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La nieve

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La lluvia

La lluvia

La nieve es un capítulo especial.

Es la blancura inmaculada, los copos livianos y espesos a la vez. Los que mojan y ensucian.

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Es el cielo bajo, de volumen oscuro, parejo y pesado, que se acerca como un navío desde lo alto.

Es el cambio de sonidos hacia tonos bajos, sordos.

Es silencio.

Es paleada de escaleras, patinadas, resbalones.

Es el juego de los niños, ventanas abiertas para que salten desde ellas hacia las inmensas y altas parvas acumuladas.

Es trineo, colores de gorros. Familias jugando una guerra de bolas apelmazadas.

Borceguíes, espolones en las botas. Nunca olvidarse, nunca, de los guantes.

Muñecos de nieve, esculturas, tallado de hielo.

Escarcha, estalagmitas que se convierten en chupetines.

Dibujar en los vidrios, prender motores mucho antes de salir.

Ríos congelados, cascadas congeladas, caños congelados.

Es el esquí en el bosque, haciendo huellas rectas como rieles o triangulares como las de los pájaros.

Escuchar el sonido como lija suave, al avanzar, o el crujir de los charcos congelados al pisarlos.

Es patín en las lagunas. Es risa, es melancolía.

Es la taza humeante, el plato humeante.

La nieve es un estado de convite, de diversión, de encuentros amuchados con la cola sobre estufas y salamandras .

La isla encendida en mil fuegos, en antorchas de montaña y en los hogares de las casas.

La nieve es un cálido recuerdo, de aquellos días, en las tierras australes.

Ritmo de ciudad

Vivo aquí, ahora, en lo que llaman cono urbano, a unos cuantos kilómetros de la capital porteña.

Me rodean árboles añosos, casas con jardines frondosos. Hay arroyos cerca, tristemente sucios de industria y despojos. No cantan, no tienen sonido.

Las calles son de tierra por el barrio, no sé por cuanto tiempo más. Los vecinos protestan, quieren pavimento.

Por acá el viento es escaso, una rareza y hay mucho más sol que lluvia. Los días se perciben cortos.

Me cuentan algunas personas, que hace relativamente pocos años, el lugar era un pueblo con granjas en las casas, muchos montaban a caballo para lo doméstico.

Me cuentan que un día se inició el trazado de la autopista, para que la ciudad mejorara sus multitudinarios ingresos y egresos. Entonces, según dicen, se inició lo irreversible.

Las casas se amuraron, se rodearon de alambres de púa, alarmas. Vino a vivir mucha gente y en poco tiempo se crearon nuevos barrios, trazando calles, tumbando verdes. Las costumbres cambiaron de prisa. Llegaron los comercios con vidrieras y luces y el saludo entre pueblerinos se fue yendo.

La gran ciudad está relativamente cerca de casa. Pero lleva mucho tiempo llegar a ella, surcando el río de autos, en desenfrenada carrera.

La ciudad no es nueva para mí, aunque así me lo parece. No recuerdo el frenesí que veo hoy. Empuja, apura enloquecida, constante. Desde hace mucho, trato de encontrar su color. Hallo en los lugares que visito tonalidades varias, entre tierra y fachadas. Rosados, blancos, ocres, grises enmarcan los parajes. Sin embargo aquí veo manchas sin definición cromática, ni contorno. Se mezclan bajo luces de neón, semáforos, cables, carteles, en ecuación caótica.

Percibo el sonido, repleto de agudos, sin armonía. Privilegiado en contrastes.

Recuerdo que me gustaba caminar las veredas de barrios bajos, ir a buscarlos paseándome en colectivos primero, para detenerme y recorrerlos luego. Épocas de andar con libros, tiempos en bares con la mesa arrinconada junto a la ventana. Observación, frases suspendidas en reflexión, palabras sueltas en servilletas.

Siempre me pareció triste la ciudad, no sé si era ella o yo. Eso fue antes de los chicos, fue con Enrique y las tomas en blanco y negro de la vieja cámara, las que luego había que revelar.

Días gratos, llenos de búsqueda y preguntas. Confusos también en sus constantes contradicciones.

A Enrique lo conocí en otro país. La profesión de nuestros padres nos llevó a ese encuentro.

Entre nosotros hubo música, filosofía él, poesía yo. Las mejores caminatas nocturnas de cine debatido.

Ambos coincidíamos en la idea de irnos de aquí. Imaginábamos posibles escenarios.

Buscamos cientos de lugares, leyendo, preguntando y especulando sobre ellos. Llegó el día en que nos fuimos.

Pasó un tiempo largo, ahora parece corto, es ayer, y curiosamente hoy también.

Habitamos casas entre mudanza y mudanza. La vida se brindó así, jugando, tomando, armando y desarmando. Con dicha, con llanto. Tuvo también enfermedad y muerte.

Estoy sola en estos días citadinos. Subo la corriente acelerada, sin saber porqué.

Siento choque, evitación, indiferencia. Hay tanto en la ría humana. La adrenalina no fluye, se acumula el cansancio. Se cortan calles, se tapan arterias, pero nada se detiene. Atropello sin sentido.

Yo, como en espera, pero no creo buscar nada.

Me aparto de la marea, camino esquivando. Allí está la confitería y su gran puerta.

Entro.

Me siento en el rincón, hacia la derecha, junto al vidrio.

El corazón late con prisa. Un té, por favor, le pido al mozo que se acerca.

Miro el andar exterior, desde dentro, desde mí, la compulsión al apuro me apabulla.

Creo ver cierta rigurosidad, casi un patrón en ese ir y venir a algún lado.

Yo, detenida en el vértigo, aquieto, respiro más tranquila.

Curioseo mi imagen, como en un reflejo borroso.

Deambulo el presente añorando.

Ando vaciada de paisaje.

En la plaza, una mujer alimenta a las palomas. Camino lento ya. Voy hacia el auto, lo dejé a unas cuadras. Cruzo en diagonal la explanada. Un hombre lee en el banco verde debajo del ombú. Toda una rareza, pienso. En otro banco otro hombre expele el humo del cigarrillo, parece estar allí solo para mirar a los que como yo pasamos delante de él. Una pareja viene de frente tomados de la mano. Sonrío.

Ya cerca del garaje donde dejé el coche, veo una verdulería. Aprovecho a comprar algunas frutas. Mientras me convidan uvas, intercambiamos comentarios. La verdulera me cuenta que vive lejos, que su viaje es diario, que sin embargo le va muy bien en este barrio, y… qué se le va a hacer. Otra persona me saluda detrás de una ventana, al sentirse observada con el tejido entre las manos.

Una leve brisa de ternura me roza, me aferro a ella. La calle parece algo menos ruidosa.

Ya frente al volante, decido no prender la radio como suelo hacer. Doblo en la segunda bocacalle, me dirijo hacia el norte. Es allí donde vivo.

Antes de llegar al entramado de rutas de acceso a la autovía, tengo una idea. En una maniobra repentina, cambio el rumbo. Busco una calle, cualquiera. Entro en ella, la transito. Cruzo avenidas empedradas, elijo nuevas calles. El regreso se lentificó. Prendo la radio y moviendo el dial comienzo a tararear.

Ya cerca de casa, encuentro las calles de tierra, me alegran los perros, el vecino cortando el pasto.

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