Desdibujándonos

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DE AMOR LOCURA Y MUERTE CICLO DE LECTURAS


Desdibujรกndonos Floreana Alonso




Lecturas a la sombra

Desdibujándonos Floreana Alonso

La primera vez que viniste no hice otra cosa más que observar la curva de tus dedos, cómo agarrabas el lápiz de tal forma que parecía un dedo más, una extensión de tu cuerpo a la que manipulabas y dabas órdenes a tu gusto. Tus ojos se perdían en un universo de líneas inconexas y restos de goma, como si el mismo boceto se apoderase de vos y pasases a ser parte de él. Revoloteaba alrededor de tu mesa como una abeja obsesionada por los brillantes colores de la flor. Podía ver mariposas y estrellas, idas y vueltas. Líneas mágicas, otorgándole una vitalidad sumamente pura a los que en realidad no eran más que energías muertas, mediocres, gente que vive una vida aburrida con un sueldo insuficiente y un trabajo odioso, de repente explotaban de colores en tus hojas; explotaban así, como una fruta bien madura que deja que todo su jugo te empape y te convierta en algo diez veces más dulce y fresco. Hasta el día de hoy me pregunto qué habrá inspirado a alguien como vos a venir a un bar como este. La palabra 7


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“especial” no es precisamente la que se come tu lengua cuando entrás; nada de luces exóticas, ni brillantes ni de colores. Las mesas, de madera vieja y gastada, estaban cubiertas por manteles color crema de una tienda de “todo por dos pesos”. La gente no venía a casarse o a celebrar algo. Era un lugar de paso, donde recargabas energías antes de seguir tu camino, y del que probablemente te olvidarías a la mitad de este. Nunca, en todos mis años de trabajo, me hubiese imaginado a alguien como vos tomando nuestra comida o comiendo nuestro café. Pero ahí estabas, vivo, reluciente, como quien acaba de enterarse de que podrá dedicarse el resto de su vida a lo que más ama en el mundo. Sabía que le tomaría más tiempo a ciertos clientes sacarse el mal sabor que corrompía sus bocas al mirarte o la amargura que les pudría los pulmones, pero pronto la mayoría decidió ignorarte y tomarte como parte de la decoración. Cuando por fin me atreví a hablarte, ya habían pasado dos semanas desde que habías decidido instalarte en nuestro pequeño lugar. Ocho de esos catorce días te había atendido yo. Los otros seis me dediqué a espiarte detrás del mostrador, esperando el momento justo para acercarme, el que llegó junto a un frapuccino de vainilla y unas macitas de queso. Ese día una bufanda azul adornaba tu cuello mientras te encaminabas a la mesa veintidós como un rey recién coronado, y todavía no sé si fue la ridícula bufanda o tu aspecto en general lo que me motivó a abrir 8


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la boca. Ya ni recuerdo bien lo que dije, creo que algo sobre que me encantaban tus dibujos, o a lo mejor hablé del frío que hacía. Lo único que sé es que de repente estábamos disparándonos palabras el uno al otro, tu cuaderno y mis otros clientes completamente olvidados. Se me hizo un nudo en la garganta al ver cómo tus ojos se agrandaban y brillaban cuando hablabas de tus dibujos, cómo te disculpabas cuando la emoción te consumía y no podías parar de parlotear sobre lo mucho que te apasionaban las líneas borroneadas que te seguían a donde fueses. Arrancar la hoja de junio del calendario hecho a mano significó un cambio en tus dibujos. Esos seres anodinos a los que habías transformado en rubíes con un poco de tu magia habían desaparecido casi por completo de tu cuaderno, al igual que mis manos o los ojos del cajero. En esos rinconcitos dedicados exclusivamente a nosotros, mortales bendecidos por tu arte, apareció un rostro traído del Olimpo mismo. Desconocido pero familiar al mismo tiempo, este nuevo rostro logró que tu cuaderno se llenase de colores que jamás habíamos visto, que no sólo chorreaban de tus pinceles sintéticos sino de tu propio corazón. No tardamos mucho en conectar los puntos; no hacía falta más que prestar atención al tono melodioso que teñía tu voz cuando te preguntaban por tu musa o la dulzura de tus ojos al bocetar. Me moría por conocer a este ser que se había vuelto la inspiración total de este hombre que veía arte hasta en los rincones más absurdos; la maravilla de 9


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esta chica, ¿era real o simplemente otro más de los trucos de este mago ejemplar? Fue un jueves. Me acuerdo que llegué al bar un poco más tarde de lo normal porque un choque me dejó cuarenta minutos estancada en medio de la autopista. Lo primero que vi apenas abrí la puerta no fue tu rostro, sino una espalda pequeña cubierta por cabellos dorados. Me alarmé, pensando lo peor, formulando en mi cabeza mil y una hipótesis de por qué no habías venido, por qué alguien había ocupado tu mesa. Pero luego mi vista cayó sobre sus manos y entendí todo. Ella. Me acerqué con cautela, intentando que me vieras antes de irrumpir en su pequeño mundo; fue difícil que arrancaras tus ojos de los suyos, pero finalmente me miraste y me sonreíste como siempre. Con la seguridad restaurada, me acerqué a saludarte. Nos dimos un abrazo, tus brazos agarrándome de una forma extraña, más firme de lo normal, y luego me diste media vuelta para presentármela. Con la mandíbula en el piso me tragó la certeza de que tus dibujos no le hacían justicia a su belleza; no sabía qué decir porque nunca en mi vida había visto un rostro tan perfectamente pulido y diseñado por los mismísimos dioses. Nuestras miradas se encontraron, cargadas de admiración (yo) y recelo (ella). Como si nuestro pequeño intercambio hubiese sido producto de mi imaginación, se levantó y me dio dos besos. Su presencia hacía que me ardiese la piel. Empecé a pensar en que esa mañana me había hecho un rodete así 10


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no más, que mis uñas eran casi inexistentes, que mis ojos no brillaban con la intensidad de cien planetas ni juraban que iba a comerme al mundo. Murmuré una excusa barata sobre que tenía mucho trabajo (no estaban ocupadas ni la mitad de las mesas). Tuve que encerrarme en la cocina y contar hasta trescientos cuarenta y siete para intentar recomponerme. Crucé la puerta al mismo tiempo que una taza volaba en tu dirección. No se quedó suficiente tiempo para ver los daños que había causado ni qué iba a pasarte. La tasa se estrellaba contra tu frente al mismo tiempo que su pie se encontraba con la acera del frente. No se movía ni una mosca, la respiración de todos había sido cortada en seco; sentía mi cuerpo en un sueño, llamar a la ambulancia y ponerte una toalla en la frente no fueron más que escenarios vulgares creados por mi cerebro. Dormimos allá, vos en una cama y yo en una silla, escuchando gente agonizar y sirenas de ambulancia. No recuerdo qué palabras fluyeron entre nosotros, pero sé que su nombre no fue una de ellas. Sabías por qué, y yo me lo suponía, así que no había nada qué decir. Casi como por casualidad, me enteré de que esa no era la primera vez que lo hacía. Te confronté, te supliqué que dejases de hacerte daño estando con alguien así. No entendés, me decías. Yo te gritaba, desesperada por hacerte comprender que eso no era sano, que no podías dejarte pisotear de esta forma. ¿Qué había para entender? Esta11


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bas haciéndote mal, forzándote a sufrir, a vivir en un miedo constante porque… –Callate –susurraste–. Por favor te lo pido. Callate. Siempre supe que tiene “desastre” tatuado en el alma. Dejé que me tatuase a mí también, acepté los términos y condiciones. Si se va, yo también me voy. No intentes comprenderlo. Esa fue la última vez que hablamos. No dejaste de venir al bar, por más que ahí fue la última vez que viste al amor de tu vida. Mucha gente sentiría aprensión por el lugar; en tu caso, era todo lo contrario. Supongo que el recuerdo te unía aún más en vez de alejarte de él, como si tuvieses miedo que el dejar de venir significase realmente decirle adiós. Tal vez así podías fingir que las manecillas del reloj habían dejado de moverse, que seguías en ese jueves. Ahora ella volvería del baño e irían a casa, donde sus sonrisas nunca se caerían como hace unos meses las hojas. Las primaveras ya no las pasarías solo, sino a su lado, con flores en tus manos y otras creciendo en tu corazón. Cambiar de mesa hubiese sido un delito, así que te seguí atendiendo yo. Tomabas menos café y dejabas más migas. Traías un nuevo cuaderno en el cual ya no la dibujabas; ahora te quedabas en una sola hoja, trazando y retrasando las líneas de un hombre desconocido. Ya no era con amabilidad y cariño que tu lápiz danzaba sobre el papel, sino más bien con dureza, como si esto fuese un 12


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deber, una obligación en la que se te iba la vida. Todos tus esfuerzos consumados en un solo trabajo. Volví a sentir la ansiedad que me llenaba en tus primeros días acá, esas ganas de saber qué estabas tramando, de sentarme con vos y oírte hablar durante horas sin preocuparme por el tic tac del reloj que me iba comiendo la piel. Casi sin quererlo, al pronunciar lo impronunciable, alcé una barrera entre nosotros que me echó de tu mundo por completo. Era muy probable que jamás volviese a oírte hablar. Lo que más lamento fue no darme cuenta a tiempo. Ignorar cómo saltabas en una pierna, o cómo te camuflabas en el fondo que tuvieses detrás. Ya no veía la mano que agarraba tu café, ni los pies que solías no poder dejar quietos. ¿Cómo fui tan tonta de no alzar la voz, cuestionármelo todo, cuando vos no pudiste hacerlo para ordenar tu desayuno de aquel día? ¿Cómo es que nadie se atrevió a mencionar que tus ropas parecían bolsas amoldadas al aire mismo? Me juré a mí misma que no estaba ocurriendo nada extraordinario, que eran puras alucinaciones mías causadas por el cansancio y el estrés. Sin embargo, me era imposible negar que mientras más se endurecían y definían las líneas de tu trabajo era como si las tuyas fuesen perdiendo su intensidad. El final no fue lento. Seguro que ni lo sentiste. Sólo me tomó dos segundos ir al baño y volver a tu mesa, dónde me esperaba un montón de ropa abultada en la silla y un autorretrato en la mesa. Lo tomé y sentí las lágrimas antes 13


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de que saliesen al ver que, de modo casi imperceptible, la mano se movĂ­a a modo de saludo. Ahora, seis aĂąos mĂĄs tarde, el cuadro sigue colgado arriba de tu vieja silla, donde pertenece.

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Lecturas a la sombra 1. Miguel Angel Silva

Cap74 de Cuadros

2. Claudia Aboaf

El rey del agua de El rey del agua

3. Eduardo Vardé

La que baja casi corriendo

4. Graciela De Mary

Y sin embargo se mueve

5. Celina Abud

Música de rieles

6. Miguel Ángel Di Giovanni Los sueños, los viajes 7. Diego Rotondo

El pendenciero de Mamá no me odia

8. Victoria Mora

Basural

9. Marcos Tabossi

El otro mundo de El otro mundo

10. Fabiana Duarte

Viento norte

11. Inés Keplak

Adolfo

12. Lucas Gelfo

Andy Warhol y la difícil

13. Marcelo Rubio

El caracol

14. Jada Sirkin Deja que esas manos te toquen de Yo, cuento (y otros cuentos) 15. Marcelo Filzmoser

Vecinos

16. Cristian Acevedo

La adivinanza

17. Daniel Ibaña

Mirar el fuego


17. Daniel Ibaña

Mirar el fuego

18. Javo Santos

Milagro en la bailanta

19. Margarita Dager-Uscocovich Sortilegio en el rincón de los suspiros 20. Eugenia Zuran

El baile de los condenados

21. Sebastián González

Ella y él

22. Pamela Prina

La culpa es de Dolina



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