Cuentos para el Andén Nº67

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mayo2018 elmuro [3] andénuno [5]

Dos microrrelatos de Julia Otxoa andéndos [8]

Pensé que era alérgica al sonido de la balalaika, Isabel Cañelles andéntres [18]

Lo que saben en el hotel Miramar, Ángeles Sánchez Portero Microconcurso [22] brevemente [24]

Relatos en cadena dindondin [26] decamino [27] entrecocheyandén [29]

Un amor impertérrito, Laura Rodríguez Galindo próximaestación [CpA 68] • Andén 1: Nicolás Melini • Andén 2: Joana Delgado • Andén 3: Manuel Rebollar • Entre coche y andén: Biblioteca Ferrol

Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | edicion@cuentosanden.com | www.cuentosanden.com

Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: marketing@cuentosanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com

Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Yellowkid | www.yellowkid.es | hola@yellowkid.es

Con la colaboración de:


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Tema: Pasos de cebra

Ganadora: Paso de vida, María Prieto. Madrid (España)

Finalistas: < < <

Emancipacion, Sebastián Ojer. Mendoza (Argentina) La Luz que ilumina mi camino, Enrique Pérez. Madrid (España) Pasos de cebra, Andrea Alaman. Valencia (España)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@cuentosanden.com Consulta las bases en cuentosanden.com Tema del próximo concurso: Recovecos

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Este número 67 de Cuentos para el Andén trae dos directos al mentón del último libro de Julia Otxoa; una historia de pareja, sexo, chapas y balalaikas, de Isabel Cañelles, y los inconfesables secretos de los que es testigo el hotel Miramar, contados por Ángeles Sánchez Portero. Tendremos cuatro microrrelatos escogidos entre 140, con la ayuda de los lectores del microconcurso de este mes. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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Dos microrrelatos de Julia Otxoa

Oficina de empleo EL hombre tras la ventanilla suplicaba trabajo. Desde el otro lado le contestaron con cajas destempladas: —A ver: ¡Trabajo! ¡Trabajo! ¿Pero qué ofrece usted a cambio? El hombre suplicante era todo ojos. —¡Mi tiempo! ¡El sudor de mi frente! —No es suficiente, eso lo ofrecen todos... a ver qué más ofrece. El hombre en busca de trabajo temblaba como un pequeño pájaro en medio de la nieve, pero sacó fuerzas de su necesidad y adoptando un gesto de dignidad, respondió: —Tengo dos pulmones, puedo ofrecer uno a quien me dé trabajo. —Bueno... eso ya es otra cosa... a ver, estudiaremos su caso... ahora a esperar la carta, la recibirá en breve, y apártese que hay mucha gente a la que debo atender. ¡Que pase el siguiente! Este tipo de cosas hizo que las oficinas de empleo pronto se convirtieran en un lugar insalubre. Densas nubes de moscardones merodeaban constantemente entre las bolsas en las que se guardaban vísceras, ojos, piernas... de todos aquellos que buscaban trabajo. Llegó hasta tal punto el caos, que ningún empleado era capaz de encontrar expediente alguno en el infecto desorden de carpetas, ficheros y restos humanos. Así que a la Administración no le quedó otro recurso que adiestrar a perros olfateadores de expedientes y órganos humanos para agilizar las solicitudes de los parados. Claro que los perros a veces se equivocaban y mordían con furia los órganos de los espantados funcionarios, con gran regocijo de los solicitantes de trabajo que, al otro lado de las ventanillas, eran legión de desdentados, tuertos, cojos, mancos y hasta desorejados.<

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Los jueves, milagro DEBIDO a la difícil situación económica por la que atravesaba la nación con una imparable cifra de más de cinco millones de parados, el director del Banco Nacional había declarado que, cada primer jueves de mes, en solidaridad con los más necesitados, pondría un huevo de oro ante las cámaras de televisión. La noticia había creado una gran expectación. Así que justo el jueves, a las nueve de la noche coincidiendo con el telediario, las cámaras enfocaron discretamente las blancas posaderas del señor director. La audiencia en todo el país era máxima, pero el huevo que apareció finalmente no fue de oro sino diminuto y negro, similar al de las gallinas pigmeas asiáticas, de las que dicen que ponen huevos de media yema. Seguidamente, ante el desencanto general, el primer ministro en una intervención sorpresa atribuyó dicho fracaso al pésimo estado de ánimo por el que atravesaba el señor director. Debido a ello, el huevo de oro no pudo producirse dentro de unos parámetros de normalidad, pero sin duda alguna la próxima vez se cumpliría lo deseado. Finalizó su intervención haciendo un llamamiento a la esperanza y solicitando que todos los ciudadanos el próximo jueves a la misma hora mantuvieran fijos sus ojos en las posaderas del señor director. Y aquí estamos como todos los jueves, el país dividido entre los que todavía confían en ver surgir el huevo de oro de las níveas posaderas bancarias y los que dicen que todo es una burda maniobra para promover un mayor consumo de huevos.<

tw Del libro Confesiones de una mosca. Menoscuarto Ediciones, 2018.

Julia Otxoa (San Sebastián, 1953) es poeta, narradora y artista gráfica. Considerada como una de las mejores cultivadoras de la narrativa breve, su obra literaria ha sido traducida a varios idiomas e incluida en diversas antologías. Destacan sus libros de relato Un extraño envío (2006) y Retrato de familia con fantasma (2013).

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Pensé que era alérgica al sonido de la balalaika Isabel Cañelles

A Germán. Como la mayoría de los jóvenes de su época, o de cualquier época, sin desenvoltura ni medios de expresión sexual, se entregaba continuamente a lo que una autoridad ilustrada denominaba «placer solitario». Chesil Beach IAN McEWAN

PENSABA en el sexo. Siempre pensaba en el sexo. El sexo se convierte en el sexo cuando piensas en él. —Piensas demasiado —me decía mi marido. Entonces pensaba que pensaba demasiado. Miraba a las personas con las que me cruzaba por la calle y me preguntaba si tendrían dentro de la cabeza aquel inmenso globo aerostático lleno de parches a punto de caer al fondo del absurdo. Otras veces pensaba que para qué me había casado. Juro por mis muertos que cuando el concejal me hizo la dichosa preguntita contesté: «Vale». —¿Te apetece hacer el amor? —Vale. En el principio de los tiempos sentíamos el malestar. Quiero decir que al principio pensábamos en hacer algo, en solucionar las cosas. Según los anuncios publicitarios la palabra casarse era incompatible con la palabra rendirse. —Tenemos que compaginar nuestros horarios —decía yo muy seria.

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Y es que resultaba difícil coincidir en la cama. Mi marido iba a sus ensayos con la balalaika o a recoger chapas por los bares y yo me quedaba dormida leyendo el Marie Claire. Me levantaba de madrugada y desde el baño oía su arrastrarse indeciso por el pasillo de una casa hipotecada y el crujido del edredón. Algo que estaba entre un suspiro y un ronquido, seguido de un rastro de gin tonic bien cargado, ponían mal aliento a otro día en la boutique. Por la noche él caía derrotado por la resaca y yo me quedaba en el salón viendo CSI Las Vegas. En el quinto intermedio me masturbaba pensando en Grissom. Tan casto. No me iba a la cama porque me sentía culpable, así que me tragaba CSI Miami y CSI Nueva York hasta quedarme dormida en el sofá. Así hasta que no podíamos más. Un día mi marido llegaba antes de lo normal, se metía en la cama con los Calvin Klein rotos, me miraba alzando una ceja y me preguntaba bajito: —¿Te apetece hacer el amor? Pertenecíamos a la primera generación que preguntaba esas cosas y a la última a la que lo de follar le sonaba fatal. —Tenemos que hablar —le respondía yo. Ni hablábamos ni hacíamos el amor. Así hasta que no podíamos más. Nos teníamos que pillar por sorpresa. De pronto estábamos los dos en la misma cama. Lo hacíamos rápido, a tientas. Como fantasmas. Habría querido explicarle lo que me gustaba que me hiciese. Se lo habría dicho —quizá— de haberlo sabido. Pensaba en Grissom o en Horatio o en tres negros que me encontraba por las escaleras. Practicaba el sexo mental. Él no sé. Nos dormíamos espalda contra espalda y a la noche siguiente mi marido se marchaba a recoger chapas o yo me reunía con mi «grupo telúrico», como lo llamaba él. Así hasta que no podíamos más. Un día le pregunté: —¿Por qué no tenemos un hijo? —Vale —contestó él. A partir de entonces a mi marido le costaba tener una erección y, cuando conseguía penetrarme, entre Grissom y yo flotaba el bebé sonrosado del anuncio de Dodott. Se puso a recoger más

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chapas que nunca. De Sprite. De Heineken. De Coronita. En una semana llegó a reunir —las contaba— mil trescientas cuarenta y cinco. Me las mostraba, orgulloso. —Me esperan en el grupo —le decía yo. —Te están comiendo el tarro —afirmaba mi marido. Pero a mí el grupo me servía para olvidarme de las chapas. De la boutique. Del globo aerostático. De la crema exfoliante. Cosas que arañan. Allí me hablaban de una semilla que todos llevamos dentro. De lo inmaterial. De la esencia del ser. Me entraba sueño al pensar en eso. Tanto sueño. Hasta que me enteré de que es lo que les ocurre a las embarazadas en los primeros meses. En los anuncios decían otra cosa. Todo eran sonrisas plastificadas, perfectas. Ese día cogí en la boutique ropa holgada, me disfracé y al llegar a casa se lo dije al padre de mi hijo. —Estoy embarazada. Soltó un «vale» perplejo antes de marcharse corriendo a ensayar (se dejó en casa la balalaika). Y a la mañana siguiente a la oficina. Y luego a recoger chapas. De Coca-Cola. De Aquarius. De Trinaranjus de limón. —Mira esta qué curiosa. Le falta un diente. —Tienes que vaciar de toda esta chatarra la habitación del niño. Yo quería que nuestro hijo tuviese unos padres como los de los anuncios de Hyundai. Auténticos. Serios. Sensuales. Durante el embarazo el olor de los tejidos sintéticos de la boutique me daba arcadas, pero sonreía a todas horas y me acariciaba la piel tirante del vientre, sin una noción clara de lo que había al otro lado. Por las noches, cuando apagaba la luz, se me borraba la sonrisa. Una tripa inmensa se interponía entre el padre de mi hijo y yo. No llegaba a él ni estirando el brazo. Un día cogí una combinación transparente en la boutique y lo esperé agazapada debajo del edredón. Cuando apareció tambaleante en el umbral me destapé y encendí la luz. —¡Tachán! Hizo verdaderos esfuerzos para no salir corriendo. Se sentó en el borde de la cama, acercó la mano a mi tripa como si fuese una torre

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de alta tensión y rozó la tela palpitante. Separó los dedos en seguida. —Me da cosa —dijo, con la cabeza gacha—. Habrá que esperar. —Vale. Esa noche me masturbé pensando en Hugo Silva junto al padre de mi hijo mientras roncaba. Mi hijo —o lo que fuese— bailó en mi vientre al son del orgasmo. Lo que acababa de hacer no salía en los anuncios. Estuvimos nueve meses esperando a ver qué pasaba. Asistí a mi parto con fórceps y anestesia en primera fila. Parecía tan real. Entraban ganas de echarse a llorar, como cuando vi Los hijos de los hombres o con algún capítulo de Perdidos. El bebé era como de otro planeta. Tenía los ojos abombados y la piel arrugada. Aprendí a marchas forzadas las palabras «episiotomía», «mastitis», «incontinencia». Esas no salían en los anuncios. «Nutribén», «Nuk», «Nenuco». Esas sí. Pasaron cuarenta días. Y cuarenta más. El bebé dormía en el cuco junto a nuestra cama. Vigilaba nuestros cuerpos. Nos mirábamos asustados en la oscuridad, sin vernos ni tocarnos. Un padre y una madre conteniendo la respiración. A los tres meses lo llevamos a su cuarto. Cuestión de supervivencia. Entonces nos pasábamos las noches pendientes del llanto y la respiración del crío. De la muerte súbita. Yo qué sé. A los cuatro meses me reincorporé a la boutique y contratamos a una niñera búlgara a tiempo completo. Hacíamos horas extras para poder pagarla. Daniela tomó posesión de la casa y del niño. Nos dejaba preparada la ropa que nos teníamos que poner por la mañana y decidía cuándo había que tirar los zapatos. Como teníamos mala conciencia en lo relativo a la inmigración, la dejábamos hacer. El padre de mi hijo había habilitado el trastero para su colección de chapas y se pasaba allí los fines de semana, con la excusa de que tenía que recolocarlas. Las de Nestea. Las de Fanta. Las de Cacaolat. Un día se lo pregunté: —¿Por qué recoges tantas chapas? —Me permite estar acompañado sin tener que hablar con nadie —me contestó.

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—Como la balalaika. —Como la balalaika. —Tenemos que recuperar nuestra vida de pareja. —¿Qué vida? —Quiero decir... —Vale. Esa primavera se llevaban los volantes. Era como para vomitar, pero me cogí dos blusas y una falda. Los viernes, después de acostar al niño, preparábamos una cena con velas e incienso. Y volantes. Después veíamos Californication cogidos de la mano. La izquierda, no la del anillo. Pero siempre nos había sentado mal algún ingrediente. El pepino. El cilantro. La bechamel. —Qué ardor. —Además, este tío es gilipollas —le decía yo—. ¿Ponemos Anatomía de Grey? —Eso es un folletín de mucho cuidado. Mejor House. —Entonces me voy a la cama. —El niño está llorando. —También es tu hijo, ¿no? No nos poníamos de acuerdo, así que dejamos de cenar juntos. Además, menuda peste a incienso se quedaba en toda la casa. Retomé lo del grupo. Allí me decían que el amor no se divide sino que se multiplica. Que lo que pasa es que no nos damos cuenta. Yo pensaba en ello con franca intensidad. Se lo dije al padre de mi hijo: —Deberíamos tener otro hijo. Este está muy solo. —Vale. Nos encontramos esa noche debajo del edredón. Era julio, pero la casa pertenecía aún al banco y se mantenía fría. Estábamos tan tensos que, ni aun metiéndonos diez horas en el horno, nuestra carne habría resultado masticable. Yo pensaba en vaginas mojadas como mares, en pechos bamboleantes, en una legión de penes firmes, alerta. Cuando me quise dar cuenta, todo había terminado. El segundo parto resultó ser una cesárea programada. Fue como perderme el capítulo final de Los hombres de Paco. Bajé los párpados y cuando los alcé tenía otro niño en brazos. Era casi igual, con los ojos

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abombados y la piel arrugada. Cuando llegamos del hospital le hicimos entrega a Daniela del bebé. Entre los tres se harían compañía, cabía suponer. Yo me concentré en estudiar nuevos términos. «Flacidez». «Hernia umbilical». «Musculatura abdominal inexistente». Me miraba al espejo y no reconocía a esa señora de vientre amorfo cuyo diámetro, como un flotador estriado, se extendía alrededor de las costillas. Daniela decidió que era el momento de apropiarse de las blusas y la falda de volantes. Y el padre de mis hijos, de invadir el salón con las chapas que ya no cabían en el trastero. De Schweppes. De Mahou. De Pepsi. Nuestro hijo mayor aprendió a ver la televisión como los faquires, sentado sobre una alfombra de chapas. Daniela empezó a quedarse a dormir en el cuarto de los niños y el padre de mis hijos tuvo que pluriemplearse en la oficina, cogiendo varios turnos de noche como vigilante. Aprovechamiento integral de los recursos, lo llamaban en el departamento de contratación. A veces se llevaba la balalaika. —Las noches allí se hacen largas —decía. Pasaron meses o años sin que nos encontrásemos en la cama, cada vez más grande, cada vez más fría, como si estuviera plantada en medio de una sucursal bancaria. No queríamos despertar a los niños ni a Daniela. Si no dormía bien maldecía en búlgaro todo el día y tiraba a la basura zapatos completamente nuevos. Yo me quedaba a hacer inventario en la boutique siempre que podía. Ya de paso veía Amar en tiempos revueltos en una pequeña televisión portátil. A veces me masturbaba en los probadores, con los ojos cerrados para no verme en el espejo. Pensaba en furgones llenos de policías, en misas y corridas de toros. En hombres caballerosos que no sabían el chacal que llevaban dentro. Una vez al mes iba a las reuniones del grupo, donde hablaban de la conexión universal, de la clara luz, de la vasta apertura. Yo pensaba en una inmensa pantalla de televisión parpadeante que no acababa nunca de coger la señal. Una madrugada, al llegar a casa, me encontré al padre de mis hijos subiendo de puntillas las escaleras. Llevaba una bolsa del Carrefour llena de chapas y algunas patas de gambas prendidas a los

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pantalones del traje. Nos saludamos con cortesía. Nos cedimos el paso mutuamente y acabamos encajados ambos en el umbral de la puerta. Me di cuenta de cómo habíamos engordado. Nos entró la risa. La ahogamos de inmediato. —Sssssh, vamos a despertar a Daniela... —susurró él—. Ven, tengo una sorpresa. Me llevó hasta el dormitorio. —Espera aquí —me dijo. Cerró la puerta y desapareció. Pensé que se había vuelto loco. Pensé que tendría cáncer de próstata. O yo de útero. Pensé que la vida es muy rara y además nos hace trampas. Pensé que la cabeza me iba a estallar definitivamente. La puerta se abrió. —Ven —dijo el padre de mis hijos. Me llevó hasta el salón. No recordaba la última vez que había entrado allí. Había montañas de chapas por todas partes, y estrechos paseos abiertos entre ellas con velas a los lados, conformando una suerte de laberinto de brillos metálicos. El padre de mis hijos cerró la puerta con cuidado, me cogió de la mano y fuimos en fila india zigzagueando hasta una pequeña glorieta donde, flanqueado de chapas, se encontraba el sofá. Me senté en él, sin saber qué pensar. —Un millón —me dijo. —¿Qué? —De chapas. —Ah —miré alrededor—. Podía ser de euros. Una chapa de Red Bull rodó musicalmente de uno de los montículos y cayó sobre mi falda. La recogí y la deposité con cuidado en su surtidor. —Justo el día de nuestro aniversario —comentó, orgulloso. —¿Cuántos años llevamos casados? —pregunté por curiosidad. —Quince. —Pero entonces, ¿qué edad tienen los niños? —Ni idea. Nos miramos un poco asustados. El padre de mis hijos tenía unas entradas pronunciadas y las arrugas, a la luz de las velas, no le quedaban del todo mal.

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—Cómo pasa el tiempo —dije por decir algo—. ¿Sigues tocando la balalaika? El padre de mis hijos se levantó y desapareció por el laberinto. Apareció en seguida con la balalaika en las manos. Se sentó de nuevo y, rasgueando las cuerdas, se puso a cantar Noches de Moscú. No tenía ni idea de que supiera ruso. Su voz grave y melancólica le iba muy bien a las silbantes. Me empezaron a sudar las manos y los muslos. Miré hacia donde estaba la televisión, pero se encontraba cubierta por miles de chapas de San Miguel. Noté que me faltaba el aire mientras el padre de mis hijos sostenía la última nota más tiempo de lo necesario. Pensé en salir corriendo. Pensé que era alérgica al sonido de la balalaika. A la voz del padre de mis hijos. A los reflejos del fuego en la superficie satinada de las chapas. Al olor de la cera y de mis axilas. A mis propios muslos. A las articulaciones oxidadas del placer. Pensé que dejar de pensar era morir. Fue lo último que pensé antes de darme permiso para caer. Me encontré abrazada al padre de mis hijos, su aliento en mi oreja, mi ojo derecho a punto de naufragar en la piel rugosa de su cuello, la nariz recostada sobre un rizo canoso, mi corazón desnudo aplastado contra el suyo, aullando como un recién nacido.<

tw Del libro: Incómodos. RELEE, 2016

Isabel Cañelles nació en Madrid en 1969. Licenciada en Filología Hispánica. Ha trabajado más de veinticinco años en centros relacionados con la creación literaria. Ha escrito relato breve, novela, guion y ensayo. Quedó finalista en el concurso Miguel de Unamuno 2010 con el relato que se publica en este número. Actualmente dirige el proyecto RELEE y da clases de Narrativa y de Proyectos Narrativos.

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Lo que saben en el hotel Miramar Ángeles Sánchez Portero

LAS hermanas Vilella de la Torre toman café en el hotel Miramar. Se las puede ver en la mesa de la esquina, junto a la ventana. Cada una está sentada en el borde de su asiento, como si en cualquier momento se fueran a levantar. Como si fuesen dos gorriones en el cableado de una frágil ciudad, a punto de romperse. Ellas, la ciudad, el cable. A punto de romperse todo. La taza con el café. El hotel Miramar. Las mismas hermanas Vilella de la Torre se pueden romper mientras se cuentan viajes, inventan citas, linajes de familia. Se oiría entonces el crujir de sus huesos, las fracturas de la mesa, golpes en la pared, el gemido de un hotel que se bifurca y las tazas salpicadas de café, divididas, como la realidad de las hermanas Vilella, en cientos de pedazos. El estruendo de una lluvia de loza en la ventana. Cada primero de mes, estrenan peinado, barra de labios, polvos de talco. Se saludan rozando las mejillas. Suenan sus bocas arrugadas de besos. Se dicen lo bien que se conservan. Que los meses no pasan por ellas. Hablan despacio, como si cada palabra fuera la última a decir. Como si el lenguaje fuera una sucesión de despedidas. Cada primero de mes, tras acudir a la sucursal bancaria, con sus moños grises y sus toquillas negras. Tras comprobar el saldo de sus cuentas y sentirse ricas, de nuevo, y llamarse por teléfono. Allo, dice la una, con acento francés, aunque nunca estuvo en Francia. Podríamos imaginarlas cada una en el vestíbulo de su casa, días antes de su cita en el hotel Miramar. La una tumbada en una chaise longue fumando, mientras sujeta el auricular negro de un teléfono antiguo, heredado. Otra envuelta en un batín de raso celeste, regalo de una abuela prematura, muerta, que se fue a los cielos.

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En el hotel Miramar conocen a las hermanas desde hace años. Las han visto envejecer, mes a mes. Cualquier camarero que entre a trabajar en la cafetería del hotel es instruido en los gustos y disgustos de las hermanas Vilella de la Torre. Todos aprenden, por ejemplo, que cuando una de ellas levanta la mano a la altura del hombro y la deja caer hacia atrás, levemente, como espantando el fantasma de una mosca, es el momento de servirles los dulces de arándanos con los que acompañan el café. Ambas portan en sus manos anillos de los buenos. La una de rubí, la otra de esmeralda. Y la suficiente edad como para no intentar llevarse la taza a la boca con una sola mano, sino usar las dos, haciendo un nido de huesos y piel donde anida el café. Humeante. Aunando, así, temblores y reumas. Minimizando el riesgo de derrame con leche y pastas inglesas. Que ya no tenemos edad, piensan. Las hermanas Vilella mantienen una conversación animada. Se cuentan chismes de vecinas, ríen con anécdotas, con cosas que nunca les han sucedido, hasta que la nostalgia les asoma por los ojos. Entonces se callan, abandonan las tazas en la mesa y dejan sus miradas suspendidas en algún lugar del pasado. El pasado que suele estar al otro lado del ventanal, en dirección opuesta a la corriente de la vida. Por eso, al mirarlo, se marean. Por eso sacan un pastillero de nácar con una píldora roja para los vértigos, como una perla de sangre dentro de una ostra de bolsillo. En el hotel Miramar saben que es el momento de servirles el agua de Vichy para que ingieran la perla, para que ambas hermanas vuelvan a estar en equilibrio con la vida. Con el presente. Alguna vez sucedió que las hermanas Vilella se perdieron y las encontraron, días después, envueltas en sus excrementos, y los del hotel no quieren, no, que vuelva a pasar lo del extravío de las señoritas Vilella. Por eso el camarero se esmera en servir el agua. Por eso. Saben, los del hotel, de su pasado. De sus infancias viejas, de sus silencios a gritos, de sus presencias ausentes. Habían tenido un padre de cabecera, médico, al que acudir con cualquier dolor indefinido, con cualquier malestar difuso, que él trataba de manera general, abstracta. Habían tenido una madre insom-

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ne, una madre de noche, como la mesilla que alguien colocó cerca de sus camas. Que solo servía para dejar una lámpara. Un objeto al que se le presupone un interruptor que nunca encontraron. También, unas tías cluecas, unos abuelos de saldo y unos primos de interior. Pero no habían sido felices porque las llevaron al internado. Y las hermanas Vilella se fugaron. Pasaron una semana quién sabe dónde y, cuando regresaron, su padre les obligó a ingerir mercurio para provocar un aborto, dos, pues pensó que habían sobrevivido mantenidas por unos novios muy frescos. A los que, por cierto, nunca conocieron y que, sin embargo, les dejaron secuelas similares a las del mal de amor. Estos novios tan ficticios fueron el gran amor de sus vidas y, antes, solían pasar alguna tarde de principio de mes, en el hotel Miramar, contándose cómo eran aquellos hombres, tan frescos, tan mercuriados. De eso ya no hablan las hermanas Vilella, ambas solteras, de siempre, desde que escaparon del internado. Antes de entrar, diríamos. De siempre. Ahora hablan de recetas de cocina, de moda, del camafeo de mamá. Y a ratos miran las bolsas con las compras que han de llevar a casa, para devolver a los pocos días porque el dinero no les alcanza para comer, pagar la luz, el teléfono negro heredado. Irán, con el paso del mes, perdiendo las formas de su peinado nuevo, contando las carreras en las medias y los días que quedan hasta el próximo café en el hotel Miramar. Se dicen, al despedirse, que deberían morir juntas, como aquellas amigas íntimas del internado. Como Pepa y María Belén y aquella bufanda de lana merina que tanto abrigaba. Y suspiran. No sería de buena educación dejar a una de ellas tomando café, sola, en el hotel. Y ellas han sido siempre unas señoritas, muy bien educadas. Eso, llegado el momento, también lo saben en el hotel Miramar.< tw Del libro: Habitaciones con monstruos. Talentura Libros, 2017.

Ángeles Sánchez Portero nace en Zaragoza en 1974. Ha publicado la novela Enero (Talentura, 2015). Su obra aparece en varios volúmenes de obra conjunta como De antología: la logia del microrrelato (Talentura, 2013) y Cuéntame una ilustración (EditedRed, 2014). Habitaciones con monstruos es su primer libro de relatos en solitario.

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Microconcurso

Estocolmo

Íñigo Redondo Madrid. España Mira qué velocidad, mira qué velocidad. Repetía esa murga mientras caminaba en círculos. Cuando le llevaba las comidas lo encontraba así, dando pasos cortos y muy rápidos en la oscuridad, con la cabeza baja para no dar con el techo. Le regalé unas zapatillas de correr, viejas, pero muy cómodas. Se las puso enseguida. Deberías ver esta peli, deberías ver esta peli. Ha cambiado de frase y la repite también. Ahora está siempre acurrucado al lado del catre, descalzo, abrazándose las rodillas y mirando absorto y sonriente la pared.<

Los pájaros de Berkeley City Jorge Aguiar Mendoza. Argentina @jor_aguiar

Los pájaros empezaron a volverse transparentes, a desvanecerse, y, en un intento desesperado por no dejar de existir, aprendieron a silbar canciones con la esperanza de que algún transeúnte se desconectara de su celular, se sacara los auriculares y reparara en ellos.<

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Microconcurso

Burocracia

Yobany García Ciudad de México. México En mi trabajo es habitual domesticar el tedio haciendo esperar a la gente en largas filas, por insoportables horas. El tiempo les aplasta los ojos, se van derramando las facciones y sus ojeras son dos péndulos sombríos; por pura inercia se mantienen de pie, bostezando como si se quisieran tragar al de enfrente para avanzar un poco. Una vez cada cierto tiempo, atiendo al primero de la fila y, por órdenes de mis superiores, los retorno al final o, mejor dicho, al principio. El infierno también es eterno.<

Nunca jamás

Paz Monserrat Molins de Rei. España Y sueñas que regresas al instituto de tu adolescencia. Todo sigue tal como estaba entonces. Esa angustia por no saber cómo se hacen las láminas de Dibujo. Llevas mucho retraso en las entregas, te van a suspender. Pero ahora caes en la cuenta de que esta vez no estás allí como alumna, sino como profesora. De otra asignatura. El alivio dura el efímero instante de tomar aire antes de sumergirte de nuevo en ese pasillo viscoso por el que intentas avanzar. Con todas las láminas terminadas tras pasar la noche en vela, pero sin haberte preparado tu clase de Filosofía.<

tw Microconcurso es un concurso de microrrelatos convocado por CpA, una convocatoria de 48 horas para textos de un máximo de 100 palabras. Se recibieron 140 relatos. Seis de ellos fueron preseleccionados por jurado; publicamos aquí los cuatro que resultaron ganadores por votación abierta en Facebook, por orden de votos recibidos.

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brevemente

Impaciencia

Semana 24 de concurso: 16 de abril de 2018 Ganador: Fernando Morante Era nuestro sueño, estar siempre juntos. No separarnos jamás. Sin embargo he de decirte que desde que pasó aquello, tu actitud me disgusta. La veo del todo inconveniente y algo indecorosa. Sin ir más lejos, la semana pasada rompiste los frenos de mi coche, hace dos días echaste lejía en mi botella de agua y hoy has aflojado los tornillos de la barandilla del balcón. Es cierto, te prometí estar siempre juntos, pero yo no tengo la culpa de que tú fallecieras primero. No seas impaciente.<

Brigada antiexplosivos

Semana 25 concurso: 23 de abril de 2018 Ganador: Enrique Mochón «No seas impaciente —me dice el oficial instructor—; jamás debes precipitarte al cortar uno de los dos cables. No es tan difícil como se cree. Personalmente me cuesta más elegir unos zapatos. “Azul o rojo” puede parecer un asunto de cara o cruz, pero el azar aquí es secundario. Se aplica más la lógica, y un poco también la intuición. Aunque sobre todo se parte de unos indispensables conocimientos técnicos. De manera que uno está medianamente seguro antes de hacer “clic” en uno u otro color. ¿Que si me he equivocado alguna ver? Por supuesto. Deberías ver las rozaduras de mis talones».<

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brevemente

Intercambio de parejas

Semana 26 concurso: 7 de mayo de 2018 Ganadora: Marta García Deberías ver las rozaduras de mis talones. ¡Vaya día! Agotada no, lo siguiente, como diría nuestro nieto. Pero la Catedral me ha gustado mucho. Hasta se me saltaron las lágrimas acordándome de ti. Después recorrimos el Casco Antiguo y compramos “souvenirs” para todos. ¿Te acuerdas de aquel matrimonio de Guadalajara con el que coincidimos tanto? Pues esta vez él vino solo. Ella se fue repentinamente hace medio año. Qué casualidad. Me lo contó anoche, después de preguntarme por ti. Y luego estuvimos bailando en la sala de fiestas. Me dijo que tengo unos ojos que enamoran. Lo mismo que me decías tú cuando éramos jóvenes.<

Venganza mortal

Semana 27 concurso: 14 de mayo de 2018 Ganador: Nicolás Jarque Cuando éramos jóvenes practicábamos la inconsciencia, hacíamos gala de ello. Quien más quien menos, entre mis amigos, se solía emborrachar, caminar por la barandilla del puente de los colgados, nadar a contracorriente las noches de mar picada. La Muerte nos temía. Cuando la veíamos aparecer al final de una callejuela, en el rincón más oscuro de una taberna o en medio de un tumulto, con esa pose tan regia, nos mofábamos sin piedad. Ella bajaba la cabeza y se marchaba arrastrando su túnica. Ahora nos arrepentimos. Pasan los años lentamente y la Muerte se ha olvidado de nosotros.<

tw Relatos finalistas de abril y mayo de 2018 del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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dindondin

Festival de cine de Alicante Del 25 de mayo al 2 de junio Alicante (España) www.festivaldealicante.com

II Premio Internacional Ramos Ópticos al Mejor Relato sobre Jazz Hasta el 13 de julio Palencia (España) www.jazzpalencia.es

77ª Feria del Libro de Madrid Del 25 de mayo al 10 de junio Madrid (España) www.ferialibromadrid.com

Festival de Jazz Made in Spain Del 31 de mayo al 2 de junio Torrelodones (España) www.torrelodones.es

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decamino

www.casalector.fundaciongsr.org

Impulsado por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, giran a su alrededor la experimentación para el fomento de la lectura, la formación de mediadores, la producción de contenidos digitales y el ensayo de programas de innovación bajo un lema común: el encuentro del público en general y el mundo profesional.

En el espacio que albergó durante más de 70 años el matadero y mercado municipal de ganados de Madrid, se levanta desde 2012 Casa del Lector, un gran templo de la lectura, con mayúsculas, que es a la vez laboratorio, auditorio, sala de eventos y, más importante aún, punto de encuentro para la investigación, desarrollo e innovación de la lectura.

www.readmagine.org

tw Del 4 al 8 de junio se celebra una nueva edición de READMAGINE, una invitación a re-imaginar la lectura, la industria del libro y la transformación de las bibliotecas, que este año celebra un evento excepcional: Ten Years After. Nueve foros de conversación que debatirán sobre las transformaciones que el lanzamiento, hace una década, de los dispositivos móviles de lectura ha podido provocar en el panorama que rodea a la lectura.

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Un amor impertérrito Laura Rodríguez Galindo Alumna de Talleres RELEE

CUANDO cumplió la mayoría de edad, Flavia, de Pernambuco, empezó a cartearse con un señor de San Petersburgo llamado Kristoff. La joven, que trabajaba en la incineradora de papel triturando los periódicos sobrantes que la alimentaban cada día, siempre se guardaba esa gacetilla gratuita de contactos que se publicaba, con la misma cabecera, en distintas partes del mundo. Y en ella fue a encontrar el amor justo el día que la agencia, por error, mezcló las fotografías de solteros de varios países. Flavia, que nunca había visto un hombre semidesnudo tumbado en la nieve, quedó tan fascinada por la imagen de Kristoff que, aun sabiendo su amor improbable, invirtió un jornal completo en contactar con la agencia para pedir sus datos. Y cuando lo consiguió, sin más demora, le envió al de San Petersburgo la primera carta. En el sobre, el recorte de prensa en el que aparecía Kristoff, una fotografía de sí misma y un texto de una única línea en la que rezaba: Olha que coisa mais linda. Fueron tres largos meses de espera. Pero tras ellos, por fin, llegó la respuesta con sello de San Petersburgo. Dentro del sobre, una carta con una única línea escrita con letra temblorosa: Mais cheia de graça. Separados por siete meridianos y cuatro paralelos, por tres tipos de clima y quince idiomas, tardaron veintitrés meses, uno por estrofa, en completar aquella conversación a ritmo de bossa nova. Y fue tanta la distancia que tuvieron que sortear, tan larga la espera y tan breves sus misivas, que su corazón se hizo fuerte y su amor creció impertérrito. Después, llegó una época mundial de sequía de palabras. Hasta que, a falta de prosa inteligible propia, en una de aquellas duras jornadas de trabajo en la incineradora, a Flavia se le ocurrió enviarle a Kristoff varios recortes de viajes que rescató de las

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llamas. Kristoff respondió de inmediato con noticias en cirílico que Flavia no entendía. Pero a base de ojearlas con fruición, la chica pronto logró descifrar el código encriptado que su amante impertérrito utilizaba para comunicarse con ella. Y no estaba en los textos, sino en las fotografías de parejas soviéticas que los acompañaban. Y como Flavia no sabía qué contestar, le empezó a enviar a Kristoff recortes de prensa similares, con fotografías de parejas en Pernambuco. Fue un día de lluvia cuando el cartero le entregó a la chica un paquete más grande de lo habitual. En su interior, varios portarretratos. Y dentro, las caras recortadas de Flavia y Kristoff sobre todos y cada uno de los recortes que la chica le había enviado. Flavia deseó que fueran fotografías reales de los dos en Pernambuco. Y lloró desconsolada cuando se le cruzó un pensamiento: que era imposible que aquello ocurriera. O peor aún: que era posible que ocurriera, no fuera que el contacto real pudiera acabar con su amor impertérrito. Por eso Flavia no volvió a contestar a Kristoff. En días sucesivos, quemó todos los recortes en la incineradora y empezó a espantar sus fantasías como a las arañas en los sueños: a manotazos. Y fue así incluso cuando semanas después, una de aquellas mañanas sin cartero, Kristoff llamó a la puerta de su casa. Y Flavia, que antes de abrir deseó que fuera él, cuando lo vio allí plantado, temiendo por su amor impertérrito, lo espantó a manotazos.<

tw Laura Rodríguez Galindo. Laura Erre (Madrid, 1974). Escritora desde edad temprana,

autora en la antología “Incómodos” (RELEE, 2016), promotora del grupo “el club de la procrastinación lírica”, periodista multimedia, guionista, documentalista y copy de profesión, un día escribió “La fantasía es una bestia con un hambre feroz. Pero si dejas de alimentarla se consume”. Desde entonces, alimenta a la bestia con viajes, cuentos y regalices rojos.

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