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Canon y novísima narrativa gay en México, por Luis Martín Ulloa

Canon y novísima narrativa gay en México

escribe Luis Martín Ulloa

En México el reconocimiento de las disidencias sexo-genéricas ha tenido una trayectoria muy accidentada, y es solamente hasta hace pocos años que han comenzado a tener una visibilidad certera. En el campo de la literatura, y en particular de la que aborda el universo de la homosexualidad masculina, la situación es idéntica: durante gran parte del siglo XX, la representación del hombre homosexual se realizó exclusivamente mediante los recursos de la burla y el escarnio, y en el mejor de los casos, la lástima y la conmiseración. Aquí haré un breve repaso de las obras que la retomaron y cómo se ha llegado a constituir cierto canon de la narrativa gay mexicana, para llegar al estado actual en estas primeras décadas del XXI.

Bajo dos únicas imágenes transitó este personaje en la literatura mexicana, que lo situaban en posiciones extremas: la euforia o el sufrimiento. Por una parte, el afeminado festivo y lúbrico, el jotito que sólo podía aspirar a ser un remedo de la figura femenina, e indefectiblemente era motivo de diversión o burla. Por la otra, el homosexual afligido que sí «parece hombre», atormentado por reconocerse a sí mismo como un ser inadaptado, orillado a moverse en la clandestinidad y en muchas ocasiones con un final trágico. Estas representaciones estereotípicas aparecen incluso antes de comenzar el siglo XX. Los primeros ejemplos provienen de la cultura popular. «El ánima de Sayula» es una leyenda del estado mexicano de Jalisco. Se transmitió durante mucho tiempo de manera oral hasta que fue transcrita en los últimos años del XIX. En ella, un ánima en pena se dirige al valiente que se atreve a encararlo y devela sus pretensiones: «El favor que yo te pido / Es un favor muy sencillo, / Que me prestes el fundillo / Tras del que ando tiempo ha». El otro ejemplo es por supuesto el de «Los 41 maricones», suceso de 1901 que ha sido suficientemente divulgado, al igual que la composición en verso que se publicó en una hoja junto al grabado realizado por José Guadalupe Posada. Estas dos composiciones de nulo valor literario fueron el preludio de larga etapa en la cual los personajes homosexuales, con algunas variaciones mínimas, correspondían de manera invariable a esta representación dual. No hubo texto literario que no imprimiera ese matiz desesperanzado, que no dejara como únicos caminos el repudio, la soledad, o el papel de bufón.

A lo largo de casi siete décadas sobresalen por diferentes razones solo dos novelas. El diario de José Toledo de Miguel Barbachano Ponce (1964), que a pesar de ser el testimonio de un hombre muerto (es decir inexistente, anulado), pudo darle a su protagonista cierto margen para entrever la legitimidad de una pasión homoeróti-

ca. Y una de las obras más importantes de la literatura gay en México, Después de todo (1969), de José Ceballos Maldonado, que parte del mismo patrón del personaje desdichado, pero a la vez lo supera con una representación inédita, con un personaje sólido completamente transgresor para su época.

En 1979, un año definitivo para la historia sociocultural de las sexualidades divergentes en México, también se publicaron dos textos de vital importancia, la crónica fundacional «Ojos que da pánico soñar» (que se puede localizar hoy fácilmente en varios sitios web) de José Joaquín Blanco en el mes de marzo, y hacia mitad del año la novela El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata. Con ambos textos inicia el Boom de la narrativa gay mexicana, que se extendió por casi dos décadas, y en el cual sobresalen cinco autores: Luis Zapata, José Joaquín Blanco, Luis González de Alba, José Rafael Calva, y Jorge López Páez. Mismos autores que ahora podemos reconocer como el canon de la narrativa gay mexicana, que abordó de manera directa y desde una posición ética indudable la pasión homoerótica.

Este Boom estuvo liderado sin duda por Luis Zapata, con la ya mencionada novela El vampiro… y una decena más de obras escritas desde muy diversas perspectivas. De José Joaquín Blanco sobresalen la ya mencionada «Ojos que da pánico soñar», y la novela Las púberes canéforas, una sensible reivindicación de la homosexualidad en los estratos bajos, la que se vive en los barrios oscuros y peligrosos, donde se ajusticia a quien padece una doble discriminación: ser gay y pobre. Luis González de Alba preponderó la imagen del hombre hiperviril, a través de cuentos y novelas donde imperaba la fascinación por la cultura helénica y una apología totalmente asumida de la masculinidad. José Rafael Calva aportó las representaciones extremas del periodo mediante El jinete azul, un relato breve sobre un médico retirado, seguidor de la filosofía sadeana, y Utopía gay, una novela que abordaba ya en los 80 y en tono de parodia, una cuestión que hoy en día nos ha ocupado ampliamente, la homopaternidad. Jorge López Páez, el autor de más edad entre todos, abordaba la doble vida que multitud de hombres de la época elegían al no poder (o no querer) asumir su deseo en una sociedad discriminatoria. Cabe señalar que, con la excepción de Blanco, en las obras de estos autores se puede identificar cierta homofobia internalizada al privilegiar la imagen del hombre gay varonil.

Pero toda explosión se consume a sí misma. Tras un debilitamiento patente en la repetición de fórmulas, anécdotas y tipologías de personajes, se cerraba un periodo de veinte años aproximadamente, de 1979 a 1999. Y fue otro muy importante narrador quien tomó el relevo y sirvió de puente entre este Boom y la narrativa del siglo XXI: Joaquín Hurtado, con un volumen que recogió las crónicas publicadas a partir de 1996 en el suplemento «Letra S»: Crónica sero, una de las obras fundamentales en Latinoamérica sobre el sida, tema que además había tenido su primicia en 1995 con A tu intocable persona, de Gonzalo Valdez Medellín.

Pero ¿cómo se ha transformado la narrativa gay mexicana de entonces a nuestros días? En el siglo presente hemos asistido al establecimiento de una reconfiguración de la homosexualidad masculina. Las condiciones y reconocimiento de la población gay y lésbica han presentado cierto progreso, no total pero sí notable, y a la vez comienzan a ser cada vez más visibles otras identidades disidentes. En

la literatura también parece que se ha diluido esa necesidad transgresora de hacerse presente, de reclamar el espacio que por derecho se debe tener. O por lo menos, este ímpetu activista del Boom de la narrativa gay ha transmutado al ritmo y sentir del nuevo siglo. Pero a cambio de ese carácter explosivo que se fue apagando, la homosexualidad se ha estado incorporando de manera paulatina pero constante al corpus general de la literatura mexicana.

Es significativo que algunos textos que destacan en esta época entre siglos (XX - XXI), hayan sido escritos por autores que no se identifican especialmente entre las sexualidades no hegemónicas. Ejemplos de esto son los cuentos «Nomás no me quiten lo poquito que traigo» (1999) de Eduardo Antonio Parra, y «Tía Nela» (2001) de Enrique Serna, textos pioneros que pusieron en la mira del público lector común la presencia de la mujer trans, trayecto ya iniciado por ejemplo por Arturo Arredondo con el cuento «Los amores de Rosina» (1991), quien tal vez sea la primera protagonista trans de la narrativa mexicana. Esta personaja se ha afianzado aún más en las novelas Travesti (2009) de Carlos Reyes Ávila, y La doble vida de Jesús (2014), de Enrique Serna de nuevo.

Sin embargo, aun con el advenimiento de esta nueva circunstancia, en la primera década del XXI se redujo considerablemente el número de obras narrativas gay publicadas en México. Tal vez aún pesaba la influencia de los autores del Canon, o los ánimos creativos se estaban reajustando a una nueva época, surgiendo así solo un par de novelas destacadas. Fruta verde (2006) de Enrique Serna, con la historia de iniciación de un joven que emparejaba sus vidas laboral, afectiva y sexual, y de la cual el mismo autor ha confesado que es en gran medida autobiográfica. Y Toda esa gran verdad (2006) de Eduardo Montagner, que además de ser la única obra escrita en español de un autor de ascendencia italiana, presentaba un fetiche inédito hasta entonces en la literatura de México.

Es en los últimos años que ha retomado una fuerza ascendente la narrativa gay, en un ambiente propicio para que se dé una convivencia natural entre autores de diferentes generaciones, que aportan novedosos y muy diversos acercamientos representaciones del hombre homosexual. Encontramos por ejemplo autores que atestiguaron el ascenso del movimiento libertario desde el siglo pasado como Juan Carlos Bautista, con su fábula tropical Paso del Macho (2011), una novela breve que reivindica la figura de la loca desde una historia y personajas igualmente desaforadas. Este mismo año se publica Funerales de hombres raros (2011), primer libro de Wenceslao Bruciaga, una de las escasas y muy necesarias voces disidentes del ambiente gay en México.

A diferencia del periodo del Boom, en que se constituyó un grupo pequeño de autores que tomaron una patente posición ética con la que se enfrentaron a una sociedad y un medio cultural todavía recelosos, recientemente han surgido autores también comprometidos que además están ampliando los horizontes tanto formales como temáticos. Por ejemplo Luis Panini, que con El uranista (2014) logra el detallado retrato de un hombre gay de la tercera edad, un pederasta que ya había sido condenado legalmente pero se abandona a la reincidencia, incapaz de ser indiferente todavía al deseo.

En el 2017 presenciamos una constatación de la ruta de la autoficción, con la novela

La estatua de azúcar de Fidel García Reyes (por supuesto con una clara referencia a la autobiografía inconclusa de Salvador Novo), y con otras dos obras que iniciaron una necesaria y cíclica revisión de épocas pasadas: Hubo una vez… antes del sida de Pablo Leder, conjunto de relatos testimoniales que se ubican alrededor de un lúbrico ambiente gay en los 60 y 70 del siglo XX. Y La cara del destino de Gonzalo Valdez Medellín, que recupera la experiencia vital de un joven que en mitad de los 80 se divide entre el movimiento activista, y sus primicias como escritor y amante.

Las últimas cuatro obras que me interesa mencionar, las más recientes, representan de manera perfecta la diversa situación actual de la narrativa gay.

Las novelas Hacia las luces del norte (2018) de Ángel Valenzuela (n. 1979), y Todos mis padres (2019) de Fernando Yacamán (n. 1985) comparten varias características, por ejemplo que ambas abordan fantasías que en el terreno del imaginario gay adquieren tal vez mucha más fuerza, sobre el encuentro sexual con dos entidades de dimensiones legendarias: la imagen erotizada del «mejor amigo» por un lado, y de la figura paterna por el otro. Además, los periplos que tomaron ambas novelas para su publicación son similares. Valenzuela ganó un premio en una plataforma digital y tras una primera edición de circulación limitada, se publicó finalmente en España en la editorial Dos Bigotes, especializada en literaturas de la diversidad. Yacamán también ganó un concurso en España, y la novela tuvo su primera edición en Europa de manera casi simultánea en México. Ambos autores son los más jóvenes de esta revisión, y ambos han sido becarios del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, uno de los reconocimientos con más demanda entre los Miguel Cane volvió a publicar en 2019 la novela Todas las fiestas de mañana, donde varias personas mantienen cierta amistad a través de los encuentros en festejos, fiestas y reuniones, que sostienen realmente su vida social. La narración se estructura a la vez alrededor de un accidente automovilístico, y en la vida de Luciano, un joven tímido que ha postergado una y otra vez la consumación de su vida amorosa y sexual, hasta descubrirla por fin entre ese grupo de amigos. Y también en 2019, en La noche se me fue de las manos de Max Ehrsam, encontramos el típico flechazo entre un hombre mexicano y otro estadounidense, quienes tras una luminosa y perfecta luna de miel, se ven enmiscuidos en un romance gris que pierde el rumbo, principalmente porque la antigua vida laboral de uno de ellos regresa a desestabilizarlos por completo. Todo esto acompañado de varias viñetas, aparentemente aisladas de la anécdota central, sobre niños y adolescentes que aún no encuentran su lugar en un mundo hostil.

Nuevas dinámicas, actitudes, y acercamientos tanto formales como anecdóticos, revisten a la narrativa gay mexicana actual, un terreno fértil donde conviven obras consagradas con otras narrativas en proceso, de narradores aquí mencionados u otros más, a los que nuestrxs lectorxs pueden acudir para ampliar esta breve revisión: Luis Montaño, Arturo Arredondo, Sergio Téllez, Russel Manzo, Uriel Martínez, etc. Ya sea mediante las obras del Canon, de autores posteriores, y aun de los más recientes, la narrativa mexicana ofrece mundos diversos, poderosos y sólidos, que están contribuyendo sin duda a conformar la gran narrativa gay latinoamericana.

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