RUTA AZUL
Paseo en lancha por los ca単adones de Puerto Deseado, Santa Cruz.
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La otra Patagonia
Ruta Azul
Un viaje por el Sur desde Comodoro Rivadavia hasta RĂo Gallegos. Parques marinos, bosques petrificados, faros y atractivos desiertos, ideales para que te relajes y disfrutes del viento. texto: Constanza Coll | fotos: darwin expediciones y ente patagonia argentina
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El guardaparque en Dos Bahías tiene 67 y escribe canciones en temporada baja: “También arreglo relojes, sé de mecánica y tengo a mi pareja de búhos. ¡Cucú! ¡Cucú!”, los llama, con un pedazo de carne en la mano.
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l tren no pasa hace treinta y dos años en la vieja estación de Fitz Roy. El suelo es de canto rodado y se puede escuchar cómo las piedras se aplastan y golpean entre sí al caminar. No hay árboles ni casas ni calles en muchos kilómetros a la redonda, y el silencio sólo se quiebra con el maullido de un gato que trepa unas chapas oxidadas y una cumbia que trae la Ruta 3 a la hora de la siesta. Quedó poca gente, unas quinientas personas que se animaron al viento patagónico, al calor seco bajo el sol y a las heladas por la noche, a las canillas con agua fresca sólo dos horas al día. Y esto contando también a los habitantes de Jaramillo, la próxima parada en el trazado ferroviario que alguna vez llevó ganado, petróleo y minerales de Comodoro Rivadavia al puerto de Deseado. La estación de Tellier tuvo más suerte, fue restaurada y recuerda las épocas doradas del pueblo. Hay máquinas tipográficas y telégrafos, gorras, silbatos, fotos en sepia y algunos bronces que no pudieron robarse. Marcos Arias fue el último jefe de la estación: “Cuando arranqué tenía 28 años, era un tipo pintón, vivía con mi mujer y mis dos hijas en el piso de arriba, ¡temblaba de lindo cada vez que pasaba el tren!”, recuerda acodado en la ventanilla de boletería este hombre que hoy, con casi 82 pirulos, todas las
mañanas abre las puertas del museo. Los fines de semana hay dos personas más, Mónica y Diego, que recuperaron el salón comedor y amasan pizzas con nombres de personajes locales, como la de mozzarella, jamón cocido, ananá y cerezas ($ 58), que se llama Cucusa Temporeli en honor a un ferroviario muy querido. Esta es una de las Patagonias, la que recorre antiguas estaciones de tren y pueblos casi fantasmas. También se puede viajar por el sur buscando huellas de la gran huelga obrera en la Santa Cruz de los años veinte o caminos que atraviesan bosques petrificados y grandes estancias. Pero esta vez la ruta bordea la costa y mira al mar profundo desde acantilados, playones de piedritas, bahías naturales y puertos pesqueros. El avión salió temprano de Buenos Aires y aterrizó antes del mediodía en Comodoro, provincia de Chubut, destino al que sólo se podía llegar embarcado hasta mediados del siglo XX. Es la ciudad de los vientos, capital nacional del petróleo y cabecera de la nueva Ruta Azul, que recorre parques marinos hasta Río Gallegos. El extremo norte de esta ruta es Camarones, a 260 kilómetros de Comodoro. En este pueblo de casas bajas, donde el ingrediente estrella es el salmón blanco y las habitaciones de hotel son ridículamente caras (desde $ 270 la doble en el Indalo Inn, frente a la plaza principal), dio sus primeros pasos Juan Domingo Perón. La casa del General fue reciclada y convertida en museo histórico con tres salones: El Legado, El Mito y Perón antes de Perón, donde se pueden ver algunos de sus juguetes, pinturas y las cartas que le escribía a su papá, Juez de Paz de la ciudad de Camarones. Desde acá y por un camino de ripio se llega a Cabo Dos Bahías, un mirador desde el que se puede ver la bahía Juan Gregorio y la de Camarones, islas enormes repletas de pájaros y un río por donde, días menos brumosos y ventosos que el que tocó, se puede salir a navegar. Los protagonistas de esta reserva provincial son los guanacos y los pingüinos magallánicos, que suman miles y te pasan por al lado como a un poste. Ningún problema. El guardaparque en Dos Bahías es Eduardo Ibarra, tiene 67 años y escribe canciones en temporada baja: “Acá estoy doce horas todos los días y no me iría nunca, es mucho más que mi casa, pero a veces se hace difícil, hay que saber entretenerse cuando hace frío y no llega nadie. Por eso escribo, arreglo relojes; sé bastante de mecánica y tengo a mi pareja de búhos. ¡Cucú! ¡Cucú!”, los llama, con un pedazo de carne en la mano. Su mujer le ceba mate, se llama Eloísa, tiene ojos turquesas, labios fucsias, y es descendiente de galeses.
infografía: fernando san martín.
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Primer plano de un pingüino de penacho amarillo.
Otra opción: cabalgatas en la Bahía Bustamante.
Anochece en el Puerto Darwin de Deseado.
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PUERTO DESEADO Distancias patagónicas: todo queda lejos y en el medio, mata achaparrada, algunos guanacos, maras y mucho, mucho polvo. “Por esto vienen los europeos, por la nada, por las extensiones infinitas de nada -me cuenta Sebastián Gennari, que hace excursiones y travesías a pedido con motos BMW-. La semana pasada viajé con una pareja de rumanos hasta Ushuaia y lo que más les fascinó no fue el Calafate ni el Perito Moreno, sino la nada de la Ruta 40”. De camino a Puerto Deseado se agradece una parada en Caleta Olivia para estirar las piernas. Imperdible la foto en el monumento al Gorosito, peón del petróleo. Puerto Deseado está 130 kilómetros corridos de la Ruta 3, y es distinto a los otros pueblos y ciudades. Acá las calles suben y bajan, hay casas de distintos colores y formas, bares y hoteles mejor puestos. Vale la pena pagar unos pesos de 46
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más por una habitación con vista al mar; es azul-azul, como el de un pomo de témpera. Hay gente que se queda dos o tres días para ver los obligados de Deseado y sigue rumbo a las vedettes patagónicas. Pero cada vez son más las personas que descubren todo el encanto de este puerto escondido donde, en el año 1833, desembarcó Charles Darwin para explorar y desarrollar su Teoría de la Evolución de las Especies: “No vi otro lugar que parezca más aislado del mundo que esta grieta entre las rocas en medio de la inmensa llanura“, escribió en su libro de viaje. Así como esta crónica podría recorrer el antiguo trazado ferroviario o los distintos bosques y playas petrificadas, o las cicatrices de la trágica Patagonia Rebelde, también podría ser una hoja de ruta por los distintos faros. En cada postal del sur hay un alfil de fondo, recién pintado o gastado por el mar, en función o abandonado, más
o menos famoso. El de la Isla Pingüinos, a una hora de lancha desde Puerto Deseado, fue construido en 1913 junto a las ruinas de una vieja factoría de lobos marinos. Durante quince años, a fines del siglo XVIII, en esta isla se cazaban lobos por su grasa y su piel. Sólo en el primer año se mataron treinta mil animales. En el gomón somos dieciocho personas contando a los guías. Hay una familia de marplatenses, una pareja de porteños y el resto son suizos, italianos y polacos. Bert viene subiendo desde la Antártica con su esposa y una cámara de televisión profesional que usa como hobby: “En la Patagonia hay tanto espacio que no entiendo por qué los inmigrantes ilegales eligen apilarse en Suiza”. Sonya también está impresionada por los paisajes sureños, pero lo que la trae por segunda vez a esta excursión son los pingüinos, cormoranes, delfines y lobos: “Ves de
En los acantilados de roca volcánica, lobos y lobas hacen fiaca. Frente al mar abierto, posan para las cámaras los pingüinos de penacho amarillo. todo, mucho, y en un solo día”. El mar parece una pileta y cada dos por tres Daniel o Ricky nos tiran coordenadas para descubrir algún animal. No se necesita buena vista ni binoculares, la fauna es confiada y se acerca, nos baila alrededor, nos mira curiosa. Todos sacan fotos como locos, y Ricky también, aunque haya nacido en Deseado y se pasee por la zona desde los 15 años. Dice que todos los días se presentan situaciones diferentes y que de una temporada para la siguiente hay muchos más animales. En la Isla no hay muelle, así que hay que animarse a dar un saltito para bajar. Después Ricky se lleva la lancha para anclarla en un lugar seguro y rema hasta la playa. Más tarde supe que fue tres veces campeón nacional de kayak, y el primero en representar a la Argentina en una carrera internacional. En cada punto cardinal de la isla vive una colonia diferente. De un lado los magallanánicos y las gaviotas cocineras; en unos acantilados de roca volcánica lobos y lobas hacen fiaca; en el centro, los escúas y ostreros defienden sus nidos y, frente al mar abierto, posan para las cámaras los muy australes pingüinos de penacho amarillo. Este es el spot elegido para tomar unos mates con pepas y charlar en el idioma que se pueda. Daniel Pandini usa gorra y bastones de trekking. Escapó de Buenos Aires hace dieciocho años con rumbo al sur, cada vez más al sur, y se pasa la vida entre excursiones 4x4 por la Ruta 40, travesías en dos ruedas por la cordillera y paseos embarcados en Bariloche y Puerto Deseado: “Esto es mi vida, soy adicto a los paisajes patagónicos y a los animales, no me puedo quedar quieto, el único problema es conseguir una muchacha que me siga el ritmo”, confiesa.
El circuito costero de San Julián recorre 27 kilómetros por ripio, siempre con vista a la ciudad. Pasamos de largo la primera parada, no hay ningún religioso abordo que quiera hacer el vía crucis del cerro Monte Cristo, donde Magallanes asistió a la primera misa argentina. Un poco más adelante y cuando la marea está baja se puede cruzar a una isla y ver pingüinos de Magallanes. Pero la marea está crecida, así que seguimos ruta. El guía está de prestado, se llama Mauro y trabajó un par de años en la secretaría de turismo de Julián, hasta que lo llamaron de la Casa Rosada para ocupar el puesto de técnico ceremonial. Después de pasar por varios miradores y un faro de principios del siglo XX llegamos a la fábrica abandonada de Swift, un monstruo inglés que quebró en la década del ‘70 y del que sólo quedan paredes apiladas, pedazos de máquinas inmensas, chapas oxidadas y, entre los escombros, botellas rotas que evidencian la falta de un boliche donde divertirse el fin de semana. “Se llevaron todo lo que pudieron, en todas las casas de San Julián hay un souvenir marca Swift”, dice Mauro señalando las aberturas sin puertas ni ventanas. La última parada del circuito es en otro no-lugar, Playa Grande, donde alguna vez funcionó una mina de carbón y hubo una colonia de lobos marinos. No es fácil hacer shopping en la Ruta Azul, todo es made in Calafate, Bariloche o San Martín de los Andes, pero San Julián
tiene algunos escondidos que vale la pena visitar. En el Centro Artesanal Municipal (sobre Mariano Moreno, entre Mitre y San Martín) funciona una escuela de cerámica para chicos y una cooperativa de tejedoras que venden todo lo que hacen. Un poco más alejado del centro, en un barrio de casas idénticas y sin rejas, Enrique Bosso ocupa sus horas de jubilado en un microemprendimiento personal. Usa un pequeño jopo peinado con gel, camisa abierta hasta el cuarto botón y no para de fumar; me hace pasar al comedor de su casa: “Salgo a cazar guanacos una o dos veces al mes y con eso hago conservas para tirar al techo. La receta es muy simple: se lava, se pone en sal durante tres días, se prensa la carne y después se ahúma con leña de calafate; el resto es poner los lomitos en aceite”. El frasco de guanaco ahumado cuesta 35 pesos.
VOLAR BAJITO De Julián a Puerto Santa Cruz hay apenas 150 kilómetros -aprendí a relativizar-, así que el grupo se anima a un desvío que propone el chofer. El diferencial más radical de Piedra Buena es que tiene agua, litros y litros de agua dulce para mandar a las ciudades vecinas, regar el pasto y las plantas. El problema es el viento que las vuelve locas y no las deja crecer, razón por la cual un grupo de utilísimas decidió poner margaritas y petunias de plástico en
Las gaviotas son figurita repetida a lo largo de la Ruta Azul.
SAN JULIÁN Tres cosas me sorprendieron cuando llegué a San Julián: el supermercado La Tostadora Moderna, que con 104 años es la despensa más antigua de la ciudad; un boulevard que amenaza con desplazar a la 9 de Julio en el ranking de las avenidas más anchas del mundo (y por el que no pasan dos coches a la vez); y un Mirage Dagger con tres buques ingleses tatuados en el lomo en la puerta del Hotel Costanera. Al viento ya me acostumbré, aunque asusta un poco pensar que llega a los 140 kilómetros por hora y voló tres veces el techo de la habitación donde estoy escribiendo. November 2009
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“En la costa los colores cambian, pasan del pastizal amarillento y el polvo terroso al azul profundo y las rocas negras”. DE ARRIBA A ABAJO: Pingüinos de Magallanes; panorámica de la ciudad de Río Gallegos; vista de arriba de la Isla de Pingüinos, en Puerto Deseado.
todos los canteros del boulevard principal y decorar con muchos colores los tachos de basura, paredones y postes de luz. Es el desvío kitsch de la Ruta Azul, que remata con un parque temático con muñecos gigantes de Patoruzú. Leonel es “guía idóneo” de Puerto Santa Cruz. Llegó de Rosario con el ejército y la intención firme de seguir bajando por la Ruta 3 -dice que no aguanta temperaturas arriba de los 12 grados-, pero se enamoró de los paisajes y la vida no-estrés en esta ciudad con 3.500 habitantes. Hace parapente, buceo y usa un outfit indiana que se camufla con el entorno. La primera guiada es por la Estancia Monte León, en medio del parque nacional, donde llegaron a haber setenta mil ovejas y todavía uno puede imaginarse el trabajo cotidiano de los peones de campo, esquiladores y señores ganaderos. En la costa los colores cambian, pasan del pastizal amarillento y el polvo terroso al azul profundo y las rocas negras. Monte León es el último parque marítimo de la Ruta Azul. Fueron 1.500 kilómetros entre idas por asfalto y desvíos por ripio, pingüinos, lobos y personajes sureños desde Comodoro hasta el aeropuerto de Río Gallegos. Esta tarde, Leonel junta muestras de caracoles y plantas medicinales: huevos de tiburón, picorocos, machas, almejas, hojas y frutos que usaban los chonque, aborígenes de la zona, para curar migrañas, dolores de estómago y resfríos. “Yo me animo a todo, como cualquier cosa; con las pruebas de supervivencia del ejército probé el sabor de los guanacos, gaviotas, lagartijas y pingüinos, éste en singular, ¡es asqueroso!”. Leonel confirma la máxima patagónica: todo bicho que camina va a LP parar al asador. 48
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