20 minute read

Alejandro Mesa Palacio

El Estado, un ideal más allá de la represión

Por Alejandro Mesa Palacio

Advertisement

El Estado aparece ante nuestra mirada casi como una institución natural, indispensable para la vida social y cada cierto tiempo acudimos a las urnas a elegir a quienes estarán al mando del poder político, o, por lo menos, a quienes interpretarán el papel de poseerlo. Inclusive, llegamos a participar como individuos o colectivos políticos para llegar a ocupar funciones dentro de la estructura del Estado. No sabemos hasta dónde hemos aceptado de manera voluntaria respetar la normatividad de un Estado particular. Suponemos, de entrada, que hacemos parte de un pacto social del que no podemos desligarnos mientras ocupemos el territorio de una nación. Con el paso de los años, no sin resistencia, vamos incorporando normas jurídicas como modelos comportamentales aceptables y se incorporan responsabilidades frente al poder político como responsabilidades

autónomas, es decir, como norma con la que uno está de acuerdo y que uno mismo se impone sin la necesidad de la coacción estatal. Sin embargo, es lícito y necesario preguntarse, entre otros asuntos, por el poder de esa institución y los beneficios que trae para los individuos obedecer y sumarse a las exigencias estatales, no con un ánimo anarquista, sino más bien para no hacerse ilusiones hasta más allá de donde sea posible ilusionarse.

Hemos asumido que el Estado moderno tiene como principal objetivo la garantía del bienestar de la ciudadanía. En ese sentido, seguimos asistiendo a las urnas con la firme idea de que elegiremos a quienes harán honor a la creencia que nos embarga, con la esperanza de conservar la sensación de bienestar que tenemos o avanzar hacia una vida más digna. La función social del Estado no ha muerto en el ideario de una amplia capa de la ciudadanía que piensa que el Estado es responsable directo del mejoramiento de las condiciones de vida de toda la población. Tal es la vigencia de esa creencia que no existe en el

mundo un discurso político con aspiraciones electorales que desconozca de tajo la función social del Estado como garante de bienestar, a pesar de que también existen tendencias que tratan cada día de que la ciudadanía olvide sus derechos: salud, educación, empleo, paz, justicia, vivienda y libertades democráticas. Algunas tendencias negadoras de esos derechos como responsabilidad del Estado se atreven, como máximo, a afirmar que esos no son derechos, sino que la función del Estado es garantizar que cada ciudadano pueda, de manera privada, acceder a ese bienestar al que aspira. En el fondo, sigue siendo una responsabilidad de los políticos que se garanticen los derechos y no podría pensarse un Estado que no luche por el bienestar de su ciudadanía, cualquier propuesta de ese tipo está condenada a la derrota. Debo confesar que tengo muchas dudas sobre las promesas de bienestar de los Estados, así como del poder que estos tienen para cumplir lo pactado. Hablando del caso colombiano, el Estado ha jugado un papel deplorable en términos de garantizar los derechos humanos

y las libertades políticas. Nuestra realidad reclama una transformación profunda del Estado que permita que la ciudadanía vuelva a identificarse con esa institución o unas formas de organización social que hagan cada vez menos indispensable el papel del Estado, por lo menos, en su forma centralizada, como lo serían, por ejemplo, las comunidades autónomas. Pero, de hecho, las comunidades autónomas siguen presentando a escala más pequeña estructuras estatales encargadas de la administración de los servicios públicos, el monopolio de la fuerza, la creación de las leyes, la administración de la justicia, etc. La historia colombiana exige que la ciudadanía no sea indiferente frente al poder del Estado, debatir sobre la historia de nuestras decisiones políticas es pertinente y es un diálogo que ha sido negado por sectores políticos que han ocupado tradicionalmente el poder. Este debate cobra más vigencia aun cuando el accionar de nuestros movimientos culturales, económicos y, paradójicamente, políticos tienden a declararse apolíticos. No olvidemos

que algunos movimientos “políticos” han declarado, aparte del fin de la historia, el fin de la política. El discurso de estos movimientos apolíticos o anclados tradicionalmente en el poder consiste en decir que no es necesario señalar las formas históricas del ejercicio del poder político en Colombia, y así negar al mismo tiempo, la necesidad de justicia, verdad y reparación. También este discurso pretende que se mire hacia el futuro ocultando las condiciones de desigualdad concretas del país y las deudas históricas con las víctimas del Estado y las comunidades en general. ¿Qué pensar también acerca del desprecio ciudadano hacia el ejercicio de la política, concretamente hacia cualquiera que ostente el título de político o hacia cualquier forma de organización partidista que dispute el poder? Ese desprecio tiene raíces en las formas concretas del ejercicio del poder político en Colombia. Sería difícil negar el impacto que nuestra historia ha tenido en el desinterés general por los asuntos del Estado por parte de la mayoría de la ciudadanía, entonces, no es clara tampoco la postura y

el camino que se debe tomar frente al poder político. Hay dos opciones: I) nos olvidamos de la disputa del poder político, es decir, el poder del Estado o II) enfilamos nuestros esfuerzos hacia la consecución de ese poder en formas de participación directa o representativa. Es curioso que hoy en día casi en ninguna parte del mundo exista un partido de base popular, lo cual es muestra de la apatía por la política como consecuencia de las pocas garantías que los Estados modernos brindan a la ciudadanía en la gran mayoría de países de todos los continentes. Las personas están más ocupadas en cómo resolver sus problemas cotidianos de forma individual y, como consecuencia de la apatía, se destruye cada vez de forma más efectiva el vínculo social y la responsabilidad con los demás. Un ejemplo concreto del fin de los vínculos sociales a través del Estado puede verse en la tendencia neoliberal del desmonte de los beneficios del Estado de bienestar como lo son la seguridad social, la educación pública, los subsidios de desempleo, etc. Hay muchas personas que señalan que el pago de

Afiche: Resistencia popular frente al Estado. ¿Alguna esperanza allí nos queda? Podcast: Gestión comunitaria. Escuchalo escanenado el código QR

impuestos u obligaciones sociales para pagar enfermedades de otros, o la educación de otros, o la pensión de otros, es un atentado contra las libertades individuales y afirman también que cada quien debería resolver esas necesidades de manera privada.

Para resumir, no son muy claras las intenciones de los movimientos sociales en Colombia en su postura frente a la participación en la disputa por el poder político y tampoco es clara su intencionalidad en la construcción de alternativas de poder distintas a las estatales, por el momento nos encontramos en una etapa de resistencia y negación frente a las políticas actuales del gobierno, inclusive frente a cualquier decisión que venga del Estado. Fue manifiesta durante las movilizaciones que comenzaron el 28 de abril del 2021 la negativa de las personas que se movilizaban en Colombia a reconocer una representación política encarnada en un autoproclamado Comité Nacional del Paro, comité compuesto por sindicatos y representantes de partidos políticos que, en

general, no lograban representar los intereses de una ciudadanía amplia y diversa que resistía en las calles la violencia policial del Estado colombiano. Fue evidente la imposibilidad de definir un camino político que tratara de hacer una síntesis de las demandas populares, bien porque no estábamos preparados para este momento, bien porque hay personas que sienten una desconfianza extrema por las organizaciones políticas. Finalmente, la mesa de negociación fue una pantomima donde el comité del paro y el gobierno tenían poco margen de acción frente a otros poderes que los superan.

Aunque pueden encontrarse muchas más relaciones de poder, hay tres que son fundamentales en el orden social: el poder económico, el poder ideológico y el mismo poder político.

Tres escenarios del poder

El poder económico es aquel poder de quien

Afiche: Del miedo y otras emociones políticas. Podcast: Cultura. En este episodio escucharás un poco sobre la historia de CorpoZuleta escanenado el código QR.

Afiche: Feminismo en tiempos del apocalipsis Zombi. Podcast: El tiempo. Escuchalo escanenado el código QR

detenta un bien para obligar a quienes no son poseedores a actuar en consecuencia con el deseo de quien detenta el bien en mención. También puede interpretarse como la posibilidad de no someterse a otros poderes económicos, es decir, no simplemente como una relación de subordinación, sino también como la posibilidad de vivir de manera independiente con base en la capacidad de producir particularmente los medios de vida. Sin embargo, esta última forma está en constante tensión con poderes económicos más grandes; podemos citar, por ejemplo, la transformación del artesano en obrero o, lo que es lo mismo, el reemplazo de la producción artesanal por la producción industrial. El poder político pasa por alto el reconocimiento del poder económico al declarar que ante la Ley y ante el Estado todos somos iguales, es decir, nadie será juzgado o podrá evadir responsabilidades o se le podrán reducir beneficios frente al Estado en virtud del poder económico que posea.

El campo del poder económico es

particularmente interesante para pensar en las resistencias frente al poder del Estado y para aclarar las esperanzas posibles por fuera de la existencia del Estado. La ideología neoliberal es ejemplarizante en su negativa de aportar a la construcción de un Estado fuerte, consecuentemente, todo su discurso se basa en la desregularización y en la laxitud de los Estados con el objetivo de explotar los recursos en favor del crecimiento de los mercados. Sin embargo, los neoliberales son conscientes de que el neoliberalismo no puede desligarse del poder político. La estrategia que los ha caracterizado en el discurso ha sido abogar por un Estado que se desligue de las garantías de los derechos humanos, al mismo tiempo que desarrolle las obras de infraestructura necesarias para la explotación de los mercados y mantenga un orden que impida las rebeliones contra el poder económico, es decir, si bien el discurso del neoliberalismo se presenta como antiestatal, en realidad no lo es, más bien es un discurso antiderechos, es un discurso que aboga por un Estado meramente coaccionador y represivo.

Sin embargo, también hay iniciativas económicas que buscan empoderar a comunidades históricamente marginadas. Podría pensarse que algunas formas del cooperativismo buscan equilibrar las cargas frente a gigantes económicos a partir de la posibilidad de generar formas de producción no basadas en relaciones de explotación sino cooperativistas. La creación de autonomías alimentarias o energéticas también podrían ser ejemplos claros de intentos por empoderar comunidades.

El poder ideológico es aquel que se sirve de ciertas formas del saber para ejercer influencia en el comportamiento ajeno. Se pueden citar como ejemplos concretos: la iglesia, los medios de comunicación, la escuela, los centros de pensamiento, el arte y en general la cultura. Si bien, esta forma de poder era predominante para condicionar el poder del Estado en la Edad Media, hoy sigue siendo importante, aunque no es la forma más determinante. Las revoluciones modernas, en las que incluyo desde la polis ateniense hasta la Revolución francesa o la

Revolución norteamericana, trataron de hacer predominante el poder político (el poder del Estado), por lo menos en sus ideales, sobre el poder de Dios y sobre el poder económico. La Revolución francesa en particular terminó por hacer predominante el poder del burgués sobre el poder político y sobre el poder ideológico a pesar de la declaración de los derechos humanos que trajo profundos cambios en la estructura de los Estados. Es conocida ampliamente la crítica marxista a las constituciones burguesas y a la formulación de los derechos humanos como los formuló la Revolución francesa. Allí donde se declara la propiedad privada como derecho inalienable, Marx ve la constitución del derecho burgués y la imposibilidad de la garantía de los derechos humanos por parte del Estado.

El poder político podría pensarse de múltiples maneras; clásicamente ha sido interpretado como el ejercicio de la coacción y la fuerza, huelga decir, no necesariamente ejercido por parte de las instituciones del Estado. Más adelante entraremos un poco en la discusión

sobre lo que ocurre cuando ese poder político no es ejercido por el Estado. El poder político es ejercido por excelencia a través de aparatos regulatorios que impiden que los actores sociales actúen sin control alguno. La ley, las regulaciones ambientales, las normativas de tránsito, el ejercicio de la fuerza, las constituciones políticas, etc., son formas concretas del uso del poder político. En teoría, ese poder político está regulado. En nuestra forma de república hablamos de tres poderes que, supuestamente, se regulan entre ellos: el poder ejecutivo, el judicial y el legislativo y, adicionalmente, existen mecanismos de control que permitirían la revocatoria de alguno de esos poderes.

En una democracia pensaríamos que el poder político debería ser la forma de poder predominante en toda sociedad democrática, es decir, que ninguna otra forma de poder puede imponerse sobre él y nadie más que él puede hacer uso del ejercicio legítimo de la fuerza, ningún interés económico podría estar por

encima de él y ningún poder ideológico puede condicionar sus decisiones. La primacía de la política está íntimamente relacionada con la teoría del Estado moderno, sin embargo, no parece que así sea en los Estados capitalistas. Pasemos ahora al problema de la legitimidad del poder.

Históricamente los tres principios más comunes para legitimar el poder han sido:

1. La voluntad: la de Dios o la del pueblo. 2. La naturaleza: El gobierno del más fuerte, del más capaz, de quien haya nacido para gobernar. 3. La historia: quienes históricamente han ejercido el poder, por ejemplo, las monarquías.

Si la obediencia se debe al poder legítimo, entonces el derecho a la resistencia se otorga dependiendo de cuál sea el principio de legitimidad del poder. Esto es importante para diferenciar el problema de la desobediencia civil frente al problema de la resistencia. La

Los diversos principios de la legitimidad

desobediencia civil se establece contra el principio de legitimidad del poder; la resistencia aparece precisamente en favor del principio de legitimidad del poder que se ve violado por quien lo detenta.

Aquí hay que traer a colación uno de los grandes problemas frente al Estado y sus funciones: el monopolio de la justicia. Una de las mayores dudas frente a la posibilidad de vivir sin Estado o con un Estado mínimo tiene que ver con la administración de la justicia. Como argumento en favor de la existencia del Estado está considerar a los seres humanos como presos de sus iras y sus violencias, eso lleva a pensar que incluso logrando condiciones materiales de vida dignas y suficientes para eliminar de la vida cotidiana la gran mayoría de razones para la comisión de delitos en contra de otros seres humanos, que son los delitos de propiedad, sería un tanto ingenuo pensar que cesaría cualquier otro delito, es decir, que si bien los crímenes contra la propiedad privada probablemente puedan erradicarse, otros crímenes seguirían

existiendo: la violencia sexual contra las mujeres, las riñas, las enemistades ideológicas, etc. Uno de los mayores logros civilizatorios de los Estados modernos tiene que ver con la promesa de la justicia, es decir, que si yo, en mi condición de ciudadano, entrego al Estado el monopolio del uso de la fuerza y la justicia, espero entonces que ese Estado me pueda proteger frente a la amenaza que otra persona pueda significarme. Los Estados modernos han conseguido, unos con mayor éxito que otros, detentar el monopolio de la fuerza y garantizar la vida y la integridad de sus ciudadanos frente a la amenaza que otro ser humano puede representar.

Sin embargo, debe recordarse que la legitimidad de esa forma de administración de la justicia depende de un principio legitimador. En las democracias y Estados modernos puede suponerse que ese principio es la voluntad del pueblo. De entrada, la voluntad del pueblo no es sinónimo de una superación de la barbarie, es así como encontramos países donde se aplica

la pena de muerte como mecanismo de justicia, Japón y EE. UU. son los clásicos ejemplos. Tampoco el sistema carcelario ha podido ser garante de la no repetición de los delitos de quienes son privados de la libertad, no se respetan los derechos humanos al interior de las cárceles y las víctimas no sienten que se haga justicia en un número de casos bastante elevado; no hablemos de un mecanismo de reparación y no repetición. Básicamente en términos de justicia, el Estado se limita a castigar más no a conceder a la ciudadanía las garantías de no repetición de los delitos ni a otorgar reparación efectiva a las víctimas. Hoy en Colombia existe un debate sobre la posibilidad de superar la guerra a partir de mecanismos de justicia restaurativos, esto ha generado una fractura en el tejido social que ha sido aprovechada por políticos de derecha para tomar nuevamente el poder del Estado en Colombia a partir de un discurso que apela a la ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. Finalmente, el Estado no garantiza una forma de justicia civilizada, de hecho, respalda poderes oscuros que hacen “justicia” por fuera

de los principios de legitimidad de los Estados. Al momento de escribir este texto van más de 283 ex combatientes de las FARC asesinados por grupos ilegales con la complacencia del Estado y de parte de la sociedad civil que avala ideológicamente las ejecuciones extrajudiciales.

Ahora, tradicionalmente, donde existe un vacío de poder del Estado en términos del monopolio del uso de la fuerza y la administración de la justicia, ¿qué ocurre? Históricamente el vacío estatal ha sido ocupado por grupos al margen de la ley que aplican la ley del más fuerte, esos poderes no son susceptibles de algún control político, generalmente no toman sus decisiones basados en principios de justicia sino más bien en intereses particulares, la mayoría de las veces las penas aplicadas tienen la forma de la muerte o la del exilio.

También el monopolio de la fuerza resulta un asunto bastante problemático. Si bien hay mecanismos de control, son ineficientes y nunca han sido garantes de los derechos humanos en

nuestro país. Toda forma de violencia o uso de la fuerza distinta a la estatal es tildada de ilegal y reprimida de manera violenta, de hecho, la represión a la protesta social se justifica en la legalidad del uso de la fuerza estatal versus la ilegalidad del uso de la fuerza por parte de la ciudadanía. El pacto social precisa que el monopolio de la fuerza se entrega al Estado a cambio de la protección de la ciudadanía de cualquier forma de violencia, es decir, como ciudadano renuncio al uso de la fuerza siempre y cuando el Estado me garantice que nadie podrá usar la violencia contra mí. Tampoco en nuestro país ha existido esa garantía de defensa por parte del Estado, si no existe esa garantía entonces ¿puede hablarse de la autodefensa como forma legítima? Cabe aclarar aquí que cuando menciono la palabra autodefensa, no tiene nada que ver con las organizaciones militares que han asesinado en Colombia por años, sino que hablo de un mecanismo de defensa por medio del cual una persona evita ser agredida por otra que lo pone en peligro. Sin embargo, toda proposición de legitimidad del

Afiche: Fake news, posverdades y otros likes. Podcast: Comunicación. Tener un medio de comunicación comunitario es resistir en la incertidumbre. Escanea el código QR.

uso de la fuerza por fuera del monopolio estatal es un asunto que resulta más desesperanzador y problemático que dejar simplemente esa tarea en el Estado aún con todos los peros que conocemos.

El contractualismo es una doctrina que formula el origen de las sociedades civilizadas en la convención de un contrato entre seres humanos “iguales”, donde los individuos ante el poder político no se distinguen y tienen los mismos beneficios y las mismas responsabilidades o limitaciones. La esencia de esta doctrina consiste, a grandes rasgos, en declarar al poder político como máxima forma del poder por encima de cualquier otra forma ideológica o económica. Así, ni la iglesia ni los grandes grupos económicos estarían jamás por encima del Estado. La configuración de cualquier forma de poder por encima del Estado convierte a este en una herramienta inútil, doblegada por una forma de poder que no obedece al pacto social sino a intereses particulares, por lo tanto, no

El problema del contractualismo

garante de la igualdad ante el poder político. Pero siempre ha sido válido preguntarse y, de hecho, lo ha cuestionado con suficiencia el marxismo, si en las relaciones de poder configuradas en la vida cotidiana el mundo político funciona a partir de relaciones entre iguales. Marx aseguraba que en una sociedad donde el derecho a la propiedad privada se establece como inalienable, no existe ninguna garantía que permita la independencia y supremacía del poder político, de hecho, el poder político y el poder ideológico se levantan al servicio del poder económico. Aunque alguien crea que es hora de superar esa discusión, no parece superable, ni siquiera es deseable su olvido puesto que en el mundo se han levantado muchos movimientos sociales en contra de los poderes económicos hegemónicos, la rebeldía contra las directrices de los millonarios es, en muchos casos, la base de las protestas sociales en varios países. No debe mantenerse presente esta discusión en el sentido de la desesperanza, para decir que frente al poder económico no hay nada qué hacer, sino como conciencia crítica del fundamento de la esperanza y de las luchas por

el poder político o de resistencia frente a él. No hay que irse hasta la lectura del viejo Marx para cuestionar la prevalencia del poder político, que repito, es fundamento de la teoría de los Estados modernos, sólo basta con mirar a la realidad más inmediata y por lo menos preguntarse algunas cosas: 1. ¿No es evidente la tiranía de los mercados? ¿No es evidente el chantaje económico a las naciones de grandes grupos económicos transnacionales? 2. ¿No se modifican las leyes para permitir el desarrollo de los mercados a pesar de la destrucción de los recursos naturales y del desplazamiento de comunidades? 3. ¿No hay una desfinanciación del Estado y, por lo tanto, una imposibilidad de redistribución efectiva de la riqueza dentro de las naciones? Situación que va en favor de la inversión extranjera, el emprendimiento y otras muletillas ideológicas de uso común. 4. ¿No se privatizan cada vez más los servicios públicos a cargo del Estado: educación, salud, pensiones, cultura, etc.?

5. ¿No se hacen cada vez más evidentes el fortalecimiento del brazo militar del Estado para detener el descontento popular y, también, la imposibilidad de la autonomía de las naciones para garantizar la libertad de la ciudadanía?

Estas preguntas dan pie para hacer una pregunta más grande: ¿Se ha convertido el Estado en un arma en contra de los derechos humanos, en contra de la posibilidad de la libertad de su ciudadanía, en contra de todo aquello que jura defender?

La propuesta de un Estado neoliberal va en contra de los principios del Estado social de derecho; la propuesta del neoliberalismo es simple: el Estado es un instrumento de defensa de la propiedad privada y a favor del desarrollo económico de los poderosos. Elimina la noción de derecho, más no elimina la noción de deber en la ciudadanía. Así, el Estado se convierte en una simple institución represiva, incapaz de garantizar la democracia, incapaz de caminar hacia la construcción de una ciudadanía solidaria

y, por esta razón, incapaz de construir una sociedad más allá de una agrupación de sujetos que tienen que compartir espacio con otros a pesar suyo. En algún momento construimos la idea del Estado pensando en el bienestar y en la posibilidad de avanzar solidariamente hacia condiciones de vida dignas y justas, esa idea ha sido robada y arrancada de los ideales de los seres humanos. La propuesta hegemónica es la de salvarse uno mismo maximizando los beneficios personales aún a costa de los beneficios sociales, cada sujeto pagando de manera privada lo que habíamos logrado construir como público, sosteniendo un aparato represivo que garantiza la reproducción de las condiciones actuales de vida. Si esa es la idea de lo que debería hacer el Estado, no quisiera luchar ni un poco por esa idea. Si hemos de seguir llamando a la lucha por el poder político, debemos hacerlo bajo una concepción distinta de la economía, de la sociedad, de la solidaridad, etc., de lo contrario, serán inútiles los llamados y la posibilidad de que las personas vuelvan a interesarse por proyectos políticos de largo aliento.

This article is from: