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La lluvia
Con su sonido envolvente, me despertó la mañana. El agua fresca de este otoño naciente caía serena, armonizando al gris.
Disfruté de la quietud, desde la tibieza de la cama. Observé a las gotas derramarse en la ventana, patinar sobre el vidrio, fundirse, irse. Las mañanas de lluvia, en Ushuaia, son cotidianas. El agua se enrevesa con el viento y las hojas. Esa mañana fue inusual. Todo estaba quieto. No era común verla caer tan tranquila y vertical.
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Suele desplomarse en diagonales, mostrar su carácter impetuoso. Intensa o suave, caía casi constante sobre los techos de chapa de la ciudad de madera.
Caía continuamente sobre los bosques verdes, pardos, ocres, rojos, violáceos, grises.
No pierde su encanto, como tanto, que por reiterado abandona la emoción de la belleza.
No me sorprende seguir contando con ella, ahora tan distante.
Fueron remansos, espacios únicos de contemplación. Acallando ruidos, emparejando al ambiente hacia una calma mansa, liberando lo sutil.
La lluvia entregaba una tranquila sensación de limpieza, retocando colores que lucirían luego, al detenerse, espléndidos.
A veces se tornaba agresiva, en temporal de ventoleras. Los árboles azotados, crujían con llantos lastimosos. Las casas, escondidas tras la cortina de agua y ésta en su continuo de horas, días, sosteniendo el vigor.
El gris, el plateado por momentos, transmutaban en manchas de luz blanca en el horizonte. Uno o dos arcoíris aparecían, fugaces, para adentrase, nuevamente, en la dimensión acuosa.
La ventana ahora es otra, otros los colores.
El cielo parece estar más alto.
Cuando llueve aquí, sin embargo, la poesía de aquellos momentos vuelve, se reanuda el diálogo con los crepitares y silencios interiores.
La lluvia es a mi interioridad, lo que el agua de manantial, a su entorno. Baño de frescura y renovación.