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LA SIMPATÍA Y LOS GATOS
Ser Uno Y Ser Dos
Margarita Saona
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Una vez escribí un cuento en el que una mujer desea con todo su corazón tener una hija. Hmm...habría que sospechar de ese principio de cuento de hadas con reminiscencias de Blancanieves y Rapunzel. Pero así es como iba. Ella deseaba con todo el corazón tener una hija. Aunque no se lo dijera con esas palabras, deseaba ver en la hija un reflejo de sí misma. Al terminar el cuento la hija ha crecido y sus opciones e ideales divergen significativamente de los de la madre. En la escena final la madre acaricia a su gata, la gata ronronea y la voz narrativa se pregunta qué significa ese contacto. Lo que se sugiere, lo que creo que quise sugerir, es que inevitablemente nos proyectamos en los seres que queremos. Pero ese es el limitado alcance del cuento, el cuento como aparato narrativo con un principio y un fin. El cuento no quiere decir que yo piense que todos los contactos son ficciones. Tampoco creo, está claro, en las almas gemelas ni en las otras mitades. Pero sí creo en la simpatía. No estoy hablando de la simpatía de ser buena gente y agradable, que también viene bien, pero sé que no todos tenemos esos dones. Creo en la simpatía como en su origen griego de συμπάθεια , sympátheia, cuando somos capaces de sentir el pathos, el sufrimiento ajeno. Para mí simpatía es hacer eco de las sensaciones de otro ser, no solamente de los sufrimientos, sino también de esas otras cosas que se nos contagian, desde la risa hasta los bostezos, desde el ritmo hasta el llanto.
En casa hemos adoptado dos gatitas a quienes hemos llamado Varo y O’Keefe. Yo ya había pensado en los nombres antes de conocerlas, pero estaba dispuesta a usar otros si es que al verlas me daba cuenta de que ya tenían nombres precisos para ellas, pero no fue así. Lo que no pensé es que a la que llamamos Varo fuera a evocar tan intensamente a uno de los gatos más famosos de Remedios Varo, aquel gato naranja de su cuadro Simpatía: La rabia del gato. En este cuadro un gato ha saltado sobre la mesa volcando un vaso cuyo contenido chorrea formando un charco en el piso, un charco mucho más grande que aquello que el vaso, de tamaño regular, podía haber contenido. Algo se desborda, nos sobrepasa, nos excede. El gato mira fijamente a una mujer o, mejor dicho, a una de esas figuras andróginas que habitan los cuadros de Varo, y ella rasca su lomo con la mano izquierda. La mano derecha del personaje hace apenas contacto con la pata delantera izquierda del animal mientras, ambos erizados, se miran fijamente. Líneas de fuga emergen de esos puntos de contacto y de otras partes del cuerpo del personaje y de la silla que ocupa formando translúcidos engranajes y constelaciones. No sé si el cuadro me produce terror o ternura. Tal vez me produce eso que algunos llaman lo ominoso, esa sensación de que algo alienante acecha detrás de lo familiar y doméstico, esa sensación que nos revela que sabemos menos de lo que creemos saber. Y creo que por eso amo a los gatos, porque nos revelan esa ficción de la domesticidad. Borges, en una de las frases más hermosas de su siempre hermosa prosa lo dijo de esta manera cuando su personaje, Dahlman, acaricia a un gato: “pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante”. No sé si es cierto lo de la percepción del tiempo, pero la frase vive conmigo desde hace muchas décadas y me lleva siempre a preguntarme, como la Simpatía de Varo, por la posible porosidad de ese cristal. No es demasiado difícil comunicarnos con nuestros iguales. El portento está en ese instante en que atravesamos el cristal para tocar lo otro.
Mi gata Ava murió a los catorce años. Durante el último año sufrió de diabetes y sus riñones se fueron deteriorando. La persona más cercana a ella en la casa, mi hija Ana, se había ido a la universidad y ya no vivía con nosotros. A Ava se le dio por darnos la mano cuando se sentaba a nuestro lado mientras veíamos televisión. No lo había hecho antes, pero de pronto se volvió un hábito. Buscar nuestra mano y reposar su pata en ella. Si le hurtaba la mano para tejer, por ejemplo, me miraba con ojos desamparados hasta que volvía a poner mi mano al alcance de la suya. No sé lo que sentía Ava en esos instantes; solo sé que mi marido y yo quedábamos profundamente conmovidos, que para nosotros ese gesto era un cariño y un consuelo. Aislados los tres, la gata, mi marido y yo, nos hemos cuidado mutuamente durante este tiempo de pandemia, lejos de otras personas a las que hubiéramos querido acompañar mientras sufrían también del aislamiento, la pérdida o la enfermedad. Ava murió cuando las restricciones de viaje se redujeron y yo pude, finalmente, ir a visitar a mi madre. Me dijeron que la eutanasia fue la respuesta cuando los órganos de mi gata le estaban fallando debido a una insuficiencia cardiaca.
No había manera de no pensar en el cansado corazón de mi madre. No había manera de que no me impactara el hecho de que mi gata murió de lo que pude haber muerto yo en aquel verano de 2016 cuando mi organismo entero entró en crisis y solo las inmediatas y sofisticadísimas intervenciones médicas que recibí consiguieron salvarme.
La larga convivencia con Ava nos hizo caer en la costumbre, en la comodidad de poder casi entender sus estados de ánimo y creer que podíamos comunicarnos con ella todo lo bien que podemos comunicarnos con otros seres. La llegada de Varo y O’Keefe a nuestras vidas nos recuerda que somos otros, somos otras, somos otres, somos cosas incomunicables que ojalá en algún momento de conexión podrán sentir que aquello que nos separa se adelgaza, se hace poroso. Las gatas se esconden en el closet. Hay días que hemos llegado a pensar que las hemos soñado, que no existen, que son silenciosos espectros los que hacen desaparecer la comida cuando dejamos la habitación. Hay días en que O’Keefe se deja encontrar, tocar, acariciar, en que su cuerpo responde frotándose contra nuestras manos, ronroneando a todo volumen en el placer del contacto. Varo, si nos ve, echa hacia atrás las orejas, no parpadea, no nos quita los ojos de encima. Siento la rabia del gato. Siento que siento su rabia. No la mía; yo quisiera invitarla al contacto. Pero siento su rabia. Creo que la entiendo. Y la dejo estar en ese rincón suyo de su propio ser inalienable.
Confío en que habrá momentos de simpatía, de resonancia, de la armonía de notas que hacen eco cuando vibran, de mínimos portales en los que nos sintamos uno en la fracción de segundo en la que el tiempo se detiene. Confío en que en ese instante sepamos también respetar la alteridad, en que en el deseo de la unión y la armonía no pretendamos absorber al otro. Confío en que seamos capaces de entender la rabia del gato.
Margarita Saona vive en Chicago desde hace más de dos décadas y enseña literatura y estudios culturales en la Universidad de Illinois. Es la autora de Novelas familiares: figuraciones de la nación en la literatura latinoamericana (Rosario, 2004), Memory matters in transitional Peru (Londres, 2014), y Despadre: Masculinidades, travestismos y ficciones de la ley en la literatura peruana (Lima, 2021). Ha publicado tres libros de ficción breve: Comehoras (Lima, 2008), Objeto perdido (Lima, 2012) y La ciudad en que no estás (Lima, 2020). También ha publicado el poemario Corazón de hojalata/Tin heart (Chicago, 2017), con una edición de Intermezzo Tropical en 2018. Actualmente trabaja en un ensayo titulado De monstruos y cyborgs y en unas memorias multigénero sobre el transplante de corazón.