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1960 DE PALERMO A LANÚS
M i abuela Rosa, no tan rosa
En nombre del “progreso”, había que dejar la casa chorizo del barrio porteño de Palermo donde mi abuela vivía con mi abuelo Ricardo y sus tres hijos: Cacho, mi mamá y Mario. Lanús era prometedor, un barrio obrero y el sueño de la casa propia. Poco dinero y mucha incertidumbre. Así fue que, crédito de por medio, compraron la casa donde siete años más tarde, nací yo.
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Mis padres y yo vivíamos en la casa de mi abuela materna. Después de su joven viudez, mi mamá no quiso dejarla sola.
Mis veranos en Lanús eran maravillosos. Tardes calurosas de siestas obligadas me conectaban con mi abuela. La acompañaba a mirar sus románticas novelas, mientras ella tejía a crochet guiada por “El arte de tejer”. Amaba comprar jazmines que perfumaban el largo living-comedor de la casa. Las tardes terminaban con la bajada del sol y la tertulia de vecinas. Era una cita obligada. La ronda de mate en la vereda propiciaba un momento de secretos y yo aprovechaba para andar de esquina a esquina con mi bicicleta amarilla metalizada. No me faltaba nada. Me sobraba felicidad por todas partes. Envuelta en perfume de eucaliptus, mis momentos con la abuela eran únicos. Cada tarde, antes de entrar, cortábamos rosas rosadas de su jardín.
Rosa era su nombre, pero debo confesar que mi abuela era una gran mentirosa. Su mamá Socorro había decidido llamarla Gumersinda. A ella nunca le gustó el nombre y cuando se mudó de Palermo a Lanús, se lo cambió por Rosa. Mi abuela era Doña Rosa. Cada 30 de agosto, día de la celebración de la virgen de Santa Rosa de Lima, recibía regalos y como yo sabía que no era su verdadero nombre, buscaba mi complicidad con un guiño de ojos. Y yo se lo devolvía, asintiendo.
Era un secreto entre ella y yo.
(Las abuelas aman en forma incondicional y eso no tiene precio. Y cuando se van dejan un enorme vacío)
1998 - 2000 BARILOCHE Golondrinas
Entonces, busqué sogas que me rescataran del pozo. Empecé a trabajar. Volví a reconectar con el aula, un nido de amor para mí. Conocí colegas que aún son grandes amigas. Me alivió darme cuenta de que Bariloche era un pueblo de golondrinas. Veníamos de distintos lugares del país y a veces de otros países. Algunos venían por un tiempo y después se iban. Otros, como mi familia y yo, decidían quedarse.
Era una combinación de provincias, de tonadas, de músicas, de culturas, de costumbres. Nuestra familia creció. Nació nuestro segundo hijo y ya éramos cuatro. Nos mudamos a una casa grande, con jardín y aunque no hubo comunidad vecinal como en Lanús, se armó un grupo de niños del barrio. Disfrutaba verlos jugar. Fútbol, bicis, patinetas y culi-patín…. Aproveché a armar la mesa grande, como en la casa de mi abuela, y la merienda con leche caliente, tortas y buñuelos, me conectaban con mi niña.