CHICAGO, ILLINOIS, FEBRERO 2014
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contratiempo DIRECTIVA Gerardo Cárdenas, Jochy Herrera, Moira Pujols, Rod Slemmons, Helen Valdez, Ellen Wadey Placey DIRECTORA EJECUTIVA Moira Pujols DIRECTOR EDITORIAL Gerardo Cárdenas DIRECTORA DE ARTE Olivia Liendo CONSEJO EDITORIAL Arturo Richardson, Catalina María Johnson, CHema Skandal!, Febronio Zatarain, Gerardo Cárdenas, Ignacio Guevara, Jochy Herrera, Jorge Frisancho, Julio Rangel, Luis Alejandro Ordóñez, Marco Escalante, Marcopolo Soto, Olivia Liendo, Rafael Franco, Rey Emmanuel Andújar, Stephanie Manríquez, Verónica Lucuy Alandia FOTOGRAFÍA Arturo Richardson
FEBRERO 2014 • NÚMERO 111
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uando se muere un poeta, escribió en su cuenta en Twitter la joven poeta mexicana Yelitza Ruiz, nos quedamos más huérfanos. ¿Y si mueren dos, que pasa entonces? La muerte del poeta argentino Juan Gelman, ocurrida el 14 de enero en Ciudad de México, seguida de la del mexicano José Emilio Pacheco apenas dos semanas después, nos dejan no sólo más huérfanos de poesía, sino que nos quita a dos de las voces más ricas, más auténticas, de la lengua española. En el caso de Gelman, de especial memoria además de su extendidísima bibliografía, fue su lucha por encontrar a su nieta, luego de que los militares habían secuestrado y posteriormente asesinado a su hijo y nuera. Gelman la encontró en Montevideo. Su Carta abierta a mi nieto de 1995 permanece como un testimonio incomparable. Pacheco, integrante de la generación de Medio Siglo, era el poeta vivo más importante de México y, junto con Octavio Paz y Carlos Fuentes, su voz literaria más universal. Azares de las letras, a pocos días de morir Pacheco entregó su último artículo para la revista Proceso con la que colaboró por décadas: una reflexión sobre el lugar que Gelman, exiliado en México, había alcanzado en las letras de ese país. Contratiempo quiere recordar a ambos, extraordinarios poetas, a través de textos elegiacos: para Gelman, un sentidísimo adiós del periodista y novelista Mempo Giardinelli, publicado en el diario argentino Página 12 al día siguiente de la muerte de Gelman y reproducido con
permiso del autor, y un artículo escrito específicamente para nuestros lectores por el poeta y ensayista mexicano Jorge Ortega. Además de ello, reproducimos en página 10 el último poema de Gelman, que dedicó al cantautor español Joaquín Sabina. Para Pacheco, textos de la periodista cultural mexicana Alejandra Gómez Macchia, y de Gerardo Cárdenas, director editorial de esta revista. Además de estos contenidos especiales, presentamos un dossier de nuevo cuento mexicano bajo la coordinación y selección de Rey Andújar. A este dossier lo acompaña nuestra sección Deshoras donde presentamos a dos autores locales: el mexicano Marcopolo Soto, quien publica Sociópata, su primera novela; y el peruano Santiago Weksler, quien presenta el poemario (mi) evolución. Ambos trabajos son ediciones de autor, ambos autores son participantes frecuentes del taller de escritura creativa de contratiempo. Adrián Soto, quien ya había publicado algunos textos de crítica en estas páginas, abre la revista con un par de poemas. En esas páginas incluimos un ensayo de Marco Escalante, una crítica al recién publicado libro de Escalante, Malabarismos del tedio, y otros contenidos de crítica, arte, música y cine. En Mirada Cómplice, les presentamos al joven artista mexicano Rodrigo Lara, quien recién exhibió de manera individual en Chicago. Esperamos que nuestro número 111, que ustedes tienen en manos, sea de su agrado, y que nos ayude a mantener vivas las letras de dos autores inmensos.
Las opiniones expresadas por los escritores que colaboran en contratiempo no son necesariamente las de la revista, o de la entidad que la publica, contratiempo nfp, una entidad 501 (c)3 sin fines de lucro © contratiempo nfp 1900 South Carpenter, Chicago IL 60608. (312) 427 5450
contratiempo is grateful for the past and present support of The Chicago Community Trust, the Richard Driehaus Foundation, the Field Foundation of Illinois, the Illinois Humanities Council, the Illinois Arts Council, the City of Chicago Department of Cultural Affairs, the International Connections Fund of the MacArthur Foundation and individual, institutional and corporate donors, and the contribution of writers, artists and volunteers who make our work possible
Crédito de portada: Olivia Liendo
TIEMPO EXTRA 3
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INFORMACIÓN SOBRE LA REVISTA, PUBLICIDAD O SUSCRIPCIONES: info@contratiempo.net ENVÍO DE COLABORACIONES: Gerardo Cárdenas gcardenas@contratiempo.net ENVÍO DE ILUSTRACIONES Y FOTOGRAFÍAS: Olivia Liendo olivialiendo@contratiempo.net VISÍTANOS EN: contratiempo.net issuu.com/contratiempo facebook.com/Contratiempo @revcontratiempo
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Poemas Adrián Soto Fumando espero Marco Escalante 9
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Los malabarismosde Marco Antonio Escalante: Donde todo empieza y termina en la página Jochy Herrera De tránsito: el oscuro destello de Martha Bátiz José Ángel N.
En la muerte de José Emilio Pacheco Alejandra Gómez Macchia Deuda de lector Gerardo Cárdenas
Entrevista con Gaby Moreno: Ave que emigró Catalina María Johnson
14 Rodrigo Lara
en la Unam Chicago: El cuerpo quebrantado Gerardo Cárdenas
murió el poeta Mempo Giardinelli 11 Vida y poesía
Jorge Ortega
Juan Gelman 12 Contrafoto
Rafael Franco
19 Deshielo
Daniel Espartaco Sánchez 20 Navidad
Lorea Canales 21 La maldición de Renton
DOSSIER 10 Se murió Juan,
12 Verdad es 7
MIRADA CÓMPLICE
Carlos M. Gordiano
16 México ciudad
monstruo Rey Andújar 17 De cómo Thor
celebró el día de los muertos Eric Uribares 18 Médico Cirujano
Yerem Mújica
DESHORAS 22 Autores de Chicago:
Santiago Weksler y Marcopolo Soto Gerardo Cárdenas 24 (mi) evolución
Santiago Weksler 26 Sociópata
Marcopolo Soto
POESÍA
POEMAS:
Adrián Soto Adrián Soto (Ciudad de México, 1979). Poeta, ensayista y traductor. Ha publicado la biografía Quetzalcóatl, la efigie de luz (EMU) y el prólogo al ensayo La Cristiandad o Europa de Novalis (UNAM); además de ensayos, poemas y traducciones en las revistas, gacetas y suplementos literarios: contratiempo, Opción ITAM, Quehacer editorial, Onomatopeya, Punto en línea, Hotel cinco letras, Aeda Lamm, Aion, Cuadrivio, Literalgia, Río Arriba, así como en el Periódico de Poesía de la UNAM
Destellos Existe un lenguaje oculto entre nosotros que da un matiz distinto a palabras y a cosas. Cuando digo: toma esta fruta, la fruta se abre y destella entre los dos; cuando observamos por las tardes al maullido de los gatos formar sombras en el aire lo sabemos todo: y cuando nuestros cuerpos se abren plenamente en el ocaso un fuego oculto nos ilumina. Por eso sé que existe un lenguaje oculto entre nosotros que da un matiz distinto a palabras y a cosas.
Antiguo lenguaje Los antiguos creían que el mundo era lenguaje que todo estaba unido por secretas relaciones y en el libro de la vida los objetos más diversos se llamaban unos a otros con urgencia. Creían que todo guardaba dentro de sí secretas resonancias de lo otro. Por eso aún creo que todas las cosas del mundo mimetizan a otras cosas, y en el deseo oblicuo de la diferencia mi cuerpo es el anverso de tu cuerpo, mi tacto en tu tacto es la mitad de ti que desconoces; la chispa de un dios que se me oculta en el negativo voluptuoso de tu forma.
Ilustración: Bruna Schenkel
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Por eso creo que el amor es la comunión entre la fruta y la boca que se llaman secreta, mutuamente.
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ENSAYO
Fumando espero Marco Escalante
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n uno de los capítulos más hilarantes de Seinfeld, Rava, una escritora europea, fuma casi todo el tiempo. Incluso en los espacios públicos donde fumar está prohibido, como los ascensores de los edificios. Precisamente en una escena que se desarrolla en un ascensor, Rava le comenta a Elaine lo que hizo la noche previa: “Ray and I made love on the floor like two animals”. Ray, el novio de Rava, es un hombre exquisito que habla por momentos con pomposidad británica, pero que limpia casas para ganarse la vida: lord convertido por las injusticias de la vida en siervo, no duda en cometer delitos –el episodio se titula “La estatua” precisamente porque Ray se roba una estatuilla de la casa de Seinfeld. El cigarrillo queda así asociado con la literatura, el snobismo, la exquisitez de las costumbres, y también con ciertas transgresiones como la libertad sexual y el delito. El único personaje de Seinfeld que fuma es precisamente Kramer, que vive una existencia poética casi al margen de la ley: no tiene trabajo, no paga impuestos, vive completamente solo, sin mujer ni hijos, y es ajeno a cualquier responsabilidad del ciudadano americano modelo. En otro episodio de la serie, Kramer convierte su casa en un espacio para fumadores, alegando que el ataque emprendido por la sociedad contra los fumadores es apenas un signo de represiones mayores. Saturado por el humo del cigarro, en menos de una semana Kramer se vuelve un monstruo. Se contempla en el espejo y al ver su rostro demacrado, lleno de grietas y arrugas, sus dientes amarillos y podridos, sus ojos envueltos por un aura negra, exclama aterrado “I am hideous!” Seinfeld muestra así las dos caras del cigarrillo en la sociedad contemporánea: agente de inspiración libertaria e instrumento de la muerte. Pero lo que más llama la atención en la serie, es el mundo aséptico que retrata con un humor devastador. La existencia del personaje central refleja una limpieza clínica: hábitos dietéticos saludables, ejercicio cotidiano, rechazo frontal de los vicios. Alguien podría escribir una filosofía de los cereales, partiendo sólo de Seinfeld. Todo este fanatismo de la salud es propio de un compartimento estanco donde se anula la verdad cotidiana de la muerte. Los personajes de Seinfeld parece que viven siguiendo este principio básico: “A todos les llegará su hora, menos a mí”. Cuando en la serie muere un personaje, la indiferencia de los otros es más llamativa que el horror. Y sin embargo la muerte está siempre allí, y muchas veces se aparece
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como si la vida fuese un guión de Larry David. En cierto cuento de Graham Greene, un personaje saludable, aventurero, amante de la vida y de los riesgos, muere del modo menos heroico posible: un chancho le cae encima mientras camina por una callecita de Nápoles. Por eso es que en los pueblos chicos, cuando a alguien le señalan los riesgos de fumar, responde amablemente: “De algo tengo que morir…”.
Marco Escalante, escritor peruano, reside en el área de Chicago y es miembro del consejo editorial de contratiempo. Su libro de ensayos Malabarismos del tedio fue publicado en 2013 por la editorial Siete Vientos.
Fotografía: Matt Trostle
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CRÍTICA
LOS MALABARISMOS DE MARCO ANTONIO ESCALANTE:
Donde todo empieza y termina en la página Jochy Herrera
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n el poema didáctico De rerum natura escrito en el siglo I a.C. Lucrecio argumenta que la fuente del saber humano son los sentidos y la razón, que es un deber observar el entorno y a nosotros mismos dejando a un lado, aunque momentáneamente, las pasiones y los deseos a fin de alcanzar ese estado de ausencia de turbación que Epicuro llamaba “ataraxia” y que comparó a un mar en calma. Aconsejaba el viejo filósofo sobre la necesidad de administrar de forma inteligente el placer y el dolor rechazando el primero a fin de evitar el segundo y a la vez, aceptar este último a fin de disfrutar mayores placeres futuros. Son muy epicúreas sin duda, las afirmaciones que figuran en Malabarismos del tedio (7Vientos, Chicago, 2013), el sublime libro de Marco Antonio Escalante que convida a visitar los paisajes interiores del autor y los fantasmas de su glosario literario. Es este un libro de libros y nocturnidades, una epopéyica narración de la búsqueda interior desde las vecindades del tedio y con lo nimio a cuestas. Escalante traza el dibujo de su ser-escritor indicando cómo la literatura y su expresión material –los libros– representan la convicción existencial que define su manera de vivir a la par de otras cualidades (la humildad, la pasión, la intuición y la honestidad) y unos tantos presuntos defectos (la indolencia, la ociosidad y un mal físico que a su juicio, es don y talento). Anuncia casi con desesperación cómo quisiera escribir, y escribir solamente, aunque no haya nada que decir y ello se convierta en simple latido: ¿Por qué no vacacionar al espíritu y hacer que este cuerpo fatigado, sediento de vida y movimiento, exprese como pueda sus latidos? Confiesa el poder de la página y la mano que le escribe como escenarios desconocidos que si bien le inquietan, jamás son tormento: Después de todo, ¿qué es esta página? ¿De qué región proviene? La indiferencia solo conoce el papel en blanco. Tal vez esta página ya fue escrita, tal vez solamente la estoy recordando. Acaso incluso el movimiento de mis manos siga una línea trazada siglos atrás y es por eso que se realiza como si en su ejecución no interviniera yo o mi conciencia. Tal vez la libertad de mi mano sea una ilusión más; tal vez su esclavitud, una evocación menos. Al hablar del sufrimiento como viaje el autor que nos ocupa no oculta la realidad kafkiana que empuja a ver en el vivir ese trayecto que no acaba de empezar, camino en el que el dolor traza el mapa de la vida; el dolor que vestido de innumerables trajes aguarda en cualquier esquina a fin de hacernos ruinas: “Residuos, caricaturas de hombre”. Mas este sentimiento se encarga justamente de empujar al indeciso
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a escoger entre “clavar la mirada en los andenes dejados atrás o mirar siempre hacia adelante, pendientes de la voluptuosa variedad de sensaciones que el dolor prodiga a manos llenas en cada estación en que el tren se detiene”. Porque como afirmaba Kafka sobre la comedia del existir hay que decidir cómo se vive: Uno debe velar, se dice. Uno tiene que hacer acto de presencia. “El amor”, uno de los textos más líricos de Malabarismos, narra la experiencia figurada de tal sentimiento y su innata complejidad motivada según el autor, por el carácter inmanente del amor: Él no espera de ella más que disfrutar no de su cuerpo, no de su amor incondicional, sino “las curiosas nimiedades que envolvían su apariencia”. Ella lo ha abandonado a fin de no hacerle daño ya que él merece recibirlo todo –exigencia del verdadero amor– mas, él sólo desea de ella lo esencial, lo mínimo… para con estos elementos construir una figurilla parda, una sombra chinesca, que se sume al elenco infatigable que cada día, cada tarde, cada noche, actúa una obra maravillosamente cambiante en los escenarios voluptuosos de la conciencia. Este libro es quizás inclasificable, fajo donde si bien destella la ensayística en su puro estado de vagabundeo temático (leeremos sobre las andanzas de Chateaubriand y Stendhal; sobre los gatos y la lluvia; sobre las ciudades, Sócrates, el dinero y la manera ideal de sostener un libro), no menos cierto es que la confesión y la meditación filosófica están esparcidas en gran parte de su contenido. Bienvenida sea tal disyuntiva, porque en esta obra el arquetipo no tiene lugar, apenas la sugerida organización de los textos es guía suficiente para el lector encontrar en su impecable edición un refugio para el alma inquieta, una pausa para pensar sobre lo simple y lo banal a manos de una prosa firme, y a la vez plácida. Como el pelambre felino percibido detrás de cada capítulo de Malabarismos del tedio. “Para quien lo pequeño no es nada, no es grande lo grande” dijo Ortega y Gasset, afirmación que da sentido a este homenaje a lo nimio donde Marco Antonio Escalante pretende engañarnos, aparentemente detenido en la superficie de las cosas y saltando de una a otra “cuando le apabulla el tedio”, todo ello mientras nos deja en sus andanzas el dulce sabor de la duda. La inquietud del pensamiento y la sacudida al espíritu que sólo un suspiro es capaz de provocar.
Malabarismos del tedio (7Vientos, Chicago, 2013)
Jochy Herrera, escritor dominicano. Es miembro del consejo editorial de contratiempo contratiempo
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CRÍTICA
De tránsito: el oscuro destello de Martha Bátiz José Ángel N.
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artha Bátiz no pudo escoger mejor título para su más reciente libro. De tránsito (Terranova Editores, 2013) es una colección de cuentos cuyo tema común es, en efecto, el desplazamiento. Más que corporal, es un desplazamiento interno. Son relatos que colocan a sus protagonistas ante situaciones que no han planeado, que hubiesen deseado y que no desperdician. Las protagonistas concebidas por Bátiz son mujeres que, voluntariamente o no, se encuentran en circunstancias desfavorables, pero que, en un momento decisivo, se reivindican. Ya sea por medio de una peculiar epifanía o un loable estoicismo, las protagonistas de estos cuentos acatan sin reservas su destino. El desenlace de sus historias es, por tanto, a veces trágico y otras veces testimonio de una inquebrantable fe. Tenemos, por ejemplo, en uno de los mejores cuentos, el caso de una joven escultora y una obra inconclusa. Es una escultura que prepara como regalo para su padre, un afamado violinista, y que ella misma termina destrozando debido a una presencia inesperada que amenaza con alterar la relación entre ambos. No obstante, en un desenlace magistral, la joven escultora se da cuenta que quien otrora fuera una amenaza, es ahora el perfecto modelo para esculpir el regalo para su progenitor. Por otro lado, tenemos la historia de una mujer en quien la humanidad ha sido reducida a su nivel más ínfimo, y que sin embargo marcha, marcha y con una fuerza sobrehumana atraviesa vastas sabanas impelida tan sólo por el recuerdo de su hijo, y la esperanza de reencontrarse con él. Así pues, no faltará quien vea en las protagonistas de estos cuentos una suerte de anti-heroínas o las exalte como ejemplos de abnegación sublime. Y ambos tendrán razón: hay en estas páginas una inquietud estilística que rechaza el fácil encasillamiento. De tránsito es un libro que coquetea con varios géneros y no se compromete con ninguno. En su mayoría, los cuentos de Martha Bátiz parecen escritos con el fin de desconcertarnos. Son relatos que revelan la fragilidad de las convicciones bien fundadas y destacan la voluntad como virtud regulatoria. Se puede vivir de acuerdo a ciertos principios, nos dicen, pero no hay principio que a final de cuentas no sea engaño. Y es así como la literatura logra su cometido: cuestionando certezas, planteando incertidumbres. En medio de estas diferentes y convulsas historias, se percibe una consistencia temáti-
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ca. Además de encontrarse en circunstancias adversas, la vida de las protagonistas gira en torno a una profunda desolación. Ya sea que el cuento aborde el drama de una madre en busca de su hijo desaparecido en la frontera, o la vida marital de una odontóloga a punto de colapsarse, cada uno de estos relatos abre una ventana a un espacio íntimo y solitario donde la trama individual se cavila y se resuelve. Conforme nos adentramos en De tránsito nos damos cuenta que estamos en las manos de una narradora nata. Ya sea que el relato en cuestión aluda a la impunidad o se trate sobre un antiguo ajuste de cuentas, Bátiz demuestra una atinada elección en el uso y manejo del lenguaje. En “Propiedad privada”, por ejemplo, a fin de comprobar su solidaridad con la clase obrera de donde proviene su novio, la joven narradora se expresa de una manera estrictamente coloquial. Como es de esperarse, el dialecto popular en boca de una muchachita de familia acomodada tiene mucho de falso, y no es más que un recurso que la autora utiliza para incidir en los temas de su interés. En este caso, me parece, dichos temas son tanto la impunidad como la inmensa brecha social entre dos grupos que habitan la misma metrópoli. Por otro lado, aparte de ser selecto y conciso, el lenguaje de “Cuento colonial/Mujer azteca” alcanza un elevado vuelo poético: “…hundí la mano y el sonido de mis dedos hurgando en ese rincón caliente me hizo pensar en los ríos en primavera, en el agua que brota de las entrañas de la tierra cuando hace sol…”, Si creemos, con Borges, que toda literatura incorpora siempre ciertos elementos autobiográficos, podemos entonces aventurar la siguiente interpretación del presente libro. Nacida en México, Martha Bátiz radica en Canadá desde hace una década, y algunos de los relatos contenidos en De tránsito parecen ser el resultado de una búsqueda, una necesidad vital de resolver ciertas inquietudes. Este libro es, quizá, la manera en la que Bátiz admite que ya no pertenece a su lugar de origen, y que lo único que le queda es el espejismo de esta extraña tierra, un oscuro destello que en ocasiones puede iluminar su trayecto y, en otras, eclipsarlo.
De tránsito, Martha Bátiz
José Ángel N., escritor mexicano, reside en el área de Chicago
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MÚSICA
ENTREVISTA CON GABY MORENO
Ave que emigró Catalina María Johnson
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“Vengo desde muy lejos Buscando el azul del cielo... Cansados de estar corriendo En tiempos de cacería Alzo en alto mi vuelo Como el ave que emigra”
ra una velada típica del Latin Alternative Music Conference de Nueva York hace dos años; muy avanzada la noche, el público se aglomeraba ante el escenario con más ganas de hablar con el vecino que de escuchar la música. En el bullicio apenas se le ponía atención a los músicos sobre el escenario. Pero cuando una diminuta y linda joven acompañada de su guitarra comenzó a cantar y soltó tremenda voz, cual gemido pleno de fuego y humo que oscilaba con facilidad entre blues y boleros en inglés y luego en español, sorprendidos, nos callamos ante ella. Tal era la evidencia del enorme talento de la guatemalteca Gaby Moreno, quien en noviembre pasado fue honrada con el premio Grammy Latino 2013 para Mejor Artista Nueva. Moreno reside en Los Ángeles, California y cuenta que a los trece años, de paseo con su familia en Nueva York, descubrió el blues al escucharlo de una artista afroamericana en la calle, lo que la motivó desde entonces a dedicarse a la música. Dotada de una aterciopelada voz de gran capacidad interpretativa, la cantautora mantiene una fuerte línea retro en su imagen y su música. Impregna sus dulces melodías con diversas influencias del pasado, ya que considera que la mejor música del mundo se produjo en décadas anteriores a 1970, y marca como influencias, por ejemplo, a Billie Holiday y Koko Taylor. “Es una opinión muy personal”, explica Moreno. “La edad de oro de la música para mí fue la de las primeras seis décadas del siglo. Es la música que me inspira y la que quiero seguir explorando, sobre todo de las décadas de los treinta a los sesenta”. Moreno dice que su interés por esas décadas se debe a la presencia de artistas como Los Beatles o Jimi Hendrix, “algo que nunca, nunca se había escuchado anteriormente”. Además, afirma que le parece que hubo una gran evolución en la música en esos sesenta años. “A principios del siglo, con el vaudeville y los blues de esa época, luego llegó el jazz a la escena... y rápidamente se volvió todo eso central en la música y ha influenciado a tantos otros géneros. Los artistas que escuchamos actualmente no podrían hacer lo que están haciendo si no hubiera sido por esos inicios de jazz y blues, ¡las raíces!”. Moreno aclara que no piensa que sus com-
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posiciones existan solamente con el propósito de preservar el pasado, sino que le gusta tomar ciertos elementos de épocas anteriores e incorporarlos a sus creaciones. Da como ejemplo que su última grabación (Postales, en el sello disquero de Ricardo Arjona) fue análoga en vez de digital. Además, dice, ella y su banda solo tocan instrumentos antiguos. “No toco instrumentos nuevos, como que no tienen alma. Me gustan los instrumentos que han estado en diferentes sitios, como que tienen una historia que contar”. Su proceso creativo, dice Moreno, siempre le apunta hacia el pasado: “Todo lo que hago es un regreso a los inicios, a las raíces. Aún cuando escuchaba a los Beatles, siempre pensaba, ‘¿Y ellos, a quién escuchaban?’ Y me ponía a escuchar esa música. El camino que encuentro siempre me lleva a las raíces”. Moreno dice que sus temas parecieran tener vida propia. Da como ejemplo, uno de sus temas, “Luz y Sombra”, que aunque parece bolero “empecé a escribirlo pensando en Hank Williams o Patsy Cline”. Curiosamente, esa canción nació de un poema de su abuelo. Cuenta que su abuelo materno, José María Bonilla Ruano, poeta que hablaba ocho idiomas y compuso parte de la letra del himno nacional de Guatemala, le escribió un poema a su abuela, con la que se había casado cuando él tenía cincuenta y ocho años años y ella dieciocho. Moreno compuso la canción para mantener viva esa historia tan bella y personal que era parte de su familia. Esa historia es un ejemplo de lo que nos cuenta la música de Moreno, dulces narraciones llenas de romance, traición y nostalgia. Más sin ser política su música, su tema “Ave que emigra” ha llegado a ser himno de latinos que residen fuera de su tierra natal. Moreno musita que es parte del poder especial de la música: “nos hace ver la vida como mucho más bella y nos ayuda a olvidar los problemas —inclusive poder superarlos cuando uno piensa que ya no hay salida. Es un arte poderoso y sanador”.
Sup.: Gaby Moreno Fotografía: Catalina María Johnson Inf.: Carátula del álbum Postales
Catalina María Johnson es miembro del consejo editorial de contratiempo, escritora y locutora/ productora de Beat Latino, programación radial para estaciones de radio pública desde Mexico, D.F. a Berlin. Favor de visitar www.beatlatino. com para ejemplos de la música mencionada.
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PACHECO
En la muerte de José Emilio Pacheco Alejandra Gómez Macchia
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ay que leer a Pacheco todo el tiempo que sea posible. Muchas horas (como las horas que le invirtió a su escritura).
invitados de honor a su último viaje. El principio del placer se prolonga hasta el aciago final : nuestro maestro se ha ido y no supimos cómo pasó el tiempo, y cómo diría mi amigo Edgar Krauss: hoy se terminó nuestra infancia.
Hay que leer y volver a leer a Pacheco para vivir una infancia madura, para conocer el México que murió lejos.
Alejandra Gómez Macchia nació en Tehuacán, Puebla, México, en 1982. Estudió la licenciatura en Música. Es narradora y periodista cultural. Actualmente escribe la columna “Caza de Citas” en el periódico digital Sexenio. En Twitter se le puede seguir en @negramacchia (columna reproducida con permiso de la autora)
Es preciso leer a Pacheco con alegría, con los ojos cerrados, para después, poder soñar. Alguien muy querido ha muerto, y hoy gracias a la cibernética podemos recordar lo que se nos olvida por andar viviendo esta muerte. Podemos ver a José Emilio en el paso efímero de un muro virtual, y en cada pequeño homenaje, encontrar la cita oportuna, el mensaje del lector agradecido, del amigo cercano que deseó, pero no pudo volver a verle. …Y escribía. ¿Cuántas horas y con cuánta pasión este hombre, encorvado por su amor a las letras, parió páginas e imágenes gloriosas? Y uno, que intenta acercarse al duro oficio del escritor, quisiera tener la vocación, la visión y la espalda del gran Pacheco… Entender por ejemplo que el reflector ni es fin ni es medio, sino mera pérdida de tiempo. Hay que aprender a escribir como lo hacía José Emilio: levantarse antes de la salida del sol, preparar café, leer tanto como se pueda, escribir en lo que se tenga: un cuaderno, una servilleta, detrás de la nota austera de la tintorería… no olvidarse de comer de vez en vez, levantarse de la silla para consultar otro, sí, otro libro más. Dormir un poco, pero llevándose al sueño la idea: el paisaje, la callejuela antigua, el soldadito de juguete, la novia fugitiva, la incomprensible complejidad de la naturaleza humana, la señora entrada en carnes, los poemas de poetas de otros tiempos: traducir todo esto, y al despertar, tener la mano lista para empuñar la pluma, y continuar escribiendo. Así es la literatura: irá y siempre volverá. Hoy que nos enteramos de su muerte, muchos pensamos en las entrevistas que no nos pudo dar… Para un novel escritor, era un asunto fun-
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damental conocer, estar cerca, respirar el aire que no compartía el poeta. Ese aire íntimo que se suspende en su biblioteca. ¡Qué dolor y que alegría! Que duro sentir que ya no está uno de los últimos hombres de letras de México. El escritor entregado a su labor, a su amor: la literatura.
José Emilio Pacheco en el Instituto Tecnológico de Monterrey Fotografía: Angélica Martínez
Qué alegría, por otro lado, haber nacido en estos tiempos, que aún fueron suyos, y saber que gracias a su mirada y su andar, la Colonia Roma fue más bella en sus versiones. Es domingo por la noche. ¡Paren prensas! ¡El gran José Emilio Pacheco ha muerto! Los lectores van a sus archivos a buscar el poema, el cuento, la novela que los hará FEBRERO 2014
PACHECO
Deuda de lector Gerardo Cárdenas
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ntes que con Rulfo, Fuentes o García Márquez, mi iniciación como lector viene con José Emilio Pacheco. Primero con El principio del placer, luego con Las batallas en el desierto. Encuentro, revisando entre tuits y actualizaciones en Facebook, a las pocas horas del anuncio de su muerte, que otros han vivido el mismo rito iniciático de esas dos lecturas. Cada lectura es un acto de exploración personal. Un texto se conecta con nosotros por la vía de la experiencia, el deseo o la ensoñación. En la narrativa de Pacheco mi conexión era con la experiencia de la ciudad. Él me describía la ciudad en que ambos vivíamos, en la que nacimos y conseguimos crecer. Yo caminaba las mismas calles que él había caminado. Mi ciudad y la suya diferían tal vez en el tamaño, en la complejidad, en el tránsito o la contaminación, pero la experiencia iba de los pies que paseaban a los ojos que leían y se conectaban en un mismo lugar. El anhelo, la nostalgia y la realidad de un alma de la Ciudad de México que no se pierde, aún desde la distancia o la escasa visita anual. A través de esa experiencia compartida, de ese territorio común que es la metrópolis, vino el encuentro con las letras y con la forma de narrar. Aparte de Pacheco, con el único autor con que he sentido ese deseo de empezar a escribir algo al segundo posterior a cerrar el libro, ha sido Ibargüengoitia. Ni siquiera con Borges. La lectura es también rito. Requiere de un ceremonial, de una serie de actos que crean un espacio íntimo, individual. Mi segundo encuentro con Pacheco como lector ocurre a principios de los 80´s. Trabajo como corrector de pruebas en la revista Proceso. Además de los reportajes de fondo, las columnas y reseñas, hay dos lecturas obligatorias: el cartón de Fontanarrosa en la última página y, en la previa (si la memoria no me falla), la columna Inventario que, fielmente, cada viernes, escribía Pacheco con su perenne firma JEP. Con la prueba final en mano, y mi lápiz rojo, me sentaba y me aislaba. Leía, devoraba, aprendía. No creo, nunca, haber hecho ninguna corrección con el lápiz. Eran artículos impecables que los duendes de la imprenta respetaban. Y el lunes, ya con la revista en mano, releía, y releía. Fue mucho más tardío mi encuentro con Pacheco poeta. Sentía, manías absurdas de lector, que el Pacheco narrador tenía un lugar en mi cabeza y en mi corazón que tal vez el Pacheco poeta amenazase. No sé explicarlo mejor que este torpe párrafo. Leí con descuido algunos poemas suyos, y nada más. Fue Jorge F. NÚMERO 111
Hernández quien, sin saber de mis manías, me puso en manos una selección de poemas recientes (me la dio en 2011, los poemas cubrían la etapa 1985-2009) prologada por Vicente Quirarte. Y comenzó otra etapa en mi apreciación del Pacheco poeta. De ese volumen, hoy que escribo esto, 27 de enero de 2014, al día siguiente de su muerte, bajo el vórtice polar y con la calle cubierta de nieve, a unos pasos literalmente de la línea divisoria entre Oak Park y Berwyn, rescato este poema incluido en esa antología, titulado Berwyn House (ignoro si se refiere a Berwyn, Illinois, o a otro Berwyn): En el silencio cae la nieve. Arde la luz. Vuelve a ser paraíso el mundo. El último Inventario de JEP fue del 24 de enero, horas antes de la caída que le dejó un golpe en la cabeza y terminaría llevándolo al hospital. Ese Inventario fue sobre Juan Gelman, muerto apenas pocos días antes. Escribió JEP: Gelman por sus veinte años de vida y de trabajo aquí, deja también en la poesía mexicana una huella radiante que no se borrará. Yo no quiero que se borre la huella radiante de Pacheco; quiero que en esta lejanía un lector o lectora joven se estremezcan, como yo lo hice, con aquellos cuentos, con esos poemas. Creo que le debemos el estremecimiento de las letras, la devoción del lector que sigue un ritual para no ser distraído, absorber y gozar. Último encuentro, fines de 2009. Desde Springfield lo llamo para invitarlo al festival Poesía en Abril. Nervios de adolescente que intento no traicionen la voz que conversa. Me escucha, me hace preguntas. Al final no es posible, las fechas se le cruzan, lo dice casi con pena, con la entrega que le van a hacer del Premio Cervantes. Quedamos que tal vez para el año siguiente. Miento: no puede, no debe ser el último encuentro. Aquí están los libros, los cuentos, los poemas y el tiempo para volverlos a leer.
Gerardo Cárdenas, escritor y periodista mexicano. Es director editorial de contratiempo
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GELMAN
Se murió Juan, murió el poeta Mempo Giardinelli
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y sí, digámoslo: lo primero es la desolación, el miedo, el dolor. Se murió Juan, el poeta. El más grande de todos, el de Violín, el de Gotán, el que nos enseñó a gozar de los diminutivos para la sonoridad contundente de versos inolvidables. Juan el militante, el que luchó toda su vida por principios que muchos compartimos. Y así encontró una nieta que era, es, un poco hijo, hija, una vida que tiembla, seguro, ahora mismo en Montevideo. Juan el amigo, el entrañable puteador que se enojaba cuando uno le decía que no fumara, que la cortara con los puchos. La última vez hace poco, en Brasilia, entre cenas y conversaciones interminables como las madrugadas y el calor. Esa noche se fumó más de medio paquete, y yo, pensando que a Soriano ya se lo había llevado el tabaco, le dije que no jodiera más con el pucho. Me retrucó que no jodiera yo, que era un converso y esos son los peores. Y me miró enojado. Y enseguida se rió como se reía Juan, un poco a lo niño, celebratorio de sus propias ocurrencias. Y también déjenme decir lo primero que sentí: me cago en la puta que la parió a la Parca. Lo dije, y disculpen pero es lo más profundo y sincero que puedo decir ahora porque, también debo decirlo, hoy fue un día de mierda porque esta mañana se murió otro amigo, de nombre Marcelo, no un gran poeta, pero un flor de tipo. Y a las nueve de la noche esta noticia que paraliza, vamos, el doblete es demasiado. Nos vimos mucho últimamente y siempre tan bien, tan ocurrente y jodón, y tan bien plantado en sus ideas y principios. Deja helado esta noticia canalla, ante la que uno sólo puede hacer lo que hacemos nosotros, los periodistas, los escribidores: contar lo que sucede. Y si lo que sucede es que se murió Juan Gelman, caramba, entonces conjeturemos: ¿Y mañana qué? ¿Cómo haremos para levantarnos y mirar el cielo y pensar en México, su otra patria, su otro entrañable territorio que lo acogió como a mí, como a tantos y tantas de nosotros? ¿Y cómo vamos a leer poesía de ahora en adelante, si ya no va a estar Juan? Denme una idea de tiempo y medida, porfa, y me pongo a escribir ahora mismo. Eso les dije a los colegas del diario hace un ratito, casi ya las once de la noche y medio lagrimeando. ¿Qué otra cosa hacer sino ponernos a escribir, en homenaje al escriba más grande que teníamos? Yo lo conocí hace como cuarenta años, en la redacción de la revista Panorama, Juan ya era un prócer del oficio, y de la información
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internacional, y ya entonces daba poca bola. Fumaba a los bestia, eso sí, pero qué íbamos a pensar, en aquellos tiempos en que nos sentíamos eternos, en los daños del pucho. Y a la poca bola le sumaba ese hablar medio cantadito, como de quien se hamaca en las palabras y eso porque era poeta. Pocos lo sabían, entonces. El culto a su obra vino después, pero la poesía de Juan ya era enorme porque nació enorme. Durante el exilio no fuimos amigos. No nos dábamos bola, como nos pasó a muchos; eran los tiempos de las diferencias, que también suelen ser un modo de las construcciones. Después vinieron los acercamientos. Por terceros amigos, por gente querida que nos era común y que nos sigue uniendo. Y después fue un largo vino tinto una noche en Buenos Aires, los dos coincidiendo en cuanto amábamos esa ciudad que sin embargo habíamos abandonado. Y después los viajes, su departamento de la Colonia Condesa en el D.F. mexicano, alguna noche inolvidable de whiskies con picada argentina, y después Madrid, y más luego Frankfurt, y Brasilia, y Resistencia, a la que nunca pudo venir, pero siempre me decía que tantas veces había querido que era como que había estado. Cierto: esta nota es berreta. Por el dolor quizá, por la prisa del cierre. Y porque cuando muere un amigo duelen hasta las palabras que uno encuentra y ni se digan las que somos incapaces de encontrar. Y cuando se muere un poeta que además es el Poeta Mayor de nuestra República, qué palabras va a encontrar uno. Todo es dolor en esta hora. Dicen que se murió Juan, y entonces qué sé yo qué decir, si la verdad es que en este momento en que despacho esta nota por mail a mí me duele todo. Descansá en paz, Maestro. Ninguna palabra sonará igual después de vos, querido Juan.
El poeta Juan Gelman. Foto cortesía: Archivo de la Presidencia Argentina
Mempo Giardinelli es escritor y periodista. Nació y vive en Resistencia, Chaco, Argentina. Exiliado en México entre 1976 y 1984. Su obra literaria, que incluye una decena de novelas, está traducida a 20 idiomas y ha recibido, entre muchos otros galardones, el Premio Rómulo Gallegos 1993, y el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Poitiers, Francia, en 2006. El presente texto se publicó en el diario Página 12 al día siguiente de la muerte de Gelman, y se reproduce con permiso del autor
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GELMAN
Vida y poesía Jorge Ortega
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a muerte de Juan Gelman (Buenos Aires, 1930-Ciudad de México, 2014) ha puesto el dedo en la llaga: ¿deben poesía y vida ser vasos comunicantes? El legado poético del autor y periodista argentino, tan ligado en contenido a las vicisitudes de su dura existencia, nos orilla a reconsiderar las altas implicaciones éticas de la poesía, más que un oficio un destino que trasciende la impersonalidad de casi todas las ocupaciones, insertándose radicalmente en la esfera de la libre elección, la voluntad, la apuesta vital. Y es que la estela biográfica y literaria de Juan Gelman es un ejemplo que nos interroga. Primeramente a razón de la firme trabazón entre la obra y la historia personal, un modelo de coherencia que vino a dignificar la noción de autenticidad de la escritura lírica como una deriva del vivir, una caja de resonancias de la alegría y el dolor mundanos. Asimismo, la poesía de Gelman ofrece también un cuestionamiento en la medida que su codificación verbal conlleva una revisión crítica de la retórica que ampara ese decir acongojado o jubiloso. Heredero de las vanguardias latinoamericanas, y en lo particular de Girondo y Vallejo, pero igual de la prosodia entrecortada y acezante de los místicos aureoseculares, Juan Gelman fue amalgamando una jerga propia caracterizado por su rareza rítmica y la cualidad de ir transformándose al curso de los años, como si el autor tendiera continuamente a desmarcarse de su poética en un intento por explorar las posibilidades de formular su versión de la pérdida, el exilio y la doliente memoria, no sin ahondar, claro, en un proceso de búsqueda exploratoria de estos sentimientos y emociones. Casi una treintena de títulos componen su bibliografía, entre los que cabe destacar Violín y otras cuestiones (1956), Velorio del solo (1961), Gotán (1962), Los poemas de Sidney West (1969), Cólera buey (1971), Si dulcemente (1980), Dibaxu (1985), Carta a mi madre (1989), Incompletamente (1997), Salarios del impío (1998), País que fue será (2004), Mundar (2007), De atrásalante en su porfía (2009) y El emperrado corazón amora (2011), libros que dibujan un itinerario vivencial y compositivo que acoge simultáneamente, por ende, el testimonio de una realidad cruda —a veces siniestra— o luminosa, y la evolución del estilo que la nombra. Y es que a través de los poemas de Gelman podemos visualizar la andadura de una poesía que en su tentativa de fidelidad a la singularidad de la existencia del hombre civil ha optado por hacer de la experimentación un
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metabolismo, o sea, un modo de respiración que se reinventa en virtud de la circunstancia. No es por ello casual que la textualidad de nuestro poeta adopte en distintos momentos epocales determinados rasgos distintivos: el versículo, la minúscula, la ausencia de puntuación, la heteronimia, la diagonal, la pieza en prosa, la parodia de las formas tradicionales, el resarcimiento de la ortografía normativa. La obra de Juan Gelman constituye, así, un epítome caleidoscópico del alcance innovador de la lírica de la América hispana. En el contexto de su generación, Gelman encarna entonces un magisterio ineludible, el de una personalidad creadora que ha desembocado ya en una escuela —ahí el riesgo de imitarlo— en la que han recalado muchos jóvenes y no tan jóvenes exponentes de la poesía en español de nuestro continente, incluso, en lo tocante a procedimientos, voces del neobarroco. No obstante, contrario a dicha corriente, Juan Gelman se mantuvo siempre adherido a la diafanidad, una coloquialidad en cuya música vibraban, eso sí, registros cultos y vernáculos, la cadencia del tango y el castellano antiguo, el romance y la milonga, componentes de su formación cultural y sensibilidad, pesquisas de la lectura y el lugar de origen, Villa Crespo. Gelman tenía, por lo anterior, la extraña disposición de sentirse cómodo hablando desde ángulos del conocimiento en apariencia opuestos o antagónicos. Su interés por la cábala judía y por la indagación en las flexiones del idioma convive en él con la entrañable asunción de la temporalidad, su condición de sujeto finito y, a la par, de inquilino de una coyuntura histórica específica. Juan Gelman nunca cerró los ojos ante las peripecias y los injustos reveses de su caminar e incorporó su cauda de humanidad a su creación poética, ahormada tanto de conciencia intelectual como de conmoción afectiva. La poesía de Gelman encuentra minada de este caro engarce. Su ágil, sinuosa y contenida dicción posee en el mundo su mejor contrapunto, su piedra de toque. No deja de resultar paradójico que habiendo auspiciado una aguda noción del texto y del uso inteligente y proactivo de los recursos de elaboración poética, Juan Gelman se halle muy lejos de la torre de marfil y tan próximo a las pautas de la lírica conversacional. Sin trabajar necesariamente una poesía del lenguaje, Gelman revolucionó el lenguaje de la poesía mediante una llamativa e impredecible plasmación gráfica y una sonoridad anómala que sólo funciona y se justifica en su autor.
Ahora el gran Juan Gelman ha migrado a donde su hijo y nuera, ultimados en la segunda mitad de los setenta por los comandos del terror de la naciente dictadura militar argentina. Se les ha reunido en un sitio indeterminado para refundar otro reino, tejer otro desenlace. Nos quedan por lo pronto a nosotros la cátedra de experiencia terrenal de su poesía y la no menos admirable lección de resistencia y tenacidad en la salvaguarda de la memoria: la lucha por la localización de su nieta Macarena consumada finalmente en 2000 entre México y Uruguay, tras poco más de dos angustiosas décadas de incertidumbre.
Jorge Ortega es poeta y ensayista mexicano. Es autor de una decena de poemarios y ha obtenidos los premios Estatal de Literatura de Baja California en 2000 y 2004 en los géneros de poesía y ensayo literario, respectivamente; Nacional de Poesía Tijuana en 2001; y en 2005 resultó finalista único del XX Premio Hiperión de poesía convocado en España
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Verdad es Cada día me acerco más a mi esqueleto. Se está asomando con razón. Lo metí en buenas y en feas sin preguntarle nada, él siempre preguntándome, sin ver cómo era la dicha o la desdicha, sin quejarse, sin distancias efímeras de mí. Ahora que otea casi el aire alrededor, qué pensará la clavícula rota, joya espléndida, rodillas que arrastré sobre piedras entre perdones falsos, etcétera. Esqueleto saqueado, pronto no estorbará tu vista ninguna veleidad. Aguantarás el universo desnudo. Juan Gelman La Condesa DF 28 de octubre de 2013
El presente poema fue el último escrito por el poeta argentino Juan Gelman, antes de morir en la Ciudad de México, el 14 de enero pasado. Lo escribió a mano y se lo dedicó y entregó al cantautor español Joaquín Sabina. Contratiempo lo reproduce con autorización del diario español El País, donde se publicó el 15 de enero (N. del E.)
CONTRAFOTO Rafael Franco Rafael Franco-Steeves, escritor y actor puertorriqueño, forma parte del consejo editorial de contratiempo
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EDICIONES VOCESUELTAS EDICIONES
VOCESUELTAS
Información: info@contratiempo.net
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Tantos recorridos, tantas historias de inmigración que encuentran en común una sola cosa: el idioma español. contratiempo ha creado Ediciones Vocesueltas para diseminar y promover la literatura escrita en español en Chicago. Estos proyectos de publicación conjunta con los autores han dado frutos desde el 2007, habiéndose publicado seis libros a la fecha. Debemos un agradecimiento especial a los autores publicados en Vocesueltas, cuyo ímpetu, talento y generosidad han hecho posible el establecimiento de este sello editorial.
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01 A veces llovía en Chicago. Por: Gerardo Cárdenas Precio US$12.95. 1a. edición (Marzo, 2011) . En español. ISBN: 978-09800042-67
03 Extrasístoles (y otros accidentes). Por: Jochy Herrera
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02 En la 18 a la 1. Por: Escritores de contratiempo en Chicago Precio US$14.99. 1a. edición (Septiembre, 2010). En español. ISBN: 978-09800042-5-0
Precio: US$ 19.99. 1ª. Edición (abril, 2009). En español. ISBN-13: 978-0-9800042-3-6
04 Jaleos y denuncias. Por: Stanislaw Jaroszek
05 Desarraigos: Cuatro poetas latinoamericanos en Chicago. Por: Jorge Hernández, Febronio Zatarain, Juana Iris Goergen y León Leiva Gallardo
06 Vocesueltas: Cuatro cuentistas de Chicago. Por: Raúl Dorantes, Bernardo Navia, Fernando Olszanski y om Ulloa
Precio: US$ 15. 1ª. Edición (mayo, 2008). En español. ISBN-13: 978-0-980004212
Precio: US$14. 1a. edición (Abril, 2010). En español. ISBN: 978-098000424-3
Precio: US$ 15. 1ª. Edición (agosto, 2007). En español. ISBN-13: 978-0-980004205
University of Illinois at Chicago y contratiempo presentan al reconocido novelista y periodista
Leonardo Padura El hombre que amaba a los perros Lectura 27 de febrero de 2014 6 pm Lugar TBD
Taller 28 de febrero de 2014 6 pm UIC campus
Los lugares de presentación están por determinarse al momento de ir a imprenta. Favor consultar todos los detalles en www.contratiempo.net, o llamar al 312 427 5450
TALLER DE CREACIÓN LITERARIA DÓNDE: 1900 South Carpenter, Chicago IL 60608. CUÁNTO: Gratuito. CUÁNDO: Dos domingos por mes a la 1 pm. INFORMACIÓN: (312) 427 5450 info@contratiempo.net
MIRADA CÓMPLICE
RODRIGO LARA EN LA UNAM CHICAGO
El cuerpo quebrantado
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MIRADA CÓMPLICE
Gerardo Cárdenas
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l cuerpo frágil, quebrantado, buscando su lugar en el universo. El escultor mexicano Rodrigo Lara ofrece, desde la realidad política de su país, una propuesta en la que el diálogo se vuelve indispensable. ¨Mi trabajo aborda temas como recuerdos, política, nostalgia y temporalidad. Me considero un artista multidisciplinario¨, dice Lara en entrevista con contratiempo en torno a Broken Dialogue, la exposición individual que durante diciembre y enero se presentó en la sede en Chicago de la Universidad Nacional Autónoma de México. En Broken Dialogue, las sillas juegan un papel fundamental como extensiones, proyecciones, o aberraciones del propio cuerpo. “La iconografía juega un papel esencial en mi trabajo. En este caso, la silla representa poder, de acuerdo a la silla en que nos sentamos, significa la importancia o el papel dentro de la sociedad. Otro ejemplo es la desnudez del cuerpo, la cual representa lo frágil, vulnerable y quebrantable de la especie humana.” La idea para Broken Dialogue surge como “una reflexión de la situación socio-política en México, aunque ahora tiene un enfoque global. La esencia de estas piezas se basa en cuestiones políticas, la violencia y la falta de comunicación dentro de la raza humana. Estoy interesado en NÚMERO 111
la relación entre el espectador y la obra en sí, ofrezco posibilidades en cuanto a la lectura de los objetos y personajes que actúan en un escenario específico. Utilizo lienzos blancos y el color natural de la porcelana para el color de la piel o superficies de color planas. Por lo tanto, los cuerpos humanos y los lienzos representan espacios en blanco, que el espectador puede completar, lo que los invita a desarrollar sus propias narrativas”, dice Lara. Lara suele mezclar escultura e instalación con pintura, sonido y vídeo, ligando performance y ejecución de la obra. En Broken Dialogue Lara apunta hacia una conversación entre escultura y pintura. Lara se siente influido por Siqueiros, además de Richard Artschwager, Robert Longo, Marisol Escobar, Grupo Mondongo, Liliana Porter, Kiki Smith y muchos otros. Tras la exposición en la UNAM (350 W. Erie Street), Lara ha agendado otra exposición individual en el Museo Nacional de Arte Mexicano, en Pilsen, para enero de 2015, lo que refuerza los lazos del artista con la ciudad. “La primera vez que estuve en esta ciudad fue hace más de 10 años y desde entonces he sentido un gran vínculo con Chicago y su gente. Pienso que es importante seguir con los contactos que hice durante mis estudios
de maestría. Por otro lado, me invitaron a dar clases de escultura en el Hyde Park Art Center. Además estoy trabajando en mi propio estudio ubicado en Mana Contemporary, reconocido espacio en el cual existe una comunidad artística importante¨, dijo. Uno de los trabajos más interesantes de Lara es Clay Traffic. Lara explicó que durante sus estudios de maestría desarrollo la instalación Dismembered Bodies Memorial. “Los materiales utilizados en la elaboración de la instalación tienen un papel sumamente importante, debido a que utilizo una mezcla de barro proveniente tanto de México como de Estados Unidos. El concepto principal considera la fusión de las dos tierras y la relación bilateral que los dos países comparten. Como referencia a los estupefacientes que entran a Estados Unidos ilícitamente, de manera personal transporté en diferentes ocasiones bultos sospechosos en mi equipaje, los cuales contenían barro en polvo.” Para más información acerca de la obra de Rodrigo Lara, por favor visitar la página Web: www.rodrigo-lara.com Gerardo Cárdenas, escritor y periodista mexicano, es director editorial de contratiempo contratiempo
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Esculturas del mexicano Rodrigo Lara
DOSSIER
México ciudad monstruo Rey Andújar
i algo te agarra de Ciudad de México es la singularidad de poder ser muchas ciudades cada día. Muta. Se te escapa de las manos. Los cuentos aquí reunidos comparten la querencia de captar la precariedad de estos matices; los momentos en que la realidad tuerce el lenguaje y lo lleva hasta la consecuencia extrema. Son estas historias de ciudad en donde el colorido ha quedado desplazado y lo ominoso se cuenta desde un tono fantasmal; la parsimonia de los hospitales abandonados, islas desiertas, paraísos apagados y campos de concentración, infiernos tan temidos. En De cómo Thor celebró el día de los muertos, Eric Uribares relata la indigencia de un chamaco de doce años bajo el abuso del pater familias. Yerem Mújica, con Médico cirujano, ahonda en los excesos del ser bajo el constante estrés, la abulia y la idea del fracaso. Deshielo, de Daniel Espartaco Sánchez, es una propuesta del no-espacio; un breve poema sobre las transiciones entre el ser y el locus amoenus. El brevísimo Navidad de Lorea Canales es impactante por su final; como el buen cuento corto, deja un sabor a vértigo, las palabras como precipicio. Para
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cerrar, La maldición de Renton, de Carlos M. Gordiano, es la mirada apocalíptica del congestionamiento urbano, una escatológica aterradora y bien escrita. Estos cuentos analizan los simulacros de la ciudad con plena conciencia del juego y del artificio. Sobrepasan el efecto de lo real para sembrar la duda. Nos llevan del terror al placer a sabiendas de que lo idéntico tiene múltiples diferencias, esto es, que la lógica de nuestra mirada sobre la ciudad, la descubre en el espacio del deseo, de la añoranza, que sería en cierta forma simétrico, lo cual es una contradicción si se toma en cuenta que lo humano es desequilibrado por naturaleza. Propongo leer este dossier como lo que es: la estrategia del engaño o de la seducción, las distancias de lo real; la ciudad como una estructura compleja de cuitas diferenciadas, una forma para vencer el acontecimiento, la posibilidad para volver a tener presente la imagen que nos formamos de ella: una red para atrapar luz.
Rey Andújar, escritor dominicano, es integrante del consejo editorial de contratiempo
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De cómo Thor celebró el día de los muertos Eric Uribares
e encabrona que me dejen celebrar el Día de los Muertos y no el Halloween; que me digan que el Día de los Muertos es para los mexicanos y el Halloween para los gringos. Me emputa, que digo me emputa, me reputa que me salgan con esas pendejadas que no entiendo bien y me vale verga entender. Sólo sé que no pude ir a la fiesta de Carmelita porque al ojete del abuelo se le metió en su cabeza blanca de queso Oaxaca la idea de que tenía que maquillarme la jeta y salir a pedir dinero a los vecinos con una calabaza apestosa en las manos. No pude ir con Carmelita porque tuve que pintarme la cara como pendejo y pedir dinero con los demás. “Yo lo que quiero es ir a la fiesta de Halloween de Carmelita”, le dije. “No me interesa que me den monedas ni dulces”, insistí, pero al anciano le valió camote y por sus huevos me pintarrajeó la jeta con unos pinches dientes de calaca y unas ojeras de oso panda, y me echó a mi suerte y tuve que hacer el ridículo con otros chamacos idiotas que también viven con viejos gandallas como el mío. Por eso quería ir a la fiesta y disfrazarme de Thor, porque Thor no parece un payaso ni provoca carcajadas. Thor impone su ley y desmadra todo cuanto quiere. Es grande y de cabellera como los rayos del sol, y sus músculos son de hierro y es rápido como el trueno y no tiene abuelos de mierda que lo obliguen a hacer cosas; y si los tuviera, seguro los paraba de culo y les reventaba su madre con unos putazos bien dados. Thor es el más chingón de todos los cabrones de las revistas que me deja mirar Armando cuando abre el puesto de periódicos por las mañanas, un chingo de revistas donde salen todos los superhéroes bien mamadotes como el Guolverine o Julk, o los maricones como el Espaiderman o el Flash, pinches ñangos pocos huevos; esas revistas a las que me gusta mirarles la portada con sus colores brillosos y papeles lisitos que siento cuando Armando me da chance de quitarles el plástico mamón que las envuelve, y mirar el contenido si traigo las manos limpias, aunque antes prefiero aspirar la tinta fresca, el olor a nuevecito de las hojas. Me rompe las pelotas todo esto. Soy un niño, sí, o al menos eso dicen; pero no soy
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todo un pendejo, ya cumplí doce años y ya puedo decidir cosas. Estoy hasta mi puta madre del anciano, de que me regañe, que me diga qué hacer y qué no hacer, que no me haya dejado ir a la fiesta de Carmelita porque los gringos no sé qué pinches mamadas y los mexicanos no sé qué otras mamadas. Estoy cansado de hacerle caso al anciano culero de mierda; estoy harto de él y de que siempre me imponga sus locuras, y yo seré un niño, pero no soy pendejo. Pinche ruco, cabecita de queso Oaxaca, viejo zopilote, te voy a convencer, ora que veas mi traje de Thor que me compré en el mercado. Estoy seguro que te convenzo por las buenas o por las malas. ¡Me compré un traje de Thor! le grité al regresar a casa y mientras dormía. Al despertarse se cagó de la risa al verme con el disfraz puesto. Vejete inútil, sólo se despierta para darme con el bastón. Por eso le chingué el dinero y me compré el traje, con todas sus piezas. Ciento cuarenta y dos pesotes; uno de cien, dos de veinte y una moneda de dos. “Toma reina, dame ese traje de Thor que me lo llevo puesto.” Y así lo hice. Aunque me quedó un poco grande, el casco aguado, la capa larga y el martillo de plástico me pareció para niños tontos, logré salir con el traje puesto, porque todo tiene solución. Todo. Si lo sabré yo que aguanto los chingadazos diarios del anciano, los putazos diarios de la calle. Yo, que resisto muy bien convertido en Thor, aunque antes tengo que conseguir los dieciséis morlacos para mojar la estopa, una moneda de diez, otra de cinco y una de uno, y así como Clark se mete a una cabina mamona para transformarse, yo sólo tengo que jalar y jalar y de pronto soy Thor y ya nada malo puede ocurrirme. Soy Thor y soy alto y fuerte y rápido. Soy Thor y me apiado del viejo y pido dinero para él. Soy Thor y soy invencible y todos me quieren y me aman y los desconocidos y los amigos me invitan a sus fiestas. Los amigos como Carmelita, que saben de Thor y de la piedad de su martillo, de la fuerza de su martillo. Carmelita es amiga de Thor. La veo en el semáforo, a veces en la mañana y otras ocasiones en la tarde, mientras ella viaja en la parte trasera de su troca gris. Diario que la veo y diario que le sonrío, porque soy Thor y todos me conocen. Soy Thor y mi piedad es grande y jalo y jalo de la estopa. Soy Thor y mi poder se expande y ando entre los autos limpiando los parabrisas, escupiendo agua y jabón sobre los cristales al mismo tiempo que salvo al mundo de
los intrusos, de las putas bestias del crimen, de los invasores de las pléyades. Jalo y jalo de la estopa y la gente me agradece y me da dinero y algunos me invitan a sus fiestas, porque soy Thor y todos quieren ser mis amigos, como Carmelita, que bajó la ventana de su troca para invitarme a su fiesta de disfraces, a su fiesta de Halloween. Mi amiga Carmelita, que a veces baja el vidrio para regalarme dulces, porque a Thor le encantan los dulces, los tamarindos picosos, las paletas de chocolate. Y Carmelita le regala paletas a Thor; a veces también le da monedas, pero casi siempre son dulces. Y la semana pasada me invitó a su fiesta. Bajó el cristal del auto y me dio dos chocolates y un papelito con una dirección y que decía que habría que disfrazarse. Y luego ya no dijo nada porque se puso el semáforo en verde, y cuando se pone la luz de ese color los carros arrancan y Thor descansa en su esquina mientras jala de la estopa. Pero pinche ruco, insistió en no dejarme ir, que porque Halloween no sé qué tantas mamadas y las tradiciones mexicanas y su pinche madre. Y nada de que vas a la fiesta, regrésate a pedir la calavera en las esquinas; nada de que vas al Halloween porque tú eres mexicano, nada de que te invitaron, seguro te encontraste ese pinche papel, chamaco cabrón. Nada de que vas, me dijo, y después me cogió a bastonazos por robarme el dinero para mi traje. Y mientras me aporreaba la cabeza, Thor jalaba de la estopa y buscaba un martillo que no fuera de plástico; un martillo de verdad como el de Thor de verdad. Y mientras, el anciano no se detenía y seguía parándome la chinga. Pero los golpes ya no le dolían a Thor, porque la estopa estaba bien mojada y Thor muy enfurecido; tanto que cambió su martillo por una roca que tiró al mero rostro del viejo zopilote. Y al primer putazo Thor siguió con otro y después otro más, y así hasta que el vejete dejó de moverse y su cabeza de queso Oaxaca le reventó como Sandía y manchó el piso. Entonces Thor cogió su martillo de plástico, y juntos salimos a exigirle respeto al mundo.
Eric Uribares es narrador y poeta. Ha publicado el libro de poesía Cartografía del miedo y la plaquette El plomo en la patria, nueve poemas y un prólogo contra la militarización, ambas en 2011. Sus cuentos han sido reconocidos en varios certámenes. Thor… fue publicado en la antología Pan de muerto (Mantarraya Ediciones y Ediciones Educación y Cultura, Ciudad de México, 2013) contratiempo
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Médico Cirujano Yerem Mújica
Qué médico no detesta prolongar ciertas vidas? Eduardo observaba su título. Escogió ese lugar para colgarlo porque taparía un hueco en el tirol de la pared del consultorio; un cuarto minúsculo, anexo a la farmacia de Similares, con armatostes de metal que todavía podían pasar por muebles, unos cuantos posters informativos de diseño mediocre sobre los muros ennegrecidos y una báscula, uno de los pocos instrumentos médicos que Eduardo utiliza a diario. En sus ratos muertos, Eduardo leía las revistas insulsas que las empleadas de la farmacia dejaban en su consultorio. De vez en cuando apartaba la mirada de las tetas surreales de alguna actriz horrible y cuando sus ojos se detenían en “Universidad de Guerrero” o “Médico Cirujano”, perdía sus erecciones. Recordaba a sus padres humillados por todos los trabajos de mierda que soportaron para que él pudiera obtener un título. Al terminar la universidad, Eduardo se mudó al Distrito Federal para conseguir una plaza de médico familiar en un hospital público que le había prometido un amigo. Llegó a vivir a un cuarto en una vecindad de la colonia Moctezuma. Se ganaba el sustento dando consultas a los vecinos y a los conocidos del barrio, hasta que encontró trabajo en una farmacia de Similares. Nunca obtuvo la plaza, su amigo dejó de contestar sus llamadas. Eduardo permaneció años en aquel trabajo, donde sus conocimientos médicos no servían para otra cosa más que para diagnosticar infecciones estomacales o en vías respiratorias y para expedir recetas de antibióticos o ranitidina. Por temporadas mentía a sus pacientes y prescribía la medicina que la empresa deseaba vender rápidamente, debido a la proximidad de la fecha de caducidad. Los méritos profesionales de Eduardo consistían en ganarse una comisión por vender ciertas cantidades de medicamentos. Sin excepción, destinaba el paupérrimo bono a su bebida. En realidad, la única gratificación laboral de Eduardo era poner la campana
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del estetoscopio cerca de los senos firmes de alguna paciente y atesorar la imagen de los pechos para masturbarse. A sus 45 años, Eduardo continuaba rentando su deplorable habitación de la colonia Moctezuma. Diariamente llegaba a cenar, masturbarse, ver la tele y dormir, en ese orden. Aunque a veces Alfredo, un vecino suyo que trabajaba repartiendo volantes e intentaba estudiar en la universidad en sus ratos libres, cenaba con él. Lo conocía desde niño. De hecho, le había salvado la vida cuando era pequeño, una vez que tuvo una fuerte reacción alérgica a las nueces y lo llevó a una clínica donde pudieran intubarlo y suministrarle medicamentos. Los padres de Alfredo habían muerto cuando éste tenía 18 años, de modo que Eduardo se preocupaba por él. Lo invitaba a cenar de vez en cuando para aliviarle el hambre. Le recordaba a sí mismo cuando era joven: un estudiante de tercera que sería profesionista de quinta. El único día que Eduardo tomó una decisión importante fue durante un regreso del consultorio a casa. Había llovido y en cuanto entró al Metro sintió el vaho denso de masa humana mojada. Tardó en llegar al andén por la cantidad de gente que lo rodeaba. Tuvo que forcejear para entrar en un vagón, pero lo logró. Olía peor que el andén, que era una mezcla de thinner que consumía un indigente, sudor y mierda. Eduardo olvidó el olor unos segundos al ver un pezón grande y negro en el seno estriado de una mujer que intentaba amamantar a su bebé, que lloraba estruendosamente. “Llora como si hubiera adivinado su futuro”, pensó Eduardo al mismo tiempo que lo invadía un bienestar excepcional al advertir que no tendría descendencia. Un par de albañiles aprovechaban la saturación del espacio para restregar sus penes en las nalgas de una chica parada frente a ellos, y Eduardo los envidiaba tratando de adivinar el porcentaje de gente obesa a su alrededor. Volvió a hacer consciente la peste del vagón y pensó de golpe en el futuro del niño. Después de una hora de hostilidad, Eduardo llegó a la vecindad y vio a Alfredo leyendo en el pasillo. Pasa a cenar dentro de media hora, dijo Eduardo. Entró a su habitación, abrió dos latas de crema de champiñones, las vertió en una olla que contenía nuez molida y calentó la mezcla en una parrilla eléctrica. Cuando terminaron la cena, el anfitrión sugirió un café y una partida de dominó. Al tercer juego, el rostro de Alfredo se notaba inflamado
pero Eduardo no dijo nada al respecto. Había planeado no hacerlo hasta que el muchacho se quejara de algún malestar. Tengo mucha comezón en las orejas y en la cara, creo que algo me cayó mal. Me cuesta trabajo respirar, dijo Alfredo. No te preocupes, tengo succinilcolina. Te la inyecto y ya está, dijo Eduardo mientras buscaba una jeringa en un cajón. Eduardo sabía que el choque anafiláctico era cuestión de minutos. Ocurrió mucho más rápido de lo que había calculado. Todo salió bien. Al sentir la ausencia del pulso, cada poro de su cuerpo se revitalizó.
Yerem Mújica nació en la Ciudad de México, donde estudió Literatura Hispánica. Ha dedicado su vida profesional principalmente a la edición y actualmente es redactora de publicaciones periódicas. “Médico cirujano” forma parte de la antología Pan de Muerto
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DOSSIER
Deshielo Daniel Espartaco Sánchez
ací en un país que ya no existe, y mi primer recuerdo es la nieve. O mejor dicho, mi primer recuerdo es el jardín cubierto de nieve de los multifamiliares de la ciudad nueva, en el lado oeste del río, donde mi madre y yo vivíamos hospedados en casa de una familia que sólo recuerdo por lo que ella me ha contado, y por las fotografías y las postales que los Ziema, un matrimonio joven de profesores que no podían tener hijos, nos mandaban cada fin de año escritas a veces en francés, otras en un alfabeto muy diferente del que más tarde aprendí en la escuela. En este recuerdo, frente al jardín, detrás de nosotros, están las cuatro torres grises como catedrales entre góticas y modernas que se elevan como gigantes cubiertos de ventanas que parecen talladas sobre el concreto, como si de una nueva Petra socialista se tratara. El sol aparece sobre la ciudad vieja y la fortaleza medieval entre la bruma formada por la niebla y la polución del sector industrial, cuyas sirenas ya comienzan a aullar desde la oscuridad. Entre la nieve, como juguetes diseminados por una tormenta, están las estructuras tubulares de los solitarios juegos infantiles; y pintadas con esmalte, las figuras de concreto que representan a un oso y a una zorra que debieron ser personajes de un cuento que yo no conocía, aunque me era familiar. También está la bruja, a la que mi madre llama Babá Yagái, con el mentón tan alargado que cae entre sus flacas rodillas (cuántas veces se apareció ésta en mis sueños infantiles y cómo la extraño ahora que mis pesadillas están hechas del angustiante realismo de los adultos). Y ahí está la formación de abedules cuyo tronco es del mismo color que la nieve, con sus caóticos y deshojados entramados grises como penachos. Más allá del blanco que cubre el jardín —junto al río por cuya capa de hielo corre tibia, quiero imaginar, el agua—, está la autopista que alimenta a las dos ciudades con camiones de mercancía y pequeños coches blancos, negros, grises. Mi madre peina su cabellera de color castaño sentada en el camastro donde dormimos los dos. Anuda las dos trenzas que caen sobre NÚMERO 111
una sencilla blusa mexicana de algodón blanco con el cuello bordado de flores. Es la misma que le regalará a la señora Ziema cuando dejemos ese país que ya no existe, porque a ésta le gustaba mucho, y porque, dice mi madre, le da pena que no pueda tener hijos. El cristal de las ventanas está cubierto de escarcha. Yo miro a mi madre desde el pasillo que está casi a oscuras con su pared cubierta de un empapelado en cuya trama floral me gusta perderme. Ahí esta el tibio y acariciante susurro del radiador donde es agradable poner las manos. Al fondo, en la sala, hay una luz ambarina: huele a leche, a grasa, a verduras cocidas. El ambiente del departamento es de una tibieza en la que no he podido volver a flotar, aunque el piso está helado y mi madre me dice que vaya hacia ella para ponerme mis primeros botines de niño (y no de bebé) porque voy a resfriarme. Hay una fotografía de ella con sus trenzas y la blusa mexicana de algodón blanco. Detrás está la sala funcional de los Ziema y el moderno tocador de cintas Sanyo. Yo estoy apoyado en la cadera de mi madre. Tengo puesta una camiseta blanca, tirantes azules, los pantalones marrones de pana por encima del ombligo. En el reverso de la foto, que tengo ahora conmigo, puede leerse, además de la deslucida marca del papel fotográfico, una fecha: 30 de marzo de 1981. Ese día mi madre cumple 23 años, y esa primavera regresaremos a casa. Fue la mañana en la que no sólo nos despertaron las sirenas y los gorriones, sino el ruido de los bloques de hielo al chocar unos contra otros, arrastrados por el río. Recuerdo también la luz del sol difuminarse en el carámbano que se derrite en el inverosímil mentón de Babá Yagái. El entramado gris de los abedules se tiñe de verde del lado que da a la ciudad vieja y su amanecer de nimbos veteados de escarlata. Mi madre lo llama deshielo en nuestro idioma, ese conjunto de pocas palabras que hablamos ella y yo —que sólo nosotros parecemos compartir en la soledad del invierno—, y que a mí no me basta pues quiero saber más y más palabras para nombrar las cosas. El manto del jardín se convierte en el baturrillo de nieve, huellas y lodo de donde emergen las estructuras de los juegos infantiles, ahora liberados por el imbatible ejército rojo del levante. El ambiente huele como el gran trapo gris azulado que los Ziema usan para limpiar el suelo del baño y me parece desagradable. Es la más temprana primavera que recuerdo, la que mi madre llamó el deshielo en nuestra lengua de pocas palabras, y también fue la primavera que regresamos a lo
que ella llamaba nuestra casa, aunque mi acta de nacimiento dice que nací en un país que ya no existe. Aun hoy extraño a la señora Ziema. Aunque su recuerdo es un muñeco zurcido — fotografías, postales—, fue ella la que me enseñó las otras pocas palabras de una lengua que no pudo ser mía, y que ahora atesoro como guijarros los bolsillos; los mismos que sirven para describir sólo las cosas más sencillas como agua, casa, pan, leche.
Daniel Espartaco Sánchez nació en Chihuahua, Chihuahua, México, en 1977. Es autor de tres colecciones de historias, entre las que destaca Cosmonauta (2011) y dos novelas: Autos usados (2012) y Bisontes (2013)
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Navidad Lorea Canales
espués de dormir a sus hijos que se veían como angelitos con sus pijamas idénticas a rayas grises y el pelo un poquito largo y despeinado como le gustaba más a ella, pero que a la vez era un recordatorio que debía llevarlos al peluquero, Isabel subió a la cocina. Lavó los platos sin prisa, asegurando enjuagarlos bien. Los puso en la charola de secar, pero después decidió guardarlos de una vez en su lugar, secando cada uno con un trapo. Pasó una esponja sobre la estufa, y consideró trapear, pero el piso no estaba sucio. Recogió sus zapatos de tacón que había dejado en la sala y bajó a su recamara. Escondidos en la parte más alta del clóset estaban los regalos de sus hijos. En el armario de la entrada había escondido el papel nuevo con estampado de Santa Clos. Sacó las tijeras y el diurex. Primero envolvió el Lego grande para Alfonso, era el “Death Star” de Star Wars con más de quince personajes. Todos eran malos, pero su hijos había insistido que esa era el que quería porque no tenía contra quien jugar con todos los buenos que ella había comprado a través de los años. Envolvió dos camisas Lacoste que sabía no le harían ninguna ilusión, pero que necesitaba porque las que llevaba siempre estaban desteñidas, y unos audífonos Skull Candy que había puesto en su lista. Para Jerónimo, tenía el nuevo balón del mundial Brazuca que le había costado casi dos mil pesos y tres pares de calcetines. Finalmente envolvió el iTouch de Eduardo, con una tarjeta de quinientos pesos en iTunes y un traje de baño Speedo para sus clases de natación. Usó la caja de Lego como charola, balanceó los regalos y subió a la sala para acomodarlos bajo el árbol de Navidad. Había apagado las luces y solo los foquitos multicolores del pino alumbraban. Algunas de las series eran intermitentes y le pareció como si se movieran reflejadas en las esferas plateadas que le había regalado su mamá. Recordó a los niños Michu y Mau de la fundación de quemados que perecieron junto a sus papás cuando el árbol de Navidad prendió fue-
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go y les cayó encima. Corto circuito, pero ¿cómo puede quemarse un árbol así? El de ella todavía no estaba seco. Al levantarse se dio cuenta que había olvidado guardar el turrón. Sacó un cuchillo de la cómoda y cortó un pedazo. No recordaba la última vez que había comido turrón, este fue un regalo de la oficina y a los niños les había gustado. Demasiado dulce, pensó, a la vez que cortaba otro pedazo. La almendra, o lo que fuera le había cubierto el paladar con una película mazapanosa. En la vitrina encontró los vasos de cristal cortado, regalo de bodas de un tío de su ex marido, que Julio le prohibía usar por miedo de que lo astillara. — ¿Tienes una idea de cuánto cuesta? Nunca los podríamos reponer. Jamás. Son tan pocas las cosas que se pueden reponer, pensó. Fue a la cocina para servirse hielos. Detrás de la carne molida había guardado la pistola de su esposo. Sabía que estaba cargada, pero no sabía si funcionaría después de más de un año en el congelador. En un cuento de Roald Dahl una mujer asesinaba a su esposo de un mazazo dado con una pierna de cordero, la cocinó inmediatamente después al horno para que los detectives dispusieran de la única evidencia. No le había hecho sentido el cuento, qué no pudo haberlo matado con un sartenazo también. Quizás sólo se puede matar con un buen sartén de hierro forjado y no había de esos en la Inglaterra de postguerra, los habían fundido todos, para matar a otras personas, de otra manera. Sacó la pistola del congelador y puso hielos en el vaso, los llevó a la mesa del comedor, pero antes de sentarse fue a la puerta de la entrada para asegurar que estuviera cerrada. Varías veces al día se cercioraba que estuvieran puestos los candados, le daba terror pensar que alguien pudiera entrar en su departamento. La puerta estaba debidamente cerrada. Tenía tres llaves, la de la chapa, que no servía de nada, uno abajo, con una llave especial cilíndrica que no podía ser copiada fácilmente y un tercero más arriba que ella había mandado poner cuando se fue Julio, tenía tres barrotes, no sabía exacto como eso era más seguro pero le habían garantizado su impenetrabilidad. Si disparara con la pistola que estaba sobre la mesa, seguro lo volaría en pedazos. Abrió todos los candados, menos el de la chapa, y subió al comedor. El hielo no se había derretido todavía, pero se reacomodó cuando vertió cuatro dedos de whiskey. Había fiesta en casa de los vecinos y el ruido incrementaba paulatinamente, la música cada
vez más fuerte, las carcajadas más frecuentes. Esta vez no le molestó. Bebió dos tragos de whiskey, le quemaron la garganta. Dio vueltas al vaso para escuchar el tintineo de los hielos. Pensó en echar un último vistazo a sus hijos, pero decidió no hacerlo. Tomó el revolver, lo apuntó hacía su sien y disparó.
Lorea Canales escribió las novelas Apenas Marta y Los Perros, antes se dedicó a la abogacía y el periodismo. Recién surfeó por primera vez. Las olas, eh, las verdaderas
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La maldición de Renton Carlos M. Gordiano
legó a la casa alrededor de las tres de la madrugada con la resignación de no poder continuar la velada. Se quitó un zapato, luego el otro; cuando comenzó a desabrocharse el pantalón, un intempestivo movimiento vibratorio cosquilló su bolsillo derecho. Por un instante pensó en la llamada de emergencia de un amigo o de algún familiar en un aprieto indeseable, aunque tampoco desechó la posibilidad de una convocatoria espontánea; bien conocía a sus amistades entre las que nunca faltan ocurrencias. No hubo problemas ni desgracias que lamentar, llamaba su amigo de los tiempos estudiantiles, el Sapo, quien se encontraba en casa de su novia echando unos tragos al calor de la música y el amor, recordando hazañas de cuando la vida se trataba de divertirse sin tener que trabajar. El Sapo recordó lo cercano que se encontraba su amigo al domicilio de su amada, así que llamó por su celular para insistir en su deseo de verlo esa misma noche. La llamada le cayó como del cielo y por un momento creyó que las coincidencias, en realidad, son producidas por un deseo que entendían las estrellas. No dudó en dirigirse al encuentro con el Sapo; después de todo, era la oportunidad de culminar la velada. Presto, se volvió a abrochar el pantalón y se puso los tenis para salir de inmediato. La noche era oscura como el denso humo negro de una llamarada incandescente. Un diluvio implacable caía como proyectil lanzado desde el aire e impedía la visibilidad, a no ser por los difusos destellos de luz que, por instantes, relampagueaban en el parabrisas. Las calles no se distinguían de las banquetas. El escaso fulgor de luz bajo la pertinaz lluvia hacía imposible la certeza del camino. A la miopía de Danton, que exigía casi adivinar el ancho de las calles, se sumaban los tragos ingeridos que hacían más complicado maniobrar; por si fuera poco, su renuencia a manejar –se jactaba de no tener complejo de chafirete- era una convicción que poco le servía a estas circunstancias. Sin conceder importancia a la casi absoluta oscuridad torrencial, Danton conducía sin conferir mayor alerta al peligro que implicaba la difícil condición climática. Avanzaba en la ennegrecida noche sobre las difusas avenidas, entre sorbos de cerveza y escuchando canciones NÚMERO 111
ochenteras que dispondrían la cita retro con su amigo. Confiado al volante, pese a lo implacable del diluvio, arribó a una encrucijada que lo obligaba a tomar un camino; sin pensarlo, giró con cierta violencia a la derecha… de manera inesperada, una sombra sin rostro, con figura de hombre cansado, apareció fugaz como un relámpago, Danton maniobró por simple reflejo. Instantes de confusión después de un movimiento estrepitoso que lo llevó a perder certeza del lugar donde se encontraba. El auto recibió un fuerte impacto que, de golpe, lo colocó arriba de una banqueta. Giró de nuevo el volante, en sentido opuesto, y se cimbró al momento de bajar la banqueta. De inmediato advirtió que el vehículo se inclinaba de la parte posterior izquierda, lo que complicaba maniobrar en sentido recto. Urgió llegar a un sitio donde apearse para revisar la descompostura. El implacable torrencial arreciaba más y más, como si fuese el anuncio del advenimiento de la nueva Arca de Noé. Bajo la escasa visibilidad que permitían las cortinas de lluvia, Danton se dirigió hacia unos edificios que parecían fantasmagóricos por el alumbrado mortecino que los rodeaba, ahí encontró una calle cerrada que hacía las veces de estacionamiento. Pensó esperar a que pasara el diluvio, acaso tan sólo disminuyera su intensidad; sin embargo, el incremento del torrencial lo hacía una probabilidad remota. Optó por bajar del auto. Al abrir la puerta una ráfaga de viento, impregnada de la fetidez más nauseabunda, se impactó en su cara, como si le hubiera explotado una bomba que esparcía con virulencia millones de esquirlas pestilentes en sus pulmones. Al instante quiso regresar al auto, pero al volver el cuerpo hacia la puerta miró el neumático hecho pedazos. Con el sabor excesivamente agrio que le inundaba la garganta, se dirigió a la cajuela para sacar la llanta de refracción. Conteniendo la nausea colocó el gato para luego girar la llave múltiples veces sin conseguir levantar el auto lo suficiente. La posición inclinada era muy incómoda, su cadera y brazo se le cansaron pronto; tuvo necesidad de recargar una rodilla en el piso, pero, al agacharse, el olor se hizo más inmundo e insoportable. De golpe se levantó sintiendo los jugos amargos del vómito en su boca. Dirigió la mirada al cielo buscando la lluvia refrescante en su rostro. Respiró con dificultad una y otra vez. Contuvo el aire y arrodilló su pierna izquierda para tomar nuevamente la palanca; en el suelo, se percató de que entre el pestilente líquido flotaban pequeños objetos parecidos a cacahuates gigantes y con olor a bacterias putrefactas. Era inevitable que esas sustancias corrieran en su dirección debido a que se encontraba justo en una pendiente
en descenso. Hizo un esfuerzo sobrehumano para recargarse ahora sobre su rodilla derecha, a la cual se le adherían materias viscosas, malolientes e indecibles. Giró la mirada para advertir que de las coladeras erupcionaban con violencia miles de litros de agua hedionda que corrían con ímpetu por calles y jardines. La fuerte lluvia le impedía ver los birlos. De nueva cuenta tuvo que inclinarse casi a ras del suelo para colocar la llave, pero al hacerlo se dio cuenta de que tres fétidos tamarindos se encontraban incrustados en su pantalón. Lo pero fue que no sólo se percató de las siluetas de aquellas repulsivas materias, sino que, al acercarse, pudo constatar una mezcolanza de repugnantes bálsamos, que parecían contener grandes cantidades de excremento de teporocho bebedor de pulque fermentado y mezclado con bolitas de caca; litros de agua con aroma de pies hongosos, pestilentes y sucios, más toneladas de sarro fresco en el hilo dental, aderezado todo con los pestíferos alientos matutinos, de personas que tiene el hígado verdoso de tanto coraje. Al hacer el registro de la extrema hediondez, no pudo contener más su propia erupción, cuyo retortijón fue tan explosivo que el abdomen lo doblegó y le hizo perder su escaso autodominio; resbaló sin encontrar de dónde asirse y cayó al suelo. A la parte izquierda de su cara, como si un imán fuera, se adhirieron pegajosos hilachos de putrefacción, que lo obligaron a un desesperado intento por levantarse, acompañado también por la subrepticia necesidad de otra desgarradora náusea que amenazaba con lanzar al exterior sus intestinos. De nueva cuenta cayó, se revolcó entre su vómito y las aguas fétidas de la cloaca. Cayeron sus lentes, miró difusamente cómo eran arrastrados por la corriente voraz e intentó darles alcance, pero se alejaban serpenteando entre heces que los desaparecieron. Su miopía en aquella noche pareció hundirlo en un abismo tan oscuro como el vacío, su olfato lo lanzaba, inmisericorde, a un infierno que pareció inundar todo el planeta; sus oídos sólo registraban la intermitente y violenta caída del castigo del cielo. La náusea que provenía de sus insondables vísceras era la purga que la vida le estaba anunciando, su taco le hizo saber que esa materia se desintegraba en sus manos para dejar sólo el tufo hediondo de su existencia. Carlos M. Gordiano es el autor de la colección de cuentos Las noches (pequeñas reuniones), texto ganador del Premio Editorial Lenguaraz 2010. Gordiano estudió filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) contratiempo
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Ilustraci贸n de Marina Weksler para el poemario de Santiago Weksler
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AUTORES DE CHICAGO:
Santiago Weksler y Marcopolo Soto
P
oesía y narrativa han ido de la mano en la literatura en español de Chicago desde mediados de los años 90 y, de una manera más intencional, desde que comenzó a reunirse el taller de escritura creativa de contratiempo. Los autores surgidos de esos talleres han fluctuado habitualmente entre los dos géneros, pero algunos se han mantenido firmes en uno solo. En poesía, tal ha sido el caso del peruano Santiago Weksler, cuya propuesta poética, además, es altamente reconocible: máxima economía del lenguaje, versos de fuerte carga visual, interrelación con contextos científicos o históricos. La poesía de Santiago Weksler, en su individualidad, es también una declaración de principios: en la historia, en el universo, están las claves del yo. Cada uno de nosotros, yo, usted, estamos inscritos en algo más grande que el conjunto de todos y, al mismo tiempo, lo expresamos de forma enteramente individual. En (mi) evolución, edición de autor y además bilingüe, Weksler lleva la propuesta al extremo. El yo se diluye, reconstruye y repropone en la evolución de la vida que no es creada, sino azarosa y, al mismo tiempo, definitiva en cuanto deviene en un solo yo posible. Del prólogo que le escribe el escritor dominicano Rey Andújar, rescato esta cita: ‘Este decir coincide con la idea de que el ser y el cosmos se reciprocan mediante concepciones (re)creativas
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y cada uno de estos comienzos deviene de un trauma o un accidente mítico; esa fisura propone un viaje que origina desconcierto y un tanto de angustia. Santiago Weksler describe esta desolación como una de las formas de la alegría. Es el verdadero creador. Le da materia a las cosas y se mueve con ellas’. Dedicado en cuerpo y alma al teatro desde su llegada a Chicago, el mexicano Marcopolo Soto se incorpora de lleno a la literatura en español local con la publicación, en 2013, de su opera prima, la novela Sociópata (que, como en el caso de Weksler, se trata de una edición de autor). La huella de Dostoievski es, en Soto, tan clara como la de Hesse en esta breve novela donde la propuesta narrativa es abierta desde el principio: la desesperanza, la angustia de la vida, el marasmo. Soto no da cuartel al lector: cada párrafo arrastra hacia el siguiente, en una espiral de desesperación donde el odio del protagonista hacia sí mismo, es solo y ligeramente mitigado por su odio hacia los otros. Sociópata no es una lectura que se conforme al canon de la corrección política pero a lo largo del texto el escritor se arma, irremediablemente, con una voz propia. Presentamos a los lectores de contratiempo algunos fragmentos de estas dos obras de reciente publicación, que se suman a la creciente producción de una literatura propia en español en Chicago.
Introducción y selección de Gerardo Cárdenas
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Santiago Weksler (mi) evolución 560 millones de años
385 millones de años
360 millones de años
lejos de la tierra muerta de la tierra blanca
puro y salino
en el silencio de los insectos hynerpeton
autista entre algas de colores devoraste por la piel
entre brillo de medusas
amarillo tierra y osudo
milagro de las constelaciones salvajes de las constelaciones semillas aborto del tiempo y del agua sin cabeza un misterio plano dickinsonia
esbozo de turbación y mandibular éxodo de tallos y raíces
conquistó la gravedad tórax céfiro y estrellas
paradigma celestial
en los lagos del devonio
frente al espejo me sonríe eusthenopteron
agua semen y mil larvas entre árboles y helechos llanto frío y extinción
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DESHORAS
125 millones de años
100 000 años
8 millones de años después
durante la conferencia de los pájaros eomaia
señor de los mamíferos
mácula de seis pulmones y pestañas de iridio
y cuando los ríos silbando te arrullan madre amanecer y cuando la tierra calienta tu vientre santo corazón y cuando orgánicos están los secretos semilla láctea y cuando el pacífico te besa los ojos suspiro umbilical y cuando brota savia de araucarias canto amniótico
estro en asilo y osario neandertal de cuervos y almejas habla el mamut
luna indiferente y viento hermafrodita
polvo universal y secreto antropomorfo
ansiedad de insectos y sol fariseo
ensalmo de yunta y canción de clorofila
núcleo ultravioleta y árboles lupus
se burlan nuestros primos
cenizas en traslación y pájaros radioactivos
siega escarcha y rupestre
y con mantra de serpientes y caracoles vivo
homo sapiens autodestructivo
enterrado y de rodillas homo humildis reza y reza
Ilustraciones de Marina Weksler para el poemario de Santiago Weksler
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Marcopolo Soto Sociópata
A
veces quisiera darme un tiro; pero no pasaba nada, son sólo gritos, pivotes que dejan salir lo áspero de mi cerebro antes de que sea carcomido por los gusanos. Las ideas salen taladrándome la cabeza, ésta que se calienta al mecerse sin sentido sobre mi cuello lanzándose al concreto hasta que explota en partículas que se esparcen entre el espacio levitando en cámara lenta como insectos hasta perderse entre el humo de los camiones, cayendo hasta el fondo de los ordinario, donde vive la gente aplastada. Allí se fundamentan y vuelven a encontrarse, se huelen entre ellas, se nutren en armonía para pensar en no pensar mientras existen con ese pánico que no cesa en insistir; en vivir. Viven. Vivo; cual desgraciado que al percibir un rayo diminuto de alegría se arrastra en la estepa de este mundo, desesperado, secuestrando la esperanza de un porvenir mientras mi vida, insípida, intenta permanecer en este oscuro pozo represivo donde me escondo. Lo único que queda es ver en el espejo al pobre reprimido que carente de reflexión es incapaz de soportar una brisa de felicidad. No estoy acostumbrado a sonreír. ¡Duele intentarlo! Nada me excita, nada hay en el porvenir. En este laberinto de desasosiego, resignado con mis demonios que me adornan como anclas a un velero, vivo, y aún así, soy lo único sano que conozco, soy incorruptible y honesto, contradictorio también. Todo lo que navega fuera de mí es sucio, vulgar, corrupto. La felicidad está ligada a un deseo material corrompido por la vanidad. ¡Todos son manejables! Todas las miradas brillan ante los aparadores. No importa qué tipo de fealdad, en estos tiempos, todo desperfecto es borrado con un buen crédito; por ello, los únicos que sonríen son los débiles, aquellos todos que ruedan por un impulso ajeno. Todos ellos sí que son felices. Estoy consciente de que esta vida me ha arrojado desde sus sobacos para entretenerse. Sé que nadie me quiere y que nadie dará lo que estoy dispuesto a sacrificar por cualquier
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migaja que tengan por ofrecer; existo sin motivo. Esta vida me ha arrojado y yo pretendo ser el arrojado. Ya nadie me salva. Qué motivo tengo para la esperanza. El porvenir es un muro, sólo eso…
… Son las siete y los mendigos de la plaza se despiertan, se enderezan rascándose sus cabezas, abren los ojos, se tocan los rostros y se dan cuenta que han despertado de su pesadilla a su pesadilla. Voltean a un lado, luego al otro, se estiran, se despabilan, doblan los cartones que han usado como cobijas. Los atan con lazos a sus carretillas y se van hacia un lugar seguro, alejados del sol y su violencia. El jardín de Villalongín se pinta de un color apresurado. Es hora de esconderse. El sol es ingrato para los desvelados. Te quema los ojos. Te trata mal, un poco más que la gente que te mira reclamándote en silencio. Envidiando y odiando sin motivos. A estas horas las sonrisas son escasas, todos corren tras un fin que han perdido. Por un momento intenté inmiscuirme con toda esa gente apresurada pero no entiendo sus lenguajes ni comprendo sus pasos. Me es imposible estar dentro de esta masa nerviosa que camina y que corre de un lado a otro sin sentido. Además, creo que mi aspecto no es el propicio para estar entre estos neuróticos. Encuentro un camino desierto hacia donde van los mendigos a esconderse, los sigo, van en fila, un carrito tras otro, y de pronto me veo en medio de todos ellos, un carrito un mendigo. Un carrito un mendigo. Un carrito un mendigo. Yo. Un carrito un mendigo. Un carrito un mendigo, y así, hasta la resignación. Al sentir el rocío del bosque que nos resguarda, recuerdo la última llamada de Sofía. Me llamó para decirme todo lo que nunca se había atrevido a decirme. Quería herirme y hacerme caer con sus insultos. ¡Por fin salió su verdadero rostro! Pero nada de ella me hace mal, al contrario, sus palabras confirman mi
estado. Aún no entiendo por qué se casó conmigo. Se fue hace tres meses y desde el primer día sin ella me di cuenta que nunca la amé. Ella tampoco lo hizo. Se enamoró del engaño, de ese alguien que nade en nosotros a partir de un encuentro necesitado, de una fuerza particular que finge y actúa sólo para entretenernos mientras aparece la razón, la fuerza prevaleció lo suficiente como para devorarnos, fue aumentando al ser sorprendida por detalles pequeños, inverosímiles pero acertados detalles de afecto. De pronto murió. ¡Ese soy yo! Un ser que nace a partir de los movimientos de los otros y que al cansarse de vivir entre fantasías presiona para que se vayan. Nunca falla. Todos se van. Todos se han ido… …
Febrero Llevo dos billones ochocientos cincuenta y un millones doscientos mil milisegundos, o lo que es lo mismo, dos millones ochocientos cincuenta y un mil doscientos segundos. Es decir, cuarenta y siete mil quinientos veinte minutos. O lo que es igual a setecientas noventas y dos horas. O sea, treinta y tres días y contando en este encierro. Esto de expresar las cosas en su más diminuta extensión es una nueva manía, la he adoptado a partir del ocio; es buen amigo. Este encierro me ha venido bien, y no es que esté encerrado del todo, sencillamente he decidido no salir. No sé cuál sea la diferencia. En esos días lo único que busco es tranquilidad, aunque el proceso para llegar a ella sea una sentencia de autodestrucción que hasta el día de hoy ha sido nada compasiva. Otras de las particularidades que he hecho en este tiempo es la de hablar solo. De repente me encuentro con mi taza de café, paseando de un pasillo a otro, hablando solo. El ruido de este silencio es confuso, pero el hartazgo es la piedra angular del proceso. Por ello insisto, la única voz que
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escucho es la mía. Y yo ya me he escuchado bastante. Ya son treinta y tres los años y me pienso conocedor de cada una de mis palabras pero en realidad no sé nada. Mi carácter tiende a engañarme, actuó cual vil niño caprichoso. Aunque de repente me sorprendo por lo bien que manejo ciertas cosas, pero sólo de repente. Tengo una capacidad virtuosa para desechar tantas oportunidades y olvidarlo todo, y es que llegando a tal circunstancia ya no hay por qué seguir con el mismo paso y por la misma vereda. Prefiero el cambio, aunque este cause demasiados conflictos. Actúo con el corazón, la mente en estos sentidos pasa a un segundo término. También he notado que mi trato con la gente ha ido empeorando. Me he vuelto ni prudente, ni tolerante, simplemente he esquivado cada una de esas situaciones. Evitarlos a todos me conduce a la paz y esa paz es tranquilidad. Y es esto lo que busco. Evito pues ir a los supermercados; a las oficinas de gobierno; a los parques; evito a toda costa lo que tenga que ver con las masas, los niños, el tráfico, las largas filas del cine con los novios charlatanes que
hablan y hablan durante toda la función. Es lo más sano para todos. Hoy sé que existen y que estoy bien sin ellos. Ya no formo parte de sus costumbres. Soy un ser superior y puedo sobrevivir cualquier adversidad. Hago lo que quiero porque puedo hacerlo, no necesito de ninguna supervisión para terminar o seguir con vida…. … … Por fin llegué a un rincón, respiré, respiré. El jardín estaba oscuro y me senté en una de sus bancas refugiándome de todo lo que había visto y vivido en el camino. La pareja que estaba hasta el otro lado de la banca se paró una vez que yo me senté. El mishkin me ladraba, pensé que tenía hambre pero deseché la idea sabiéndolo un sobreviviente. Me hundía en mis justificaciones, temores, dudas. El perro ladró. Se quedó acostado a mi lado. Momentos después me paré e intenté caminar, no me seguía, se mantuvo inmóvil. Le llamé. Me acerqué a él. Estaba muerto. Me volví a sentar y lloré por horas. Esperé la noche, la plaza, el centro, la ciudad, esperaba que el mundo desapareciera. Cargué al perro y caminé con él unas cuantas cuadras hasta dejarlo en un bote de basura. Un muerto no puede con otro muerto. Lo dejé ahí en un rincón de la ciudad. Seguí y entonces la vi. Cada uno llevaba un camino distinto. Nos detuvimos, quizás temerosos. La abracé. Ella abrió los brazos y yo entré en ellos. El ámbar del semáforo se reflejaba en su mejilla… … Pasaba desapercibido ante la vida, no le hacía mal a nadie, tampoco le hacía bien, sólo vivía como podía, sólo andaba porque podía, porque del nacimiento a la muerte sólo hay preguntas. Sin embargo, en este tiempo, sólo era yo y yo aplastado por todos, por ella, por él, por la tendera de la esquina, me sentía humillado por todos y quizás todos con quien en ese tiempo me enfrentaba, tenían el derecho de enjuiciarme. Estaba dejando de hacer innume-
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rables cosas y sólo hacía estupideces, y las estupideces atraen muchas más. Estaba anclado y durmiendo sin poder dormir sin miedo. Todas las noches tenía miedo y escuchaba ruidos y más ruidos, todo era fastidioso, mi cabeza estaba descontrolada, las ideas danzaban una estúpida danza sin sentido. Estaba enfermo y me estaba enfermando aún más. Las sombras me perseguían por todos lados. La gente me hablaba, el teléfono no paraba de sonar, todos mis acreedores esperaban contestación o mi pago. El cien por ciento de mi tiempo estaba huyendo y mientras huía pensaba en los tres años precedentes que bastaron para fundar mi ruina. Nunca antes me había sentido de tal manera. Nunca había podido sentir mi cuerpo; antes nada me dolía. Hoy todo movimiento es cruel. Tengo conciencia de mis pulmones porque cada vez que fumo arden. Cada vez que tomo la mitad de lo que antes tomaba mis riñones comienzan a sangrar, se despedazan, se desintegran y pequeños trozos de ellos se pierden entre el fluido de mi sangre sofocando mis venas. Se atoran y se me adormecen las extremidades de una manera que logran tener vida propia, una vida seca, sucia, aglomerada por tanta basura, y se comunican conmigo de manera despectiva, me insultan, me matan poco a poco, se arrastran hasta la muerte, la suya o la mía, no lo sé, pero es una muerte más lenta que segura, más dolorosa que convincente. Es, como si la misma anunciación de tu muerte se tornara con vida, cual si fuera tangible, no es un infarto que llega y arrasa, es un escarabajo de cristales cortados que se mete por tu nariz y dura el tiempo que él necesite para divertirse y darte muerte mientras tú intentas lidiar con la vida, con la sociedad, con todos. Siempre he sido un farsante, un egoísta, un mentiroso sincero. Me he llegado a pensar triste por cualquier motivo. Me hizo falta sentirme vivo, y por eso estoy aquí, por un arranque que tuve por sentir algo distinto a lo pactado con el mundo. He querido sonreír pero no hay por qué hacerlo. Quizás por eso la maté. Miren que casualidad, he matado por sentir. contratiempo
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SEPARA LA FECHA
VII FESTIVAL DE POESÍA EN ABRIL 24 AL 27 DE ABRIL DE 2014
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Celebramos los centenarios de Octavio Paz y del poema Chicago de Carl Sandburg POETAS HOMENAJEADOS Piedad Bonnett
(Colombia)
Hugo Mujica
(Argentina)
POETAS VISITANTES Reneé Acosta (México), Ezequiel Zaidenwerg (Argentina), Eduardo Chirinos (Perú), Josefina Báez (República Dominicana), Ana Merino (España) y Urayoán Noel (Puerto Rico). En el próximo número anunciaremos los participantes de Chicago
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