8 minute read

Soy de acá y también de allá

Next Article
Prólogo

Prólogo

Son las 8.10 am. Salgo de casa, y me dirijo a la plaza, a la misma de siempre. No soy muy original a la hora de buscar recorridos para entrenar.

En realidad corro para buscarme a mí misma, y el lugar por donde paso no importa mucho si logro encontrarme.

Advertisement

Es que soy de acá y también de allá. Corro. El lugar me da igual, acelero la velocidad, sobre todo al comienzo, atravieso capas de mi propio ser.

Corro a mis cuarenta y tres años buscándome, me busco en la niñez, me busco en la adolescencia, me busco en la adultez.

Me detengo en la niñez.

Es la que esta atrás de todas las capas, es difícil llegar, pero sé que vale la pena.

Estoy segura de que tiene muchas respuestas, o al menos es la versión más fiel de lo que alguna vez soñé que quería ser. Corro todos los días de la semana mis 5 km para encontrarla, y para recordar qué soñaba, qué amaba.

Hay días en los que me siento tan distante de mí que el viento se lleva algunas lágrimas. Respiro conscientemente, y sigo… la corrida introspectiva puede ser muy dolorosa.

Es en ese momento de soledad, en el que me desarmo y me apoyo en mi cuerpo, que sigue avanzando.

Necesito drenar emocionalmente.

El 3er. kilómetro se me hace siempre muy difícil. Me pongo más derecha y en una curva con bajada abro los brazos de par en par. Me entrego, me dispongo a disfrutarlo, con lo que soy y con lo que puedo. No importa qué piensan los demás, es mi carrera, es mi momento, es mi viaje. Es en ese instante, cuando abro los brazos, que esa sensación de soledad se esfuma y me siento por unos minutos parte de un todo. Miro el celeste del cielo y la perfección de los árboles.

Termina la bajada, se va el leve envión, tengo que seguir. Siento que me falta aire, me duele el pulmón, es en el lado izquierdo, abajo. El aire no termina de ingresar al cuerpo, como si pudiera llenar solo el 50% de mis pulmones. Hago fuerza para respirar. Apoyo la mano izquierda sobre mi pierna, y me empujo para ayudarme a inhalar más profundamente.

Quiero traspasar esa herida en mi pulmón, que el aire baje y llegue a todo mi cuerpo. Necesito avanzar, seguir corriendo velos y capas. A los siete años estuve internada en carpa de oxígeno y a los veinte me diagnosticaron asma clínico, y una capacidad pulmonar reducida al 50%.

Viví cuarenta y dos años con miedo a correr, tenía una imagen mental donde me ahogaba si lo intentaba y un silbato interno que me recordaba frenar.

A los siete años, cuando estaba internada en el sanatorio, podía vislumbrar a través de la carpa de oxígeno la ventana del cuarto que daba al jardín. Era lindo ver la luz del sol y el verde del pasto.

Es temprano a la mañana, terminó el primer recreo, y me dispongo a entrar a mi clase. Me tocó sentarme cerca de la ventana, puedo mirar al exterior y sentir en mi piel el calor del sol, eso me hace sentir en casa.

Extraño el sol. Viajo con la mirada y trato de traspasar los muros grises del colegio, quiero estar en otro lado. Lo siento en el cuerpo y en el alma.

Me envuelve una nube de tiza blanca que vuela por el aire de la clase, me dan ganas de toser y no veo con claridad. Hay mucho ruido, las chicas corren y dibujan en el pizarrón, aprovechan los últimos minutos de libertad antes de que llegue la maestra.

La ventana es mi aliada, es mi conexión conmigo misma. Empieza la clase, entiendo el idioma, pero me doy cuenta de que me genera una cierta incomodidad escucharlo de corrido, y por tanto tiempo.

Me llama la atención la entonación y la melodía. Me concentro en esos detalles mientras veo como la nube de tiza poco a poco va bajando al suelo y comienzo a ver a la profesora con nitidez.

Me resulta rara su vestimenta, la forma de caminar, de gesticular y de llevar adelante la clase. Ella intenta escribir algo en el pizarrón, la tiza se rompe y la fricción genera un ruido ensordecedor.

Yo me limito simplemente a observar el aula. Miro al pizarrón, copio lo que escribió la profesora, y con mi corazón viajo nuevamente por la ventana.

La maestra barre con su mirada la clase. Yo solo quiero que el sol me abrace.

Mis 5 km

Son las 10 am.

Me preparo para salir a correr mis 5 km.

Pienso que ese podría ser el título de mi libro: mis 5 km. No es muy original a simple vista, como tampoco lo es el recorrido que vuelvo a elegir.

Es en el MIS que radican su riqueza y singularidad.

Todos tenemos una historia que contar, y creo que todas son especiales, porque esconden un propósito que se puede transformar en luz para otro.

A veces es claro, y otras implica recorrer más kilómetros para llegar a entender los primeros.

Por mi parte, comparto los míos por si a alguno le sirve, o le resuena. Disfruto del proceso y me da ilusión pensar que alguien pueda leerlo.

Creo en el compartir, me resulta mágico leer, escuchar y ver el corazón de un otro. Lo tomo siempre como un regalo que me ayuda a conectarme, a ampliar mi mirada y a ensanchar mi corazón.

Cuando corro siento que estamos todos conectados. Se difuminan las fronteras y los idiomas no existen.

Corro, levanto la mirada, y observo el cielo que hoy es gris. Se siente diferente correr junto con la inmensidad, donde no hay senderos marcados.

Hoy hay mucha humedad en Buenos Aires, el piso está mojado, y el verde del pasto quiere ser fosforescente, al igual que el rosado del palo borracho.

Mientras corro atravieso, como puedo, un grupo de turistas que acaparó el sendero.

La humedad hace que los pies no se agarren al suelo con firmeza, y en las curvas, la sensación se hace más notoria.

¿Cuántas veces a lo largo de mi vida sentí que no estaba agarrada al suelo, cuando venía un cambio…?

La primera vez fue cuando me mude de país, tenía nueve años, y fue una curva bastante pronunciada.

No solo por un tema idiomático y cultural, sino por la velocidad con la que tuve que transitarla. En menos de seis meses tuve que aprender dos idiomas nuevos y nivelarme con mis compañeros. Recuerdo mezclar en mi cabeza los dos idiomas que traía con los dos que tenía que adquirir rápidamente.

Tuve la suerte de conocer a una maestra particular llamada Teresa, con un corazón enorme y una vocación de otro planeta. Ella me enseñó a leer y a escribir en castellano en tiempo record. Todavía me acuerdo de su mirada emocionada y de su entusiasmo cuando me escuchó leer de corrido un cuento por primera vez.

Puedo revivir la satisfacción que sentí ese día, y la sonrisa que se dibujó en mi cara, al notar que no había trastabillado en ninguna palabra.

Teresa confiaba en mi y yo en ella, y fue esa confianza la que me ayudó a aprender.

Estoy en cuarto grado, me divierto mucho con mis amigas jugando al elástico y a las payanas. Es lindo estar con chicos de mi edad. Rápidamente me integran y me invitan a sus casas, me siento muy bien. A ningún chico le importa demasiado si yo pronuncio correctamente o no las palabras.

Llego a casa, tomo el té rápido y parto a lo de Teresa.

Toco el timbre de su casa, y se acercan dos ovejeros alemanes a saludarme. Ya me conocen, voy a lo de Teresa seguido.

Ella sale a mi encuentro, tarda en llegar a la puerta, camina lento y arrastra un poco una pierna, es bastante corpulenta. Abre la reja y saluda a mamá que está en el auto, mientras yo la miro y espero su abrazo. Cierra la reja y me envueleve con sus enormes brazos. Entro a su casa, es un poco oscura y hay olor a humedad mezclado con el aroma de alguna torta. Me trae de la cocina unas galletitas, y nos sentamos en el comedor.

Ella se sienta a mi lado, revisa mi cuaderno, sonríe y me dice: “a ver… vamos a practicar un poco”.

Me da algunos ejercicios, y mira detenidamente cómo yo los hago.

Cuando los termino me apoya la mano pesada sobre la cabeza, la mueve ligeramente y me dice: “¡muy bien!”.

La miro y me encuentro con su mirada de cariño y su gran sonrisa.

Teresa no tiene hijos, pero de su casa entran y salen niños constantemente.

Llega otro alumno, yo le dejo mi lugar y me siento enfrente de Teresa con un librito y leo en voz alta nuevamente, siento que cada vez me sale mejor y me resulta llamativo escucharme leer en otro idioma y a la vez muy gratificante. Teresa se ilumina de felicidad. Suena la bocina del auto de mamá.

Teresa me acompaña a la puerta, me abraza y otra vez me dice que lo hice muy bien. Ella es mágica para mí.

Humedad

El aire está tan espeso que me cuesta respirar más de lo habitual. Siento como si tuviera una piedra en la mitad del pecho que obstaculiza el ingreso. Igualmente tengo ganas de correr más rápido, quiero romper mi propio límite de tiempo, como alguna vez lo hice en otros planos, aunque mis pies no se agarren al suelo y la curva sea intensa.

Me distraigo con la gente que corre. Veo a una mujer rubia con el pelo suelto, y largo hasta casi la cintura, junto con su golden retriever que mueve el pelaje dorado casi tanto como ella. Es esa compañía tan perfecta que incluso se mimetiza con su dueña.

Puedo entender de qué se trata porque alguna vez yo también la tuve.

Llega la hora de volver a casa, hay varios ómnibus escolares, espero subirme al correcto. Me sé el nombre de la calle donde vivo, pero no mucho más, hace poco más de un mes que nos mudamos de país, yo tengo nueve años.

Me subo al ómnibus, no usaba este medio para volver a casa en mi colegio en Brasil. Todo es nuevo para mí, por suerte me toca una ventana, miro el paisaje, las casas, la gente caminando, es todo tan distinto de donde yo vengo. Hasta los autos son diferentes.

Estoy cansada. Quiero llegar a casa para poder descansar los oídos. Cuando llego escucho del otro lado de la puerta los ladridos de mi perra, ese sonido sí me resulta muy familiar. Salta sobre mí y me recibe con una gran fiesta, me arrodillo para abrazarla. Ella es un cocker color marrón clarito. Viajó conmigo en avión hasta este país. Es mi gran compañera, con ella no hay barreras idiomáticas, nos entendemos muy bien.

Lady también se está acostumbrando a su nuevo hogar, le resulta todo nuevo, igual que a mí, y me espera todas las tardes para jugar y sentirse en casa.

Nos divertimos mucho juntas, me encanta peinarla y disfrazarla. A ella también le gusta el sol, y estar al aire libre.

Una tarde, al llegar a la puerta de casa, no escucho su recibimiento del otro lado. La busco por todos lados, pero no está. Se perdió… alguien dejó mal cerrada la puerta… y ella se escapó. Quizás corrió y corrió tras el sol, como hago yo con cada ventana, nunca lo sabré.

Tengo un agujero en el medio del pecho por mucho tiempo. Hago millones de carteles con su foto y su nombre y los pego por todas partes.

Ella nunca aparece, durante meses tengo la ilusión de que suene el teléfono avisándome que la encontraron.

Me consuela pensar que está siendo cuidada por alguna familia con hijos y que puede jugar con ellos por las tardes como lo hacía conmigo.

Nunca más quise tener un perro.

This article is from: