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Cuadernos Nº 15
Enero, 2009
Ajustar cuentas con la historia
Poder y delirio petrolero Nelson Acosta Espinoza
D
iez años cumple el denominado proceso revolucionario. A la zaga permanecen suspendidas las estelas provocadas por las constantes turbulencias políticas; gotas de agua y humo que tiende a evaporarse con el correr del tiempo. Las comparaciones, generalmente, son un tanto injustas; pero en esta ocasión, este ejercicio posee un alto contenido pedagógico. Podría ayudar, por ejemplo, a la comprensión de las razones que subsisten detrás de este inmenso fracaso histórico y la ambición desmesurada de poder que exhibe el líder máximo del proceso. Dos cerraduras limitan el estrecho ámbito dentro del cual se ha desplazado la oferta política del presidente Hugo Chávez Frías. La primera, la Revolución Cubana. Épica histórica consumada, agotada y en tránsito hacia otros destinos y horizontes. La segunda aldabilla, el proceso democrático venezolano que en 40 años consolidó un ejercicio político denso, digno y admirado en toda América Latina. Estas experiencias ya realizadas intentaron construir nuevos itinerarios y formas políticas de vida. En este sentido, puede conceptualizarse como trágica la situación que experimenta la “revolución”: no ha podido superar la experiencia histórica socialista y carece de las pulsiones necesarias para ensayar la construcción de un nuevo proyecto democrático. La bolivariana, en clave postmoderna, tendría el mérito de constituir un “no lugar” político, un espacio discursivo carente de identidad e inviable históricamente. Imagen cosmética de una revolución que no ha podido ser. De allí su fugacidad petrolera: gallineros verticales, comunas, cooperativas, universidades que no lo son y soberanías alimentarías que dependen de importaciones cada vez más escasas. Contrasentidos elevados a la
condición de política pública. En fin, sobre unos colosales ingresos petroleros se ha edificado esta experiencia sin rostro definido. Esta recia ausencia de identidad ayuda a explicar la voluntad de permanecer en el poder que intenta imponernos el líder máximo del proceso.
Poder y delirio petrolero Los estudiosos del tema petrolero han utilizado el término “enfermedad holandesa” para referirse a los estragos que ocasiona la sobreabundancia de estos recursos naturales en el tejido industrial e institucional de un país. Esta circunstancia y sus efectos disruptivos no han sido ajenos a la historia de Venezuela. Sus secuelas, igualmente, las han experimentado la casi totalidad de las naciones exportadoras de petróleo. El año 1973 marca la inauguración de este ciclo de poder y delirio petrolero. En el cercano oriente se tituló como “The Great Civilization” y “La Gran Venezuela” fue la denominación escogida para designar esta circunstancia de auge petrolero en nuestro país. En el breve lapso de 1970 a 1974 los ingresos de los países miembros de la OPEC se multiplicaron enormemente. Estos petrodólares estimularon los delirios que recurrentemente genera esta “enfermedad holandesa”. Irán, Nigeria, Indonesia, Argelia, México y Venezuela se embarcaron en ambiciosos programas de desarrollo; la intención era comprar “futuro” para poder achicar el camino hacia el progreso y la grandeza nacional. Los resultados, como sabemos, fueron desastrosos. Los precios se derrumbaron en el año 1983 y los efectos perniciosos del “excremento del diablo” se hicieron sentir en forma aguda: inflación, caída de la producción, ineficiencia, corrupción en el manejo de las empresas públicas, sobrevaluación de la monedad y fragilidad institucional. El Shah de Irán fue derrocado en 1979 y una revolución islámica cortó de un tajo su delirio modernizante; Nigeria fue atrapada en un vaivén trágico y continuo entre gobiernos civiles y militares. El gobierno del partido único en México fue sacudido fatalmente. A comienzo de la
décadas de los noventa Algeria estaba a borde de la guerra civil y en Venezuela nuestro sistema bipartidista mostraba sus costuras. La explicación económica que proporciona la denominada “enfermedad holandesa” es insuficiente para dar cuenta de esta relación asincrónica entre ingresos petroleros y turbulencia política y social. La actual situación que confronta el país es un calco de las experiencias vividas en la última década del siglo pasado. En este sentido, parece apropiado añadir a la elucidación económica una de orden institucional y discursiva. En otras palabras, las decisiones de política pública que asumen los actores, pasados y presentes, se encuentran constreñidos por un entreverado institucional y discursivo que los determina a restaurar cursos ya trillados. Es posible concluir, entonces, que no es inmensa la distancia antropológica que separa a Hugo Rafael Chávez de Carlos Andrés Pérez.
Ajuste de cuenta histórico La crisis que se avecina no debemos asumirla como el agotamiento coyuntural de un modelo en particular: el “Socialismo del siglo XXI”. Enfrentada en esos términos, nos encontraríamos, expresado en palabras de Enrique Krauze, en el eterno retorno de lo mismo. Son propicias las circunstancias para formular un ajuste de cuenta histórico. La sociedad venezolana se resiste a continuar viviendo en el marco institucional que predeterminó su existencia a todo lo largo del siglo pasado. Comprender esta necesidad histórica es condición necesaria para el diseño de una salida que permita traspasar el umbral que separa el siglo XX del XXI. Romper este corsé institucional implicaría, entre otras cosas, construir un nuevo liderazgo con un repertorio movilizador y un discurso diferente Y, desde luego, saltar sobre la trampa que significa la estatización de la política. Sólo así la izquierda podría recuperar su capital social, recrear su poder de convicción y diseñar una nueva estrategia política.
La “pandilla salvaje” Se avecinan tiempos difíciles. En la película “La Pandilla Salvaje (Sam Peckinpah, 1969) en su inicios nos muestra una alegoría sobre la naturaleza humana, vista desde un escorpión y unas hormigas. Las hormigas devoran al peligroso escorpión, pero son unos niños quienes avivan el “es-
El síndrome holandés El síndrome holandés, también conocido como “mal holandés” o “enfermedad holandesa” es el nombre general que se le asigna a las consecuencias dañinas provocadas por un aumento significativo en los ingresos de un país. El término surge de la década de 1960 cuando las riquezas de los Países Bajos aumentaron considerablemente a consecuencia del descubrimiento de grandes yacimientos de gas en el Mar del Norte. Como resultado del incremento de ingresos el Florín se apreció lo que perjudicó la competitividad de las exportaciones no petroleras del país. De ahí el nombre de este fenómeno, que si bien no se relaciona con el descubrimiento de algún recurso natural, puede ser el resultado de cualquier hecho que genere grandes entradas de divisas, como un notable repunte de los precios de un recurso natural, la asistencia externa y la inversión extranjera directa. La respuesta sobre las consecuencias perniciosas de un aumento de riquezas está en un estudio clásico de 1982 realizado por Warden Max Corden y Peter Neary. Estos autores dividen una economía que experimenta un período de crecimiento en tres sectores: dos exportadores -uno en auge y otro no- que conforman los sectores de bienes comerciados; y un tercer sector de bienes no comerciados orientado básicamente al suministro a residentes nacionales que puede abarcar el comercio minorista, los servicios y la construcción. Según el estudio, cuando un país se contagia del síndrome holandés, el sector exportador tradicional se ve desplazado por los otros dos.
pectáculo”, para luego quemarlos con una fascinación cómplice y extraña. Un fuerte activismo ciudadano podría evitar el ejercicio desmedido del poder por la fuerza. Para ello se hace indispensable sortear delirios “cómplices y extraños”. acostnelson@gmail.com