Crónica de una noche “Perrona”
Vida en madera: Gustav Reyes
CHICAGO, ILLINOIS, ENERO 2011
El Mariel: 30 años después
contratiempo NÚMERO 81
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contratiempo E N E R O 2 0 1 1 • número 81
Directiva Gerardo Cárdenas, Ellen Wadey Placey, Jochy Herrera, Félix Masud-Piloto, Moira Pujols, Rod Slemmons, Helen Valdez
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Directora ejecutiva Moira Pujols
Director editorial Gerardo Cárdenas
Consejo editorial
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Rey Andújar, Gerardo Cárdenas, Eduardo Estala Rojas, Rafael Franco, Jorge García, Ignacio Guevara, Jorge F. Hernández, Catalina María Johnson, Verónica Lucuy Alandia, Stephanie Manríquez, Esmeralda MoralesGuerrero, Alejandro Ordóñez, Ana Rechtman, René Rodríguez Soriano, Febronio Zatarain
Directora de arte Esmeralda Morales-Guerrero
Diseño gráfico Erin Beckman, Esmeralda Morales-Guerrero
Correctores de estilo Jorge García y Laura Pujols
Portada
contenido dossier
Deshoras mirada cómplice tiempo extra
(Basada en la obra de Cepp Selgas, Grillo, 2004) Las opiniones expresadas por los escritores que colaboran en contratiempo no son necesariamente las de la revista, o de la entidad que la publica, contratiempo nfp, una entidad 501 (c)3 sin fines de lucro.
3.
Editorial
4.
Aún recordamos… y seguimos trabajando, Reinaldo García Ramos
5.
Los que tiraron huevos, Mirta Ojito
6.
Un fausto evento, Juan Abreu
©
8.
Apuntes censurables, Roberto Madrigal
9.
El Mariel y yo, Miguel Correa Mújica
1702 South Halsted St., Chicago Il 60608 (312) 666 7466
11.
¿Qué escriben hoy los que vinieron por el Mariel?, Reinaldo García Ramos
14. Vida en la madera: El arte de Gustav Reyes, Stephanie Manríquez 19. A Viva Voz: Chicago lee en español, Luis Alejandro Ordóñez 20. La música de Esperanza Spalding, Catalina María Johnson 21. ¿Dónde está la raza más ‘perrona’?: Crónica de una noche de corridos en el
V-Live en la que la mayoría de las canciones fueron dedicadas a los ‘vatos
pesados’, Fabiola Pomareda
22. Nuco: Del lienzo a la piel, Raúl Dorantes y Febronio Zatarain 24. México: Historia y comunicación en la visión de Héctor Aguilar Camín tiempo de sobra
Esmeralda Morales-Guerrero
(Segunda parte), Regina Santiago
26. El efectoWikileaks, Gerardo Cárdenas 27. Un encuentro oportuno, Marco Escalante 27. contrafoto, Rafael Franco-Steeves
contratiempo nfp
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Escape. Cepp Selgas
Editorial Ningún individuo, ningún pueblo, aceptan alegremente el exilio o se resignan a él. Una gran cantidad de páginas en la Biblia –tanto judía como cristiana– recogen las lamentaciones del pueblo de Israel ante su exilio en Babilonia. Es, sin duda, la primera literatura del exilio. Hay que subrayar que, a su regreso de Babilonia, los hebreos rearmaron su estructura religiosa – tan fuerte fue el golpe. Cicerón, Dante Alighieri, Víctor Hugo, Napoleón, Charles Chaplin, Albert Einstein, Pablo Neruda –todos ellos sufrieron el desgarro del exilio. Pero son pocos los pueblos que han sufrido el exilio como pesadilla colectiva: los israelitas en tiempos de Nabucodonosor y tras la destrucción del Templo por los romanos en el año 70, los polacos a fines del siglo XVIII tras la “repartición” de Polonia entre Rusia, Prusia y el Imperio Austro-Húngaro, los armenios en 1915, los tártaros de Crimea a fines de la Segunda Guerra. De todos los exilios, el cubano es uno de los más numerosos y, por haber ocurrido en la segunda mitad del siglo XX, uno de los más expuestos al examen y debate de los medios de comunicación. Gestado en el contexto de la Guerra Fría, sus consecuencias no han terminado de reverberar: el más de un millón de exiliados implica que no hay familia cubana que no haya sido partida por la diáspora; y por otro lado ha llevado a la creación de una de las culturas hispanohablantes más sólidas, arraigadas e influyentes entre los latinos de Estados Unidos. El exilio cubano no se limitó a la hégira de 1959-60; en 1980, extraordinarias presiones económicas y políticas llevaron al régimen castrista a la decisión de dejar salir a miles de ciudadanos que deseaban irse. La salida misma, a través de Puerto Mariel, dramática, abiertamente politizada, dolorosa para todos los implicados, marcó el carácter mismo de esta segunda ola de exiliados. Ante la contundencia del exilio, el que se ha marchado se debate entre la nostalgia, la rabia, la confusión, la soledad y la resignación. Nunca termina de estar más en un lugar que en otro. Siempre sabrá que le marca la pérdida. El primer exilio cubano creó una subcultura de la nostalgia que se encarnó en la transformación de Miami en una escenografía lo más parecida a La Habana –en ciertas tiendas aún pueden adquirirse guías telefónicas de 1959. El segundo exilio, el del Mariel, en vez de congelar el pasado, abrió las venas de su presente a través de la narrativa, la poesía, el arte, para poder descifrar su futuro. Sus respuestas reflejan el rencor del momento de la salida, la confusión de la llegada a los nuevos países que los acogieron, el lento paso de la rutina, y un ácido sentido del humor que refleja una lejana esperanza, tal vez de recuperar lo perdido. Contratiempo pidió a Reinaldo García Ramos, uno de los escritores más destacados del Mariel que, pasados ya 30 años, reflexionase sobre el movimiento literario gestado por el exilio. García Ramos ha conseguido recoger, para las páginas del dossier y de Deshoras, obras de escritores como Mirta Ojito, Juan Abreu, Miguel Correa Mújica, Roberto Madrigal, Luis de la Paz, Rafael Bordao, Rolando Morelli, Manuel A. López, Manuel Ballagas, Jesús J. Barquet, y de artistas plásticos como Ernesto Briel y Jesús Cepp Selgas. En palabras del propio García Ramos: “es imprescindible señalar que este dossier constituye únicamente un modesto muestrario; no tiene aspiraciones valorativas de otro tipo. Sólo buscamos dar a conocer algunos aspectos que pudieran caracterizar el tipo de literatura que estamos haciendo hoy. En otras palabras, esta selección no constituye una antología, ni aspiró en ningún momento a serlo”. “Ahora bien, hemos querido recoger obras que expresen estilos, actitudes éticas, tonos y puntos de vista lo más diversos posible. Y confiamos en que los lectores acojan con alivio esa diversidad. Por lo cual no está de más aclarar que cada autor es responsable de las opiniones expresadas en su texto o, llegado el caso, de las repercusiones que tenga su trabajo de ficción”. número 81
fotos: cortesía del autor
barco del mariel
Reinaldo García ramos, reinaldo arenas y roberto valero. escritores de la revista Mariel
AÚN RECORDAMOS…
y seguimos trabajando Reinaldo García Ramos
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a prensa mundial se estremeció hace 30 años con las noticias asombrosas sobre un puente marítimo masivo entre el puerto de Mariel, en el noroeste de Cuba, y la península de Florida, en Estados Unidos. Según cifras del Departamento de Justicia, 125 mil 262 refugiados cubanos ingresaron al territorio estadounidense por esa vía entre el 22 de abril y el 26 de septiembre de 1980. ¿Qué había pasado? Tras el asalto realizado por seis individuos a la embajada de Perú en La Habana a principios de abril de ese año y la ulterior ocupación de esa sede diplomática por más de 10 mil personas que pedían acogerse al derecho de asilo, el gobierno cubano habilitó el puerto de Mariel para que exiliados cubanos de Estados Unidos fueran por mar a Cuba a recoger a sus parientes. Las salidas definitivas del país por procedimientos normales habían estado cerradas desde 1971, y un amplio sector de la población se sentía decepcionado con la situación política y económica de la isla y se había pasado largos años esperando que apareciera un modo de escapar. Las condiciones estaban dadas para una emigración multitudinaria. Sin embargo, a medida que los refugiados cubanos fueron llegando a tierras estadounidenses, se fue perfilando un aspecto doloroso de ese éxodo: en la prensa se empezó a difundir una imagen negativa de los recién llegados. Eso se debió mayormente a una argucia del gobierno de La
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Habana: el 3% de los refugiados (unos 3 mil 700) habían sido sacados de las prisiones o de los manicomios por las autoridades cubanas y prácticamente forzados a emigrar. Como es lógico, Estados Unidos los declaró indeseables, sin derecho a reclamar residencia, y los encerró en diversos campamentos. Muy pronto esos refugiados se empezaron a sublevar, y muchos de ellos se escaparon de esos recintos y cometieron nuevos delitos, con lo cual generaron en la prensa y en el público esa imagen negativa, que lamentablemente predominó en muchos sectores cada vez que entonces se hablaba de Mariel. Con el tiempo se fue conociendo la verdad: la gran mayoría de los refugiados, más de 121 mil mujeres y hombres de diferentes razas, extracción social, edad y niveles de educación, no eran delincuentes ni locos: habían salido de Cuba buscando oportunidades y libertad. En cuanto recibieron sus permisos de trabajo se dedicaron a construirse honestamente una nueva vida. Entre esos miles de refugiados había también, desde luego, numerosos escritores y artistas que habían estado en desacuerdo con las políticas culturales del gobierno cubano en los años 60 y 70 y que llegaban a Estados Unidos llenos de ansiedad por desarrollar su talento artístico y expresarse sin los inconvenientes ni las trabas que habían padecido en la isla. Uno de los más notorios fue Reinaldo Arenas, que ya era bastante conocido fuera de Cuba, debido a que había enviado manuscritos al extranjero. La edición mexicana de su novela El mundo alucinante (1969) había tenido mucho éxito. Animados por Arenas, los escritores y artistas del éxodo nos fijamos desde el principio la meta de crear una publicación donde darnos a conocer. Tras muchos esfuerzos, fundamos en 1983 la revista trimestral Mariel, que sacó ocho números. El Consejo de Editores tenía siete miembros: Arenas, Juan Abreu, Roberto Valero, Carlos Victoria, Luis de la Paz, René Cifuentes y yo. Aunque carecíamos aún de residencia reconocida en el país (la obtendríamos varios años después) y nuestros recursos económicos eran escasos, los siete aportábamos 100 dólares por trimestre para costear cada número. Esa costumbre se mantuvo durante los dos años en que la revista se siguió publicando. La mayoría de los escritores y artistas cubanos que vinieron a Estados Unidos por el Mariel han continuado su obra y muchos de ellos han alcanzado notables éxitos. Otros han fallecido: entre los escritores, Arenas y Valero sucumbieron al virus del sida en 1990 y 1994; Victoria falleció de otras causas en 2007. También fallecieron a consecuencia del sida en los años 90 muchos artistas visuales, entre ellos Ernesto Briel (uno de los dos pintores que ilustran este número de contratiempo), Carlos Alfonzo y Jaime Bellechasse. Pero todos ellos pudieron dejarnos su legado artístico, realizado con independencia y honestidad, libre de cualquier opresión, miedo o censura estatal. Y eso se debe a que siguieron trabajando incansablemente fuera de la isla. Arenas se ha convertido en una figura literaria de primer orden, y su nombre estará siempre vinculado a la historia de Mariel. Al cabo de 30 años, nuestras vidas han avanzado por mil rumbos distintos, pero seguimos marcados en diversos grados y aspectos por las terribles experiencias que tuvimos en 1980. Experiencias que, de un modo u otro, nos han convertido en lo que somos hoy en día. Los acontecimientos del Mariel constituyeron un momento de crisis en la evolución del sistema castrista. Fueron la consecuencia directa de un conjunto de desajustes sociales, políticos, económicos y espirituales que habían estado vigentes en la isla desde años antes. A ese amplio contexto histórico pertenecen con auténtico derecho otros escritores y artistas cubanos que salieron también durante esos meses, aunque por otras vías. Todos ellos se pueden identificar genuinamente con el marco referencial del Mariel, pues sus vivencias y motivaciones son similares a las que tuvimos quienes vinimos en los barcos. Similares, pero no idénticas. La horrenda experiencia de haber salido de Cuba a bordo de cualquiera de los barcos del Mariel nos concede ciertos vínculos adicionales y específicos de identidad, que de algún modo se reflejan en nuestra labor artística y en la perspectiva existencial que nuestras obras expresan. Los que arriesgamos nuestras vidas en dichas embarcaciones (que generalmente zarpaban abarrotadas y corrían el peligro de sucumbir en el Estrecho de la Florida, una de las vías marítimas más peligrosas del hemisferio) tuvimos visiones que los demás no tuvieron y recibimos en carne propia las manifestaciones más rotundas de la violencia y la crueldad que el gobierno cubano desplegó contra los refugiados en aquellos meses. Reinaldo García Ramos nació en Cienfuegos, Cuba, y terminó estudios de Letras en la Universidad de La Habana en 1978. Salió al exilio en 1980 en el éxodo de Mariel. Reside en Miami Beach
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fotos: www.conexioncubana.net
Los que tiraron huevos * Mirta Ojito
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uevos es una de las pocas obras de arte producidas en Cuba que reconoce uno de nuestros traumas nacionales más memorables: el Mariel, el período de cinco meses en 1980 cuando el país, convulso y confundido, expulsó a algunos de sus mejores hijos, y a algunos de los peores, y los envió a Cayo Hueso. La obra, escrita por Ulises José Rodríguez Febles, nacido en Cárdenas, Matanzas, en 1968, rompe el silencio oficial casi total que en Cuba ha envuelto al Mariel durante 30 años. (La revista Temas condujo un panel el 29 de abril al que asistieron más de 100 personas, según me cuenta Rafael Hernández, director de la revista, desde Cuba). Ha habido otros intentos artísticos, pero no han trascendido. ¿Por qué el silencio? Quizá porque, desde el punto de vista de Cuba, no hay nada bueno que recordar, nada que celebrar. El Mariel fue la primera vez desde 1959 que el pueblo cubano votó masivamente, aunque fuera con los pies. Nosotros —poetas, pioneros, secretarias, actores y camioneros— optamos por irnos en vez de seguir participando en la charada en que se habían convertido la isla y su gobierno ineficiente. La obra de Rodríguez Febles comienza en 1993, cuando un hombre, al despertar, descubre una fortaleza de huevos en el exterior de su casa. La imagen es poderosa, porque en 1993 ni siquiera había huevos en Cuba. En 1980 había tantos que, en vez de usar piedras, la gente bombardeó con huevos a muchos de los que tuvieron la osadía de abandonar “el proceso revolucionario” y escapar. Nosotros tuvimos la suerte de que, en nuestra cuadra, la gente nos abrazó y nos deseó buena suerte y nos pidió que les escribiéramos cuando llegáramos a Miami. En vez de huevos, nos tiraron besos. Más tarde, en un autobús sin ventanillas —las habían quitado para apuntar mejor a la “escoria”, como nos llamaba el gobierno-- fuimos víctimas de huevazos, tomatazos y alguna pedrada ocasional. Pero esquivamos los proyectiles, y puedo decir con orgullo, que me fui de Cuba triste y sucia, pero no oliendo a huevos. Otros que iban en nuestro autobús no tuvieron tanta suerte. Manolo, el padre en una familia que viajaba con nosotros, recibió tantos huevazos en la nuca que bromeaba diciéndonos que pudimos haber hecho una tortilla para aliviar el hambre en El Mosquito, la última parada antes del Mariel en el vía crucis que era irse de Cuba en aquellos días tan caóticos. El hombre que descubre la fortaleza de huevos en la obra es el padre de una ex pionera que en 1980 tuvo que pararse frente a la casa de su mejor amigo, que se iba del país, para leer un furioso comunicado. ¡Cuánta pena me dio esa niña! Conocí niños y niñas como ella, y todavía los
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conozco. Cuando viajo por Estados Unidos con mi libro sobre el Mariel, El Mañana, invariablemente alguien del público se me acerca al final para pedir disculpas. ¿Por qué?, respondo. Fue otra época. Era difícil defender la decencia humana y la dignidad personal. No imposible, pero sí difícil. Lo entiendo. Rodríguez Febles lo reconoce a lo largo de la obra, pero especialmente al final, cuando uno de los personajes, Enelio, deja a un lado su cerveza --comprada con los dólares del primo que ha regresado-- y pronuncia un apasionado monólogo en el que dice: “Yo también era un niño, pero no le grité a nadie, no tiré huevos, no golpeé ninguna puerta, no firmé ningún papel”. Y prosigue: “Yo no sé usted... pero yo soy inocente”. El coro griego de esta obra repite continuamente la frase “¡Pin pon fuera! ¡Abajo la gusanera!” La recuerdo muy bien. Pero ha pasado mucho tiempo desde que esas palabras resonaran en mis oídos como antes. Cuando frío huevos para mis hijos no pienso en Cuba. Ni siquiera pienso en los que quisieron humillarnos sólo porque podíamos irnos y ellos tuvieron que quedarse (me he tropezado con muchos de ellos en el Publix en Coral Gables para guardar rencor). Sí creo que es más fácil olvidar para nosotros, los marielitos, que para ellos. Son los que tiraron huevos los que no pueden olvidar su pasado. Desde Cuba, en un e-mail, Rodríguez Febles me cuenta que así ha reaccionado parte de la audiencia que ha visto su obra en Cuba. “Yo fui huevero”, alguien le escribió en una ocasión. “Estuve en esas manifestaciones, dirigí grupos de jóvenes en esas manifestaciones y en realidad, al final, con el paso del tiempo te das cuenta de que no era necesario hacerlo de ese modo”. Después de todo, en la vida como en la obra, ha habido marielitos que han regresado a Cuba y han depositado, sospecho que con cariño pero también con cierta satisfacción, un cartón de huevos en la puerta de algún que otro vecino que en el 80 se dio gusto tirándolos a los que nos fuimos. * Este texto se publica por cortesía del diario El Nuevo Herald, donde apareció por primera vez el 16 de mayo de 2010. Mirta Ojito llegó de Cuba a los 16 años en un barco llamado Mañana. Estudió comunicaciones en Florida Atlantic University y periodismo en la Universidad de Columbia, donde es profesora desde 2006.
Ernesto Briel, Ruptura, 1969
Ernesto Briel nació en La Habana en 1943 y falleció en Nueva York en 1992. Pintor, dibujante, actor y diseñador teatral. Cursó estudios de pintura en la Academia de San Alejandro en La Habana entre 1961 y 1964. Introdujo en Cuba el Op-Art en los años 60, sumándose así a la vanguardia internacional. En 1980 salió de Cuba en el éxodo de Mariel y se radicó en Nueva York. En el exilio se mantuvo fiel a la abstracción geométrica y su obra se exhibió en numerosas galerías y museos de Estados Unidos y de otros países. Junto a sus compatriotas exiliados Carmen Herrera y Waldo Balart, Briel está considerado uno de los exponentes más destacados de la abstracción geométrica en el arte cubano.
cepp selgas, grillo, 2004
Cepp Selgas estudió arte y diseño en La Habana y en el Fashion Institute of Technology de Nueva York. Vivió en La Habana hasta que salió de Cuba en 1980 en el éxodo de Mariel. La revista Signos publicó en 1976 una extensa muestra de sus dibujos modulares. El Museo Nacional de Artes Decorativas le otorgó en 1977 un primer premio al conjunto de sus tapices artísticos. Desde 1980 ha vivido en Nueva York. Tiene en su haber numerosas exposiciones personales y colectivas, tanto nacionales como internacionales. Recientemente participa en Ajiaco: Stirring of the Cuban Soul, una muestra itinerante de arte que ha visitado New London, Connecticut, y Lafayette, Luisiana, y que estará en 2011 en el Newark Art Museum, de Newark, New Jersey.
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UN FAUSTO EVENTO Juan Abreu *
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ací, como saben, en una isla del Caribe. Deseo afirmar en primer lugar, categóricamente, que salir de esa Isla es lo mejor que me ha pasado en la vida. Hay toda una literatura trágica sobre el Exilio, la nostalgia de la tierra que nos vio nacer, etcétera. Mi amigo el escritor Reinaldo Arenas llegó a decir que, después de haber salido de la tierra que lo vio nacer, se convirtió en un fantasma, en una especie de alma en pena. Yo lo traté bastante en Estados Unidos, y nunca me pareció un alma en pena. Pasé en la Isla los primeros veintiocho años de mi existencia. ¿Qué puedo decir de ese sitio que sirva para ilustrar, de alguna manera, mi relación con él? Veamos. En la Isla donde nací hay unos árboles llamados palmas. A los poetas de la isla les encantan. Se ha escrito mucho sobre las palmas. Un poeta muy mencionado en la Isla las llamó “novias que esperan”. Otro, menos mencionado, delante de las cataratas del Niágara, ¡delante de las cataratas del Niágara!, escribió que no podía dejar de pensar “en las palmas deliciosas”.** Pero esas no son las mayores tonterías que se han escrito sobre las palmas. Vean esto: De pie sobre nuestro suelo simbolizas la Victoria; y cuando el ala ilusoria del aire ante ti suspira cada penca es una lira que canta tu eterna gloria. Las palmas, verdaderamente, son espantosas. Uno ve sus troncos flacos, grises y aburridos en el horizonte, coronados por un penacho reseco y cundido de insectos, de cagadas de pájaros, y piensa indefectiblemente, ¡qué feas! Al margen de inspirar a los poetas de la Isla, las palmas no sirven para nada. Bueno…sirven para construir bohíos. ¿Han entrado alguna vez en un bohío? No se los recomiendo. Son sitios donde, en cuanto te descuidas, te cae un alacrán en la cabeza. Y ya que estoy dentro del bohío: les presento a la tinaja. Una cosa de barro. Allí se almacena agua para beber. Muchos habitantes de la isla afirman tranquilamente que el agua de tinaja es mejor que la de cualquier nevera. Tengo una nevera: si aprieto un botoncito, suelta hielo picado, o en cubitos, o agua fría purificada. A mí me parece mejor que una tinaja. Todas las mañanas, cuando abro los ojos y veo el techo de mi habitación pulido y sólido, ese techo que jamás me arrojará un alacrán en la cabeza, me digo que todo eso del lugar donde uno nació y sus intrínsecas maravillas está muy sobrevalorado, muy sobrevalorado. Del sol de la Isla donde nací, por ejemplo, que te achicharra en cuanto te descuidas, que te escalda el lomo a la menor oportunidad, dicen maravillas los nacidos en la Isla. Del mar, ¡qué contarles las cosas que dicen! Hace poco estuve en Grecia y en cuanto me sumergí en aquellas aguas maravillosas comprendí que eran iguales, ¡qué digo!, mucho mejores que las de la Isla donde nací. ¡Y allí, a dos pasos, el Partenón! El mismo poeta muy mencionado, al que aludí antes, también dijo: “Nuestro vino es agrio, pero es nuestro vino”. Una total sandez. Una sandez muy peligrosa, además. Es el tipo de sandez que exalta el esperpento cavernícola llamado Nación; lo que indefectiblemente lleva a la violencia y la estrechez intelectual. A mí todo eso me parece bárbaro, incivilizado. Es el tipo de pensamiento, de doctrina tribal, que ha sumido la cultura de la Isla donde nací en la miseria espiritual. Miseria espiritual que permite hablar a un intelectual de la Isla, sin el menor pudor, de “socialismo con swing”; como si fueran una gracia cincuenta años de dictadura, la tragedia de millones de familias separadas, el horror del presidio político, miles de fusilados y decenas de miles de ahogados en el mar cuando trataban de escapar de ese paraíso que lo único que necesita es… ahora lo sabemos… un poco de “swing”. Es decir, que les pongan una guaracha de los Van Van a los presos políticos entre paliza y paliza. Exilio, esa es una palabrita venenosa, tan venenosa como la palabrita Patria. Yo no me considero un exiliado, me considero un hombre libre en el paisaje del mundo. Si me hubiera quedado en la Isla donde nací, en ese entorno empobrecedor, hoy sería otra persona; peor,
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barco del mariel
Todas las mañanas, cuando abro los ojos y veo el techo de mi habitación pulido y sólido, ese techo que jamás me arrojará un alacrán en la cabeza, me digo que todo eso del lugar donde uno nació y sus intrínsecas maravillas está muy sobrevalorado, muy sobrevalorado. sin duda. El entorno es muy importante. Lo cambia a uno. No se han cantado lo suficiente las virtudes humanistas del agua corriente, los supermercados abastecidos, el transporte puntual y la electricidad ininterrumpida: verdaderas fuentes de humanidad. El entorno es muy importante. Lo hace a uno mejor persona. Les pondré un ejemplo. Al llegar a Barcelona trabajé como lector en una editorial. Un trabajo muy mal pagado. Leía manuscritos y escribía informes de lectura. Cierto día llegó a mis manos la novela de un escritor de la Isla. La novela me pareció interesante. Recomendé su publicación. El editor confirmó que mi opinión fue decisiva. La novela se publicó. Poco después vino el autor a Barcelona a presentar su libro y coincidimos en una comida. Yo sabía quién era él y él sabía quién era yo, en el áspero marco de la política de la Isla. Yo recomendé su novela. Él, en cuanto llegó a la Isla, escribió el correspondiente informe sobre nuestro encuentro. Dos o tres días después de su regreso atacaron mi ordenador miles de virus informáticos que pusieron en gravísimo peligro mi trabajo de años. El entorno es muy importante. Puede mejorarte o envilecerte. Hay toda una cultura de la nostalgia de la Isla donde nací. El Exilio, dicen, siempre con mayúsculas, y ponen caras de carneros degollados. ¡Qué triste es todo aquí, en el Exilio, cómo extraño a mi vecino Yukisleidi, por amor de Dios que alguien me traiga un mango, un aguacate de Jatibonico! (Jatibonico es un pueblo horroroso de la isla donde nací). Todo eso me parece muy exagerado. Muy exagerado. La nostalgia es algo denigrante. ¿Quieren saber para qué me han servido veintiocho años de Exilio? Para aprender que la nostalgia del lugar donde uno nació es algo denigrante. Una patraña, una estafa. Los mangos de Puerto Rico o Costa Rica son tan buenos, o mejores, que los de Jatibonico. Esa es la pura verdad. Y si no lo fueran, ¡qué más da! También es la pura verdad que siempre detesté a mi vecino, Vladimir -creo que se llamaba-, que por cierto era presidente del CDR de la cuadra y me denunció varias veces. Puedo pasármela perfectamente sin los mangos de Jatibonico. Para no hablar de lo placentera que es mi vida sin Vladimir… Salir de la Isla donde nací me ha permitido ver La Ronda Nocturna, la Capilla Sixtina, la Victoria de Samotracia, atravesar el Puente Vecchio, tomarme un helado en la Plaza de San Marcos, echar una moneda en Santa María del Popolo para que se enciendan las bombillitas e iluminen
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los Caravaggios, follar con una kuwaití, asistir a una obra de teatro de Thomas Bernhard, ver La Danza de Matisse, visitar la tumba de Brodsky, pasarme horas ante el Bosco en El Prado, entrar a una fastuosa librería de Barcelona, sentarme bajo el olivo en una casa de Sant Cugat a esperar que la noche caiga. Asuntos, sin duda, mucho más importantes que la Isla donde nací. Cuando salí de la Isla fui carnicero, rotulista, peón, viví en un garaje. Hubo penurias, pero ninguna, nunca, jamás, opacó ni siquiera un instante la inmensa felicidad de no estar allá, en la Isla donde nací. ¿Y qué decir de cómo ha influido la lejanía de la Isla en mi literatura? Esa lejanía ha sido decisiva para mi trabajo. ¿Por qué? Muy sencillo, porque lejos de la Isla donde nací soy libre. SOY UN ESCRITOR LIBRE. Y trato desesperadamente de que mi obra lo deje muy claro. Esa libertad es la que nos hace diferentes del escritor que solicita a su Amo, -atildado, comedido-, un poco de “dictadura con swing”. He recorrido San Francisco, Miami, Nueva York, París, Roma, Florencia, Tokio, Berlín y el cráter del Ngorongoro, siempre feliz de haber salido de la Isla donde nací. Muy feliz. Sobre todo feliz de no ver ni una palma. Sólo puedo pensar en algo más horripilante que una palma: la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Vivir lejos de la Isla donde nací ha sido y es algo extraordinario, nutriente (en todos los sentidos), maravilloso. Si creyera en Dios, estaría siempre agradeciéndole haber salido de allí. Decir otra cosa sería una falsedad. Todo parece indicar que nunca regresaré a la Isla donde nací. ¿Y qué? Carece de importancia. Soy un animal lento y torpe, me ha tomado treinta años, más tiempo del que viví en la Isla, descubrir que el único lugar al que vale la pena llamar patria habla, tiene el pelo negro, bellos ojos y qué decir de su boca, come, ríe, me ama y se llama Marta. Cuando el bote que me sacaba de la Isla donde nací se adentraba en el mar, en el horizonte, distinguí un grupo de palmas. ¡Qué árboles tan espeluznantes! * Texto de una charla ofrecida por el autor en Casa América Cataluña, Barcelona, el 11 de abril de 2008. ** El autor se refiere, en el primer caso, a José Martí y, en el segundo, a José María Heredia (N. del E.) Juan Abreu es escritor cubano residente en Barcelona. Escapó de la Isla en 1980.
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...Se nos persiguió hasta la gaveta. En ese período se censuraron obras después de publicadas, se hicieron pulpa obras antes de que se publicaran y se vigilaron obras meramente imaginadas.
ernesto Briel, sin titulo, 1976
Apuntes
censurables Roberto Madrigal
U
na forma de entender la censura es verla como un mal endémico que contagia por igual a víctima y victimario. Otra forma de verla es como una cualidad genética que portamos todos al nacer y que, según las circunstancias, se expresa en mayor o menor grado. La censura, a su vez, está muy ligada al efecto de halo, ese fenómeno psicológico que consiste en pensar que unas características específicas se pueden generalizar. Por ejemplo, a un gran conocedor de la dramaturgia se le atribuye también un gran conocimiento del cine, la novela, el ensayo, la pintura y el ballet, lo cual no tiene por qué ser cierto. Pero, por suerte, para ser un paranoide delirante no basta con creer que uno es perseguido. Los que pasamos nuestra adolescencia y luego maduramos entre mediados de los años 60 y durante la década de los 70, tuvimos el raro privilegio de crecer durante el período llamado “quinquenio gris” (designación ya aceptada universalmente, ¡pero sería más acertado hablar de un “decenio negro”, qué mala es la aritmética del totalitarismo!) y sufrimos el momento más atroz del castrismo y su política cultural, cuando todos parecían represores y todos lo eran, pero nadie escuchaba. Fuimos sometidos a una presión social apabullante. Se nos machacó la mente con el concepto de “hombre integral” y se nos convirtió en responsables de engendrar el “hombre nuevo”. Y con esa exigencia vino la vigilancia. La única virtud del censor es la importancia que le da al censurado, por muy insignificante que este sea. La censura nos hizo pecadores de pensamiento, palabra y obra. Fuimos predecesores reales de Minority Report, esa película de Steven Spielberg en que una fuerza policial se dedica a perseguir crímenes antes de que estos se cometan. Se nos persiguió hasta la gaveta. En ese período se censuraron obras después de publicadas, se hicieron pulpa obras antes de que se publicaran y se vigilaron obras meramente imaginadas.
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Como consecuencia de todo lo anterior, buscábamos en los intelectuales la coherencia ética (o lo que creíamos que debía ser esa coherencia). Preferíamos, por encima de Alejo Carpentier, a Guillermo Cabrera Infante y a José Lezama Lima, porque estaban de nuestro lado, y acusábamos a Nicolás Guillén de pregonero, porque presidía la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Esa era nuestra humilde reacción y nuestro pequeño ejercicio de censura. Pero era como condenar la obra de Ezra Pound por sus posiciones fascistas o ignorar la obra de Gabriel García Márquez por su apoyo a Castro (hace años que Mario Vargas Llosa se había convertido en nuestro preferido). En fin, desatamos nuestra rabia de censurados censores, comprando con la misma divisa con que se nos vendía. A la larga aprendimos a aceptar los contrastes y matices. Comprendimos que la obra literaria, una vez terminada, cobra vida propia y no tiene que ser el reflejo de su autor. Lo cierto es que fuimos una generación silenciada: los que se quedaron en la historia y en los diccionarios fueron nuestros censores. Después de que salimos por el éxodo del Mariel, comenzaron a aparecer las obras de los que hasta entonces habían estado inéditos o habían sido publicados muy poco en la isla: Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Roberto Valero, Reinaldo García Ramos, Guillermo Rosales y tantos otros. Y empezamos a publicar revistas en las cuales tratamos de presentar la visión que los vencidos tenían del período anterior a 1980. Pero esa visión no tiende a extenderse con facilidad. A lo largo de los 30 años que han pasado desde nuestra salida de la Isla, una y otra vez hemos tenido que intentar el ascenso de esa montaña de cima inalcanzable, con nuestro bagaje a cuestas, como clones de Sísifo y sin mecenazgo alguno (ya que nunca salimos de Cuba o nunca se nos ha salido Cuba de adentro). La erosión histórica ha alterado los límites de la tolerancia. Tras la caída del Muro de Berlín, la censura se ha ido ajustando a los nuevos tiempos, a la realidad virtual, a los celulares con cámara y a las necesidades económicas. Las nuevas generaciones, que también han sufrido lo suyo, han tenido oportunidades que, aunque vistas desde el extranjero son mínimas, para nosotros eran impensables (aunque no inimaginables). Pero el legado del silencio intenta perpetuarse. Veo cómo ensayistas tan distintos entre sí, pero igualmente lúcidos y excelentes, como Rafael Rojas, Antonio José Ponte y Duanel Díaz, todos ellos dedicados al estudio de la historia intelectual cubana, a la hora de tocar ese decenio negro se muestran inseguros y confusos, y le pasan por arriba con la mayor rapidez posible. Sé que es muy difícil estudiar y analizar un período sobre el cual hay poca bibliografía no oficial, y la poca que hay fue escrita post-mortem; pero creo que es necesario realizar un esfuerzo por buscar las fuentes, que aún son muchas, mientras le quede aliento a nuestro grupo. Es una tarea que, idealmente, no debe surgir de nuestro grupo. Si bien es difícil la lucha por trascender las circunstancias de cada cual, es detestable abrazarlas y acogerse pasivamente a ellas. No fuimos el hombre integral ni engendramos al hombre nuevo, porque nunca perdimos el deseo de expresarnos lo más libremente posible y persistimos en propósitos y objetivos que estaban más allá de lo que se nos ofrecía. Nuestra experiencia puede ayudar a entender un cruel período de nuestra historia que no se debe olvidar. Me niego a aceptar que las memorias de nuestro esfuerzo mueran con el último de nosotros. Roberto Madrigal nació en La Habana en 1950. Narrador y ensayista. Salió de Cuba durante el éxodo del Mariel, tras asilarse en la embajada de Perú.
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EL MARIEL Y YO* Miguel Correa Mujica
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Llegué a esta ciudad sin un manual de instrucciones, sin una conexión que me acogiera, sin otra muda de ropa siquiera. La ciudad me hacia señales y extraños guiños con sus olores y sus luces de neón. número 81
arece que fue ayer y ya han pasado 30 años. Ya he vivido mucho más tiempo de este lado que del otro. No había cumplido los 22 años todavía cuando el mar me trajo hasta aquí. Y los botes. Y las olas. Y las tempestades. Y dos o tres persistentes bestias marinas siguiéndole los pasos al diminuto bote que arañaba las aguas. “Azul” era su nombre. ¡Cómo olvidarlo! El horror, el miedo y el temporal. Y el tiempo ajeno a todo ello, sin siquiera advertir nuestra odisea. No sabía adónde había llegado, ni por dónde empezar mi nueva vida. No contaba con una experiencia laboral: jamás había tenido un empleo. De la Universidad de La Habana pasé, súbitamente, a la furia del Gulf Stream. Y de pronto me vi deambulando por la Calle 8 de Miami. En dos semanas me trasladé a Nueva York. Y aquí me propuse rehacer mi vida. Nueva York fue el escenario que me preparó para lo que venía, el sitio que vio estratificarse mi conducta y el testigo de mis ansiedades y mis necesarias mutaciones. Llegué a esta ciudad sin un manual de instrucciones, sin una conexión que me acogiera, sin otra muda de ropa siquiera. La ciudad me hacia señales y extraños guiños con sus olores y sus luces de neón. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo uno puede construirse un camino propio? ¿Es esta confusión la libertad a la que aspiraba? ¿Quién me podría explicar qué debo hacer a continuación? El estrépito de las sirenas y de vehículos de emergencia hacían del Alto Manhattan un sitio enloquecedor. Pero ¿y qué diablos es un subway? ¿Y por qué debo tomar uno, para ir a dónde? Mi desorientación por entonces no era sólo existencial, sino también muy concreta. Poco después, Roberto Valero, Vicente Echerri y yo nos hacinamos en un apartamento de la avenida Wadsworth que una tía piadosa de Roberto le había alquilado por un mes. Aunque dilapidado, el sitio se convirtió en nuestro querido refugio, en nuestra cueva salvadora. Desde allí pretendíamos ver desfilar los acontecimientos, ver cómo las cosas tomarían su rumbo, como si los protagonistas de ese momento no fuéramos nosotros. Nos empezamos a morir de hambre en una semana. ¿Cómo se busca algo de comer, alguna ropa, un jabón de bañarse, en una ciudad que giraba a una velocidad para nosotros inalcanzable? Hoy comprendo que la gran urbe y mis necesidades fueron los mejores tutores. Al Nueva York “de cieno y de muerte” de Lorca le entregamos nuestra juventud y nuestra vida. Y la ciudad comenzó a procesar nuestra urgencia, nuestra desesperación, nuestra soledad sin orillas. Pero nos sacó a flote, nos subió a un nuevo bote: al de la esperanza. Nueva York terminó por forjarme: aquí he estudiado, he trabajado y aunque he pasado por las siete calderas del dolor, también he vivido: confieso que sí. Porque sólo aquí he podido tomar mis propias decisiones, la definición más personal con que cuento del concepto de libertad. Mi soledad y mis penas sólo hallaban consuelo en la literatura, en la tarea de plasmar por escrito mis vicisitudes y las de los que dejé atrás, en levantar unos textos que, aunque
no fueran del gusto de las academias ni de los centros especializados, recogieran mi vida: ellos darían fe de mis padecimientos, de mis nostalgias y también de mis alegrías. La alegría de estar de este lado, de saborear eso que tan perentoriamente buscaba: la libertad de asumir quién soy verdaderamente. Haberme labrado un destino propio ha sido tal vez la recompensa mayor. “Estamos en las manos de Dios”, me decía Valero desde su adolescencia expatriada. Y lo estábamos. Al cabo de 30 años he podido comprender que mi amigo tenía toda la razón: Dios nunca nos abandonó. En 1982, a los 24 años de edad, escribí de un tirón y sin respirar casi, mi querido Al Norte del infierno, mi primer libro de ficción, texto que cuenta ya con tres ediciones en español, una bella edición pirata y una en inglés. Este fue, sin duda, un libro que padecí escribiéndolo, pues debí extirparlo de mi interior como si fuera un tumor. Si nuestro primer libro suele ser “una historia que uno tiene atravesada en la garganta”, como lo ha expuesto la argentina Cecilia Abzats en un breve prólogo que precede a su cuento “La siesta”, entonces ese libro mío fue un verdadero atragantamiento, un exorcismo, una especie de nudo del que debí deshacerme antes que me asfixiara. Lo escribí sin pretensiones y sin revisar siquiera sus realidades sintácticas. Sacarme ese estruendo de la mente era lo que me importaba, pues de lo contrario, estallaría. O sea, que la literatura también puede ser un dolor de cabeza. Las voces que constituyen ese libro, sus seres, sus gritos, sus quejas, se habían alojado dolorosamente en mi cabeza. Al Norte… se escribió sin tener en cuenta ni los modismos literarios, ni lo que desde alguna esquina me estaría dictando el canon: ese primer libro mío fue concebido y escrito sin siquiera detenerme a considerar los parámetros que seguía la narrativa de mi época. Tal vez sean estas las razones que expliquen su relativo triunfo y su insólita supervivencia. En los años 90, y tras el enorme estupor que produjo en mí la escritura de ese libro, ingresé en un centro de Enseñanza Superior en Nueva York. O sea, que no logré escapar a la estupidez de los títulos universitarios. En lo literario, he seguido varado en un pasado que no logro trasponer. Y aunque con frecuencia anuncio –y yo mismo espero– el cambio hacia mi nuevo contexto socio-lingüístico, en realidad no lo llevo a cabo. Y no lo llevo a cabo porque no puedo. No me siento cómodo en una lengua para mí artificial e incapaz de recoger mi mundo y mis tragedias personales. No puedo deshacerme de la experiencia del Mariel, ni siquiera en lo literario. Hace poco una editorial tradujo al inglés “Al Norte del infierno”. La traducción es excelente, pero no me reconozco en ella; los gritos de mis personajes son tan diferentes a los que concebí. En inglés no existen sino como caricaturas del texto madre. Y aunque ya tengo un millar de experiencias inéditas en esta segunda parte de mi vida, no cuento aún con un idioma que las identifique y del que me pueda servir para transferirlas a la página en blanco. En el 2006 se publicó mi segunda novela, Furia del discurso humano, otro texto estrechamente vinculado a mi vida. O mejor dicho, a mi vida en Cuba. Porque tal parece que en lo más profundo y permanente nunca he logrado abandonar del todo esa Isla. Y sin embargo, no he vuelto a pisar la tierra que me vio nacer. No he querido hacerlo. Mi rechazo a todo lo que dejé atrás se hace cada día mayor. “Pero las cosas allá han cambiado”, me dicen algunos. “Ya no se respira la atmósfera que dejaste atrás”, me dicen otros. Ay, pero mi memoria –la mala memoria– no me abandona. No creo que hayan cambiado las cosas al nivel que yo necesito que cambien. * Texto leído por el autor en el congreso “Mariel: memoria y escritura”, celebrado el 12 de junio de 2010 en Nueva York. Miguel Correa Mujica nació en Placetas, Cuba, en 1957. Estudió lengua y literatura rusas en la Universidad de La Habana. Llegó a Estados Unidos en 1980 en el éxodo de Mariel. Reside en Nueva York
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Jaleos y denuncias por: Stanislaw Jaroszek Si es un misterio porque el ser humano narra, el que un individuo decida narrar por escrito, y además en una lengua que aprendió de adulto, es un doble misterio. Stanislaw escribe para entrar en diálogo con los hispanoparlantes de Chicago. - Paul A. Schoeder Rodríguez Precio: US$14 1a. edición (Abril 2010) En español ISBN: 978-098000424-3
En la 18 a la 1 por: Escritores de Contratiempo en Chicago Este libro es, además de antología, una muestra, y también un repertorio: selecciona lo más representativo de cada autor, muestra la diversidad de su talento, y documenta el estado de la literatura hispánica en su estancia en Chicago. - Julio Ortega Precio US$14.99 1a. edición (Septiembre 2010) En español ISBN: 978-09800042-5-0
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¿Qué escriben hoy
los que vinieron por el Mariel? Reinaldo García Ramos Seguidamente presentamos a los lectores varios ejemplos de obras de ficción escritas recientemente por algunos de los autores que vinieron a Estados Unidos durante el éxodo del Mariel. A diferencia de los trabajos publicados en nuestro dossier (en los cuales sus respectivos autores comentaron su relación individual con los recuerdos que conservan del éxodo, con las ideas y reflexiones que esos recuerdos les provocan o con las huellas que esos recuerdos han dejado en su personalidad y obra actuales), los seis textos que mostramos a continuación son materiales de ficción. Nada más y nada menos. Y decir obras de ficción equivale a aclarar que los autores de esas páginas colocan sus emociones y sus recuerdos, o sus invenciones, en un espacio literario que, por definición, nunca está limitado por los hechos ni por las ideas (aunque puede o suele partir de ellos), sino que se instala bajo leyes imaginarias y por lo tanto más sorpresivas. Luis de la Paz ofrece en su cuento Un retiro feliz una conmovedora descripción de la vida en común que una pareja de dos hombres cubanos ha llevado durante largo tiempo en una ciudad del extranjero, en este caso Madrid, y del desenlace previsible, pero desconcertante, que irremediablemente trae consigo la edad avanzada de ambos. Con sutileza y humildad, sin alardes explícitos, pero con precisión de cirujano y ejemplar elegancia, el autor deja constancia de los pequeños ritos cotidianos y de la delicada atención que esos dos seres humanos se han entregado mutuamente durante años y que los mantiene unidos con valor hasta el final. Rafael Bordao nos muestra en su poética un escenario fantasmagórico, vinculado convincentemente a su vida en Nueva York y a sus visiones y experiencias en esa ciudad. Con un lenguaje enraizado en la mejor tradición de la pintura expresionista y en la poesía del caos urbano y la angustia existencial (tradición poética que él asume con habilidad, y que recuerda las obras de estadounidenses como Sandburg, Eliot, Crane, y de alemanes como Trakl, Benn y hasta el propio Brecht), Bordao se sumerge en sus deseos y recuerdos y se logra reafirmar con plena libertad ante el panorama desconcertante y feroz de la Babel de Hierro, que lo agrede y al mismo tiempo lo protege. Rolando Morelli, que ha publicado excelentes cuentos sobre los abusos de poder de los militares cubanos en su relación con los reclutas a sus órdenes, nos ofrece aquí dos fragmentos de una novela en proceso, donde sigue interesado en el tema de la violencia colectiva, ejercida por individuos o por mecanismos de
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control social. Parece subrayarnos que la violencia es siempre un hecho repudiable, que daña tanto la salud mental y el bienestar corporal del individuo que la recibe como los del verdugo que la ejerce. Y muestra el contraste entre el ambiente protegido y armónico de una casa familiar y el exterior de la ciudad, que la agresividad callejera va despojando de su belleza inicial y de su antiguo sosiego. Manuel A. López es el autor más joven de este conjunto y hace muy poco que ha comenzado a mostrar su obra poética. Su vinculación con los hechos del Mariel tiene un carácter especial: él salió de la isla en uno de los barcos cuando sólo tenía 10 años de edad. Aunque su voz literaria está recién comenzando a definirse, y seguramente sufrirá transformaciones en el futuro, nos pareció necesario incluir aquí una muestra de su trabajo actual, que posee ya una calidad indudable y un valor propio, pues su caso es una prueba de que por Mariel no sólo vinieron individuos que ya tenían una formación intelectual y una personalidad desarrollada, sino también niños que constituían promesas de todo tipo, algunos de los cuales tenían aptitudes artísticas que ahora, al cabo de 30 años, están ejercitando a plenitud. Manuel Ballagas nos muestra un capítulo de una novela suya recién publicada, en que da pruebas de su capacidad para la ironía y la sátira, al contemplar la vida cotidiana de un grupo de personas que parecen cubanos exiliados en una ciudad que podría ser Miami. Se inscribe así en la larga tradición cubana del costumbrismo sarcástico, que arrancó con Ramón Meza a fines del siglo XIX y tuvo varios narradores excelentes en la era republicana. Pero Ballagas enriquece esa herencia con ingredientes de nuestros días: entre ellos, la crónica de la sexualidad cotidiana como distracción, ante la aridez de una urbe incomprensible, y las diversas resonancias de la simbiosis de idiomas (español e inglés). Gracias a lo cual su trabajo se impregna de agudezas dignas del mejor sainete.
Todas las obras que ilustran Deshoras son de Gustav Reyes.
Jesús J. Barquet da señales de apoyar cierta zona de su poesía en la irreverencia ante los valores convencionalmente aceptados y en la reafirmación de la propia sexualidad (en su caso, las atracciones homoeróticas). Su actitud ante los emblemas heroicos que el castrismo ha construido durante años es iconoclasta desde el punto de vista estético, pero además liberadora desde el punto de vista de los esquemas moralistas; por eso sus poemas a los héroes, dos de los cuales incluimos aquí, tienen un vigor literario muy particular. Para dar una idea más amplia de su quehacer poético, añadimos un poema suyo de otra tonalidad, un texto inédito hasta ahora, en que nos habla de otras obsesiones menos corporales, o tal vez menos palpables, pero igualmente intensas.
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Un retiro feliz Lo hubiera ayudado a sentarse en uno de los bancos del Paseo del Prado, no los de piedra, que seguramente acudirán de nuevo a la memoria, sino los de hierro fundido, pero ni siquiera lo intentó. Sabía que sería inútil. En medio de un silencio áspero aguardó hasta que acomodó su voluminoso cuerpo. Esperó también a que sacara un cigarro y lo encendiera, lo aspirara profundo y exorcizara el ambiente con una primera bocanada profunda, espesa y maloliente, que lanzó al aire con un jadeo. Cuando terminó, miró fijo a Ernesto como diciéndole una vez más: no me protejas tanto. Al concluir la ceremonia y comprobar que estaba sentado cómodamente y bien abrigado, Ernesto dejó caer su no menos abultada figura en el banco, y sintió un tremendo alivio en la espalda, justo en el “allá atrás” que tanto había martirizado a su madre, y que ahora él arrastraba como una herencia fatal. La brisa ya bastante fría de finales de noviembre batía fuerte sobre los árboles produciendo una verdadera lluvia que cubría de hojas el paseo. El follaje no detenía su caída y Ernesto, cerrando los ojos, echó ligeramente hacia atrás la cabeza y arqueó los hombros, buscando mitigar el dolor que cada día se le acrecentaba más. Al abrirlos vio un compacto montón de hojas amarillentas trenzando un remolino en el aire, casi justo sobre su cabeza; miles de hojas corriendo ligeras de un lado a otro impulsadas por un viento que bien podía batir desde el distante mar, de perenne presencia; desde la cercana estación de trenes, concretamente allí, palpable; o desde cualquier otro sitio posible dictado por una memoria ya habituada a entremezclar, sin mucha distinción, ni particular interés, los sitios reales y los recuerdos. Ladeó la cabeza, miró a Emilio que ya se disponía a encender otro cigarro, mirando atentamente a una ardilla que sigilosamente se disponía a trepar por uno de los árboles de tronco corrugado que decoraban el paseo. Pensó indicarle que de la manera que estaba sentado, apoyando el peso del cuerpo sobre la pierna derecha, se iba a acalambrar y luego armaría una tragedia al no poder caminar con firmeza; pero tampoco le dijo nada, ya podía intuir la respuesta: déjame en paz. Se apresuró a susurrarle que la ardilla cambiaría de rumbo y que subiría por otro tronco. Así ocurrió y recibió una sonrisa de aprobación que le salió natural, impulsada por el humo del cigarro y el del frío que retenía en la boca. A Ernesto siempre le fascinó el interés de Emilio por los animales, a veces lo llamaba Humboldt por la manera en que lo veía ensimismado mirando sus movimientos, analizando los sonidos que emitían, cómo defendían su espacio vital, y la forma en que se agenciaban la comida. Recordaba los días que pasó siguiéndole la pista a un pájaro carpintero que repiqueteaba el tronco de un aguacate o alimentando la extraña paloma blanca que un amanecer apareció en el alero de la casa de Miami, y allí estuvo varios días, hasta que desapareció con el mismo misterio con que había llegado. Emilio le echaba arroz, la paloma bajaba y tan pronto terminaba de comer regresaba a la cornisa donde permanecía imperturbable hasta el próximo día. También cuidaba de los gatos con esmero,
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Luis de la Paz
curándole las heridas, alimentándolos. Pero por los perros sentía una fascinación particular. Una vez, en La Habana, a Negrito le dio a beber clara de huevo para que vomitara, mientras gritaba desafiante en la acera de su casa, que se cagaba en la puta madre de quien lo había envenenado. Ernesto había crecido alejado de los animales. Su padre les tenía una inexplicable aversión, los asociaba con siniestras enfermedades y delirantes tragedias. Lávate las manos con bastante jabón, decía cuando lo veía, ya no sólo tocándolos, sino apenas cerca de ellos. Molesto lo arrastraba a la casa, esperaba en la puerta del baño a que se enjabonara bien, se enjuagara las manos con abundante agua, y antes de que se las secara le echaba un chorro de alcohol para desinfectarlas. Lo mismo hacía con el lavamanos, lo rociaba con alcohol. Esa desproporcionada fobia se la transmitió a los hijos, y Ernesto, aunque intentaba romper con aquello que entendía como un absurdo, siempre mostró recelo por los animales, no le simpatizaban demasiado. Esa suerte de temor la justificaba diciendo que no quería rodearse de más cosas que se murieran. Sin embargo, había cierta sinceridad en la expresión. Ya tuve bastante con la familia, acostumbraba a decir Ernesto. Hay un dolor, una tristeza que se hace infinita cuando un ser querido se va. No importa el tiempo trascurrido, es un sentimiento perdurable, que gravita en todos los instantes por el resto de la existencia, pero que por momentos se hace más presente y su carga lacera. Un perro es un ser querido también, así que para qué agregar más dolor a lo cotidiano, afirmaba, de alguna manera escabulléndose. Pero Emilio lo había enseñado a convivir con ellos, a conocerlos, a entenderlos. Él no podía vivir sin perros y gatos. Al final Ernesto tampoco, aunque con menos convicción. Las caminatas eran prácticamente lo único que los sacaba del apartamento y eso, sólo cuando el clima lo permitía. Llegaba un momento en que no podían hacer mucho. Al cine acudían sólo cuando la película era en español, doblada o en inglés, pues las subtituladas, Ernesto no las podía leer desde mucho antes que lo declararan legalmente ciego. Aunque podía distinguir imágenes con discreta precisión, su visión era muy reducida. En las noches sólo atinaba a definir bultos con sus colores, pero había perdido la posibilidad de enfrentarse a los detalles, se le diluían en confusos contornos, extraños y asimétricos, trazando curiosos ángulos geométricos, que de repente se disparaban en direcciones opuestas o convergían en inexplicables puntos, derritiéndose luego como si se tratara de un cuadro de Dalí. Cuando le retiraron la licencia de conducir comprendió que tendrían que irse definitivamente de Miami. En Cuba se decía que sin azúcar no hay país, en Miami sin automóvil no hay ciudad, apuntaba, y cada vez que hacía ese comentario le recriminaba a Emilio el hecho de nunca haber querido aprender a manejar. En Nueva York había un eficiente sistema de transporte, pero la ciudad nunca los sedujo más allá de visitas breves y ocasionales. Tuvieron que irse a España. La Habana hubiera sido el lugar ideal, pero a pesar de los esfuerzos y las grandes sumas de dinero que se le había inyectado a la economía, no había alcanzado un nivel promedio, aceptable. El daño causado por la larga tiranía había sido tal, que la recuperación anunciada por economistas y políticos no se cumplía y las posibilidades eran cada vez más distantes, pues la corrupción sangraba al país.
Durante los meses más difíciles del invierno, permanecían varios días dentro de la casa sin apenas abrir la puerta. Era un tiempo que llenaban con la lectura matutina del periódico que compraban en un estanco a unos pasos del edificio y que Ernesto leía deslizando una lupa por la superficie del papel. Las tardes transcurrían entre maratónicas sesiones frente a la televisión, dominadas por largas jornadas hablando de las intimidades de los famosos y el glamour farandulero, que no entretenían mucho, pero que de alguna manera ayudaban a ocupar el tiempo, palabra que en realidad quería sustituir a vacío. Tanto Ernesto como Emilio habían dado por concluida sus vidas activas. Vivían del retiro, de los recuerdos y de la rutina. La jubilación como profesores en tres distintas universidades en los Estados Unidos, les permitía sostenerse dignamente en Madrid, donde poseían un piso cómodo y bien ubicado. Durante un tiempo viajaban con frecuencia a Miami donde tenían un par de propiedades alquiladas, al igual que a La Habana, donde también habían comprado un apartamento, pero en el que nunca habían vivido propiamente, pues apenas llegaban, iniciaban los preparativos para el regreso. En realidad sentían un poco de vergüenza por esa situación, pues cualquier otro lugar les era habitable, menos el suyo propio. Era algo difícil de entender, pero no se hallaban viviendo en Cuba largas temporadas. La isla se había convertido para ellos en un sitio de tránsito, y en un entorno propicio para evocar los recuerdos de la infancia y la juventud. En el Paseo del Prado buscaban cada tarde un respiro, un poco de sol o al menos de luz, un contacto con la naturaleza y aunque lo lograban, en el fondo deseaban hallar en ese mismo lugar la muerte, rodeados de esa belleza primitiva. Muchas veces habían abordado el tema del día final, sentados en los fríos bancos madrileños. Curiosamente nunca lo hacían en la casa. Ambos habían tenido una larga vida, demasiado vivir, decía Emilio con cierta amargura, pero no había otra cosa que hacer sino esperar el curso natural de la existencia. Para ellos el suicidio o cualquier otra posible vía de acelerar el fin era un escollo infranqueable. Para ambos repiqueteaba en la memoria una formación religiosa, las palabras estridentes de los curas llamando a vivir en el temor a Dios. Y ese era el peor temor posible, sobre todo para Ernesto, quien pensaba que en realidad el verdadero temor a Dios es el temor a la muerte, porque la muerte es Dios y esa relación con Dios, que por otra parte significaba vida eterna, encontraba una contradicción al verla asociada a la muerte. Además, ninguno de los dos quería ser el primero en morir, porque sabía que el otro quedaría desamparado, abandonado por seguro en un asilo para ancianos como le llaman en Cuba, un home, como le dicen en Estados Unidos, una residencia como suelen nombrar en España a ese lugar donde se va a esperar la muerte. Al rato fue Emilio quien pidió regresar al apartamento que estaba bastante cerca, pero que para ellos representaba una enorme distancia. Un día ya no podremos venir más al parque, dijo, y Ernesto pensó que ese momento podía ser la indicación que anunciara la muerte. Al levantarse, Ernesto sintió la punzada en la espalda, que lo obligó a apoyarse con fuerza en el bastón, y Emilio dijo que le traqueó el hombro derecho. Caminaron despacio y aunque no hablaron mucho, para evitar que el aire frío les resfriara los bronquios, ambos iban pensando que aún tendrían que subir las escaleras del edificio hasta el cuarto piso. En el apartamento siguieron con la rutina, ver la televisión, beber un poco de leche caliente, tomar las pastillas para dormir y acostarse. Emilio leyó en alta voz medio capítulo de un libro que el otro no escuchó del todo. Al amanecer la luz entró por el borde de la cortina. Ernesto que tenía que levantarse a preparar el desayuno se quedó en la cama un rato más, pero ese rato se prolongó. Emilio no respiraba como de costumbre. El resto de las horas trascurrieron veloces. Ahora llegando a La Habana se siente cansado. Desde la ventanilla se apreciaba la costa alargada, que se iba haciendo más precisa y verde a medida que se le cogestionaban los oídos. Tras cumplir todos los trámites requeridos, Ernesto pasa ahora los días en un caserón frente al otro Paseo del Prado, sentado con su lupa en uno de los sillones que se agolpan a lo largo del caluroso portal, leyendo el periódico y esperando con urgencia encontrarse de nuevo con Emilio. Luis de la Paz nació en La Habana en 1956. Salió de Cuba durante el éxodo del Mariel y desde entonces reside en Miami. El relato “Un retiro feliz” pertenece al libro Tiempo vencido.
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Rolando Morelli
Ni un sí ni un no (ix) Desde un balcón del cuarto piso, Sofía contemplaba a veces el paisaje unos instantes. Se llenaba de él antes de seguir la marcha con las tareas domésticas que la esperaban al regreso de su otro trabajo. Así como otros requerían una taza de café, cada vez más improbable y escasa, ella precisaba de asomarse al balcón y contemplar la ciudad desde arriba para tener aquella impresión de que flotara, leve y aérea, y sin embargo anclada en puerto como una flota que aguarda el momento de zarpar. Instantánea de siempre, el paisaje le resultaba a la vez, familiar y ajeno. Se le iba desdibujando con los días —cuando desaparecía de ahora para ahorita la estructura fósil de algún edificio que se venía abajo, lo que cada vez sucedía con más frecuencia y ya sin suscitar ni alarma ni consternación—. Tal vez a causa de ello mismo la ciudad hubiera acabado figurándosele una flota cuyos barcos todos partirían en algún momento u otro, quizás si así se resignara — engañándose con este género de argucias— a aquellas muertes inexorables cual si se tratara del hundimiento de embarcaciones surtas que desaparecían sin apenas dejar rastros, y cuyo lugar ni siquiera ocupaban de inmediato otras naves. Pensó si el historiador oficial de la ciudad y su equipo de restauradores tendrían igual impresión que ella de esta tala. Al principio, tampoco ella se había dado mucha cuenta. La ciudad estaba ahí, frente a ella. Entonces era un bosque todo en pie, nutrido, cadencioso; de cadencias suaves como las brisas que llegaban desde el mar. Un bosque mecido por un ritmo de habanera, sólido y flexible a una vez. Luego el mar se había ido empantanando sin que sus habitantes cobraran clara conciencia de ello. La ciudad-bosque había entrado también en su decadencia de otra cosa. Pudriéndose desde la raíz de un mal que a veces era indiferencia, y siempre fue un sinnúmero de otras muchas urgencias urdidas de espaldas o a contracorriente de la ciudad. Envuelta en su contemplación estaba cuando la distrajeron los gritos procedente de la calle. Al comienzo, permaneció impasible ante la escena que se ofrecía a sus ojos como mismo lo había estado ante la contemplación de la ciudad enferma que había mirado desde el balcón, pero pronto una sensación de náusea verdadera que no había recordado sentir hacía mucho la fue ganando sin que pudiera evitarlo. Una turba enloquecida que parecía la réplica de un carnaval siniestro se arrastraba abajo. Para que no faltaran ruidos —una alegría esforzada— los gritos se respaldaban con un golpear de sonajas y matracas; a ratos percutía un tambor destemplado. Figuras confusas, pero reales, se enroscaban como anillos en torno a una persona que alzaba los brazos tal vez para protegerse de la agresión de que era víctima, tal vez para repelerla instintivamente. Los anillos compresores, semejantes a los de una anaconda, se movían con celeridad y precisión, y ejercían sobre su víctima la fuerza tremenda de sus sístoles y diástoles. El hombre, cayó al fin al pavimento. Espasmódicas, las contracciones de
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los anillos siguieron presionando, aunque no con la misma intensidad. El caído había asumido la posición de un feto cuando llegaron algunos policías. Después de levantar por los brazos al que yacía —inconsciente, o tal vez muerto— sobre el asfalto, y de introducirlo en el interior del pequeño automóvil, los uniformados se alejaron haciendo sonar la sirena, y la multitud comenzó a disgregarse como si obedeciera a una consigna precisa. Los bomberos hicieron su aparición un momento después, y dirigiendo sus mangueras sobre el pavimento comenzaron a echar agua. Sofía entró a la casa con una sensación de mareo y de náusea que no podía contener. Corrió al baño para aliviarse, pero ni aún después consiguió sentirse bien. Pensó en Alejandra, su nieta. Se alegraba de que aquélla no hubiera estado en casa para presenciar la escena. ¡Era tan jovencita! ¡Tan impresionable a su edad! La madre de Alejandra trabajaba lejos, en provincia. Desde muy pequeña se la había encargado. Más que su nieta, Alejandra era una hija para ella. Pensar en la muchacha consiguió aliviarla, a pesar de encontrados razonamientos. ¡Era tan joven aún! ¿Qué iba a
ser de ella aquí? ¡Todo cuanto le pedía a Dios era que pasara algo...! ...algo que librara a la muchacha de... ¡Qué las cosas cambiaran para bien! ¡Qué se acabara esta pesadilla que ya duraba demasiado, de una vez por todas!
(xxiv) Cuando abrió los ojos, Ricardo encontró frente a él la mirada desconcertada del animal que parecía husmearlo a prudencial distancia. Incapaz de moverse por sí mismo, permaneció tirado por el suelo, y sin poder evitarlo sintió que se sumía nuevamente en la inconsciencia. Despertó una vez más, sintiendo en el rostro esta vez la lengua del perro que lo lamía como si buscara precisamente reanimarlo. El
animal se apartó de repente dejándolo tendido, al escuchar el silbido con que era llamado. Cuando, ayudado por dos desconocidos que lo arrastraron junto a una cerca de planchas de metal, Ricardo alcanzó a rehacerse del mareo y se sobrepuso al dolor en la espalda, confusamente tuvo una idea de lo que acababa de suceder. Una voz familiar —o que lo parecía— se dirigió a él con palabras que no acertaba a comprender, o a entender del todo, pero que sin dudas le daban seguridades de alguna índole. No consiguió moverse como hubiera querido, y en medio de la indefensión que experimentaba, le pareció reconocer la voz de su madre que pugnara por abrirse paso por entre un fárrago de palabras que no debían corresponder al lugar donde se encontraban. —¿Mamá? ¡Vieja! ¿Eres tú, viejita? La mujer musitó alguna cosa al oído de Ricardo que tuvo la virtud de tranquilizarlo, a la vez que lo devolvía a la realidad. —¡Aguanta, hijo! Te vamos a recolocar el hueso. Lo tienes fuera de lugar. El hombre joven, pelado al rape, consiguió en poco tiempo, mediante una maniobra precisa devolver el brazo a su lugar, y luego improvisó un cabestrillo para inmovilizar el mismo. Ricardo sintió que volvía a perder el sentido, pero se aguantó cuanto pudo y resistió sin gritar ni desmayarse. —Gracias —alcanzó a decir. El joven sonrió con una sonrisa breve y tentativa, como si no supiera muy bien de qué modo hacerlo. Ricardo no pudo sino reparar en lo que le pareció una contradicción, que el muchacho fuera capaz de recolocarle en su sitio el brazo dislocado con semejante destreza, y sin embargo, no supiera de qué modo esbozar una simple sonrisa. De algún modo, aunque se tratara de alguien mayor que su hijo Abelardo, pensó en éste. —Oye, ruso… —oyó que llamaba al joven, otro aproximadamente de la misma edad—. ¿Y tú cómo coño te colaste aquí, bolo? El aludido intentó no hacer caso, pero a la insistencia del otro, se volvió a él y pareció acometerlo con un silbido que le naciera del vientre: —Cállate, comemierda, que todavía se descubre la jugada, y se jode todo por tu culpa. El ruso dejó de ocuparse de Ricardo, que en ese instante miró a su alrededor en busca de la vieja, pero no pudo dar con ella. En su lugar, se faux life dio cuenta que la explanada donde se hallaban estaba cubierta de cuerpos, entre los que se distinguían algunos contusos, o mordidos de los perros. —A ver… tú, y tú… Sí tú. Y tú… —eran las instrucciones que ahora daban los guardias armados a quienes creían en condiciones de cargar con los heridos—. Agárrenlos por los brazos y las piernas y tráiganlos para acá. Así, como buenos hermanitos que fueran todos… Sí, ahí en el centro. A ver, los demás moviéndose ya; haciéndome espacio ahí para estos que están de vacaciones. Rolando Morelli nació en Horsens, Dinamarca, en 1953. Cuando tenía cinco años sus padres se lo llevaron a Cuba. En 1980 salió de la isla en el éxodo del Mariel. Reside en Filadelfia, donde es profesor de Lenguas y Literatura. Los textos que publicamos son fragmentos de una novela en preparación.
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mirada cóm
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Vida en la madera:
El arte de Gustav Reyes Stephanie Manríquez
“El deseo de crear es un vehículo por el cual nosotros, como humanos, extendemos nuestra mente y alma más allá de los límites de nuestros físicos. A través del material y la creación de nuestro trabajo, considero las complejidades del ciclo de vida. Tengo un profundo aprecio por la belleza de la naturaleza, por lo que trabajo con ella, no en contra de ella”. - Gustav Reyes
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mplice 1. Limited Edition Organic Coil 2. Cherry 3. Na-gah2 4. In the balance 5. La perla 6. Three Treasures
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C
onsiderar las facetas de la vida dentro de una pieza de arte ha sido la misión de Gustav Reyes, un artista de origen mexicano y puertorriqueño, cursó estudios en el Instituto de Arte en Chicago (1988) y especializado en trabajos y terminados de madera en “The Chicago Bauhaus Academy” (1996). Gustav Reyes tiene una afección profunda por la belleza de la naturaleza. Desde su niñez, se apegó al trabajo en madera dentro del taller de su padre– ubicado en el vecindario de Pilsen –donde éste esculpía joyería en madera. El trabajo de su padre creó la relación que para el artista representa trabajar con material viviente. Para Reyes trabajar con madera es un símbolo de dualidad y de concentración de energía para ambas partes –el creador y su espectador–, debido a la historia que hay detrás de una simple pieza de madera. Reyes esculpe con
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madera desechada, proveniente de Nueva Zelanda, que se ha mantenido por más de 50 mil años en la Tierra; o con la madera de algún árbol caído enviada desde África; inclusive con la madera proveniente de sus árboles predilectos, especies como el árbol del cielo, “Ailanthus altissima”, también conocido como “Ghetto Palm”. La historia narrada detrás de los árboles de cielo converge con hechos análogos actuales en Estados Unidos: el incremento migratorio en las grandes urbes y el afán por su supresión; en comparación, estos preciosos árboles, traídos de China a finales del siglo XIX, quieren ser erradicados de las grandes urbes como Chicago, Detroit y Nueva York debido a su nivel invasivo de crecimiento. La naturalidad y la finura con las que Reyes labra sus piezas –brazaletes, anillos, collares y esculturas– de una manera arquitectónica se concentran en gran parte en que no sigue o rompe reglas, sino que está consciente de su estilo único, en el cual combina lo tradicional como en algunas coyunturas aprendidas en sus años dentro de la industria de muebles, a lo más contemporáneo como en la elegancia al moldear o alterar la madera en forma circular. Reyes ha resuelto incógnitas dentro del campo
de la manipulación en madera que tal vez ni su padre pudo descifrar; generando, concibiendo y utilizando técnicas relativamente nuevas dentro de este mercado, técnicas que no se veían hace 10 años. El acceso a nuevas tecnologías ha hecho que rebase expectativas y que rompa toda regla en términos de escultura y trabajo en madera como la implementación de materiales como el “compwood” –en escala mayor y cortados en una sola pieza– estructurando y alterando la misma a una forma curva dentro de un mundo donde siempre había sido plano. El entusiasmo y la perseverancia de este artista lo han llevado a mantenerse en el desarrollo e improvisación de sus técnicas, en la creación de diseños exclusivos que prevalecen como piezas de arte y presentándose en distintos puntos de la nación como El Museo de Barrio y The Met Opera Shop Collection (Nueva York), Pennsylvania Academy of Fine Arts (Filadelfia), The John Paul Getty Museum (Los Ángeles), y próximamente en el National Building Museum en Washington, D.C. El arte de Gustav Reyes se puede apreciar sencillamente como joyería de madera o en formas arquitectónicas dentro de su más reciente logro llamado “Bridge Gallery” ubicado en 2202 S. Halsted Avenue, en donde abre un espacio alternativo para observar otros horizontes dentro de la comunidad, y establecer un diálogo con artistas y residentes. Para más información, visite: www.gustavreyes.com y www.gallerybridge.com Stephanie Manríquez forma parte del Consejo Editorial de contratiempo. contratiempo
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Tie me not neckPiece
Manuel Ballagas
Descansa cuando te mueras Lo conocí en la cárcel; después, lo perdí de vista. Nunca creí que volvería a encontrarme con él, mucho menos aquí. Pero la gente de presidio son como los malos recuerdos; jamás se desvanecen completamente y cuando uno menos lo espera afloran en la vida o la memoria como un tumor maligno. Llegan en bote, en avión, en sueños. ¿Qué se va a hacer? Me tropecé con Matancita en el mostrador de La Ciguaraya, un cafetín que había en la Primera y la Siete. Casi me atraganto cuando lo vi. Estaba igualito: consumido, raquítico, sin dientes. “¡Nadie quiere a nadie!”, gritó al verme. Era su letanía, su consigna. La tenía tatuada en el pecho, en letras góticas azules y rojas, de un extremo a otro de sus pectorales.
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En la cárcel la repetía a toda hora. De alguien lo aprendió seguramente. Nos abrazamos y hablamos un rato, le di mi teléfono. Quedamos en vernos pronto, pero esta ciudad es muy grande y nadie cumple esa promesa. Uno se enreda, hace compromisos, nuevas amistades, en fin, el tiempo no alcanza y hay que trabajar para pagar los biles. Además, yo no quería verlo. Entonces, un día Matancita me llama para decirme que se había mudado a un bungaló cerca de la Ocho, a cinco o seis cuadras de donde yo vivía. No jodas, le digo. Era una de esas casas viejas, de madera, que todavía quedaban en La Sagüesera. Hornos en verano, frías con cojones en invierno. Vivía arrimado con una centroamericana de treintipico de años. Estuvo vendiendo naranjas; ahora trabajaba por la noche, de security. Era su día franco. Me alegré por él. -Ven a tomarte un sispá y así conoce a la jeba –me dijo. Primero le dije que no, puse un par de pretextos bobos, pero al fin accedí. Yo había empezado a vender cable y aquel era mi territorio. La gente no compraba. No tenía mucho que hacer. -Entra, político –me dijo cuando abrió la puerta. Estaba en chancletas, sin camisa, y tenía puesta una gorra de pelotero. El tatuaje estaba un poco desvanecido, pero no se le había borrado completamente, ni de la piel ni de la memoria. Hablamos de carros y de la vida. El se había comprado un Dodge del 70 en bastante buen estado. Arrancaba siempre y el aire acondicionado le funcionaba como un cañón. Yo tenía un Cadillac 74 convertible. Era espacioso, veloz, elegante. Los dos eran automóviles enormes que consumían más gasolina que una central termoeléctrica, pero eso ni nos pasaba por la mente. Ninguno de los dos había tenido carro antes. La conversación derivó, no sé cómo, hacia su mujer. Matancita me aseguró que era buena, trabajadora y tenía tremendo cuerpo. -Deja que tú la veas –me dijo- Te va a dar un jaratá. No le hice mucho caso. Matancita era dado a exagerar. Tampoco teníamos los mismos gustos. Ni en carros ni en mujeres. -Es un cacho de hembra –sentenció. -¿De qué trabaja? –le pregunté. -En un bar. -Ah... -Yo sé lo que tú estás pensando –me dijo enseguida. Iba a decirle que yo nunca pienso nada, no soy un pensador, pero no me dejó.
-No me hace mucha gracia –dijo- Además de servir las mesas, tiene que alternar con los clientes. Nada malo, tú sabes. Oírles las descargas, vestirse bonito, conversar con ellos, tumbarles tragos... Se busca buen dinero. -¿No es peligroso? –pregunté. -A veces –contestó- Algunos hombres no tienen control. -Es verdad –repuse. -Les falta fundamento –dijo él. La conversación cayó en un bache y estuvimos así un rato, callados y cabeceando, hasta que Matancita se volvió hacia el fondo de la casa y gritó: ¡Mélani! Saca la fría del refrigerador, plis. Pensé que iba a aparecer, al fin, la india estatuaria de que habíamos estado hablando, pero la que entró al rato fue una chiquilla somnolienta, cargando a duras penas una bandeja de Jáineke congeladas. La puso sobre una mesita, al alcance de los dos. Mélani era altísima, flaca, de piernas muy largas, pero no debía tener más de doce años. Trece, ahora que lo pienso bien. No era, en todo caso, una edad para andar todavía en pantaloncitos y con los pechos al aire. Me quedé frío. Traté de no mirarla. -¿Qué te parece la hija postiza que me busqué? –preguntó Matancita. La niña dio un brinco y se sentó en sus piernas. Enseguida, se metió un pulgar en la boca y empezó a chupárselo como una recién nacida. Matancita me pasó una botella. Me guiñó un ojo y se echó un buche largo, mirando a la niña de soslayo. Destapé la Jáineke con la mano y me espanté la botella enseguida. Él me pasó otra. -Está hecha una mujer –dijo, dándole una palmadita en las corvas. Mélani bajó los ojos y se metió el dedo casi hasta la garganta. Creí que se lo iba a tragar. Jugaba con un mechoncito de su pelo y se acariciaba la punta de la nariz. A veces le daba un desespero increíble. ¡El dedo le entraba y le salía de la boca como un pistón! -Es muy guajira –dijo Matancita. Luego la increpó: Saluda al hombre, coño. Es amigo mío. Mélani me miró de lado y sonrió desganadamente. Tenía los labios irritados de tanto chuparse el dedo, muy rojos. Bajó los ojos y siguió mamando. A pesar de que traté de no fijarme, noté que tenía unos pezones bastante pronunciados y oscuros. Parecían gomitas de lapicero. Coño, Manny, es una niña, pensé, apartando los ojos de los capullitos insolentes. Era enorme también. No cabía en los brazos de su padrastro. Tenía el pelo muy lacio y negro, cortado bajito, casi como un macho. Matancita acabó su cerveza, tomó otra y me pasó una más a mí. Hizo ademán de hacerle cosquillas y la niña se retorció como una anguila en su regazo. -A ver, dame un besito de novio –le pidió él, de pronto, cuando se sosegó. -¡No! –chilló ella. Discutieron un rato. Él que sí y ella que no. Al fin, Mélani consintió y se dieron un beso cerrado y corto en los labios. Después, pasó algo. La niña perdió el equilibrio, Matancita la aferró por la cintura. Mélani estalló en carcajadas, se puso histérica. Él trataba de controlarla, abrazándola, pero la niña no se dejaba. Las manos resbalaban, Matancita le besaba el cuello y las orejas, ella chillaba, daba pataditas... -Matancita, brode, voy echando –dije. Fui a levantarme, pero no me dejó. -Tómate otra cerveza –me dijo.
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-Ya me tomé un montón. -No importa, hay más. -Tengo que manejar. -Ah, deja eso, político. ¡Nadie quiere a nadie! Acepté de mala gana. Abrí otra cerveza y me la eché. Matancita se dio un par de buches. -Esta niña va a ser tremenda artista. Da clases de balé –declaró. Mélani se le escapó y empezó a hacer piruetas en medio de la sala. Alzaba una pierna, ponía los brazos en un arco, daba brinquitos en las puntas de los pies, hacía reverencias. Las teticas le saltaban como masas de gelatina. Matancita aplaudía. “¡LLEVA! ¡ECHA!”, gritaba. En eso, se abrió la puerta. -¡Mélani! ¿Qué hacés, indecente? ¿Qué espectáculo es éste? –tronó la mujer, llevándose las manos al talle. La verdad es que la india no estaba del todo mal. Alta, con buenas curvas, tiposa. El pelo le daba casi por las nalgas; tremendas nalgas, por cierto. Los ojos le echaban chispas. Eran grandes, muy negros. Tenía los párpados pintados de un azul oscuro y las cejas bien delineadas, como si acabara de maquillarse. -¿Cuántas veces he dicho que no te quiero ver así delante de las visitas? –gritó. Luego, se volvió hacia mí y me pidió excusas en voz baja: Disculpe, caballero. La niña está imposible. Ernesto la consiente demasiado. No sé qué voy a hacer. Matancita alzó la vista y abrió otra cerveza, como si con él no fuera. Mélani nos miraba a todos, mamándose el dedo ahora con absoluto desespero. -¡Andá, pues! ¡Vístete, sucia! –le ordenó la mujer. La niña se empinó y se sacó el dedo de la boca. Estaba envalentonada, todos nos dimos cuenta. Por un momento, creí que le iba a ir encima a su madre. Me preparé para intervenir. -What’s the matter, mom? Are you jealous or something? –le preguntó entonces con sarcasmo. Aquí los hijos siempre desafían a sus padres en inglés, me he dado cuenta de eso. -¡INGRATA! ¿QUÉ TE CREÉS? –rugió la señora- ¡A mí no me hablás así! Luego alzó la mano y le cruzó la cara de un bofetón. Mélani fue a parar a un rincón. Casi la incrusta en la pared. Cayó de culo, con las piernecitas separadas. Creí que no se iba a reponer, pero se puso de pie casi enseguida, hecha una fierecilla. -I hate you! I hate you, you disgusting bitch! I hope you die! –chilló. Dos lagrimones brotaron de sus ojos rabiosos, centelleantes, y después se perdió corriendo en el fondo de la casa. Yo me puse de pie. -Señora, perdón, ahora sí me tengo que ir –murmuré. A pesar del escándalo, Matancita se había quedado dormido en la butaca, con la Jáineke a medio terminar hundida entre las piernas. La gorra le tapaba la cara. Roncaba que daba gusto. Se despertó un momentico, levantó la gorra, nos miró con ojos extraviados, y murmuró: “Nadie quiere a nadie”, y enseguida volvió a dormirse. La mujer agitó la cabeza. -Permítame acompañarlo, por favor –me dijo- No sabe la vergüenza que me da. La seguí, cabizbajo, hasta el jardincito de la casa. No sabía qué decirle. Atardecía y hacía un calor del coño de su madre. Una mezcla de temperatura y humedad que calaba hasta los huesos y drenaba todos los líquidos, aun a la sombra. Fue entonces que me fijé en ella, quiero decir, en detalle, quizás
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porque se abrió un poco la blusa para refrescar y me picó la curiosidad. Tenía unas tetas enormes. Como almohadones. Llevaba puestos una minifalda apretada a medio muslo y unos zapatos de tacones altísimos, que debían provocarle vértigos. Se le marcaban los blumes, no mucho, pero se le marcaban. Creo que le entró vergüenza, porque de pronto se cubrió el escote y sus ojos esquivaron mi mirada con un asomo de coquetería. -Mi hija ahorita está en una edad muy difícil –dijo al fin. -No se preocupe –repuse- No es más que una niña. -Con todo –insistió ella- Es casi una señorita, pues. Ya la vio. No debe exhibirse así. No es correcto, pues. ¡Usted es un HOMBRE..! Me inquietó la forma en que pronunció esa palabra, hombre, con tan misterioso énfasis. No sé, por alguna razón parecía justificarlo todo, incluso los impulsos más bestiales, los actos más atroces, los deseos más turbios. -A esa edad no se dan cuenta –siguió diciendo, con una sonrisa medio pícara- Provocan sin saber... Incitan... Tisean mucho... Yo era así también... -¿Ah, sí? -No tanto, claro –se apuró a decir- Mis padres me dieron muy buen ejemplo. Éramos de buena posición. ¿No vio cómo se chupa el dedito? ¡Qué babosa! -Ya se le pasará. -Ojalá –murmuró- Porque hay tantos hombres malos. Los veo todos los días. Usted los conoce mejor que yo. No se pueden controlar. ¡Son como animales salvajes, pues! -Es verdad. -¿Usted tiene hijos? –me preguntó. -Yo no –contesté. Ella guardó silencio un momento. Después, me dijo: Su amigo habla mucho de vos, le quiere mucho... Tuve que echarme a reír. -Nadie quiere a nadie –le dije al fin. -Eso no es verdad, no sé de dónde lo sacó. Ernesto lo repite siempre. ¿Por qué? Me encogí de hombros. -Es un dicharacho de presidio –respondí. -Qué horror –dijo ella- ¿Usted estuvo en la cárcel también? -Allá cualquiera cae preso –le dije. -Eso he oído –dijo ella. Luego se alisó la falda y se cerró el escote con cierto aire de finalidad. -Bueno, pues... –dijo, tendiéndome una mano. Yo fui a hacer lo mismo, pero algo raro me pasó. Ha de haber sido el efecto de la bebida o la forma en que aquella mujer pronunciaba la palabra hombre a cada rato. El hecho es que perdí los estribos. La tomé por el brazo y la atraje bruscamente hacia mí. Olía a algo, a talco, a colonia barata, que movía al desenfreno. Se resistió primero débilmente, hay que decirlo, pero después se rindió al beso poco a poco, dejándose apretar, babosear, morder. Le levanté la falda, ella me masajeó los cojones. Nos restregamos así un rato, pero cuando más entusiasmado estaba, se separó de mí. -¡No, por favor! ¡Ya basta! ¡No más! –gimió de pronto, apartándome de un empujón. Iba a disculparme, pero no me dio tiempo. -Lo siento, no puede ser... –murmuró, pasándose el dorso de la mano por los labios- Su amigo es mi novio, por Dios... ¿Qué va a pensar usted de mí? -Es mi culpa, perdí la cabeza –dije. -No –me dijo ella, bajando los ojos- La culpa es mía.
-¿Por qué? –pregunté- Fui yo quien le faltó el respeto, señora. Ella no estaba tan convencida. -Algo hice seguramente... Mirá cómo estoy vestida, mirá... Parezco una mujerzuela, una cualquiera, pues –dijo haciendo un gesto que a mí se me antojó un poco exhibicionista. -Señora, eso no es razón... –empecé, pero no pude terminar. -¡Usted es HOMBRE! –exclamó. Otra vez la palabrita, pensé. ¿Para qué tenía que repetirla constantemente? ¿Quería volverme loco? ¿Mortificarme la portañuela? Estaba hasta los cojones de tanto bulchiteo, de tanta filosofía barata, de tanto eufemismo y prosopopeya. “¡Usted es HOMBRE, usted es HOMBRE!”. Ya no aguantaba una más. -Mire, señora –le dije entonces a rajatabla- Usted lo que tiene que hacer es dejarse de putería. La india se quedó estupefacta. -¡¿Cómo?! Empezó a respirar como una asmática, los labios le temblaban, creí que iba a vomitar. -Y su hijita también –seguí, de todas maneras- Todo lo que sabe lo aprendió de usted, y si sigue así, le van a partir el culo antes de tiempo, ¿me oyó? -¡Miserable! ¡Canalla! –rugió ella, salpicándome de saliva. Miraba para la casa, miraba para mí. Los ojos le echaban candela. Alzó después los puños en el aire, como si fuera a pegarme. Yo me preparé a esquivarla; no sé boxear, pero me defiendo. -¡Ernesto! ¡Ernesto! –gritó ella entonces. Se abalanzó sobre mí, pero no llegó a alcanzarme. Algo pasó. Los ojos se le pusieron de pronto en blanco y cayó redonda en el suelo, presa de unos raros espasmos. Coño, me dije. La india echaba espuma por la boca, se arqueaba y daba tumbos sobre la yerba. Creí que se iba a descoyuntar, o peor, a morirse. Algo definitivo y alarmante, en todo caso. Hubiera querido agacharme, ayudarla; sujetarle la lengua para que no se la tragara, pero no me atreví. Le tengo tremendo respeto a los epilépticos, no sé por qué. Miré hacia todas partes, pero no había un alma por todo aquello. Sólo el resplandor lejano de los televisores en algunas ventanas. Risas apagadas. Un motor que se encendía y ruedas que arañaban el pavimento a mucha distancia. Así es La Sagüesera de noche: un desierto de linóleo gastado, un aposento apestoso y vacío. La india seguía retorciéndose en el suelo, como un pollo desnucado. Me empezó a dar lástima, pero el daño ya estaba hecho. ¿Para qué echarme aquel muerto encima? Le di la espalda y eché andar. Prendí un Marlboro, sabiendo que no me iba a dar tiempo de terminarlo. Tenía el carro parqueado a sólo media cuadra de allí. Un Cadillac 74 espacioso, veloz, elegante. Alguien debería llamar al resquiu, pensé. Manuel Ballagas nació en La Habana en 1948. Escritor y periodista. Reside en Fort Myers, Florida. El texto que publicamos es un capítulo de su primera novela, Descansa cuando te mueras, que ha sido publicada en 2010.
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Jesús J. Barquet
Las palabras
Manuel A. López
para Tereza, que también las ama
Sin respuestas
No, no mueren las palabras. A veces, sí, se nos pierden, se transparentan o esfuman de la vista, se esconden o prefieren refugiarse en sus pares, y creemos que han muerto, que si buscamos aquí o allá sólo hallaremos sus ruinas dispersas, sordos sonidos huecos, ciegos susurros, nada. Y cambiamos el tema: encendemos la radio, ideamos un viaje o llamamos a un amigo de infancias para quejarnos del clima, del presidente de turno, de un malestar pasajero. Pero nada le decimos, jamás, de las palabras —incluso las que usamos con él nos resultan cobardes desertoras, calladas cómplices de una traición intrusa, endebles columnas aún en pie de una hecatombe que no experimentamos pero tampoco podemos prevenir. Y luego, cualquier noche después, como un amor o un bello cuerpo que vuelve, regresan las palabras, inéditas, sonrientes, como si nunca se nos hubieran malogrado. No, no mueren las palabras: sólo nos dejan saber, a veces, cuánto las necesitamos. Jesús J. Barquet nació en La Habana en 1953. Desde 1991 es profesor en la Universidad Estatal de Nuevo México. En 2011 aparecerá Ediciones El Puente en La Habana de los años 60, un volumen compilado por él que recoge estudios críticos suyos y de otros autores.
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Si tuviera respuestas sería millonario o pastor de alguna iglesia fantasma. Si la crueldad no me hiciera daño sería como tú: pretendería ser poeta. Si caminara por esta ciudad sangrante sin salpicarme sería un héroe. Al final del día lleno de preguntas y sin una sola respuesta me cubro con el manto del silencio.
Balance of life
Manuel A. López (“Manny”) nació en 1969 en Morón, provincia de Camagüey. Llegó a Estados Unidos en el éxodo del Mariel. Escritor y activista cultural. Reside en Miami. Más información en www.laperegrinamagazine.org
Rafael Bordao
Los ahogados del Golfo Nunca atracaron al puerto se quedaron en la retentiva de las aguas arrítmicos, enfáticos y deshechos soñando con el muelle, la libertad y el bote mientras caían con los bronquios inflados en el festín de los peces; nunca atracaron al puerto se hundieron lentamente en lo más sordo desamparados en un silencio inmundo con los ojos ensangrentados de recuerdos sintiendo la doble digestión de la esperanza y el naufragio. Rafael Bordao nació en La Habana en 1951. Poeta, escritor, profesor, antólogo y editor. Desde 1980 reside en Nueva York, donde enseña Literatura y Español.
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tiempoextra A Viva Voz:
Chicago lee en español fotos: Ignacio guevara y rafael franco
Luis Alejandro Ordóñez idiomas, de una literatura en español que tiene su germen, expresión y difusión en la experiencia de ser latinoamericanos en Chicago.
De izquierda a derecha: Marco polo soto, ignacio guevara y Raúl dorantes.
Jesús guerrero
juana iris goergen
“H
raúl dorantes, jochy herrera, juana goergen, febronio zatarain, Om ulloa y gerardo Cárdenas
oy me vuelvo a sentir un traidor a la Patria” dice en su lectura el poeta peruano Santiago Weksler, y al escucharlo la pregunta que surge es ¿cuál patria? ¿La patria que se dejó atrás? ¿La que nos acogió? ¿La que se crea única y personal, mezcla de viejos recuerdos y nuevas vivencias? “Mi Patria es el idioma portugués” escribió Fernando Pessoa, pensando en su nación de marineros desperdigados por buena parte del mundo tras haberse lanzado a la mar desde los puertos de una pequeña costa de la Península Ibérica. “Mi Patria es el idioma español” podríamos decir los latinoamericanos llegados a Estados Unidos como espaldas mojadas desde México y Centroamérica, como balseros desde Cuba, como balseros del aire desde Venezuela, como migración interna desde Puerto Rico, como estudiantes o turistas con visas que tienen una nota al pie invisible que de poderse leer diría “sin intenciones de regresar al país de origen”. Tantos
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recorridos, tantas historias de inmigración que encuentran en común una sola cosa: el idioma español. “En este pueblo se habla español” En la lectura colectiva “Vocesueltas: A Viva Voz”, realizada el 9 de diciembre bajo el auspicio del Departamento de Asuntos Culturales de la Ciudad de Chicago, se escuchó por primera vez en el Chicago Cultural Center la literatura en español que se hace en esta ciudad. Gracias a contratiempo y a su sello editorial, Vocesueltas, 16 escritores provenientes de México, República Dominicana, Cuba, Puerto Rico, Perú, Costa Rica, Colombia, Bolivia y Polonia mostraron su trabajo en un evento trascendente, pues significó el acceso del movimiento literario en español a uno de los espacios culturales más representativos de la ciudad de Chicago. La ciudad está reconociendo la existencia de una cultura bilingüe, de un país que habla dos
De aquí y de allá El movimiento literario en español de Chicago no puede ser narrado separadamente de los siete años de vida de la revista contratiempo. Son las páginas de la revista, junto a iniciativas como el taller de cuento y poesía que promueve, lo que le ha dado la vitalidad necesaria a ese movimiento para llamar la atención de las instituciones culturales oficiales de la ciudad, que a través de órganos como Chicago Publishes y el Chicago Artist Resources, ambos pertenecientes al Departamento de Asuntos Culturales, empiezan a ofrecer un apoyo importante tanto para su expansión como para su mayor y mejor conocimiento. “Lo que más me gusta de Chicago son sus trenes”; así comenzó el texto que el poeta mexicano Febronio Zatarain escogió para la lectura, un homenaje a la ciudad que le dio cobijo pero también a su dinamismo de voces y de historias, representado por las líneas roja, azul, verde, café, rosa y naranja del famoso “L”, el tren elevado de Chicago. En el tren viaja la identidad de cada uno de los inmigrantes que llegan a Chicago, transformándose en cada estación, en cada transferencia. Los inmigrantes, como dijo la puertorriqueña Juana Iris Goergen en su intervención, todo el tiempo se están definiendo frente a otros. De esa continúa negociación de identidades ha surgido una literatura sólida e interesante que Vocesueltas está recogiendo y que el Chicago Cultural Center comienza a tomar en cuenta como parte de la escena cultural de la ciudad. Según sus propios protagonistas, lo que diferencia de otros lugares al movimiento literario en español de Chicago es la diversidad. El escritor mexicano Raúl Dorantes dice que esa pluralidad de voces no está tan presente en Los Ángeles, Miami o Nueva York. El ensayista dominicano Jochy Herrera agrega que en Chicago se ha logrado ir más allá de lo chicano y lo “nuyorrican”. Zatarain lo explica diciendo que en la ciudad no hay un gurú de la literatura, por lo que el trabajo de cada uno de ellos se ha realizado apoyándose unos en otros. En esa condición de colectivo se explica la inusual convocatoria de dieciséis autores. Los hermosísimos espacios del Chicago Cultural Center los recibieron en una noche típica de finales de otoño en Chicago; sin embargo, la nieve y el frío no impidieron que el salón Millenium se llenara y que el costarricense Ignacio Guevara, el mexicano Jesús Guerrero, el polaco Stanislaw Jaroszek, la boliviana Verónica Lucuy Alandia, los mexicanos Marco Polo Soto, Jorge Montiel, y Elizabeth Narváez Luna, el puertorriqueño Rafael Franco Steeves, el colombiano Humberto Uribe, la cubana Om Ulloa, la puertorriqueña Johanny Vázquez Paz, Dorantes, Goergen, Herrera, Zatarain y Weksler encontraran una cálida receptividad para su trabajo. No hubo traición alguna a la patria, todo lo contrario, todos quedamos rendidos y más a gusto en nuestra patria que es el idioma español. Luis Ordóñez, venezolano, es escritor y bloguero. Más información sobre él en: www.laoficinadeluis.com
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tiempoextra foto: “Cowboy” Ben Alman
La música de
Esperanza Spalding Catalina María Johnson
H
ace unas semanas, en el gran auditorio de la Orchestra Hall, salió al escenario una delgada joven con un enorme afro que le circundaba la cabeza en un gran halo de pelo. Prendió una lámpara, se quitó la chaqueta y zapatos y se sentó a un lado del escenario donde había un sillón cómodo. Tranquilamente, se sirvió una copa de vino tinto y la comenzó a beber. Con cada sorbito de la copa, sonaban los acordes de un trío de cuerdas (violín, viola y cello) al centro del escenario. La joven se levantó y descalza, frente al trío, comenzó a tocar el contrabajo. Con esta puesta en escena, arrancó el concierto del último proyecto de la cantante, compositora y contrabajista Esperanza Spalding, denominado “Chamber Music Society” al igual que el tercer y más reciente CD de su carrera.
Cámara de Oregon. A los quince años de edad, descubre por mera casualidad el bajo acústico y así comienza una acelerada trayectoria en el mundo del jazz que la lleva a los veinte años de edad a ser la profesora más joven de la historia de la mundialmente reconocida escuela de música Berklee College de Boston. Como artista, comenta que disfruta enormemente de las posibilidades de improvisación tanto vocal como instrumental que le permite el jazz, y sobre todo la magia tan única que nace cuando los músicos narran una historia que van creando justo en el momento sobre el escenario. Hoy, a los escasamente veintiséis años de edad, en su actual proyecto, ha logrado fusionar sus dos mundos musicales en lo que resulta ser la creación, prácticamente, de un nuevo género, en el que arreglos elegantes de la música clásica entablan un diálogo con la desenfrenada improvisación de los instrumentos del jazz.
La Esperanza de la exploración En muchos sentidos, el proyecto de “Chamber Music Society” da testimonio a los rumbos musicales que ha explorado Spalding. Nacida en Portland, Oregon de padre afroamericano y madre galesa y mexicana, desde muy pequeña se entusiasma por la música, y pasa la adolescencia de violinista con la Sociedad de Música de
La Esperanza de un nuevo género En el concierto, se vuelve evidente que estamos ante un concepto musical radicalmente distinto, en la que los músicos nos están contando una historia nueva. A Spalding, al contrabajo, y a la voz, la acompañaba la agrupación de la “Chamber Music Society”, integrada en su mayoría por mujeres: el trío de cuerdas, la batería, otra vocalista y
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el pianista argentino Leo Genovese, con quien ha sostenido Spalding una larga colaboración. Spalding tocó sus dos instrumentos – voz y bajo - con gran maestría y una pasión total, entregándose sin reservas al embrujo musical que iban creando. En la improvisación vocal clásica del jazz, el scat, su voz se volvía instrumento manejado con igual virtuosidad que el contrabajo. No hubo palabra en los noventa minutos de trance musical. Las canciones fluían de una a la otra, y en algunos momentos cantaba Spalding en portugués o en español. La claridad y precisión del clasicismo agarraban vuelo con la intensa improvisación jazzista. Por ejemplo, la canción “Wild is the Wind” (que se puede considerar realmente la obra maestra del CD y del concierto), es un tema sumamente dramático, compuesto en 1957 para la película del mismo nombre, que ha sido interpretada por Johnny Mathis, Nina Simone y David Bowie. Interpretado “a la Spalding”, se convierte en extraordinario ejemplar de su nuevo concepto musical. Abre con gran espacio y riqueza con los acordes expresivos de las cuerdas. La voz de Spalding entra al foro musical y con gran anhelo se cuelga de cada una las sílabas de la canción de amor. La melodía luego se torna en tango, sigue intensificándose y las notas y la voz de Spalding se mecen en un compás que no es ni jazz ni clásico ni tango, pero se mueve con libertad y belleza entre los tres. Cierto que en toda nueva fusión, pueden existir momentos en los que los elementos individuales pierden en vez de ganar en el momento de la síntesis, riesgo que se corre cuando se aventura en nuevos terrenos. Por un lado, el suntuoso espacio de ese gran salón de la sinfónica es contrario a la intimidad que requiere el jazz, hacía falta ver a los músicos de mucho más cerca y con mucha menos gente alrededor. Y cuando la música se tornaba vertiginosa, aún con la acústica magnifica del auditorio las notas de los instrumentos perdían nitidez. En esos momentos el jazz y lo clásico parecían reñir, y uno hubiera preferido la pureza de o uno o el otro. Sin embargo, en la gran mayoría del concierto, la fusión resultó sorprendente y exquisita. Resaltaron algunos momentos de gran sencillez musical pero de belleza espectacular, como en uno de los más estelares del concierto cuando la vocalista Leala Cy unió su voz a la de Spalding quien también tocaba el contrabajo, y juntas interpretan Inútil Paisagem de Jobim. Las dos voces bailaban juntas en el aire a la par de las notas del contrabajo, con dejos de coro medieval, bossa nova y jazz, todo a la vez. La Esperanza del futuro Al final del concierto, Spalding se regresó a la silla a recoger su chaqueta, ponerse los zapatos y salir del escenario. Nos había llevado a un nuevo mundo, expresión de su propio mundo musical interno, donde las fronteras entre los géneros se pierden y los músicos liberados de cualquier límite que les dicte tal o cual género, se expresan con el goce de la pura creatividad. Recién nominada para el premio Grammy a Mejor Artista Nueva del Año (la primera vez que recibe tal nominación algún músico de jazz), Spalding se encuentra en vísperas de estrenar un proyecto llamado —Radio Music Society— que pretende llevar su música a la radio comercial y a un público mucho más extenso. Y efectivamente, ya en este concierto el público distaba de muchos que he visto en conciertos de jazz o de música clásica. Me encontré con la agradable sorpresa de estar en ese gran auditorio repleto rodeada por jóvenes, entre los que destacaban un gran número de afroamericanos. Si logra atraer a un público decididamente joven y racialmente diverso al jazz y a la música clásica, habrá cumplido esta artista la promesa de ser la Esperanza de ambos géneros. Catalina María Johnson es locutora y productora de programas de música latina para estaciones de radio pública. Para mayor información: www.encantolatinoproductions.com Enero 2011
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¿Dónde está la raza más ‘perrona’?:
Crónica de una noche de corridos en el V-Live en la que la mayoría de las canciones fueron dedicadas a los ‘vatos pesados’ Fabiola Pomareda
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omás llegar a uno de los estacionamientos cercanos al antro y a pesar de la gélida llovizna que caía, ya asomaban los sombrerones y las botas picudas; las minifaldas, los vestidos entallados y los taconazos. Mi amiga me decía sonriendo pícara: “van a haber muchos narquillos” y agregaba más seria: “ojalá no pase nada”. Las de seguridad nos esculcaban y revisaban hasta el último recoveco de nuestras carteras. Los detectores de metal eran potentes. Las dos recordábamos que a fines del año pasado allí dentro habían baleado a un chavo de 17 años. La familia demandó y ahora los dueños no quieren correr el riesgo. Pasamos el primer piso, donde sonaba la bachata, el reggaetón y un poco de salsa, todo inofensivo. Pero arriba, en el segundo piso, Los Más Buscados ya se alistaban para tocar. También iba a sonar ‘El corrido del Katch’ porque allí en el escenario iba a estar El Komander, más conocido como el rey del ‘movimiento alterado’. Sus canciones ‘El señor de las hummer’, ‘El ejecutor’ y ‘No tengas miedo’ son las rolitas, las ‘chicoteadas’ que busca la gente. Y el plato fuerte de la noche era Montez. De hecho, la fiesta era justamente para celebrar los 14 años de Montez de Durango, nada más y nada menos. Por eso el lugar estaba a reventar. Caminamos hasta el otro lado del escenario, rodeando y mirando, hasta ponernos cerca de los parlantes. Mi amiga “checking out the guys”, en busca de los lanudos. Se había formado una pequeña media luna frente al escenario. ¿Quiénes serán los primeros en echarse a la pista? No tardaron en hacerlo. A la segunda rola ya sacaron a bailar a mi amiga, mientras yo trataba de camuflarme. Quería ver los pasos de baile y cómo las llevan los chavos, a ver si agarraba la onda. Y no pasó mucho tiempo antes de que mi amiga se reencontrara con “amistades” del pasado. Uno de ellos nos invitó al VIP. No cualquiera puede subir. Los de seguridad están en las escaleras. Si te dejan subir las ocho gradas que separan esa zona exclusiva, te ponen un brazalete de papel en la muñeca para que puedas estar subiendo y bajando cuando quieras.
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Un chavo con tres mujeres para él solo. En las mesas, botellas de Buchanan, Henessy y Patrón. Más allá, puros chicos bien arreglados. A uno de ellos le dicen ‘El Morro’. De su cuello cuelga un rosario color café. El chico que nos invitó me contaba que para estar ahí tenían que comprar mínimo tres botellas por mesa. Sus dos amigos y él pagaron algo más de mil dólares. De eso él puso 350 dólares, todo por una noche. Los acompañaban tres chicas. Ellas no pagaron, me decía. Ni siquiera sabía cómo se llamaban, confesó. Al rato nos aburrimos y ya nos bajamos a bailar. Pasito duranguense, corridos, de todo. Me llevan, me enseñan, ‘¿de dónde eres?’ preguntaban. El más simpático me apretaba la mano y daba un toque a su sombrero. Camisa de seda, arete en la oreja derecha, vuelta y vuelta. Así tenía que bailar: rebotando de un lado para otro, por fin agarré el paso. “Esta va dedicada para todos los vatos pesados”, -dijo El Komander; sí, ese mismo que sale a cantar con pasamontañas y pechera. Pero aquí no, aquí bien vestido, con su sombrero y su celular al cinto. Una gritaba ‘Ay chiquito, te amo’. No se aguantaban. ‘Ta bien chulo El Komander’, -decía otra. Abajo, todos pisteando, las mujeres se colgaban de sus chavos. En el escenario la tuba y el acordeón. Ellos sabían cuáles eran las canciones que más prendían a la gente. Fui feliz. No dejaban de sacarme a bailar. Ya no era difícil. Mario me enseñó. Le gustaba bailar apretado. Tenía una camisa como azulita, sombrero negro, pelo rapado, sonrisa torcida y una cicatriz pequeña cerca de su boca… Y así pasó la noche hasta que Montez salió a tocar, pasadas las dos de la mañana. ‘El llanto de un ilegal’, ‘Lágrimas del corazón’, ¡Ay dolor, échale Montez!
Fabiola Pomareda, periodista, escribe para el periódico La Raza, en Chicago, desde hace 5 años
“Ahora que te vuelvo a encontrar, sonrío de nuevo. La luz de la bella ciudad nos unió este amor que un día se fue lejos. Nunca es tarde para empezar, te sigo queriendo y quiero saber si tu amor no murió, si en verdad lo llevas adentro…”
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Nuco: Del lienzo a la piel Raúl Dorantes y Febronio Zatarain
todas la
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rtesía de
Nuco.
duranguenses y que sus pueblos estaban a pocos kilómetros de distancia: él de Chapala y ella de San José de Morrillitos. Un año después nació Agustín Jr., hermano mayor de Nuco. Y en el 72 nació Irma. El hecho de tener hijos ciudadanos les permitió solicitar la residencia permanente. Cuando María Luisa salió embarazada por tercera vez, optó por regresar a su pueblo para tener un hijo que fuera cien por ciento mexicano. Por eso, a sus 28 meses de edad, y pese a que sus padres ya eran residentes legales, José Arnulfo Villanueva, alias Nuco, tuvo que cruzar la frontera como indocumentado en el interior de una cajuela. —Acá llegamos a vivir a la Ashland y la Ohio, y muy pronto nos mudamos a la Armitage. Lo que más extrañaba de México era comer galletas Marías remojadas en una taza de peltre despostillada y bien llena de leche.
nuco y su
s tatuaje
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l sábado 16 de octubre, durante el festival de arte Pilsen Open Studios de Chicago, descubrimos una galería en la que además se graban tatuajes. El artista y tatuador se llama Nuco. En su obra encontramos iconografía de la lucha libre mexicana así como imágenes del cristianismo permeadas por la técnica del tatuaje moderno. En el ala izquierda del local hay un Cristo bizantino, más allá se encuentra una virgen de Guadalupe y una escultura del Niño Jesús, todos tatuados en alguna parte del cuerpo. Le preguntamos si ha vendido algo en esta edición del Open Studio. Nos responde que sólo dos obras. —El corazón de este festival está entre la Blue Island y la Ashland; acá llega poca gente. Empacho en la frontera En un día de invierno de 1976, Nuco viajaba en el asiento trasero del automóvil de su tío. El padre de Nuco iba de copiloto y su primo hermano, de dos años y seis meses, igual que él, lo acompañaba en el asiento trasero. Las ventanillas iban abiertas y se colaba el viento cálido de Ciudad Juárez. De pronto el auto se detuvo a dos cuadras
Infancia: entre durango y chicago
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del puente internacional y los padres acomodaron a los niños en la cajuela. El tío de Nuco sacó dos bolsas abiertas de chicles Motita y se las entregó: —Pueden comerse todos los que quieran; vamos a cerrar la cajuela, y el que no llore se va a ganar esta bolsa de Tootsies. Media hora después, ya del lado estadounidense, los adultos abrieron la cajuela y de inmediato fueron en busca de un médico, pues el consumo de tanto chicle había empachado a los infantes. En 1968, Agustín Villanueva, padre de Nuco, ingresó por primera vez a Estados Unidos por esa misma ciudad, pero no por el puente sino por el río y encima de una cámara de llanta. Un año más tarde, la mamá de Nuco, María Luisa Martínez, cruzaría por el puente, también de manera ilegal. Agustín trabajó de lavaplatos y después en las pizcas de California. En una llamada telefónica un primo lo animó a venirse a Chicago: “aquí la chamba sobra y está bien pagada”. En el invierno de 1970, Agustín y María Luisa coincidieron en un baile de oriundos. Descubrieron que eran
Entre la vaca y la esperanza En los recuerdos más remotos de Nuco aparece con frecuencia la imagen de una vaca; y el recuerdo que está más al fondo es el de su padre llenando la taza de peltre al estar ordeñándola. La siguiente escena corresponde al momento en que la vaca se escapa; Agustín Jr., ya de cinco años, corre a buscarla, y la madre, desesperada porque ni la vaca ni Agustín Jr. aparecen, deja a Irma y al pequeño Arnulfo sentados en una barda de adobe. Nuco nos dice que aún tiene presente la silueta de su madre desapareciendo entre la niebla y oyendo de vez en cuando los ecos del nombre de su hermano. Para una familia pobre de mediados del siglo XX, la vaca representaba el buen pan de cada día, y en una familia rural mexicana se compraba una vaca para asegurar el futuro de uno o de varios hijos. Con el surgimiento del Programa Bracero va brotando en el mundo rural mexicano, además de la vaca, una nueva esperanza: el Otro Lado. Recordemos que desde 1942 —año en que se estableció el Programa— el número de migrantes fue creciendo hasta fijar otra visión de esperanza en el imaginario del campesinado mexicano. La madre de Nuco quería tener un hijo cien por ciento mexicano, y para garantizar el futuro de ese niño era necesario tener por lo menos una vaca. Pero, desde la perspectiva del padre, la vaca que se había perdido en los montes de San José de Morrillitos era una esperanza arcaica; en cambio, la esperanza que habían dejado en el Otro Lado desbordaba de futuro. De ahí que el regreso a Chicago se impusiera en la familia. De junio de 1976 a septiembre de 1978 Nuco vivió en la Armitage, entre las calles Oakley y Leavitt. En esos dos años en Chicago, la familia de Nuco compartió la casa con tíos y primos del lado paterno. De esa época lo que aún flota en su memoria es un domingo en el comedor de la casa, el tumulto de tíos, tías y primos, y los tamales a la mesa. Lo extraño del caso de Nuco es que las escenas más vivas son las de su primera época en San José de Morrillitos, de cuando apenas tendría dos años. Los recuerdos de la Armitage se reducen a un domingo en el que está con todos los familiares.
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La memoria que tiene un adulto de su infancia es a la vez individual y colectiva. Se hace de sus propios recuerdos y de los que los testigos de su vida le han contado. Y en la familia inmigrante lo lejano tiene más fuerza que lo cercano. Para Nuco la Armitage es su cercanía, y el San José de Morrillitos de sus primeros tres años de vida es su lejanía. De vuelta a Durango En 1979, con su condición migratoria ya regularizada, Nuco y sus dos hermanos regresaron a Durango, esta vez a la capital, para vivir con Socorro Calderón, la hermana menor de su abuela materna. De su primer año en Durango lo que más recuerda es la muerte de John Lennon, ya que los hijos de su tía eran adolescentes y les gustaba el rock. Por ellos aprendió a identificar la música de Pink Floyd, Led Zepelin y Queen. Nuco y sus hermanos vivieron con la tía durante cuatro años. Fue en esta época que empezó a dibujar carros, soles y casitas; lo hacía a lápiz y de vez en cuando con crayolas. Nos dice que todos los miércoles, a la hora del recreo, les pasaban películas de luchadores, tanto del Santo como del Blue Demon, y que le dio por reproducir las imágenes que venían en los carteles publicitarios. —Mis padres iban cada año y se quedaban tres semanas. Siempre queríamos regresar a Chicago con ellos. A la hora de la despedida, nos prendíamos de la falda de mi madre y le pedíamos que nos llevara con ella. Por fin en 1985 mis padres mandaron el dinero para comprar los boletos. Tomamos el vuelo de Mexicana con la idea de pasar las vacaciones en Chicago y, de ser posible, quedarnos. Del pastor al profesor En esta ocasión se establecieron en el barrio La Villita. Casi de inmediato lo inscribieron en la escuela católica Good Shepherd, en la que el profesorado estaba compuesto mayormente por monjas y sacerdotes de origen polaco. La escuela no contaba con ningún programa de educación bilingüe. Los niños entraban directamente a las clases en inglés. Poco a poco Nuco fue odiando la escuela y el barrio, pues su condición de recién llegado provocaba burlas entre los niños de origen mexicano nacidos y criados aquí. —Lo que más me dolía es que niños que se veían más mexicanos que yo se burlaban diciéndome beaner, bracer o wetback. Yo conocía a los padres de muchos de ellos porque vivíamos en la misma cuadra y algunos eran todavía indocumentados. Los dos años que estuvo en esa escuela fueron los más difíciles de su vida. El dibujo pasó al olvido y lo que se ubicó en el primer plano fueron las ofensas y los pleitos.
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Fueron muchas las ocasiones en que le pidió a su mamá que lo devolviera a Durango. “Se querían venir para acá, ¿no? Ahora se aguantan”. En 1985, jugando en el Piotrosky Park, Nuco conoció a Gerónimo Rodríguez, quien se convertiría en su mejor amigo; ambos dibujaban y eran aficionados al futbol. Gerónimo le sugirió cambiarse a la escuela pública Kanoon, donde había un mejor ambiente para los recién llegados. Nuco convenció a su mamá de que fueran a solicitar su ingreso a la Kanoon. Desde el primer día Nuco se quedó impresionado porque una de las clases que recibió fue en español, y además el profesor se la pasó hablando de la importancia de la cultura azteca. Lo que en la Good Shepherd era motivo de mofas, en la Kanoon, ante el profesor Alejandro Ferrer, era motivo de encomio tener un rostro que apelara al fenotipo de Cuauhtémoc o de Cuitláhuac. Cabe decir que una constante de las escuelas monolingües en los barrios hispanos, es que los estudiantes llegan a percibir la lengua del hogar y la cultura que ésta representa como una lengua y una cultura proscritas, como algo que no puede mostrarse de una manera abierta ni en las aulas ni en los corredores ni en los patios del plantel. De ahí los conflictos que se presentan entre los niños mexicoamericanos (que ya hablan inglés) y los recién llegados (que hablan sólo español). Nuco estudió el séptimo y octavo grados en la Kanoon. A pesar de que en la escuela había pandilleros, nunca se vio involucrado en una bronca. Pronto retomó la práctica del dibujo; y en una ocasión que el profesor Ferrer revisó su cuaderno vio que tenía más bocetos que apuntes; en vez de regañarlo, el profesor organizó un curso en el que Nuco aprendió a pintar al óleo. —El maestro Ferrer fue el primero que me dijo “dedícate a esto”. Krudos y tatuados Nuco estudió la high school en la Farragut. El arte visual quedó en estado latente, pues las pocas clases de arte que ofrecían estaban muy por debajo de lo que él ya sabía hacer. En la Farragut más bien renació el gusto por el rock que había heredado de sus familiares de Durango y se aficionó a la música de Misfits, Minor Threat y The Ramones. Esta afición abrió más la brecha entre Nuco y el mundo de las pandillas. Tener el pelo largo y llevar un vestuario con destellos del movimiento hippie de fines de los sesenta, contrastaba con el pelo a rape y los pantalones baggies de los pandilleros de La Villita, hecho que le generó problemas.
—En mi cuadra me insultaban los Two Six, y en el camino a la escuela a veces me correteaban los Latin Kings. Estas agresiones lo obligaron a estudiar su último año escolar en la Jones High School. Ahí Nuco se concentró en el área de Business. A la par, fue aprendiendo a tocar el bajo eléctrico de manera autodidacta y hasta formó una banda con otros amigos. Nos dice que fue determinante asistir en 1993 a un concierto de Los Krudos, pues de inmediato lo sedujo no sólo la corriente punk del grupo sino sobre todo el carácter político de sus canciones. —Cantaban en español y sus letras estaban cargadas de rebeldía social. A mediados de los noventa, Nuco solicitó su ingreso al Columbia College. Pero como sus padres ganaban suficiente dinero, el gobierno le negó cualquier tipo de ayuda. La única alternativa era que sus padres lo apoyaran con el pago de la colegiatura, pero para la familia Villanueva era más importante que Nuco empezara a trabajar. Así que pronto solicitó un puesto en la florería City Garden. La actitud de los padres de Nuco no es la excepción sino la norma en las familias inmigrantes mexicanas. Hasta mediados de los ochenta el inmigrante que venía a Estados Unidos en su gran mayoría no había terminado su educación primaria. Hay que considerar que el inmigrante deja su tierra para irse a trabajar. Desde su visión, en el trabajo está el progreso, no en el estudio. A través de Los Krudos, Nuco llegó a Calles y Sueños, donde conocería al activista cultural José David Quiñónez: —Fue la segunda persona que me influyó: me prestaba libros de arte y por él conocí a los pintores de la comunidad. En el centro cultural Calles y Sueños entraría en contacto con la obra visual de Marcos Raya, Miguel Cortez, Héctor Duarte… Y el salto de la pintura al tatuaje lo daría gracias a su primo Horacio, quien había estado en prisión y había aprendido a construir máquinas de tatuar. Como Horacio no sabía dibujar, le pidió a su primo que le grabara una flor en el hombro usando tinta china. Pero antes de tatuar a su primo, Nuco se grabó a la altura del tobillo una máscara de la comedia griega. Esa máscara le quedó tan bien que poco a poco sus amigos y conocidos le pidieron que les grabara en su piel imágenes del mundo precolombino, calaveras y figuras fantásticas. Nos cuenta Nuco que tiempo después fue a grabarse un tatuaje con un profesional y se dio cuenta que él podía vivir de eso. Hoy en día Nuco no solamente tatúa a sus clientes, sino también a los personajes de su obra. Raúl Dorantes y Febronio Zatarain son co-autores de Y nos vinimos de mojados….
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MÉXICO: Historia y comunicación en la visión de Héctor Aguilar Camín (Segunda parte) Regina Santiago
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n el año 2010, México celebró el bicentenario de su Independencia, y el primer centenario de su Revolución. La doble ocasión marcó un fuerte debate dentro y fuera de México entre intelectuales, periodistas, historiadores, comunicadores y observadores de la realidad mexicana. Regina Santiago, colaboradora de contratiempo, entrevistó al escritor e historiador Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946), en un diálogo escrito y videograbado presentado ante el XV Encuentro Nacional del CONEICC (Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación). En la segunda parte de la entrevista, Aguilar Camín aborda el tema de la violencia en México, y de la cobertura que los medios hacen de esta crisis, a partir de un debate vía Twitter convocado por el Observatorio de Medios de la Universidad Iberoamericana. RS: Recordemos ese momento, aquella tarde en que te llamé para proponerte el debate vía Twitter. En aquella conversación tú me decías: ‘Bueno, y toda esta reflexión sobre los medios y la violencia ¿la tenemos que hacer en 140 caracteres? ¿Se puede plantear una reflexión seria en
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140 caracteres?’ Hablaron los resultados, ¿no? ¿Qué pasó con eso? HAC: A mí me interesaba mucho el tema que estábamos discutiendo porque era mi cuestionamiento a la posición de los medios respecto a la forma de tratar la violencia en México. Y en aquel entonces yo traía una discusión con los medios –y la traigo todavía—a propósito de la manera en que tratan ese tema. Cada uno de los muertos terribles de los que nos dan cuenta los medios todos los días, cada noticia sobre la violencia brutal que registra México en estos días, que aparece en los medios, es verdad. Cada una de esas informaciones es cierta. Pero la imagen que se ha construido al final, la imagen de que México es un país más peligroso que Irak, es una espiral de violencia que no tiene parangón en el mundo, porque es uno de los países más violentos del mundo. La imagen de este México como incendiado por una guerra, que es el resultado de la suma de esas noticas verdaderas, esa imagen final es falsa. Entonces estamos en una paradoja. ¿Cómo hacen los medios para construir una imagen
falsa, diciendo siempre la verdad? ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué digo que es una imagen falsa? Porque después de toda esa espiral de violencia brutal, irresistible para los medios, en el sentido de que no puedes dejar de informar de ella, el número de homicidios, en México por cada 100 mil habitantes, según las cifras de la ONU, es de 11.5 homicidios por cada 100 mil habitantes. En el año 2007 era de 8 por cada 100 mil habitantes, en 1990 eran 20 por cada 100 mil habitantes. Eso, 11.5, es la mitad de los homicidios que hay en Brasil, es la tercera parte de los homicidios que hay en Colombia, es la octava parte de los homicidios que hay en Washington y es la décima parte de los homicidios que hay en Nueva Orleans. ¿Por qué nosotros, nuestros medios, hemos construido con estas cifras, una imagen de México como un país mucho más violento y peligroso que Brasil, Colombia, Washington o Nueva Orleans? Yo creo que hay algo serio que pensar ahí respecto a los medios, respecto de si están o no están diciendo la verdad, respecto a si están o no están informando a su sociedad de una manera inteligente sobre lo que pasa; respecto
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a si están siendo inteligentes como el lugar en donde la sociedad se informa y piensa sobre sí misma. Tenemos que preguntarnos si los medios no han cometido un gran error durante estos años al enfrentar los temas de la violencia de esta manera. A mí me podrán decir que ellos no inventan nada, y efectivamente no inventan nada, pero yo les tengo que decir que al final, el México que ellos reflejan es un México parcial, deformado y minoritario. Es un México falso. No porque no sean verdad los homicidios, sino porque eso no es lo único ni lo más importante que sucede en este país. Y estamos todos encima de la sangre, y encima de los homicidios, y encima de los muertos. RS: Esto que ahora me estás diciendo…se planteó también mediante este espacio tan especial que era Twitter. ¿Qué sucedió en esa debate de Twitter? A mí me llamó muchísimo la atención que tú estabas en Puebla, había gente que estaba escribiendo desde España, otros estábamos en la Ciudad de México, era un Jueves Santo, y se fue sumando mucha gente. Y se logró una interacción muy interesante, porque….tú planteabas tu postura, te cuestionaron bastante la situación de si las cifras podían realmente reflejar lo que estaba sucediendo… HAC: Mi respuesta es que entre las cifras que indican la realidad, por imperfectas que sean, a lo mejor no son 11, son 12 o 13 homicidios, son 15. Pero no son 150. Entre esas cifras que indican la realidad y la percepción de la gente, ¿quién está? RS: Los medios. HAC: ¿Tienen algo que pensar? Toda mi pregunta es: ¿tienen algo que pensar los medios respecto al abismo que hay entre lo que dicen las cifras de la realidad nacional y la percepción que tienen los ciudadanos a través de los medios? ¿Hay algo ahí que pensar desde el punto de vista de la ética, de la verdad, de la responsabilidad social de los medios, o no hay nada? ¿O los medios son espejos? ¡Los medios son espíritus puros! RS: Es que justamente la otra parte de la reflexión con los twiteros fue esa precisamente…esa inconformidad de muchísimos de nosotros con la calidad de la información respecto a la violencia. Esa inconformidad con el hecho de que los medios no estén dispuestos a asumir esta responsabilidad social. Y eso estuvo reflejado en los planteamientos que se te hicieron. HAC: Y el otro tema es que los medios somos muy exigentes con la calidad, con la transparencia, con la responsabilidad de los otros actores sociales. Le exigen a los políticos, a los empresarios, a los deportistas. ¡Cuánto no les exigimos a nuestros deportistas! Los medios somos muy exigentes con nuestros jueces, con nuestros policías.
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Pero los medios casi nunca hacemos la autocrítica de los medios. Los medios no existen en los medios, son transparentes. Otra vez, es como si no hubiera en los medios intereses, ideología, distorsión, opacidad, corrupción, mala fe, calumnia, difamación, mentiras. Como si los medios fuesen espíritus puros. No hay la información plena de tirajes, de ingresos, de auditorios, del valor comercial de las empresas, de márgenes de utilidad, de clientes. RS: Esto es algo que debiera formar parte de una costumbre de rendir cuentas. HAC: Pero si nadie puede exigir más rendir cuentas que los medios. Nos pasamos la vida exigiendo rendición de cuentas, a todos, menos a nosotros mismos. Creo que hay algo que pensar en esto; y algo que pensar muy serio respecto de la profesión. Hay que dejar atrás la autocomplacencia, la idea de que somos espejos, espejos puros de la sociedad, que no tenemos pasiones, distorsiones, ni intereses. Los medios tenemos que preguntarnos, con todo rigor crítico, si estamos sirviéndole a nuestra sociedad, realmente, o estamos siendo simplemente un factor más de confusión, de discordia, de falta de claridad hacia el futuro, de confusión del proyecto del país que puede ser, y de desconocimiento del verdadero país que somos. Ahora me ha dado por decir una cosa que es una exageración, pero que no deja de gustarme. México es un país…México es una ballena que se piensa un ajolote…Es un país enorme, diverso, potente. El director gerente del Banco Mundial acaba de decir que México tiene todo para convertirse en los siguientes 30 años, en la quinta economía del mundo. ¡No lo vemos! Otros lo ven. ¡Nosotros no lo vemos! Nosotros pensamos que es un país chiquito, desabrido, fracasado, inepto, sangriento, corrupto. Todo eso también es…pero no es todo, ni lo más importante. Entonces yo creo que los medios deberían empezar a volverse su propio espejo también, su propio espejo crítico y ser menos autocomplacientes consigo mismos, más exigentes. Con que se exigieran una quinta parte de lo que les exigen a los otros actores políticos… RS: En ese debate de Twitter había mucha gente que decía: ‘Bueno, los medios siguen pensando que todo lo que es sangre, es morbo y vende’. En ciertos sectores sí, pero hay cada vez más gente que está rechazando ese tipo de mecanismos para atraer lectores. ¿Por qué? Porque ya nos estamos hastiando; y porque ya ciertas partes de la sociedad están también en un ánimo en que ya no quieren toda esa táctica de ventas que exhibe colgados, decapitados, etcétera.
HAC: Lo que pasa es que la violencia a veces se vuelve irresistible y vuelve a derrotar, digamos, todos los hartazgos. La pregunta es, ¿qué vas a hacer también cuando la violencia está ahí? Por eso señalo que son irresistibles los momentos de violencia. ¿Qué vas a hacer cuando estás tratando de poner las cosas en proporción y matan al candidato del PRI al gobierno de Tamaulipas? ¿Qué vas a hacer cuando van a una fiesta y acribillan a 15 inocentes? ¿Qué vas a hacer cuando resulta que esos que acribillaron a esos inocentes estaban presos…y salen (de la cárcel) con armas, y con autorización (del penal), a hacer la matanza, para regresar y tener una coartada e impunidad? Es decir, no podemos negar que están pasando cosas muy serias. Claro, la realidad te va ganando y te va imponiendo la narrativa de ciertos acontecimientos. Por eso yo hago la reflexión en el largo plazo, digamos, hay que salir también un poco del día con día y tratar de ver el conjunto del efecto de la prensa, y empezar a hacer la autocrítica. RS: Un referente que no teníamos en el momento del debate en Twitter, era el abierto reconocimiento, la conciencia sobre las estrategias de propaganda del crimen organizado. Eso no lo conocíamos en ese momento, no era tan explícito; hoy ya tenemos que vivir con eso. ¿Cómo vamos a hacer para asimilar esta situación? HAC: Tenemos que aprender. No hay un regreso de ahí, ese es el mundo, ese es el futuro que viene hacia nosotros. Tenemos que vivir con eso y tenemos que aprender a utilizarlo. Y tenemos que admitir que como todas las cosas, tiene un lado inadecuado, un lado que no nos gusta, un lado que puede ser riesgoso, pero como toda la modernidad crea destruyendo. Va trayendo nuevos instrumentos, desplazando viejos. Los nuevos instrumentos tienen grandes ventajas, pero también tienen grandes defectos que no ves si no en el tiempo, con el uso, con su aclimatación efectiva en la sociedad. Pero esa es la historia. Yo empecé escribiendo en máquinas de escribir y pasé a las computadoras. Nunca pensé que iba a tener la oportunidad de comunicarme con 15 mil o 20 mil gentes a través de un mensaje que pongo en el Twitter. Estamos en el cambio dramático, y muy rápido, del mundo. Yo creo, simplemente, que hay que tratar de usar la tecnología lo mejor posible. Regina Santiago es analista de medios de comunicación e historiadora. Reside en México
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foto: www.911truthnews.com
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Julian assange: Pirata del ciberespacio
EL EFECTO
Wikileaks Gerardo Cárdenas
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Prólogo prehistórico ara sacudir al personal y asustar al establishment los opositores a la Guerra de Vietnam, en los sesenta, marchaban por las calles entonando cánticos, se ponían flores en el pelo y fumaban mota; a fines de los setenta y principios de los ochenta, en pleno estertor orgásmico de la Inglaterra de Maggie Thatcher, los jóvenes punk pateaban puertas, defecaban en la vía pública, escupían a los gentlemen, blasfemaban contra el Imperio y profanaban la propiedad pública. En la primera década del siglo XXI, basta con penetrar el ciberespacio y hackear algunas computadoras para sacarles los trapitos sucios a los gobiernos, y avergonzarlos al punto de la furia. Julian Assange es el Daniel El Travieso posmoderno que, a través de Wikileaks, le ha provocado una diarrea política y jurídica a los poderes fácticos. ¡Ah, qué muchachito tan inquieto! Assange no necesitó de una maquinaria muy compleja para enfurecer al gobierno de Estados Unidos, avergonzar a las grandes empresas de crédito al consumidor, o acelerar las paranoias de los chinos. Le bastó con conseguir quien descargase 250 mil cables diplomáticos estadounidenses, y luego ponerlos en el ciberespacio a disposición de cualquier lector. La pataleta de Washington es comprensible para quien aún crea en el Estado como garante de la seguridad nacional. Estados Unidos ha depurado la técnica del control sobre la información en materia de seguridad. Lo hizo en la Segunda Guerra Mundial y en Corea, medio le falló en Vietnam, pero la corrigió a tiempo para las dos Guerras del Golfo y el desastre del 9/11.
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Que los gobiernos y las grandes instituciones reaccionan lento y mal a las sorpresas, ya lo sabemos. Lo más interesante es la propia reacción de los medios de información tradicionales, que han visto algo que creían como su arena particular invadida por un misterioso australiano refugiado en Suecia y huido a la Gran Bretaña, y cuyo sitio Web pulula en el ciberespacio sin hogar específico, viajando de salto en salto a través de “sitios espejo”; algo así como la paradoja del Aleph de Borges, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Aquí yace el periodismo de investigación – en el bar le echan de menos Así como el Estado se siente poseedor del secreto de la seguridad nacional, los grandes medios se han sentido poseedores de los secretos y de las claves para desentrañarlos. El Washington Post y el New York Times siguen viviendo, en materia de periodismo de investigación, del prestigio de haber sacado a la luz pública los famosos papeles de la Guerra de Vietnam y el affaire Watergate. Wikileaks, sin embargo, les ha sacado los colores. No necesitó de veteranos, perrunos e incansables reporteros, ni misteriosas fuentes con nombre de película porno, ni filtración de documentos en bares de mala muerte a las tantas de la madrugada. A Wikileaks le bastó un jovencito que sabía manejar computadoras, y un audaz, arrogante y ácido empresario para que el público en general sepa lo que Estados Unidos piensa y opina de aliados, amigos y enemigos o se entere de las preocupaciones de los servicios secretos estadounidenses por la situación de la violencia en México, o lo que pensaba hacer Hugo Chávez si se moría Fidel Castro.
Tráiganme la cabeza de mr. Assange Al tema de Wikileaks le hace falta una buena teoría de la conspiración. ¿Quién está detrás de Wikileaks? ¿Quién financia su operación? ¿A quién le conviene su ataque contra la Administración Obama, o contra Amazon, Visa y Mastercard? Follow the money decían los reporteros de investigación de antaño. ¿Alguien está siguiendo esa pista? ¿O el periodismo tradicional está demasiado acojonado como para ver más allá de la sensacional revelación de contenidos y de la promesa de futuros hallazgos? ¿O será, como apuntaba el director de cine Michael Moore en su página Web, que las redacciones están tan diezmadas tras sucesivas oleadas de recortes que ya no pueden investigar ni un simple accidente de tránsito? En sus páginas editoriales, los periódicos debaten sobre la dimensión ética de Wikileaks y de Assange (quien, después de todo, debe comparecer ante la justicia sueca para responder a acusaciones de agresión sexual, sean reales o fabricadas). Y los políticos, en jocoso concurso de estridencias, piden la cabeza del australiano – si se puede con una manzana en la boca mejor, para saciar los apetitos de gente como Sarah Palin, Mary Matalin o Peter King. Pero Wikileaks está más allá de la ética – en la plataforma del ciberespacio el factor crucial es velocidad y contagio, Se trata de saturar y sacudir; no de debatir cómo, por qué o para qué se utiliza la información. Tiene razón el New York Times al comparar el fenómeno Wikileaks con el Napster de los 90. Napster revolucionó el mercado musical y llevó, con el tiempo, a la creación de I-Tunes. Napster fue perseguido, sancionado, y finalmente eliminado y co-optado, para luego ser sustituido por una versión comercial, aprobada por los poderes fácticos, sana para el consumo de la familia nuclear y judeocristiana-occidental. Hágame usted el favor. No sé si Wikileaks seguirá el mismo camino, y de pronto resulta que ya solo es una “app” en mi I-Phone, para que yo pueda también dar a conocer al mundo mis secretos, y poner a temblar al Pentágono con…¿qué?...¿Mi lista para el supermercado? Epílogo oscurantista: El escurridizo señor Assange era uno de los candidatos de la revista Time para Figura del Año. Al final, siguiendo su habitual vena simplona y comercial, Time le ha dado el título a Mark Zuckerberg, el creador y líder de Facebook. Assange es demasiado inquietante, demasiado contestatario para un medio blando, melcochoso y pusilánime como Time. Zuckerberg es el “self made man”, el “American Dream”, el chico simpático y socialmente torpe que, sin embargo, sabe convertir su limitada rebeldía en oro. Para Time, como para los poderes fácticos del mundo, la rebeldía que incomoda, descojona, y exhibe los granos y arrugas del poderoso, es reprensible y debe ser castigada, ahogada política y económicamente, hundida y avergonzada por el sistema judicial. Vigilar y castigar, que decía Foucault. Pero la rebeldía simpaticona, medio “nerd”, que nos permite hacer amiguitos por todo el mundo, jugar a la granjita, reconectar con la ex novia de la prepa, y darle a Facebook ingresos netos por arriba de los mil millones de dólares anuales, y a Zuckerberg un valor neto de 7 mil millones, esa sí que sirve para portada de revista. No importa que la ética comercial de Facebook y de Zuckerberg sean cuestionables. Zuckerberg juega al riesgo calculado. Assange es un pirata. Zuckerberg es el muchachito simpático y medio bobalicón que vendía camarones en el puerto, y que luego puso su cadena de restaurantes de comida del mar. Zuckerberg es Forrest Gump, y la vida es una caja de bombones (hasta que Assange se la robe). Gerardo Cárdenas, escritor y periodista mexicano, es director editorial de contratiempo
Enero 2011
tiempodesobra
Un encuentro oportuno Marco Escalante
S
Rafael Franco-Steeves
contrafoto
i la obra o la afición literaria estuviese circunscrita al ejercicio infinito de una conversación, de un diálogo en que dos personas se aíslan del mundo entero para compartir sus abstracciones, la persona que yo elegiría para tal destino sería Alfonso Reyes. Por un simple motivo: cuando lo leo, parece que me conversa, que me habla y que espera de mí una respuesta, cosa que lo diferencia de todos esos grandes ensayistas que buscan solamente un auditorio. Conciente soy de mis limitaciones, y ante invitado de semejante calibre, seguro estoy de que mi rol se limitaría, las más de las veces, al del oyente atónito, puesto que Reyes es el escritor en lengua castellana que yo más admiro. Pero conciente soy también de su generosidad y de su pleno convencimiento de que en la charla, por la virtud platónica de la reminiscencia, un sabio puede extraer aforismos de un soldado o de un niño. Y sí, yo me imagino a un respetuoso Reyes sentado a mi mesa, practicando conmigo un diálogo abierto, digamos socrático, que de súbito abandona las aporías de la virtud y del vicio, las inquisiciones sobre el amor, la piedad y los conceptos, y se centra en cualquier minucia cotidiana, en cualquier insignificancia, como el ladrido de los perros, el vuelo de las moscas o el despertar escuchando el canto de pájaros desconocidos. En este sentido, la presencia de Alfonso Reyes siempre ha sido de lo más oportuna. Y es que hoy por la mañana desperté en una tranquila callecita de Evanston, un suburbio contiguo a la ciudad de
Chicago. Y me sorprendió de veras el despertar con el canto de decenas de pájaros y el soplo de un viento gentil que traía consigo aromas de árboles y flores. Algo impensable en el barrio en que vivo, donde impera el ruido, la contaminación y el flujo interminable de gentes y autos. Sobre la misma mañana me ha tocado leer la Historia natural das Laranjeiras, el espléndido libro que escribió Alfonso Reyes durante su estadía diplomática en el sur del continente. Habla Reyes de la ubérrima urbe, de la ciudad que ha logrado cierta armónica alianza entre la piedra, la flora y la fauna. Le alivia la presencia de árboles en las calles, de jardines en las casas, de animales silvestres que de vez en cuando asoman a la morada del hombre para recordarle que a un paso del suyo sobrevive otro mundo. Le aterra en cambio la posibilidad de una ciudad que sólo crezca hacia arriba, sin verdores, sin aromas naturales, y sobre todo sin cielo. Todo ello en Río de Janeiro, ciudad exuberante donde la vegetación frondosa invade todos los resquicios que el concreto ha ignorado, y luego de recuperar estos espacios abandonados penetra incluso allí donde el hombre no la quiere, lo mismo que los insectos que de pronto caen en la sopa. En Evanston es diferente: allí la naturaleza está controlada, no se le permiten excesos y bien puede decirse que ha sido reducida a calidad de ornamento. Pero a pesar de esta limitación, de este triunfo melancólico de la mesura, la naturaleza permanece despierta y se hace visible de noche. He visto en las noches veraniegas el estallido intermitente de
luciérnagas fugaces, los cascarones vacíos de las cicadas de junio, los conejillos furtivos que merodean por los parques en las proximidades del lago, la milagrosa aparición, poco antes del amanecer, de un ciervo que cruza una calle y de pronto se queda estancado bajo un farol encendido, estudiando la región desconocida a donde el azar lo condujo. En las fronteras de Glencoe, todavía abunda el cielo. Avanzar hacia el centro de la ciudad es otra historia. Siempre es triste la visión de un rascacielos. Pero todo pesar lo aligera un tanto el tiempo, y así uno olvida que el cielo se hace cada día más estrecho, que el concreto desplaza a la poca flora que aún queda, que los árboles sucumben en su prisión de faroles. Nos acostumbramos al neón, a la luz de los escaparates, al brillo artificial que envuelve este mundo de negocios. Pero en medio de los incesantes rituales del dinero, en el corazón mismo de un mundo de transacciones ocultas, a veces ocurre algo insólito, algo que nadie esperaba y que sacude nuestra conciencia, si es que somos capaces de observar más allá de lo que dicen los diarios. Y así, por ejemplo, hace unos cuántos días, en una tienda del centro se apareció un coyote. Huraño y perdido, miraba desde un rincón a los curiosos, hasta que llegó la autoridad y se encargó de su captura. Lo vi en la pantalla del televisor, tomado por el pescuezo con una especie de pinza enorme y metálica y arrastrado hasta una camioneta donde lo esperaba una jaula. No pude oír sus gruñidos, tampoco constatar su furia. Pero sí me vino a la memoria toda la problemática mundial que el coyote, en su irreverente asalto, representa y pone al día: la tala indiscriminada de los bosques amazónicos, el peligro de extinción a que son expuestas muchas especies animales a raíz del calentamiento de la tierra, el crecimiento de la ciudad como un ente amorfo de compartimentos estancos donde brilla la apariencia y se escamotea la miseria, la reducción de la ética humana a esa sonrisa generosa del locutor de noticias que tras ver al coyote en apuros, dice con serenidad: “Está a salvo, fue transportado a un lugar seguro”. Y entonces me dije que posiblemente el hombre, vencido momentáneamente por la jungla del capitalismo, es en estos tiempos como ese coyote solitario que puso pie en zona prohibida, lejos de los de su especie, fuera del espacio a donde lo redujo el crecimiento urbano, reclamando con aullidos lo que un día fue suyo. Y creo que no me equivoco. Disuelto el poder de los sindicatos, nulos o inexistentes los partidos políticos que defiendan los intereses de los que no tienen, aplacada la rebeldía que buscaba transformar el mundo no hace más de treinta años, al hombre no le queda más remedio que expresar su rebeldía en solitario; y cuando lo hace, la ley aparece, cordial y mesurada, para tomarlo por el pescuezo y retornarlo al compartimento que le corresponde. Pero bueno, no imaginé que esta pequeña nota podía convertirse en un alegato de corte político. Pensé que más bien terminaría siendo la expresión de un anhelo ancestral, de una utopía benévola en que conviven en relativa armonía los valores de la ciudad y los valores del campo, como quería nuestro Mariátegui, y también a su modo Alfonso Reyes. Pero pudo más la desesperación de ese pobre coyote, cuyo aullido, traducido al lenguaje humano, es la protesta más conmovedora de la naturaleza, y también del hombre, contra la marea destructiva del capitalismo moderno. Su odisea pone en evidencia la raíz de nuestra actual condición: al diluirse la idea del bien colectivo, se nos condena a la soledad, al grito aislado e impotente que emerge como la maleza allí donde el concreto no vigiló atentamente. Marco Escalante, escritor peruano, reside en Chicago
número 81
contratiempo
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