Cromomagazine verde

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CROMO MAGAZINE de Escuela de Color

agosto / 2013


CROMOM

de Escuela

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#3/V


AGAZINE

a de Color

Verde


Intro - Carlos Rodríguez Muño

Belén Peralta + Luis Ardevíne

Lucía Benítez Eyzaguirre + José Alberto Lópe

Carmen Morales “La buena mujer” + Daniel Vázque

Juan de la Cruz Lorente + Iván del Rí

Javi Fornell + Jesús Belizó

Antonio Serrano Cueto + José Varel

Fermín Aparicio + Albin Christe

Charo Barrios + Mariam Civil 4

Nadia Ravache + Antonia Coló

José Manuel Benítez Ariza + Carlos Aire

Pepe Monforte + Paco Mármo

Javier Vela + Sergio Mor

Blanca Flores + Marina Anay


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a Antropología de la Medicina es una disciplina que se encarga de estudiar el proceso salud-enfermedad-atención en todo su itinerario terapeútico, es decir, desde el punto de vista del concepto amplio de Medicina. El itinerario terapeútico es, digámoslo así, el recorrido que cualquier persona realiza, con el objetivo de poner solución a su proceso patológico, buscando la atención médica siguiendo un patrón cultural determinado.

O

Nuestro sistema nervio dar respuesta a todos vienen del mundo exte de los órganos de los responsables de dar una ante un estímulo per provoca la liberación químicas, denominada de sobra conocidos por percibimos sensacione sentimientos y emocio del sentido de la vista, Por lo tanto, consultará a todas aquellas del oído o del tacto. entidades con capacidad de resolver, según sus creencias, su problema de salud. Aquí el De este modo, la Crom concepto medicina es sumamente amplio, de establecer terapias pues no engloba solo a la medicina científica sentido de la vista, pue occidental que todos conocemos, sino que se los colores sobre nues refiere a las medicinas alternativas y populares Cada color tiene un sign que sabemos que existen, y que alguno de asignados. El color qu nosotros, en alguna ocasión, ha llegado a ocasión es el verde, cuy consultar. con la relajación, la ar y con la esperanza. Se La Cromoterapia o Cromaterapia es una de asociado a la Naturale esas medicinas alternativas que existen en vida. el proceso salud-enfermedad-atención. Por supuesto que es cuestionada por la medicina La Cromoterapia liga científica, la cual no admite su capacidad la alegría y también resolutiva, ni ve evidencias científicas en su confianza, con la segur desarrollo. Pero ahí está y cuenta con sus asimismo con la espera seguidores, a la vez que consigue resultados tiene una gran capacidad en muchos procesos. armonía, colaborando p


oso es el encargado de los estímulos que nos erior. Y lo hace a través sentidos, que son los determinada respuesta rcibido. La respuesta de unas sustancias as neurotransmisores, r todos. De esta manera es y respondemos con ones, bien sea a través , del gusto, del olfato,

moterapia se encarga s relacionadas con el es estudia el efecto de stro sistema nervioso. nificado y unos valores ue nos ocupa en esta yo significado se asocia rmonía, la tranquilidad puede decir que está eza, en definitiva, a la

Carlos Rodríguez Muñoz estén presentes en su justo punto. La función que suele tener la aplicación del color verde en la cromoterapia está infinitamente ligada con la posibilidad de aumentar las defensas. Además, estimula el crecimiento, ayuda en los problemas óseos y también es considerado un buen aliado de los procesos musculares y de la piel en general. Las heridas, por supuestoa, están contempladas dentro de este apartado de la Cromoterapia. Los nervios también suelen estar bastante relacionados con el color verde, siempre hablando de la terapia mediante cromoterapia. Al ser un color relajante, ayuda bastante al respecto. Por otra parte, el hígado (uno de los órganos que suele “afectarse” bastante en personas nerviosas) también puede verse beneficiado con este color.

Otras simbolizaciones y significados también hablan del verde como un color no solo relacionado con las plantas, sino también con cuestiones tales como la regeneración celular o la vida nueva. Cuestiones para nada menores. No por nada, los alimentos verdes suelen el color verde con estar relacionados con la desintoxicación, por con la calma, con la ejemplo. ridad en uno mismo y ranza. Es un color que d para ayudar a generar para que las emociones


Texto: Belén Peralta / Imagen: Luis Ardevínez

Todo empezó una maldita noche de verano. Maldita por el calor intenso, maldita por el canto incesante de unas aves nocturnas que anidaban en el parque enfrente de casa y que no se veían vencidas por el sopor extremo. Era increíble. Rayaba la una de la madrugada -que luego se convertirían en las dos, las tres, las cuatro y así sucesivamente- y ese calor insoportable me confundía, haciéndole creer a mi cuerpo que eran las cinco de la tarde.

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Oí un bicho. Un bicho asqueroso y repugnante -seguramente lo era, porque no lo veía-, y que en el calor de la madrugada, abandonada al sudor y al agobio, me pareció dentro del cráneo, de fuerte que podía sentirlo. No me dolía, no. Sonaba. Sonaba en mí. Era un sonido rarísimo, como tan raro era que últimamente viera doble sin tener un whisky que llevarme a los labios, o que me doliera la cabeza constantemente cuando a mí jamás me había tumbado ni una triste jaqueca. Entonces lo advertí. Ignoro si los saltamontes hacen ruido, pero ése que me miraba -seguramente lo hacía, porque tampoco lo veía bien, como no veía al bicho asqueroso que me había trepanado el cráneo y me hacía negras cosquillas en mi cerebro- hacía ruido. Y vaya si lo hacía. Un “cri cri” demoledor, pesado, que me incordiaba y que desde ese momento se alió con el calor y no me dejó dormir, provocando que el rosario de horas que iban danzando en el reloj fuera desgranando de forma desesperada entre mis dedos. Me di la vuelta una, dos, cien, quinientas veces en la cama empapada, así que decidí levantarme y darme una ducha fresca, a pesar de la


hora intempestiva. No me preocuparon los vecinos, no me importaba hacer ruido en el silencio de la noche. Bastante ruido hacía aquel bichejo verde, verde que no te quiero verde, verde que quiero que salgas de mi ventana, de mi cuarto, o de donde estés, pero verde que te quiero fuera de aquí, de mi cabeza, tú que no paras de hacer ese ruido maligno que no me deja dormir. Porque eres tú el que lo está haciendo. Ningún otro bicho. Solo tú, estoy segura, aunque no sepa si los saltamontes hacen ruido.

Ahora, cinco meses después, con la caricia fría del invierno levantándome la falda con sus vientos gélidos y la certeza de una muerte segura, pienso en cómo no me di cuenta antes. Cómo no supe adivinar que ese saltamontes, ese bicho que yo intuí pero que nunca vi bien por mi incipiente ceguera, no era el que hacía “cri cri” dentro de mi enfermo cerebro. Él solamente quiso acompañarme en mi soledad y se quedó curioseando desde la ventana de mi dormitorio.


Texto: Lucía Benítez Eyzaguirre / Imagen: José Alberto López

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La lluvia incesante, infinita, no sofoca el calor. Desaparece en tu mirada, se evapora ante tus ojos cuando roza el verde tosco al que no llega la luz mientras, más abajo, se detiene el tiempo en las botas encharcadas y pesadas que te clavan en la ciénaga. La espesura verdosa te funde con la tierra y con la vida en una alfombra descompuesta de hojas e insectos, una masa espesa y resbaladiza de la remezcla viscosa de las hojas del verde pardo con los restos de los insectos en descomposición. Allí no existe el tiempo porque la lluvia imparable se abre en cortinas intensas y densas, rápidas cascadas que se deslizan por los troncos mientras olvidas la balndura viscosa bajo tus pies acuosos, de la humedad lacerante dentro de un calzado inservible. El manto que cubre el suelo oscuro, que alimenta la exuberancia, es la fuente de la energía que fluye junto al agua y toda la naturaleza invisible de la que el olfato te recuerda su esencia animal mientras respiras un aire asfixiante más cálido que tu propio interior. Un olor primitivo y esencial te liga a la tierra, se incrusta en la nariz y ya no te abandona. El sonido lejano de los monos cuando se golpean con los puños el pecho rompe el silencio ruidoso del murmullo de la vida, un recital caótico de miles de microespecies que se comunican en un lenguaje indescifrable, incomprensible. Todos corean un himno vital mientras se hacen huecoc para el papel de solista que a veces acapara un gruñido aislado, una conversación a rugidos, un cántico plañidero. Ahora el primer plano es para un sonido sinuoso e insistente, que se abre en ondas, repetitivo hasta que la atención se desvía a un nuevo crepitar de origen desconocido. Sobre tu cabeza, decenas de metros más arriba, se abre la mirada entre los troncos para situar ese aleteo sobrecogedor de un ave que se desplaza de rama en rama. La vista no alcanza a reconocer apenas algún movimiento en el enredo de ramas y hojas que se entrecruzan, en la oscuridad inexplicable de un bosque tropical. Solo el río amplio y plácido rompe la maraña densa de las sombras y ordena el paisaje en una hilera de palmeras que se suceden en la ribera cortada como un espejo, hacia arriba y hacia abajo, en una simetría tan perfecta y tan clara de la que sospechas como un defecto de tu mirada.


El sol pide permiso para abrirse en la espesura y a lo lejos, quién sabe cuánto, un rayo atraviesa las hojas y pinta una cascada de verdes jóvenes y frescos, verde ácido y plácido, verde alegre de la primavera que allí no existe, verde joven amarillo iluminado, verde blanquecino y transparente, verde acuático y líquido que se mezcla con las enredadas lianas, confusas para la vista que sigue el laberinto desorientado de un paisaje tan idéntico a sí mismo, tan desconocido. Solo una mano artista y constante, un ejercicio creativo, podría reflejar una imagen tan lejana de verdes imposibles de tan oscuros, de una gama variada de azulados verdosos opacos, de colores imperceptibles, de sonidos que hacen la experiencia un viaje para contar, no para retratar en un cuadro. El follaje denso deja oscuridad y confusión a los pies, los escasos rrayos de luz no consiguen orientar los pasos, apenas el olvido del tiempo que convertirá el día en noche sin que el sol haya cruzado el cielo.


Texto: Carmen Morales “La buena mujer” / Imagen: Daniel Vázquez

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El mapa del Sureste Asiático visto desde arriba. El fondo sucio de una piscina (medio-llena o medio-vacía). Un estanque con algunos cadáveres en el fondo. Y números. Y trazos. Y figuras geométricas. Y fantasmas. ¿Qué tienen en común? Yo. Las gafas con las que vemos el mundo nos definen. Una romántica viajera una neurótica de la limpieza y una psicópata asesina. Una vez más diga lo que diga se me ve el plumero.



Texto: Juan de la Cruz Lorente / Imagen: Iván del Río

Solo en su aleteo la íntima memoria reconoce Y va formando en vuelo lo que no hay lo que se olvida Si no contiene las frondas si en su detalle no se amansa 14

Qué propósito en la luz se da por bueno Qué linea merece Hay un sentido que alumbra si en sueño reverbera Y cada cual que tinte en yerba su espantajo



Texto: Javi Fornell / Imagen: Jesús Belizón

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Aquella cruz, enclavada en lo más profundo de la oscuridad que se aferraba a mi alma, se me clavaba al hombro, en cada paso, como un recordatorio de la pesada carga que portaba. Invisible a ojos del mundo pero real como la propia vida. Desgarré mi alma por nada. Por un ideal inservible y añejo. Un recuerdo del pasado que creí poder defencder, pero que condenó mi existencia encadenándome a una cruz verdosa, con miles de tonos con el mismo matiz, del más cálido al más frío. Yo, que nunca reconocí más de seis colores, aprendí a ver toda la gama de verdes: el claro lomo de la rana que salta sobre las oscuras aguas del verde riachuelo que corretea entre los blancos chopos de verdosas hojas. La verde luminosidad que se cuela entre las ramas más altas hasta bañar de calor la manta de verdes rotos, secos, que cubren el verdín y el musgo escondido entre las sombras. Creí que debía defenderlo. Protegerlo de quienes, cargados con las armas de la razón y la madurez, venían a devorar mi vergel. Pero me equivoqué. Me di cuenta el día en que mi árbol se convirtió en cruz. Confundí mi camino, me perdí en la senda de mi bosque. Pensé que podría salvar mi mundo, mi idealismo; quizá solo fuese ingenuidad. Y lo perdí todo para siempre. El verde esperanza se tornó en desesperanza hasta rasgar mi ser. Recuerdo las enseñanzas del viejo cura del colegio: “en ella obtendrás la salvación”, decía “busca tu esperanza en el sacrificio de la cruz”. Quizá sea así; tal


vez sacrificรกndome en la verde cruz que se alza en un rincรณn de mi corazรณn logre recorrer el camino que me lleve lejos del incoloro abismo que me consume. Tal vez encuentre en ella el consuelo por lo perdido tiempo atrรกs: la inocencia dejada al salir de mi bosque, los recuerdos de una infancia que se pierden en un pasado ajado por la cruda realidad que nos rodea. Quizรก, dejando colgada de una tosca cruz, tomada en verde, mi esperanza aleje la desesperanza por un mundo que se consume entre guerras y miserias.


Texto: Antonio Serrano Cueto / Imagen: José Varela

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¿Es el árbol el pasado remoto o la sombra esperanzadora? Tienen las ciudades vocación de ejército que se expande trinchera a trinchera, cimiento a cimiento, en busca de confines que no existen. Y tienen los árboles vocación de entramarse vástago a vástago, hoja a hoja, por dar sustento y cobijo. En los tejados cimeros se posan los pájaros mecánicos; en los árboles umbríos las aves huidizas, esquivas. Por las vidrieras verticales se exhiben frutos de madurez confusa; en las ramas majestuosas pesan las pomas de jugo estallante. José Varela parece preguntarnos hacia dónde volamos nosotros, espectadores de un mundo ambivalente.



Texto: Fermín Aparicio / Imagen: Albin Christen

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Recorrer sin prisas tus llanuras y vaguadas, entretenerme en cada pozo, en cada colina sin motivo alguno, pasear por tus plazas y torreones solo por placer. Pasear tus caminos sin buscar ningún fin, solo por recorrerlos. Después de tantos años cada vez que mis torpes dedos te acarician descubren sensuales momentos, aprendo, y como Ulises, viajo por ti sin importarme llegar al final del viaje, ya que solo por emprender la aventura de tenernos, de aprendernos, merece la pena estos instantes. Es así, cuando me aproximo a esta Ítaca compartida, tus pechos se convierten en colinas de flores de mil olores, formas y colores en arabescos tallos soportadas, y que acaricia, casi sin tocar, mi ilusión tirada por un pingo al paso. Es entonces cuando la explosión de latidos y sensaciones arriban, los colores se funden, y del azul del cielo y el sol surge el verde que me inunda de olor a hierba recién cortada.



Texto: Charo Barrios / Imagen: Mariam Civila

El atrapasueños

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La nueva pintura del dormitorio rechina con las cortinas de flores (retales a buen precio). Tampoco pega con los muebles. La culpa la tengo yo, por no estar pendiente del pintor. Ya da igual. Me gusta el verde: vestidos, camisetas, faldas, pendientes, el traje de chaqueta austriaco, y hasta mi cubito de playa. ¡Anda! Tampoco queda bien el color del atrapasueños que compré en la tienda étnica de la esquina. El color verde es más peligroso de lo que parece. Continúe ordenando mi cuarto. Suelo limpio y chismes colocados. Y colgué el exótico amuleto cerca de mis libros de cabecera y mis crueles escritos, los asistentes a mi evolución y mis puntos débiles, testigos de altibajos de muchos años: fracasos, ridículos, ingenuidades, cobardías... pero ahora estaba dispuesta a poner orden por las buenas o por las malas en mi memoria. Quería filtrar esos sueños y controlar, contabilizar aquellos que estaban en la nube, auditando sus defectos. Necesitaba formatear mi futuro.


Cené un yogur blanco desnatado ¡Qué difícil encontrarlo en el súper! Comprobé la temperatura de la habitación, terminé el último libro sobre nutrición, y apagué la luz. El atrapasueños ya colgado, lucía sus colores vivos sobre el verde tonto de la pared, moviéndose ligeramente con el viento que entraba por la ventana. Enfrente, el portátil encendido. Me desperté, contra mi voluntad. Digitalmente eran las 2.20 de la madrugada. De repente, en la pantalla aparecieron mis más odiados compañeros de vida, algunos eran yo misma, estúpida, inmadura, cediendo a las presiones, opinando sin saber, actuando sin pensar. Y sentí miedo. Sobre las paredes verdes, salían huyendo horribles incongruencias, superficialidades, chulerías, faltas de sensibilidad... mi pasado me había venido a buscar como un salvaje, sin hojas de cálculo. Miré el atrapasueños y comprobé que tenía en la cuerda central un cable USB que no había conectado. Me falló el antivirus del tiempo. Mañana mismo hablaré con mi informático de cabecera.


Texto: Nadia Ravache / Imagen: Antonia ColĂłn

Brotan mil hojas de ramas y tallos como una danza, un milagro, un anciano misterio nunca resuelto.

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Juega la luz sobre el verde, las texturas, sobre la piel de la naturaleza que produce destellos, chispas. Un canto a la vida. Hojas que caen, se deslizan, bailando vuelan y cubren mi tierra de un tapiz dorado nutriendo semillas, raĂ­ces, mĂĄs vida, un ciclo incesante.



Texto: José Manuel Benítez Ariza / Imagen: Carlos Aires

Tiene uno algún que otro problema con el verde. Comprendo que, como color de ropa, no le siente bien a casi nadie. Solo los verdes de la naturaleza son hermosos; o, mejor, dicho, solo los verdes vegetales, porque también con los bichos de color verde -y muy especialmente, los invertebrados- tiene uno alguna dificultad de empatía, digamos. Quizá es que lo vegetal ejerce sobre lo verde una especie de derecho de monopolio, y todo aquello que escapa a esa pretensión de exclusividad tan convincentemente sostenida nos resulta sospechoso, o nos parece que viola alguna no formulada, pero no por ello menos explícita, ley natural.

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Hay excepciones, no obstante. En combinación con el oro, el verde tiene su prestigio, y no solo en la paleta sinestésica y modernista de un Juan Ramón Jiménez, pongo por caso. Llama la atención, por cierto, que el poeta de Moguer, tan enemigo del toreo y de todo lo que éste representa, compartiera con ese mundo su afición a tan inusual combinación cromática. Sobre los caprichos de los poetas, en fin, como sobre los de casi todo el mundo, no hay mucho que decir. Si acaso, se atreveuno a apostillar lo siguiente: si la palidez del miedo tiende al amarillo, no parece del todo inapropiado que éste color esté presente, aunque solo sea como componente de un color compuesto, en el atavio de un torero. Incluso de un torero cómico, es decir, de un torero que pretende nada menos que bromear con la muerte. Ve uno el verde, por tanto, en el traje de un matador y esto es lo que entiende: está muerto de miedo, sí, pero lo disimula diluyéndolo en una nube de azul. Aunque quizá el personaje que ha fotografiado Carlos Aires no tenga miedo exactamente del toro, sino de la fauna bípeda que jalea sus embestidas y encuentra gracioso que el torero que ha de afrontarlo en los interludios cómicos de la corrida


sea... un enano. La gracia, supongo, debe de estar en eso: en que sea un enano el que se lanza a los cuernos de la fiera -o no tanto: normalmente es una vaquilla- y sale disparado, o finge que sale disparado por los aires. QuĂŠ divertido: ese borroncillo verde-oro sobrevolando el albero, mientras los monosabios mueven la arena para tapar la sangre derramada por el toro -o el toreroque lo han precedido.


Texto: Pepe Monforte / Imagen: Paco Mármol

Verde habichuela verde

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Sé que sería muy poético decir que el verde me recuerda al campo, por la mañana, oliendo a hierba fresca, que me recuerda a la libertad, que me transporta a un paseo por la granja viendo las vacas... de lejos. Pero no, a mí el verde me recuerda a las habichuelas verdes, es lo que tiene estar pirao. El verde habichuela verde lo descubrí mayor. De pequeño me las ponía mi madre para acompañar los bisteles de pez espada, pero, aunque nunca me atreví a contárselo a ella, tenía fantasías “gastronómicas” y mientras me las comía pensaba que engullía una buena fritá de papas. Un día, una vecina, le dijo que se las ponía a las papas aliñás y mi madre las vistió con huevo duro y atún de lata. Me gustarón más así arreglaitas, con el atún cayéndole por la fibra... pero seguían sin enamorarme. El verde habichuela verde me cautivó, en un bar. Lo siento, no recuerdo su nombre, ni tampoco si acompañaban carne o pescao. Lo único que sé es que aquel cocinero se había entretenido en cortarlas delgaditas, como los brazos de Claudia Schiffer, mi sueño juvenil. Las había arreglado con ajito picao y antes de salir a escena les había puesto, dos gotitas de aceite de oliva virgen. Desde entonces las hago así. Cada vez que compro habichuelas verdes me llevo hora y media cortándolas tan finas como los brazos de Claudia Schiffer, las paso ligeramente por la sartén y le pongo un huevo naranja huevo al lado. Incluso un día, para superar mi trauma de la niñez, se las puse a un bisté de pez espada... y ya no fantaseé con las papas fritas.



Texto: Javier Vela / Imagen: Sergio Mora

La Breña Verdes los ojos verdes de la infancia. Verde el azar y el juego y peligro. Y el oro verde que el otoño exhala en pétalos de humo.

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Era la muerte verde como la piel de la serpiente que se enroscara en Lorca y su destino íntimo de traiciones. Verde agua empozoñada y quieta, flora verde y verde mar que finge azulearse bajo la luz biliosa del olvido. Verde mi voz sin miedo ni esperanza como el dinero verde mancillado de rojo sangre; verde mi camino. Verde la paz de los apoticarios, la sombra de los mármoles, el cielo verde de los pinares en que nos conocimos.


Cortesía de Galería Blokker


Texto: Blanca Flores / Imagen: Marina Anaya

Y llegamos al Sur de la mano de Marina Anaya y Marina construyó para nosotros un Paraíso. Desató y se desnudó de los turquesas y dorados que habitualmente llenan las recreaciones de nuestro entorno para deconstruir su mundo, un lugar en el que cobijarse y desde el que crecer y darse, un lugar sobre las Gadeiras desde otra novedosa y particular perspectiva, y lo ha conseguido: pintándolo todo de magentas y verdes, de besos y abrazos.

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La vida y la calma están presentds en el “verde Anaya”. El verde es vegetación, es fertilidad, es crecimiento, es salvación, es vida... Y Marina a través de su obra crea y recrea, vive y revive entre figuras aladas, manos picassianas, carmines sensibles y esbeltas palmeras ese sur que le alimenta. ¿Se nutren sus verdes de los fondos marinos sacados a la superficie? ¿Se nos ofrecen trasformados para que florezcan? El verde es la esperanza, la divinidad y la salvación. Es el placer, es la paz interna. Ese “locus amoenus” anayadiano, el verde anayista, llega a nosotros a través de la recreación de frondosos espacios, decorados de sus vitales escaparates: como estadio principal en la metamorfosis humana, en la transformación necesaria, en el paraíso en el que definitivamente decide incluso residir. “Construiré para ti un paraíso” es la recreación poética, tal y como Octavio Paz nos dejó su “Escrito con tinta verde”.



La tinta verde crea jardines, selvas, prados, follajes donde cantan las letras, palabras que son árboles, frases que son verdes constelaciones. Deja que mis palabras, oh blanca, desciendan y te cubran como una lluvia de hojas a un campo de nieve, como la yedra a la estatua, como la tinta a la página Brazos, cintura, cuello, senos; la frente pura como el mar, la nuca de bosque en otoño, los dientes que muerden una brizna de yerba.

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Tu cuerpo se constela de signos verdes como el cuerpo del árbol de renuevos. No te importe tanta pequeña cicatriz luminosa; mira al cielo y su verde tatuaje de estrellas. El verde otorga vida, sana el cuerpo, calma el alma. Es el color que reina en medio de los siete del arco iris, es el eslabón que balancea entre lo cálido y lo frío, es la armonía, lo terreno y lo divino.

La fertilidad creadora, la vegetación, la abundancia, la salud y la vida; todo nos viene dado en los cuadros de esta creadora. El verde Marina Anaya nos incita al placer, nos transporta si nos dejamos llevar, por su paraíso, por su aire fresco, por sus nuevos vientos, por la magia, por la querencia y la necesidad del abrazo, de la caricia, del mundo interior, del exterior recreado, reinventado, revivido, retratado. Esa emoción que puede ser el motor transformador de nuestras realidades.


“Paraíso para el verde Marina” Manos picassianas nos llaman. Nos llevan nadando desaladas. Tonos pastel. Dulzura, naturaleza en el Sur. Valores para luchar, para seguir adelante. Paraíso crepuscular. Oasis del universo. Verde lorquiano, vital y certero, verde infantil, inmaduro y necesario. Backstage, decorado, brote y vida: Salvación.



WE THEM Carlos Rodríguez Muñoz / Belén Peralta / Luis Ardevínez Lucía Benítez Eyzaguirre / José Alberto López / Carmen Morales “La buena mujer” / Daniel Vázquez / Juan de la Cruz Lorente / Iván del Río Javi Fornell / Jesús Belizón / Antonio Serrano Cueto José Varela / Fermín Aparicio / Albin Christen / Charo Barrios Mariam Civila / Nadia Ravache / Antonia Colón José Manuel Benítez Ariza / Carlos Aires / Pepe Monforte Paco Mármol / Javier Vela / Sergio Mora / Blanca Flores Marina Anaya / Galería Blokker


CROMO MAGAZINE de Escuela de Color

Dirección José Alberto López Diseño y maquetación Paco Mármol

www.escueladecolor.com www.josealbertolopez.blogspot.com www.cromomagazine.blogspot.com


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