Los sueños, los viajes

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Los sueños, los viajes Miguel Ángel Di Giovanni




Los sueños, los viajes Miguel Ángel Di Giovanni

No parecía un sueño interesante, pero me dejé llevar. Cuando te despertás, las imágenes se escapan de a poco. Hoy no fue así, pero, la mayoría de las veces, sí. Hace muchos años que no duermo bien. Y cuando sueño, mezclo las imágenes de mi habitación. Así por ejemplo la lucecita del radio-reloj, puede ser la brasa de un cigarrillo de alguien que asecha en la oscuridad. O la luz que pasa por la persiana mal cerrada, se transformará en los rayos de un arma extraterrestre. O el cuarzo en invierno, simulará la leña ardiendo en la chimenea de una cabaña perdida en la montaña. Antes, eso no me pasaba. Apoyaba la cabeza en la almohada y chau, pero de viejo es otra cosa. En la última visita al doctor le pregunte si esto se debía a que me estaba volviendo loco. Tranquilo, don Carlos —dijo el doctor—, nada más cene liviano.


Volviendo a los sueños, lo que sí siempre fue igual, es que se me van borrando ni bien me despierto. Que bronca da. Pero este sueño no se borró. Es más, a medida que pasan las horas, va creciendo en intensidad. Las imágenes son a cada momento más reales. Me veo sentado a la mesa con un nene. Tengo un mapamundi del tamaño de una pelota de futbol. Y hablo de algo relacionado con un viaje. Todo alrededor es moderno, como del futuro. Pero de un futuro al estilo de las películas viejas. Ese futuro de chisporroteos baratos, científicos con delantales blancos y monitores de tubos enormes.

Después de varios días de preparativos, finalmente arrancamos con tres amigos, el soñado viaje. Estamos reviviendo la travesía en moto, que hace más de cuarenta y cinco años, hizo mi abuelo. El viejo y querido abuelo Charly, el único aventurero de la familia. Y del que además del nombre, heredé la pasión por las motos.


Los paisajes son como los había imaginado a través de sus relatos. Estoy viviendo en carne propia todas aquellas historias que me contaba de pibe. Las motos no nos trajeron problemas, y si tengo que quejarme de algo, es que no estoy durmiendo bien. Tengo sueños extraños, y me despierto sobresaltado.

Hoy mi presente, por suerte, supera al futuro que me imaginaba de pibe. Sin ir más lejos con este aparatito, puedo en menos de un minuto pasearme por 80 canales sin moverme de mi sillón. Que gracioso me resulta recordar aquello de levantarse a cambiar de canal. Seguro que un yanqui vago y gordo, cansado de desparramar pochoclos por la alfombra, inventó el control remoto. O estos teléfonos, que bueno bah, es más fácil decir las dos o tres cosas no hacen. Pero volviendo al sueño. Le mostraba, a ese nene, un recorrido en el mapamundi. Tengo una sensación del sueño. Mejor dicho, de una escena. Me concentraba en un recorrido. Comparaba un camino que ese nene conocía, con otro más largo. Y como en


cualquier sueño había una urgencia, una angustia latente. Tenía que apúrame a contar el viaje o a terminar el sueño, no sé. Sí recuerdo que el nene en el sueño me pedía: cambiá, cambiá de canal. Yo caminaba hacia una especie de pantalla, y volvía a sentarme. Torpemente hacia caer las cosas que estaban sobre la mesa. El nene me decía algo que no me acuerdo, o más bien algo que no alcanzaba a entender, y lo veía llorar.

El abuelo cambió de canal y se vino a sentar otra vez. Pobre, está medio bruto, debe ser por los años. Pero cuando quiso sentarse, empujó la mesa, y cayó muerto. Mi vainilla se rompió, y fue a parar al fondo de la taza de vascolet. A veces pienso que murió por mi culpa, porque le pedí que cambie de canal cuando estaba por empezar, El Llanero Solitario. Por lo menos me terminó de contar un viaje. Su viaje en moto cuando era joven. Yo cuando sea grande, también voy a hacer un viaje en moto.


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