El copyright de los textos publicados corresponde a los autores, quienes responden a la autoría de los mismos. Todos los autores que participan de esta edición digital nos autorizaron a publicar sus obras. Esta edición es de distribución gratuita. Diseño de tapa e interior: Corina Vanda Materazzi deamorlocuraymuerte@gmail.com
DE AMOR LOCURA Y MUERTE CICLO DE LECTURAS
La culpa es de Dolina Pamela Prina
Lecturas a la sombra
La culpa es de Dolina Pamela Prina
Nunca me gustó parecer apurado. Es de negro, de cadete, de chica de la limpieza. Los empleados rasos van apurados, los chorros que acaban de robar. Pero no cualquier chorro, uno de Constitución, de Florencio Varela, que manoteó un celular. Las mujeres infieles van apuradas, porque no les cierran las horas del día, les deja de funcionar el dónde estuve, y corren. Las mamis que saben que el pendejo va a estar llorando en la puerta del jardín mientras ve salir a sus compañeros de las manos de sus madres. Todos. Menos él. Me repugnan los apurados. Piensan que tienen alguna misión en el mundo, que son importantes en algún lado, que alguien los espera, que su urgencia secreta y casera y mínima tiene alguna relevancia en el mundo. Son imbéciles. Ellos y los que les hacen paso creyendo que aportan a alguna causa. Hay una generación arruinada por el cuento de mierda de Dolina. Resulta que ahora son todos maratonistas misteriosos y ganan carreras con felicidad anónima. Basta ver como caminan, la cara muy arriba o muy abajo, la mirada puesta adelante, como si eso pudiera sacarlos de la marea humana, las mu7
Lecturas a la sombra
jeres apretadas a la cartera, los hombres que levantan un poco los maletines. Pasos cortos, atropellos disimulados. Cualquier cosa para ganar el molinete. Yo nunca me apuro. Todo lo contrario. Sé que los desespero. Sobre todo cuando quedan detrás de mí y no me pueden pasar, están cercados por el tumulto a la derecha y la izquierda. Entonces empiezan a bufar, a putear por lo bajo, a buscar un agujero donde escabullirse. Cuando lo logran me miran fijo unos segundos mientras se van. Los idiotas intentan demostrarme que me ganaron la carrera. Manga de estúpidos, vayan, corran detrás de sus horarios de pobre. Cuando subo al subte, si hay lugar, soy el último en sentarme. Y si queda uno solo y se supone que debo dirimirlo con otra persona, miro el asiento desde donde estoy, lo miro con determinación, pero me acerco lentamente, como si realmente no me importara sentarme. A veces el otro finalmente lo ocupa, es verdad, pero si se apuró, yo sé que soy el ganador. Lo mismo para salir. Y para entrar a un negocio. O si estoy caminando a la cola del cajero y me doy cuenta que alguien más va en la misma dirección. A veces los desconcierto. Porque si venimos con el paso parejo, los miro a los ojos y suavizo el paso, como si me quedara sin pilas en medio de la pugna. Y se desconciertan porque están acostumbrados a la barbarie, a esa animalidad de empleado estatal, y por unos segundos no saben si estoy cediendo el paso o debieran cederlo ellos, porque mi 8
Lecturas a la sombra
mirada es determinante. Es hermoso verlos brevemente descompuestos de indecisión. Ocasionalmente puedo adivinar si van a sacar la bestia incivilizada de adentro o no. Cuando bajan el puso y puedo ver que se les desafectan los hombros y miran el suelo en busca de una excusa para relentizar la marcha, aunque me nace un respeto honesto hacia ellos, cada vez demoro más el paso, hasta que finalmente pasan. El orgullo ante todo. Sé que ellos se sienten derrotados por mi paciencia. Aún con este mecanismo perfectamente aceitado, hay situaciones límite. Acaba de subir un hombre con pantalón azul oscuro y camisa gris en la estación San Juan. ¿Quién sube en la estación San Juan? Y con esa moderación, con esa tranquilidad. Casi las puertas le cierran sobre la espalda, y no se apuró una milésima de segundo. No se agarra de los postes, tiene las manos en los bolsillos. Mira lentamente los pies de la gente y por momentos, los ventiladores del techo, los botones que anuncian cómo usarlos en caso de emergencia. Yo voy sentado, veo que va parado, con las piernas semiabiertas para lograr un equilibrio perfecto. Pasa Independencia. Él sigue parado al costado de la puerta con un gesto sereno que solo puede ser inventado. Y todos sabemos que mediando el recorrido hasta Moreno, hay una curva rabiosa, por eso nos agarramos con firmeza. Los que no, terminan colgados de las argollas pasamanos, víctimas de la sorpresa. Pero no, no se agarra 9
Lecturas a la sombra
de nada, le es indiferente a los postes. Y por un momento pienso que es un improvisado, que su parsimonia es apenas un gesto de arrogancia. Hasta la curva. El tipo surfea el cambio de dirección con entereza y quietud. Y aunque con gran disimulo, veo que me mira de reojo. Así que saco el cuerpo levemente hacia adelante para que me distinga en la línea de sentados. Adelanto el pecho y le clavo los ojos. No seas petulante, pienso. Y cuando las puertas se cierran en Moreno, me paro para surfear las curvas con él. Me paro a su izquierda. Vas a ver lo que es bueno. Él claramente está en ventaja: no tiene nada en las manos, no lleva peso alguno. Yo tengo el bolso negro con los trámites de la oficina cruzado en el pecho. Me pesa en el hombro derecho, pero igual pongo las manos en los bolsillos y me dedico a hacer equilibro y enseñarle quién manda. La inercia ni nos toca cuando llegamos a Avenida de Mayo. Tengo solo una estación más para bajarle el copete y mostrarle que soy mucho más relajado que él. Siento cuando me mira y sé que la indignación le crece hasta los dedos. Me imagino que dentro de los bolsillos debe estar levantándose pielcitas de los bordes de los dedos. El índice y el mayor escarbando violentamente en los bordes del pulgar. Creo que la gente se da cuenta del duelo. Hay una gorda amatambrada que nos mira a cada rato. La reconozco. Es una de las que vi apurarse en Plaza cuando subimos al subte. Era tan espantoso. En ese trotecito frenético 10
Lecturas a la sombra
pero carente de toda agilidad, se le movían los pechos, las carnes de los brazos, el flequillo. Hasta los labios le rebotaban, todo su ser calumniado por el apuro y la torpeza. Necesito sacarme esa imagen de la cabeza, siento que me mareo del asco. Veo las rodillas hacia adentro de la gorda, los muslos que le rozan a esa velocidad indescifrable que desarrolla el apuro sin correr. Vuelvo a concentrarme en mi adversario. Tengo hasta Diagonal Norte para que todo quede claro. Pero justo cuando estamos a punto de frenar en Diagonal, el infeliz sentado frente a mí empieza a mirar para todos lados y se para como un resorte, como una verdadera bestia urgida. Y yo trastabillo, pierdo el equilibrio y la compostura. No puedo evitar tratar de agarrar, como un desesperado, el pasamanos. Y la mano se me hunde en el aire y la desesperación crece. Hasta que mi rival me toma por el brazo derecho, me sirve de apoyo y recupero la línea. Me mira con una sonrisa incompleta, de cotillón, y yo le veo el triunfo en las pupilas. Aunque entrecierre los ojos por el esfuerzo de casi levantarme del vacío, yo le veo la celebración por dentro. No puedo más que odiarlo con la vergüenza obscena, a la vista. Así que dejo ir mi estación, veo que nos alejamos de Diagonal, asumo que voy a llegar tarde a la oficina en relación a los trámites que salí a hacer. Y me quedo. Vamos a bajar juntos. Y voy a ser el último en abandonar el andén. Para mi suerte, se prepara para bajar en Lavalle. Después de ganarle, voy a poder volver rápido a la oficina. 11
Lecturas a la sombra
Se prepara con la paz que mantuvo desde Constitución. Camina suave y despreocupado los dos o tres pasos que lo acercan al centro de la puerta. Yo hago lo mismo. Tenemos adelante a dos mujeres con carteras enormes, a un señor de edad avanzada, a una adolescente con el pelo violeta. El tren empieza a desacelerar. Cada vez más. Hasta que frena completamente. Se abren las puertas. El malón que nos antecede, sale con bravura. Nosotros demoramos el paso. Casi podría decir que coqueteamos con las puertas. Quedan pocos segundos para que las puertas nos cierren en las sienes, y casi como si estuviéramos sincronizados, salimos del vagón, caminamos con lentitud, desandamos el andén hasta la puerta de la escalera mecánica. Nos acercamos y voy desinflando el ritmo. Quedamos uno de cada lado de la puerta. No pienso salir primero. Él, de su lado, se queda parado y mira el reloj; finalmente se apoya en la pared azulejada. Yo busco alguna manera de justificar mi guardia al otro costado de la puerta. Saco el celular, simulo atender una llamada. Primero pongo la cara grave, como si recibiera una noticia importante. Después me rio ligeramente, como si me hubieran sacado el peso de una mala noticia que fue en realidad un chiste. Él sigue de su costado de la puerta, así que alargo la charla. Doy indicaciones, explico dónde están unos archivos, mando a alguien a hacer los trámites que tengo resueltos en el bolso negro que me cuelga del hombro derecho. Se me agotan las ideas para la conversación. Dejo espacios para 12
Lecturas a la sombra
que mi interlocutor hable y mientras, me miro las puntas de los zapatos, pateo una piedrita que no existe, me acerco a ver los bordes dorados de las mayólicas que recubren las paredes. Y él sigue ahí. Ahora el andén tiene algunas personas más que esperan el próximo tren. Ahora escucho el bramido creciente del próximo tren. Te dejo que viene el subte, le digo a mi interlocutor. Ahora llega el tren. Se abren las puertas. Voy a tener que salir después de todas estas personas si no quiero morir de pura frustración. Él busca entre la gente. Seguro está simulando, me digo. Pero se acerca a él un hombre con la misma ropa. En la camisa lleva un cartelito plástico que dice Metrovías en color amarillo, y abajo su nombre. Rubén Pasallaqua. — Te lo olvidaste en el escritorio— dice, y le extiende un cartelito igual. Este dice Gerardo Montaña. — Gracias, chabón. Subamos en este que vamos para la cabecera— contesta mi rival. Y se mete en el tren. Pasallaqua y Montaña están en el vagón, esperando partir. Yo demoro en entender si gané o perdí. No puedo determinarlo todavía. Pero me apuro a mirar en todas las direcciones, a ver si queda alguien en el andén. A simple vista está vacío. El tren todavía espera con las puertas abiertas. Entonces me acomodo el bolso negro, veo la escalera mecánica cargando a toda la gente. Me separan de la masa más de diez escalones. Me subo. Cuando estoy llegando al final escucho algo a mis espaldas. 13
Lecturas a la sombra
— Bancá que le digo a Rosa, la de boletería. Nos vamos en el próximo— grita Montaña. Lo veo subir a la escalera. Siento el sudor frío que me recorre la frente, las manos húmedas. Y todo se hace negro. Espero caer sin apuro.
14
Lecturas a la sombra Catálogo 1. Miguel Angel Silva
Cap74 de Cuadros
2. Claudia Aboaf
El rey del agua de El rey del agua
3. Eduardo Vardé
La que baja casi corriendo
4. Graciela De Mary
Y sin embargo se mueve
5. Celina Abud
Música de rieles
6. Miguel Ángel Di Giovanni Los sueños, los viajes 7. Diego Rotondo
El pendenciero de Mamá no me odia
8. Victoria Mora
Basural
9. Marcos Tabossi
El otro mundo de El otro mundo
10. Fabiana Duarte
Viento norte
11. Inés Keplak
Adolfo
12. Lucas Gelfo
Andy Warhol y la difícil
13. Marcelo Rubio
El caracol
14. Jada Sirkin Deja que esas manos te toquen de Yo, cuento (y otros cuentos) 15. Marcelo Filzmoser
Vecinos
16. Cristian Acevedo
La adivinanza
17. Daniel Ibaña
Mirar el fuego
18. Javo Santos
Milagro en la bailanta
19. Margarita Dager-Uscocovich Sortilegio en el rincón de los suspiros 20. Eugenia Zuran
El baile de los condenados
21. Sebastián González
Ella y él