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Pájaros de la ciudad

Por encima del aullido de las ambulancias, la campana que anuncia al camión de la basura, el rechinido de motores y el silbato del afilador, cantan los pájaros.

Gritan los pájaros. Al igual que nosotros, han aprendido que de lunes a viernes hacen falta 70 decibelios de garganta para ahuyentar a otros machos buscapleitos, 70 decibelios para conseguir una cita con la pájara del árbol vecino.

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Sólo sábados y domingos, días en que el ruido duerme hasta tarde, cantan un poco menos, por lo bajo, para curarse la ronquera. Los pájaros de la ciudad tienen un horario de oficina.

Esta mujer que grita en el autobús, traje sastre grisáceo y tacones en la mano, en otro tiempo fue un pájaro. Ha perdido las alas, el pico, los tridentes ganchudos de las garras y apunta a los pasajeros con el dedo:

“a ti y a ti y a ti también te compran...”; se la mienta al chofer que no acelera; se lamenta:

“¡lo que me han hecho durante tantos años...!”, entre lágrimas rabiosas. En sus gritos todavía se entremezclan los trinados, las palabras, los graznidos.

Gritan los pájaros y grita esta mujer desde el último asiento del autobús

Jorge Gutiérrez Reyna. Es profesor de literatura novohispana en la Facultad de Filosofía y Letras de esa misma universidad e imparte un taller de poesía en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Publicó en 2014 Óyeme con los ojos. Poesía visual novohispana (Conaculta/ La Dïéresis). En 2016 obtuvo el Premio Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, por el poemario: El otro nombre de los árboles (2018).

La edad de los árboles

Al fondo del patio crece un árbol. Mucho antes de que mi abuela sembrara las primeras piedras de la casa, ya en su cumbre maduraba el vuelo de los pájaros; por sus laderas empinadas ya fluía el lento río de los musgos; y en sus faldas los faunos que pueblan la espesura de los montes celebraban ya cabrunos aquelarres. Este árbol es tan antiguo como los rebaños de tortugas que deshojan los tréboles a su alrededor.

Sus ramas secas crepitaron en el fondo del fuego circular de las fogatas que otros niños antes de nosotros encendieron para espantar el miedo o las lechuzas, brujas mentidas, ululando en la penumbra espeluznante. Los dedos nudosos de sus raíces sujetan los tesoros que mis mayores ocultaron de la tropa revolucionaria y que en la oscuridad reclaman ser desenterrados con unos gritos azules de lumbre. Al verlo mi abuela soñó con construir una casa para los hijos de sus hijos sobre el reino de secos maizales y serpientes que en torno de su tronco se extendía.

Al fondo del patio crece un árbol. Un día mi abuela, yo, esos rebaños de tortugas nos tenderemos a sus pies y en las cuencas de los cráneos y caparazones germinará la semilla de las altas hierbas. Pero las brujas seguirán acunando entre sus ramas, el oro no se liberará de la prisión de sus raíces, volverán los faunos, viejos pobladores de los cerros, y con las piedras de la casa en ruinas cercarán el fuego de sus danzas en la noche de luciérnagas. Se escuchará entonces solamente el suave silbido entre las cañas de una flauta y el árbol susurrando sus conjuros en la lengua del follaje, como un anciano que presidiera un antiguo ritual con el rostro arrugado frena a la llama de la hoguera.

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