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Mares, montañas: fragmentos de un viaje | Alexandre Christiaens

MARES, MONTAÑAS: FRAGMENTOS DE UN VIAJE

Alexandre Christiaens

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Hace dos años, recorrimos con mi esposa Dominique el norte de Chile, del desierto de Lauca al Atacama. Desde entonces, no he dejado de pensar en volver a esos lugares para continuar mi colecta de imágenes y sonidos.

Es plena noche. Conducir sin ver los paisajes que atravieso me es impensable. La distancia para llegar a mi cita de mañana en Antofagasta me permite una pausa. Desconfiado por instinto, busco un lugar donde no pueda ser visto por aquellos que no veo. Inmerso en mi saco de dormir, con el equipaje como almohada, mi mirada fija en la multitud de astros de la Vía Láctea: las constelaciones, las nebulosas intuidas. No dejo de pensar en las dos semanas pasadas en la meseta de San Pedro de Atacama, en los encuentros inesperados y fructíferos: en Verónica, que desarrolla una residencia artística; en José, talentoso músico y astrónomo pedagogo, chamán de cuerpo y alma; en Robin Son, jinete con el que paseamos horas entre el Valle de Marte y el Valle de la Muerte. Me vuelven también a la mente el furtivo y extraño encuentro con un joven tatuador deseoso de un retrato de su cuerpo pintado. Pienso en los volcanes que volví a ver, en las geologías del mar y de la lava. El océano hace un ruido ensordecedor. ¿Estaré acostado muy cerca? Me giro para estimar nuevamente la distancia que nos separa: unos 20 metros, las olas no deberían alcanzarme.

Esta mañana al alba, tomé la carretera costera de Tocopilla hacia Iquique, 230 km de un tiro. La luz blanca del amanecer cincela el relieve montañoso que bordea el océano. Mi entusiasmo aumenta con la claridad: sé que el momento es efímero y quisiera pararlo para continuar el camino con la belleza de la aurora. Más tarde, en un paisaje aplanado por la luminosidad, modelado por el fuerte contraste, me obstino en llegar a una salina surgida del mismísimo infierno. ¿Fue la fotografía la que reveló a mi memoria los lugares y territorios recorridos?

A través del visor, me doy cuenta de que el cuadro refleja precisamente la imagen que me ha hecho regresar a estos sitios: de pie sobre el mismo peñasco que hace dos años. No inmortalizo la imagen y decido sentarme. Quizás para sentir que formo parte de la Tierra, de la montaña y de los mares que he recorrido. Es del incesante encuentro con el paisaje, con lo silvestre, con lo mineral, con lo oceánico, que mis viajes fotográficos extraen el sentido. ¡Maldito sea! Las sales de plata forman parte integral de mi práctica fotográfica. ¿Vendrán de las minas chilenas? ¿Toda práctica tendría que ser reconsiderada por el bien de la tierra?

Marzo del 2020: frente al brote de ese minúsculo virus que, aún hoy, tiene a la humanidad en la diana y al mundo entero en vela. El viaje a Valparaíso y mi participación en el Festival Internacional de Fotografía de Valparaíso (FIFV) fueron aplazados. Mucho más que la constatación de nuestra impotencia frente a esta pandemia, se revela otra falla aún más devastadora: nuestra autoridad sobre los seres vivos se fisura. La Tierra tiene muchas cosas que decirnos. Debemos tomar otros caminos, estar atentos, escuchar lo que hemos olvidado, negado, reprimido.

Luego del reencuentro con el paisaje de la célebre meseta con su costra de sal, vuelvo a la carretera costera. Paso nuevamente el control departamental y sanitario, pero en la dirección opuesta. Viajo solo. El día se aplaca, la vida se apacigua en previsión de la noche. Me detengo, salgo del La marejada toma forma en el automóvil con mis cámaras fotográficas, vuelvo a la carretera, paro nuevamente para sentir la jubilosa horizonte, movimiento de gran experiencia de lo que se ofrece a mi vista. El mundo vivido se funde con el perceptible. No tengo edad, potencia: es una caja torácica extasiado con esta naturaleza que me atraviesa. ¿Podría solamente sentarme aquí? Por ahora, prefiero oceánica, gigante entre los acompañar el movimiento. Fijar en el lado sensible de mis rollos blanco y negro los pelícanos, numerosos, que gigantes que respira. sobrevuelan una línea de batalla: como proyectiles, perforan el horizonte de caza con los charranes árticos; se sumergen, los leones marinos y delfines emergen, los peces quedan atenazados. El océano se liga de afuera hacia adentro. La vida pura y salvaje toma y se da, lo vivo se sella con pactos primordiales. El sol, él también, penetra el manto curvado del horizonte antes de desaparecer. ¿Estaría mi entusiasmo provocado por el paisaje? Soy un caballo al galope, filmo y fotografío con los ojos y la alegría de un niño.

Mediados de marzo del 2021. Seguir un camino es escuchar nuestro instinto, es involucrar nuestro corazón y nuestros miedos. Recojo mi bolso de viaje para Valparaíso. Casa espacio. Unos días después de mi llegada, las fronteras cerraban: Chile vuelve a ser zona roja. Indecisión: ¿tratar, a pesar de los pocos contactos posibles, de forjar enlaces con los pescadores o irme al interior, de Magallanes a San Pedro de Atacama?

Observo la marejada. El ruido de las olas cercanas me mantiene insomne. Más lejos, la marejada toma forma en el horizonte, movimiento de gran potencia: es una caja torácica oceánica, gigante entre los gigantes que respira. Ya no me siento como un caballo al galope sino como un fitoplancton, ni más ni menos. Todas las relaciones son reciprocidad. Mirando a mi alrededor se ratifican la unidad y la multiplicidad infinita de los axiomas de la vida.

Deben ser las dos o tres de la mañana y mi saco de dormir ya está bien húmedo: me refugio en mi auto para terminar de pasar la noche. De repente, un grito del exterior me despierta: la luz de una linterna recorre las olas, por momentos también a mí con una intención que imagino dudosa. Torpe, atascado, froto el vapor de la ventanilla y distingo a dos personas caminando por la orilla del mar. Un hombre y una mujer, me parece. Echan a un gran perro a golpe de piedras y palabras déspotas. Y luego, como una aparición divina más real que en las pinturas de Félicien Rops, un enorme cerdo del tamaño de dos carretillas repletas, los alcanza. Desaparecen en un minuto, como llegaron, apagando la linterna que los hizo surgir en mi campo visual. Sorprendido, entre dudas y pereza, no inmortalicé la escena. Al amanecer, confuso, recorro en vano un pueblo no muy alejado de allí y que creía abandonado. Debo llegar a Antofagasta: tengo una cita en SACO, han previsto una discusión con un grupo de fotógrafos. Mi visión nocturna me obsesiona, como una zarza ardiente.

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