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Modelo de desarrollo: abandono de la producción alimentaria� � � �
para el campesinado. A esta realidad de abandono estatal se suman los impactos del conflicto armado, que no solo ha significado pérdidas de ingresos económicos, sino también el uso inadecuado, la destrucción o deterioro de la infraestructura y los equipamientos comunitarios (centros de salud, escuelas, espacios de cuidado, centros de acopio, salones comunales, iglesias, vías y caminos) que afectan la calidad de vida del campesinado (Giraldo et. al., 2015).
Tabla 5. Daños al campesinado relacionados con este factor de persistencia
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• No satisfacción de necesidades básicas ni goce efectivo de derechos fundamentales • Empobrecimiento • Precarización laboral • Marginación de circuitos de mercado • Vinculación del campesinado a cultivos de uso ilícito • Vinculación de menores y jóvenes a grupos armados: reclutamiento forzado e institucional • Debilitamiento y destrucción de la economía campesina • Desplazamiento forzado por razones económicas
Fuente: elaboración propia�
Modelo de desarrollo: abandono de la producción alimentaria
En el marco de la profundización de la globalización neoliberal se ha dado curso a un proceso acelerado de titularización financiarizada de los bienes agrícolas y los recursos naturales en los mercados mundiales de capitales, la compra masiva de tierras, el licenciamiento extensivo del subsuelo para explotar recursos naturales no renovables, el impulso de modalidades para la mercantilización del uso de la tierra como el derecho
real de superficie (DRS), la apertura a la inversión extranjera y el consecuente acaparamiento de la propiedad de tierras en los países en desarrollo por parte de capitales extranjeros y nacionales poderosos, productivos y fundamentalmente financieros. Este proceso constituye uno de los rasgos distintivos de la etapa contemporánea de la globalización capitalista neoliberal (Garay, 2013).
En Colombia, el modelo de desarrollo que se ha consolidado en este marco ha destruido los pocos avances en materia de industrialización en el país, apostando por una matriz productiva centrada en la explotación de recursos minero-energéticos y en la agroindustria, de modo que arriesga el patrimonio biodiverso del país y la soberanía alimentaria. La configuración de este modelo ha estado mediada por la apertura económica y la suscripción de tratados de libre comercio que han vuelto permanentes decisiones (preferencias arancelarias unilaterales y discrecionales) asimétricas en ellos acordadas, con graves impactos para el sector agropecuario del país.
Así las cosas, las importaciones han ganado mayor participación, siendo exponencial el aumento de las importaciones de alimentos en las últimas décadas, bajo un esquema que solo protege productos de grandes empresas como, por ejemplo, la palma aceitera y el azúcar. Esta lógica ha afectado particularmente al campesinado, si se tienen en cuenta que más del 40 % de la canasta familiar básica correspondía a alimentos producidos por el campesinado (Forero, 2013).
El proceso de importación masiva coincide con la destrucción acelerada de la institucionalidad agropecuaria y la prioridad estatal orientada a fortalecer otras actividades que han subordinado la vida rural, relacionadas con la explotación
minero-energética. Este esquema ha conllevado una agudización de las condiciones de inequidad en el campo colombiano que se profundiza al estar antecedido por una estructura agraria caracterizada por la concentración de la tierra y su uso inadecuado, anclada a través del despojo masivo por medios violentos, todos factores asociados a la persistencia del conflicto armado interno.
Las rentas derivadas de este modelo son apropiadas casi plenamente por los terratenientes y los dueños del capital productivo y financiero, tanto nacional como internacional, pues no existe en el país una institucionalidad tributaria sobre la tierra ni sobre las ganancias que de ella se derivan. Si, además, se tiene en cuenta que el modelo ha sido desarrollado en un contexto en el que el Estado no cuenta con el monopolio de la violencia, también entran en la lógica de acumulación poderes fácticos tanto ilegales como grises (que se mueven entre la legalidad y la ilegalidad).
Si bien en este marco se registran políticas públicas que pretenden ser incentivos para la producción alimentaria en el país, estos esfuerzos son residuales en la medida en que no tienen en cuenta las condiciones de conflicto que inciden en gran parte de los territorios rurales, se limitan a la asistencia técnica y al abordaje de aspectos productivos que no solo no resuelven las problemáticas estructurales constitutivas del conflicto agrario, sino que, además, hacen que el campesinado dependa de subsidios y otras ayudas que lleguen del Estado; finalmente, se desarrollan bajo una lógica que desconoce al campesinado como actor productivo y, por ende, a la economía campesina, y en ese sentido busca brindar asistencia bajo un enfoque productivista que incentiva las alianzas entre pequeños y grandes
productores a través de esquemas asociativos, desconociendo por completo la vida campesina, su forma de producción, su cultura, su relación con el ecosistema y, en general, todas las multifuncionalidades que el campesinado desempeña en los territorios.
Tabla 6. Daños al campesinado relacionados con este factor de persistencia
• Descampesinización • Debilitamiento y destrucción de la economía campesina • Destrucción de la institucionalidad agropecuaria • Cambio de usos del suelo e imposición de modelos productivos y económicos • Ruptura del tejido familiar y comunitario
Fuente: elaboración propia�
Negación del campesinado
De acuerdo con Güiza et al. (2020, p. 20), “el campesinado colombiano ha enfrentado una triple injusticia histórica: discriminación socioeconómica, déficit de reconocimiento y represión de su movilización y participación”. Las autoras plantean que existe un exiguo reconocimiento del sujeto campesino en la esfera pública que se refleja en su invisibilidad estadística y constitucional, así como en la ausencia de políticas orientadas a la garantía efectiva de sus derechos, que a su vez es reflejo de un desprecio estatal y social hacia el campesinado.
El campesinado ha sufrido múltiples estigmatizaciones que han llevado a la construcción de un imaginario social e institucional que ha negado de plano la posibilidad de su reconocimiento. En el contexto del conflicto armado interno ha sido señalado como colaborador de grupos armados ilegales
o directamente se ha asumido su pertenencia a estos porque habitan territorios donde el monopolio de la violencia no lo ejerce el Estado. También ha sido señalado como cómplice del narcotraficante debido a la participación de algunos campesinos en la siembra de cultivos de uso ilícito, en particular en los territorios rurales más marginados. Ha sido calificado como un riesgo para la biodiversidad del país por habitar en zonas protegidas y en los bordes de la frontera agrícola, a los que fueron expulsados a través de la violencia o de programas de colonización dirigida impulsados por el propio Estado para evitar procesos de desconcentración de la propiedad en el interior del país.
Como parte de ese imaginario también se han estigmatizado las formas de acción colectiva del campesinado, razón por la cual ha “sufrido también una violencia muy intensa cuando se ha movilizado en defensa de sus derechos: muchos de sus líderes han sido perseguidos, estigmatizados, judicializados y hasta asesinados” (Güiza et al., 2020, p. 22), lo que a su vez normaliza su ausencia en las políticas públicas de acceso a tierras y desarrollo rural, así como en la institucionalidad agropecuaria. Todos estos elementos conllevan su negación como sujeto activo en la vida pública nacional, que se traduce en su invisibilidad jurídico-constitucional, política, cultural, económica y social.
Dicho de otra forma,
el campesinado no ha logrado que el Estado reconozca su importancia como grupo social, a lo que se ha sumado la victimización histórica a la que ha sido condenado por la violencia. Desatención estatal y violencia han sido la fuente principal de su vulnerabilidad. (PNUD, 2011, p. 115)