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Recibo al viento
Salí de casa hace un rato, con algunas piezas cerámicas para entregar en una hostería cercana. Manejo despacio, hay restos de escarcha en las calles aún.
Acordé días atrás, que llevaría algunos de mis trabajos. Los expondrían en la sala de recepción. El espacio, de amplios ventanales, tiene mucha luz, pero pocos muebles. Ninguna vitrina, pienso. Me inquieta imaginar dónde van a ser colocadas.
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El paisaje distrae el monólogo.
Aparece de pronto, como si no hubiese estado allí. Nuevamente sucede este despertar, como llamo al deslumbrarme por todo, como si fuese la primera vez. Acontece cuando dejo al pueblo atrás.
Sonrío.
Respiro hondo.
Hace unos minutos se acabó el pavimento. Fue al cruzar el puente sobre el río Pipo. Lugar frecuentado por nuestra familia, en cortos picnics de entre semana. Hay tanta calidez en este recuerdo…
Pastos cortos y suaves, al lado del cauce torrentoso, a minutos de casa, del centro de una ciudad de casitas bajas y coloridas con calles que no conocen el apuro. Los chicos juegan, inventan espadas, trepan a las ramas convirtiéndolas en castillos o guaridas. A veces, pescan imaginarios peces con ramitas y un piolín atado a un extremo.
Crecemos en casas de puertas abiertas, juegan entre y con árboles gigantes, inventan mundos. Acampamos frente a lagos cercanos al pueblo. Los chicos cocinan en el viejo disco de arado, el que nos regaló un tío cordobés, revuelven condimentos, risas y serias discusiones culinarias. Juan hacha madera para arrimar al fuego. Sentados sobre troncos caídos, comemos abrigados siempre, con gorros siempre. La lluvia, las ventiscas repentinas no nos amedrentan. Coihues y lengas, con las hojas horizontales, mirando al cielo, ofician de paraguas. Nos abrigan. Solo una garúa fina nos alcanza. Vuelvo a mí.
La ruta se enangosta, las curvas se pronuncian más estrechas. Las casas se distancian entre sí, van quedando escondidas, fundidas al verde. El pulso, distinto al cotidiano, se acelera. Todo lo que observo parece amplificar las sensaciones. Siento intensidad, goce. Es difícil describir este sentir nacido del todo y de cada pequeñez. Los tonos infinitos, cambiantes, con movimiento permanente. La luz, teñida siempre de nubes. El sol saltando de tronco a tronco, el mecer de las espigas. Todo enmarcado en el azul, ese que solo se ve aquí. Un continuo de encender y apagarse se ve en las copas topando el cielo. Este, escasamente despejado.
Y toda esa maroma multicolor derramándose al mar. Hoy, las colinas refulgen. Esta en particular, donde me encuentro, se despliega cual lienzo, color oro, cargado de espigas.
El plomizo tormentoso de fondo amenaza, el viento sopla, las mueve, pintando de dorado el espacio.
El canal estaba calmo apenas hace un rato. Ahora se encrespa. Navarino queda envuelta en niebla azul oscura. Las montañas se desdibujan. Nubes como velos soplados se acercan rápido. Tengo que detenerme. Salgo del auto. Me agacho, recojo un manojo de flores, las que parecen de papel. El aroma es húmedo, fresco, exquisito. Cierro los ojos, me parece que fusiono con el escenario y la magnitud. La lomada, en este tramo es algo más alta, está radiante, exultantemente agitada. Comienzo a correr sobre el amarillo sacudido. Quiero llegar a la cima, estar allí. El agua ruge, siento el ímpetu atravesándome. El azul me envuelve. Abro los brazos, los extiendo. Llega una ráfaga, me recorre, fría, fuerte, sigue y yo vuelo con ella. Extasiada, abrazo al viento.