nº42
noviembre2015
elmuro [3] andénuno [5]
Las dos islas, Javier Sagarna andéndos [13]
Conejos de ojos sabios, Ota Pavel andéntres [20]
El pie de Kafka, Bibiana Candia andéncuatro [23]
Magdalenas, Julita Nicolás Zabala microconcurso4añazos [30] cuentoscomochurros [32] lapuertadelanevera [36] diccionariodesaturno [37] sinopsis [39] brevemente [40]
Relatos en cadena entrecocheyandén [42]
novedades
Bonsái, Roberto Rochas
Publicamos el relato de cuatro lectores, ganadores de la convocatoria abierta de textos Microconcurso '4 añazos', con preselección de jurado y votación final de ganadores en abierto a través de Facebook.
Edita: Grupo Andén C/ Feijoo, 6 - 4ºA - 28010 Madrid | edicion@grupoanden.com | www.grupoanden.com Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver, Juan Carlos Márquez, Kike Cherta, Juan Martini (Buenos Aires, Argentina) y Mónica Pano (Argentina) Publicidad: edicion@grupoanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Diseño portada e interior: © Ignacio G. Martín-Laborda
Con la colaboración de:
elmuro
Tema: Por los suelos
Ganadora: Blanco sobre Negro - Ana García - Zaragoza (España) Finalistas: Burbujas - Saturnino Gálvez Madrid (España) Sin título - Daniel Tordera Norrköping (Suecia) Suelo 2 - Debbie Iglesias Santiago (Chile)
Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@grupoanden.com Consulta las bases y mira las fotos en Facebook y grupoanden.com Tema del próximo concurso: Por las ramas
Te escuchamos: Cuentos para el andén @cuentosanden lector@grupoanden.com
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Este número de Cuentos para el andén no sólo cumple 42 ediciones, sino que con él cumplimos 4 años de cuentos repartidos por los andenes a golpe de tinta y píxel. Lo celebramos con esta Edición Especial donde nos despojamos de vestiduras aledañas al relato y nos quedamos en cueros: cuento, mucho cuento y sólo cuento, con un Andén 4 locutado; los ganadores del Microconcurso '4 añazos'; autores noveles y autores con canas; españoles, argentinos, mexicanos, checos, que traen historias hiperbreves y otras, esta vez, también un poquito más extensas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.
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Las dos islas Javier Sagarna
DURANTE muchos meses, ninguno de los dos le dice nada al otro. Desde el naufragio, ambos se turnan las guardias en el acantilado, junto a la gran hoguera que encenderán si avistan las velas de algún ballenero o uno de los clippers que hacen la ruta de Oriente. Vigilan mientras haya luz, a todas horas, sin tregua, conscientes de lo lejos que la tormenta los arrastró de las rutas comerciales antes de hundirlos: un vigía rubio y fornido por las mañanas, siempre tieso como una vela, un guardián menos marcial por las tardes, bajito, moreno, a menudo inquieto y que a veces, solo de vez en cuando, tiene la debilidad de esconder la cabeza entre las piernas y deshacerse en lágrimas. A mediodía, cuando el sol del Trópico abrasa desde lo alto, ambos se reúnen en un chamizo de hojas de palma que el rubio construyó en lo alto del acantilado durante esos primeros días en que el otro se limitaba a vagar y lamentarse. «Nuestro cuerpo de guardia», le dijo entonces, apenas lo terminó. Pero el otro solo acertó a mesarse los cabellos. Ahora charlan mientras comen (sobre todo el bajito que parece que a diario comiera lengua), comentan las incidencias de la caza que, por fortuna, abunda en pequeños cerdos salvajes y unos pájaros gordos como avutardas que no saben volar; discuten los arreglos que necesita la cabaña y las novedades, siempre escasas, del turno de guardia. Ballenas, eso es lo que avistan a menudo, pero nunca los palos de un ballenero que las persiga. Hablan, conversan, a ratos hasta se ríen, pero ninguno de los dos menciona la otra isla. Tampoco dicen nada por las noches, cuando abandonan las guardias al declinar la luz —el atardecer del Pacífico, sublime en rosas sobre azules, turbador si un grupo de ballenas lanza sus
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chorros en el horizonte—, y se reúnen en la cabaña grande, la que construyeron junto a la laguna y que han ido, poco a poco, haciendo cada vez más confortable. Tienen un cuarto para cada uno, cascada interior que les sirve de ducha y un gran salón central en torno al fuego en el que asan hoy cerdo y mañana pajarón, que acompañan con fruta del huerto. Se dejan llevar por la nostalgia mientras cenan, y fuman el tabaco que ellos mismos cultivan y se beben, muy poco a poco, el brandy que encontraron entre los restos del camarote del capitán tras el naufragio. Pero ni siquiera en esas noches de franca camaradería se cuentan lo de la otra isla. Ninguno la menciona siquiera y, desde luego, ninguno la menciona a ella. Así pasan los meses. Meses en que ella aprende a llamarlos Mañana y Tarde, por la hora en que acuden a visitarla. Y es que, apenas terminan su guardia y resuelven las tareas que les corresponden —por suerte, esos condenados cerdos y pájaros son absurdamente fáciles de cazar, el tabaco crece solo y la limpieza se ventila en media hora—, cada uno de ellos comprueba desde lejos que el otro está bien firme en su puesto, la mirada fija en el mar, y cruza la isla a buen paso, hasta la caleta que se abre en la otra punta, se lanza al agua y nada hasta el islote cercano. Desde la cala, el islote parece yermo y escarpado, pero apenas uno trepa por la pared de rocas, se encuentra con una fértil llanura de campos cultivados en cuyo centro, junto a la poza que les da vida, se halla la cabaña desde cuya puerta ella los saluda apenas los ve recortarse contra el cielo. El pequeño belga llega por las mañanas, con la respiración entrecortada, el sueco rubio y fornido acude cada tarde, tan fresco, impecablemente peinada la melena. Nunca juntos, siempre a hurtadillas, aprovechando el turno de guardia del otro. Sin haberse puesto de acuerdo, ambos guardan un celoso secreto en torno a esa isla y a esa mujer. Ella los recibe en la puerta de la cabaña y permite que ambos la estrechen entre sus brazos. ¿Quién es? Ninguno de los
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dos ha llegado a saberlo. Tiene la piel tostada de los polinesios, un bello rostro de formas suaves y unos ojos oscuros que brillan, literalmente brillan, cuando los recibe. Sin embargo, y pese a que no habla una palabra en ninguna lengua conocida, algunos indicios: un hermoso vestido blanco de corte victoriano que guarda en un rincón de la choza, la fotografía de un hombre con barba y levita junto a su cama, incluso el gusto exquisito de los arreglos florales han llevado a ambos a la certeza de que ella también procede de un naufragio. Una leve cojera, que más que afearla se percibe enseguida como esencial para su atractivo, habla en silencio de dolores que parecen del todo ausentes de su rostro feliz cuando ellos la abrazan. En su lengua incomprensible, ella los llama Mañana y Tarde y sabe que Tarde, el gran rubio silencioso, la tomará en brazos y, sin más preludios, la llevará hasta el lecho donde el tiempo se les irá entre besos y embestidas, en éxtasis, en furiosas cabalgadas piel contra piel, labio sobre labio, carne, deseo, pasión, hidromurias. Sabe que solo cuando el sol decline, Tarde aflojará su abrazo incansable, se lavará un poco en la poza como si temiera llevarse algo, un olor, un tacto, y se lanzará al mar desde una peña, como un dios poderoso y fértil de larga cabellera rubia. Mañana, por el contrario, tardó semanas en tocarla, meses en quitarle la ropa y hacerle el amor. Incluso ahora, son muchos los días en que solo la toma de la mano y se la lleva a la orilla, a contemplar el batir de las olas del Pacífico contra las rocas y la intrincada vida de los peces entre los corales. Se sientan junto al mar y charlan, habla él, sin tregua, en una lengua que ella no comprende pero transparente en sus tonos, miradas y silencios, una lengua que la arrulla y la cautiva con su música extraña y sus acentos en u. Pequeño, con su pelo muy negro siempre alborotado y un bigote cuyas puntas se obstina en mantener rizadas, Mañana habla sin parar y ella le escucha. Solo cuando él se agita, cuando ella advierte la crispación en sus dedos y el nacer de las lágrimas en sus ojos, ella le pone una mano sobre la boca. A veces, él acaba por callarse y ambos se quedan allí,
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abrazados, contemplando los sifones que lanzan las ballenas en altamar, un poco antes del horizonte. Las mañanas son tiempo de pasear por el huerto y recoger los frutos en sazón, de tortugas que nacen por miles en las arenas de la playa diminuta del islote, de un baño en la poza justo antes de la hora de marchar, como si él también temiera llevarse algo —un olor, un tacto—, que lo fuera a delatar. Cuando lo ve llegar a la orilla de la isla grande —a él le gusta que ella lo acompañe hasta las rocas—, y despedirse con la mano antes de internarse en la espesura, sabe que Tarde ya no se demorará. Por eso se extraña tanto cuando, una de esas tardes, en lugar del gigante rubio aparece él, Mañana, moreno, bajito y muy, muy agitado. A despecho de tanta guardia en solitario, la goleta aparece un viernes a mediodía, cuando los dos comen juntos en el chamizo de hojas de palma, en la cumbre del acantilado. Aparece casi de golpe, mucho más cerca de lo que hubieran supuesto, sus cuatro palos recortándose entre los sifones de un gran grupo de ballenas. La ven y se levantan de un salto y el sueco corre a prender la gran hoguera. Brinca, salta, hace señales, dispara al aire su revólver, agita los brazos sobre su cabeza y lanza un alarido de triunfo cuando desde la nave contestan con una salva y cambian el rumbo para dirigirse a la isla. —¡Salvados! —exclama. Y cuando se vuelve se extraña de no ver al otro a su lado, ni en la cabaña, ni por ninguna parte. Lo busca por la selva, en la laguna y por la garganta del arroyo que termina en la catarata; se asoma al pedregal, a la llanura donde pastan los cerdos salvajes y se arrullan los grandes pájaros, a la huerta y a los cultivos de tabaco, cruza la isla buscándole y solo cuando llega al otro lado, a la cala, y ve sus huellas en la arena, mira hacia el islote y comprende, ¡vaya si comprende! Aun así, le llama, grita su nombre dos, tres veces con voz tronante y aguarda con la vista fija en el mar, en esa otra isla que,
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ahora lo sabe, no ha sido el único en pisar. Al fin se encoge de hombros, derriba una palmera a patadas y regresa a buen paso hacia la bahía a la que, con viento favorable, se aproxima velozmente el ballenero. Por su bandera, adivina que tiene su base en el puerto de Nantucket, muchos meses aún de travesía hasta llegar a casa. Los recibe a pie de playa, se abraza a los hombres que arriban en el bote y bebe con ganas de la botella de ron que le tienden. Luego les muestra la isla, la cabaña, los cultivos que les han ayudado a seguir con vida y no protesta cuando sus salvadores hacen una matanza de cerdos y pájaros tontos, cuya carne aliviará la dieta de la tripulación. Evita, eso sí, llevarlos al otro lado de la isla, a la cala y, una vez que recoge sus cuatro cosas, insiste en dejarlo todo como está: la cabaña, los cultivos, incluso la cajita que él mismo talló y en la que guardan el tabaco. El primer oficial, un polaco sagaz y competente, acaba por preguntarle: —Pero está usted solo, ¿no es así? Se diría que un destello de dolor, algo mínimo, apenas perceptible, atraviesa por un instante el rostro hierático del gigantón rubio, pero un trago de ron urgente lo hace desaparecer. —Ahora sí —responde. Y no hay manera de sacarle nada más, aunque aprovecha un despiste para esconder la botella de ron mediada bajo uno de los lechos. Luego los sigue hasta la playa, atiende como puede a la charla del polaco —al parecer, le cuenta, han tenido mucha suerte de ir a parar allí, pues casi en cualquier otra isla de aquella zona hubieran sido pasto de los caníbales— y, tras un instante de duda, termina por subir al bote. —¿Nos vamos? —pregunta el polaco. —Adelante —responde, aunque permanece de pie en la popa del bote, con la vista fija en la playa, en la isla que se aleja al ritmo del batir de los remos sobre la superficie del mar. En silencio, se despide sin pena de cada árbol, de cada grano de arena, de las rocas del acantilado sobre las que aún humea la hoguera. Se despide de ellos.
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Y es en el momento en que se gira, mientras se vuelve para sentarse y enfrentar el perfil de la goleta que los espera en el centro de la bahía, sus altos palos recortados sobre el cielo del Trópico, cuando lo ve. En la playa, dando brincos y agitando los brazos como un loco. —¡Alto! —chilla, y los remos se detienen en el aire. En unos minutos vuelven y lo recogen. El sueco salta a tierra el primero, pero se queda clavado a un par de metros del otro. Es raro que este no se lance a sus brazos, que no gesticule ni hable sin parar. Se miran, solo se miran. —¿Entonces? —acaba por preguntar el rubio. —Voy —es todo lo que responde el otro. Y sube al bote y no levanta la vista más que para responder con monosílabos a las preguntas del primer oficial. Estaba en la isla cuando llegaron, sí, pensaba quedarse, ha cambiado de opinión. No añade una palabra más. Solo permanece así, silencioso y abatido, hasta que llegan a la goleta. En cuanto puede —tras saludar al capitán y agradecer los vítores de la tripulación—, se acomoda en una esquina del barco, a popa. El rubio se sienta a su lado, pero él guarda un silencio abrupto y obstinado. No le mira, no dice una palabra. Simplemente, apenas levan anclas, mete la cabeza entre las rodillas y se deshace en lágrimas.
tw Del libro: Nuevas aventuras de Olsson y Laplace. Ed. Menoscuarto, 2015. Javier Sagarna (Madrid, 1964), dirige la Escuela de Escritores, donde también da clases. Preside la Asociación Europea de Programas de Escritura Creativa y ha impartido numerosos talleres en Europa y América. Ha escrito el libro de relatos Ahora tan lejos (Menoscuarto, 2012)
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Conejos de ojos sabios Ota Pavel
MIS padres vendieron la cabaña y se compraron una pequeña casa en Radotín, con un manzano que florecía sobre el tejado. Fue su última parada aquí en la tierra, y fue una parada feliz. Trabajaban y vivían en el ingenuo sueño de un Mesías con el que levantarían cabeza. Pero trabajaban más que soñaban, así que no les iba tan mal. Mi padre ya no iba detrás de las mujeres, la tormenta pasó y llegó la calma. Eso sí, había poco dinero. Papá volvió a decidir que ganaría un pastón, esta vez con ayuda de los conejos. Primero compraba conejos, luego los repartía o los vendía. Trabajó como nunca antes en su vida. Construyó decenas de conejeras y las decoró con cortinas, parecían castillos para una nobleza orejuda. Se centró en la raza especial de conejos de Champaña, que tenían el color de los cohetes americanos que despegan hacia la luna; unas veces eran más plateados y otras veces más grises y, para ser conejos, tenían ojos bonitos y sabios, como si lo supieran todo. Él charlaba con ellos durante horas enteras y les rascaba el mentón. Tengo la impresión de que los conejos le amaban. Por la mañana y por la noche iba a buscarles hierba, para que siempre la tuvieran fresca. Se levantaba temprano, cuando todavía dormía toda la región y la hierba no estaba mustia. Era todo un ritual. Amanecía, el rocío resplandecía en los tallos verdes y alrededor retozaban los conejos salvajes. En los montones de escombros siempre había muchos, cerca gritaban los faisanes, y todos conocían ya a mi padre. Se arrodillaba. Siempre llevaba la hoz bien afilada y de esta manera no arrancaba la hierba. La colocaba, la hoz siseaba, pshhh, pshhh, y la hierba se amontonaba en manojos. Un ramo por conejo, como si fueran damas en el palco principal. Luego se subía al carro, agarraba las riendas y silbaba. Llenaba las conejeras de hierba, los conejos aún estaban adormilados y él los despertaba: —Chicos, buenos días. Aquí tenéis ñam ñam.
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Como cabía esperar, sobrealimentaba a los conejos y sacaba toneladas de estiércol, casi la misma cantidad que de comida. Pero la conejera estaba limpísima, a sus amigos les decía: —¿Asombroso, eh? Aquí hasta podrías comer, tontaina. Mi madre por su parte criaba con eficiencia pavos y gallinas, y vendía los huevos. Pronto empezó a obrarse un pequeño milagro, como en el famoso libro de la americana Betty MacDonald, El huevo y yo. Así estuvieron casi diez años. Mi padre se hizo amigo de los jardineros de la cercana fábrica Walter y traía las rosas más hermosas de entre las más hermosas. Por el camino se olvidaba de cómo se llamaban, así que les ponía nombres de presidentes o los nombres de sus mejores amigos, como Béda Peroutka y Karel Prošek. Las rosas crecían derechas hacia el cielo, tenían los tallos y las hojas fuertes y las flores parecían de cera. Él nunca las cortaba, no soportaba ver una sola flor caer al suelo, así que tenía que hacerlo mi madre. Detrás, en el jardín con vistas al castillo de Zbraslav, tenía parterres con gladiolos. También crecían fresas, grosellas y arganzones. Al fresco y protegida del sol, tenía una piscina de hormigón en la que nadaban las anguilas verdes, de ojos que parecían malvados, que pescaba en el Berounka. En invierno, cuando la nieve arremetía contra las ventanas, colocaba hierros para atrapar cuervos. Cuando un cuervo se agarraba y agitaba las alas, salía corriendo a por él aunque fuera en zapatillas. En esa época iban a verlo desde Praga muchas personas sabias y él les hacía sopa de cuervos sabios. Hablaba de sus parientes ricos, los Popper y los Abeles, campesinos de Horšovský Týn, que antes de la guerra habían emigrado al Canadá, huyendo de Hitler. Eran tan ricos —decía mi padre— que se habían llevado consigo no solo a sus pastores suizos, sino incluso a sus vacas suizas. En nuestros sueños eran imágenes bellísimas, como sacadas de los dibujos de Aleš,1 y nos imaginábamos a nuestros tíos Hugo y Alois en un tren de pasajeros, y otro tren de mercancías llevaba letreros como los que había en el circo Busch o en el Humberto, por cuyas ventanas
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Mikoláš Aleš (1852-1913), conocido ilustrador checo. (N. del T.)
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se asomaban los pastores suizos con sus sombreros y las vacas suizas con sus cuernos, como las que salían en las chocolatinas suizas. La realidad resultó ser algo distinta. Se habían llevado solo al pastor suizo del señor Schmocker, pero a ninguna vaca. Adquirieron granjas, pero trabajaron duramente, de hecho aún lo hacen. Sus hijos se convirtieron en profesores y profesoras de universidad, como en el caso de la escritora Vilma Iggers, que primero ordeñó vacas, luego trabajó en una fábrica de bombones, estudió y finalmente dio clases en la Universidad. Respecto a nosotros, nos aventajaban en un punto importante: ninguno de ellos salió volando por una chimenea de gas. Mi padre nunca supo cómo era la cosa en realidad. Y eso era hermoso, porque los ojos se le iluminaban cada vez que hablaba de los Abeles y los Popper del Canadá. Decía que a estas alturas ya debía de pertenecerles medio Canadá, con lagos incluidos, y que algún día lo invitarían a pescar salmón. Mi padre solía contar todo tipo de historias. La más triste era de cuando durante la guerra se llevó a nuestro perro Tamík y al gato de la vieja señora Löwy a Praga en autobús para entregarlos, porque los judíos no podían tener animales. El gato se cagó de miedo en el autobús, así que tuvo que bajarse y dejar marchar el autobús para limpiarlo con nieve. Los llevó por Praga durante toda la tarde y los sacó de las cajas para enseñarles el Castillo y el lugar, en la plaza de la Ciudad Vieja, donde fueron ejecutados veintisiete aristócratas checos.2 También les dio a Tamík y al gato su merienda y luego pasó hambre. Esos diez años pasaron tan deprisa como se disipan las ondas al tirar una piedrecita a su amado estanque de Buštehrad. Luego alguien de una asociación de cunicultores le convenció de que si dejaba que marcasen a sus conejos de Champaña podría ganar un montón de premios y dinero. Eso le estimuló. Invitó a un experto en marcado de conejos. Con cien conejos había muchísimo trabajo, había que marcarles unos números en la oreja. Solo así los conejos se convirtieron en purasangres, como cuando un aristócrata elabora por fin su árbol genealógico. Luego
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Se refiere a los veintisiete líderes de la revuelta protestante contra los Habsburgo, ejecutados en 1621. El suceso es recordado con una placa y veintisiete cruces en el suelo de la plaza, junto al Ayuntamiento. (N. del T.)
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mi padre se pasó días enteros mirándolos, soñando con que en la próxima exposición los vendería todos y los cunicultores de toda la región los criarían y dirían que eran del viejo Popper. Los Novák, unos amigos de la Cooperativa Agraria, le prestaron las cajas y con el último dinero que nos quedaba alquiló un camión. Cargó a los conejos con tiempo y, antes de partir, cogió a mi madre de la mano y la llevó a la despensa. Estos últimos años no tenían mucho, solo un poco de harina, arroz, grano, una botella de aceite, velas y cerillas, eso era todo. Le dolía, porque antes de la guerra siempre había presumido de que nuestra despensa se curvaba por el peso de la comida. Abrió la puerta de la despensa y ordenó: —Herma, ¡dáselo a las aves! Llenaré la despensa. ¡Límpialo y pon papel nuevo! Luego le dio un beso de celebración, como si se fuera a una guerra que con seguridad iba a ganar. Después partió con el camión a Karlštejn, o creo que era Karlštejn. Envió el camión de vuelta a casa, pretendía vender los conejos, traería a casa solo un par para seguir criando, especialmente al bonito macho Michael. Cuando los jueces pasaron revista a sus conejos, se le puso el corazón en un puño, como si estuvieran juzgando a sus propios hijos. Los pesaron, les soplaron el pelo, los examinaron. Entonces le explicaron a mi padre que no les había hecho la manicura ni la pedicura de rigor, no les había cortado las uñas ni les había limpiado el pajarito, lo cual era una falta tan grave que no podían concederle premio alguno. Dada la situación, también estaba claro que nadie compraría los conejos. Mi padre palideció y empezó a gritar: —¡Sinvergüenzas! Estaba claro. Odiaban a los judíos. Tras gritar esto, la feria se quedó en silencio, el murmullo cesó, hasta los conejos pareció que hubieran bajado las orejas. Los cunicultores fueron a reconfortar a mi padre, uno de ellos se dirigió a él al modo de los criadores: —¡Amigo Pavel! Ya hacía mucho que nos apellidábamos Pavel. Pensamos que si
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vivíamos en tierra checa debíamos tener un nombre verdaderamente checo en lugar de nuestro Popper; quizá estuviéramos un poco más acojonados de lo necesario. Mi padre le gritó al cunicultor: —¡Una mierda, amigo tuyo! Se quedó sentado, esperando la salvación. Quizá acudiera su hijo Jirka, que tan a menudo le ayudaba con su Fiat, o su otro hijo, Hugo, que sabía trabajar fenomenalmente bien con las manos. O los tíos Hugo y Alois, que vendrían en aeroplano desde el Canadá con los mejores conejos canadienses para ganarles a todos estos. O quizá apareciera el tío Ota, que después de la guerra trabajó en el norte de Bohemia y al que queríamos tanto como a la tía Helenka de Praga. Pero no pasó nada. Anocheció. Los cunicultores se marcharon y se quedó allí solo. Pasó las cajas por la valla al campo cercano y abrió todas las puertas. Sorprendidos, los conejos salieron despacio, nunca habían visto el cielo sobre ellos ni habían tenido alfalfa bajo sus barrigas. Les dijo: —Chicos, a correr. Pero no corrieron, estaban acostumbrados a él, se le subían a los pies y se frotaban en ellos como gatos. Los ahuyentó, pero volvían, porque sabían que nunca estarían tan bien como habían estado con él, nunca la hierba sería tan crujiente como en aquellas bonitas conejeras, donde vivían como en un palacio. Querían ir con él, aunque por ignorancia no hubiera conquistado para ellos los primeros puestos. Al final corrió para dejarlos atrás; el que más tiempo se aferró a él fue su preferido, el bonito Michael. También de él huyó. Cuando vio la estación, se llevó las manos a los bolsillos, pero solo encontró un puñado de cigarrillos arrugados. Vio el río. El río para él lo era todo en la vida. Así que fue hacia él, pensando en bordearlo hasta llegar a su casa, con su mujer. Iba bajo la luz de la luna, que convirtió el río en una carretera de plata. De vez en cuando se estiraba en la hierba, le dolía todo. Parecía que le iba a reventar el corazón y que sus piernas iban a dejar de obedecerlo. Por primera vez en su vida, hizo todo el trayecto sin silbar ni cantar; ni siquiera canturreó la de la legión sobre los elefantes, ni la
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del pañuelito rojo. Como si hubiera saltado el muelle del gramófono, como si la representación del alegre peregrino y el pescador hubiera terminado. Caminaba y parecía que de vez en cuando viera en el cielo una despensa tapizada con papeles limpios, exactamente tal como había mandado. Luego por lo visto vio un pez en el río. Era un pez largo, con los ojos grandes y saltones. El pez lo miró, él miró al pez. Era un pez tan listo que en su larga vida ningún otro pez lo había matado y ningún pescador lo había pescado. Más tarde mi padre contó que el pez había ido a verlo morir, por los miles de peces que había matado durante su vida. El pez agitó las aletas y se marchó nadando. Mi padre volvió a ponerse en camino. Por la mañana, cojo, llegó por fin al portal de casa. Se le doblaban las piernas y se cogía del corazón. Mi madre se asustó y le llevó a su cuarto. Al pasar por delante de la despensa, mi padre volvió la cabeza, temiendo que ella hubiera puesto el papel limpio. Pero por si acaso echó un vistazo. La despensa tenía el papel sucio y evidentemente la puerta estaba entreabierta a propósito. Había un poco de harina, arroz, grano y una botella de aceite. Se sentó en una silla y sonrió a mi madre. —Eres mi mejor amigo. Mi madre llamó a una ambulancia. Vinieron y lo sacaron para llevarlo al hospital. Él los maldijo y en el portal se deshizo de ellos diciendo que había olvidado algo. No volvió a por el pequeño transistor que la gente suele coger. Una vez había hecho pintar un bonito cartel del que estaba orgulloso. Lo colgó en el portal para que todos lo pudieran leer. Ponía: ENSEGUIDA VUELVO Pero nunca volvió.
tw Del libro: Carpas para la Wehrmacht, Sajalín Editores, 2015 Ota Pavel (Praga, 1930-1973): Popular escritor y periodista checo. Su padre y sus dos hermanos mayores fueron encerrados en campos de concentración nazis. Trabajó en periodismo deportivo hasta que, en 1964, mostró los primeros síntomas de la enfermedad mental que lo apartaría de la profesión. Entonces escribió sus obras más destacadas, entre ellas, Carpas para la Wehrmacht.
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El pie de Kafka Bibiana Candia
IBA a estudiar a la gran ciudad. Mi tía me esperaba en la estación. La había visto una vez, estando de visita en la ciudad con mi padre. Ahora apenas la reconocía. Fue ella la que me salió al paso y se colgó de mi cuello, con la retórica habitual de un adulto familiar que encuentra a un joven preguntó atropelladamente por mi familia, me encontró altísimo, ¡hecho un hombre! y con los mismos ojos de mi madre. Nunca sé qué decir en estos casos, las palabras suenan tan vacías que no estimo que haya respuesta que se ajuste más que una fórmula sin significado, así que sólo sonreí y besé su mano. La acompañaba su criado Emil, un chico que no tendría más de catorce años, le ordenó que cogiese mi baúl y lo llevase al coche, se lo dijo en un tono radicalmente distinto al que acababa de utilizar para dirigirse a mí. Salimos de la estación y el coche estaba estacionado justo en frente, el chófer sujetaba la puerta para ayudar a mi tía, y Emil ya estaba cerrando el portaequipajes. Durante el trayecto fue todo el tiempo repitiendo las preguntas de antes, sin dejarme espacio para colocar la respuesta, se contestaba ella misma o simplemente se reía como una soprano y me cogía por la barbilla. Mi tía era ese tipo de mujer que vive su vida como un teatro o una opereta. En el asiento delantero el chófer y Emil, eran como dos partes más del automóvil, dos nucas inmóviles mirando al frente. Cuando llegamos mi tía me llevó a mi habitación, un cuarto sencillo que daba al jardín de invierno, un escritorio, una
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cama, una cómoda y un armario. Decepcionante para un chico que venía a la gran ciudad con expectativas puestas en la hermana de su padre, viuda de un terrateniente. Quedamos en que desharía mi equipaje, me daría un baño y luego los dos tomaríamos el té. Aún faltaba una semana para empezar las clases y ella quería presentarme a algunas familias que tenían hijos de mi edad, para que fuera haciendo mis primeras amistades. Me quedé solo con mi baúl, me senté en la cama mirando alrededor, es verdad que el cuarto no era gran cosa, parecía más bien la habitación de una vieja difunta, pero era para mí sólo. Una cama grande con un cuadro de la última cena en la cabecera y encima de la cómoda una estampa del martirio de San Esteban. Asomó al cuarto una criada para decir que había un baño preparado para mí, que cuánto había crecido, que estaba hecho un hombre y que tenía los mismos ojos de mi madre. Sonreí. Desnudándome pensaba cuántas veces aún tendría que escuchar los mismo comentarios durante los próximos días. Por fin, mi primer baño sin compartir el agua con mis dos hermanos, sin prisas y en privado. Es verdad que mi tía parecía un poco extravagante en sus formas, pero seguramente en cuanto empezasen las clases y todo se asentase encontraríamos un modo de adaptar nuestras propias rutinas. Supuse que era normal este entusiasmo los primero días. Me di cuenta mientras me secaba de que la ventana del cuarto de baño daba también al jardín de invierno, justo encima de la puerta por donde los criados entraban a la casa. Sentados en el suelo, Emil y otro chico compartían un cigarrillo. —Parece un tonto, le hablan y sólo sonríe. Fuimos a buscarlo a la estación, la señora le preguntaba por su familia, por sus cosas y él sólo sonreía, parecía un alelado.
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—¿Y dónde va a dormir? —En el viejo cuarto de las criadas, la señora ya lo dijo, si lo pusiéramos en uno de los buenos en dos días olvidará de dónde viene y se pondrá insoportable. Seguí espiando las conversaciones de los criados desde la ventana del cuarto de baño, hasta el día, seis años más tarde, en que me marché de aquella casa. El desprecio, un insecto parásito que infectaba todo mi alrededor por aquellos días, me clavó su aguijón en el pecho de tal modo, que la cicatriz aún supura algunas veces.
tw Del libro: El pie de Kafka. Ed. Torremozas, 2015 (Todos los relatos de este libro comienzan con una frase que se ha tomado de los diarios de Franz Kafka)
Bibiana Candia (A Coruña, 1977): Estudió Filología Hispánica y trabajó como funcionaria en la Universidad de A Coruña. En 2011 se mudó a Berlín para dedicarse profesionalmente a la literatura y en 2013 publicó su primer libro de poesía La rueda del hámster. Escribe habitualmente en http://www.bibianacandia.com/
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Magdalenas Julita Nicolás Zabala
CUANDO llegué a casa, mi madre tenía ya preparada la comida: una sopa aguada y boquerones rebozados. La sopa me la tragué deprisa para poder llegar cuanto antes a lo que me gustaba. La pena es que solo eran cuatro los que me correspondían. Cuatro cada una. Los comería despacio para saborearlos bien. En la mesa nunca hablábamos. Por eso me sorprendió que mi madre empezara a contarme que en la pescadería le habían dicho que una señora bien necesitaba una jovencita para que le leyese. —Y he pensado en ti. Ya tienes doce años y sabes leer muy bien y, sobre todo, nos pagarán algo de dinero. —Pero mamá, tengo el colegio y estoy en plenos exámenes. Yo no puedo leer a nadie, y además no quiero hacerlo. —Está todo arreglado. Mañana, después del colegio, te acercas a casa de esa senñora, le lees durante una hora o dos, luego vuelves y te pones a estudiar. No se hable más del asunto. Se me quitaron las ganas de seguir comiendo. Me levanté con rabia y antes de dar un paso mi madre continuó diciendo: —Y sobre todo, me he enterado por el mismo pescadero, que en esa casa corre el dinero y la señora tiene muchas joyas. Ese va a ser tu cometido. ¿Te enteras, mocosa? Lo de leer es el medio para llegar a lo que nos interesa. —Yo no soy una ladrona. —Claro que no. Hay personas a las que les sobran muchas cosas y en cambio otras necesitamos sobrevivir. Eso no es un robo.
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Esa noche dormí mal. Puede que mi madre tuviera razón. Pero la odié por eso. Por eso y por la botella de vino que tiene escondida detrás de la fresquera. Acabo de salir del colegio. En una hoja de papel llevo las señas. Por lo visto se llama doña Enriqueta. Menos mal que no tengo que coger ni el metro ni el autobús. Me tropiezo con una lata vacía y gris en el suelo y le pego una patada con todas mis fuerzas, cruza la acera y se queda enfrente quieta y esparciendo un líquido asqueroso. Odio a mi madre, la odio con todas mis fuerzas. Siempre mandándome lo que tengo que hacer, que si haz la cama, que si estudia mucho para que no te quiten la beca, que si recoge el desayuno. La odio también por mi nombre. Gertrudis, como se llamaba mi abuela que ni siquiera llegué a conocer. Gertru, me llaman, en lugar de Gabriela que también empieza por ge pero es un nombre precioso. Gabriela. Lo digo en voz alta y las letras se escurren por la garganta como si fueran natillas. Voy despacio y arrastrando los pies, así tardaré más. Como tengo las piernas largas y muy delgadas todas las medias se me caen. Hoy se me han escurrido como dos acordeones cansados de tocar la misma pieza, no pienso subírmelas. Vivir en una casa gris que huele a coliflor, sin un padre que te pase la mano por el pelo y que te diga que estás guapa aunque sea mentira y encima sin dinero es como vivir solamente lo malo. Estoy segura de que habría conseguido que él me quisiera. También le odio a él, a él más que a nadie, y me gustaría que sintiese ese odio en su cuerpo como un cáncer, esté donde esté. En la esquina con Santa María de la Cabeza hay un hombre que toca la guitarra, junto a un perro callejero que le escucha muy quieto y al que ha puesto una gorra roja y unas diminutas gafas de sol. Me hace sonreír.
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Voy mirando los números, debe de ser la casa de enfrente. Cruzo y me paro delante del portal. Es una casa de ricos, pero de ricos de verdad. ¿Y si doña Enriqueta es una medio bruja y me hace la vida aún más imposible? Estoy a punto de darme media vuelta, cuando sale el portero que estaba al acecho en su garita. —¡Eh! niña, ¿eres tú la que viene a casa de doña Enriqueta? —Sí... —apenas me sale la voz. —Venga, pasa, tienes que subir al tercero derecha. Y date prisa que te están esperando. ¿Qué edad tienes? —Doce años. —Si quieres puedes subir en el ascensor, pero con cuidado. Las entradas de los palacios deben de ser así, llenas de cristales relucientes, lámparas con chupones y espejos dorados. El ascensor está en medio y es de color de miel y brilla de tan liso que es. La primera puerta pesa bastante, claro, es de hierro, como las verjas de los jardines. En cambio, las de madera son leves, bien engrasadas, no chirrían ni un poco. A mi derecha están los botones, todos negros brillantes y rodeados de oro. Aprieto el tercero. El ascensor empieza a moverse y yo me siento en la banqueta de terciopelo verde. Sube despacio, como deben ser las cosas buenas. Por los cristales veo pasar el primer piso, luego el segundo y por fin se para en el tercero. Estoy a punto de salir cuando se me ocurre que puedo bajar y subir otra vez y sin pensarlo dos veces doy al botón de bajar y acaricio el terciopelo verde. Así debe de ser volar en un avión, solo que lo que ves por las ventanillas son pueblos, ciudades, montañas. Cuando llego al portal vuelvo a darle al tercero. Desde la ventana de mi avión vuelvo a divisar el paisaje del primero, luego el del segundo y llego a mi destino sin novedad. Al bajar del ascensor me encuentro con dos puertas
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enormes. La de la derecha tiene un timbre negro rodeado de una chapa de oro. Me limpio el dedo índice en la falda del uniforme, me subo las medias y aprieto el botón. Me abre una mujer de pelo negro muy rizado y una especie de toca más pequeña que la de las monjas. Además la lleva inclinada hacia el ojo izquierdo. Va vestida de negro y lleva un delantal blanco y enorme. —Así que tú eres la chica. Llegas tarde, mi señora te está esperando. Ándate con cuidado porque si le haces alguna perrería te encontrarás conmigo. Yo me llamo Narcisa. Aquella casa huele a cera, a limpieza y a otra cosa que no sé bien lo que puede ser, pero que me gusta. Se oye una música suavecita, a lo mejor es de Mozart o alguno de esos. Narcisa me lleva a un cuarto de estar precioso, grande y con mucha luz. La pared de la derecha está toda cubierta de una librería hasta el techo, llena de libros de distintos tamaños y colores. También hay un piano de cola, negro y brillante. Y allí, al lado de uno de los balcones, esta doña Enriqueta. Sentada en un sillón de orejas me mira sonriente. Debe de ser muy mayor, por lo menos sesenta años o más. El pelo lo tiene tan blanco que parece azul y la cara llena de arruguitas finas, pero lo que me llama la atención son sus ojos casi transparentes. —Hola, pequeña. Anda, siéntate en esa butaquita enfrente de mí. ¿Cómo te llamas y cuántos años tienes? —Me llamo... Gabriela y tengo doce años. Y sé leer muy bien. —¡Qué bonito nombre! Gabriela. Pues yo me llamo Enriqueta, tengo ochenta y tres años y también sé leer muy bien. —¡Ochenta y tres años! No he conocido a nadie con esa edad. —¿Te das cuenta de que te llevo setenta años? Oigo como un ruidito suave que sale de su garganta y es
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que se está riendo. —¿Quieres merendar? Coge una campanita que tiene en una mesa a su lado y la sacude. Ahora, pienso, aparecerá la merienda volando por los aires, y seguro que será chocolate. Pero no, la que aparece es Narcisa con su toca más torcida y un plato con dos magdalenas doradas y una onza alargada de chocolate del bueno. Casi me desmayo. Empiezo a quitar la envoltura rizada de la magdalena para darle un buen bocado, junto con un trocito de chocolate que se me va derritiendo en la lengua. —¿No te has preguntado para qué estás aquí? Verás, para mí la lectura es de las cosas más importantes de mi vida, es una necesidad, y resulta que estoy ciega. No siempre lo he sido. Es una de las consecuencias de vivir tanto. La miro a los ojos, esos ojos transparentes que me observan con fijeza sin verme. No sé qué decir y sigo masticando la magdalena con el trocito de chocolate. Doña Enriqueta se quita una sortija con un brillante gordísimo y con la mano busca una caja pequeña donde hay por lo menos cinco o seis sortijas que deben de ser de oro. Tantea un poco más hasta que consigue coger un tarro de crema. Mi mirada va de sus manos a las sortijas. Mi madre tiene razón. ¿Para qué quiere tanta sortija? Luego se pone una bolita blanca en cada mano, con la derecha se extiende la crema desde la punta de los dedos hasta la muñeca. Despacio se estira cada dedo como si estuviera poniéndose un guante. Lo mismo hace con la izquierda. Se le transparentan los huesos y también las venas azules. Las sortijas deben de valer muchísimo. Hay una joyería cerca de casa donde compran toda clase de joyas. Y además están al lado de la otra. —¿Quieres darte un poco de crema, niña? —No—respondo demasiado deprisa. Sin respirar, me acercó a la mesa y cojo una de las sorti-
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jas. La que tiene una piedra verde y otras pequeñitas de color rojo. La aprieto entre los dedos y se me clava en la palma. Miro mis manos rojas y con todas las uñas mordidas. «Parecen muñones», siempre me dice mi madre. Doña Enriqueta me manda coger un libro que está encima del piano de cola. Menos mal que es pequeño y lo puedo sostener con una sola mano. Es de piel suave y de color beis. Lo abro con cuidado sosteniéndolo entre el puño y la otra mano. Tres cuentos, de un escritor que se llama Truman Capote. —Son unos relatos cortos sobre los recuerdos infantiles de un hombre. El autor es americano y me gusta cómo escribe. Creo que te va a interesar. Empiezo a leer despacio, con el fondo de la música suave y el olor de lavanda, ese es el olor que me gusta, lavanda. «Imaginad una mañana de finales de noviembre, una mañana de comienzo de invierno. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo... » Y veo la cocina amplia con una enorme estufa negra que comienza su temporada de rugidos y veo a la mujer de trasquilado pelo blanco de pie junto a la ventana, pequeña, vivaz como una gallina, de rostro teñido por el sol y el viento. Y los minutos se escapan mientras estoy con Buddy, el chico de siete años que no se despega de su prima. Se llevan más de sesenta años y son amigos porque ella sigue siendo pequeña. Voy con ellos a recoger pacanas para hacer treinta tartas de frutas. Luego les acompaño a comprar cerezas, jengibre, vainilla. Hacemos las tartas. Treinta. Oigo la conversación de ellos dos y siento envidia de lo que los une. Sin darme cuenta, he llegado a las últimas palabras de la historia y vuelvo al cuarto de estar de doña Enriqueta. Me está mirando con sus ojos transparentes, yo creo que me ve con los otros ojos, los de dentro.
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—Ya es tarde, Gabriela, no quiero que tu madre te llame la atención. ¿Te ha gustado? Mañana leerás el segundo relato y luego podemos hablar de lo que nos ha parecido a las dos. ¿De acuerdo? En todo este tiempo me he olvidado de la sortija que tengo en la mano. Debe de valer un dineral y a lo mejor no se da cuenta de que la he cogido. ¿Cómo serán los otros dos cuentos? —¿Puedo llevarme la otra magdalena? Cuando me dice que sí, me inclino despacio sobre la mesa. Allí están todas las sortijas. La del brillante parece que tiene luz por dentro, una luz dura. Acerco la mano y dejo caer la sortija que llevo en el puño. Las piedras rojas también brillan. Es tan fácil. Es tan fácil... Por el rabillo del ojo veo todos los libros que me esperan. Luego cojo con cuidado la magdalena dorada. Narcisa me abre la puerta y me advierte que mañana sea puntual. Bajo los escalones de tres en tres, el ascensor es demasiado lento. Paso por el vestíbulo, de reojo veo al portero que está leyendo el Marca y ni me mira. Empiezo a correr dando saltos hasta la esquina donde está el hombre de la guitarra con el perro disfrazado. Delante hay una lata gris que estaá esperando cambiar de color. Alargo la mano y pongo la magdalena dorada. El perro da un salto y se le caen las gafas de sol y el guitarrista me sonríe.
tw Autora del relato. Julita Nicolás: Nací el 9 de agosto de 1934. Cuando me jubilé de mi trabajo en la banca, es cuando pensé dedicarme a lo que toda la vida me había gustado. Leer y leer, escribir y escribir. A mis 81 años he publicado mi primer libro, digo mi primer libro porque soy optimista y veo el vaso medio lleno. Magdalenas surgió un poco de una niñez, donde las necesidades eran muchas. Locución. Eva Llamazares: periodista de Onda Cero con mucha inquietud por las historias. Las que ocurren y las que experimenta el lector gracias a que alguien las imaginó. Escribo, leo y cuento cuentos. @eva10diez Realizador locución: David Peñalba
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Mi juego favorito María Pilar Royo Zaragoza. España ¡MÁS alto! Gritabas, mientras te empujaba en el columpio. Recuerdo el contraste de tu vestido carmesí contra la tarde púrpura cuando saliste volando. Desde el cielo, me saludabas con tu mano de princesa destronada. Y reías. A papá le gustaba tu risa. Subiste muy alto. Tu vestido se hinchaba con el aire, como un globo de fuego. Al momento, eras ya un pequeño punto encarnado en el cielo de la tarde. Hasta que desapareciste. Esta tarde ha venido la prima Rosita. La estoy escuchando reír con papá en la cocina. Jugaremos en el columpio. Se ha levantado aire.
No más dinosaurios David Cruz Distrito Federal. México https://www.facebook.com/dante.galuz HACE unas horas fue aprobada la ley que regula la posesión de animales prehistóricos; su principal objetivo es luchar contra la explotación indebida de los dinosaurios. Empresarios y escritores se han mostrado inconformes ya que esto afecta directamente a sus negocios. Los próximos meses serán difíciles. Augusto Monterroso teme que cuando despierte el dinosaurio ya no esté ahí.
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La fila Gabriel Bevilaqua Zárate. Argentina http://elefantefunambulista.blogspot.com EL hombre saca una pistola y le dispara en la nuca a la mujer que lo antecede. Sin perder tiempo, sortea el cadáver y continúa con un anciano, una chica punk, un joven de traje. La gente está horrorizada, no obstante, se resisten a abandonar la fila. Son demasiadas las horas invertidas y todos albergan la esperanza de que al impaciente, de un momento a otro, se le acaben las balas.
Aromas Manuel Lucas Madrid. España https://www.facebook.com/escritosdeunprimate/ CADA día descarga los camiones e incinera aquellos cubos que contengan restos anatómicos. El almacén huele como deben de oler las cañerías del infierno. Lleva diez años haciendo lo mismo y mañana será su último día, ni siquiera un gracias por todo. Al menos hoy la rutina se ha visto interrumpida por algo emocionante, el jefe lleva días ausentado y la policía está haciendo algunas preguntas a los empleados. Su olfato lleva tiempo atrofiado por la exposición a los químicos y el mal olor, esperemos que los agentes no distingan el ligero aroma a cabronazo que desprende la incineradora.
tw microconcurso4añazos se convocó para conmemorar el 4º aniversario de Cuentos para el andén: se abrió una convocatoria de microrrelatos de 100 palabras máximo durante 44 horas, el las que se recibieron 118 textos. 6 relatos fueron preseleccionados por jurado, publicamos aquí los 4 que fueron elegidos ganadores por votación abierta en Facebook.
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YA no sabía qué hacer para que mi hijo se comiera las verduras. Guisantes, repollo, brócoli, espinacas. Mi chiquitín con los labios prietos y yo con el brazo recto, impasible, la cuchara a las puertas de su boca. Mi marido se aburría y leía el periódico, a mi niño le entraba el sueño y se dormía con la cabeza dentro del plato, y a mí se me acumulaba plancha y se me pasaba el capítulo de Mares de Plástico. Pero es que las verduras tienen vitaminas A,B,C y D y quizá hasta alguna letra más y son indispensables para el desarrollo infantil. Lo dicen los pediatras, lo dicen los periódicos. Yo hago caso de todo lo que dicen los pediatras y los periódicos. Antes incluso de tener hijos, yo ya era una buena madre. A mis hermanos les llevaba al colegio de la mano y me cuidaba de que hicieran bien sus deberes, llevasen
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las orejas limpias, rezasen un Padrenuestro antes de dormir. No recuerdo que entonces fuese tan complicado esto de educar. Cierto es que en casa teníamos una bodega donde nos castigaban si nos portábamos mal. Era oscura, pero más que la oscuridad, recuerdo el frío. La sensación de estar a solas y de estar muy, muy, muy abajo. Yo sólo estuve una vez en esa bodega, pero me sirvió de sobra. El problema de los niños de hoy es que es muy difícil asustarles. Están saturados de dramas y tragedias. Es poner la tele y pumba, una bomba, un misil, un edificio que se desploma. El Coco, en comparación, se ha quedado un poquito pobre. —Que viene el Coco —le decía a mi chiquitín. —Pum, pum al Coco —y me disparaba con su metralleta de juguete. Así pasábamos las tardes, ante los platos de espinacas que se enfriaban y los Cocos que morían ametrallados. Desesperante. El viernes pasado fue Viernes Santo. En mi familia somos muy piadosos, así que nos arreglamos los tres y nos fuimos a hacer las iglesias. Hay gente que solo se asoma a la puerta pero mi marido dejó diez euros en, por lo menos, tres cepillos. Yo llevaba a mi hijito con un pichi de pana y una camisa a cuadros azules. Estaba para comérselo. Paseábamos de la mano y él quería tocar todos los ángeles y todos los santos. A las seis de la tarde fuimos a ver la procesión. Nos pusimos bien delante para empaparnos bien de devoción. Cuando empezaron a sonar los tambores caía un silencio que daba gusto. Mi madre decía que los tambores eran el ángel de la conciencia pisando pecados. Saludábamos con la cabeza a los conocidos. Le susurré a mi marido que la señora Pilar se había puesto muy gorda. A medida que crecían los redobles, asomaron los primeros cofrades, y al verles mi hijo se revolvió contra mi falda. Los capirotes altos como gigantes borrachos, impecables en su paso a derecha, a izquierda, a derecha, siguiendo cada toque del tambor. Mi chiquitín lanzó un gemido. —¿Quiénes son, mamá?¿Por qué no tienen ojos? ¿Por qué no tienen cara?
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La señora de la derecha soltó una tosecilla. Mi niño tiene la voz aguda y preguntaba muy alto. Se oyó un chsssssss. —No vendrán hacía aquí, ¿verdad, mamá? Mi niño intentó meterse entre mis piernas, casi me tira al suelo. —Estate quieto que viene el Coco —dije. Esta vez, el Coco fue mano de santo. Mi hijo se quedó quieto, quietísimo. Permanecía tan callado que, después de los penitentes de la Flagelación, me preocupé y le miré de reojo. Se le veía muy formal, tapándose los ojos con las manitas. Temblaba un poco y le abroché los botones de la chaqueta. —Abre los ojos, hijo, que te vas a perder la Crucifixión. La mayoría de los cofrades iban descalzos. A medida que avanzaba la procesión, la carretera se iba tiñendo de manchas rojas. —Mira, nene, este es el paso que más me gusta. Es nuestro Señor Crucificado. —¿Por qué le hacen eso, mamá? —Mi hijo con su voz de ratoncillo—. ¿Qué ha hecho? Qué largo y qué difícil es explicarle las cosas a los niños. Y qué inapropiado hacerlo en mitad de una procesión de Semana Santa. —Porque no se comía las verduras. Volvimos a casa cogiditos de la mano. Paramos a tomar un chocolate con churros porque era fiesta. Mi hijo estuvo callado todo el tiempo. Las emociones del día le habían dejado tan agotado que, a la hora cena, se comió las acelgas sin un mal gesto.
tw Colaboración mensual con Cuentos como Churros: ellos eligen una de las cuatro fotografías seleccionadas de El muro y cocinan con ella un rico churro que publicamos aquí. La fotografía es de Ana García, ganadora de nuestro Concurso de Fotografía de este mes.
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lapuertadelanevera
Buscar Juan Carlos Sant a Dejaré de busc ar rutas en los mapas. D ebo aprender a perd erme sin ayuda.
Juan Rondón Ésta nevera tiene las cervezas que buscas, pero, no vas a encontrar aquí con quién beberlas
https://fotosdesdelabase.wordpress.com/
Loren Beater Todos presum imos de tener valor, ha sta que la cucaracha vuela
Valor Joaquín M. ¡Echémosle valor y desalojemos el cajón de la fruta! Lleva días reivindicándose. He visto pequeñas pancartas asomando entre las mandarinas.
Pintas n un Otros persigue los lo só yo o, sueñ ón, y lim de s re gu yo mpo... nunca llego a tie
Valentina W er lo que Si quieres sab re esta ab r, lo es el va ntate al fré en y a puert ido del limón escond vera ne la fondo de
Perseguir
Rossana Karunaratna Te voy a perseg uir, nevera tras neve ra.
Déjale una nota al mundo en La puerta de la nevera: www.grupoanden.com
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diccionariodesaturno
Una nueva civilización está empezando de cero en Saturno, aún no tienen claros algunos conceptos, ¿les echas una mano con el diccionario? Participa en www.grupoanden.com
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, ible vis perro n i al se ver echar l o ia v tar ar, no y l n o u l a, e v aje vo da surad udio. ER dad d iento í / a s D r e . e nt m ep PO paci sam om a pen dra logspot.c ad co idad usa r C . n b 1 r el . Sa ines. ca nt ed rm en ca ceso, e lee sofá rtosyjard f x n e l la e te qu y en e de ://desie a p e t ht en ión o es mp ario y lám zadammirac e i L t . d l ez 2 sfor ad n e calen drígu e y e duce arcia l n lo. ció or de bel Ro rega a pro rco G t aco rig ari el de Ma ya tre el es. M u ap c S DE stivo to en parat np e A c a D fe fli sc lta VI NA riodo n con los e vue . n e e e 2 1. P ntea ucho d rzosa esto P os pla capri ad fo r. Ern du ra el n i a v l i t d e as ici ind s pa ime Fel e g Los roso n rég 2. sta d . r N ica lig s e y Fie MÚ errad er pe nado O sex i s r C n a e u r O en int d le, TID eda ued ser sib llega i v SEN ferm os p erán ma d r in es n z 3 1. Eontagiaa y deebnto. Lu a interioue pued c tem mi p aq sis aisla e ro con l d de enda nica r ú 2. P talla os. Jc de y lej mu
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sinopsis
«La canción» El diablo quiere conquistar el mundo con un hechizo oculto en una canción. Darío, un joven demonio tratando de probar su valía, tendrá que engatusar a Laura, una joven cantautora para que termine su labor ¿Conseguirá Darío su propósito antes de que Laura lo descubra?
Perseida | http://perseida14.blogspot.co.uk/
Tras veinte poemas escritos, empezó a componer una canción. Fue tal la desesperación mientras la creaba, que abandonó todo y decidió dedicarse a la fontanería. Desatascadores de todo el mundo buscan por los desagües al escritor. Las aguas fecales de las ciudades más importantes huelen a poesía.
Rosi García | http://dibujandounpensamiento.blogspot.com.es/
Todos los días a las 10 de la noche, alguien dedica una canción, en un conocido programa radial, a Valeria, una estudiante de 18 años. La ansiedad de Valeria por descubrir su identidad abrirá una puerta hacia lo desconocido hasta el punto de poner en riesgo su vida.
Rossana Karunaratna
Tenemos el título del próximo éxito editorial, nos falta la sinopsis ¿nos ayudas? Participa en www.grupoanden.com
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noviembre
Las madres Semana 7 de concurso: 2 de noviembre de 2015 Ganadora: Asun Gárate Iguarán Vuelven a ser invisibles y se cuelan de noche en las habitaciones de sus hijos. Sigilosamente, para no despertarlos, se acercan a sus camas, los miran con ternura, los arropan o los desarropan -según la temperatura del cuarto-, les acarician la mejilla, les tocan el pelo, les besan en la frente. Les susurran al oído que les quieren. Después, recogen del suelo las zapatillas, los vaqueros, la sudadera. Encuentran su móvil. Observan la pantalla. Quizás no haya cambiado su antigua contraseña. Quizás sigue siendo un niño. Su niño. Las madres suspiran, les piden perdón y salen sigilosamente de las habitaciones de sus hijos.
A salvo Semana 8 de concurso: 9 de noviembre de 2015 Ganadora: Susana Revuelta Sagastizábal Salen sigilosamente de las habitaciones de sus hijos con la conciencia tranquila. Gracias a los cuentos que inventan para ellos, a Lucía y Daniel nunca se les aparecerán en sueños brujas que ceban con turrón a los niños para luego zampárselos, nada de eso. En sus relatos, los bosques son los lugares más seguros del mundo para salir de paseo, sin lobos ni madrastras ni manzanas envenenadas. Cuando el silencio invade la casa, Lucía despierta a su hermano. Juntos vacían cajones y revisan armarios hasta dar con los dos monstruos amordazados. Entonces les liberan de sus ataduras y, consolándoles, vuelven a dejarlos debajo de sus camas.
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Pasión adjetivada Semana 9 de concurso: 16 de noviembre de 2015 Ganadora: Arantza Portabales Santomé Vuelven a dejarlos debajo de sus camas. Entonces sí. Follan de forma lasciva y libertina, desordenada, desmandada, en cierta medida frenética, con hambre incontinente, con furia desatada. Follan inflamados, delirando, enardecidos, subyugados, arrebatados, apasionados, arrobados y embelesados. Follan con ardor lujurioso, lúbrico, voluptuoso, impúdico y obsceno. Se follan de manera procaz, licenciosa, casi depravada. Follan apasionada y vertiginosamente. Con frenesí y con ardor exacerbado. Follan sin medida y sin control. Y cuando terminan, exhaustos pero satisfechos, recogen sus prejuicios de debajo de la cama, se visten, se despiden con un correcto apretón de manos y abandonan, primero uno y luego el otro, la habitación del hotel.
tw Relatos finalistas de noviembre de 2015 del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.
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entrecocheyandén
Bonsái Roberto Rochas Alumno de Escuela de Escritores
Se desplaza en oblicuo de ti hacia nosotros
LAS noches que Svëntz no duerme son de barro. Noches de barro sin forma que atraviesa los tabiques de su habitación y se agazapa después entre las sombras del viejo bonsái de su mesilla. El barro sin forma se desplaza -siempre ha sido así- por entre los suelos de madera, a la defensiva, o en cualquier otra dirección. Un poco en oblicuo, tal vez. Es un barro que se arrastra hacia otros lados o ninguno, mientras adquiere la forma inconfundible de un collar de adiestramiento, un puente levadizo o una bisagra de terciopelo carmesí. Las noches que Svëntz no duerme su cuerpo cruje, y todas las ramas del bonsái quedan esparcidas por el suelo. Algunas de ellas también crujen y Svëntz permanece en un rincón, de cara a la pared, con la noche de barro desplazándose a su espalda. Cuando se gira, sobre el puente levadizo que se ha formado tras él, puede ver una diminuta bala de marfil. "¡No será suficiente, Svëntz!" -dice para sí mismo- "¡Es una bala muy pequeña!". Aun con todo, mientras la noche de barro se disipa, Svëntz se lanza a correr con la bala de marfil en el bolsillo, y comienza a trepar lentamente por el tronco desnudo de ese bonsái sin ramas que tiene en la mesilla. Hacia lo más alto.
tw Roberto Rochas, Madrid 1973. Alumno de Ángel Zapata en Escuela de escritores (recomendación de su anterior profesora, Inés Mendoza). Con la ilusión y el propósito de seguir inventando cuentos y tal vez, con el tiempo, poder afrontar la publicación de un libro.
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