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DE AMOR LOCURA Y MUERTE CICLO DE LECTURAS
Por la avenida
MarĂa Staudenmann
Lecturas a la sombra
Por la avenida María Staudenmann
Estirándose el labio inferior con el índice y el pulgar, mirando por la ventanilla del coche mientras espera que cambie el semáforo, piensa en uno de los momentos más felices de su vida y dice en voz alta: “Qué lindo estuvo .aquello, ¿eh?” Lo dice sin pasión. Despiadadamente, como si la que se hubiera casado con el hombre del que cinco años después se divorciaría no sea ella. Es que está un poco cansada de vivir. Y tiene la sensación de que, a veces, la muerte no parece tan mala. De repente, como impulsada por un resorte, abre la guantera y saca una agenda de hace diez años y una birome. La muerte, a veces, es una perspectiva tentadora escribe a las apuradas. Probablemente todos los seres humanos sintamos alguna vez que morir es el mejor prospecto. Un bocinazo corto a sus espaldas la devuelve a la calle. Verde. Deja la agenda y la birome a un lado y arranca. Morir, a veces, nos parece el mejor prospecto, piensa mientras acelera por la avenida. Pero no porque hayamos caído en la desesperación, la angustia o la locura, no; sino 7
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porque simplemente estamos cansados, lisa y llanamente cansados de vivir. De despertarnos temprano y lavarnos los dientes y la cara con agua helada, de soportar pequeñas injusticias con resignación, hasta con indiferencia, de desenredarnos el pelo mojado a los tirones, de padecer resfríos y alergias, del insomnio, la contractura y el dolor de cabeza, de rascar el fondo de los bolsillos y sacar pelusa, de poner buena cara cuando no tenemos ganas, de lavar los platos después de una fiesta, de pelar papas y rebozar milanesas, de negociar y renegociar nuestros vínculos para que estemos todos contentos hasta la próxima tormenta. Rojo otra vez. No es hora pico pero los semáforos están mal calibrados, como siempre. Esta nueva piedrita en el zapato, tan chiquita que apenas se percibe, devuelve la sorna a su rostro. Del tráfico de la ciudad, agrega mentalmente a su lista de ínfimas desgracias cotidianas. Y escribe: Cansa, vivir. Cansa, vivir. Hasta esa mañana, las palabras cardiología, cardiólogo, coronario, vascu-algo, cardio-algo estaban lejos de su vocabulario de todos los días. Pero ahora esa doctora jovencísima le decía que había una “anomalía” en su electrocardiograma de rutina, llamada trastorno de no sé qué. La doctora se había mostrado ambigua y despreocupada como sólo los médicos saben hacerlo, y no le había dado más información que el nombre de la patología (ni siquiera lo recuerda, no le dice nada) y el nombre del es8
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pecialista al que tenía que ver a la brevedad para hacerse estudios diagnósticos más específicos. Sin embargo, la compostura de la doctora la había tranquilizado. No se iba a morir de un ataque al corazón; no ahora, al menos. Pero la noticia, en este preciso momento, no en el consultorio, no en el escritorio de asignación de turnos, no durante las ocho cuadras que separaban la clínica del lugar donde había conseguido estacionar el auto, sino en este transitar por la avenida, estaba eyectando hacia la superficie de su conciencia, como si fuesen cañitas voladoras, todas esas ideas sin forma que siempre estuvieron escondidas en su núcleo duro, convirtiéndolas en lenguaje. Y antes de volver a poner primera alcanza a escribir: Vivir es realmente agotador. Y cuando ese martillo de hierro se nos desploma en la espalda, la muerte nos parece un descanso merecido, la muerte como dormir un sueño reparador, la muerte como una cama de sábanas recién cambiadas, cama mullida y cálida que nos abre sus pliegues y nos invita a perdernos entre ellos. La peregrinación de vehículos se hace más densa. Ella reduce la velocidad al mínimo y se pega al coche de adelante. El siguiente semáforo está abierto pero la fila no se mueve. Suspira, vuelve a tomar la agenda y la birome y está a punto de seguir escribiendo cuando una persona moviéndose entre el mar de carrocerías llama su atención. Un viejo que aprovecha la pausa forzada va de ventanilla en ventanilla ofreciendo rosas. Sus hombros proyectados 9
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ligeramente hacia adelante, su espalda en arco, su cabeza hundiéndose hacia el esternón en actitud solícita y sumisa. Alarga un brazo y apoya una rosa contra la ventanilla del conductor. Más atrás su rostro ajado, sus ojos levantados casi en un ruego. Pero nadie quiere rosas esa mañana. Y así el viejo recorre tres o cuatro coches hasta que llega al de ella y ella ve sus ojos, ojos suplicantes, ojos cargados de dignidad perdida y de cansancio estancado. Sin pensar —un acto reflejo de bondad, un sentimiento de hermandad en la desgracia—, ella baja la ventanilla, bucea en el bolsillo chico de su cartera y le tiende al viejo un billete de diez pesos. El viejo lo agarra con los mismos ojos y le da un capullo rojo a medio abrir envuelto en papel celofán transparente. El envoltorio incluye una tarjetita algo deslucida: “Feliz día”. Cuando ella vuelve a mirar hacia la ventanilla, el viejo ya no está y el auto de adelante avanzó unos metros. Arranca. ¿Cuántos latidos esforzados habrá soportado el corazón de ese viejo? piensa. ¿Cuántos latidos esforzados habrá soportado mi corazón? ¿Cuántos accesos de ansiedad, cuántas tristezas, cóleras, reproches, frustraciones y miedos (claro, miedos, miedos) lo habrán ido desgastando? “La angustia es un golpe limpio al corazón… ¿de dónde creés que viene el prefijo angio?”, había sentenciado años atrás su analista. La angustia, cuando llega, no se va. Para el siguiente semáforo en rojo, un nuevo torrente de palabras ha vuelto a rebasar el dique; ella se apresura: 10
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La angustia, cuando llega, ataca al corazón al grito de guerra, con lanzas y espadas, con hombres a pie y a caballo, con una avanzada que enarbola el estandarte de conquista haciendo sonar tambores, cuernos y trompetas; una exhibición impresionante de poderío para infundir terror. Pero si al final nuestras defensas y nuestras armas, aquellas que fuimos construyendo a lo largo de la vida, resultan ser mejores y logramos vencer, la angustia nunca termina de abandonar el campo de batalla. Queda depositada sobre nuestro ánimo una molienda fina de amargura, de inquietud, de desasosiego. La angustia se transforma entonces en un sedimento insidioso que nos va taponando los vasos, retaceando los latidos, magullando el corazón. La angustia, cuando llega, nunca termina de irse. Cierra la agenda y mira para adelante. Amarillo. Verde. Primera. Un afiche promociona el último libro de autoayuda del charlatán de moda. Segunda. Recuerda el libro de Rosa Montero que terminó de leer el día anterior. Algo que voy a lamentar cuando el viento de la muerte por fin disperse mi polvo de angustia, es que me habrá quedado un libro por leer, escribió entre paréntesis para sus adentros. Su mente recrea el fragmento en que a la protagonista de la novela le fue revelada la hermosura sobrecogedora de la vida. Sólo por un instante. Otro semáforo en rojo, otra detención, otra retahíla de motoqueros pasando a centímetros de los espejos retrovisores. Ella pone punto muerto y mira hacia la otra mano de la avenida, donde autos, colectivos, taxis y transeúntes corren en sentido contrario. Algo, otra cosa, se mueve en 11
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esa esquina, una esquina cualquiera. Atado a un poste de luz de madera, lo que parece un trozo largo de cuerda o soga se agita en la brisa matinal. El sol pega de lleno en uno de los lados del poste, reavivando la madera, devolviéndole su aspecto de tronco, su pasado glorioso de árbol. Y anudados a la cuerda, seis o siete flecos de papel de diario, una guirnalda improvisada con lo único que se tenía, ondulan también en una coreografía tan armoniosa, tan plácida, tan inocente que de pronto ella tiene ganas de ver en esa pequeña escena la hermosura sobrecogedora de la vida. No es una escena despampanante como la que había presenciado la protagonista de la novela de Rosa Montero. Pero ahí está, una escena rebosante de vitalidad, iluminada por la misma fuente de energía que anima todo lo que crece sobre la Tierra, desarrollada en el tiempo, soporte de todas las cosas. Un poste de madera, un trozo de cuerda, unos jirones de papel mecidos por la brisa. Una demostración magnífica de la vida siguiendo su curso. Y esa persistencia, esa tenacidad de la vida le parece hermosa. Simple como las cosas hermosas de verdad, admirable como las cosas simples. Cuando yo ya no esté, piensa, el poste que fue árbol va a seguir en pie en esa esquina o lo van a tirar abajo, y el cordón y los retazos de diario van a seguir ondeando en el viento o se van a caer y a deshacer bajo zapatos, o serán 12
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roídos por la lluvia y la intemperie, o alguien los sacará y los tirará a la basura, o alguien más los reemplazará por otra cosa, pegatinas, afiches, carteles. Vuelve a concentrarse en la calle, que ahora está un poco más despejada. Desea otro semáforo en rojo: tiene que escribir. Se concentra en memorizar las palabras hasta que, unas cuadras más adelante, puede volver a la agenda y la birome: Todo está sujeto al cambio, el gran efecto del tiempo. Cada segundo que pasa conduce a la muerte, el cambio definitivo. Todo cambia, todo corre veloz hacia la muerte. Por eso los esfuerzos de la vida por aferrarse al mundo son tan hermosos, tan admirables. Esfuerzos inútiles pero valientes, de una valentía sobrecogedoramente hermosa. Como la de los capullos que afloran en invierno. Como la de las últimas estrellas de la noche que resisten en vano al resplandor del sol que ya está naciendo. Llega a cierta esquina y dobla a la derecha, dejando atrás la avenida. Va adentrándose en un barrio residencial de modernos edificios de pocos pisos y antiguos caserones reciclados: su barrio. Va pasando verdulerías, ferreterías, veterinarias, almacenes, locales de ropa, pizzerías, cafetines. Todo cambia, piensa. Allá donde estaba el negocio de artículos de limpieza ahora hay una librería. La casa de regionales cerró y el local está otra vez en alquiler. Clara Lombardo tiene nuevo perro y nuevo novio. La plaza ya no tiene el tobogán, estaba todo roto y lo sacaron. El viejo Arregui murió de pulmonía. Volvieron a pintar las líneas amarillas. A Chichí le nació otro nieto. Instalaron conte13
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nedores y bicisendas. Demolieron el chalet de mitad de cuadra para poner otro complejo de dúplex. Todo cambia. Mi corazón está cambiando. Mi vida está cambiando. Esto no va a llevar a nada bueno. Se tira a la derecha, pone balizas y baja la velocidad. Anda unas cuadras buscando estacionamiento. Todos los días lo mismo. Año tras año, la cantidad de vehículos en circulación es mayor. Primero fueron dos, después cinco, después diez y ahora quince los minutos que le lleva encontrar un lugar donde meter el auto. Recuerda a su abuelo diciendo “Alguna vez va a haber más autos que gente”. Todo cambia. Y siempre cambia para peor. Aunque a veces, con suerte unas cuantas, parezca lo contrario. Porque es la muerte la que espera, el cambio último, la muerte. Al fin da con un espacio libre entre una bajada de garaje y una camioneta. Maniobra trabajosamente y apaga el motor. Se queda mirando para afuera unos segundos, inmóvil, sin pestañar, sin respirar. Cuando vuelve en sí exhala, agarra la cartera, mete adentro la agenda, la birome, los resultados de los estudios y baja del auto. El capullo de rosa queda en el asiento del acompañante. Empieza a caminar lentamente hacia su casa, dos cuadras más allá. De repente se acuerda de algo y se detiene, mira su reloj de pulsera y luego aprieta el paso. Julián debe estar por salir para el club. Tres veces por semana, antes de almorzar e ir a la escuela, hace una hora de pileta en el club del barrio. Sólo tiene trece años, pero su papá le 14
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había enseñado a nadar a los cuatro, en el río, haciéndolo patalear contra la corriente. A lo macho, como solía decir él. Esas “clases” habían sido, creía ella, de los pocos momentos en que padre e hijo habían estado verdaderamente cerca. Y ella sabía —no creía, sabía— que Julián atesoraba la natación justo por eso. Si se apuraba podría darle un beso en la puerta, abrazar su cuerpo de niño. Camina más rápido aún. Al llegar le diría a su madre que se fuera, que no la necesitaba, que ella le haría el almuerzo a Julián. De hecho, esa tarde no iría a trabajar. Se reportaría enferma. De hecho, lo estaba. Mientras camina, un brote de color inesperado atrapa su ojo. Las plantitas que la mujer de la familia nueva había puesto en el cantero de la ventana estaban empezando a florecer. Unos pimpollos todavía tímidos despuntan entre unas hojas reverdecidas. Ella mira para arriba y nota, también, el rojo incipiente en los ceibos alineados junto al cordón. Claro, la primavera. La primavera está cerca. Para abruptamente, abre la cartera y vuelve a sacar la agenda y la birome. Parada en medio de la vereda, escribe: A pesar de que el tiempo conduce a la muerte, a pesar de que todo cambio siempre será para peor porque al final es la muerte la que espera, a pesar de que el cansancio de vivir a veces nos conmine a morir, hay algo en ciertas cosas que le insuflan a la vida ese valor que la hace sobrecogedoramente hermosa. Un valor fútil e ingenuo, una temeridad casi, sí, pero por eso mismo más loable todavía. Hay cier15
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tas cosas por las que la vida desea persistir, y no hay belleza mayor que ese deseo. Cosas como las plantitas que crecen en una ventana de ciudad o un hijo niño que aprendió a nadar contra la corriente. Se pone en marcha otra vez. Una cuadra. Una cuadra para alcanzar a Julián en la puerta, apretarle los cachetes, darle un beso en cada uno, abrazar su cuerpo de niño. Una cuadra en la que los sentidos se le van destapando como se va destapando la nariz resfriada después de un baño de vapor. Y huele el perfume lejano de algún jardín de jazmines. Y oye las notas del piano del profesor de música de la esquina. Y roza con la punta de los dedos la pared recién pintada de la casa de Norma. Y se le mete por la boca un aire asoleado, súbitamente cálido. Justito. El perfil de Julián asoma de su puerta con jogging, buzo, zapatillas y el bolso calzado al hombro. —¡Juli! —llama ella, y su esforzado corazón se esfuerza un poco más. —¡Ma! ¿Ya llegaste? Estaba saliendo para la pile, la abuela ya está haciendo la comida. ¿Cómo te fue? —Bien, muy bien —responde ella con una sonrisa lacrimosa. Y le aprieta los cachetes, y besa cada uno, y envuelve su cuerpo en un abrazo. Una oleada de tristeza la arrasa cuando su nariz, muy cerca del cuello de su hijo, capta el aroma agridulce de la entrada a la juventud.
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Lecturas a la sombra 1. Miguel Angel Silva
Cap74 de Cuadros
2. Claudia Aboaf
El rey del agua de El rey del agua
3. Eduardo Vardé
La que baja casi corriendo
4. Graciela De Mary
Y sin embargo se mueve
5. Celina Abud
Música de rieles
6. Miguel Ángel Di Giovanni Los sueños, los viajes 7. Diego Rotondo
El pendenciero de Mamá no me odia
8. Victoria Mora
Basural
9. Marcos Tabossi
El otro mundo de El otro mundo
10. Fabiana Duarte
Viento norte
11. Inés Keplak
Adolfo
12. Lucas Gelfo
Andy Warhol y la difícil
13. Marcelo Rubio
El caracol
14. Jada Sirkin Deja que esas manos te toquen de Yo, cuento (y otros cuentos) 15. Marcelo Filzmoser
Vecinos
16. Cristian Acevedo
La adivinanza
17. Daniel Ibaña
Mirar el fuego
18. Javo Santos
Milagro en la bailanta
19. Margarita Dager-Uscocovich Sortilegio en el rincón de los suspiros 20. Eugenia Zuran
El baile de los condenados
21. Sebastián González
Ella y él
22. Pamela Prina
La culpa es de Dolina
23. Floreana Alonso Desdibujándonos 24. Ezequiel Márquez
Intruso
25. Rosario Martínez
El aniversario
26. Valentina Vidal
La ventana cerrada
27. Ana Sofía Rey
Marea baja
28. Celina Aste
La criada
29. Emilia Vidal
La mama
30. Sandra Patricia Rey No hay agua capaz de apagar tanto fuego de Matrioshkas 31. Cristian Bernachea
El horrible olor de papá
32. Hernán Domínguez Nimo
Estimado vecino mío
33. Laura Galarza El asiento de adelante de Cosa de nadie 34. Alejandra Decurgez
Tal vez florezcas
35. Pablo Laborde Acecha 36. Raúl Astorga
Aquel autor nórdico
37. Marina Sosa Domingo 38. Gisell Aronson Escenas veraniegas de la vida familiar 39. Margarita Dager-Uscocovich
Sentimientos de verano
40. Marcelo Filzmoser
Días de rodaje
41. Graciela De Mary El vaso de vascolet y el man telito verde manzana 42. Ana López
Asesinos domésticos
43. María Staudenmann
Por la avenida