CAPÍTULO I
Descubriendo el infierno
“entréguenos a germán vargas lleras” —¿Usted es el hijo de don Óscar? —le preguntó la mujer. —Sí, yo soy Mauricio Lizcano; ¿por qué? —Ay, usted es igualitico a él. Vea —exclamó la mujer señalando el otro extremo del puente—, allá está su papá. Mi hijo aún recuerda con precisión las palabras de la guerrillera. Pero más que sus palabras, recuerda la impotencia que sintió al tenerme a treinta metros de distancia y no poder verme, pese a que ya cumplía algo más de siete meses de estar secuestrado. La frustración que lo embargó en ese momento fue apenas una de las tantas de la valiente lucha que emprendió por mi liberación. El encuentro con la guerrillera ocurrió cerca de San Antonio de Chamí, corregimiento del mu17
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nicipio de Mistrató (Risaralda), cuando le entregaron mis primeras pruebas de supervivencia. Fue el Mono Jojoy, miembro del secretariado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), quien le indicó dónde las debía recoger y quién se las entregaría. La cruzada para llegar hasta San Antonio empezó veinticuatro horas antes, con el sinsabor de la propuesta vulgar y corrupta que le hizo Jojoy como condición para dejarme en libertad, que explicaré un poco más adelante. Desde muy temprana edad, Mauricio demostró un gran carisma para liderar proyectos colectivos. De hecho, cuando me secuestraron él era el vicepresidente de la Asociación Internacional de Estudiantes en Ciencias Económicas y Comerciales (Aiesec, por su sigla en francés). Además, era el presidente del Consejo Estudiantil de la Universidad del Rosario, donde cursaba derecho. Allí había conocido a un compañero de carrera y líder estudiantil perteneciente a las Juventudes Comunistas (juco) que había visitado en varias ocasiones la zona de distensión del Caguán y mantenía contacto a través de internet con Carlos Antonio Lozada, jefe guerrillero. Al día siguiente, Mauricio y su compañero llegaron al Caguán y lograron hablar con Lozada, quien les aseguró que gestionaría una reunión con los comandantes del secretariado. El encuentro se produjo al otro día, en la misma mesa donde los negociadores de las farc hablaban supuestamente de darle un final feliz al conflicto colombiano. El ahora extraditado Simón Trinidad, Joaquín Gómez y Carlos Antonio Lozada recibieron al par de muchachos. —Esta es la guerra y en ella pagan muchos inocentes —afirmó Trinidad, en tono déspota—. Así como su papá está secuestrado, muchos guerrilleros nuestros están en las cárceles, en condiciones denigrantes. Así que mientras 18
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no haya un canje humanitario no es posible liberar a su papá. Tras horas y horas de conversación, en las que los guerrilleros expusieron sus puntos de vista políticos y debatieron con mi hijo aspectos de los diálogos de paz, ni Trinidad ni sus compañeros dieron alguna esperanza sobre mi liberación. Mauricio volvió a Bogotá. Para su primera visita yo era el único secuestrado, pero luego vino la retención de Luis Eladio Pérez, así que Ángela —esposa de Luis Eladio— y mi hijo se acompañaron mutuamente en aquellos viajes, en los que resistían horas esperando que los negociadores terminaran sus largas reuniones y luego, cuando por fin los atendían, soportaban otras horas más de peroratas sobre el secuestro y el canje humanitario. Siempre llegaban a la misma conclusión: “No es posible la liberación hasta que no se dé el intercambio”. En alguna ocasión Ángela y Mauricio perdieron el viaje, pues cuando llegaron al lugar de las negociaciones encontraron que unos embajadores y los guerrilleros estaban de fiesta, bailando y, a juzgar por las botellas de whisky vacías, en pocas condiciones para entablar una conversación lúcida sobre el secuestro. Sin embargo, aquellas jornadas de lobby le dieron a mi hijo cierto reconocimiento entre los jefes del grupo armado, pues su formación de estudiante de último semestre de derecho y la gestión que realizaba en torno a mi liberación lo dotaron de argumentos para encarar las explicaciones de los guerrilleros. —Seguramente ustedes creen que van a llegar al poder, pero secuestrando y haciendo lo que hacen no creo que lo logren. Ustedes no colman las expectativas que se creó el pueblo colombiano sobre el proceso de paz, pienso que están muy mal —le dijo Mauricio alguna vez a Joaquín Gómez. 19
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—Vea, Lizcano: hace cuarenta años éramos cuarenta guerrilleros, ahora somos veinte mil. ¿Le parece que vamos muy mal? —respondió airado el jefe guerrillero. Iván Ríos también participó en aquella reunión e invitó a Mauricio a que conociera un campamento por dentro. En la siguiente visita, mi hijo cumplió la cita. Aquel campamento, ubicado en La Y, era una pequeña ciudad que contaba incluso con sala de cine para recrear a los combatientes. Mauricio durmió allí y al día siguiente habló con el Mono Jojoy. —¿Sabe qué? Yo veo que usted es un buen cuadro político —aseveró Jojoy—. Algún día va a llegar a la alta política, pero no pierda el tiempo con esa gente corrupta. Si usted quiere lograr algo en la política, trabaje con nosotros. Mejor dicho, le voy a hacer una propuesta. Esta noche pienso en eso y mañana le mando la razón con Iván Ríos. La reunión terminó a las siete de la noche y tres horas más tarde apareció Ríos. Según le dijo, Jojoy había prohibido que el muchacho durmiera esa noche en el campamento, por lo que él mismo le buscó hospedaje en una residencia del caserío vecino. La dudosa higiene del lugar y el zarandeo en las habitaciones vecinas no lo dejaron pegar el ojo en toda la noche. Al día siguiente se encontró nuevamente con Ríos. —Vea, Mauricio, el camarada Jojoy propuso una solución para lo de su papá. —¡Ah, gracias a Dios! —exclamó Mauricio, esperanzado con mi posible liberación. —Según hemos visto, usted conoce muy bien la clase política, entonces la idea es que nos haga inteligencia allá. —¿Cómo así que inteligencia? —preguntó extrañado mi hijo. 20
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—Sí, muy fácil: usted va y hace inteligencia, después nos entrega a Germán Vargas Lleras y nosotros soltamos a su papá. Obviamente decimos que lo liberamos porque está muy enfermo, para no levantar sospechas. —¿Usted qué me está proponiendo, por Dios? —replicó Mauricio—. Por un lado, yo no me presto para cosas ilegales, y por el otro, yo no confío en ustedes. Además, yo no soy amigo de Germán Vargas. —Pues hermano, esa es la propuesta. Piénsela, y si se decide, nos busca. —No, ya lo decidí. Yo estoy haciendo un trabajo humanitario por mi papá y no esas cosas malas. Indignado por lo que acababa de escuchar, Mauricio abandonó el campamento guerrillero. Se resistía a creer que los jefes de las farc hubieran siquiera pensado que él sería capaz de prestarse para su macabro juego. Mauricio siguió, contra mi voluntad, la carrera política. A los dos años de este incidente, mi hijo le contó al presidente Álvaro Uribe la propuesta que le habían hecho los guerrilleros. A los pocos días, el mismo presidente contó la anécdota, sin revelar los nombres de los protagonistas, en algunos consejos comunales. En aquella ocasión lo escuché y me puse muy nervioso, pues si revelaba los hechos y sus protagonistas se complicaría mi situación. Cuando Mauricio salía, lo recogió Iván Ríos; en ese momento el comandante le indicó que un guerrillero llamado Ánderson lo esperaría al día siguiente en San Antonio de Chamí para entregarle mis primeras pruebas de supervivencia. Como Mauricio estaba a cientos de kilómetros de allí, durante siete horas tuvo que tragar polvo de la carretera destapada que de San Vicente del Caguán conduce a Neiva, pues no encontró más transporte que el platón de una camioneta.
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En Neiva tampoco consiguió vuelo para Bogotá, así que emprendió el viaje por tierra. Llegó en bus hasta Ibagué y luego a Pereira. En Anserma se encontró con un guerrillero que se hospedaba al lado del comando de Policía de esa ciudad. Un carro de bomberos y un sacerdote amigo de la familia lo acompañaron hasta la zona rural de San Antonio de Chamí, donde lo esperaban Ánderson y la guerrillera, para entregarle el primer video que contenía las pruebas de mi supervivencia. Sería la primera vez que mi familia podría constatar mi real estado de salud, tras casi ocho meses de cautiverio. Un mes después de mi secuestro les había enviado una pequeña nota, escrita de mi puño y letra, con uno de los civiles liberados, quien estaba conmigo en el primer campamento al que llegué tras aquellos primeros veintiséis días de infierno.
“atrinchérese detrás de aquel árbol” Una pátina verdosa y enclenque iluminaba el cielo y les daba un tono azulino a las montañas. El destello aparecía por unos segundos y se apagaba poco a poco hasta que, en la oscuridad de la noche, llegaba a mis oídos el sonido débil del estallido de las bombas. Aunque era consciente de que el tableteo de las ametralladoras y el estruendo de los explosivos ocurrían a varios kilómetros del campamento, nunca había estado tan cerca de un combate, y saberme en medio del fuego cruzado, me provocaba un escozor en todo el cuerpo. Recuerdo bien ese coro de guerra porque fue el primero de tantos otros que padecería durante los ocho años de secuestro que me esperaban. Esa noche del 1º de septiembre de 2000 se cumplían veintiséis días de secuestro, de los cuales diecinueve los habíamos invertido en una travesía agotadora en la que sobrepasamos el co22
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rregimiento Puerto de Oro, jurisdicción del municipio de Mistrató, y continuamos la marcha hasta un campamento cercano a las minas de San Felipe, ubicadas por los lados del corregimiento de San Antonio del Chamí, también del municipio de Mistrató. Llegué hasta allí en la comisión encabezada por Alvarito, en medio de un aguacero torrencial. Eran las siete de la noche cuando arribamos al lugar y de inmediato me condujeron a la caleta que tenían dispuesta para mí. Mientras entraba al campamento, pasé por el lado de varias personas que creí que eran guerrilleros. Los saludé amablemente y luego me acosté sobre las tablas rústicas. Pese al cansancio que tenía, dormí muy poco, pues mi ropa estaba emparamada, y como no tenía una cobija para abrigarme, fui víctima del viento frío que golpeaba con fuerza en la montaña. Cuando me desperté, acaricié por un momento la grata ilusión de estar en libertad. Así fue durante muchos días, hasta que mis pupilas aprendieron a reconocer las ramas de los árboles o el plástico negro que techaba mi caleta. Aunque lo vivido en días anteriores había allanado mi nueva realidad, esa mañana en especial sentí por primera vez el peso de la nostalgia. Me senté en mi caleta y estuve en silencio por largo rato, pensando en mis hijos y en Martha, de quienes no había recibido noticias y que para ese entonces debían estar acorralados por la angustia. En esas estaba cuando vi caminar hasta mi caleta a un hombre trigueño, barrigón y bajito. El bozo poblado le acentuaba la redondez del rostro. —¿Cómo le va, don Óscar? —Pues vea, aquí me ve —respondí con ironía. —Yo soy el encargado de su vigilancia —señaló el guerrillero, con un murmullo que le restó firmeza a su nuevo cargo.
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Mientras me indicaba cuál debía ser mi comportamiento y me advertía qué podía pasar si no seguía su reglamento, pude detallar a las otras personas que se encontraban en el campamento y que había visto la noche anterior. Me miraban con curiosidad, a una distancia de diez metros. Su comportamiento y la forma como estaban vestidos me dieron pistas para pensar que no eran guerrilleros, como había presumido, sino que también estaban secuestrados. Esa misma tarde pude hablar con ellos. Se trataba de Andrés Cabrera, un muchacho de diecisiete años de edad y oriundo de Neiva; el ganadero Joaquín Londoño, proveniente del municipio caldense de La Merced, y Jaime e Iván Montoya, dos hermanos que vivían en Belalcázar, municipio de Caldas. Tiempo después supe que a cien metros de nosotros mantenían a otro secuestrado. Su historia, dolorosa como tantas que nos ha dejado la guerra en este país, conmovió a los colombianos. El 17 de marzo de 2000, las farc asaltaron el corregimiento Santa Cecilia, jurisdicción del municipio de Pueblo Rico (Risaralda). En las paredes de las casas los guerrilleros pintaron con aerosol varios grafitis: “farc-ep Aurelio Rodríguez. No al Plan Colombia”. El comando y las casas vecinas quedaron como si un vendaval de plomo y pólvora se hubiera ensañado con ellas: sin techo y con las paredes agujereadas por cientos de proyectiles. Durante el combate secuestraron al cabo José Norberto Pérez. Su cautiverio dejó en evidencia la crueldad de las farc, pues durante mucho tiempo su hijo, de apenas doce años, rogó que le devolvieran a su padre. No se trataba de una petición cualquiera sino de la súplica de un pequeño que tenía los días contados debido a un cáncer terminal. Pese a su corta edad y a su menguada salud, Andrés tuvo la valentía de pedirle públicamente al grupo guerrillero 24
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que le permitiera morir al lado de su padre. “Yo sé que en su propuesta al gobierno busca usted un intercambio de soldados y policías por guerrilleros enfermos, pero sé también que usted, como colombiano que es, va a hacer conmigo una excepción”, escribió el niño en una carta que le envió a Manuel Marulanda, principal cabecilla del grupo armado. De nada valieron las súplicas del niño y de las entidades de derechos humanos. Andrés murió el 18 de diciembre de 2001, esperando que la voz tierna de su padre le diera el último adiós. Para ese momento, el cabo cumplía veintiún meses de secuestro. El militar era el sexto cautivo que se encontraba en el campamento, pues los guerrilleros lo mantuvieron separado de nosotros, a quinientos metros. A diferencia de la soledad del cabo Pérez, en esa ocasión yo tuve la grata compañía de los otros secuestrados, quienes me animaban con palabras de aliento. Ellos fueron, en cierta forma, un bálsamo para mi depresión. Tenía el ánimo en el piso, ni siquiera quería comer, pese a que en aquella época los diálogos de paz del Caguán facilitaban que los guerrilleros consiguieran remesas sin cicaterías. En esos días escuché por primera vez los mensajes radiales que me enviaba mi familia. Había visto que los otros secuestrados mantenían la oreja pegada al radio, esperando las palabras consoladoras de sus esposas o seres queridos, pero como yo no contaba con radio me sentía abandonado. —¡Lizcano! ¡Lizcano! —gritó Joaquín Londoño desde su caleta—. Movete que tu esposa está en el radio. Me levanté de las tablas rústicas que hacían las veces de colchón y corrí hasta donde estaba Londoño. “Óscar, debes tener mucho ánimo y fe. Todo se va a solucionar…”, le alcancé a escuchar a Martha antes de que el 25
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llanto me atribulara. De inmediato regresé a mi caleta y me quedé allí, solo. No quería hablar con nadie. Me aislé de los demás y ni siquiera acepté la invitación que me hicieron en la noche para ver televisión, ya que en aquel campamento había una planta eléctrica. Sin embargo, a la mañana siguiente, ya un poco más calmado, pensé que alejarme de los demás empeoraría mi situación. Entonces me fui familiarizando con los guerrilleros y empecé a identificarlos: Jofre, que sería luego comandante de comisión, y Deisy, a quien fusilarían años después, fueron dos de los guerrilleros con los que tuve contacto en ese momento. En la tarde del 1º de septiembre, el comandante Guillermo me dio una colchoneta delgada, que se podía cargar fácilmente. Luego Daniela me entregó un toldillo rosado para que me resguardara de los mosquitos. Minutos después de que la guerrillera me diera el toldillo, las ramas de los árboles que cubrían el campamento comenzaron a temblar y por unos segundos tuvimos frente a nosotros, en el aire, la trompa de un helicóptero. Luego escuchamos con más claridad las ráfagas de balas y las bombas que resplandecían en las montañas cercanas al campamento. —Don Óscar, si vuelve a sentir un helicóptero, atrinchérese detrás de aquel árbol grueso —me dijo Guillermo en voz baja, como a eso de las once de la noche, y luego de que nos ordenara a todos los secuestrados meternos a nuestras caletas. Al día siguiente escuchamos por la radio la noticia, y aunque ya habíamos dejado el lugar, nos sorprendió el riesgo que corrimos. Desde las dos de la tarde de ese 1º de septiembre, trescientos combatientes del frente Aurelio Rodríguez y cincuenta más del frente 47 de las farc emboscaron la base militar asentada en el cerro Montezuma, jurisdicción de Pueblo Rico. Los guerrilleros llegaron hasta 26
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allí en una decena de carros que contrataron para que los transportaran. Rubín Morro, Germán, Ánderson, Khadafi y Rómulo iban al mando de la operación. Aunque cuando Karina se entregó, en mayo de 2008, los medios de comunicación informaron que ella había comandado esa toma, algunos guerrilleros que dieron su testimonio para este libro manifestaron que la ahora desmovilizada no había participado en la acción armada. Una parte de la tropa se quedó en la carretera que llevaba a la base, mientras el grueso de los combatientes se instaló a treinta metros de la construcción militar. El ataque empezó a las dos de la tarde y se prolongó hasta el día siguiente. En medio del fuego cruzado cayeron muertos doce hombres pertenecientes al Ejército y resultaron heridos otros veintinueve. Pero el bando atacante no corrió con mejor suerte, pues al menos quince guerrilleros murieron. El estruendo de las fuertes explosiones llegó hasta nosotros y también el sonido del avión Arpía que acudió a apoyar a los militares a eso de las siete de la noche. A las dos de la mañana los guerrilleros también padecieron el contraataque de un cazabombardero y a las cuatro, cuando aún no despuntaba el amanecer, un avión fantasma ac-47 se vino a pique. Tres oficiales y cuatro suboficiales técnicos que conformaban la tripulación de la aeronave perdieron la vida. Y mientras el avión chocaba contra el cerro Tamaná, nosotros emprendíamos la marcha, aún iluminados por los reflejos de las bombas que estallaban a lo lejos. Guillermo habló largo rato por radio y recibió la orden de evacuarnos de aquel campamento. Aquella marcha estuvo pasada por una lluvia intensa y las trochas que recorrimos eran intransitables. Detrás de nosotros, a unos doscientos metros de distancia, marchó el cabo Pérez. Los días siguientes lo 27
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vimos apenas un par de veces, a lo lejos, cuando lo llevaban al río para que se bañara. Esa fue mi primera marcha acompañado de otros secuestrados, porque al poco tiempo empecé a quedarme solo. El primero en conocer la noticia sobre su libertad fue Jaime Montoya, quien le entregó a mi esposa Martha una notica que le escribí y con la cual mi familia confirmó que yo estaba vivo y en poder de las farc. Luego le tocó el turno a Iván, hermano de Jaime, y a Joaquín. Nos abrazamos. Si bien era consciente de que yo permanecería cautivo, me emocioné mucho con la buena nueva y la felicidad que veía en el rostro de mis dos amigos. Con Joaquín, particularmente, entablé una amistad muy estrecha, pues en su sufrimiento vi reflejado mi propio dolor. Él, al igual que yo, entró en una profunda depresión. Cada que escuchaba los mensajes de sus familiares, se entristecía sobremanera y pasaba la tarde apesadumbrado y nostálgico. Es un hombre bueno y trabajador. Pero la felicidad en la selva es un airecillo débil que de un momento a otro se convierte en borrasca. Y así ocurrió con la alegría que aquella mañana invadió a Joaquín y que en la tarde no era más que un llanto rabioso. Llegó a mi caleta empapado, no sólo por la lluvia que caía sobre el campamento, sino por sus propias lágrimas. Nos contó que el comandante le había notificado que su liberación no sería posible, ya que su familia no había pagado debidamente la suma de dinero que cobraba el grupo guerrillero. Lloró con amargura y nosotros lo acompañamos en silencio, amasando en el corazón su mismo desasosiego. Ocho días después se solucionó la situación y finalmente Joaquín pudo salir. Nos despedimos con afecto el 17 de noviembre de 2000. Tiempo después Guillermo se marchó y le entregó el mando a Román. Su partida se debió a que se le encargó 28
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llevar al cabo Pérez hasta el departamento de Antioquia y entregárselo al frente 34. El 4 de abril de 2002, cuatro meses después de la muerte de su hijo Andrés, las autoridades hallaron el cadáver del cabo en zona rural del municipio antioqueño de Granada. Según se supo luego, los guerrilleros que lo tenían retenido le dispararon en la cabeza y en la espalda cuando trataba de escapar. Con inmensa tristeza escuché la noticia de su muerte, pero me consoló pensar que en algún hermoso lugar el pequeño Andrés sonreía feliz al lado de su padre. Su sueño de estar juntos, al fin, pudo cumplirse. Aun en medio de estas circunstancias, continuaba pensando en que me liberarían pronto. Seguía confiando en que mientras existiera una mesa de diálogo entre el gobierno y la guerrilla, habría un espacio para que negociaran mi pronta salida de aquel infierno. Además, en el fondo del corazón abrigaba la esperanza de que las farc se dieran cuenta de que mi proyecto político estaba enfocado a mejorar las condiciones de los habitantes de los resguardos indígenas y los campesinos de la región donde tenía influencia el grupo que me retenía. De hecho, mi propuesta era la que más acogida tenía con miras a las elecciones regionales y locales que se celebrarían en octubre de ese año. Justamente por la tranquilidad que me daba tal aceptación entre la población rural de esa zona de Caldas, caí como un niño ingenuo en la trampa que me tendieron aquel 5 de agosto.
camino al cautiverio Me despertó la algarabía de las gotas de lluvia al restallar en la ventana de mi cuarto. Eran las cinco de la mañana y el cielo había amanecido rabioso: nubes grises, relámpa29
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gos distantes y un silencio que, ahora que lo pienso, pudo ser premonitorio de algo malo. La noche anterior al 5 de agosto del año 2000 dormí en un apartaestudio ubicado a una cuadra del parque La Candelaria. Cada que visitaba Riosucio me hospedaba en aquel lugar, propiedad de un gran amigo mío: Julio César Sánchez, director de la emisora Armonías del Ingruma. Como si acaso fuese una preparación para lo que se venía, me trasnoché hasta la madrugada releyendo Las consecuencias económicas de la paz, de John Maynard Keynes, el economista británico. También ojeé El arte de la guerra, de Sun Tzu; una antología poética de José Asunción Silva y una de Miguel Hernández. Salí a pesar de la lluvia. Era sábado, y aunque es común que a esa hora el pueblo ya dé señales de vida, el clima parecía haber asustado a los pobladores; apenas unos pocos se apiñaban en las aceras, resguardándose del torrencial aguacero. “Hola, don Óscar”, gritaron algunos, con la amabilidad con la que siempre me acogieron. En Riosucio culminé el bachillerato. Llegué allí después de ser expulsado por promover protestas en el colegio de los hermanos lasallistas, en la capital antioqueña; la misma causa me exilió del Liceo Universidad de Medellín. Estas circunstancias colmaron la paciencia de mi madre, Ascensión, una mujer autodidacta, aficionada a la lectura. Ante mi fracaso en el Liceo Universidad de Medellín, tomó el teléfono y se comunicó con Guillermo Hoyos, un pariente mío que estudiaba en Riosucio. Su nombre me era apenas familiar, por la algarabía que hacía la familia cuando participaba en la Vuelta a Colombia en bicicleta. A la siguiente semana de la llamada a Guillermo, mi mamá y yo viajamos en flota hasta Riosucio y esa misma tarde me matriculó en el Instituto Nacional Los Fundadores.
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Meses después de mi ingreso a aquel colegio, me uní a una manifestación contra la construcción de la Central Hidroeléctrica de Caldas, liderando las consignas rebeldes de los demás estudiantes. William Correa, por aquel entonces rector del instituto, me llamó a su oficina y, pese a mis súplicas, me expulsó del colegio. A escondidas de mi madre busqué otro colegio en el municipio de Supía, también del departamento de Caldas y a dieciocho kilómetros de Riosucio. Allí hablé con Henry Jaramillo, rector del liceo del pueblo y suegro del senador Víctor Renán Barco. Jaramillo me recitó una lista interminable de condiciones para permitirme ingresar a su colegio, pero en últimas aceptó que estudiara allí. Aunque presidí el centro literario y lideré una colecta puerta a puerta en el pueblo para dotar de libros la biblioteca de la institución, un mes después me expulsaron porque seguí liderando protestas. Volví entonces a Riosucio, y después de muchos ruegos y consultas con el Ministerio de Educación, William Correa permitió que ingresara de nuevo al Instituto Nacional Los Fundadores, donde por fin terminé el bachillerato. Sin embargo, ocurrió algo muy particular: mis excompañeros del liceo de Supía se rebelaron y exigieron que me nombraran bachiller “espiritual”, así que mi foto quedó enmarcada en ambos anuarios. Por aquella época, Martha Arango, mi esposa —mi Barquerita—, cursaba octavo grado en el mismo colegio de Riosucio. Pese a esa coincidencia, la vine a conocer tres años después, a través de su hermano Diego. Una noche, luego de una fiesta, Diego me acompañó a llevarle serenata, y aunque su padre no la dejó salir siquiera a la ventana, el noviazgo se concretó días después. Ella empezaba sus estudios de contaduría en la Universidad de Antioquia, mientras que yo había optado por la economía en la Uni31
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versidad de Medellín. El 30 de diciembre de 1974 nos casamos, y tanto la misa como la fiesta se celebraron en su casa, ubicada en el marco del parque La Candelaria. Así pues, mi historia está necesariamente ligada a aquel pueblo. Por esas mismas calles que me son familiares desde joven, caminé la mañana del 5 de agosto, dispuesto a cumplir una cita que se convertiría en la pesadilla más larga de mi vida. Después del desayuno me encontré con Silvia Victoria López Cuesta, candidata a la alcaldía de Riosucio. Este municipio tiene una población cercana a los cincuenta mil habitantes. Buena parte de ellos son indígenas emberá-chamí, puesto que su territorio alberga los resguardos San Lorenzo, Caña Momo y Loma Prieta. Riosucio es reconocido además nacionalmente por las Fiestas del Diablo, celebradas cada dos años. Las elecciones de alcaldes estaban programadas para el 29 de octubre, así que la campaña electoral estaba en pleno furor. Silvia, con 37 años de edad, había tomado la bandera como candidata del Partido Conservador Colombiano, del cual yo formaba parte. Días antes me había pedido que la acompañara a la vereda Getsemaní, donde teníamos algunos proyectos de ayuda a la comunidad. Ella se había desempeñado como contralora y tesorera del municipio, así que conocía perfectamente la región. Tomamos la ruta que conduce al municipio de Jardín, en el suroeste antioqueño. Para el viaje, Antonio Hoyos, un viejo amigo mío, me prestó su Mitsubishi azul, modelo 94. Al volante iba Roberto Salazar, a quien cariñosamente le decíamos Caliche. Roberto fue una persona muy cercana a mi familia y un hombre de absoluta confianza para mí. Aquel día fue nuestro último encuentro, pues falleció a causa de diabetes cuando yo aún permanecía en poder de la guerrilla. La noticia de su muerte, seis años después 32
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de mi secuestro, me produjo gran dolor. Luego de mi fuga supe que murió con la angustia de no poder verme libre; que cada mañana visitaba la iglesia San Sebastián, en Riosucio, para rogar por mi salud y libertad, y que incluso llegó a establecer contactos con altos mandos del frente Aurelio Rodríguez para interceder por mi liberación. Poco antes de las doce del día llegamos a la vereda Getsemaní, un caserío de no más de veinte viviendas. Aunque me sorprendió ver a dos guerrilleros en la carretera, no me preocupé, pues durante muchos años recorrí la zona rural de Riosucio sin tener ningún contratiempo con los grupos armados presentes en la región. Algunos campesinos de la vereda nos recibieron y tras preguntarles por qué estaban allí los subversivos, explicaron que se trataba de la avanzada —grupo de guerrilleros encargados de explorar la zona—, y que su labor era informar al comandante del frente sobre los vehículos que transitaban por la carretera. Al guerrillero lo conocían en las farc como Familia. La joven que lo acompañaba se llamaba Katherine. Les llevamos dos gaseosas, dos tarritos de salchichas, cuatro panes y una cajetilla de cigarrillos, que compré en la tienda de la vereda. Nuestra conversación comenzó con frases amables en las que no noté hostilidad ni sospechas. Katherine, una muchacha delgada de cabello ensortijado y rubio, debía tener unos veinticuatro años, y según la forma como nos habló, mostraba un interés particular en el proceso de paz que se llevaba a cabo entonces entre el gobierno del presidente Andrés Pastrana y las farc. Buena parte de los colombianos, entre ellos la misma Katherine, tenían la esperanza de que a través de los diálogos entre las dos partes se lograra una solución política negociada al conflicto interno que padece el país desde 33
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hace cinco décadas. Dicho proceso empezó formalmente el 7 de enero de 1999 en San Vicente del Caguán, municipio del departamento de Caquetá. Pastrana cedió ante la condición de las farc de desmilitarizar 42.130 km² que abarcan, además de San Vicente, los municipios de Mesetas, Uribe, La Macarena y Vistahermosa, en el Meta. Sin duda, el proceso de paz del Caguán fue el momento más importante en la historia de las farc. Las garantías ofrecidas por el Estado y el apoyo de los colombianos al proceso les daban toda la ventaja para salir victoriosas a través del diálogo. Con ese territorio en su poder y con casi tres años de tira y afloje en sus condiciones para lograr la paz, el grupo guerrillero consiguió un poder militar que el mismo Pastrana denunció el 20 de febrero de 2002, cuando declaró ante los colombianos la ruptura definitiva de los diálogos de paz por el secuestro del entonces senador Jorge Eduardo Géchem Turbay a bordo de un avión de Aires. La terca actitud de no cesar sus hostilidades, de continuar efectuando secuestros y ataques a poblaciones, provocó un efecto inverso que ahora está llevando al grupo revolucionario al peor momento de su historia. Aplicando su propia rigidez, el presidente Álvaro Uribe —elegido luego de que se rompiera el proceso— ha logrado reducir ostensiblemente las acciones violentas del grupo guerrillero gracias a su Política de Seguridad Democrática. Ello, más que un modo de gobierno, tiene un trasfondo que, sin duda, las farc deben leer como la respuesta del pueblo a sus atropellos: los colombianos no votaron a favor de Uribe, sino en contra de las farc. Si bien aquél fue un proceso de paz que nació muerto y que terminó en las peores circunstancias cuando yo cumplía ya año y medio de secuestro, días antes de mi visita a Getsemaní el secretariado de las farc había emitido un 34
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comunicado en el que manifestaba que el grupo guerrillero respetaría las elecciones de octubre y no llevaría a cabo acciones armadas durante la jornada electoral. Conocedor de ese comunicado, visité con absoluta tranquilidad aquella vereda, sin temer que ello representara algún riesgo para mi integridad; es más, ni siquiera solicité escolta. Durante la conversación con Familia y Katherine, aproveché para llamar a mi esposa del celular que el Congreso de la República me había dado. Ella viajaba por tierra desde Bogotá, en compañía del excongresista Gonzalo Marín Correa y su familia, quienes se ofrecieron a llevarla a Manizales. Yo había llegado de la capital el día anterior y cuando me despedí de Martha, acordamos que nos reencontraríamos en Riosucio al día siguiente. Por aquella época nuestro hijo Mauricio estaba terminando su carrera de derecho en la Universidad del Rosario, así que esa semana estuvimos instalándolo en un apartamento al norte de Bogotá, pagándole la matrícula y comprándole algunos libros que necesitaba. Creo que fue algo premonitorio que quisiera escuchar la voz de Martha. Mi celular estaba casi descargado, por lo que le pedí a Balbino Hernández, el campesino que nos atendió en Getsemaní, que me permitiera cargarlo. La conversación duró por lo menos tres minutos, en los que me contó detalles de cómo había quedado Mauricio en Bogotá. En ningún momento la alarmé contándole lo de los guerrilleros. Unos minutos después, Katherine se alejó del grupo y habló por el radio “de dos metros”, tal como lo llamaban los guerrilleros. La habían designada “mando” de escuadra y por tanto era quien mantenía comunicación con el comandante del frente Aurelio Rodríguez, al que pertenecían los guerrilleros. Este frente era el encargado 35
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de controlar la zona del departamento de Caldas conocida como el Alto Occidente y conformada por los municipios de Supía, Riosucio, Anserma y Marmato. No oí nada de lo que la guerrillera habló con su interlocutor, puesto que nos separaban unos veinte metros de distancia. Aun así, cuando apagó el radio caminó hasta donde estábamos y me dijo: —Doctor, ¿usted nos puede llevar en su carro hasta por allí arriba? Lo que pasa es que el comandante quiere hablar con usted sobre algunos asuntos… —No hay problema, nosotros los arrimamos —contesté, sin pensar lo que me podía pasar. Caliche y Húber Bueno Blandón, un muchacho oriundo de Riosucio que también nos acompañó en el viaje, ocuparon la parte delantera del vehículo; Silvia Victoria y yo nos sentamos en la silla de atrás, y los dos guerrilleros se acomodaron en las banquitas contiguas a la puerta trasera del carro. Recuerdo que Familia le preguntó a Caliche si tenía música vallenata y éste le respondió que no, pero le prometió que al día siguiente le enviaría cuatro o cinco casetes de esa música. La conversación durante el viaje fue muy amena, echamos chistes y hablamos de cosas cotidianas. Nunca pensé que ese camino que recorríamos me llevaría a ocho años y tres meses de secuestro.
la primera de 3.004 noches de secuestro Cuando nos sentamos en el corredor de aquella casa, los últimos rayos de la luz del día se extinguían tras las cumbres. Apenas pude ver los rasgos indígenas del guerrillero que se me acercó para pedirme los documentos de identificación. Le entregué la billetera con mi cédula, la credencial de parlamentario y la tarjeta de crédito del Banco Industrial Colombiano. Revisó lo que había dentro 36
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y luego me devolvió los cinco billetes de veinte mil que estaban allí. Me pareció muy extraño que me solicitaran los documentos, por lo que empecé a sentir que el ambiente se enrarecía. Guardé por meses esa plata, con la que compré luego una docena de limones para tratar los síntomas del primer paludismo que padecí; veinte mil pesos me cobró el comandante por conseguirlos. El resto de billetes se desapareció sin darme cuenta Al guerrillero que me requisó le decían Alvarito, un indio procedente de Riosucio, de baja estatura y piel cobriza. Su compañera se llamaba Natalia y tenía diecisiete años de edad. Fue Alvarito quien aquella tarde coordinó mi secuestro con las indicaciones de Morro. En ese entonces era comandante de escuadra y luego ascendió vertiginosamente hasta ser nombrado integrante de la dirección del estado mayor del frente Aurelio Rodríguez. Su ascenso sorprendió a muchos guerrilleros. Cuando cumplí cinco años de secuestro, conocí la noticia de su fuga: se había escapado con Natalia y ochocientos millones de pesos que había cobrado de una extorsión. Alvarito no tenía muchos simpatizantes entre su tropa. Trataba mal a los guerrilleros y conmigo era indolente y déspota. Su rigidez como comandante fue causante de muchas deserciones, pero era el preferido de Rubín Morro. La llegada de la noche provocó que los nervios de Silvia Victoria se tensionaran mucho más. Le dije que iba a pedir una linterna para que volviéramos a la carretera. Todavía no se me pasaba por la cabeza que me iban a retener, en parte porque en aquel entonces no habían secuestrado a ningún político. A las siete de la noche se nos acercó con un plástico negro, nos llevó a la pieza y nos preguntó si nos hacía una cama a los dos, como si fuéramos pareja. Ante nuestra negativa, dividió el pasto y fue por otro plástico. Le insistí 37
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de nuevo en que me permitiera hablar con el comandante y me dijo que a las ocho de la noche podría hacerlo. A esa hora apareció en la puerta la figura de un hombre gordo, barbado y vestido con camuflado, que me notificó que quedaba retenido hasta nueva orden, luego supe que ese hombre era Rubín Morro. Cuando quedamos solos en la pieza, tomé conciencia de lo que estaba pasando: era un secuestrado más. Le dije a Silvia Victoria que me preocupaba dejarle tantas deudas a Martha, pues apenas llevaba tres meses en el Congreso. La primera noche que estuve secuestrado terminó a las cinco de la mañana. Alvarito fue quien me despertó, me entregó un camuflado y unas botas, y mientras tanto le notificaba a Silvia que estaba retenida; con todo, ella quedaría en libertad tres días después. Partimos de un sitio llamado Filo de Hambre, donde estaba aquella casa en la que dormí mi primera noche de secuestro; pasamos por varios lugares: El Rosario, Los Gatos y La Carbonera —así llamaban a una guerrillera que nació en ese sitio, hija de una de las familias que extraían carbón—. También atravesamos la carretera que cruza por la vereda Mampai, ubicada a veinte minutos de San Antonio de Chamí, por la vía Mistrató - San Antonio.
lágrimas que salieron como versos Ya había superado la dura prueba de pasar una Navidad y un Año Nuevo lejos de los míos y poco a poco me iba acostumbrando al régimen impuesto por los guerrilleros cuando, en marzo de 2001, el comandante que tenía como carcelero se me acercó y me dijo. —Don Óscar, empaque lo necesario, que salimos a las cinco de la mañana. —Comandante, ¿qué debo llevar? 38
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—Lleve la droga que se toma todos los días y una sola muda de ropa. Me llené de ansiedad, me senté en la caleta y empecé a hacer cábalas. ¿Será que voy a quedar en libertad? Recuerdo que aquella noche casi no pude dormir. Al amanecer Marina, la guardia, me llamó: —Don Óscar, recoja todo que nos vamos. El mando lo tenía Fercho, un moreno de 1,60 de estatura, que se caracterizaba por tener un alto concepto de sí mismo sobre todo en cuanto a su capacidad militar. Sus camaradas no lo querían por la manera como los trataba. Provenía del frente quinto de la farc. Partí con la comisión encabezada por Fercho, quien en todo el trayecto no dijo una palabra. Esto aumentó todavía más mi incertidumbre, hasta el punto de que me puse muy nervioso, pues no sabía a qué sitio me iban a llevar y qué iban a hacer conmigo. Luego de ocho horas de camino, en las que nos movimos sin presiones de la fuerza pública por una zona del departamento de Risaralda, que comprende los municipios de Mistrató, Pueblo Rico, Santa Cecilia y los corregimientos de San Antonio de Chamí y Puerto de Oro, llegué a un caserío que llaman La Punta. Allí hubo un cambio de comisiones y quedé bajo el mando de Melquiades, quien me condujo a un campamento donde se encontraba el grueso del frente Aurelio Rodríguez. Fue grande mi sorpresa cuando volví a ver a Rubín Morro, comandante de dicho frente y quien coordinó con Familia mi secuestro. Para la fecha de mi plagio, cumplía pocos días de llegar a la comandancia del frente. Venía de Urabá a remplazar a Khadafi, quien ahora estaba al mando del frente 47. A la fuerza pública poco se la veía y tampoco había presencia de grupos paramilitares en esa
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zona del occidente caldense. Tal situación permitía que Morro y los suyos se movieran como pez en el agua. —¿Usted es el comandante Morro, el que ordenó mi secuestro? —le pregunté apenas lo vi. Se le dibujó en el rostro una sonrisa evasiva. Percibí que no quería tratar el tema, entonces cambié de frente: —Comandante, ¿me puede dar un espacio para hablar con usted de una manera más tranquila? Aceptó sin vacilar y con voz de mando me preguntó: —Lizcano, ¿cómo ve usted el acuerdo humanitario? Sin esperar mi respuesta, dijo: —¡Hombre...! Pastrana, va a ser un problema, no quiere hablar con nosotros sobre ningún canje. —Creo que ustedes deben crear condiciones favorables que permitan llegar rápido a unas conversaciones para que se acabe esta pesadilla —le comenté. —Oiga, Lizcano, he mandado por usted, para que hagamos unas pruebas de supervivencia y mandárselas a Martha. Voy a ordenar que lo motilen, afeiten y le pongan ropa nueva, para que lo vea bien bonito su mujer. Como yo ya sabía que este hombre, oriundo del Tolima, era un autodidacta que devoraba cuanto libro se cruzaba en su camino, me animé a hacerle una propuesta que aliviara mis largos días de soledad y quietud: —¡Gracias…! ¡Gracias…! Pero comandante, entiendo que a usted le gusta leer mucho. ¿Por qué no me presta sus libros una vez que usted los haya leído? —Sí, Lizcano. Cuente con eso. Yo se los mando. Al día siguiente Morro llegó con las cámaras, escogió dos bellas guerrilleras y me puso en medio de ellas para hacer la filmación como prueba de supervivencia. Este fue el video que recibió mi hijo Mauricio en San Antonio del Chamí, por instrucciones del Mono Jojoy. 40
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Regresé al campamento de donde había salido, y un mes después, Fercho llegó con tres cuadernos de ochenta hojas y tres lapiceros. Como pasaban los días y no aparecían los libros, tuve que insistir; gracias a las nueve notas que envié durante dos meses al estado mayor del frente, finalmente llegaron a mis manos a través del Comité Internacional de la Cruz Roja Colombiana, un organismo humanitario, libros de Antonio Machado, Pablo Neruda, Miguel Hernández, Rubén Darío, Mario Benedetti, Bertolt Brecht, Rafael Alberti, Jorge Luis Borges y José Asunción Silva, entre otros. Mientras los leía con avidez, sentí la necesidad de escribir poemas. El 9 de mayo del 2001 se celebraba en Colombia el Día de la Madre. Yo cumplía un poco más de nueve meses lejos de los míos y estaba en un campamento base de la zona montañosa del departamento de Risaralda. Sentí que vivía sin moverme en la mitad de un túnel. Veía en la sombra morir el día, mientras el sol caía besando la verde y espesa montaña. La noche se convertía en la carcelera de la tierra. No escuché radio. Sólo pensé en mi mamá. Me puse a llorar. Los grillos se habían comido todos los ruidos del día para ensayar sus cantos en la noche. Entonces una luz llegó a mi mente como un soneto cargado de simetría y de un momento a otro comencé a escribir, a garrapatear los primeros versos de un poema, hasta que por fin lo logré. Gasté unas treinta hojas. Una por una hasta darles rima a las palabras. Tachaba y volvía a escribir. Lo intentaba de nuevo. Hasta que por fin, después de ocho días, pude armar el primer verso del poema “Mamá Ascensión”: Con mi pesado equipo por la selva voy marchando, entre guerrilleros, ríos, piedras y pantano voy sin aliento. 41
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La neblina, sus nostalgias va hundiendo… Un aroma de flores refresca mi sudor derramado, cuando las caricias de una maternal mano siento. Después de ocho días continuos, escribí cada palabra con esmero e iba cuidando aquello que me salía del alma. Cada vez que leía el verso las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Luego tuve aliento para escribir el segundo cuarteto: Alegre, elevo al cielo mi mirada, te puedo ver. Mamá Ascensión, con la dignidad que da el supremo gozado. Aún sin la mezquindad de las esperanzas terrenales y tú sin volver a escuchar el ruido infame del metal a mis pies atado. El tercero, que es un quinteto, fue más fácil: Mamá, todos vamos pasando y el tiempo con nosotros. Pasa el río, pasa la nube, se despide la rosa. La tierra por entre la sombra y la luz, pasan los astros… ¡Oh!, galopando pasa el miserable que tu corazón engañó y en nosotros. Jamás pasarán las cosas que embellecieron tu alma valerosa. Gastaba sólo una hoja; no obstante, repetía el verso una y otra vez: Con el brillo del sol en una gota de rocío, dibujo tus cabellos de nieve y tu fatigoso rostro en que todas las cosas de tu vida están grabadas: Algunas por mis flaquezas y otras por mis días sombríos.
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Los últimos tres fueron de una facilidad impresionante. Los leí más de cien veces hasta encontrar la palabra exacta, que le diera sonoridad al poema. Y, ¿cuándo?, ¿cuándo mamá Ascensión caminando me encontraré contigo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? Porque en la tierra debajo de ella nada me espera. Voy, voy, voy marchando y esparciendo, entre guerrilleros, ríos, puentes, piedras y pantanos, mis duras penas al viento y también recogiendo voy mamá todos tus ruegos a Dios en vano. Ay mamá, mamá Ascensión No, no, no comprendo por qué camino tanto, sin encontrar la luz entre el barro y el llanto. Mis momentos más felices ocurrieron cuando empezaba y terminaba un poema. Entonces lo mío, sin ser poeta, era un intento de desahogarme, donde mi alma con el dolor escribía una verdad que reía, cantaba y lloraba… Y, algunas veces, también tomaba la palabra prestada de los poetas y de la naturaleza para describir su dulzura y fijar en rima su tarea tierna y pura. Fue una emoción igual a la que sentí cuando nacieron mis dos únicos hijos: Mauricio y Juan Carlos. La poesía fue para mí un medio de subsistencia. Como decía Benedetti: “La poesía es un drenaje de la vida, que nos sirve para no temerle a la muerte”. Sólo me bastó escuchar la hermosa voz de mi amada a través de mensajes radiales que diariamente me enviaba, para escribir 82 poemas durante mi cautiverio y confirmar, una vez más, que ella ha sido mi principal fuente de inspiración.
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