4 minute read
Crónica de una k-bra anunciada, por Joseph Álvarez
Crónica de una k-bra anunciada
escribe Joseph Álvarez
Las cuestiones sobre mi sexualidad siempre estuvieron presentes a lo largo de mi vida. Desde niñx sufrí acoso de parte de mis vecinos, compañeros de la escuela e incluso de aquellas personas que consideré amigos. Cuando pasaba por la calle, solx, los gritos referentes a mi femineidad hacían eco en mi cabeza. El «sau» o el «ahhh», como un grito de dolor, hicieron que una etapa, que se supone debería ser la más feliz, se tornase en un periodo de rechazo por aquello que me hacía especial.
Ser un niñx de provincia te limita el conocimiento sobre ciertos temas, sobre todo la sexualidad. Había normalizado tanto las relaciones heterosexuales. Recuerdo que, a los ocho años, me ilusionaba muy rápido de chicos bellos, típica belleza occidental, que visitaban mi barrio. Sabía que no pasaría nada porque yo no era «mujer» y lo que me habían inculcado eran las relaciones entre hombres y mujeres. Dios, ¡cómo deseaba ser mujer! Rezaba todos los días rogando despertar siendo una mujer con vagina y que aquellos hombres «tan bellos» me hicieran caso.
Tengo algunos recuerdos vividos sobre mi infancia. Cuando tenía cerca de ocho o nueve años empecé a tener una amistad muy pura y hermosa con Jerson Chura, Ambxs compartíamos estos comportamientos afeminados. Nos hacíamos llamar muñequita y muñecota. Nos sentíamos las reinas del colegio y nada ni nadie podía pararnos.
Al final de la primaria me enseñó un profesor evangelista, fue el peor año de la primaria que pude haber pasado, los insultos se intensificaron y el rechazo hacia aquello que no podía compartir era más evidente. Jugaba frecuentemente con algunas compañeras en el recreo, lo que, de hecho, fue la peor decisión de todas.
Cuando terminó el año, el docente llamó a mi madre para sugerirle que me cambie de escuela porque solo jugaba con niñas y creía que un ambiente distinto podría cambiarme. ¿No se supone que la labor de los y las docentes, además de reforzar el aspecto cognitivo, es prepararnos para lo que nos espera en
la vida y no simplemente lavarse las manos? Ese día me sentí solo, una soledad que no podría describir. Sentía en el pecho, una sensación extraña de miseria. ¿Era acaso este sentimiento algo particular de aquellas que no entramos en el binarismo? Como iba a saberlo, solo 12 años tenía para reconocerlo.
Es claro que mi madre, aquella persona que debe protegerme, tomó la decisión de trasladarme a un colegio nuevo, religioso. No puedo negar que lo deseaba, significaba un nuevo espacio, empezar desde cero. Pero también hubiese preferido quedarme y ser apoyado y reconocido en mi hogar por ser diferente. No puedes pedirle a alguien que apague su luz para ser aceptado.
Ya en la secundaria, a pesar de que los insultos fueron disminuyendo, algunos venían de personas de las que menos esperaba. En segundo de secundaria, alumnos de grados mayores me molestaban y esto llegó a oídos de una profesora a la que admiraba, esta, en vez de ir contra los culpables, me amenazó con ponerme una falda y hacerme caminar por todo el pabellón si no cambiaba mi comportamiento para que los demás me respeten.
Ese mismo año habían llegado unos psicólogos a la escuela. Mi madre vio la mejor opción para tratar mi comportamiento afeminado. Acepté ir porque ya no quería ser acosado ni en el colegio ni en las calles. Muy tarde me doy cuenta de que lo que intentaban hacer conmigo era una terapia de conversión y me duele, me duele mucho reconocerlo.
Sin embargo, entiendo la decisión de mi madre, ver cómo uno de tus hijos es rechazado por tu propia comunidad, ver lo que le sucede a aquellxs que no se sienten identificadxs con un rol que la sociedad les ha impuesto y la única solución que se te presenta es una terapia de estas. Recordarlo todavía es un suplicio, las heridas siguen presentes a pesar de que no fue una terapia de conversión del todo. El fin de estas personas era ayudarnos a superar el trauma que había dejado el terremoto.
El siguiente año, hubo un congreso de «líderes», entre los colegios que dirigía la congregación, para el que fui invitado. Antes de que empezara, un profesor que estaba a cargo de nosotrxs, me susurró: «intenta comportarte». Le dije que no sabía a lo que se refería. Pero sí sabía, se refería a mi femineidad. Sabía que durante esos tres días tendría que comportarme lo más masculino posible. Esos tres días estuve desconectado: ¿cómo se le ocurre pedirme ocultar mi esencia?
Cerca de terminar la secundaria, buscaba todo tipo de información que me ayudase a entender lo que yo era. Empezaba a entender qué era la orientación sexual, pero la identidad se relevaba a un segundo plano. En todos lados se mostraban relaciones homosexuales entre hombres masculinos. Me sentía indigno de una experiencia así debido a mi feminidad. El deseo de sentir cómo era una relación amorosa, juvenil, iba desapareciendo y me centré en los estudios. Cuando terminé la secundaria se me presentó la oportunidad de estudiar fuera del departamento en el que me encontraba. ¿Por qué no aceptaría? Eso significaba otro comienzo. Un entorno más liberal sin nada ni nadie que pueda limitarme a experimentar todo aquello que me fue arrebatado.