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Corrida azul y blanco
Es mayo en Buenos Aires, el mes de la patria, los balcones se visten de azul y blanco, incluso el mío. Mis hijas disfrutan de colgar la bandera en el balcón. Celebro ese sentir. Salgo a correr y voy descubriendo banderas celestes y blancas en mi recorrido. Me inunda ese sentimiento que transmiten.
Estoy en cuarto grado. Las clases arrancaron hace dos meses, y yo estoy en el país hace cinco. Es mayo, y la profesora anuncia que todos juraremos la bandera.
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¡Defenderemos la patria! ¡Viva la patria!
Surgen preguntas de mis compañeros : ¿Qué pasa si hay una guerra?
La profesora responde enfáticamente:
¡Defenderemos la bandera! ¡Lucharemos contra nuestros adversarios!
Siento que el aire se congela, mi corazón late con un ritmo intenso, puedo escucharlo, mi caja torácica se vuelve transparente.
No puedo hacer eso, no quiero traicionar al país en el que nací. Tengo nueve años, no sé si va a haber o no una guerra, pero en el caso de que así fuera, tendría que luchar y defender una bandera que no conozco y entonar un himno que escuché tan solo un par de veces.
Algo está mal, es un límite que no quiero cruzar.
Termina la clase, todos salen al recreo. Quedamos en el salón solo la profesora y yo.
Ella está en su escritorio con la mirada puesta en sus carpetas, soy invisible para ella. Me paro enfrente y le digo que yo no puedo jurar la bandera, porque nací en otro país.
Me mira absorta, siento que el aire no alcanza. Ella no está de acuerdo, dice que hablará con los directivos.
Cuando llega el día del juramento, me hace formar en una fila junto a mis compañeros. Todos debemos contestar al unísono “¡Sí juro!”
Ese día juré por las dos banderas. Dije juro por Argentina y también por el país en el que nací.
Hoy después de treinta y cuatro años ese juramento cobra sentido. Argentina es un país al que amo profundamente, porque no sólo me dio a mis padres, sino que también me dio a mi familia, amigos, educación y me acogió con cariño desde el primer momento.
Abuelos
Avanzo, aunque me duele la rodilla. Me siento pesada, me cuesta moverme. De hecho, no tenía muchas ganas de salir. Hablé con una amiga, nos dimos ánimo y salimos. Ambas estábamos un poco tristes y me llevó a pensar en todas las veces a lo largo de la vida en las que seguí sin detenerme y cuánto vale ese empujón de un alma que se detiene y mira más allá.
Llego a los 5 km del día de hoy y miro a mi amiga agradecida, hoy fue sin duda un logro compartido.
Comienza a llover. Volviendo a casa, veo pasar un matrimonio de abuelos muy abrazados caminando bajo un mismo paraguas. Me detengo a mirarlos un momento, la lluvia no me moja, el tiempo se detiene, y yo con mi mirada camino una cuadra con ellos.
Mi abuela me decía siempre que cuando viajara, registrara en un cuaderno lo vivido cada día, por más simple que pareciera, porque así podría viajar a ese destino todas las veces que quisiera.
Me encantaba ir a la casa de mis abuelos y ver cómo ellos buscaban sus cuadernos de viaje y a sus noventa años volvían a viajar recordando cada momento.
Mi abuelo, Papino, le preguntaba a mi abuela Mamina:
“¿Hoy adónde te gustaría ir? ¿A Italia? ¿A Alemania?” Y ella, cerrando los ojos por unos instantes, contestaba con una sonrisa desde su silla de ruedas. Papino volvía con el tomo indicado con hojas que recobraban vida. Sus risas llenaban el comedor y el alma de quien estuviera presente escuchando.
Tuve el privilegio de viajar a muchos países junto a ellos, desde el living de su casa.
Ellos fueron un bastión muy importante para mí, admiraba el matrimonio que tenían y soñaba con formar uno parecido.
En la época del accidente de papá, ellos le leían las cartas que yo le mandaba por fax y siempre me alentaban a seguir escribiendo y como todo abuelo elogiaban mis escritos.
Mi abuela pasó los últimos años en una silla de ruedas, con una pierna más corta que la otra. Como era muy coqueta no quería usar zapatos ortopédicos, decía que no le combinaban con su ropa. Entonces, mi abuelo se convirtió en un zapatero experto. Diseñaba para ella diferentes suelas para compensar los centímetros que faltaban y se las pegaba en sus múltiples zapatos de colores. A los primeros zapatos les colocaba una madera y la pintaba color suela. Como los zapatos le resultaban pesados a su única clienta, les hacía agujeros para alivianarlos con una maquina especial que se había comprado para dicho fin. Con los años fue cambiando de materiales y se volvió el zapatero más entrañable del mundo entero. Yo tenía la suerte de que fuera mi abuelo. Ver ese amor entre ellos y ver cómo enfrentaban sus adversidades siempre fue para mí una caricia al alma.
El amor estaba en lo simple, en la lectura de un libro de viaje, en una suela de zapato, en compartir tiempo con los nietos, en ir a tomar un helado.
El amor que se respiraba en su casa convertía lo simple en extraordinario. La suela de zapato dejaba de ser solo una suela, desde el momento en que mi abuela se olvidaba de los centímetros que faltaban y sonreía al ver cómo su vestido combinaba con su zapato. Los tomos de viaje, no eran libros, eran los tickets de vuelo al lugar elegido. Ellos también habían vivido en los mismos dos países que viví yo y también habían armado más de una vez diferentes rompecabezas con las mismas piezas.