Manifiesto errante

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manifiesto errante


PRESENTACIÓN Desde Colectivo Iletrados siempre nos hemos centrado en la Literatura. Nuestro fanzine, Manifiesto Azul, es, ante todo, una publicación literaria, en la que la poesía y los relatos llevan la voz cantante. Sin embargo, hemos querido completar esta preponderancia de las Letras con ilustraciones y fotografías que completaran las páginas azules de nuestro fanzine. Cuando estábamos preparando este Manifiesto Azul 14 se nos ocurrió que la fotografía, un arte con cada vez más presencia en nuestra ciudad, podría ser un complemento perfecto a los poemas y relatos. Por eso nos pusimos en contacto con Colectivo Errante, cuatro fotógrafos afincados en Murcia, y les propusimos que reinterpretaran los textos literarios del fanzine con sus imágenes. Lo que tienes en las siguientes páginas es ese diálogo entre poesía y narrativa con la fotografía. Es el reflejo de la exposición que tiene lugar en Noviembre de 2013 en La Azotea (Murcia). Es, en definitiva, la unión entre las inquietudes de Colectivo Iletrados y de Colectivo Errantes, de una treintena de escritores y de cuatro fotógrafos.


ESCRITORES

Fran García Pujante

Andrés García Cerdán

Juanma Sánchez Meroño

Jonás Crespo

Ignacio Martín Lerma

Joaquín Piqueras

Andrés de la Orden

Noelia Illán

Juan Pedro Ruiz

Antolio Luis Bastida

Tama Imrani

Domingo López

Blas Martínez

Atilano Sevillano

Marta Delgado

Joaquín Lameiro

Rafael Gómez Sales

Gonzalo Gómez Monttoro

Flora Jordán

Diego Sánchez Aguilar

Rafael Gómez Sales

Natxo Vidal

Álvaro Bellido

Basilio Pujante

Iván Vergara

Antonio Pérez Abril

Alberto Caride

Miguel Ángel Hernández-Navarro Álvaro Pintado

FOTÓGRAFOS Raúl González Cristina Gutiérrez Mar Sáez Germán Merino


SOLAMENTE Sólo, es como

Se abre la puerta

Oír las miradas de los pájaros

Y acierto

Resbalar entre las tejas,

Y el olor a gazpacho

Como saber

Hace que la tarde deje de ser tarde

Que rojo es el último color

Y la tinta de mis uñas negras.

Amable de una fachada que anochece, Que cerca; es cerrar los ojos y volver a verte Donde cuando es todos los días, Y la lluvia soleada nos moja a escondidas andando descalzos Por la hierba de las buenas ideas.

Texto: Fran García Pujante

Cuando me dices –vente-, pongo los pies sobre la mesa, porque estar es no moverse Donde un hormigueo verde por oler a nosotros Descansa sobre la tarde humedecida, sobre el telón anudado de nuestras cejas. Fotografía: Raúl González



INTERIM

La palmera en un escorzo busca la luz las pálidas turistas acomodan su toalla a la arena y nos piden la máxima información que los diarios no desvelan, y nos exigen la comodidad de la simpatía cuando nadie es ya como desea. El sino movedizo es la vida de un río que no llega a ningún mar y se seca al estancarse en sus arcos, en sus meandros y en las demás guadañas de la tierra. Con el cariño de un desconocido el plazo se acerca a su fin y la distancia espera.

Texto: Juanma Sánchez Meroño

Fotografía: Cristina Gutiérrez



HABITACIÓN DOBLE Mientras tú vas restando ropa, yo voy multiplicando mis deseos, sumando sudores, calculando la ausencia de otro cuerpo. Se eleva la excitación a su máximo exponente y se despejan todas las incógnitas de nuestra ecuación. Dosis de vaho ciegan los espejos de esta habitación doble ausente de esperanza.

Texto: Ignacio Martín Lerma

Fotografía: Raúl González



NO POETA No eres un poeta./ No te convocan a los cenáculos./ Eres un advenedizo de la palabra, un coriáceo trozo de carne con polla/ (o un pelanas que se siente inferior y se disfraza),/ ni métrica, ni estilo, ni ritmo ni pasión, estriptista,/ exhibicionista orgulloso de tus abrojos./ No digo que la verdad no os honre./ Para ser un poeta había que escribir a vena herida, esculpir a cincel de rabia versos,/ letras como torres babelianas,/ para ser poeta había que mirar la tierra y ver qué desnudo es el nombre que nos damos,/ para ser poeta había que ser filósofo y prostituto del espíritu,/ y yo sé cuánto, cuánto me falta ese algo./ No soy un poeta./ Soy del vulgo de los que creen que nos llegará la hora./ Nada de lo que pueda decir no se ha dicho ya cien veces,/ mis remos no se esloran sino a radas de miserias ya bien conocidas,/ yo no invoco a la belleza sino acaso a los shock sépticos./ Bienvenidos, pues, a mi última negación./ Lo que luché por ser escapa a mi nivel de competencia./ Lo que traté de crear ni es sino una urdimbre de fracasos,/ y cuánto, de veras cuánto, los atesoro y aderezo,/ mis pérdidas, mis erratas, las señas de mi ego que sólo de sí mendiga./ Texto: Andrés de la Orden

Fotografía: Germán Merino



LOS INSECTOS Es verdad, los insectos son atraídos hacia las luces, revolotean entorpecidos por un impulso que les pierde Es cierto, adoran la grandeza de un misterio tan cálido y cercano Y si, se deleitan tanto de acercarse, porque sienten tanto, porque la vida del insecto se multiplica a más cerca esté de la luz, más lejos de la noche Es verdad, muchos de ellos acaban mal, de tanto sentir Cuando el amor desborda su diminuto corazón y la luz los traiciona, caen al suelo chamuscados

Texto: Juan Pedro Ruiz

Fotografía: Raúl González



MUMÚ <<No conocían el mar y se les antojó más triste que en la tele>> (J.Sabina) Las hojas del periódico esparcen las heces de los necios y la sangre adolescente de quienes defienden al líder y de quienes lo aborrecen. La calle huele a nada, y sabe a nadie pero está llena de tus que llevan hambre detrás de la pupila, ¡son pura carne! del cañón que aguardamos a que disparen. Y yo en tu vientre, escafandra estéril, te beso y la metralla de la Franja no me alcanza, y libo tu néctar ajena al estiércol en B, a la desfachatez, in English, del cacique electo. Y yo en tu vientre, besando, rindiendo culto a los poros que te hacen hombre, mientras se televisa la miseria pública y el circo de queda sin pan, ni lumbre. Quiero llenarte la boca de futuro que se les caigan los dientes y se los trague la tierra. Y yo en tu vientre.

Texto: Tama Imrani

Fotografía: Raúl González



LA MUJER DEL MARINERO

Alicataré tu ausencia

Cuéntale a los chicos

mientras dure

cuando te vean

y te ayudaré a buscar,

que me quedé en casa

cuando vuelvas,

escribiendo besos

las excusas

y cuidando de nuestro gato.

en el fondo de tu bolso. Caro he pagado Yo haré de mujer del marinero

el último libro

y lloraré de alegría

que nunca he escrito

en el puerto

y huele a quemado

al verte aparecer

el disco duro

meses después

donde almaceno

del ultimo tango en Murcia.

los besos que nos debemos.

Texto: Blas Martínez

Fotografía: Raúl González



INSPIRACIÓN II

No te voy a suplicar, Que vuelvas, quizá sea cuestión De tiempo, Quizá emprendas la marcha atrás de tus pasos, Y regreses y desabroches Esta cadena perpetua Con la que me has adornado.

No te voy a suplicar, Que vuelvas, quizá sea cuestión De salir a buscarte Y arrastrarte hasta las hojas Con perdón, Y convertirte en verso Una vez más.

No te voy a suplicar, Pero cuidado, Nunca se sabe quién puede necesitar Una inspiración como tú.

Texto: Marta Delgado

Fotografía: Raúl González



TERRITORIO ÍNTIMO No volverás a entrar en esta casa.

el equilibrio de una suave tristeza y cuando el enemigo camine a tu lado

Vivirás en las afueras de los días

saber entregarte sin ser vencido.

definido por las sospechas de los demás increado en los sueños que te queden

No volverás a entrar en esta casa.

anulado por el ruido de los pasos solitarios.

Estás más allá de la infancia de los sentidos

Te cobijarás entre desconocidos

del hogar de los rostros en los que te

como si ellos entendieran tus oraciones.

reconoces y el tiempo es algo más que unas alfombras

No volverás a entrar en esta casa.

espesadas

Pero cada noche llegarás hasta la entrada

o las sábanas que quedan como huesos.

siguiendo la inercia de antiguos olores sentirás una piel virgen de nuevo

Aunque estés obligado al silencio

con el tacto que iluminaba la ceguera.

a que el pasado consuma las palabras te esfuerzas en erguirte sobre el territorio

Como recompensa a tu castigo

que aún te queda por nombrar.

recordar las costumbres de tu estirpe

Texto: Rafael Gómez Sales

Fotografía: Raúl González



AVALANCHAS A Maram Al-Masri Hay días que no tienen nada de particular. Sin embargo, pulsas un botón, y el sorbo humeante de café recién hecho, empaña la plaza Tahrir, la plaza Sintagma, las calles y esquinas de Siria…

A cuántas mezquitas, iglesias no hay que acudir… ¿A qué dioses hay que alzar plegarias, rezos… para que esto se detenga? Ahora lo ignoro, con este ahogo.

llenando los ojos y lugares de rojo. Un viento debería arrastrar fuertemente Porque hay sirenas que suenan y no susurran; avalanchas de hombres, sólo hombres.

todo lo sembrado con maldad; y a todos aquellos que esparcieron las semillas.

Llantos de niños, niños desperdigados. Madres que gritan palabras que no entiendo, mas comprendo sus gestos.

Tomo conciencia. Miro hacia la ventana; el sol está saliendo, y dejo sobre la mesa la taza de café, que no puedo acabar.

Clausura de vidas. Todo, todo me parece un engaño. Me atrapan, y en silencio digo, no. A cuántos muros no hay que arrimarse…

La fe, la equidad… acuérdate, lo que está pasando, es otra cosa.

Texto: Purificación Gil

Fotografía: Germán Merino



ODA A LA MEDIOCRIDAD Pero, ¿vale tanto el resultado? Al fin he aprendido a cortar tomates.

La voluntad y el esfuerzo de mis manos. El intento de cortar los tomates.

En las distancias cortas, con olor a aceite y a sudor,

-¡Así no! – me dices.

en el rectángulo más recóndito,

El delantal que arrojo

te veo cortar el ajo finísimo.

y que me queda grande…

Temo al cuchillo

Comemos en silencio,

que se pasea por tu frente,

mirando los dos de frente

y al que paraliza mis manos

el cielo encapotado de Barcelona.

en la tabla. Reprochas la poca costumbre y el

-¿Ves como así se coge mejor la cebolla?-

Déjalo… ya lo hago yo se instala en mi estómago.

Más silencio.

No sé freir patatas -lo sé-

No me sabe a nada la carne.

Texto: Flora Jordán

Fotografía: Germán Merino



FUKUSHIMA (福島市) Un día tú también fuiste Fukushima. Te arrasó un tsunami salvaje y violento que dejó todas tus medidas de seguridad tambaleándose, y los reactores del 1 al 6 altamente afectados. No hubo miedo ni gestos de pánico. Solo personas luchando por mantener la central a salvo a pesar de los destrozos y las grietas. Desconocían que, desde el núcleo, Fukushima ya había empezado a salvarse mucho antes de la gran ola. Un día tú también fuiste Fukushima y no quisiste salir corriendo.

Texto: Álvaro Bellido Fernández

Fotografía: Germán Merino



EL ALBA Y SU CRIMEN Robarle a la noche su escándalo de cantina, emborronarla con fichas y bastos, serle infiel robarle sus desnudos y sea todo una desgracia, como cuando el tiempo perpetua su amor ligero, como cuando sopla la mierda por sus calles y sones robarle a la noche corderos blandos de tiempo, siluetas de oro cauto, oro pobre robarle a la noche su escapada hacia el día, su penoso atraso, sus pasos sordos y bellos robarle su esperanza de luz, robarle su continuidad de vida, robarle el tiempo del poema, su inquietud santa y lunática robarle el silencio, hacerla cómplice, quejarse de su suerte serle tigre y vil

Texto: Iván Vergara

Fotografía: Germán Merino



DEJARSE LLEVAR

Dijiste algo sobre sexo tántrico

esperando encajar en las manos de un niño.

y vino a mi cabeza un David Beckham corriéndose hacia dentro.

Formábamos castillos, montañas y puentes por intuición, cambiando de estado

Nuestro comportamiento frente a la televisión

(tierra, agua, fuego y finalmente aire)

mientras ponían un documental sobre

hasta que el parlamento griego estallaba

Amanecer Dorado

en múltiples protestas contra la corrupción

me recordó mucho a las protestas

del mundo.

de las Pussy riot frente a múltiples embajadas sin derechos humanos.

No pudimos arreglar la situación con nuestro amor inocente,

Hacía tiempo que no hacíamos el amor

con nuestro amor convertido en átomo

como acto protesta,

de hidrógeno,

como reivindicación de lo bello

pero debimos hacerlo bien,

frente a la vorágine del tiempo,

porque las banderas comenzaron a ondear

que todo lo contamina,

en la Plaza Sintagma mientras la gente

que todo lo corrompe.

coreaban nuestros nombres en otro idioma.

Los diputados neonazis desfilaban por la pantalla

Aún aturdido por los múltiples lenguajes

mientras nosotros buscábamos

volví a recordar eso que dijiste sobre el sexo

completarnos de todas las formas posibles,

tántrico y me alegré de no ser Beckham.

como si fuésemos piezas de lego

Texto: Alberto Caride

Fotografía: Mar Sáez



ELLA SUEÑA CON NUBES [Karmina Ramírez] Ella sueña con nubes altas, sueña con Joe Strummer, con Londres ardiendo, con las noches del punk. Sueña que Joe le regala un banjo y que pesa tanto que no puede llevárselo a casa: se le cae siempre. Despierta. Traza, con los trazos de una niña, increíbles escaleras, siluetas urbanas, muñecos apresados en una habitación verde, ventanas abiertas al vacío, chicas de pelo largo. Sueña que toca el banjo con Joe Strummer. En las cristaleras de todas las tiendas viven matriuskas y juguetes de segunda mano, clicks muy antiguos. Sueña con Malta: allí la esperan ejércitos de olas. Bajo un cielo absolutamente azul, con suavidad cruzado por dos o tres islas blancas, la veo volar sobre esas olas y comprarse un vestido transparente. En secreto la oigo cantar una canción para que no se acabe nunca el sueño. Quiere despertar para siempre en brazos de un guerrero de plástico irrompible.

Texto: Andrés García Cerdán

Fotografía: Germán Merino



FLOR DESOLADA Fueron pétalos como lágrimas derramados, derribados por un viento enfermo, siempre bellos. Aparentes ojos ingenuos, dolorosamente vivos, dolorosamente inquietos. Flor de pétalos desolados, fatales en su destino, caer suavemente o guiados por el viento enfermo, furiosamente. Son pruebas de vida, caen por su propio peso, su verdad eterna. Verdad que contradice sentimientos encontrados, descendiendo por una de las caras de la verdad. La que tú como flor bella y eterna me quieras decir. Verdad de ojos ingenuos pero ambigüos y furiosos en su forma de buscar vida. De ti flor amorosa caen verdades como puños, inolvidablemente bellas, verdaderamente enfermas.

Texto: Antonio Luis Bastida

Fotografía: Mar Sáez



ENSEÑAR A LOS CLÁSICOS Y mostrando la mejor de sus sonrisas, confesó la alumna de Filología Hispánica a su profesor de Literatura: - Si hay algo que humedece mis ojos y hace palpitar mi cuidado hasta hundirme en las entrañas de la tierra es aprender literatura hincada de rodillas, porque no hay, no existe placer más grande que tu enhiesto surtidor de sueños iniciándome en el suculento sabor de los clásicos, sentir a través de su plectro sabiamente meneado a Berceo tocándome la campanilla con su alejandrino cesurado; al Arcipreste templando mis cuerdas vocales, al tiempo que susurra entre espasmos “sírvela, no te canses, sirviendo el amor crece”; a Manrique con sus ríos que van a dar a mi boca, a se acabar e consumir; aFray Luis, enfurecido león cuando frecuenta la escondida senda de mis labios; a San Juan, hiriendo mi cuello, dejándome despeinada y sin sentido; a Garcilaso, que de sí mismo él se corre agora; a Cervantes, Góngora, Lope, Quevedo, cuatro glandes a mi lengua pegados, ¿ y Calderón?, ay, infelice de mí, apurar todos los clásicos pretendo.

Texto: Joaquín Piqueras

Fotografía: Germán Merino



ACTO ÚLTIMO

Sentado al borde del primer verso,

Mi mano se aferra al bolígrafo

miro impertérrito la página en blanco.

como si eso pudiera

calculo los metros

evitar su destino,

que me separan del suelo

y añado unos versos más,

y el impulso

solo por hacer insalvable el golpe.

que habría de tomar

Me dejaré caer, decidido, por el

para evitar

margen derecho de esta misma página.

ir golpeándome con los signos de

Estrellándome a escasa distancia

puntuación

del punto final

durante mi caída.

me entregaré al poema.

Sentado sobre la primera coma

Mi desenlace serán estos versos.

balanceo mis pies,

Ofreceré mi cuerpo a la poesía.

los acostumbro al vacío.

Texto: Jonás Crespo Paredes

Fotografía: Mar Sáez



BILBO Contigo he descubierto que soy un tipo débil. Carlos Ann Imagíname borracha por esas calles, con un vaso apurado en la mano, buscando el taxi que me lleve al hotel porque no recuerdo el camino de vuelta. Imagíname con el pantalón a medio abrochar, con el rímel esparcido y tecleando el móvil a tientas para mandarte un mensaje. Imagíname así, perdida en la ciudad de las siete calles, entre Sondica y Zamudio, testigo del libertinaje más obsceno que puedas, con los ojos abiertos al júbilo y la palabra certera de una noche poética. Y ahora, cuando tengas esa imagen clara, nítida, imagínate tú ahí, inmerso en la noche norteña, camino del hotel de mala muerte, militante de mi cuerpo luego, si encontramos, claro, un taxi de vuelta.

Texto: Noelia Illán Conesa

Fotografía: Mar Sáez



ALENTEJO BLUES - Bourbon, b-o-u-r-b-o-n, four roses si puede ser, jefe, faz favor - le digo, no solo deletreando estúpidamente las letras y exigiendo marca como quien pide priva en la luna, sino levantando la mano y mostrando cuatro dedos cuatro. El viejo me mira y sonríe, balbucea algo, se da la vuelta con gran pachorra, agarra una botella polvorienta y me la muestra. Aguardente Vúlron, leo en la etiqueta. - Muito bem, ok, ponga eso mismo - murmuro, por tomar cualquier trago. El viejo, satisfecho, abre el tapón y va en busca de algo, un vaso supongo. Saco un pitillo. Afuera hace un bochorno de mil demonios. Desde la barra veo la moto a pleno sol, con el portaperros amarrado detrás y al Chucho en el suelo, tostándose, esperándome con las orejas caídas y la lengua fuera, colgando. No hay nadie por ningún sitio ni sé cómo diablos se llama este pueblo. Al menos estoy a salvo en la penumbra de la taberna y ya es algo. En la tele, sin volumen, lloran a lágrima viva en la consabida telenovela brasilera. Saco el mapa y lo miro cual aventurero irresoluto, de pacotilla. Cogí un desvío a campo traviesa y no tengo ni puta idea de donde estoy ni por donde se va a la costa. El viejo trae efectivamente un vaso sucio y lo llena. Obrigado, digo. Doy un gran trago y aquello me abrasa el gaznate y me incendia el estómago. Mis muertos. Se me han saltado las lágrimas. El viejo me mira y sonríe. Detrás suya, junto al póster descolorido del Benfica FC hay un cartel, escrito a mano: Precisa-se mozo. Oigo al Chucho ladrar. Me vuelvo y ahí está, con los ojos como platos, meneando festivamente el rabo y oliendo muy ensimismado a una perrita. Ya ligó, el granuja. El viejo me acerca amablemente un cenicero casi prehistórico, de Cinzano. ¿Se necesita camarero? ¿En esta tasca de mala muerte?, me pregunto, fascinado. Cuento las mesas, tres. Las sillas, cinco. Las botellas en el estante, doce. Las moscas, doscientas veinte. Y entonces entra alguien y oigo un dulce boas tardes y me giro y veo una chica morena, deslumbrante, que me sonríe también y luego besa al viejo, que la llama filha. Miro otra vez a la calle, al Chucho que, bajo el calor tremendo y sin más trámites se está tirando a la perrita, montándola con indudable regocijo, dejando prole por el mundo. Pago, por hacer algo, y dejo hasta propina y todo. Cojo el macuto del suelo. La chica le pasa un trapo a una de las mesas y canturrea. La miro de reojo. Sí, es muito bonita. Doy unos pasos, inseguro. No se adonde mierda queda el camping, lleno de guiris majaderos, ni adonde queda nada. Llego a la puerta. Adiós, creo, se dice adeus. El sillón de la moto me quemará instantáneamente el culo. Se necesita mozo. A la sombra de una camioneta el Chucho, jadeante, está enganchado a la perrita. Enciendo otro cigarrillo. Y entonces me digo, que caralho, ¿por qué no? tampoco se está mal y me vuelvo y pido otro aguardiente de los cojones y le guiño un ojo cómplice a la piba y señalando el cartel que oferta el empleo me acodo en la barra de chapa y le digo al viejo que cuanta guita, que cuando empiezo y en fin, que si hablamos de negocios.

Texto: Domingo López

Fotografía: Mar Sáez



ABANDONO Un post-it lo dejaba bien claro: no volveré en cinco minutos.

Texto: Atilano Sevillano

Fotografía: Germán Merino



FINALES

–No. Pero aún conservo algunos discos y un fonógrafo. Y abordaron la mezquina lluvia una vez más.

*

Sus pensamientos eran cada vez más fugaces y, poco a poco, acabó por dejarlo todo para dedicarse por entero a sus objetos perdidos.

*

Nunca llegó a escribir el libro, pero, con el paso de los años, su aprehensión hacia las escaleras se disipó casi por completo.

*

A lo lejos, el fuego se extinguía, y él cayó en un profundo sueño.

Texto: Joaquín Lameiro

Fotografía: Cristina Gutiérrez



EL TRADUCTOR Conocí la editorial a través de una amiga. Hacía varios años que no nos veíamos y un día nos encontramos por casualidad. «Traduzco chic-lit y novelas de vampiros», comentó. Pensé que esas novelas carecían de calidad, y olvidé el nombre de la editorial. Yo aprobaría las oposiciones y, más adelante, publicaría mis novelas en una editorial prestigiosa. Pero meses después suspendí las oposiciones y me encontré sin empleo. Era el inicio de la crisis y el paro se desbocaba. Aparte de pudrirme en una academia soportando malos estudiantes por un sueldo miserable, quedaba la opción de enseñar en centros privados, pero no tenía contactos para entrar. Como último recurso, pensé traducir para alguna editorial. Envié muchos currículos y nadie respondió. Entonces llamé a mi amiga. Mi amiga —que acababa de dejar la editorial— me dio el correo interno. Inmediatamente escribí y recibí respuesta. El correo —anónimo— incluía tres pruebas. Las envié y, al poco, recibí aceptación: pagarían siete euros por cada dos mil caracteres (espacios incluidos), y exigirían treinta páginas semanales con plazo para entregar todo el texto. De no cumplirlo, me penalizarían. No habría contrato y pagarían con cheque un mes después. Yo no cobraría derechos ni tampoco un céntimo si no entregaba todo el texto. Me regalarían —eso sí— un ejemplar del libro publicado. Por supuesto, acepté. A los tres días recibí el primer encargo. El libro —una pésima edición norteamericana de bolsillo con las cubiertas arrancadas— iniciaba «Las crónicas de la princesa demonio», destinadas a publicarse en la colección «Tra-ka-trá». Su protagonista — la princesa Lucinda— era un demonio muerto que “vivía” entre el reino de los muertos y el de los vivos; tenía trescientos años y una belleza asombrosa, y copulaba con todos los personajes —vivos y muertos— en tórridas escenas que me avergonzaba mostrar a mi padre, que me ayudaba a corregir. Lucinda se revitalizaba teniendo orgasmos y perdía energía en contacto con el sol. Entregué la traducción, recibí el cheque y, al poco, empecé otra novela de Lucinda —aún más pornográfica que la anterior—, que también terminé a tiempo. Este cheque se retrasó unos días, pero yo culpé a Correos. A continuación, me encargaron una traducción de quinientas páginas sobre unos monjes que luchaban contra vampiros llegados del infierno. No había escenas de sexo, pero las batallas entre monjes y vampiros me extenuaban como si participase en ellas. Aumenté el ritmo de trabajo y, a los cuatro meses, la entregué. A un precio muy alto. El estrés me dejó sin uñas ni pelo; estaba pálido, delgado y ojeroso, y temí que empezaran a crecerme los colmillos. Pasó un mes y medio y el cheque no llegó. Protesté sin obtener respuesta. Aguardé otra semana, y el cheque, de tres mil euros, no apareció. Fui a Madrid y encontré la editorial desmantelada. Aún no he cobrado ni he recuperado el pelo, pero al fin he entendido el juego: ellos eran los vampiros y yo, la víctima. Texto: Gonzalo Gómez Montoro

Fotografía: Cristina Gutiérrez



UNA PELÍCULA DE COPPOLA. Aunque la boda apuntara maneras, aunque prometiera dormir a un muerto o en su defecto rematarlo, después de la ceremonia, del ágape en el jardín, después de las fotos de rigor, de los “enhorabuena”, de los besos a la novia…, la mesa 14 fue lo mejor que nos pudo haber pasado. Cuando nos acercamos a la mesa 14, dos parejas hablaban animadas; yo supuse que se conocían, aunque resultó todo lo contrario. Tras un hola, pensamos que el hielo había comenzado a derretirse, pero sería a los cinco minutos de ubicarnos, mirar el menú, ojear el móvil, cuando uno de los comensales dijo: -“Bueno, vamos a presentarnos antes que os enteréis de que soy un asesino en serie”. Ocho de los diez comensales ( a su mujer no la cuento porque sabía lo que estaba haciendo) reímos, ignorando por completo que asistiríamos a una gran sesión de humor, bajo la batuta de un tal Luis Bendito. Por lo visto, incluso avisó a su señora con un “Ya verás, voy a empezar”, con lo cual supusimos, una vez adentrados en la conversación, que no era la primera vez que lo hacía. Todo un showman. A la hora del baile no había rastro de la pareja, nosotros estábamos un poco cansados de tópicos, de trozos de corbata a cambio de dinero, de ramos sobrevolando moños desgreñados ya , y mujeres perdiendo la rectitud de su columna gracias tacones excesivos; así que decidimos irnos, logramos esquivar el comienzo de una conga de borrachos y fue ya en la puerta cuando nos volvimos a encontrar con Luis Bendito y su señora; nos despedimos, agradecimos la velada, y cada pareja se decantó por una dirección. Justo cuando torcíamos la esquina, se escuchó en la noche cerrada: “¡Parece una película, de Coppola!”, y la risa floja nos sirvió de acompañante hasta el coche. Lo extraño y verdaderamente espeluznante de toda esta historia, es que de eso hace ya un mes, y aún no se sabe quién asesinó a uno de los camareros de la boda.

Texto: Marta Delgado

Fotografía: Cristina Gutiérrez



HIDROCARBUROS Tenía ganas de pasear. No podía soportar otra noche frente al televisor. Ese parloteo estridente de películas donde hombres y mujeres se afanan en tramas sin sentido. Qué tenían ellos que ver conmigo. Qué tenía yo que ver con sus amores, sus celos, sus crímenes avariciosos. Desde pequeño me ha pasado. No sentirme parte de este mundo, ver a todas las personas como a través de un grueso cristal; observar cómo, desde su mundo extraño y luminoso, etéreo, mueven sus labios, gesticulan. El ascensor abrió sus puertas en medio del silencio del edificio. Todos los vecinos estaban encerrados en sus cuevas a esta hora, tras sus puertas con mirilla. Entré en la cápsula, dentro de su zumbido y su luz reveladora. La luz del ascensor sabe exactamente quién soy, lo susurra en un zumbido apenas audible. Fue una inmersión larga; tuve tiempo de pensar. No pensé nada salvo en mi respiración simétrica. Por fin se abrieron las puertas y salí a la madrugada. Las calles estaban desiertas. Los semáforos vigilaban un tráfico fantasma, invisible, que recorría en silencio el asfalto más negro de la ciudad, respetando estrictamente el sincronizado ritmo rojo y verde de las luces. Seguí caminando y desaparecieron las calles. Luego pasé el río, los caminos de la huerta y los ladridos de los perros sondeando las constelaciones, hasta que ya no se veían más que algunas luces lejanas. Era una noche húmeda, costaba respirar ese aire mojado. Los pies se hundían en una especie de fango suave y viscoso. Cuando mis piernas se cansaron de luchar contra la porosidad del fondo, decidí tumbarme. Encendí un cigarro y, bajo la luz del mechero, la noche se hizo tan alta que me aplastó como a un luminoso pez abisal. A varios miles de metros sobre la brasa de mi cigarrillo, el viento peinaba la superficie del mar. A mi lado, otros esqueletos blanqueados por la noche y el tiempo reposaban en el fondo, con sus espinas y sus cabezas sin ojos y los pequeños dientes afilados de sus bocas. Mi espalda empezaba a ser engullida por el limo. No puedo expresar con palabras la infinita alegría que me inundó cuando me imaginé en una fosa oleaginosa de hidrocarburos, descomponiéndome entre el carbono inmortal de ballenas, de dinosaurios, de otros peces abisales que encendieron sus lucecitas hace milenios y que serán extraídos junto a mis restos negros y serán luego convertidos en gasolina, que moverá los coches que, allá arriba, empiezan ya a circular, un poco antes de que amanezca. Texto: Diego Sánchez Aguilar

Fotografía: Cristina Gutiérrez



LOLITA Hay cosas que no puedes decirle nunca a tu mujer. Dicen. Por ejemplo me gustan tus cartucheras. Aunque sea cierto. O esa papada me pone como loco. Aunque te ponga. O desde que estás más rellenita me gusta más cogerte. Aunque te guste. Hay cosas que no puedes decirle nunca a tu mujer. Yo estaba a punto de decirle una. Escuché cómo metía el coche en el garaje, cómo, con el motor apagado ya, dejaba terminar la canción que estaba escuchando y cómo, apenas un minuto después, apagaba el equipo, bajaba del coche, cerraba la puerta y subía las escaleras, con ese ruido de tacones que, últimamente, yo ya no soportaba. Luego abrió la puerta que unía la cocina con el garaje, dejó las llaves dentro del frutero, colgó la chaqueta de la percha y se quitó los zapatos. Hay cosas que no debes decirle nunca a tu mujer. Aunque sean ciertas. Aquella tarde, además, todo apuntaba a que su estado no era el idóneo para encajar según qué cosas. Alerta de fuego. Nivel rojo. En realidad, su estado nunca era óptimo para encajar según qué cosas, para ser rigurosos. Concretamente, nunca lo era desde que atravesamos la barrera de los diez años de casados. Pero aquel día, especialmente, entró en el garaje con el volumen demasiado alto, tardó en cerrar la puerta demasiado tiempo, subió las escaleras a un ritmo demasiado lento, lanzó las llaves dentro del frutero demasiado fuerte, colgó la ropa en un percha demasiado alta y comenzó a quitarse los zapatos demasiado tarde. Demasiados presagios. Me gustan tus cartucheras. Esa papada me pone como loco. Desde que estás más rellenita me gusta más cogerte. Dime que has hecho algo interesante, me dijo. Yo la miré como miran los niños a la noria, sin saber muy bien dónde mirar, exactamente. He sacado Lolita de la biblioteca. Me gustan tus cartucheras. Esa papada me pone como loco. Desde que estás más rellenita me gusta más cogerte. He sacado Lolita de la biblioteca. Si tu vida sexual no es satisfactoria no debes decirle a tu mujer que has sacado Lolita de la biblioteca. Yo la miraba sin mirarla. Dime qué has hecho tú , cariño. ¿Lolita? Puedes llamarla Lo, si quieres. O Dolores. Estás enfermo. ¿Enfermo? ¿Por sacar un libro de la biblioteca? No. Por sacar un libro de la biblioteca no. Por sacar un libro de la biblioteca donde un cuarentón como tú se lo monta con una niña de doce años y un metro y medio de estatura. Debo reconocer que lo del metro y medio de estatura me sorprendió. Muchas de nuestras amigas no miden mucho más de un metro y medio de estatura y no creo que por eso sus maridos, goteando deseo por ellas, sean unos enfermos, como tú dices. Lo de los doce años, vale. Aunque en España las relaciones sexuales consentidas con adultos son legales desde los trece años. Las mujeres de nuestros amigos no tienen doce años. Lo de los doce años, vale. Ya te lo he dicho. Pero no entiendo lo del metro y medio de estatura. Estás enfermo. ¿Enfermo? ¿Y todos estos que han sacado el libro antes que yo? (le enseñaba la hoja pegada a la solapa donde se registran los préstamos del libro) ¿También están enfermos? También. Pero si no los conoces. Me da igual. Enfermos. La gente sólo quiere leer, ¿lo entiendes? Enfermos. Nadie quiere montárselo de verdad con una doceañera de metro y medio por leerse un libro. No seas exagerada. Me gustan tus cartucheras. ¿Y cómo se te ha ocurrido? ¿Has salido a la calle, esta mañana, y has pensado voy a sacar Lolita de la biblioteca? Esa papada me pone como loco. Es una de las obras maestras de la literatura universal del siglo XX. Desde que estás más rellenita me gusta más cogerte. Seguro que lo has hecho por motivos literarios. He sacado Lolita de la biblioteca. Imbécil. Y a partir de ese momento hizo hacia atrás todo lo que antes había hecho hacia delante. Volvió a ponerse los zapatos, descolgó la chaqueta de la percha, cogió las llaves de dentro del frutero, abrió la puerta que unía la concina con el garaje, bajó las escaleras con ese ruido de tacones que, últimamente, yo ya no soportaba, subió al coche, puso la música a todo volumen y se fue. Y yo me quedé a solas con Lolita. Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita. Hacía tiempo que la sangre no se me agolpaba en la entrepierna tan deprisa. Me gustan tus cartucheras. Esa papada me pone como loco. Seguro que lo has hecho por motivos literarios. Imbécil.

Texto: Natxo Vidal

Fotografía: Cristina Gutiérrez



CAMBIAR EL MUNDO

Aquella noticia del periódico le alegró el día a Tomás. Esa misma tarde se iba a celebrar una gran manifestación en su ciudad. La prensa había bautizado la concentración con las siglas 15M, pero a Tomás eso le daba igual. A sus ochenta años no se perdía ni una sola manifestación. Le daba igual que fuera en contra de la mili, a favor del aborto o contra los continuos recortes del gobierno de turno, Tomás acudía puntual a todas a ellas. Tras tantas décadas de dictadura, él se había prometido disfrutar de ese placer hasta el día de su muerte. En contra de los consejos de sus hijos y a pesar de los reproches de su mujer, Tomás salió temprano y, a su ritmo pausado, llegó hasta una de las plazas por las que pasaría en unas horas la manifestación. Allí, sentado en un banco como tantos otros ancianos esperó hasta que comenzó a escuchar el griterío y las consignas. En ese momento, y como siempre hacía, Tomás se colocó en la acera y en cuanto la primera pancarta llegó a su lado hinchó los pulmones y gritó con todas sus fuerzas “¡Hijos de puta!”. Los manifestantes lo miraron malhumorados, pero ninguno se atrevía responder a aquel señor que les increpaba diciéndoles “rojos de mierda” y “cabrones”. Tomás siguió gritando la media hora que duró la manifestación y después volvió a casa ronco y satisfecho como siempre.

Texto: Basilio Pujante

Fotografía: Germán Merino



CUANDO LAS ROSAS MUEREN A LO BONZO

El hombre era papel o el papel era hombre. Nunca se supo, pero todos miraban con interés a ese tipo. Los primeros en llegar fueron los bróker -PUM PUM PUM PUM PUM- y a cada paso salpicaban sus trajes de ceniza. Después llegaron los niños, y con ellos, todos los ancianos. Llegaron los ciclistas, las modistas, las floristas. Llegaron los ociosos, los borrachos, las mujeres. Todos miraban al hombre, tal vez horrorizados, tal vez extasiados o bajo la indivisible curiosidad de la prisa, de las cosas con prisa y la angustiosa sensación de que todo termina. Miraban los ojos del hombre, la boca del hombre. Miraban su cuello, el pecho, las manos del hombre. -De mi calle ya sólo recuerdo la rayuela. Yo, el paso lento de los coches por la tiza. No amarás. Corre mucho, no te muevas, pero teme. Juan ha muerto. Dos gintonic, por favor. Me gusta Johnny Keats. Eres gilipollas. Te digo que el morado. ¿Lo has visto? ¿Todavía no lo has visto? De entre todos, el primero. En esta ciudad, uno puede morir de frio. Esta no. La siguiente tampoco. Sólo hasta el final y gira. Fuma. Compra. Vende. Si. Sí y no. No o sí- y la voz de la tertulia iba convirtiéndose en un solo atisbando el cansancio, lo fatal, la dulzura en las manos del hombre. Todos se reunían a su alrededor. Respiraban. Esperaban ansiosos. Escrutaban al hombre, los movimientos del hombre. Lo observaban con atención y todo era silencio y círculo, y todo se contuvo el tiempo suficiente, los segundos suficientes en el anhelo remoto de la tarde cuando entre el gentío el hombre alzó las manos y TACHÁN: para todos ustedes, esta rosa de papel ardiendo entre mis dedos.

Texto: Antonio Pérez Abril

Fotografía: Cristina Gutiérrez



NOCHE DE FIESTA Sales algo mareado de la fiesta. Apenas logras tenerte en pie. Un regusto amargo recorre tu garganta y casi no puedes contener el vómito. Necesitas aire. Juras no volver a meterte esa mierda. Son las cuatro de la mañana y no hay un alma en las calles. Tampoco hay nada en tus bolsillos. La opción del taxi queda descartada. Pero no importa. Son cuarenta minutos. No es tanto. Además, te viene bien andar. Quizá así logres despejarte un poco por el camino. Solo debes tener cuidado. Como siempre lo has tenido. Cuidado y ya está. Evita el callejón. Y ya está. Hay que rodearlo. Es más largo así, es verdad. Se tarda más. Pero es mejor ser cuidadoso. Sin embargo, esta noche te sientes diferente. Esta noche eres valiente. Esta noche no tienes miedo. Qué puede pasar. Es sólo un callejón. Oscuro y estrecho, sí. Pero un callejón al fin y al cabo. Así que decides atravesarlo. Se escucha un murmullo a lo lejos. Deberías alejarte. Pero esta noche eres valiente y sigues caminando. Entonces ves la escena: cinco adolescentes acorralan a un mendigo al final del callejón, justo debajo de una farola. En silencio, observas cómo se ríen de él, lo tiran al suelo y comienzan a darle patadas y puñetazos. Todos a la vez, sin ningún tipo de orden. Violencia en estado puro. Percibes los golpes secos y se te revuelve el estómago. El vómito agrio casi vuelve a subir por tu garganta. Y entonces te quedas paralizado. Odias la injusticia, no toleras lo que está ocurriendo. Pero ahora no sabes qué hacer ni cómo actuar. Así que intentas pasar desapercibido y volver por donde has venido. En ese momento uno de los jóvenes se da cuenta de tu presencia y te grita algo en un idioma que no entiendes. Es rumano, piensas. Luego, todos te miran comienzan a reírse de ti. No te persiguen, ni te vuelven a gritar, sólo se ríen. Te hacen gestos y se ríen. Y eso es lo que te descoloca. Y sin saber exactamente por qué, comienzas a correr hacia los jóvenes lleno de rabia, con la cara desencajada y con los puños en alto. Pero cuando llegas a su altura, en lugar de abalanzarte sobre alguno de ellos, gritas algo cuyo significado ni siquiera tú puedes entender y golpeas con toda tu fuerza al mendigo, que emite un alarido que se te clava en los oídos. Entonces, sin pensarlo demasiado, comienzas a darle patadas en el estómago con tal intensidad y violencia que los jóvenes se asustan y salen corriendo. El hombre llora y pide clemencia. Tú quieres parar. Por supuesto que quieres parar. Pero hay algo dentro de ti que no te deja frenar. Esta noche eres valiente. Esta noche es diferente. El indigente consigue evitar una patada y te mira fijamente a los ojos implorando piedad. Y es en ese instante cuando descubres que su rostro te es familiar. Demasiado familiar, piensas. Ves en él los ojos de tu padre. Tu padre anciano, que lleva varios años desaparecido. Te estremeces por completo. ¿Es posible que este mendigo sea el hombre que tanto tiempo has estado buscando? ¿Es ése tu padre? Y la formulación de esta pregunta te hace pegarle aún con más fuerza. Le pisoteas la cabeza una y otra vez hasta que consigues desfigurarle el rostro, hasta que la sangre salpica tus pantalones. Sin embargo, cuanto más le desfiguras el rostro, cuanto más fuerza ejerces con tus pies sobre su cráneo, más se parece a ti. Y su rostro se convierte en un espejo. Un espejo en el que te ves reflejado y que acaba poseyéndote. El rostro eres tú. Quizá por eso poco a poco comienzas a sentir un tremendo dolor en el costado y en la cabeza. Y entonces te detienes súbitamente. Pero el dolor, en lugar de aminorar, se hace más fuerte. Y la única solución para paliarlo parece seguir pegándole, haciéndote un daño terrible, sintiendo su dolor en todos los rincones de tu cuerpo. Hasta la extenuación. Hasta extraviarte por completo. Hasta no saber dónde acaba él y comienzas tú. Hasta perder el sentido. No sabes el tiempo que dura esta locura. Pero ahora, al salir el sol, te sorprendes dando puntapiés a una pared, con los zapatos rotos, los pies llenos de sangre, y una masa de personas mirando fijamente hacia el lugar en el que estás. Te vuelves hacia ellos y preguntas por el indigente. Nadie te contesta. Algunos dejan caer unas monedas cerca de ti. Texto: Miguel Ángel Hernández-Navarro

Fotografía: Mar Sáez



DESCENSO Ocurre a veces. Ocurre que la vecina a la que a menudo oyes enfadarse y luego gemir, o al revés (da igual el orden porque esa suma da a su vez otra operación en forma de multiplicación: convivencia por conveniencia), coincide contigo en el ascensor. Te subes a ese fantástico aparato eléctrico para descender a la planicie. Tú, que vives (o más exactamente, sobrevives) en un cuarto piso de un edificio del extrarradio. Tú, que sobrevives en las alturas, y de vez en cuando bajas para tocar con tus pies el suelo raso de tu existencia. Desciendes, es curioso, para no perderte en el abismo voladizo que planea esa cuarta altura. Sucede que en el transcurso de ese viaje en ascensor hablas con tu vecina cincuentona del tiempo, del calor que hace en la calle, de la que se os viene encima este verano. De territorios comunes. Ocurre que os despedís, como si tal cosa, en la puerta de entrada al edificio sin saber que vuestros caminos discurrirán paralelos durante los próximos treinta y cinco minutos. Tú, caminas tranquilo, fumando un cigarrillo, revisando tu móvil cada cierto tiempo, disfrutando de cada pisada sobre la losa. Ella, también tranquila, acordándose aún de que hubo un tiempo en que el movimiento de sus caderas te provocó cierto deseo. Por eso, piensas para ti, también ella camina tranquila, bamboleándose a sus cincuenta y tantos años, y mirándote de tanto en tanto de refilón. Camináis, insisto, en paralelo, pero por aceras distintas. El uno enfrente del otro. Ocurre que durante ese trayecto hacia alguna parte que ya has iniciado te cruzas con aquella chica del Instituto a la que te intentaste ligar con poca maña. Entonces, como ahora, eras un mal estratega. Y eso siempre te pasó factura. Intentas mirarla de frente, pero hay algo que te lo impide. No sabes el qué, pero lo hay. Quizá la vergüenza de recordarte derrotado, como ahora. La esquivas, aunque no del todo. Tratas de comprobar si de algún modo ella te ha reconocido. Y no. Ni te ha reconocido ni apenas te ha dedicado una milésima de segundo cuando os habéis cruzado. Sus ojos marrones, acuosos y perfectamente perfilados, no se han detenido en ti. Sucede que al continuar tu camino y llegar a la altura de una Iglesia ves como salen todos, en tropel, de celebrar la eucaristía. Estás escuchando cómo suenan las campanas al mismo tiempo que ves cómo los feligreses charlan animadamente, alegres, en paz, con su conciencia tranquila. Y mientras oyes y ves esa escena te preguntas por qué tú no tienes nada que celebrar. Tratas de repasar mentalmente en qué te has equivocado para haber confundido (con intención, o sin ella) la parroquia. Y, como siempre, no encuentras el porqué. Otra pregunta sin resolver que se te acumula en la cuenta. Entretanto tu vecina sigue ahí. Caminando en paralelo a ti por la otra acera. Mirándote de reojo, cada cierto tiempo, para acompasar sus pasos con los tuyos.


Y así, sumando pisadas, llegas a la vía más transitada de la ciudad. Esa vía que todo el mundo en la capital conoce. El vial (ese medicamento urbano) en el que a menudo practicas forzado un deporte llamado ir de compras. Y es ahí cuando decides iniciar tu macabro juego: contar a los sin techo que te vas cruzando. Uno, dos, tres, cuatro (ésta con su hijo), cinco, seis, siete, ocho (éste con su perro), nueve, diez… Así, hasta que decides dejar de contar. La estadística va a ser tan elevada que mejor dejarlo aquí, cuando apenas llevas media vía recorrida. Para ti, no como para otros, son personas, no números. Por eso decides dejarlo, desesperado. Es demasiado duro para un día como éste. Quizá en otro paseo decidas terminar tu juego. El de hoy –recuerdas cuál era tu objetivo al salir de casa- pretendía ser un paseo tranquilo hasta alcanzar el lugar para la cita. Ese territorio común. Bajar de esa cuarta altura para tocar la superficie asfáltica. Lo recuerdas y te sonríes: Asfalto es una palabra que siempre te ha hecho gracia. Asfáltico es aún más divertido. Sucede entonces que, sumido en el sumidero de tus pensamientos, has llegado ya hasta tu punto de encuentro. Casi sin darte cuenta estás en el centro de la ciudad. Tres cigarrillos, dos tuits, y treinta y cinco minutos después estás ahí. Igual que tu vecina cincuentona, rubia tintada, bamboleante. Ella también ha llegado a su cita. La diferencia es que a ella la están esperando. Su marido le levanta la mano en un gesto cómplice de avistamiento de pareja. Tu vecina se acerca en actitud coqueta al marido, que también es lógicamente tu vecino. Lo besa. Te mira. Lo vuelve a besar. Esta vez no te mira. Le da la mano y se la aprieta fuerte. Se despide de ti a su modo. Como sólo lo sabe hacer una mujer cincuentona, bamboleante, extrovertida. Ambos se giran y entran en una galería comercial. Y ahí te quedas tú, solo, esperando a tu cita. Has completado el camino junto a tu vecina. Pero ella se va primero. Se va, como se va de casa cada vez que se pelea a gritos con el marido, tu vecino. Aunque luego vuelve, y esas noches son las de más gemidos. Y otra vez se repite la multiplicación: convivencia por conveniencia. Ocurre en ese momento que enciendes el cuarto cigarrillo de un paseo ya finalizado. Miras el móvil. Retuiteas sin pensarlo mucho un tuit de contenido político. Miras tu reloj, aunque no te impacientas. Esta vez te sientes seguro. Cinco minutos después aparece ella. Camina con la cabeza baja, el bolso apretado bien fuerte contra su costado, abriéndose paso entre los distintos grupos de gente. Al llegar hasta ti es ella la que te besa en la mejilla. Pero eres tú el que se arranca con las primeras palabras: - Por favor, vamos a un bar. Tengo algo que contarte. Texto: Álvaro Pintado

Fotografía: Cristina Gutiérrez


manifiesto errante


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