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Buscando el hogar

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El ramo

El ramo

A finales de los años setenta, concluía estudios. Consideré por entonces, irme de la ciudad. No sabía hacia dónde. Surgió una oportunidad, estaba en la pizarra del hall de la facultad. Allí se informaba de una vacante para un terapista ocupacional en Cipolletti. Una ciudad patagónica que escuchaba nombrar por primera vez. Busqué en el mapa, la vi lindante a la ciudad de Neuquén. Se solicitaba cubrir un cargo en un centro de atención. Recuerdo haber ido a la casa de la provincia de Río Negro y allí ver las primeras imágenes de lo que sería en breve, mi nuevo lugar en el mundo. Vi ríos anchos, plantaciones de manzanas, hileras de álamos dorados y plateados. No precisé más que eso para entusiasmarme.

En poco más de dos meses estaba allí. La cooperadora del centro de salud, me había buscado un lugar donde vivir. Fue una habitación compartida en el seno de una familia. El lugar, poco atractivo para las expectativas independentistas que mi imaginario había gestado, me acogió, sin embargo. Tiempo después, me mudaría a un pequeño departamento compartido entre tres mujeres. Eran épocas de alquileres inexistentes.

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Los días se sucedían, descubría paisajes en cada vuelta del camino, cada espacio un encanto único.

Las mañanas brumosas, eran creadas por cientos de tachos con brasas encendidas en medio de las plantaciones. Así evitaban que las heladas se posaran en los frutos, quemándolos.

El colectivo citadino de siempre, trocó aquí en bicicleta, que me llevaba al centro de salud y a los recorridos vespertinos. Caminos de tierra aromática, de mañanas frías, donde el silencio que precede al amanecer brindaba una felicidad amplia, serena.

Sentía el aire tan limpio, tan nuevo. Pedaleando siempre, conocí localidades cercanas. El Limay, río ancho, portentoso, atraviesa muchas de ellas. Detenerme a disfrutarlo era habitual.

Los primeros andares, pese a tanta maravilla, trajeron también una inusitada soledad, con su aire gélido de alma despoblada. Sentí a los valles en su extensión como rémora de vacío.

No logró la belleza entonces, retenerme por mucho tiempo. Fue solo un año, fue mucho también.

Volví a la ciudad, a un novio con quien tramábamos planes conjuntos.

Volví al refugio, tal vez así sentido, frente a la intensidad de los lugares que visité y que ya no dejaría.

Otra vez fue el apuro. Correr por algo, por todo. Hábito de lugares llenos de porqués y pocos para qué.

El recuerdo de la extensa llanura volvía con insistencia, me sobrecogía el sonido de los álamos, en el zarandeo de cualquier árbol. Plátanos, tipas o palos borrachos no pudieron competir con aquella imagen de sensación corpórea.

Partí de nuevo, esta vez junto a mi pareja.

En esta oportunidad había algo de certeza en la búsqueda. Empezaba a dibujarse, con más definición lo que queríamos encontrar: era el sur.

La estepa con el mar de un lado y la cordillera del otro, océano de tierra. Nos esperaba la Patagonia.

En esta ocasión, el lugar de llegada fue la Isla Grande de Tierra del Fuego.

Primero, la ciudad de Río Grande, al norte y sobre el Atlántico, azotada por el viento, por entonces con calles de tierra y polvareda constantes.

Ya con nosotros, Juan Pablo y Ariadna.

Conocí Ushuaia a través de una invitación casual. Fue, como suele decirse y aunque suene cursi, amor a primera vista. Algunos meses después nos instalamos en la “aldea fueguina”.

Oshovia, nombre dado por pobladores originarios, se vuelca sobre la ladera de la cordillera hundiéndose en las aguas de la bahía. Sobre el mar, que es canal en esa latitud. Pequeña ciudad, lindante a picos labrados por hielos milenarios, donde aún hoy hay glaciares. Bosques, la exuberante selva antártica, continuación de todas las que bordean los Andes.

Aquí, nació Carla, última integrante de la familia. Con ella, junto a ella creció la raíz maternal que nos cobija, nos habita y habitamos.

Volvió la arcilla a mis manos, mientras se construía la casa de madera y los chicos jugaban entre los árboles. Nos rodeaban, altos, bailantes, también arbustos pletóricos de frutos silvestres.

Se asentó la vida.

Hoy lo cuento, parece una estampa hermosa.

Entre fotos y tesoros recogidos, continúa conmigo.

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