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El ramo
Tengo sobre la mesa del comedor un ramo de espigas y flores secas traídas de la isla por Carla, mi hija menor, en un viaje reciente. Ella sabe que sé dónde fueron cortadas. Hay pocos lugares accesibles donde crecen. Con ellas vinieron la fragancia a mar, la imagen de Navarino y Puerto Williams, frente a nuestro caserío de pescadores, Almanza. Los pequeños botes de colores sobre la costa arenosa y siempre golpeada por las aguas bravas del Canal de Beagle. Allí solíamos buscar el sector de piedras grandes y afiladas, yaciente, como pequeño acantilado. Nos daban refugio de la inclemencia del viento y ofrecían un lugar para la contemplación de la inmensa belleza.
Mientras tanto recogíamos guijarros multicolores, llenando los bolsillos de las camperas.
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Para nuestra familia, aquellos paseos fueron mágicos. Allí, como en tantos otros lugares, prendimos fogones. Dibujamos jugando con lápices y acuarelas. Hicimos expediciones de recolección. Maderas, piedras, hojas, raíces, luego se convertirían en ciudades minúsculas sobre la arena.
Un manojo proveniente de aquella tierra querida está sobre la mesa del comedor. Es una vasija que modelé hace tiempo ya, simulando un canasto con asa de tronco, (tal vez de una rama de lenga pulida por el agua) y a la que di color con tierras recogidas también allí.
En los bosques de ñires y notofagus, hilos de agua se abren por doquier, se bifurcan y bañan laderas, surcan estepas y tundras. A su vera, se forman cada tanto charcos, cargados de lo que parece ser una sustancia aceitosa, acumulación de resinas y hojas en descomposición. Allí encuentro los pigmentos minerales, que transmutarán con la degradación orgánica.
Luego serán tonos rosas y ocres en el horno donde continuará la alquimia. Observo las flores en la quietud de la mesa. Cierro los ojos. Vienen ráfagas, sonidos, aromas. Aquellos parajes del gran archipiélago sureño, rodeados de aguas bravas, devienen hoy en nuevas emociones.
Esas tierras místicas, atraen visitantes desde bitácoras escritas hace mucho, por seres que las surcaron durante años. Aventureros que recorrieron sus confines han dejado huellas y restos a su paso. Esqueletos de embarcaciones forman parte de las vistas costeras. También, adentrándose en sus bosques, se oyen susurros, cantos en noches de brisas livianas. Los árboles, con su crujir y meneo de copas, traen de vuelta a los antiguos pobladores. Junto a ellos la imaginación vuela hacia cielos estrellados. Desde carpas desplegadas y fuego crepitando, los mitos se cuentan, se crean, entre llamas y vasos de vino tinto. Las historias pueblan las islas, tanto o más que quienes moran en ellas. Me han seguido, conviven conmigo de a ratos, en esta casa porteña. Sobre la encimera de la chimenea, lugar de convocatoria al ritual de la hoguera, piedras vibrantes de color lucen el brillo que les otorga el agua del jarrón en el que las puse. En las repisas se mezclan los libros y las cerámicas, chapas devenidas en un quijote o un hombrecito con el poncho barrido de viento. Semillas, frutos, cortezas de especies que me atrajeron alguna vez en una caminata.
Un ángel cuzqueño anida entre pinochas. Como en los follajes, se forjan tramas de elementos y recuerdos.
También llegó el día de dejarla.
Con la partida, esa tierra se fue entrelazando a otras nuevas. Las recorro, como entonces. Sus voces permanecen calladas para mí.
Acaricio las formas que me rodean, mientras escribo, manos, miradas.
Alzo, huelo, llevo, coloco, miro.
La casa muda constantemente, el alma se puebla en continuo.
Sin embargo, el tiempo vivido en la isla de cielos y sueños infinitos, se presenta como los navíos varados en la orilla, espejismo de lo que fue.
La sombra de su vida late. Recuerdos, compañías también.
El ambiente del hogar, cálido. Como aquellos refugios lo fueron para la intensa intemperie.
Las ausencias se sienten a frío. Ese frío de escarcha mañanera, aferrada a cada ramita.
Los paisajes nuevos, aún despoblados, esperan.