? O mejor: ¿qué hace ahí este Fausto –apenas emparentado con el de Goethe– que no busca la inmortalidad sino experimentar? Experimentar tanto con cuerpos
muertos como la vivencia de conquistar a una mujer. El Fausto de Sokúrov es un científico literalmente muerto de hambre que, buscando un modo de salir de sus apuros, se topa con un usurero diabólico que lo lleva a Gretchen, un nuevo motor para su deseo. Fausto queda atrapado en la red del usurero, pero eso lo lleva al cuerpo de Gretchen, su objetivo. El tiempo se detiene en una o dos de las secuencias más enigmáticas del cine del director: vemos primero las caras y los cuerpos de los amantes alterados y después la irrupción de pequeños monstruos. Fausto, despierta entonces en un mundo rocoso, lleno de muertos, donde está a merced del demonio, pero, tras maravillarse con un géiser decide luchar con él, lo vence y escapa. El géiser como primera nota del otro mundo enciende la cu-
© Sputnik Oy / Pyramide Productions / Pandora Filmproduktion
Le Havre: El puerto de la esperanza de Aki Kaurismäki Le Havre, Finlandia / Francia / Alemania, 2011
La ciudad de El Havre es el segundo puerto francés en importancia gracias a su franca comunicación con el Canal de
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la Mancha y la vecina Gran Bretaña. Aquí fue donde Aki Kaurismäki, afincado en Francia, decidió rodar la primera parte de su trilogía ambientada en ciudades portuarias de Europa. Comedia negra sobre la solidaridad y la inmigración, en la que retoma algunos puntos de La vida bohemia (La
© Proline Film
riosidad y, con ello, la voluntad de Fausto. ¿Pero eso qué tiene que ver con el poder? La acción es el elemento común entre la ciencia y el poder. Fausto quiere conseguir cosas (conocimiento, a Gretchen, entender el nuevo mundo)
y lo hace. La cuestión está en los medios que usa para ello. Y esa cuestión es apenas un atisbo a una película llena de misterio y profundidad, que merece ser vista varias veces.•
vie de bohème, 1992) –su primer película hablada en francés–, la historia versa sobre Idrissa, un chico liberiano que escapa de un contenedor donde él y otras personas habían sido abandonados en el puerto. En el camino se encuentra a Marcel Marx, una especie de antihéroe bohemio y retirado que se desempeña infortunadamente como limpiabotas, y quien junto con algunos de sus vecinos, ayudará al pequeño niño a cumplir su propósito de llegar a su último destino de la travesía: Londres, no sin antes toparse con las duras normas de la policía francesa. El director finlandés, ganador del Premio de la Crítica Internacional en Cannes 2011 con esta película, envía un mensaje claro al público: Europa no está reaccionando de forma adecuada a un problema gigantesco como es la inmi-
gración africana. Para ello, se vale de varios de sus elementos distintivos: la inclusión de su ya tradicional actriz Kati Outinen, una aguda sátira social, las miradas siempre profundas, largas y directas entre cada uno de los personajes, dos pequeñas subtramas románticas y la siempre presente visión del proletariado europeo. Todos estos elementos, aderezados con la intervención musical –porque sí– no de Los Vaqueros de Leningrado sino del cantante local Little Bob, demuestran que aquel irónico humor y crítica social que tanto caracterizan a Kaurismäki pueden tener cabida en otro puerto, sea en Francia, España o Alemania, países en los que rodará las películas complementarias de esta trilogía. Habrá que estar pendientes.•
Abel Muñoz Hénonin
Jorge Martínez Micher
crítica Las razones del corazón de Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego México / España, 2011, 119 min.
Desde que comenzaron su mancuerna creativa hace poco más de veinticinco años, el cineasta Arturo Ripstein y la escritora Paz Alicia Garciadiego han efectuado una odisea única a través de los senderos
del melodrama fílmico, el género más prolífico de nuestra historia. Pero su mirada es a través del espejo negro de la tragedia, por lo cual las madrecitas abnegadas del melodrama clásico terminan en el universo ripsteiniano provocando la destrucción de su propia sangre, como ocurre en Principio y fin (1993) o Así es la vida… (1999). El amor llevado a los extremos
© Mil-Nubes Cine
Tierra de vampiros de Jim Mickle Stake Land, Estados Unidos, 2010, 98 min.
Cuando se habla de hacer cine independiente, se encuentra implícita ya la manufactura conscientemente autoral, de tal manera que a priori se establecen parámetros que sitúan al filme en turno a contracorriente de las modas genéricas establecidas en su momento. La crítica, no obstante, casi nunca habla de esto en el cine de terror, que sigue marginado a un público de fervientes conocedores, siendo que históricamente se ha comprobado que su capacidad de sacudir al inconsciente colectivo por medio de alegorías socioculturales a partir del uso del miedo, es de una amplitud crítica y penetración popular contundentes. Tierra de vampiros, segundo trabajo del tándem del director
Jim Mickle y el actor Nick Damici, ambos también guionistas, es una road movie precisa, alejada del terror mockumentary al uso, y de la actual ola de vampiros teens. Consistente con todas las líneas genéricas de ese cine donde el desplazamiento físico implica el crecimiento de espíritu y un aprendizaje moral, la película presenta a Martin, un adolescente que ve morir a sus padres atacados por un monstruoso vampiro, misma suerte que él debió correr de no haber sido por El Señor, un misterioso cazador cuya fama lo precede, y que hace del chico su aprendiz y acompañante en un viaje hacia el norte del continente, donde pretende encontrar el paraíso prometido. Ubicada en un tiempo indeterminado pero del todo postapocalíptico, Tierra de vampiros presenta un escenario donde la anarquía política posterior a un gobierno cobarde es el primer paso a la
del romanticismos en ese mismo mundo se transfigura en amores echados a perder que llevan a sus protagonistas a la desolación y la muerte, como en Mentiras piadosas (1988) o Profundo carmesí (1996). Las razones del corazón (2011) es un nuevo eslabón en este rosario. Inspirada en Madame Bovary, la máxima heroína de Gustave Flaubert, la cinta no intenta ser una puesta al día del texto sino una reflexión sobre el peso real del adulterio en el mundo moderno y el enfrentamiento de la protagonista –magistralmente encarnada por Arcelia Ramírez– con sus culpas como mujer, amante y madre. Filmada en un contrastado blanco y negro que remite a los clásicos del melodrama cinematográfico, Ripstein se adentra en las venas de un personaje para quien su carne es
como un disfraz y que desea a toda costa escapar de una realidad asfixiante similar a una cadena perpetua. Rodeada por un México reconocible, la protagonista de Las razones del corazón se entrega a su pasión dolorosa con los mismos vicios de su gemela literaria, intentando vivir a toda costa, recurriendo incluso a la humillación o el absurdo, en una fantasía que se desmorona ante la realidad, entre un amante menguante y un marido apocado, entre una hija que reclama amor y acreedores que piden su paga. Porque en el universo ripsteiniano no hay salidas. Porque ese mundo carece de los colores brillantes de las utopías. Porque la vida es canija y no hay forma de echarla para atrás.• José Antonio Valdés Peña
© Glass Eye Pix / Belladonna Productions
involución social, y en el cual el resurgimiento de la fe religiosa utilizada como arma de empoderamiento crea hombres aún más monstruosos y decadentes que los predadores que merodean la noche. Es la máxima de Hobbes libremente adaptada: el hombre
es el vampiro del hombre, y ante eso, la esperanza es poca. El hombre, como raza, echará mano de cualquier argucia, lo mismo para la salvación que para una destrucción total, antes de permitir su extinción.• José Luis Ortega Torres
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crítica © Centro de Capacitación Cinematográfica
El lugar más pequeño de Tatiana Huezo México, 2011, 104 min.
Enfrentarse a los horrores de un conflicto armado y padecer en carne propia el dolor que produce la muerte de los seres amados a manos del enemigo es una experiencia que deja una profunda marca en los corazo-
Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio de Steven Spielberg y Peter Jackson The Adventures of Tintin: The Secret of the Unicorn, Estados Unidos / Nueva Zelanda, 2011, 107 min.
Si los remakes, precuelas y secuelas poseen ya una reputación polémica, ya ni hablar de aquélla que poseen las adaptaciones fílmicas de cómics o historietas. Sin duda, la oleada de adaptaciones de cómics al cine que se ha dado en la última década ha sido tan condenada por cinéfilos y críticos porque perciben esta literatura como algo mísero, de pobre calidad que empobrece la narrativa fílmica. Por supuesto, si se aventuraran a explorar la diversa oferta de este arte secuencial tendrían otra perspectiva. De menos de-
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nes de los pueblos oprimidos por las armas. Quien desconoce las atrocidades y el pánico que inspira una guerrilla no puede sino dejarse conmover por el relato de los sobrevivientes quienes, no sin un penoso esfuerzo, reviven sus días de sufrimiento. Es así como Tatiana Huezo –directora egresada del CCC– comparte en su opera
berían de preguntarse si es justo condenar al cine cuando ha comenzado a poner interés en la historieta, cuando podrían haberlo hecho ya desde que el cine comenzó a explotar la novela como materia prima de sus historias… Es decir, además de que no hay medios puros, el cine es, igualmente, un medio de naturaleza refritera. Dejando claro lo anterior, podemos decir que Las aventuras de Tintin: El secreto del unicornio se trata de una notable y motivante carta de amor a un medio extraordinario, la historieta, además de un tributo a una obra de arte del pasado siglo: la serie de Tintin, historieta belga con más de 80 años de haber sido creada por Hergé, y que durante un periodo de más de cuatro décadas evolucionó marcadamente a la par de que desarrolló su narrativa pictográfica. Un tándem, compuesto por
prima, El lugar más pequeño, la historia de Cinquera, comunidad sumergida en las verdes montañas salvadoreñas que sufrió los embates de una guerra civil en los años 80 y que obligó a algunos de sus habitantes a abandonar el pueblo y a otros a defenderlo con la vida. La directora se mantiene alejada de investigaciones concienzudas que delaten la causaefecto de la guerra y permite que sean los propios habitantes quienes nos relaten los terribles episodios a los que debieron enfrentarse durante el conflicto armado. El documental transcurre a lo largo de tres días en los que somos íntimos testigos de imágenes de la cotidianeidad de los pobladores, mientras escuchamos las desgarradoras crónicas fuera de cuadro de padres, madres e hijos. El estilo narrativo de la di-
rectora yuxtapone las voces en off de los protagonistas sobre imágenes de la frondosa y verde selva salvadoreña, las cuales se conjugan en un poético cuadro cinematográfico donde la naturaleza es una fiel redentora de su desgracia. Sería un error no destacar la sorprendente fotografía de Ernesto Pardo, el pulcro diseño sonoro a cargo de Lena Esquenazi y un buen manejo de la edición (Paulina del Paso y Tatiana Huezo) que refuerzan la intención reflexiva de la cinta. El documental es un sincero acercamiento a la vida de quienes aprendieron a sobrevivir un sangriento pasado. La memoria no les permite olvidar el doloroso recuerdo del ser querido caído, ese mismo recuerdo que iluminó el camino de regreso a su tierra.• Israel Ruiz Arreola
© Columbia Pictures / Paramount Pictures
Steven Spielberg y Peter Jackson, en la dirección y en la producción, y otro no menos geek compuesto por Edgar Wright (El desesperar de los muertos), Steven Moffat (Sherlok, Jekyll) y Joe Cornish (Attack the Block), en el guión, todos ellos fans declarados de la serie de Hergé, son los responsables de este filme, basado en el álbum El secreto
del unicornio, que data de 1944. El resultado, en motion caption y 3D, es un espectáculo visual y sonoro que respeta en su justa medida la obra original, adaptándola de forma notable al cine, y cuyo motor es la admiración por una obra de arte. Y como el tributo es sincero, no erraron en el camino.• Mauricio Matamoros Durán
crítica \ LIBROS Bestiario de Denis Côté Bestiaire, Canadá / Francia, 2012, 72 min.
Aún antes de su aprisionamiento material en antiquísimos zoológicos y cortes imperiales, el reino animal –por su caracterización aristotélica– fue sometido a la desbordante imaginería de hombres de todas las culturas. Sobre los muros de cuevas milenarias, la representación pictórica de la fauna de tiempos remotos y sus seres hoy extintos permanece invulnerable desde la quietud de sus misterios; en selvas de símbolos y circuitos míticos, aún sobre las modernas sociedades contemporáneas se percibe la influencia residual del tótem: desde la animalidad, un antídoto a nuestro desconcierto del mundo. A lo largo de su poco más de
Tenemos que hablar de Kevin de Lynne Ramsay We Need to Talk About Kevin, Reino Unido / Estados Unidos, 2011, 112 min.
La maldad, ¿se hace o se nace con ella? Esa es la principal pregunta que nos deja Tenemos que hablar de Kevin al terminar de verla. Basada en la novela homónima de Lionel Shriver sobre una madre que por medio de cartas decide expresar su relación con su primogénito, su directora, Lynne Ramsay, decide adaptarla junto con Rory Kinnear, alternado escenas del presente con el pasado, mostrando el proceso de Eva ante un problema: su hijo. La película utiliza el color rojo en la mayoría de sus escenas: desde el inicio donde vemos a una joven Eva disfrutando el festejo de la Tomatina, en España –su cuerpo teñido por
una hora de duración, en Bestiario, tratado cinematográfico del universo animal que una parte de nuestra especie ha reducido a la exhibición o el espectáculo, la cámara del realizador quebequés Denis Côté disecciona por igual a humanos y bestias en su interacción artificial. En el zoológico de Hemingford, Quebec, donde se desarrolla gran parte del documental, grupos humanos de niños y adultos boquiabiertos estudian el comportamiento de decenas de animales que a su vez les observan desde el cautiverio. Al mismo tiempo, en la intimidad de un taller de taxidermia, un meticuloso experto confecciona el cadáver de un ave hasta que, en su presentación final, dotada de una vida incierta, parece mirarnos a los ojos. Sin diálogos, pero con una impresionante capa de voces
jugo de jitomates– y durante el resto de la película, que tendrá momentos clave marcados por este color, mostrándonos que un mismo rojo puede representar el amor y también el odio. Kevin desde niño decide hacerle difícil la vida a su mamá. Llorar durante todo el día y no aprender a hacer del baño en el excusado hasta los ocho años son algunas de las situaciones que tiene que pasar Eva con su hijo. ¿Será él quien trae la maldad innata o, será culpa de la madre por no querer a su hijo en el momento de la gestación? El largometraje no quiere desnudar el hilo negro sobre de quién es la culpa, sólo nos presenta pequeños fragmentos en la vida de estas personas, desde el nacimiento de Kevin, hasta dos años después del evento que lo cambia todo, dejándole al público la decisión de elegir entre sentir lástima por Eva o no.
© Metafilms / Le Fresnoy Studio National des Arts Contemprains
silvestres en su banda sonora, la película deja en claro su vocación observacional desde los planos iniciales, en los que un grupo de estudiantes de dibujo aparece frente a la cámara mientras sus manos trazan las líneas de un conjunto de figuras disecadas que van tomando forma. Estas imágenes, retratadas a partir de la fotografía preciosista y geométrica del cinefotógra-
fo Vincent Biron, anuncian en una dosis elevada lo que quizás en su conjunto será apenas insinuado por la trama conceptual de Bestiario: nuestras inquietudes (destructivas) sobre el mundo animal hablan más acerca de nuestra propia fragilidad que de aquellos a quienes a través del cautiverio tratamos de comprender en vano.•
Con una edición magnífica que intercala momentos claves de la historia –como cuando se mezcla el pasillo de una cárcel con el pasillo hacia la sala de partos–, muestra la ambivalencia que puede tener una historia conforme el tiempo va pasando. Los tres actores que interpretan a Kevin –cuando es bebé,
niño y adolescente– lo hacen tan bien, que de verdad da miedo tener un hijo como él. Igualmente bien se presenta Tilda Swinton en el papel de Eva, actuando espléndidamente, con esa mirada perdida en el horizonte, aceptando el sufrimiento que su hijo le genera.•
Gustavo E. Ramírez
David Ramírez García
© BBC Films / UK Film Council
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crítica © HBO
Game of Thrones. 1 a temporada con David Benioff y D.B. Weiss como showrunners Estados Unidos, 2011, 10 episodios de 55 min.
Desde que comenzó su época dorada a inicios de los años 2000, la televisión por cable en Estados Unidos ha cubierto la mayoría de los géneros cinematográfi-
Mi felicidad de Serguéi Loznitsa Schastie moio, Alemania / Ucrania / Países Bajos, 2010, 127 min.
Ocho cortometrajes, tres documentales largos y su primera ficción, Mi felicidad conforman la obra fílmica de un Serguéi Loznitsa, cineasta de origen bielorruso inédito en México hasta el 31 Foro Internacional de la Cineteca en 2011. Nacido en 1964 y criado en Ucrania, se formó en Kiev en ramas como las matemáticas aplicadas, los sistemas y la cibernética. Fue en 1991 cuando ingresó al Instituto de Cinematografía en Moscú, de donde se graduó con honores en 1997 como realizador. La mayor parte de su carrera profesional la ha desarrollado entre su país y Alemania, adonde emigró en 2001. Mi felicidad nace de las andanzas del Loznitsa documentalista por los caminos de rurales de
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cos, creando películas de largo aliento en que las tramas y los personajes pueden desarrollarse a niveles insospechados. Sin la limitante de tiempo y recursos de un largometraje, cadenas como HBO, Showtime, FX y AMC, han incursionado en géneros tradicionalmente cinematográficos, como las historias de gángsteres (Los Soprano, Boardwalk Empire), las narrativas políticas (The
naciones empobrecidas al extremo y habitadas por personajes cuyas esperanzas han quedado muy atrás. Seres errabundos que caminan por las carreteras desoladas, sin rumbo fijo, luchando por sobrevivir en un contexto de inestabilidad política, social y económica casi insoportable. Decidido a traducir esas muchas historias recopiladas por los caminos, Loznitsa escribió un argumento que sigue a un transportista que recorre las carreteras llevando una pesada carga tanto en su camión como en su alma. A partir de dar aventón a un anciano veterano de la Gran Guerra Patria, su destino lo lleva a perderse por senderos desconocidos, entre pueblos miserables, corrupción, prostitutas adolescentes, vagos y criminales capaces de todo. El caos y la impunidad reinan. La desesperanza se ha transmitido
Wire), el terror (The Walking Dead, American Horror Story), el western (Deadwood) y el chick flick (Sex and the City). Game of Thrones, inaugura en el género medieval, narrando las luchas por el poder en la tierra ficticia de Westeros, obvio eco a la antigua Gran Bretaña. Tomando como base las novelas de George R.R. Martin, los creadores W.B. Weiss y David Benioff (guionista de 25 horas de Spike Lee), tejen una red de intrigas de aliento shakesperiano, en que HBO despliega valores de producción notables. La cadena ha empleado a directores que se han desarrollado en sus filas, como Tim Van Patten y Alan Taylor, artesanos consumados que saben manejar grandes presupuestos e imprimir el sello de la casa en las nuevas producciones. Como The Wire, Game of Thrones es un complicado mecanismo en que la multitud de personajes
genera una serie de subtramas que adquieren protagonismo en diferentes capítulos. La lucha encarnizada por el poder, así como los códigos de honor entre las familias reales, son el hilo conductor en cuya periferia sufren los sirvientes y aquellos considerados como “bárbaros”. La televisión por cable –libre de las ataduras de los comerciantes– permite que haya sexo (mucho sexo), incesto y sangre a borbotones. Así, Game of Thrones es una suerte de El Señor de los Anillos en que la suciedad, las supersticiones y la violencia que definen a esa Edad Media que vive en el imaginario colectivo se filtran en todas las esferas del poder. La primera temporada sirve como preámbulo para lo que será una serie de largo aliento que moldeará lo que millones de televidentes y cinéfilos consideran “medieval”.• César Albarrán Torres
© Ma.Ja.De Fiction / Arte / Kinofilm / Lemming Film
de generación en generación. En este mundo no hay salidas posibles. La formación documentalista de Loznitsa y su capacidad para llegar al límite de sus posibilidades artísticas y estéticas hacen de Mi felicidad una experiencia dolorosa, donde
cada una de las historias que rodean al protagonista conforma una pieza más del mosaico único con el cual el realizador, pisando por vez primera los territorios de la ficción, no pierde contacto con su compromiso social como creador.• José Antonio Valdés Peña
crítica La cosa del otro mundo dirigida por Matthijs van Heijningen Jr. The Thing, Estados Unidos / Canadá, 2011, 103 min.
Partamos de la idea de que un remake nace con taras. Como aquellos casos en los que se condena al hijo a intentar repetir los logros del padre –si los hay– marcándolo con el mismo nombre del progenitor: el resultado, en repetidas ocasiones, es un hijo ofuscado por las esperanzas puestas en él, yéndose en ocasiones por caminos oscuros y pedregosos. Con la mayoría de los remakes sucede lo mismo… aunque no con todos. La cosa del otro mundo, dirigida por Matthijs van Heijningen Jr., tenía la tarea aún más complicada: se trata de una precuela a un clásico de la cien-
El espía que sabía demasiado dirigida por Tomas Alfredson Tinker Tailor Soldier Spy, Francia / Reino Unido / Alemania, 2011
Tomas Alfredson, cineasta sueco que nos deleitó en el 2009 con Déjame entrar (Låt den rätte komma in), dirige nuevamente una adaptación, ahora de la novela homó-
© Studio Canal
cia ficción (dirigido en 1982 por John Carpenter) que, a su vez, es la segunda adaptación a la novela Who Goes There?, de John Campbell (la primera es el también clásico de 1951, dirigida por Christian Nyby y Howard Hawks)… Bueno, hasta escribirlo resulta un poco penoso. Pero los tiempos de reciclaje y reelaboración están pasando de ser una constante, a ser parte natural de la dinámica fílmica. Pareciera que se está transitando hacia una convivencia pacífica con las intromisiones de la modernidad en el aparentemente orden del mundo clásico: que entren todas las reelaboraciones que quieran, mientras los originales sean guardados en su justo lugar, para sopesarse y disfrutarse a cada oportunidad. Eso mismo parece que piensan Heijningen y los produc-
tores de esta precuela (Marc Abraham y Eric Newman), quienes aseguraron que no se habrían atrevido a realizar un remake a la versión de Carpenter, aunque sí vieron posibilidades en indagar en la génesis de aquel gran relato de aislamiento y desconfianza. Y aunque la precuela se desarrolla también en la Antártida y su conflicto surge a partir de la
nima de John le Carré. Aunque ahora parece casi ridículo, la película está situada en plena Guerra Fría, cuando las relaciones entre los países de los dos bloques siguen pendiendo de un hilo. Por eso el universo de espías es obscuro y hasta mecánico, algo muy parecido al trabajo en una oficina, conseguido en mucho por el clima frío representativo de
Londres y la fotografía en tonos ocres, es un logro al recordar un pasado histórico. Ahora en las “grandes ligas” Alfredson dirige un thriller, que muestra la vida sombría de las oficinas del Circus, nombre clave del Servicio Secreto de Inteligencia británico, en donde en realidad nada es secreto, porque todas las líneas telefónicas
incertidumbre sembrada por un extraño (de otro planeta) en un grupo de gente (exploradores); y a pesar de que las posibilidades dramáticas que ofrece una entidad camaleónica se resumen a las mismas, esta precuela brilla como una posibilidad por rescatar un cine de monstruos que parecía estar perdido.• Mauricio Matamoros Durán
© Morgan Creek Productions / Universal Pictures / Strike Entertainment
están intervenidas y cualquier movimiento será vigilado. Todo porque se ha detectado que uno de sus funcionarios de más alto poder está filtrando información a las fuerzas soviéticas y necesitan descubrir al traidor. La intriga de la historia avanza logradamente hasta que llega un punto, en los últimos veinte minutos, donde después de mucho explicar los actos de los sospechosos, se apura el momento de desenvolver la maraña y desenmascarar al traidor, dando al traste con el suspenso que se había generado a lo largo de la trama. Lo único que salva la cinta es la actuación de Gary Oldman, como el agente retirado Smiley, encargado de descubrir al “Topo”, nombre clave del traidor, quien muestra la capacidad camaleónica del actor, ahora con un rostro casi congelado, el de una persona inmutable.• David Ramírez García
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colaboradores
César Albarrán Torres fue subeditor de Cine Premiere antes de mudarse a Australia, donde estudia el doctorado en el Departamento de Culturas Digitales de la Universidad de Sydney. Mariana Amieva es la editora de la revista 33 Cines y coedita la revista digital Cine sin Orillas. Ha colaborado con medios como Senses of Cinema y Miradas y ha sido docente en la Escuela de Cine del Uruguay. Está desarrollando el proyecto documental Descubriendo a Bergman con apoyo del Instituto de Cine y Audiovisual del Uruguay. Andrea Aviña imparte varios cursos de Historia del Arte y Filosofía en La Escuela
de Lancaster. Estudia la maestría en Teoría Crítica en 17, Instituto de Estudios Críticos. Abel Cervantes es coeditor de La Tempestad. Su trabajo como crítico de cine se publica en distintas revistas especializadas. Además es profesor de Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fred Kelemen, aunque conocido como el fotógrafo de las últimas películas de Béla Tarr, es un cineasta con una carrera muy sólida cuya última entrega es La caída (Krišana, 2005). Ha dado clases en diversas universidades y, a partir de 2000, también ha dirigido teatro. Su último montaje fue Fahrenheit 451, en Hannover.
Sonia Rangel tiene un doctorado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, donde es profesora. Marcelo Schuster, doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México, es autor de Contorsión. Spinoza en la frontera (2008). Su opera prima como cineasta es El ojo-grama de la historia (2010). Cineteca Nacional: Nelson Carro, Mauricio Matamoros Durán, Jorge Martínez Micher, Abel Muñoz Hénonin, José Luis Ortega Torres, Verónica Ortiz Cisneros, Gustavo E. Ramírez, David Ramírez García, Israel Ruiz Arreola y José Antonio Valdés Peña.
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