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el conflicto � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � � �
from Patriarcado, mujeres y conflicto armado: arando caminos para la paz y la no repetición
by CODHES
La profundización de la violencia en contra de las mujeres durante el conflicto
La discriminación y la violencia contra las mujeres en razón del género son manifestaciones de un orden patriarcal que adscribe una supremacía a los hombres y a lo masculino, de manera que establece relaciones de poder asimétricas en todos los ámbitos de la vida de las mujeres y los hombres, otorgándoles a estos últimos un mandato de masculinidad que incluye la autorización de ejercer actos de agresión o coerción en contra de las mujeres por el hecho de serlo (Segato, 2003).
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En ese sentido, se comprende la discriminación de género como toda distinción, exclusión o restricción basada en el género que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio de un derecho por las mujeres sobre la base de igualdad con los hombres (ONU CEDAW, 1979). Este tipo de discriminación ubica a las mujeres en posiciones de subalternidad, de modo que les impide el goce efectivo de sus derechos y se agudiza cuando hace intersección con otras formas de discriminación como, por ejemplo, aquellas basadas en la raza, en la etnia, en la clase y la orientación sexual o identidad de género, entre otras6 .
6 Siguiendo los desarrollos de las feministas negras (Angela Davis, 2003; Crenshaw, 1989; Viveros 2016) y de organizaciones de mujeres afro en Colombia, las discriminaciones basadas en género no se experimentan de igual forma por todas las mujeres. De acuerdo con el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW), Recomendación N.º 33, “la discriminación contra la mujer se ve agravada por factores interseccionales que afectan a algunas mujeres en diferente grado o de diferente forma que a los hombres y a otras mujeres. Las causas de la discriminación interseccional o compuesta pueden incluir la etnia y la raza, la condición de minoría o indígena, el color, la situación socioeconómica y/o las castas, el idioma, la religión o las creencias, la opinión política, el origen nacional, el estado civil y/o maternal, la localización urbana o rural,
Una de las expresiones de violencia en razón del género más crueles y simbólicas en contra de las mujeres es la violencia sexual; en el caso del conflicto armado colombiano, esta fue una práctica extendida, sistemática e invisible (Corte Constitucional, Auto 092, 2008). Al ser un acto que aniquila la voluntad de la víctima y hace que esta pierda el control sobre su cuerpo, la violencia sexual se erige como una forma de expropiación sobre el espacio-cuerpo. “Es por eso que podría decirse que la violación es el acto alegórico por excelencia de la definición […] de la soberanía: control legislador sobre un territorio y sobre el cuerpo del otro como anexo a ese territorio” (Segato, 2013, p. 20). En este sentido, la violencia sexual sirvió como un instrumento para expropiar a las mujeres de su territorio (Corporación Sisma Mujer, 2020). De hecho, como lo señaló la Corte Constitucional en el Auto 092 de 2008, la violencia sexual o la amenaza de esta funcionó como un mecanismo para producir el desplazamiento forzado y dominar determinadas zonas en medio de la confrontación bélica.
Este tipo de hecho victimizante fue una práctica realizada por todos los actores armados del conflicto como estrategia de guerra y materialización de su poder masculino. A través del uso de la violencia sexual se buscó destruir los lazos sociales y desbaratar los tejidos humanos de las comunidades, dirigiendo el ataque al mismo “centro de gravedad del edificio social” (Segato, 2017). Por el lado de los grupos paramilitares, la violencia sexual “estuvo orientada a la demostración de un poderío marcadamente masculino, y a la transmisión de mensajes de terror y de amenazas a través de los cuerpos violentados de
el estado de salud, la discapacidad, la propiedad de los bienes y el hecho de ser mujeres lesbianas, bisexuales, intersexuales” (ONU CEDAW, 2015, p. 4).
las mujeres” (Wills, T-718 de 2017). La Fuerza Pública la ejecutó bajo un manto de silencio que perpetuó gravemente los escenarios de impunidad, dada la autoridad que ejercían en los territorios y la posición que les daba el uniforme, la institución y las armas, entre otras figuras simbólicas que configuraron escenarios de engaño y dominación. En conjunto con estos casos, derivados del aprovechamiento de la legitimidad que los investía, en un gran número de hechos el objetivo se ligó al castigo a las mujeres por sus relaciones con grupos armados ilegales. En este mismo sentido, la violencia sexual fue ejercida por los grupos guerrilleros, además de usarla como estrategia de amenaza frente al reclutamiento forzado o los actos de represalias en contra de las personas cercanas a las mujeres víctimas (Wills, 17 de octubre de 2017).
De acuerdo con lo anterior, la violencia sexual funcionó como un arma punitiva contra las mujeres que tenían algún tipo de relación familiar o afectiva con un miembro de un actor armado enemigo (Corporación Humanas, 2020a, p. 37). En otros casos, se usó como una forma de castigo cuando algunos miembros de la comunidad no accedían a los mandatos o las imposiciones de los grupos armados (pago de vacunas, colaboración con algún actor armado, etc.) (Corporación Humanas, 2020a, p. 24). La violencia sexual apareció, entonces, como una forma de “agresión o afrenta contra otro hombre […] cuyo poder [era] desafiado y su patrimonio usurpado mediante la apropiación de un cuerpo femenino” (Segato, 2003, p. 32). De allí que en el marco del sistema patriarcal y de la guerra las mujeres devinieran cuerpos-medio, esto es, vehículos para comunicar mensajes de agresión o competencia entre varones.
Este tipo de victimización también funcionó como una forma de castigar y amedrentar a lideresas o mujeres que hacían parte de organizaciones sociales, comunitarias o políticas defensoras de los derechos humanos. La violencia sexual operó, entonces, como una forma de represalia o retaliación y de silenciamiento frente a sus actividades de liderazgo a nivel territorial (Corte Constitucional, Auto 092, 2008, p. 32). En estos casos, la violencia sexual funcionó como forma de “castigo o venganza contra una mujer genérica que salió de su lugar, esto es, de su posición subordinada y ostensiblemente tutelada en un sistema de estatus” (Segato, 2003, p. 31). En otras palabras, en el marco de un sistema patriarcal y de la guerra, la violencia sexual apareció como una forma de castigo y de corrección o, mejor, como un acto moralizador rectificador de la posición por la subalternidad de las mujeres.
A la luz de lo anterior es posible afirmar que en medio de la guerra y a través de la violencia sexual las mujeres fueron anuladas como sujetas de derechos y convertidas en instrumentos para expresar el poder masculino que se señala como superior, dominante y dueño. La violencia sexual, en cuanto expresión clara de la configuración esencial del patriarcado dentro de la guerra, cobró estas dimensiones en medio del conflicto debido al hecho de que quienes perpetraron los hechos incorporaron y absorbieron una serie de prácticas, normas y creencias estructurales sobre lo femenino que los habilitó para apropiarse y violentar de esta forma los cuerpos de las mujeres. Este tipo de violencia normalizada tanto en tiempos de paz como de guerra tiende a carecer de consecuencias legales y morales. De hecho, en razón a la naturalización, estas violencias con frecuencia no son objeto de sanción por
parte de la comunidad y las mujeres suelen guardar silencio7 . En conclusión, esta forma de violencia reproduce discursos patriarcales que escenifican un sistema de estatus, hacen de los cuerpos de las mujeres medios y robustecen una virilidad que se asienta en la violencia y en la aniquilación de lo femenino.
Otras formas de violencia basadas en el género contra las mujeres que tuvieron lugar en el marco del conflicto armado y ejemplifican la materialización de las lógicas patriarcales en este escenario fueron la explotación o la esclavización por parte de los actores armados para ejercer labores domésticas y actividades consideradas femeninas; las amenazas, los homicidios, las persecuciones o las torturas por el hecho de sostener relaciones afectivas, de amistad o ser familiares con integrantes de algún grupo armado8; la regulación minuciosa de las conductas, las vestimentas y la apariencia física en el escenario público e íntimo9; así como los hosti-
7 Esto lo reconoció la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica, en donde las ‘‘mujeres tendieron a guardar silencio frente a sus propias experiencias de victimización debido a la histórica y estructural desvalorización de sus experiencias; la dificultad para identificar determinadas violencias contra las mujeres como violaciones de derechos humanos debido a su nivel de normalización social y cultural; y, sobre todo en los casos de violencia sexual, el miedo, la vergüenza y el fuerte estigma que suelen acompañar a este crimen” (Mendía et. al, 2020, p. 26). 8 De acuerdo con la Corte Constitucional, algunos grupos armados ilegales emitieron órdenes por medio de las cuales impedían que las mujeres se relacionaran personalmente con “miembros de la Fuerza Pública o del grupo armado ilegal enemigo, declarando como ‘objetivos militares’ a las infractoras de la prohibición y castigándolas con actos criminales” (Auto 092, 2008, p. 42). 9 “Estos códigos de conducta, que se fundamentan en la generalidad de los casos en estructuras culturales machistas que refuerzan los modelos patriarcales de conducta históricamente arraigados en el campo colombiano, someten con
gamientos como consecuencia de un ejercicio de liderazgo político y comunitario10 .
Ahora bien, también comprendemos las violencias contra las mujeres en cuanto son toda forma de violencia que las afecta de manera desproporcionada como consecuencia de las construcciones de género y las relaciones desiguales de poder derivadas de ellas y presentes en una sociedad patriarcal (ONU CEDAW, 1992). En el marco del conflicto armado, el desplazamiento forzado aparece como una de estas formas de violencia. Si bien este hecho victimizante es un delito que no se dirige únicamente a las mujeres por el hecho de serlo, sino en contra de la población civil, en general, las mujeres lo viven de manera desproporcionada a causa de la discriminación histórica de la que han sido objeto en el marco de un sistema patriarcal.
Lo anterior se ejemplifica en que las mujeres sufren en mayor medida un desarraigo agravado que deriva en la destrucción de su identidad social, a causa de, entre otras
especial severidad a las mujeres a múltiples y diversas ‘regulaciones’ que coartan el ejercicio de sus derechos fundamentales en todas las esferas de la vida diaria, en aspectos tan variados como el tipo de vestido que pueden usar, el horario en el que pueden salir de sus residencias, la clase de compañías que pueden frecuentar, los lugares a los que pueden acudir, su apariencia personal, sus hábitos de higiene, su vida sexual y afectiva, sus conflictos y relaciones interpersonales y la dimensión ‘moral’ de su conducta pública” (Auto 092, 2008, p. 47). 10 Según la Relatora de las Naciones Unidas, “las organizaciones de la mujer, sobre todo campesinas, indígenas y afrocolombianas, y sus dirigentes, han sido objeto de intimidación sistemática y se han visto perseguidas por la labor que realizan en defensa de la mujer y en pro del mejoramiento de las condiciones de vida de sus comunidades. […] En su afán de lograr el control social y político de territorios en litigio, los grupos armados la emprenden con las organizaciones de la mujer por considerarlas un obstáculo visible profundamente arraigado en las comunidades, a las que tratan de utilizar para su beneficio propio o de lo contrario tratan de destruir” (Auto 092, 2008, p. 44).
razones, su limitada participación y manejo de la vida pública, social y territorial (Mejía, 2021). Este desarraigo es exacerbado para mujeres afrodescendientes, negras, palenqueras y raizales, indígenas y rurales, quienes ya sufren profundas desigualdades en el acceso a la tierra, la participación política, la educación y la ocupación laboral frente a los hombres de sus comunidades y la sociedad en general. Así, las estructuras de género que ubican a las mujeres a cargo de las tareas de cuidado, las alejan de los escenarios públicos de toma de decisión y les restringen su independencia económica, situándolas en posiciones de desventaja en el momento de enfrentar las lógicas del conflicto armado, particularmente, el desplazamiento11. Esto significó, en muchos casos, que las mujeres tuvieran que asumir labores y cargas económicas, prácticas y emocionales de las que el arreglo patriarcal las había excluido previamente12. No obstante, sobre ellas recayó de formas abruptas y sobredimensionadas el cuidado de familiares y personas enfermas, bajo condiciones de precariedad intensificadas, en medio del desplazamiento (Taller con defensoran con las que trabaja CODHES, 22 de junio de 2021); esto, a su vez, terminó con su sobrerrepresentación en el total de la
11 Sobre este punto, Meertens (2000) señala lo siguiente: “Para las mujeres alejadas de la vida pública, la confrontación con la violencia resultó ser mucha más una sorpresa. La mayoría de ellas no tenía conocimiento preciso de las dinámicas del conflicto en su región y más bien se refugiaban en la idea de que no habría por qué la violencia tocara también la puerta de su casa” (p. 125). 12 De acuerdo con Meertens (2000), “los testimonios de las viudas sobre los primeros años de las masacres son muy dramáticos, precisamente por la falta de anticipación y la inmediatez con que tuvieron que huir. Especialmente las viudas, después del asesinato de sus esposos, salían en un estado de total desorientación, empujados por el miedo y la necesidad de salvar a sus hijos, sin tener una idea precisa a dónde ir” (p. 125).
población desplazada y la multiplicación de los hogares con jefatura femenina. Aunado a lo anterior, las mujeres enfrentaron un agravamiento en la garantía de sus derechos sexuales y reproductivos, así como un mayor riesgo a ser víctimas de violencia sexual durante el desplazamiento y en el momento del reasentamiento, a que sus hijos e hijas fueran víctimas de reclutamiento forzado o de otras formas de violencia sexual (Corte Constitucional Auto 092, de 2008).
Podemos establecer, entonces, que el conflicto armado se ensañó en contra de las mujeres, de manera que causó en ellas un impacto diferenciado y agudizado en razón de la discriminación histórica estructural en su contra (Corte Constitucional Auto 092, de 2008). La Corte Constitucional concluyó que tanto la discriminación como la violencia contra las mujeres se profundizaron en la guerra y las afectó así de manera desproporcionada, por lo cual las declaró sujetos de especial protección y estableció la presunción constitucional de vulnerabilidad acentuada de las mujeres desplazadas en el Auto 092 de 2008. En autos posteriores, ampliaría esta figura con la presunción de riesgo extraordinario de género por ejercicio de actividades de defensa y promoción de derechos humanos en el Auto 098 de 2013 y la presunción de relación cercana y suficiente entre el conflicto armado interno, el desplazamiento forzado por la violencia y los actos de violencia sexual cometidos contra las mujeres, en el Auto 009 de 2015.
Estos juicios de la Corte Constitucional derivan en la corroboración de que las violencias de género contra las mujeres por razón de ser mujeres que tienen lugar en el marco del conflicto armado hacen parte de un continuum de las discriminaciones y violencias que viven en momentos previos de normalidad e,
incluso, de paz13. No obstante, estas experiencias de discriminación y de violencia no solo se prolongan en contextos de conflicto armado, sino que también se exacerban y se radicalizan14 .
El razonamiento anterior indica que el impacto agudizado y desproporcionado de la guerra en las mujeres se explica por las lógicas de la discriminación y la violencia que han padecido de manera histórica en el marco de un sistema patriarcal. En este sentido,
la violencia ejercida contra las mujeres en contextos de guerra no puede ser explicada […] únicamente por las circunstancias y los actores particulares de un conflicto determinado. Es necesario comprender que en tiempos de guerra solo se exacerban
13 Desde la literatura feminista y los estudios de género, autoras como, por ejemplo, Segato (2010) o Moser (2001), han señalado que las violencias perpetradas contra las mujeres están interconectadas. Esto quiere decir que las violencias de las que son objeto en diferentes ámbitos como el económico, el social, el político o cultural, entre otros, están interconectadas y generan así un continuum de violencias que perpetúa la posición de las mujeres en una posición de subalternidad. En este caso nos interesa trazar la vinculación entre estas violencias circulares o interconectadas que viven las mujeres en tiempos de paz y aquellas que sufren en tiempos de conflicto armado. 14 A su vez, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señaló en su informe Las mujeres frente a la violencia y la discriminación derivadas del conflicto armado en Colombia lo siguiente: “la violencia y discriminación contra las mujeres no surge sólo del conflicto armado; es un elemento fijo en la vida de las mujeres durante tiempos de paz que empeora y degenera durante el enfrentamiento interno”. Esta idea es reiterada en el Informe de Seguimiento de 2009, en el cual sostiene que “la violencia ejercida por todos los actores del conflicto interno sigue causando un impacto diferenciado y agravando la discriminación histórica que las mujeres colombianas han vivido”. En igual sentido, lo manifiesta la antropóloga Kimberly Theidon (2006), al advertir que las mujeres víctimas del conflicto armado en el Perú testificaron ante la Comisión de la Verdad y la
Reconciliación “las formas en las cuales el conflicto armado afectó cada aspecto de la vida cotidiana, frecuentemente exacerbando y magnificando la estructura de injusticias subyacentes en sus sociedades” (p. 75).
agresiones y vulneraciones que históricamente se han ejercido contra las mujeres en todas las sociedades humanas. (Corporación Sisma Mujer, 2020, p. 87)
De allí que se pueda colegir que las dinámicas patriarcales enraizadas en la sociedad colombiana derivan en la profundización de las violencias de género que se dieron en medio del conflicto armado y, además, se identifican como una de las fuentes que explican la existencia y permanencia de este último (Taller con la Red Nacional de Mujeres, 15 de junio de 2021).
A partir de lo presentado hasta el momento es posible advertir que la victimización agudizada y desproporcionada de las mujeres en el marco del conflicto armado se explica por la existencia de relaciones patriarcales: los actores armados arremetieron con sevicia en su contra, habilitados por un mandato de masculinidad que les dio licencia para apropiar y destruir sus cuerpos. A continuación, se profundiza y amplía este planteamiento con el fin de argumentar, también, las relaciones propias del patriarcado en el mismo origen, la exacerbación y la permanencia del conflicto armado.
La relación entre patriarcado y conflicto armado
Como sistema de dominio, el patriarcado se despliega en todos los ámbitos de la sociedad: institucional, política, economía, cultura, familia y academia, en favor de un orden de dominación masculina que se estructura alrededor de jerarquías desiguales e injustas. Así, las dinámicas patriarcales se fundamentan y, a su vez, refuerzan unas formas de sociabilidad en las que no tiene cabida la diversidad, a la par que privilegian sentidos de mundo que son binarios y simplificadores
(hombre-mujer, heterosexual-homosexual, normal-anormal, etc.). Las diferencias no solo son reducidas, sino jerarquizadas, de allí que los hombres ocupen una posición de superioridad en una estructura de privilegios y las mujeres ocupen un lugar de subordinación15 .
Este sistema ubica unos sujetos otros en situaciones de dominación. Estas relaciones desiguales se reproducen y mantienen a partir de su naturalización. En otras palabras, se justifica la desigualdad social invocando supuestas diferencias naturales innegables y esenciales (Viveros, s. f.). Este reduccionismo en la forma de figurar el mundo a partir de binarismos y de relaciones jerarquizantes naturalizadas alienta lógicas belicistas y antagónicas, así como profundiza otras formas de subordinación en la vida social.
El patriarcado, entonces, atraviesa la misma existencia de todas las construcciones violentas de poder, pues las relaciones de género basadas en la desigualdad son “la estructura política más arcaica y permanente de la humanidad”, y “la piedra angular y eje de gravedad del edificio de todos los poderes” (Segato, 2016, p. 15). Las violencias en contra de las mujeres están en los cimientos y, por tanto, en la eliminación de “todas las otras formas de poder y subordinación: la racial, la imperial, la colonial, la de las relaciones centro-periferia, la del eurocentrismo
15 A esta misma conclusión llegó la Comisión de la Verdad de Sierra Leona al advertir que “las mujeres nunca han disfrutado de un estatus igual al de los hombres, sino que han sido discriminadas, lo que ha tenido consecuencias negativas en su situación económica, participación política y pública, bienestar social, salud, capacidad para defender sus derechos, etcétera, cuestiones todas ellas que aumentaron su vulnerabilidad durante el conflicto armado” (Mendía et al., p. 122).
con otras civilizaciones, la de las relaciones de clase” (Segato, 2016, p. 98).
Los cuerpos de las mujeres fueron las primeras colonias (Segato, 2016, p. 19) desde las que se tejieron los entramados que permitieron la construcción de mandatos que posicionaron a unos sobre otros y legitimaron las expropiaciones de valor posteriores. De acuerdo con esto, en el patriarcado se encuentran los cimientos de todas las desigualdades que atraviesan las relaciones humanas y las estructuras de los poderes económicos, culturales y políticos, entre otros, hallan su existencia y permanencia:
el patriarcado como el sistema matricial de exclusión y discriminación, es el primero de los sistemas de desigualdad que ha experimentado la humanidad. Justamente la forma de reproducción de los sistemas opresivos ha sido a través de “naturalizar” las desigualdades. Los grupos de poder han acuñado la idea que son de carácter natural y no de carácter social. (Centeno, 2014, p. 18)
En este sentido, se argumenta que el patriarcado no solo fue un factor esencial en la permanencia del conflicto armado, sino que se encontró dentro de sus raíces por hallarse inserto en los factores que lo originaron. Lo anterior se plasma, principalmente, desde tres perspectivas: a) el mandato de masculinidad; b) la materialización de la dueñidad de las mujeres, y c) la relación con el militarismo.
El mandato de (a) masculinidad da cuenta de la producción de un ser masculino que se traza desde los inicios de lo que se puede denominar “la historia del género”, en la cual, a diferencia de la producción de la femineidad, su mismo ser y
su posición dominante dependen de su obtención y validación permanente. Así,
esta masculinidad es la construcción de un sujeto obligado a adquirirla como estatus, atravesando pruebas y enfrentando la muerte —como en la alegoría hegeliana del señor y su siervo—. Sobre este sujeto pesa el imperativo de tener que conducirse y reconducirse a ella a lo largo de toda la vida bajo la mirada y evaluación de sus pares, probando y reconfirmando habilidades de resistencia, agresividad, capacidad de dominio y acopio de lo que he llamado “tributo femenino”, para poder exhibir el paquete de potencias —bélica, política, sexual, intelectual, económica y moral— que le permitirá ser reconocido y titulado como sujeto masculino. (Segato, 2016, p. 113)
De acuerdo con lo anterior, el mandado de masculinidad implica la conquista, a través de métodos persuasivos o impositivos, de aquello que le da el valor y su posición.
En condiciones sociopolíticas “normales” del orden de estatus, nosotras, las mujeres, somos las dadoras del tributo; ellos, los receptores y beneficiarios. Y la estructura que los relaciona establece un orden simbólico marcado por la desigualdad que se encuentra presente y organiza todas las otras escenas de la vida social regidas por la asimetría de una ley de estatus. (Segato, 2016, p. 40)
Así las cosas, la posición masculina necesita acudir a las violencias para apropiarse de lo que la valida y lo que restaura su estatus. El género es “la forma o configuración histórica elemental de todo poder en la especie y, por lo tanto, de toda violencia, ya que todo poder es resultado de una expropiación
inevitablemente violenta” (Segato, 2016, p. 113). No obstante, esta violencia no tiene que ser necesariamente bélica (puede ser sexual, física, psicológica, etc.), lo que explica por qué no todas las sociedades patriarcales derivan en conflictos armados, pero sí porqué en todas existe violencia de género.
De acuerdo con esto, el mandato de masculinidad como sustento del patriarcado se mantiene bajo lógicas violentas que, además, implican el mantenimiento de estructuras de desigualdad intrínsecas a su misma existencia.
De lo dicho se llega a (b), el adueñamiento, como centro de dominación y de poder patriarcal. El “ser dueño” y legitimar la desigualdad que se materializa con la posesión sobre el otro, sobre los territorios, sobre los cuerpos y sobre los recursos, entre otros, se convierte en la base y en la reproducción de las discriminaciones e injusticias sociales, políticas y económicas enraizadas en la cultura. Así, la esencia política del patriarcado es “la dueñidad” (como la califica Segato), y esta, a su vez, está en las raíces de la guerra: la dueñidad de los otros, de los diferentes, de los desiguales. En otras palabras, el desprecio del otro y la necesidad de anular la alteridad es uno de los núcleos del patriarcado y la base del conflicto armado. Lo anterior está fuertemente ligado, a su vez, con la concentración de poder económico, político y cultural para un ejercicio amplio y sin limitaciones de la dominación.
En esa línea, la guerra de Colombia como conflicto político encuentra en sus gérmenes la concentración y el despojo de la tierra, la violencia generalizada y, en ocasiones, sistemática, contra quienes ejercen la oposición política, la fragilidad de nuestra democracia por la concentración del poder y la flaqueza de la participación ciudadana. Todo lo anterior tiene en
su génesis la discriminación estructural de las mujeres y ha sido agravada por ello, pues el adueñamiento de las mujeres es la primera forma de desigualdad y expropiación de poder, de prestigio, de autoridad en el patriarcado y sienta una importante plataforma para las demás formas de adueñamiento. Así, las dinámicas patriarcales que nacen en los núcleos familiares en los que se jerarquizan las relaciones de género,
luego se transpone[n] a otras relaciones que organiza[n] a imagen y semejanza: las raciales, las coloniales, las de las metrópolis con sus periferias, entre otras. En ese sentido, la primera lección de poder y subordinación es el teatro familiar de las relaciones de género, pero, como estructura, la relación entre sus posiciones se replica ad infinitum, y se revisita y ensaya en las más diversas escenas en que un diferencial de poder y valor se encuentren presentes. (Segato, 2016, p. 92)
En efecto, la desigualdad en la propiedad y el acceso a la tierra ha estado en el centro de los orígenes del conflicto armado en Colombia (Semana, 24 de noviembre de 2010), y, dentro de este entramado, en un contexto de informalidad en la tenencia de la tierra, “el acceso a la tierra de las mujeres campesinas se ha resumido en una sola frase: dueñas de tierras solo a través de un hombre” (Meertens, 2016, p. 91). La inequidad en la distribución de la tierra es más gravosa para las mujeres rurales y esto, a su vez, ha traído cadenas de empobrecimiento, precarización y un detrimento patrimonial a sus familias, sobre todo en los casos de jefatura femenina de hogar, de modo que aumenta las inequidades en la población y profundizan la desigualdad. En este sentido, en uno de los problemas más gravosos y estructurales para el país, las mujeres han estado en el centro del ciclo
de la expropiación, con los índices más bajos en control sobre la tierra, acceso a maquinaria, crédito y asistencia técnica, la toma de decisiones en las unidades de producción agropecuarias, etc.16 (Morales y Cediel, 2018).
En cuanto a la participación política, las mujeres históricamente han enfrentado barreras institucionales, culturales, económicas y políticas para ejercer su derecho a participar en la esfera pública. De hecho, las mujeres han sido particularmente atacadas cuando su participación ha estado del lado de la oposición o de la defensa de los derechos humanos al ser víctimas de violencia sociopolítica de género (Corporación Sisma Mujer, 2019). Los efectos de esta discriminación histórica cierran aún más el ya angosto espacio político deliberativo, de modo que agrietan la democracia y profundizan una de las raíces del conflicto armado.
En este sentido, las discriminaciones de género produjeron un mayor empobrecimiento de ciertos sectores de la sociedad a partir de una desmesurada forma de concentración de la tierra, un agrietamiento de la democracia —en la medida en que no toda la población puede gozar efectivamente de sus
16 En consecuencia, el Acuerdo de Paz entendió el enfoque de igualdad y de género para la Reforma Rural Integral como el “reconocimiento de las mujeres como ciudadanas autónomas, sujetos de derechos que, independientemente de su estado civil, relación familiar o comunitaria, tienen acceso en condiciones de igualdad con respecto a los hombres a la propiedad de la tierra y proyectos productivos, opciones de financiamiento, infraestructura, servicios técnicos y formación, entre otros; atendiendo las condiciones sociales e institucionales que han impedido a las mujeres acceder a activos productivos y bienes públicos y sociales. Este reconocimiento implica la adopción de medidas específicas en la planeación, ejecución y seguimiento a los planes y programas contemplados en este acuerdo para que se implementen teniendo en cuenta las necesidades específicas y condiciones diferenciales de las mujeres, de acuerdo con su ciclo vital, afectaciones y necesidades” (Gobierno Nacional y FARC-EP, p. 12).
derechos— y un afianzamiento de lógicas verticales y de dominación a nivel cultural. Todas estas formas de exclusión están atravesadas por lógicas patriarcales que sitúan a las mujeres en posiciones inferiores a los hombres en la sociedad y estuvieron en los orígenes de la guerra.
Lo anterior es, además, relevante para el análisis de las violencias en contra de mujeres afrodescendientes, negras, palenqueras y raizales e indígenas:
el estudio de las situaciones vividas por las personas étnica y racialmente identificadas, y particularmente por las mujeres, es un desafío interpretativo que exige especificidades y profundidades que permitan comprender muchas de las complejidades intrínsecas. Adicionalmente, los excesos de violencia que se generan en varias de las áreas y territorios habitados por personas étnica y racialmente identificadas son mucho más ejemplarizantes sobre los cuerpos de las mujeres, particularmente sobre aquellas que resultan social o políticamente incómodas para ciertos grupos que incursionaron en esas zonas. Esos mayores niveles de violencia se impusieron sobre ellas siendo abusadas, maltratadas, y vejadas; convirtiendo sus cuerpos en lienzos sobre los que reposaban los fuertes y claros mensajes de muerte que han sido dirigidos a la población. (Universidad Icesi y Centro de Estudios Afrodiaspóricos, 2019, p. 38)
La pobreza, el déficit democrático, la violencia sistemática y las relaciones jerárquicas de dominación y “adueñamiento” que han permeado la cultura son factores que estuvieron en la base del conflicto armado en Colombia y que, de no ser abordadas desde sus estructuras de persistencia y reproducción, siendo una de ellas el sistema patriarcal, no habrá garantías
para la terminación y no repetición del conflicto y el sostenimiento de la paz (ONU Informe Secretario General, 2020, p. 18).
Ahora bien, el patriarcado encuentra en (c), el militarismo, uno de sus más importantes dispositivos porque,
introduce la visión del mundo en los valores patri-militares, existiendo una relación clara entre lo enseñado en la milicia (a través de su estructura, normas, valores) y lo aprendido a través de los procesos patriarcales de socialización que legitima la tramitación de los conflictos a través del ejercicio de la violencia. (Cumbre de Mujeres y Paz, 2015)
Así pues, el patriarcado exacerba en las guerras la cultura de la eliminación de los diferentes, la normalización de la figura del más fuerte y del héroe que sobrepone la victoria sobre la humanidad de los adversarios y la población civil, y que violenta a las mujeres como máxima expresión de discriminación. Las dinámicas militaristas se profundizan durante los conflictos armados y “la militarización antes que contribuir a transformar los conflictos sociales que subyacen el conflicto armado, refuerzan formas de violencia contra las mujeres” (Mesa de Trabajo de Mujer y Conflicto Armado, 2010, p. 16). Desde este punto de vista, el militarismo se incrusta en las relaciones interpersonales de todo orden, de modo que genera un espacio para el aprendizaje de la subordinación y la obediencia de las mujeres y restringe así la libertad y la capacidad de control de sus propias vidas e incrementa el espiral de violencias en los escenarios públicos y privados (Mesa de Trabajo de Mujer y Conflicto Armado, 2010, p. 22). En el mismo sentido, “la guerra emplea un fuerte simbolismo de género, donde el poder, la victoria y el honor se asocian a la masculinidad, y la debilidad,
el enemigo y la derrota, a lo femenino” (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2017, p. 160).
Así, las lógicas militaristas vanaglorian la figura del “héroe híper masculino que conquista, domina y reafirma el triunfo guerrero” (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2017, p. 22), exaltan los valores bélicos y guerreristas (como el poder matar, someter y controlar a otros), mientras desprecian la pasividad y la debilidad que son asociados con la feminidad (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2017, p. 234). Bajo esta lógica las mujeres y la feminidad se perciben subvaloradas, inferiores y menospreciadas (Taller con la Red Nacional de Mujeres, 15 de junio de 2021). Según las teóricas feministas Laura Sjoberg y Sandra Via, en los procesos de militarización “los hombres están bajo una presión constante para demostrar su hombría siendo duros, confrontacionales y agresivos” (2010, p. 8)17. Esto lo resalta la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de Guatemala al advertir que las guerras exaltan los valores sobrentendidos en un paradigma masculino que lleva implícita la superioridad de los hombres respecto a las mujeres y la violencia como demostración de poder del “macho” (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, Guatemala, 1999, p. 877).
El militarismo fomenta aquellos valores y comportamientos más agresivos que dan lugar a lo que se ha denominado hipermasculinidad. Asegura la adhesión a un modelo de hombre que encarna, de la forma más rotunda, la dominación patriarcal. El modelo de héroe hipermasculino se caracteriza por el desprecio hacia lo femenino, la criminalización de lo diferente y la
17 Traducción propia. En el original se lee: “men are under constant pressure to prove their manhood by being tough, adversarial, and aggressive”.
desvalorización de la vida propia y ajena; y también por la promoción de las jerarquías de poder y la obediencia ciega que imposibilitan la autonomía y el pensamiento propio. (Ruta Pacífica de las Mujeres, 2013, p. 35)
Si se tiene en cuenta que las dinámicas del conflicto armado en Colombia implicaron no solo coexistencia con actores armados, sino también la convivencia con estos, se comprende por qué las lógicas militaristas penetraron la vida cotidiana y la intimidad. El militarismo,
se [introdujo] en las relaciones interpersonales y en la familia, generando espacios permanentes para la socialización de la subordinación y la obediencia de las mujeres, restringiendo la libertad y la capacidad de control de sus propias vidas, e incrementando el espiral de violencias en los escenarios públicos y privados. (Mesa de Trabajo de Mujer y Conflicto Armado, 2010, p. 22)
Así las cosas, las dinámicas de las lógicas patriarcales que derivan en la confrontación armada agudizaron el desprecio por lo femenino en el conflicto en todos los niveles de la vida social, de modo que allanaron el camino para la profundización de la discriminación y de la violencia basada en género contra las mujeres.