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Santiago Acosta. El próximo desierto, 2019

Atlas

1.

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Este es el diagrama de un surtidor de gasolina.

Al pie de la imagen un texto explica que la boquilla de cierre automático fue diseñada en 1939 por un inventor nacido en Nueva Jersey.

El sistema es simple, pero ingenioso: conductos y pequeños orificios que juegan con el aire para detener o liberar el paso del fluido.

Recuerdo haber leído un poema acerca de espejismos provocados por las ondas de calor en una gasolinera.

Supuse que en aquel entonces las estaciones de combustible eran espacios solemnes, de rito y celebración.

Aún hoy alcanzamos a verlas, en las orillas de los ríos o sobresaliendo entre montículos de arena.

Todo paisaje es continuamente acosado por sus vidas anteriores.

Incluso el viento está colmado de espectros que pertenecen a un tiempo sin nosotros.

2.

Esta fotografía parece recortada de una vieja revista de aviación.

En el primer plano un hombre viste una chaqueta de cuero con cuello de felpa, lentes oscuros marca Persol de montura de carey, pantalones azules y botas negras.

Posa de pie, apoyando su peso en una sola pierna y sosteniendo bajo el brazo un voluminoso casco gris.

Unos pasos más atrás una mujer lo mira, la boca semi abierta pintada de rojo, un pañuelo de seda amarrado al cuello. En su mano derecha, una boquilla de combustible de cierre automático.

No aparece en la imagen ninguna aeronave. En cambio, al fondo se desborda una montaña de cubos de basura. Latas de atún vacías, filtros de café, pañales sucios, inyectadoras, huesos de res.

La expresión satisfecha del piloto, la mirada atónita de la mujer.

Muchas veces, desde las torres abandonadas del aeropuerto, he visto la anchura descolorida del vertedero cercano.

3.

Este es un folleto que lleva por título Conoce los ríos más contaminados de Latinoamérica.

En las riberas del río Negro, en Brasil, las violentas corrientes de fósforo y mercurio han creado un paisaje inquieto, resplandeciente, que simula convulsionar ante quien lo mira.

El río Santiago, en Jalisco, serpentea a través de un corredor industrial de más de cuatrocientas fábricas. Los niños que pueblan sus riberas saben muy bien que no deben acercarse a la espuma que cada día se solidifica entre los cadáveres de los peces.

En el río Guaire, en Caracas, la ciudad deposita diariamente su ofrenda de metales y bacterias. Los habitantes le dan la espalda, como cuando se ignora un ganglio enfermo o una arteria taponada.

El Río de la Plata, en el sur, aparece en primer lugar como el río más contaminado del continente. Se ha clausurado el acceso a sus aguas, completamente cubiertas por una espesa y negra capa de aceite.

La última página del folleto enumera otros grandes ríos que ya han desaparecido o quedado reducidos a débiles arroyos polvorientos.

4.

Esta es una radiografía de dos pulmones humanos.

En el borde inferior aparece escrita la siguiente frase:

«Así comienza el 2018 — Los días pasan, la muerte queda».

Hacia el centro de la lámina puede distinguirse con claridad la sombra que hizo de ese enero un mes predecible, una mancha más —o menos— en el correr de la historia.

Las enfermedades también conforman un horizonte geológico.

Allí el cartílago fosilizado del Holoceno, aquí los huesos roídos de una época que lleva nuestro nombre.

5.

Este es un botón promocional con la siguiente consigna escrita en gruesa tipografía blanca:

NO HAY MÁS TIEMPO PARA PENSAR: DEBEMOS ACTUAR AHORA .

Como fondo, en filigrana, un logotipo verde compuesto a partir de lo que parecen dos espigas de trigo entrelazadas.

Sin duda, un vestigio de la era de la agricultura.

En esos años se creía que era normal que el clima oscilara con tanta violencia. Pronto el ciclo de sequías e inundaciones recuperaría su ritmo.

Pero nunca llegaron los planes estratégicos que se prometían cada año. De nada sirvió, tampoco, la filantropía esporádica de las últimas corporaciones.

El hambre nos dejó una honda pústula en el vientre, que continúa abriéndose y cerrándose como una planta carnívora.

Este es el único eslogan que todavía tiene alguna validez:

«Vienen tiempos feroces. Nada de lo que suponemos es cierto».

Santiago Acosta es un poeta e investigador venezolano, doctor en Culturas Latinoamericanas e Ibéricas por Columbia University. Su libro El próximo desierto (2018) resultó ganador del III Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco. Es autor de Cuaderno de otra parte (2018), el fotolibro Mañana vendrán las piedras, realizado en colaboración con el fotógrafo Efraín Vivas (2018) y Detrás de los erizos (2007).

Marco Antonio Murillo.

The Emily Dickinson’s Herbarium

Todo poema es un arte botánica. Lo dijo Emily Dickinson, o cuando menos lo pensó, mientras diseccionaba un par de versos y oía el aire tímido de Massachusetts correr entre los árboles que visitaban Main Street.

Rota alcancía de olores fue el poema, era una mañana de sabiduría vegetal: las estrofas saltaban de los espinos de la memoria y se confundían con los fantasmas del olfato.

De pronto, escribir se parecía a salirse de nuevo de la habitación (casi siempre cerrada) y encontrar alguna flor que aún hable del frío: cómo el invierno nunca muere, cómo persiste en las fibras que retuercen la primavera.

El Lilium lancifolium, por ejemplo, o lirio tigre, era como apretarse el calor en los huesos y escribir contra el herbario: es tan poco el trabajo de la hierba, al morir debe deshacerse en fragancias que se queman dormidas.

Es tan poco el trabajo del poema que apenas si abona algo a la tierra, ese sentir que tras cada línea, cada verso recién regado, los muertos nos dan el último nervio de su juventud.

O acaso afuera de la habitación, lejos de una mesa dispuesta para la soledad, las hierbas, las plantas y los árboles sin más fruto que la muerte de la tarde, nada dicen de esta vida, sólo crecen esperando a que las estaciones o las pisadas de algún animal digan algo por ellos.

Flores que se abren por error

1

Entré al jardín y vi cómo los arbustos se rompían a gajos: las pequeñas matas contra el viento torcían el tallo, y los árboles al frutar daban la pulpa del cielo o del infierno. Esa flora me recordó que al crecer la naturaleza también es tortura. Cuando la piel de la mano se pela, lo hace como un durazno; cuando corto la cabeza de un nabo, al caer escucho un golpe de hojarasca. Pedacería, como las manchas verdosas que duermen en el jardín o un herbario lleno de cuerpos florales. 2

Una tarde de abril me asomé a El Burro Culto; buscaba un tomo que me aclarase de qué especie eran las plantas que crecían en el jardín. Por un facsimilar supe de Julia Cardos Carracedo. Escritora y botánica, en 1905 publicó un cuaderno de clasificación difícil: Los frágiles hijos de la mandrágora, el cual pronto fue olvidado por la ciencia moderna. Empastado en cuero y con herbolarios relieves en el canto de las hojas, el volumen repasa la relación de la flora con el tiempo de los muertos. La sección más lograda, según el dependiente de la librería, era la tercera, donde se examinaban formas y características de algunas plantas, luego se comparaban con los óleos del sufrimiento:

La fragilidad de un hombre antes de morir es la misma que la de una planta ante las diarias labores de la siega. ¿Acaso una mano cercenada no se parece al bulbo de una dalia por abrirse, y un cuerpo estirado sobre la rueca al tronco espinoso de un árbol cirio? Los oficios solares en los jardines cortan con las mismas tijeras que la muerte.

Jardines: el sol golpea la tierra y el aire disemina el buril más amarillo de su temperatura por las plantas del lugar: El anturio o lengua de fuego era la pira de bronce donde ardió San Policarpo. El corazón-herido, enredado en un roble, el suplicio de Santa Catalina. La orquídea itálica daba un cuerpo desnudo, San Sebastián a punto de ser asaetado contra un tronco. Del asfódelo brotaba el rictus de San Antonio en el exilio.

También había plantas cefalóforas: la dracula simia y las flores muertas que dejaba la boca de dragón, soles de cráneos frágiles y mandíbulas abiertas, soles muertos: tal vez querían decir un salmo, pero nadie, salvo yo escuchaba. (Cefalóforo: palabra sorda, la raíz surge del griego κεφαλής (cabeza) y φέρουν (portar)).

San Genesio, cuenta Julia, al ser decapitado al pie de una frondosa morera, tomó su cabeza por las barbas y la arrojó al Ródano. Existe una comunión entre esta muerte y la muerte de Orfeo: entre corrientes, ciclos fluviales, las cabezas aún siguen afinando el tono de su sufrimiento.

Contra los muros del jardín, las hiedras estaban bien apretadas. Me acerqué a cortarlas y mi piel preguntó: ¿Qué rencores guarda esta hiedra cuando asfixia la roca? Durante los meses del verano, troncos y tallos crecen sinuosamente, se tumoran, se ramifican, sufren la siega del clima, la soportan. Quizá plantas y santos no sólo compartan las formas del suplicio, también cierta irradiación que llega después y viene de más allá de nuestros jardines. Es la energía solar de la divina gracia; la misma luz no usada que alienta la fotosíntesis.

Marco Antonio Murillo. MFA en Creative Writing por la Universidad de Texas en El Paso. Es Autor de los poemarios Muerte de Catulo (Rojo Siena, 2013), La luz que no se cumple (Artepoética Press, 2014), Derrota de mar (Jaguar Ediciones, 2019), Tal vez el crecimiento de un jardín sea la única forma en que los muertos pueden hablarnos (Editorial UDG, 2020), y La tradición del viaje a solas (Manofalsa, 2021), que es una antología de su obra publicada hasta el 2020.

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