El Mariscal

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1 Sólo Dios sabe lo que ha de sucederme La víspera de su asesinato, y como ya sabía que lo iban a matar, el Mariscal Antonio José de Sucre dedicó la duermevela inquieta de la última noche de su vida de vértigo a recordar la gloria alcanzada, siempre pasajera, y la perfidia, esa sí constante, los veinte triunfos en el campo de batalla y las decenas de traiciones de salón, los vulgares golpes de cuartel, Colombia desmembrada, Bolívar desterrado y él mismo también de salida. Era el fin. —Eso me pasa por meterme a héroe —pensó sin arrepentirse, sin preguntarse siquiera si había valido la pena. Sabía de su grandeza, pero ocultaba esa conciencia de su valía sin par en la sencillez rigurosa de sus maneras de aristócrata. No fue sin embargo esa modestia recurrente que sólo el Libertador había sido capaz de adivinar como aprendida en el hogar de calidad de la Cumaná de su niñez, esa humildad que Bolívar había calificado de fingida y que lo impulsaba a tratar en igualdad a cualquier paisano, lo que lo indujo a trabar conversación con sus asesinos en la posada oscura de la Venta donde los atrapó la caída del sol, el jueves tres de junio de 1830. Fue más bien su instinto de supervivencia, maduro por tantas veces en que se había topado de narices con la muerte, el que lo llevó, horas antes de acostarse, a invitarlos a tres rondas de aguardiente y a intentar 11

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convencerlos de que pasaran la noche en el lugar, con la esperanza sin convicción de embolatarles el mandado, que de pronto se quedan a dormir acá, Caicedo, y si les madrugamos, si bajamos tempranito, tempranito, tempranito el cañón y nos adelantamos hasta el Juanambú, salimos del apuro. Con los ojos cerrados pero la mente abierta, qué vaina, se me espantó el sueño y con tanto camino para hacer mañana, Sucre recordó las advertencias de doña María Manuela, la madre de los Mosquera y su anfitriona en Popayán, ay Mariscal, no siga para Pasto que me lo van a matar, y él, qué calabazas, mi señora, lo que ha de suceder escrito está, y la abrazó, agradecido pero sin cambiar de decisión. Volvieron a advertirle cuando por fin pudo salir de Popayán, tras media semana de demoras por falta de mulas frescas. ¿Sería verdad?, se preguntó e hizo así más profundo el desvelo, tal vez lo de las bestias no era más que una excusa, tal vez necesitaban tiempo para afinar la emboscada. Sus enemigos descreían de su anuncio de que marchaba al retiro, de que estaba decidido por fin y por siempre a reclamarle a la vida un poco de sosiego en la casona quiteña que había comprado para su esposa Mariana, la marquesa de Solanda y Villarrocha, dedicado entre otros pendientes a rescatar las haciendas y la debilitada fortuna de la familia Carcelén que algún día, poco antes de morir, su suegro le había dejado como encargo, y a conocer a su hija, Teresita, a la que apenas había visto nacer once meses atrás. Yo ya he cumplido con mi conciencia, como patriota y amigo, le había escrito a Bolívar cinco semanas antes tras el fracaso de las negociaciones en Cúcuta con los delegados de Páez, Venezuela se separa, nada que hacer, es la disolución de Colombia, mi general, y a Sucre, venezolano como el que más, ni siquiera lo dejaron pasar de La Grita, y entre insultos al Libertador, amenazas veladas y espadas desenvainadas, lo devolvieron para Cúcuta. Con el alma arrugada porque lo sacaran a las malas de su mismísima patria, le rogó al Libertador que no le pusiera más oficio y lo dejara partir para Quito a encargarse de sus asuntos familiares y a dejarse entusiasmar con el sueño de un viaje trasatlántico para conocer el viejo mundo de cuya paternidad 12

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incomprensiva el Mariscal tanto había ayudado a renegar de estas tierras. Bolívar dejó Santa Fe de Bogotá en los primeros de mayo y Sucre, que odiaba la capital donde sentía que sólo se hallaba en disgustos, salió para el sur. Amigo, le había dicho a García Tréllez, uno de sus cuatro compañeros de viaje, ya le pedí a mi hermano, el que vive en Guayaquil, que flete un bergantín para darme una vuelta por El Callao donde tengo unos negocios por resolver y luego sí, llegó la hora, Londres y París, que tengo mucho que estudiar y conocer, que la guerra y las comisiones del Libertador no me han dado tiempo para vivir la vida. El diputado por Cuenca, que venía de representar a esa provincia en el congreso, lo alentó, claro que sí, Mariscal, y con una sonrisa, si es que los amigos de Quito no le piden a usted que se haga cargo de la situación ahora que por allá también soplan vientos de secesión, que no, amigo, que ya he tenido bastante, que sí, Mariscal, que de pronto tiene que aplazar un ratito sus planes, la dicha que tarda con gusto se aguarda. Los enemigos de Bolívar, que lo eran también del Mariscal por heredado encono, el hijo del tirano, eso es el maldito cumanés, que no pase de Pasto que va para el sur a revolver las cosas, a organizar un ejército para restaurar la dictadura, a aliarse con los peruanos para quedarse con todo, lo tenían entre ojos. La guerra y los primeros años de la república habían sido ocasión para un aprendizaje intensivo de egoísmo y pequeñez, unos esperando convertir a sus pobres terruños apenas más grandes que una hacienda en nación independiente y soberana, sí señor, que cada gallo quiere su muladar, y otros, igual de mezquinos, dedicados desde la capital a intrigar por una tajada del gran empréstito de los ingleses, el de los treinta millones de pesos. Detestaban al Libertador y renegaban de sus sueños de grandeza, de su pretensión de imponer una sola república donde los caciques regionales no fueran más que cola de león y los lanudos del altiplano no pudiesen enriquecerse a su antojo. Una vez que Bolívar hubo abandonado Bogotá para dejarlos así huérfanos del objeto de su abominación, dirigieron su rabia al Mariscal, a quien el caraqueño había intentado dejarles como sucesor, y de ese modo, toda la 13

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tirria de decenas de mandamases locales disfrazados de demócratas apuntaba a un solo hombre, bien sabido es que el odio se acrecienta cuando se vuelve más preciso. Era una voz tan corrida que Sucre no llegaría a su destino, que la mañana de garúa en que él y sus acompañantes emprendieron el camino de Timbío, alguna gente salió a las goteras de Popayán a despedir al vencedor de Ayacucho con lágrimas, bendiciones y plegarias al Altísimo. Estaba tan feliz de contar por fin con las bestias que no permitió que nada más demorara su partida, ni siquiera la oferta del coronel José del Carmen López que le pidió un par de días para reunirle veinticinco soldados que le sirvieran de escolta en las seis jornadas de cañones negros y verdes cuchillas que lo separaban de Pasto. Al pasar por Aguas Blancas, el comandante Centeno se propuso él mismo como guía, nos vamos con algunos de mis hombres, Mariscal, que yo he explorado esas tierras y les conozco sus pasadizos y atajos, que no, comandante, que mi cuestión es personalísima y mal haría en consentir que alguien sacrifique su vida en un asunto que sólo debe de comprometer la mía. Está bien, le dijo luego al pie de la cordillera el juez de Mercaderes, viaje usted sin escolta si ese es su empeño, pero acépteme un baquiano que lo lleve por Barbacoas y no se arriesgue por la montaña que allá lo están esperando. Pero Sucre, nada de nada. —No se apure, señor juez, que sólo Dios sabe lo que ha de sucederme y ni usted ni yo somos quién para cambiarle los planes. Al Mariscal lo tranquilizaba haber descubierto a los asesinos antes de que procedieran a matarlo porque estaba convencido de que la única manera de escapárseles era rondarlos tanto como ellos lo rondaban a él. Había sabido de sus intenciones después de topárselos esa tarde en la Venta, que acaso es usted brujo, le dijo a uno de ellos, y no se equivocaba del todo pues el comandante de caballería Juan Gregorio Sarria, que así se llamaba, decía tener con la Virgen y los santos una relación directa, un contacto personal, nada en todo caso que lo hubiese persuadido de abandonar su dedicación de años al saqueo de haciendas en el Cauca y a la violación de niñas. A Sucre le sorprendió ver a Sarria ese final de 14

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tarde en la Venta pues nada más en la mañana, al dejar atrás el río Mayo y comenzar el ascenso, el Mariscal, sus cuatro compañeros de travesía y los dos arrieros que los seguían con las mulas de carga, se cruzaron con él por el camino, voy rumbo a Popayán en una comisión de mi general Obando, les dijo, y sólo sospechas podía despertar que si ocho horas antes Sarria bajaba la cordillera con rumbo norte y destino Popayán, apareciera ahora, más al sur y delante de ellos que iban para Pasto, como si supiera volar. Es que se me perdieron unos pliegos y subí por un desecho a buscarlos, general, que no le dijo Mariscal y, entrados en suspicacias, eso había que tenerlo en cuenta para hacer más fuerte el mal sabor que las explicaciones de Sarria dejaron en la boca de Sucre y la rabia que despertaron en sus acompañantes. Alguien escribiría medio siglo después que el Mariscal montó en cólera y le cantó la tabla a su asesino, usted a lo que viene es a ver si yo paso aquí la noche y así aprovecha para cumplir con su encargo, lo que habría incitado al sargento Lorenzo Caicedo, su edecán, y a Francisco Colmenares, otro sargento que lo acompañaba, a tomar del brazo a Sucre, arrastrarlo a un lado y proponerle encargarse ellos de Sarria, a sablazo limpio que él tiene su machete, y uno por uno para que sea en justa lid. —Qué están ustedes creyendo, yo no pospongo mis glorias a mi venganza —se les atravesó el Mariscal y de ese modo le salvó la vida a quien ya había sentenciado la suya. Poco antes de que se hiciera oscuro, Sarria apareció en la posada en compañía de un indio patiano de mirada esquiva y cabeza gacha, que no era otro que José Erazo, un reconocido salteador de caminos que había hecho fortuna robando a los viajeros obligados por la topografía a hacer escala en su choza del salto de Mayo, que a los que no robaba les exigía contribución como si su propiedad a la vera del camino fuera una aduanilla, aunque alguno contó que también lo robó a pesar de haber pagado por detenerse a descansar unos minutos en su miserable posada. Se trataba de la misma casa donde Sucre, el diputado José Andrés García Tréllez, su asistente y los sargentos Caicedo y Colmenares, habían pasado la noche anterior. Era la tercera vez ese día que se 15

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encontraban con los ojos negros y mezquinos del indio Erazo. Se habían despedido de él poco después del amanecer en salto de Mayo para encontrarlo ahora, ya casi de noche y en la nada tranquilizadora compañía del comandante Sarria, en la posada de la Venta. Peor aún: en la tarde, cuando andaban las últimas leguas antes de desmontar y dar por concluida la jornada, se les apareció en el camino y más avanzado que ellos. —Será usted el diablo —le dijo el Mariscal—, que habiéndolo dejado yo esta mañana bien atrás, me lo encuentro ahora delante. Que Sarria fuera brujo y volara sobre las montañas ya era bastante como para que además Erazo fuese el mismo patas, pensó el Mariscal que no necesitaba más para sacar las debidas conclusiones sobre la aparición de los dos criminales en la Venta, olisqueando su rastro como perros de presa. Los convidó a beber, desafiante, decidido a invitar a la calva a una última partida o sacudido quizás por un último intento de sus ansias de vida de derrotar el instintivo deseo de su alma desesperanzada de permitir que los imbéciles que se habían quedado con los restos de la república, dispusieran de su destino ya no de militar o político sino de esposo y padre, justo ahora que él mismo había decidido dejar de ser un estorbo para ellos, y dedicarse a su familia y a viajar por el mundo. Sarria y Erazo aceptaron aturdidos la bebida y evadieron la charla, nerviosos, invadidos por el miedo que produce en los asesinos la presencia de aquel de cuya vida han de disponer. Un par de veces trataron de escapar de la emboscada que les tendía el Mariscal a punta de aguardiente y de picantes ironías que iluminaba con los filosos disparos de sus ojos castaños, malabares de palabras que Sucre acompañaba con el encantador movimiento de sus manos inquietas y que humillaban a los dos complotados por la evidencia de que eran incapaces de entenderlos. El Mariscal tenía que saber que su atrevida jugarreta sólo serviría para alimentar en Sarria y Erazo un deseo de venganza personal que quizás le daba mayor sentido a la contrata que habían convenido para despacharlo al otro mundo, y que hasta ese momento sólo estaba alentada por la gana de servir a sus jefes y 16

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por la promesa de una recompensa en metálico. Incómodos, temerosos por sentirse descubiertos, al fin y de mala manera se pusieron de pie, resueltos a mentir sin el menor recato para escapar de la posada, que tengo que seguir a Popayán, general, dijo Sarria, que me esperan esta noche en salto de Mayo, balbuceó Erazo que hasta ahora no había abierto la boca, perro callado, míralo con cuidado, en verdad tengo que irme. —A estas horas y por estos andurriales, ni los espantos salen a pasear —los torturó Sucre mientras Caicedo, Colmenares y García Tréllez se miraban entre sí. Manuel de Jesús Patiño, un comerciante nacido en La Habana e instalado en Pasto de tiempo atrás por cuestión de negocios, se había encontrado esa tarde con Sarria en el Arenal, en el corazón mismo de la montaña de Berruecos, sigamos juntos el camino, le dijo el comandante, y así lo hicieron hasta llegar a la Venta, lo que convirtió al cubano en testigo de excepción, la víspera del asesinato, del encuentro de los cazadores con su presa. A fines de octubre, casi cinco meses después de los hechos, Patiño contó a los investigadores del gobierno en Pasto que, después de los aguardientes, Erazo fue el primero en anunciar que se iba, me esperan en salto de Mayo, y que Sarria se apresuró a decir que lo aguardase, vamos juntos, y que enseguida Sarria le preguntó a Patiño si venía con ellos, sigan ustedes, yo prefiero pasar aquí la noche y esperar unas cargas que me llegarán mañana, les contestó. Según el comerciante, el Mariscal y sus acompañantes salieron hasta la puerta de trancas de la posada a despedir a los dos hombres y, una vez montado en su bestia, Sarria se dirigió a Sucre, general, nada de Mariscal, empeñe todo su influjo y valimiento a fin de conservar la paz, que es lo que deseamos todos en este departamento, y repitió la frase, la paz, la paz, no lo olvide, justo antes de emprender la cabalgata. Apenas quince días después del crimen, el diputado García Tréllez recordaría un detalle adicional en el curso de una declaración ante las autoridades de Quito que también investigaban lo sucedido, por orden expresa del general Juan José Flores, nacido en Venezuela como la inmensa mayoría de los oficiales patriotas 17

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y convertido ya para el momento en caudillo de una nueva república desmembrada de Colombia, integrada por el territorio que había mandado la Real Audiencia de Quito, incluido el floreciente puerto de Guayaquil, las mismas provincias que algunos comenzaban a llamar Ecuador por estar atravesadas por esa línea geográfica demarcada un siglo antes por la Misión Geodésica. Flores, al igual que otros dictadores en ciernes que pululaban por las tierras costeras y andinas de las repúblicas en armas y que siempre habían visto al Mariscal como un hombre que había llegado demasiado lejos demasiado pronto, temía ser señalado como autor intelectual del crimen pues no faltó quien hiciera ver que si Sucre llegaba a Quito, su figura ensombrecería la del fundador de la nueva nación, que si asoma por acá, pobrecito de Flores. Un año largo atrás, Flores y Sucre habían combatido juntos contra las pretensiones expansionistas de los peruanos en la primera mas no la última de las guerras intestinas que desangrarían durante más de un siglo a las antiguas colonias españolas y harían pensar a muchos, tanto en América como en Europa, que quizás la independencia había sido una apuesta demasiado alta y en todo caso apresurada de los dirigentes criollos. Con la conducción estratégica del Mariscal, Flores y más de cuatro mil hombres combatieron a cerca de cinco mil invasores peruanos liderados por el general José Domingo de la Mar y los derrotaron en la batalla del Portete de Tarqui, en una llanura al sur de Cuenca. El Mariscal fue aclamado por los quiteños como su salvador, tal y como había sucedido siete años antes cuando Sucre derrotó a los realistas en las faldas del volcán Pichincha y garantizó así la libertad de la región. Dos semanas antes del crimen, Flores se había decidido por la secesión de los departamentos de Quito, Guayaquil y Asuay tras el retiro de Bolívar del gobierno en Bogotá; una cosa es que nos mande el Libertador y otra muy diferente que lo hagan los señoritos de Bogotá, que miran con desprecio a estas tierras del sur. Sabía que el dedo acusador de sus enemigos se alzaría contra él por el asesinato y, ansioso de librarse de cualquier mancha, disparó una intensa indagación judicial que recogió decenas de 18

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testimonios frescos, entre ellos el del diputado García Tréllez. El congresista, un joven hacendado de finos modales, creía tener en claro por qué la víspera del crimen el cubano Patiño no quiso seguir la marcha en compañía de Sarria y Erazo, y prefirió quedarse a pasar la noche en la posada de Venta. Recordó García Tréllez que cuando la siniestra pareja se alejó de la posada, el comerciante les preguntó dónde habían dormido la noche anterior, en salto de Mayo, en casa de Erazo, contestó el diputado. —Ustedes viven de milagro —comentó el cubano—, han dormido en medio de asesinos. García Tréllez corrió a repetirle esas palabras al Mariscal, quien, confirmadas y reconfirmadas todas sus sospechas, ordenó al negro Caicedo y a Colmenares que cargaran las pistolas antes de recogerse a descansar, miren que se han juntado dos pollos. Pero en vez de mantenerse despierto y alerta, Sucre se acostó y se dejó ganar por un sueño intermitente, resignado a que el destino resolviera las cosas por él y agobiado por el inventario de las decepciones que habían hecho fila ese año para instalarse en su corazón. La secesión del Ecuador era el último jirón arrancado a un vestido que la república de Colombia había sido incapaz de llevar con mínima elegancia por más de una década, después de las gloriosas jornadas de la guerra de Independencia, de las fiestas en honor del ejército patriota que entraba en las ciudades liberadas por calles cubiertas de flores, mientras las muchachas en edad de merecer se asomaban a los balcones y vivaban a los generales en uniforme de gala. Poco importaba que al final del desfile los soldados rasos sólo contaran con unos pocos trapos para tapar sus partes e incluso algunos, como ocurrió en Bogotá después de la definitiva batalla del puente de Boyacá, en agosto de 1819, luciesen ropa de mujer como única opción ante una desnudez que habría resultado más vergonzosa, y entonces las risas se sumaban a los vivas y a los aplausos al ejército libertador, y las mujeres corrían a confeccionar ropa sencilla para la tropa, de modo que pudiesen lucir un atuendo decente durante los bailes populares.

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No hay carnaval sin cuaresma, y los mismos que se habían hermanado en la gesta contra los españoles, ahora crucificaban al Redentor y se disputaban su herencia. Todos quieren su parte, todos le arrancan a mordiscos un pedazo a la obra del Libertador, triste suerte la de estas tierras en manos de generalitos que apenas oyeron silbar las balas y ya quieren fundar su propia nación y manejarla como si fuera su feudo. Terminada la guerra de Independencia, los militares deben pasar a retiro o recluirse en los cuarteles, reducir al ejército a ser un firme apoyo de las leyes, le escribió Sucre al Libertador en 1829, en vez de permitir a tanto oficial advenedizo asumir responsabilidades de gobierno, que eso no se hizo para nosotros, que es mejor dejárselo a los políticos de plaza, por muy incompetentes que resulten, no entiendo por qué mis compañeros de armas se mueren de ganas de gobernar, yo reniego siempre de cuestiones de leyes y decretos, de congresos y gabinetes que terminan siendo presa fácil de consejas y conspiraciones de costurero. Cada día, general, crece mi repugnancia por los destinos públicos y es invencible el fastidio que ellos me causan. Cuando las sombras del sueño acabaron de oscurecer los recuerdos, el Mariscal se quedó por fin dormido, pero el descanso que tanto necesitaban su cuerpo y su alma no se prolongó por mucho tiempo. De un salto se despertó, con sus delgados músculos congelados por el terror de la peor pesadilla imaginable: había perdido Ayacucho, la carga de la división colombiana al mando del general José María Córdova había sucumbido ante el fuego realista, el momento de mayor gloria de toda su carrera, el de mayor lustre, el más significativo de toda la Independencia, no había sido, y a Sucre le dolió el alma de sólo haberlo soñado aunque luego, barridos los restos de ensoñación, le dolió más preguntarse si en efecto Ayacucho había sido una victoria, o cuando menos si lo que vino después había valido tantos muertos, quien dijo años, dijo desengaños. Atormentado por el presagio de que ya nunca volvería a ver al Libertador, y pensar que ni siquiera llegué a tiempo para decirle adiós, se torturó todavía más y el cansancio de la jornada, 20

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que un rato antes había garantizado un sueño profundo a pesar de los temores, se adueñó de su cuerpo despierto y transformó su madrugada en una larga sucesión de pesadumbres que iban de la evidencia del fin de Colombia que sólo parecía dolerles a Bolívar y a él, a las pequeñas desavenencias casi anecdóticas de los últimos meses entre ellos dos, más dolorosas porque a veces Sucre sentía que su corazón latía bajo las costillas del Libertador y que las penas del Libertador eran sus propias penas. Agradezco sumamente su cariñosa queja sobre el compadrazgo, general, la marquesa ya iba a parir y él nombró padrino al general Flores, con quien acababa de derrotar a los peruanos en Tarqui, y no al Libertador, nada con qué justificar semejante desatino por muchas palabras que llenasen sus cartas. Para qué nueva relación, le escribió a Bolívar a fines de junio del veintinueve, cuando será imposible desmentir que todas las de mi corazón están con usted, dudo mucho si a mi padre mismo he querido más que a usted. En tono secote le respondió el Libertador, ofendido, cómo no, acabo de recibir en el correo la apreciable contestación de usted, doy las gracias por sus felicitaciones, por sus buenos propósitos, por su victoriosa disculpa a mi queja de compadrazgo. Sucre entendió que haría falta más para restañar esa herida en el alma sensible del padre de la patria y entonces, medio mes después, en un intento por justificar con cosas del destino una equivocación que no tenía descargos creíbles, mi mujer ha parido el diez de este mes, desgraciadamente me ha dado una hija en lugar de un soldado que yo quería para la patria, pero aun así, había que ofrecérsela, con el candor de nuestra amistad, como una amiguita cuyas primeras palabras serán las de gratitud al redentor de Colombia. Cómo estará, cómo estará la criaturita, se preguntó el Mariscal en el siguiente paso de la procesión de su desvelo, y la marquesa, cómo andará la paciente Mariana, tejiendo y destejiendo su espera, dedicada a espantar pretendientes que le agoraban que el Mariscal ya no vendría, que le insinuaban por los laditos, en el más quiteño de los estilos, que estaba casada con un fantasma. Y la casona, cómo andarán las cosas por allá, cómo irán las haciendas, 21

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sería capaz él, enviciado como estaba por años de azarosa agitación, de sorpresas diarias que prevenían cualquier aburrimiento, sería capaz de acostumbrarse a la paz de la familia, al cotidiano manejo de los asuntos del ganado y de las siembras, al día a día de la vida de pareja y a la crianza, a ser el padre que no había sido hasta ahora para ninguno de los hijos que había dejado regados por ahí, de las costas de Cumaná, en el Caribe oriental, al irrespirable altiplano de Bolivia. No recordaba siquiera el rostro de Teresita, no sabía cómo era su mirada ni cómo sonaba su risa, ignoraba cómo debía comportarse con ella, tampoco imaginaba cómo debía hacerlo con la madre, qué desvelo aquel en que incluso el sueño que había acariciado por años parecía de pronto trastrocarse en pesadilla. Y eso que ni en los peores momentos de esa madrugada de tortura en que veía venir su propia muerte e incluso suponía que la del Libertador estaba cerca, la ola de negros presagios le alcanzó para imaginar que, antes de dos años, la pequeña Teresa también se iría, como si el dolor no hubiese sido ya bastante, como si a la tragedia integral de su asesinato y del irrefrenable apagarse de Bolívar consumido por la tisis y la tristeza, le hiciera falta un agregado, un remate, la caída de Teresita de dos años y unos meses del balcón de la casona en Quito, donde jugaba en los brazos de su padrastro, el general Isidoro Barriga, compañero de armas de Sucre, el esposo escogido por la marquesa para salir de la viudez y, por ello mismo, uno más en la lista de sospechosos por el crimen y objeto por años de los peores rumores como consecuencia de las inexplicables circunstancias de la muerte de la niña, cuando ya el hijo de Barriga crecía en las entrañas de la marquesa y el trágico episodio lo convertía, aun antes de nacer, en el único heredero de la fortuna Carcelén. Gracias al cielo, la vida no le alcanzaría al Mariscal para tanto sufrimiento y en esas horas de sueño estremecido, no era la incertidumbre sobre un futuro inescrutable que jamás conocería sino la evidencia de un presente maldito del que él mismo era víctima, lo que le martillaba el alma y devolvía su mente una y otra vez al desvelo. No lo torturaba lo que podía pasar sino 22

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lo que ya había acontecido, y eso a pesar de los presagios, del aguardiente con los asesinos, del brujo y el diablo volando entre las montañas traicioneras, ya me las arreglaré para esquivar otra vez los puñales enemigos, si pasamos Berruecos, si llegamos al Juanambú, y si no, que lo que sea menester sea, porque ese otro mal aún no había ocurrido, podía suceder pero todavía no había sido. En cambio el estallido en pedazos de la patria, las hienas dedicadas a pelearse los restos, los hijos de Bolívar renegando de su padre, los tinterillos de Bogotá hambrientos de una comisión, una tajada siquiera del empréstito inglés, todo eso ya no era enmendable, como no lo era su llegada tarde a despedir al Libertador, qué pensaría de que yo no apareciera esa mañana, con lo facilito que su corazón blando se deja atrapar por las penas, qué habrá pensado al salir de Bogotá abandonado por todos, tú también, Sucre, tú también, cómo le dolió al Mariscal el dolor de Bolívar. Corrió a escribirle, otra vez a enmendar con palabras una falta, y por primera vez no le habló de desastres, ni del zarpazo de Páez, ni de las fallidas negociaciones de Cúcuta con los venezolanos, ni de las jugadas de Santander y del congreso. Atrás había quedado todo aquello de que no quiero firmar la disolución de Colombia, atrás lo de que voy adelante, y a pesar de mis pocas esperanzas, me esforzaré cuanto pueda para sacar el mejor provecho de esta comisión, al amanecer nos ha venido una intimación para que no pasemos, estamos ciertos, de La Grita nos hacen retroceder, que Páez no quiere que pase de allí la comisión, y no lo quiere porque yo soy uno de los comisionados, dicen que él cree que si yo voy le haré mal, yo no sé hasta dónde irá todo esto, temo que no se compondrá tan por las buenas. Y no se compuso. Antes de fin de abril había Venezuela y ya no había Colombia, al menos no como la había soñado el Libertador, no como debía de haber sido para que hubiese valido la pena, para que hubiese justificado veinte años de cadáveres, de viudas y huérfanos errando sin destino, de mujeres violadas y hombres decapitados, de campos incendiados y pueblos arrasados.

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Desde mediados del veintinueve, Bolívar estaba convencido de que sólo su partida, y aun ni eso, salvaría lo que quedaba. Cuánta pena tengo y cuánto disgusto por los disgustos de usted, le escribió Sucre desde Purificación en diciembre cuando se aproximaba a Bogotá para la reunión del congreso que tenía por encargo la imposible misión de dejar por escrito una receta para la salvación del país, manía recurrente que duraría por los siglos de los siglos, de tratar de pegar los pedazos de la patria desmembrada a punta de constituciones. Un tumulto sobre otro, una novedad sobre otra y las facciones que se suceden despedazan a Colombia y el corazón de usted, qué triste época, mi general, y qué desgraciada patria, véngase a Bogotá, insistía el Mariscal, para que remedie estos males de la hija de sus sacrificios. El Libertador llegó por fin a la capital el quince de enero y por unos pocos días, por unas horas apenas, la gente del común, la que no se había dejado ganar por la envidia ni tentar por las conspiraciones, creyó que todo se arreglaría por la sola presencia del hombre que había derrotado hasta entonces a todos los imposibles. Pero muy pronto resultó evidente que su magia de otros tiempos ya no era la misma, que sus ojos no brillaban como después de Boyacá, que entre la tos y la fatiga su voz se había apagado y apenas era capaz de persuadir, de convencer, de hacer renacer el sueño de lo que ya no sería, y eso a pesar del soplo de aire fresco que regresaba a sus maltrechos pulmones por el reencuentro con Manuelita, y de la única luz que no se había apagado aún en la maltratada mente visionaria del Libertador, la última esperanza de evitar el Apocalipsis, la carta de salvación que agotaba la baraja: convertir al Mariscal en su sucesor. A Sucre lo sostendremos entre todos, le escribió Bolívar a Flores, lo sostendré con mi espada y con todas mis fuerzas, le dijo al congreso en el mensaje de instalación el veinte de enero, sin mencionar a los delegados su nombre que falta no hacía porque todos ya sabían quién era el hijo amado, el heredero natural, el escogido y, por ello mismo, el hombre a vencer, el enemigo de todas las mentes pequeñas que hacían amplia mayoría en el congreso que el Libertador, en un último aliento de ilusión, calificó 24

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de admirable y que pronto daría muestras de lo muy poco que merecía tan grandilocuente apelativo. Los diputados eligieron a Sucre como presidente de sus sesiones pero a la primera oportunidad, quince días después de instalado, cuando los venezolanos aseguraron que defenderían su secesión con las armas contra el déspota, que así llamaban desde Caracas al caraqueño, al mismísimo Bolívar, designó a Sucre como enviado especial a la frontera para negociar con los enviados de Páez, una misión doblemente envenenada porque no sólo estaba condenada al fracaso y a poner en evidencia que el Mariscal ya no era el gran componedor de otros tiempos, sino que buscaba alejarlo del congreso y comprometer así la sucesión deseada por el Libertador. Enterado de la decisión de Páez de marchar con diez mil hombres si era el caso para garantizar la independencia venezolana no del yugo español sino del tirano caraqueño, Bolívar se vino abajo, mi cabeza no está en estado de entrar en el laberinto de la política y de la guerra, le escribió a O’Leary. El dos de marzo designó a Domingo Caicedo presidente encargado de lo que quedaba de Colombia y se retiró a la quinta de Fucha para reponerse de un ataque de bilis, lo mínimo que su cuerpo podía hacer para protestar por tanto maltrato, mientras se lamentaba con quienes lo visitaban, mi gloria, mi gloria, por qué me la arrebatan, por qué me calumnian, Páez, Páez, pero faltaba más. Los peores días estaban por venir. Con Bolívar en las afueras de la capital y Sucre empantanado en la frontera cerca de Cúcuta, los congresistas actuaron a sus anchas y algunos hasta se frotaron las manos de pensar en la separación de Venezuela, que al fin a las almas chiquitas no les gustan las naciones grandes, mientras el Mariscal, extrañado de su propia tierra, veía lo que venía, todos los peligros y todos los males de las pasiones exaltadas, la ambición y las venganzas van a desplegarse con todas sus fuerzas, le escribió al Libertador. Pero eso quedaba entre ellos dos porque en el congreso a nadie parecía importarle y, por el contrario, allí la máquina de los leguleyos operaba a toda marcha, corran, corran, votemos esta ley, para

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ocupar la presidencia de la república se requiere haber cumplido los cuarenta años. Sucre apenas tenía treinta y cinco. Todo estaba consumado y lo que quedaba pendiente eran apenas las costuras, la renuncia definitiva de Bolívar al poder que el congreso aceptó sin demora, y el deseo angustioso de Sucre de pasar de largo por Bogotá, apenas el tiempo para conferenciar con el Libertador y enterarse de sus planes que no eran otros que partir. No aceptaré nada, todo, todo, todo lo pospondré a dos objetivos, primero a complacerte, y segundo a mi repugnancia por la carrera pública, le escribió a la marquesa al anunciarle que su destino era Quito, adiós Mariana mía, quiéreme como te quiero. El Mariscal renunció al congreso, que hizo el amago de no aceptarle, pura pantomima porque a la hora de la verdad algunos sacaron de la manga un argumento jurídico de esos que justifican cualquier crimen: él había sido elegido por la provincia de Cumaná, su tierra, que ya no era parte del país. Sucre mismo lo puso de presente como excusa para irse, pero no era eso lo que lo impulsaba a dejar la capital. Lo más grave era el aire que se respiraba en sus calles que nunca lo quisieron y que él nunca quiso. El siete de mayo, un grupo de estudiantes quemó un retrato de Bolívar. El ocho, muy temprano, el Libertador se fue, sin despedirse de Sucre, que llegó tarde a la cita y horas después, con el corazón perturbado por la falla, la carta del adiós, mi general, cuando he ido a casa de usted para acompañarlo, ya se había marchado. Nada de Venezuela ni del congreso, apenas una última justificación, acaso es esto un bien, le dijo, pues me ha evitado el dolor de la más penosa despedida. Y el último párrafo, el último de la última carta, adiós, mi general, reciba por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de usted, y se despedía como su más fiel y apasionado amigo, Antonio José de Sucre. Nunca más se verían. Nunca más se escribirían. La humedad de la noche en la posada de la Venta taponó una de las fosas de la nariz aguileña del Mariscal a mitad de la madrugada, y sus ronquidos se dejaron oír por toda la casa. Las angustias habían quedado apartadas dándole paso al sueño, un 26

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par de horas antes de que los alaridos del terlaque despertaran al Mariscal al amanecer del viernes cuatro de junio de 1830. Abrió a la luz sus grandes ojos castaños y poco a poco cobró conciencia de su cuerpo por la vía de los dolores, el pecho apretado por tantos años de dormir a la intemperie, yo no soy más que una maraca vieja, solía decir a propósito de sus pulmones estragados, y los huesos vidriosos del brazo derecho afectados para siempre por el atentado de Chuquisaca. Llevo la señal de la ingratitud de los hombres en un brazo roto, le había escrito a Bolívar dos años antes, pocos días después de la sublevación que lo terminaría de convencer de abandonar la presidencia de Bolivia, qué traición esa, nunca en una batalla estuve tan cerca de la muerte. Basta, ya no más, pensó al levantarse, había tenido suficiente con la horrible noche dedicada a las tristezas del pasado reciente, y además era urgente ponerse en marcha, hay que cumplirles a Mariana y a Teresita, más de seis meses sin verlas, apenas recordaba a la bebé, apenas los besos de la marquesa, los abrazos de despedida en noviembre del veintinueve cuando partió para Bogotá por la misma ruta que ahora desandaba. Días antes de dejar Quito había pagado sus deudas y dictado su testamento, una obligación ahora que era padre de su primer heredero legítimo. Casi todo para ella, si yo muero estando viva mi hija, es mi sola y mi única heredera, la marquesa tenía fortuna, pero a la chiquita había que protegerla, todo para Teresita menos un tercio para los ocho hermanos de Sucre que seguían vivos, nueve más habían muerto, casi todos por cuenta de la guerra. Seguía pensando en su hija cuando miró la hora en el reloj de bolsillo, aún no son las siete y media, y él y sus compañeros de viaje abandonaron la Venta bajo un cielo limpio de nubes, y enfilaron las bestias por el estrecho y serpenteante camino hacia Pasto, amodorrado el Mariscal por el mal sueño pero contento de pensar que quizás había sobrevivido de nuevo y que de pronto Sarria y Erazo ya andaban lejos, que habían abortado el plan tras asumir que la serie de encuentros con la caravana de Sucre los había dejado en evidencia. Pero en el camino revivieron los temores. Poco antes de las ocho, y mientras avanzaban 27

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con trote lento por un angosto corte de montaña, el diputado García Tréllez emparejó su cabalgadura con la de Sucre, con la intención de conversar y, quién sabe, quizás con la de cuidarle el costado. —García —le dijo el Mariscal apenas se dio cuenta de la maniobra—, o se adelanta o se atrasa. Los fuegos sobre mí deben venir del flanco y puede usted ser herido por mi causa. El tono era de emplazamiento, y para confirmarlo, Sucre se negó a avanzar mientras el joven cuencano siguiera a su lado. Regañado pero obediente, García Tréllez no tuvo más remedio que apretar el paso y emparejar a Colmenares, que marchaba unos metros adelante, seguido por el asistente del diputado y por los dos arrieros, mientras atrás, rezagado y con los ojos bien abiertos, el negro Caicedo cuidaba la retaguardia. El Mariscal volvió a cabalgar solo, con la cabeza recostada hacia adelante, al lado de los helechos y de las pencas de cabuya agarradas a la pendiente, y bajo la bóveda sombría de las ramas de los robles y de los motilones. Cinco minutos después sonaron las cuatro detonaciones.

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