Cuentos para el Andén Nº70

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nº70

septiembre2018 elmuro [3] andénuno [5]

Destete , Xenia García andéndos [10]

La novia de Drácula, Óscar Sipán andéntres [16]

Reyes Magos, Javier Moreno brevemente [23]

Almadías, Mercedes Carrión dindondin [24] decamino [25] entrecocheyandén [26]

novedades

Desde la soledad, Alejandro Chanes Cardiel

En este número hemos hecho un pequeño hueco a la poesía. Mientras esperamos nuevos textos de Relatos en Cadena, hemos dejado abierta la puerta de brevemente y se ha colado un poema de Mercedes Carrión. Y claro, le hemos dado cobijo encantados.

Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | edicion@cuentosanden.com | www.cuentosanden.com

Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: marketing@cuentosanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com

Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Isabel Vila | www.domestika.org/es/ivila

Con la colaboración de:

ISSN: 2605-1710


elmuro

Tema: Mares lejanos

Ganadora: Desde la otra orilla, Andrea Alamán. Valencia (España) Finalistas: <

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Noche en Sao Miguel dos Milagres, Silvana Guadalupe Micolli. Rafaela (Argentina) Regresando a puerto, Francisco Javier Bellido. Jerez de la Frontera (España) Báltica, Camilo Peña. Viveiro (España)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@cuentosanden.com Consulta las bases en cuentosanden.com Tema del próximo concurso: Caminantes

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El 70 es un número redondo. Por eso rodaremos y rodaremos con el paso del tiempo que nos propone Xenia García; giraremos alrededor de un pasado digno de contarse, contado por Óscar Sipán, y correremos en círculos, como niños en el parque de Javier Moreno. También nos daremos una vuelta con Cervantes y compañía. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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Destete

Xenia García

PODRÍA cogerte en brazos para susurrarte que eres el niño más precioso, el más bonito y tú me sonreirías con todo tu cuerpo, con esa gracilidad inocente y sincera, buscando mi mirada con tus ojos bien abiertos mientras tu encía desnuda anhela mi pecho y lo busca, así como haces tú, como si lo hubieras hecho toda la vida, toda tu vida y toda la mía, mientras te leo —casi sin voz de tanto leerte— un cuento de Alicia o Pinocho, uno de esos cuentos de finales dulces, finales que no son finales sino comienzos. Tú levantarías la vista de tanto en tanto, como si entendieras cada palabra, cada dibujo, como si no te diera miedo comprender que un hijo puede ser un muñeco de madera, que cante y baile y dé saltos mortales al antojo de su padre, como si aquella verdad no fuera con nosotros. En realidad por eso me pedirías dormir conmigo, aunque no sintieras miedo, No tengo miedo, ¿eh?, No, claro que no, Pero me gusta tu calorcito, y te abrazaría más fuerte que al principio para besarte en el cuello y sentir en mis labios tu pulso y mi olor, con un poco de esa vergüenza premonitoria por querer retener tu vida en mi boca (aunque sea unos segundos), en el paladar, en el punto de la lengua donde se mezcla lo amargo con lo salado, en la garganta. No sería exactamente como fingir tener un muñeco de madera, no, no lo sería, ni tendría yo un afán por hacerte bailar y cantar, sino tan solo saborear tu vida en mi boca, quizás para que nada cambiara.

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Sentiría una punzada de responsabilidad que apenas sobreviviría a la fuerza de tu sonrisa, porque qué le importará al mundo lo que hagamos, qué le importará, con tu mano descansando en mi cara mientras te leo que una jirafa se enamora de un cocodrilo, no importa que ellos sean diferentes, no importa, otros juzgando la educación que te doy, sola una madre con su hijo, abrazados, blandiendo mi rechazo por aparatos y cables, por las horas muertas delante de ceros y unos de espectadores anónimos. Qué importaría lo que dijeran mientras yo pudiera cogerte en brazos para decirte que eres mi niño más precioso, el más bonito de todos, si tenemos los libros que esconden todos los números para nosotros, no solo ceros y unos, que hasta estrellas hemos visto a veces cruzando el pasillo de nuestra casa: El Principito, mamá, léeme El Principito, ¿Otra vez? Otra vez, y me preguntaría si será malcriar esto de regalar palabras sin ninguna moderación, pero la duda sobreviviría apenas unos segundos, porque como yo quiero ser esa persona-grande-mejor-amigo-del-mundo asiento, y nos iríamos a leerlo a mi cama vacía. Poco a poco llenaríamos la casa de primeros pasos, tú agarrado a mi dedo índice, arrastrando tus pies planos, tropezándote con el taburete y con la esquina de la mesa baja del salón. Así colmaríamos también suelo y armarios de zapatos gastados únicamente por un lado, zapatos viejos de todos los tamaños que nos daría pena tirar transcurridos los meses y años, quizás también años, sí, Vamos a jugar al escondite, me pedirías, y a la de diez tú te cubrirías con una montaña de zapatos usados que caminaron nuestros meses más hermosos, creyendo que con eso bastaría para ocultarte del mundo, pares de zapatos usados por un único lado, y ciertamente con eso nos alcanzaría, con arroparnos con botitas del número veintiocho, veintinueve, treinta.

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Hasta que un día, quizás ya del número treinta y cinco y sin velcro, me ayudarías con la compra y la comida, Salchichas, mamá, compra salchichas, hecho todo un hombrecito ya. Sería uno de los últimos días que te escucharía pronunciar palabras de ese lenguaje que solo tú y yo conocíamos, palabras sin ceros ni unos, me dirías entonces «sot werno», entre risas, esas risas que harían vibrar todo tu cuerpo incluso cuando no querías reírte, «sot werno mayt», te respondería yo al no poder ya cogerte en brazos para susurrarte que eres el niño más precioso. «Sot werno mayt», esas tres palabras que lo contendrían todo, Te lo contaré siempre todo, me decías cuando usabas zapatos con velcro, ¿Todo?, Sí, todo, ¿Incluso cuando no te guste la pregunta?, Incluso, sí. Por esa razón te preguntaría entonces ¿Dónde has dormido?, En casa de un amigo, ¿Qué amigo? Un amigo, un amigo que no conoces. Me encogería de hombros porque yo siempre conocí todo lo tuyo, como que desgastabas todos los zapatos únicamente por un lado. Ya no sabría nunca qué hacer con esa ausencia tuya, con ese desconocerte de forma progresiva, desandar todos los pasos dados con botitas del número veintiocho, veintinueve, treinta. Un amigo que no conoces, no lo conoces, un amigo nuevo. Hasta que quizás un día yo te diría, Vamos, vamos a por un libro, y tú me contestarías una ambigüedad, Ya he quedado, mamá, o quizás un Mejor otro día, pero en realidad querrías decirme ¿Por qué no unos botines de esos que se

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llevan?, ¿Uno de esos que ni velcro ni cremallera? ¿Unos de esos con cordones que siempre están desabrochados, o siempre atados? Uf, nosotros, que constantemente huíamos de ceros y unos, y empezarías a responder mis preguntas con ceros y unos de los colores que yo no conozco, quizás por eso buscaría en la calle, ya sola, ya sin ti, algo que me enseñe a interpretarte, a comprender para qué sirven unos botines con cordones que no se atan ni desatan, todo ello con una soledad desconocida al entrar en casa, en mi casa, aunque las llaves tintineen igual que antes ya no la siento la misma casa. Entonces estarías tú en el salón, menos mal, menos mal, y te miraría en silencio, pero tampoco eres tú: quizás un muchacho recostado en mi sofá con la tele encendida, un desconocido en un sofá que parece más viejo, hablando ceros y unos pero sin ser tú —¡Toma!— sin tener esa mirada que comprendía cada palabra mía —¡Muere, cabrón, muere!— golpearías el suelo con esos botines nuevos que ni velcro ni cremallera —¡Te mataré!— sino unos cordones brillantes sin atar ni desatar, dándome cuenta de que yo también mataría porque me llamaras Mamá. Mamá, léeme un cuento. Para entonces poder cogerte y susurrarte que eres el niño más precioso del mundo, el más bonito de todos, y tú me sonreirías con todo tu cuerpo, con tus zapatitos sin cordones.<

tw De libro El trigo que cae. Talentura Libros, 2017.

Xenia García (Sevilla, 1975). Periodista. Ha dedicado casi dos décadas a la comunicación corporativa. Le apasionan los caracoles. Las terrazas de verano. Escribir. Los paseos en bici. Bailar. Perderse. Viajar con los olores. Cuando sus hijos duermen, escribe relatos. El trigo que cae es su primer libro de cuentos.

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La novia de Drácula Óscar Sipán

«Siempre hace falta un golpe de locura para desafiar un destino». Marguerite Yourcenar

DE no ser una mujer reservada, en el barrio todos la hubiesen conocido como «la novia de Drácula». Un amigo de un amigo me puso en contacto con un tipo que podía proporcionarme ciertos documentos que incriminaban a un político local en la contratación, previa comisión, de nueve depuradoras de agua en la provincia de Zaragoza. No quiso contarme nada por teléfono, quedamos en vernos en su casa. El periodismo de investigación es lo más parecido a una jaula de monos: huele mal porque está lleno de mierda. El confidente vivía a las afueras, cerca de las vías del tren, en un bloque de viviendas de protección oficial. Era la típica casa sin ascensor, de cinco plantas y ladrillo caravista, que se construía a finales de los años cincuenta del siglo pasado; la placa del Instituto Nacional de la Vivienda con las flechas franquistas así lo atestiguaba. Subí hasta el último piso con la firme promesa de abandonar el tabaco, pero deseché la idea y encendí un Camel. Nervioso, paladeando la futura noticia, llegué con diez minutos de antelación. Llamé a su puerta, nadie contestó. Decidí esperar sentado en las escaleras, fantaseando con terminar esa novela que me sacaría del agujero triste de la redacción del periódico y me devolvería el optimismo, la candidez, la primera juventud.

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Una anciana ascendía trabajosamente las escaleras, cargando una bolsa del supermercado como si arrastrase un ciervo adulto. Se detuvo en el descansillo para recuperar el aliento, y entonces me vio. «¿Necesita ayuda?» pronuncié. Después de calibrar mi condición o no de asesino múltiple, aceptó. Deposité la compra frente a su puerta y regresé a mi campo base, no sin antes interrogarle por los horarios de su vecino. Negó con la cabeza. «Lleva poco tiempo viviendo, nunca he hablado con él» dijo con una voz suave y desgastada. Fruncí el ceño, el vinagre de mi cara le debió enternecer. «¿Le apetece esperarle en mi salón?» La anciana cerró la puerta con un cansancio de mil mártires. Me adentré en la penumbra de un pasillo con forma de ele, hipnotizado por el cachemir del papel de la pared y una reproducción del cuadro Las espigadoras, de Millet. El aire parecía llevar allí, década arriba, década abajo, desde las Olimpiadas de Múnich. Nos sentamos en un sillón de tres plazas, imitación de cuero, de un cuero revenido por los años, cuero de un animal imposible mitad unicornio y mitad acordeón, tan adaptado al cuerpo de la mujer que emitió un bufido de bienvenida. De inmediato, la anciana pareció adormecerse, pero remontó del sopor, como un salmón escapando de una poza profunda, y me ofreció una taza de café. Acepté por cortesía. Llevaba un pañuelo en el cuello y tenía uno de esos rostros que, pese a la catástrofe de los años, todavía guardaba a la niña que fue. La imaginé encendiendo la radio a medianoche y apagándola al alba, haciendo cruces en el pan, saliendo de casa para dar el pésame en los tanatorios, leyendo vidas de santos y revistas del corazón, y conociendo la hora por las campanadas de la catedral. La imaginé casada con un guardia civil de poblado bigote que murió sin estrenar la sonrisa; instintivamente, busqué su foto de boda junto a la televisión. Me extrañó encontrar enmarcado un cartel de la Hammer, la Casa del Terror Británico, con la figura de Drácula en primer plano.

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«¿Le gusta el cine de terror?» pregunté divertido. «No, estoy enamorada de Christopher Lee» respondió rompiéndome todos los esquemas. Luego, se dirigió a la cocina. Regresó a los pocos minutos depositando sobre la mesa una bandeja con pastas, leche, un azucarero de aluminio, dos tazas y una pequeña cafetera. Sirvió el café con un pulso tembloroso. Se levantó y, de un cajón del armario, sacó un álbum de fotos. Cuando vi aquellas tapas gruesas de nácar, la alarma interior empezó a sonar. «Aquí hay una historia» pensé dejándome llevar por los remotos caminos del subconsciente. Abrió el álbum por la mitad, tomó una fotografía, suspiró y lo volvió a cerrar. «No se lo he contado a nadie. Mi historia de amor comienza el 17 de noviembre de 1971. Me topé con él por casualidad, a la salida de una tienda de ultramarinos, en la calle Predicadores. Lo reconocí de inmediato: Drácula, el Príncipe de las Tinieblas, el vampiro, el chupasangre: Christopher Lee. Era altísimo, rozaría los dos metros. Veía sus películas en las sesiones dobles del Cine Dorado y me resultaba un hombre tremendamente atractivo, con esa capa aterciopelada y ese aire distinguido de los no-muertos. Cuando aparecía en escena, los pájaros dejaban de cantar. Tuvimos, lo que se suele llamar, un romance. Sabía que estaba casado, pero no me importó. Había rodado varias películas en España y hablaba con fluidez varios idiomas. Me dijo que le recordaba a Lana Turner, pero sin el veneno de esta. Había enterrado a mis padres y vivía sola. Era bonita, estaba en mi esplendor, algunos perros aullaban bajo mi ventana. En la cafetería Las Vegas, un fotógrafo ambulante nos retrató sentados en una mesa de mármol» dijo mostrándome una polaroid amarillenta en la que se podía apreciar a Christopher Lee junto a una mujer joven que recordaba vagamente a la anciana. «Después de veintiocho días de intenso trabajo, entre Madrid, Soria y Zaragoza, había terminado el rodaje de Pánico en el Transiberiano, una coproducción hispano-británica de terror. El guion no tenía ni pies ni cabeza». Me contó que hizo la película por dinero y por su amigo Peter Cushing, que acababa de perder a su esposa Helen y se encontraba en un pozo de amargura. «Pensó que

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trabajar le vendría bien, le ayudaría a dar esos primeros pasos para escapar de la depresión. Le costó convencerle para que aceptara el papel. Habían hecho juntos tantas películas de terror que la gente fantaseaba con que habitaban cuevas húmedas y solitarias, como personajes vivientes de Edgar Allan Poe». «Para no perjudicar mi reputación, me ofreció tomar su coche y buscar posada lejos de allí. Me pareció una buena idea, no quise ofender a Cristo sobre la cama combada de mis padres. Eligió Soria porque le recordaba a Finlandia, su país favorito: podías conducir durante horas sin ver a nadie. Con las 700 libras que había cobrado de la primera película de Drácula, se compró un Mercedes de segunda mano, de color verde; en él, partimos hacia la estepa soriana. Mientras conducía, me acariciaba la mano y me contaba anécdotas de su vida. Me habló de su madre, que era condesa y provenía de una estirpe señorial que se remontaba a Carlomagno. Me habló de Eugen Weidmann, el último ajusticiado en público por guillotina en Francia, y de cómo presenció su ejecución en el exterior de la cárcel de Versalles. Me habló de la época en la que se presentaba a castings, sin éxito, y de la vez que Errol Flynn estuvo a punto de cercenarle un dedo en un duelo a espada durante el rodaje de una película de piratas. Pensé que nos perderíamos en aquellas carreteras desiertas y sin apenas indicaciones, pero Christopher se orientaba a las mil maravillas: se había dedicado a la lectura de mapas en la Segunda Guerra Mundial, salvándole la vida a muchos soldados y terminando con el grado de teniente. Preguntamos en varios pueblos en busca de alojamiento, pero todos le reconocían, se hacían el signo de la cruz y cerraban las puertas aterrorizados. Al final, cerca del Cañón de Río Lobos, en un pequeño pueblo llamado Ucero, nos alquilaron una habitación. Borrachos de luna, pecamos toda la noche y nos despertamos a media mañana; a los pies de la puerta, habían depositado una ristra de ajos y un crucifijo de madera». «Antes de despedirnos, me regaló este anillo —dijo la anciana mostrándomelo con coquetería—. Perteneció a Bela Lugosi y es el que llevaba en el primer Drácula. “Te amo demasiado para conde-

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narte” me dijo al oído con su voz profunda, de barítono, imitando al vampiro que le había hecho famoso. Nos reímos, y luego me besó: Regresaré, aunque tenga que recorrer océanos de tiempo para encontrarte». Me vino a la mente ese refrán que dice que hasta la muerte todo es vida. Aquella anciana se quedó inmóvil, esperando a Christopher Lee en su pisito zaragozano de protección oficial. Quizá ese pañuelo en el cuello ocultase la marca de los colmillos de Drácula. Quizá todas las amas de casa del mundo deberían tener la oportunidad de conocer a su Príncipe de las Tinieblas, sería algo revolucionario. Quizá la rutina sea el verdadero y demoledor Van Helsing. —¿Me permitiría contar su historia en el periódico? —No —respondió inflexible, y me mostró la puerta. Al salir del portal, levanté la mirada hacia su ventana. Fue un visto y no visto, pero me pareció contemplar un rostro pálido, alargado y caballuno, y el vuelo de una capa desapareciendo tras los visillos.<

tw Del libro La novia francesa de Ho Chi Minh. Ed. Limbo Errante, 2017.

Óscar Sipán. Huesca, 1974. Editor y socio fundador de Tropo Editores, junto a Mario de los Santos (2006-2016), es el autor, entre otros títulos, de Quisiera tener la voz de Leonard Cohen para pedirte que te marcharas (2013, Finalista del Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez 2014) y Cuando estás en el baile, bailas (XVI Premio Ciudad de Getafe de Novela Negra 2012, Finalista del Premio Silverio Cañada 2013, Semana Negra de Gijón. Escrito junto a Mario de los Santos).

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Reyes Magos Javier Moreno

SÓCRATES: ¡Oh maravilloso Melito! ¿Por qué dices eso? ¡Qué! ¿Yo no creo como los demás hombres que el sol y la luna son dioses? MELITO: No ¡por Júpiter! atenienses, no lo cree, porque dice que el sol es una piedra y la luna una tierra. Platón, Apología de Sócrates

ERAN Daniel y Pablo y Erik y Olivia. Y también Lucas y Mario, que no eran habituales en aquellas quedadas en el parque pero que habían aparecido por sorpresa. Lucas con su Dinobot y Mario… Mario sin nada, con su cara de haber dormido poco o estar enfermo o ambas cosas, dispuesto a dejarse invitar a la merienda, sentado en su banco de piedra. Qué tendrá Mario, dice su madre los días de semana y su padre los sábados y domingos, con la resignación con la que uno camina sin paraguas en un día de lluvia. Los padres hablan a unos metros prudenciales de distancia. Los padres no tienen nombre. Ser padre (o madre) es perder un poco el nombre. En el parque los protagonistas son los niños y los padres son secundarios o, mejor, figurantes en los que nadie se fija salvo el resto de figurantes. Hablan del trabajo, del progreso de sus respectivos hijos. Pablo ya escribe. Olivia dejó de hacerse pipí en la cama. Erik no escribe y todavía se sigue haciendo pipí por las noches pero salta y corre como ninguno. Conseguir que Erik se siente y tome un lápiz es una proeza, dice su madre con su poquito de orgullo. La madre de Erik quería que su hijo aprendiese a leer y a escribir pronto pero su hijo le ha hecho ser consciente de la verdad, que los niños son seres salvajes carentes de previsión, dotados de las virtudes y el instinto de los animales, y que eso es lo natural y que así

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debíamos ser un poco los mayores. Lucas no come, Lucas rechaza la comida y reparte sus galletas entre sus amigos y entre los pájaros del parque como un anacoreta que busca despedirse del mundo desprendiéndose de todas sus posesiones. A veces se hace un silencio en la conversación y los figurantes observan al grupo de niños. Cómo se persiguen, cómo lanzan los coches y las piedras, cómo se encaraman a los alcorques de los árboles como quien toma la muralla de un castillo. Más rápido, más alto, más fuerte. Los niños son el éxtasis y la alegría, y también el egoísmo y la violencia. Así es, y no hay nada más hermoso. Daniel toma la galleta de la mano de Lucas y la mastica sin darle las gracias. Es una simbiosis, y la simbiosis, como todo pacto animal, desconoce el lenguaje de las palabras. Hasta Mario, encaramado al banco de piedra, recibe su dosis de galletas. Lucas es metódico en su desprendimiento. Su generosidad no tolera excepciones. Mario la deglute en silencio como haría una mascota. La mirada de Mario parece siempre a punto de despeñarse del filo de sus ojeras y desde ahí contempla el mundo, una confusión de signos sembrados de aristas. Olivia corre hacia un perro con su ración en la mano. Olivia es la única a la que le gustan los perros. Quisiera tener uno pero sus papás no quieren. Es pequeña, es irresponsable, aunque ella no entienda muy bien lo que significa esa palabra. El perro se acerca y olfatea sus pies. Luego la galleta. Olivia extiende hacia el hocico del animal la golosina. El perro la lame y su padre, atento, grita. El animal huye asustado. El padre de Olivia tiene el tiempo justo de correr para evitar que la niña introduzca en su boca la galleta manchada por las babas del perro. Pero qué haces, dice el padre retirándole la galleta y tirándola al suelo. Olivia llora. Erik, que había contemplado la escena a cierta distancia, recoge la galleta del suelo y corre con ella en la mano. Se zafa del padre de Olivia y llega hasta donde el perro. Entonces se la arroja. El perro la recoge del suelo y la hace desaparecer en sus mandíbulas con un movimiento brusco de cabeza. Erik regresa triunfante, dando pequeños pasos. Los perros no deben comer dulce porque enferman, dice el padre de Olivia, pero las piernas de Erik se mueven rápido y dejan

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atrás a las palabras. Mientras tanto el padre de Erik, ajeno a la escena, habla de los regalos de los niños, de cómo distribuirlos a lo largo de las vacaciones, unos pocos en Navidad y otros para Reyes. Es lo más práctico, dice la madre de Mario, nosotros hacemos lo mismo, yo regalo en Navidad y su padre en Reyes, las tradiciones están para romperlas o para adaptarlas a nuestras necesidades, quién dice que, se interrumpe porque hay un niño que llora y se gira y descubre que no es el suyo y menudo alivio. Es Daniel quien acude con los ojos colmados de lágrimas en busca de su madre. Qué ha pasado, pregunta su madre. Daniel farfulla una respuesta ininteligible llena de rabia y mocos. Luego se calma y consigue aclarar sus palabras. Lucas le ha pegado. Por qué, demanda su madre. Porque Lucas no quiere prestarle su Dinobot, pronuncia con claridad Daniel ante la asamblea de padres. La madre de Lucas reacciona sugiriendo en alta voz a su hijo que le preste el juguete a su amiguito. Lucas atiende las palabras de su madre como si no entendiera el mensaje que ellas transmiten. No seas egoísta, insiste su madre. Y Lucas se aferra aún más a su juguete como un sortilegio para espantar la magia de esa palabra incomprensible. Hay que compartir, Lucas, acomoda el lenguaje su madre a la cortedad de sus años y obtiene como respuesta un no del niño que acaba deshecho en lágrimas. Las lágrimas de Lucas tienen el efecto de acrecer las de Daniel. La madre de Lucas reacciona yendo hacia el lugar donde está su hijo para arrancarle el juguete de sus manos y depositarlo en las ávidas manos de Daniel. Lucas grita ahora con frenesí y Daniel, sin saber muy bien qué hacer con el juguete, observa a su amigo, aprendiendo tal vez que la justicia es imposible y que solo podemos aspirar a estar del lado del más fuerte. Lo importante es mantener la fantasía, anota el padre de Olivia, y el resto de adultos lo miran con desconcierto el tiempo que les lleva retomar el hilo de la conversación. Los Reyes, Papá Noel, los regalos. Era eso. El resto de niños ha aprovechado para desaparecer temporalmente detrás de los setos. Los setos son la barrera natural que permite a los niños la intimidad que exigen las confesiones y las fecho-

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rías. Incluso Mario ha encontrado el ánimo suficiente para descender del banco de piedra y aventurarse penosamente tras la espesura de boj. Olivia garabatea caracteres ininteligibles sobre la arena con la punta de una rama y luego los mira embobada. Pablo ha sacado de uno de los bolsillos de su abrigo un par de coches que ofrece a la vista de sus amigos como un trofeo. Erik es el primero en arrebatar uno de los cochecitos. Pablo cierra la mano para evitar que ocurra lo mismo con el otro. Erik muestra el cochecito a Mario y saca la lengua. Tú no tienes ninguno, dice. Mario lo observa sin reaccionar, tratando de acumular resentimiento, pero lo único que consigue decir es me traerán muchos los Reyes Magos. La rama de Olivia permanece detenida en sus manos. Erik guarda silencio. En realidad, la frase de Mario resulta inapelable. Los Reyes Magos pueden conseguir cualquier cosa, hasta que alguien como Mario consiga hacer rebosar su casa de juguetes. Pablo sonríe y mira hacia adentro como contemplando el brillo de un tesoro que solo a él está destinado. Daniel y Lucas hacen acto de aparición. El Dinobot de nuevo en las manos de Lucas. Qué te van a traer los Reyes. Olivia lanza la pregunta directamente a Daniel. Los niños a esa edad todavía no son capaces de dirigirse al grupo. Con cuatro años solo existe un niño y otro y otro, tantos como den de sí los dedos de una mano. No hay política ni comunidad en la infancia, solo egoísmos que entrechocan, fuerza ciega. Dónde están, pregunta con una alarma fingida la madre de Lucas. Detrás de los setos, responde el padre de Olivia. ¿No harán nada malo? No, mujer, ellos se autorregulan. Y la palabra se extiende entre el grupo de adultos y actúa sobre sus conciencias como un bálsamo. Un coche teledirigido, responde Daniel. Daniel espera generar la admiración de sus amigos, pero en realidad ocurre todo lo contrario. Él es el único que todavía no tiene coche teledirigido. Hay quien tiene helicóptero y hasta un dron. Si los padres desaparecieran, el parque se convertiría en un remedo de la Guerra de las Galaxias. Los Reyes Magos no existen. Suena la frase y los cuellos de cinco niños se vuelven hacia el origen de las palabras. Esperarían encontrar en

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ese vórtice a un extraterrestre o a algún ser monstruoso que soñase con extender el mal por el mundo, pero solo encuentran el rostro dulce de Pablo, paralizado en una media sonrisa, con el brillo en la mirada de quien acaba de decir algo gracioso. Si la escena la protagonizasen adultos en lugar de niños aquello sería un chiste y ahora todos estarían doblados de la risa. Pues claro que existen, estalla Lucas y el resto lo secunda, cada cual con su sentencia. A mí me dejan juguetes. Te habrás portado mal. Sí existen. Mentira. Solo Olivia calla con la mirada fija en los garabatos, como si recién ahora encontrase el sentido de aquellos signos. Y entonces, quién trae los juguetes. Son los papás, responde Pablo. Los niños lo miran estupefactos. Ninguno estaba preparado para un giro de guión de tales dimensiones. Los papás dejando los juguetes bajo el árbol de Navidad. Imaginan eso y les parece inverosímil. No pueden creerlo y, lo que es más importante, no quieren creerlo. Como si el cielo lo hubiese castigado por su blasfemia, Pablo cae al suelo fulminado. Ha sido una piedra. Nadie vio cómo Erik se agachaba para cogerla y lanzarla contra su cabeza de rizos dorados. Sus miradas oscilan entre el rostro ensangrentado de Pablo y la cara congestionada por la ira de Erik. Y entonces Mario, como si la visión de la sangre hubiese despertado un instinto agazapado hasta entonces, abalanzándose contra el cuerpo herido de Pablo. Mario y sus ojeras, Mario y sus carnes demasiado blandas, como si su cuerpo hubiese adquirido la consistencia del peluche con el que sortea las pesadillas nocturnas, cubriendo los miembros delicados de Pablo al grito de Los Reyes Magos existen. Y como si aquella fuese la verdadera señal que estaban esperando, el resto de niños lanzándose sobre los que ya están en el suelo, configurando un túmulo, un monumento, la conciencia del momento en el que todos permanecieron unidos. Por vez primera.< tw Del libro Un paseo por la desgracia ajena. Ed. Salto de Página, 2017.

Javier Moreno ha cursado estudios de Matemáticas y de Teoría de la Literatura y Literatura comparada. Es autor de novela, poesía, teatro y de varios títulos de investigación en el terreno de la relación literatura-ciencia. Ha publicado los libros de relatos Atractores extraños (InÉditor, 2009) –finalista del premio SETENIL 2010– y Un paseo por la desgracia ajena (Salto de Página, 2017).

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Almadías

Mercedes Carrión

TAN lejos y tan cerca los fondos pedregosos del manantial inicio. Tan presentes aún las hoces y los rápidos, la esbelta catarata soñando libertad entre voces de espuma. Tan misterioso el tramo del bosque entre la niebla cuyo encaje dispersa el sol amanecido. Tan generoso el río cuando cede lo fértil de su esencia tierra adentro. Como dos almadías testarudas asumiendo su rumbo en la deriva, vamos llegando a puerto sin demora sobre este viejo cauce que remansa las aguas de la vida en sus meandros abriéndose al paisaje entre la arena, donde le espera el mar, eternamente.<

tw Del libro Asuntos propios. Ediciones Cálamo, 2018.

Mercedes Carrión Masip (Valencia, 1944) es una poeta tardía que ahora ve publicado su primer libro, tras conseguir el Premio Jorge Manrique en su primera edición. En Barcelona, donde reside, forma parte del grupo de estudio y creación poética Metáfora y pertenece al foro Ultraversal.

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II Concurso Bogotá en 100 palabras Hasta el 8 de octubre de 2018 Colombia http://www.bogotaen100palabras.com

Madrid Games Week Del 18 al 21 de octubre de 2018 España

http://www.madridgamesweek.com

4º Concurso Nacional de Booktubers de Bibliotecas Públicas Hasta el 5 de octubre de 2018 Chile http://www.escritores.org.

VII Certamen Internacional de Microrrelatos Cardenal Mendoza Hasta el 10 de octubre de 2018 España https://www.cardenalmendoza.com 24


decamino

Cervantes y Compañía quiere ser una librería como las de antes. Y es eso y mucho más. Es el templo que atesora en Madrid las presentaciones de los mejores libros de relato, son dos plantas repletas de estantes donde da gusto perderse y un sótano de fábula de cuyas bóvedas de ladrillo nunca quieres despedirte. Inspirado en referentes como la Shakespeare & Co. de París o la City Lights de San Francisco, siente —con gusto— sobre sus hombros el peso de ese legado de otros tiempos en que “las librerías eran santuarios a los que se acudía buscando mucho más de lo que se puede encontrar en un almacén”.

www.cervantesycia.com

tw En los próximos meses ampliarán su agenda: además de las presentaciones de libros, en sus espacios se realizarán talleres infantiles, catas literarias, laboratorios de ideas y otras actividades. Asimismo, trabajarán activamente en el establecimiento de su escuela, donde se impartirán cursos de diversas disciplinas para todos los públicos y edades, que anunciarán próximamente.

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Desde la soledad Alejandro Chanes Cardiel

Alumno de Talleres de escritura creativa Clara Obligado

EN la habitación de un hotel de segunda categoría, una mujer, sentada en el borde de la cama, mantiene la mirada fija en el papel que sujeta con ambas manos. Tiene más de cuarenta. El ambiente austero de la estancia es el marco adecuado para la situación de soledad que se advierte en su rostro. Una maleta a medio abrir es su única compañía. Ha leído el escrito varias veces. En sus ojos se nota desconcierto y se acentúan en sus mejillas los surcos que marcan el dolor que siente. Aún está incrédula ante el papel en el que el hombre, con el que compartía ilusiones y propósitos, le anuncia, escueto y cruel, que ya no la quiere y la abandona. Todavía no es capaz de sentir rabia, es el asombro lo que la paraliza. Es la incomprensión ante lo sucedido lo que le desgarra las entrañas. Ignora si hay otra mujer porque, en ese momento, lo único que le invade es la soledad. En aquel cuarto frío, después de una noche de insomnio, en la que los pensamientos danzan en su mente confusa, toma una decisión: subirá al primer tren que la lleve lejos. Las primeras luces del día la encuentran por los andenes de la estación mientras arrastra su maleta. Ya en el departamento, permanece con la vista fija en la andadura apresurada del gentío. Por primera vez, unas lágrimas se le deslizan vergonzantes. Al fin el tren se pone en marcha, avanza hacia la lejanía. La mujer se limpia los ojos, levanta la cabeza, la mirada se le torna firme, observa el pasar rápido del paisaje. En la habitación de un hotel de segunda categoría, una cama deshecha, la ventana abierta. En la calle, ha comenzado a llover y, de vez en cuando, ráfagas de viento que se cuelan en el cuarto, sacuden las cortinas y borran los restos de un pasado prendido en ellas.<

tw Del libro Nadie está bien del todo. Publica: Talleres de escritura creativa Clara Obligado, 2018.

Alejandro Chanes Cardiel nació en Segovia. Licenciado en Derecho y diplomado en Sociología, sus cuentos han sido publicados en diversas antologías bajo la dirección de Clara Obligado, como Un lugar donde vivir (2005), Apenas unos minutos (2007), Jonás y las palabras difíciles (2010), Los inquilinos del Aleph (2011), Futuro imperfecto (2012), ¿Y usted, de qué se ríe? (2013) y La isla (2014).

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