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1994 DE LANÚS A BARILOCHE Vértigo
A los 26 años me fui de la casa de mi infancia en Lanús, Provincia de Buenos Aires. Recién casada, con una prometedora vida nueva, llegué un agosto a Bariloche, en la patagonia argentina. Mi esposo trabajaba allí y yo lo seguí, con nuestro bebé y mi valija. El deseo de armar una familia y estar los tres juntos, me daba una fuerza maravillosa.
Irme de Lanús me llenó de nostalgia, me fue bañando día a día de una sensación de vacío, similar a un agujero negro y punzante en mi panza, que se hacía cada día más grande.
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(Vacíos de siempre)
Fue terrible llegar a un lugar desconocido. Al principio era una aventura, pero como las aventuras terminan, el cuento de hadas llegó a su fin. La realidad era muy cruel. Varias veces me descubría meciendo a mi bebé frente a la ventana del departamento donde vivía. No había cruzado palabra con nadie en todo el día y hacía horas que estaba allí, mirando la nada misma.
Mi pequeño guardarropa no encajaba. Había que cambiar hasta de forma de vestirse. Descarté mis polleras minifaldas, el viento me dejaba sin ropa a la vuelta de la esquina. Poca remera y mucho abrigo. ¿De cómodas zapatillas? Ni hablar. Siempre me picó la lana. Así, llegaron los gorros, las bufandas, los guantes, las medias térmicas, los sweaters de cuello alto y pantalones, pantalones, pantalones.
Mi esposo trabajaba de noche y dormía de día. Compartíamos la merienda y ese era el momento de mi reclamo, de mi angustia, de mi desahogo. Muchas veces vi la desesperación y la culpa en su mirada. Otras veces, un abrazo, intenso y profundo, me cruzaba como un puente, del lado de la esperanza, de la fuerza, del empuje.
—Pero yo te amo —decía en voz baja.
(Como cuesta sentirse amado. Duele.)
Y yo me encerraba en el baño a llorar.
Una vez por semana iba a la central telefónica para llamar a mi mamá. Escribía cartas y mandaba fotos a Buenos Aires.
Estaba negada a vivir allí. Esperaba el verano para ir de visita a mi casa en Lanús. Viajaba en micro, con mi hijo. Eran más de veinte horas pero el deseo de llegar era tan grande que no me importaba el tiempo de viaje. No soportaba la idea de que mi hijo se criara sin abuelas, porque para mí, mi abuela Rosa llenaba aún todos los espacios.
Durante los inviernos los días eran muy cortos. No había teatros, no había amigas, no había noche y hacía frío. A la tarde, todo el mundo adentro. Lluvia. Nieve. Seis meses incubando y engordando, comía para llenar mi vacío. Me calentaba con un buen café con leche, como cuando era pequeña, o con una rica sopa de verduras como solía hacerme mi abuela. ¡Cómo la extrañaba! Mi copita de licor antes de ir a la cama, me invitaba a brindar por esos buenos momentos. Es que tuve una hermosa infancia.
En la puerta del edificio me esperaba medio metro de nieve que me separaba de la vereda… y de muchas cosas más. Mi calle era empinada. Cuando nevaba, estaba cortada al tráfico y la gente se tiraba en culi-patín para llegar abajo. Recuerdo el primer día que vi la escena. Estallé en llanto y me ahogué en un solo grito:
SOCORRO