nº72
noviembre2018
elmuro [3] andénuno [5]
Ocho aforismos de Benjamín Prado andéndos [8]
Las orillas del Jordán, Fernando Clemot andéntres [14]
Caminos cruzados, Paloma Ulloa brevemente [18]
Relatos en cadena dindondin [20] decamino [21] entrecocheyandén [23]
novedades
Probabilidad de lluvia, Olga Sesa
El 72 es un número redondo. Es el número con el que Cuentos para
el Andén celebra siete años de vida, nada menos, llenando de cuentos tus andenes.
Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | edicion@cuentosanden.com | www.cuentosanden.com
Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: marketing@cuentosanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com
Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Andrea Alemanno | Instagram: @andrea_alemanno_illustrator
Con la colaboración de:
ISSN: 2605-1710
elmuro
Tema: En tren
Ganador: Esperando, Alfonso Gamo. Madrid (España)
Finalistas: < < <
Frente al tren, Irma Penilla. Madrid (España) La mirada del pasado, Enrique Pérez. Madrid (España) Retorno asegurado, Álvaro Abad. Calahorra (España)
Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@cuentosanden.com Consulta las bases en cuentosanden.com
Te escuchamos:
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Este mes, en Cuentos para el Andén, queremos celebrar nuestro séptimo aniversario como se merece, con siete (más una) joyas en forma de aforismo, de la pluma de Benjamín Prado; un relato de pasado y presente, de gloria y de barrio, contado como sabe hacerlo Fernando Clemot, y una historia que no es una: son tantas como caminos se cruzan en ella cuando Paloma Ulloa lo decide. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.
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Ocho aforismos de Benjamín Prado
La mentira es un monstruo anfibio: respira igual en las palabras que en el silencio.
Líbrate del rencor y estrena otro pasado.
En lo perfecto hay algo que no cuadra.
El mal necesario tampoco hace falta.
Confía en ti mismo, pero consulta una segunda opinión.
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Si quien finges ser te parece mejor que tú, trata de imitarlo.
No perder porque no has jugado también es una derrota.
¿Cómo no sospechar de un mundo en el que tener la cabeza llena de pájaros se considera un defecto?
tw De libro Más que palabras. Ed. Hiperión, 2015.
Reconocido poeta y novelista, Benjamín Prado se ha constituido como una de las figuras más populares de la reciente literatura española. Ha sido galardonado con el Premio Hiperión por su poemario Cobijo contra la tormenta (1995), el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla por Iceberg (2002), el Premio Andalucía de Novela 1999 por su libro No solo el fuego y el Premio Generación del 27 con el poemario Marea humana. En 2018 recibe el Premio Pop Eye de Literatura por su novela Los treinta apellidos.
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Las orillas del Jordán Fernando Clemot
FUE uno de los cantantes de rumba más conocidos hace más de treinta años, cuando aparecieron tantos como él, en los tiempos eufóricos de la Transición. Antes de que le llegara la fama a Carlettino ya era popular en el barrio. Yo no llegué a conocer al niño mendigo porque la primera imagen que tengo de él ya es la del joven apuesto, con su melena rizada, cantando frente al bar con medio barrio a las palmas y celebrando un triunfo que era también el nuestro. Antes de aquello debió de ser una presencia habitual en la calle: solía tocar en la terraza del Mendoza y en las sesiones del Círculo donde se juntaban payos y gitanos a los que les gustaba el cante. Se hacía llamar Carlettino porque su padre se había llamado Carlos, como él, y por lo visto había trabajado de mozo en un circo durante años. El dueño del espectáculo era italiano y le solía llamar Carletto, como suelen llamar a los que tienen su nombre en el norte de Italia. En aquel circo no llegó a nacer Carlos hijo por bien poco. Su madre, que también trabajaba allí, era una cantante argentina de cuplés que solía hacer su espectáculo ligerita de ropa. Cuando el italiano supo del embarazo de la cupletista tuvo un ataque de celos y la despidió a ella y a Carletto padre. Se fueron a vivir al sur y fuera del circo la mujer pronto abandonó al padre y al hijo por un gitano llamado Mulé. La madre se dio a la mala vida y acabó cantando en tascas de mala muerte y haciendo la calle en Sevilla, cerca de la base de Morón, y no se supo más de ella. El padre trapicheaba con chatarra y género robado hasta que apareció apuñala-
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do en un descampado cerca de Algeciras. Carlettino quedó huérfano con seis años, al cuidado de una tía del padre, una anciana solterona que vivía en las Casas Viejas del barrio. Carlettino se crió en la calle y como su tía apenas podía valerse pasó a ser un niño adoptado por los vecinos. En el Mendoza le dieron de comer muchas veces mientras cantaba en las mesas y tocaba las palmas. Con frecuencia los que estaban jugando a las cartas solían tirarle retales de chorizo o alguna olivilla que recogía del suelo y también de tanto en tanto en el colmado le daban una bolsa con fruta picada para que se la llevara a casa. Toda esta historia la conozco de oídas, modificada por infinitas versiones que escuché en los bares y escaleras del vecindario; yo no conocí a aquel niño que pedía en las terrazas del paseo: solo conocí al gran Carlettino, grandioso en el triunfo y en su caída. He escuchado varias versiones sobre cómo le llegó la fama. La más común era que el descubridor había sido el propio Pepe Antequera al que trajeron en un taxi desde el centro para que lo pudiera escuchar y luego lo llevó a la radio, aunque también se decía que fue uno de los presidentes de la discográfica el que lo escuchó en el Mendoza una noche que buscaba grifa con los camellos del barrio. También hay alguna versión más escabrosa de cómo llegó a firmar por aquella multinacional de éxito que me abstengo de mencionar. No importa demasiado la forma pero Carlettino pasó en pocas semanas de cantar por cuatro perras o comida a aparecer en Radio Miramar y al poco en televisión, un veinticuatro de diciembre, en el especial de Navidad. De aquel programa sí que tengo recuerdo y aparece como uno de los primeros acontecimientos de mi vida. Carlettino llevaba un traje blanco, muy ancho, con solapones y le acompañaban dos bailarinas, una guitarra y dos palmeros. El barrio entero estaba plantado frente a la televisión, saboreando el éxito de uno de los nuestros, un triunfo que era de todos.
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Carlettino pasó de ser un paria simpático a ser nuestro único embajador. Recuerdo con claridad esa primera llegada a la puerta del Mendoza. Él se bajó de un coche grande y brillante que conducía un chófer que le debió de poner la discográfica. Estaba más guapo: el lustre del éxito le iluminaba la cara. Hubo gritos y empujones. Llevaba una tralla recia de oro en el cuello y las ropas recién compradas. A su lado un gitano con una guitarra. Carreras en el mercado y en diez minutos había más de doscientas personas alrededor de la terraza. Comieron lo mejor que se podía en el Mendoza, cantaron y repartieron besos y abrazos. Había alegría en la vuelta de Carlettino al barrio pero también en aquella comida y en su exposición había algo de desquite. Cuando se cansó de cantar se subió saludando al Seat 1500 y volvió hacia el centro o a algún pueblo de la costa donde decían que tenía un bolo. En esos años de triunfo vino poco por el barrio, un par de veces a lo sumo: cuando la muerte de su tía y para un festival benéfico en el Círculo para reparar los techos de la parroquia. Las dos venidas de Carlettino fueron un acontecimiento y en una de ellas llegué a estar cerca de él. En aquel único encuentro él paseaba un perro enorme, un gran danés casi tan alto como él y mi madre se le acercó en la puerta del mercado: era cordial con mi madre, sonreía, se acercó a mí, me dijo algo y me tocó la cabeza y yo me sentí ungido por el ídolo, como Jesús bendijo a los niños en la orilla del Jordán. Me pasé una semana repitiendo con orgullo en el colegio que había hablado con él. Mi admiración pasó en aquel momento a ser fervor, fui engordando la historia y llegué a presumir de que era amigo de Carlettino. Tras aquella última visita desapareció para siempre del barrio. Se decía que se había ido a vivir a un pueblo turístico de la costa y que había abierto una taberna donde se cantaba y a la que acudían famosos. Por las revistas nos fuimos enterando de que se había casado con una azafata danesa
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que había conocido en un vuelo. Ella era guapísima y él con los años ganaba empaque; había perdido la finura que deja el hambre y en su rostro se iba asentando el peso de los excesos, la desidia de conocer la fama, patearla y ver que no es la puerta de nada. Le seguíamos de lejos, como un familiar del que hace mucho tiempo que no sabes nada y del que te llegan noticias de oídas. Por entonces Carlettino ya había ido al extranjero, había actuado en Hispanoamérica, en Alemania, en Bélgica, en Suiza, en cualquier lugar donde hubiera una colonia de compatriotas. Poco después empezó a declinar su estrella. Sus apariciones en la televisión o en prensa comenzaron a espaciarse. Unos años después volvió a ser noticia por un tema de drogas y volvió a aparecer en las revistas. Vi alguna foto de él, incluso de su casa. Estaba muy desmejorado. Había engordado y las camisas relampagueantes y las trallas de oro ya no le lucían tan bien. En algunas fotos aparecía con gafas oscuras y la mujer que le acompañaba ya no era la azafata danesa con la que se había casado sino una mujer ajada que vestía una bata de andar por casa. No volví a saber de Carlettino. Incluso en el barrio su estrella se desvaneció para siempre: nadie hablaba de él, nadie lo recordaba. Cerró el Mendoza y en los locales del Círculo se hizo una biblioteca municipal. Los que lo conocimos de niños salimos del barrio y fuimos a vivir a casas pareadas de las afueras. Me casé y tuve un hijo. No fue hasta el verano pasado cuando me volví a encontrar con él. Estaba con mi mujer en una terraza de la costa, estaba pendiente del niño que no paraba de correr alrededor de las mesas cuando creí distinguir un rostro familiar a unas mesas de distancia. Viejo y apagado. Era Carlettino. Estaba solo en la mesa, fumando mientras miraba al frente, hacia la playa casi vacía. Llevaba unas gafas oscuras y todavía conservaba el pelo encrespado, lleno de canas vie-
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jas y amarillas. La piel también estaba envejecida, como largos bancales de tierra reseca. Estaba muy moreno y llevaba la camisa abierta donde asomaban las viejas cadenas de siempre. Le pegaba fuerte al cigarrillo: se dejaba la vida en cada calada. Bajo la piel tostada se adivinaba el rubor de sus mejillas y de su nariz: aquellas luces del alcohol alumbraban también sus gestos. Se movía con dificultad y tuvo que apoyarse firme en la mesa para levantarse. Lo debí de observar un buen rato. ⎯¿Qué has visto? ⎯me dijo mi mujer⎯. Te ha cambiado la cara. ¿Qué te pasa? Le iba a contestar que un viejo amigo pero preferí callar y miré cómo se alejaba Carlettino paseo abajo. Caminaba despacio, algo cargado de espaldas pero con el mismo cimbrear de siempre, con el mismo caer con que se bajó del Seat 1500 frente al Mendoza, con una mano en el bolsillo y la otra agarrando el cigarrillo, apretaba la boquilla la misma mano con la que me unció, la mano noble y generosa con la que me tocó la cabeza y me bendijo para siempre en la puerta del mercado.<
tw Del libro La lengua de los ahogados. Menoscuarto Ediciones, 2016.
Fernando Clemot (Barcelona, 1970) es autor de los libros de relatos: Estancos del Chiado (Paralelo Sur, 2009) —Premio Setenil—, Safaris inolvidables (2012) y La lengua de los ahogados (2016). Su obra está recogida en numerosas antologías de narrativa breve. Ha impartido talleres literarios en la Universidad Autónoma de Barcelona, en la Escola d’Escriptura del Ateneu Barcelonès y en la Escuela de Escritores (Madrid). Desde el 2013 dirige la revista literaria Quimera.
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Caminos cruzados Paloma Ulloa
DICEN que todos tenemos un doble, alguien que se parece tanto a nosotros que ni nuestros mejores amigos sabrĂan distinguirnos. Yo nunca he dado mucha credibilidad a este tipo de creencias, siempre he considerado que se trataba de supersticiones populistas sin fundamento que, en su conjunto, perjudican gravemente el sentido comĂşn del pueblo y lo distrae de las cosas importantes.
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Es cierto que este sentido pragmático me ha acompañado desde niña y me ha ayudado a sobrevivir y a combatir a mis enemigos, pero también es verdad que nada es absoluto, coherente o previsible como pude descubrir en aquel viaje de negocios que hicimos mi esposo y yo a la Argentina y que cambió el curso de mi existencia para siempre. Durante nuestra estancia en el confortable hotel de Buenos Aires, tuve la fortuna de encontrarme con la dulce Anseline y con su madre que, junto con un nutrido grupo de amigos europeos que vivían refugiados en la lejana Sudamérica, nos enseñaron las entrañas de la ciudad porteña, la voz cálida y sensual del tango y el calor sofocante de las noches veraniegas y húmedas que llenaban de presagios y deseos inconfesables aquellos días irreales de entreguerras. En el transcurso de una de esas largas noches, bajo la hipnótica queja de un bandoneón inflamado de pasiones, me encontré conmigo misma, sentada al otro lado de la sala, dejándome abrazar por un hombre ancho y pasional. Mis acompañantes se reían divertidos ante aquella confusión tan sugerente, pero yo me sentía incómoda y paralizada ante la actitud tan explícita de esos cuerpos entrelazados sin pudor. Durante unos segundos, ella se giró hacia mí y me miró fijamente. No había emoción en sus pupilas, ni pasión en sus labios, sino una melancolía sorda que parecía atravesarla inútilmente. Me marché de allí como en volandas, empujada por la hilaridad de mi marido que no dejaba de repetir, como si fuese un chiste: «Afortunadamente estabas conmigo porque si no…» y por el coro insistente de las risas de nuestros amigos que aplaudían la gracia con cataratas de carcajadas acrecentadas por los vapores del alcohol. Ninguno de ellos se dio cuenta de que yo no reía, de que me encontraba realmente conmocionada por el encuentro y esa misma noche tuve sueños, sueños sensuales como no los había tenido jamás. Me veía en brazos del desconocido de la mesa de enfrente, gozando de su cuerpo, susurrando palabras obscenas, apretándome contra él como había visto que hacían otras mujeres y por primera vez sentí deseo, ese deseo intenso e irracional que transforma a las damas en criaturas jadeantes. Varias semanas después, durante la cena de despedida, todo se precipitó: me encontré conmigo misma en el lavabo de señoras, nos miramos detenidamente con curiosidad y sin sorpresas y después entabla-
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mos una breve conversación en la que bocetamos lo más importante de nuestras vidas. Ella me explicó que aquel hombre con el que se encontraba era su amante, un gran ganadero que se había vuelto loco de amor y había abandonado a su esposa y a sus hijos. Pero ella estaba cansada de esa pasión sin mesuras y solo permanecía a su lado porque la mantenía alejada de la miseria en la que había nacido. Yo, por mi parte le hablé de mi confortable vida burguesa, de las escasas exigencias de mi esposo, del aburrimiento de las reuniones con mis amigas de la infancia y, sin apenas planearlo, decidimos intercambiar nuestras vidas, para siempre, en aquel tocador de señoras. Apresuradamente, sin darnos el tiempo suficiente para una reflexión que nos habría llevado al desaliento, viramos violentamente el timón de nuestro futuro y, cuando salimos de allí, yo era Gabriela, la amante ilícita de un terrateniente y ella era Elena, la dócil esposa de un comerciante francés. La vi sentarse al lado de mi marido con la desenvoltura natural que yo misma habría demostrado, mientras que yo me abrazaba apasionadamente al hombre desconocido, como quien se agarra a una tabla de salvación que le devolverá a la orilla. Mi vida, desde entonces, ha sido larga y hermosa. He disfrutado del amor como jamás habría imaginado, he adorado hasta el último aliento de ese titán que se convirtió en la única excusa de mi existencia. Con él he desentrañado la incomprensible madeja de las pasiones y seguramente jamás habría vuelto a pensar en «mi otro yo» de no haber sido porque, esta misma tarde de primavera de 1960, mientras paseábamos de la mano por el bulevar, me he visto sentada en un café, bien vestida y solitaria, disfrutando del sol cálido y suave que lamía los ventanales. No tuvimos tiempo para conversar, simplemente, intercambiamos una mirada de reconocimiento, una sonrisa de satisfacción, y después regresamos, sin dudarlo, a nuestras vidas.< tw Del libro Papel, papel y tinta. Talentura Libros, 2016.
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Paloma Ulloa (Yverdon les Bains, Suiza, 1968). Escribe literatura infantil desde los 21 años; creó el personaje Barahonda, del que escribió varias obras del género. Es autora del libro de relatos Postales en el tiempo. Ha realizado numerosas adaptaciones teatrales, entre las que destaca Las novias de Travolta, de Andrés Tulipano, que dio lugar a que escribiese su novela homónima editada por Ediciones B (Uruguay).
brevemente
El deslenguado
Semana 6 concurso: 22 de octubre de 2018 Ganador: Alberto Corujo Corteguera Como un enjambre después de recibir la pedrada de un niño, los vecinos del pueblo caímos sobre el buhonero y el saco de semillas que pretendía vendernos como milagrosas. Estábamos desesperados y éramos pobres, pero no idiotas. Y los largos años de sequía se habían cobrado también las últimas gotas de piedad que algún día regaran nuestros corazones. Le arrancamos su lengua de charlatán, le atiborramos la boca con un puñado de falsas semillas mágicas y lo enterramos vivo. Hoy, apenas unos meses después, hemos puesto su nombre al rico vergel que ha florecido en el valle. Era lo único que podíamos hacer por él, dadas las circunstancias.<
Corazoncito
Semana 7 concurso: 5 de noviembre de 2018 Ganadora: Elena Bethencourt Rodríguez Era lo único que podíamos hacer por él, dadas las circunstancias. Sus padres se habían comprado un libro para enseñarle a dormir con un método infalible y llevaban noches dejándole llorar. Primero cinco minutos, luego diez y así hasta que aprendiera a dormir solo. Una noche el niño sollozó y sollozó. Papá no vino, mamá tampoco. Lloró más y más fuerte. Finalmente, se hizo el silencio, pero solo porque yo mismo salí de debajo de la cama y me lo llevé con mi familia al inframundo. Para que luego digan que los monstruos somos nosotros.<
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brevemente
Malvenidos
Semana 8 de concurso: 12 de noviembre de 2018 Ganador: Alberto Jesús Vargas Yáñez Para que luego digan que los monstruos somos nosotros. En el pueblo nos recibieron muy mal. Desde el primer momento sufrimos el rechazo. No solo se negaron a atendernos en el colmado o a servirnos en la cantina, ni siquiera admitieron a nuestros hijos en la escuela. Todo el esfuerzo que hicimos por integrarnos fue inútil, nos aislaron como apestados sin darnos la oportunidad de demostrar que no somos como ellos temen. Antes de marcharnos y sin renunciar por ello a empezar una nueva vida como ogros vegetarianos, nos comimos a unos cuantos vecinos para no defraudar.<
Empirismo
Semana 9 concurso: 19 de noviembre de 2018 Ganador: Jovino Manuel Fernández Escudero Nos comimos a unos cuantos vecinos para no defraudar a los científicos. Habían afirmado que su ingestión transmitiría a los comensales las facultades del desdichado. Algunos crecieron, otros engordaron, otros se robustecieron, otros se hicieron más atléticos. Yo percibo que mi inteligencia está experimentando un incremento exponencial. Intuyo que los científicos irán desapareciendo.<
tw Relatos ganadores de octubre y noviembre de 2018 del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.
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dindondin
V Premio de Relatos Incómodos Hasta el 10 de diciembre de 2018 Internacional www.itacaescueladeescritura.com
Taller cervantino de versos populares Miércoles hasta el 14 de diciembre de 2018 Alcalá de Henares (España) www.hijosyamigosdealcala.com
IX Concurso Fotográfico "Objetivo África" 2018 Hasta el 10 de diciembre de 2018 Internacional www.casafrica.es
XV Certamen de Relato Breve "Gerald Brenan" Hasta el 5 de diciembre de 2018 Internacional www.alhaurinelgrande.es
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decamino
Tres rosas amarillas
http://tresrosasamarillas.es/
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En la calle Espíritu Santo de Madrid, bajo un cartel amarillo, se despliegan unos portones de madera que nos invitan a entrar en un cuento de hadas. La que antaño fue la librería de referencia de relato breve, la que vio nacer a Cuentos para el Andén en 2011, hoy sigue siendo un lugar mágico, pero de otra manera. Reconvertida en librería especializada en libros pop up y desplegables, tiene la virtud de devolvernos a una niñez plagada de papeles troquelados y libros ilustrados, a un desván de fábula donde las sombras chinescas y los teatritos de papel te reciben con sus alas abiertas.
“
tw Si quieres disfrutar la experiencia de abrir sus libros, tendrás que acercarte al número 12 de la calle Espíritu Santo, en Madrid. Pero si la impaciencia no te deja vivir o si quieres conocer los últimos pop ups cobrando vida, entonces entra en su Instagram (tresrosasamarillas) y mira sus vídeos. Después ya no habrá más remedio, estás avisado: tendrás que ir a pasar esas páginas con tus propias manos.
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Probabilidad de lluvia Olga Sesa
Alumno de Escuela de Escritores
UNA mañana de luz incierta, un hombre apresurado tropezó, en un paso de cebra, con una mujer de cabello rojo. El día había amanecido con probabilidad de lluvias débiles y chubascos dispersos, aunque algún tímido rayo de sol asomara a través de las nubes grises. A punto estuvo la mujer, que llevaba en su mano derecha una bolsa llena de naranjas de perder el equilibrio. Vaciló un instante. Se recobró. Pero no pudo evitar que la bolsa cayera al suelo, ni que las naranjas salieran despedidas sobre el asfalto en todas direcciones, como bolas de billar al comienzo de una partida. Disculpándose con torpeza, el hombre ayudó a la mujer a recoger las naranjas mientras la observaba a hurtadillas. Su pelo llameaba bajo la luz de aquel sol improvisado. A mediodía, ese mismo hombre, volvió a ver a la mujer en un restaurante, tomando un café, con sus cabellos color de fuego. Llevaba un vestido de flores y unos zapatos de tacón con una pequeña hebilla metálica. Sin más razón que la casualidad del reencuentro, al hombre le pareció casi bella y creyó conocerla del todo. La mujer también lo reconoció. Apoyó sus manos sobre la mesa y presionó con fuerza la punta de sus zapatos brillantes sobre el suelo, en un claro y espontáneo gesto de levantarse y acudir junto a él, pero después se arrepintió. Se limitó a bajar la mirada, sus zapatos se relajaron y continuó hablando, confusa y visiblemente nerviosa, con las personas que la acompañaban. Por la tarde el cielo se cubrió de nubarrones cobrizos y los edificios, antes de disolverse definitivamente en las sombras, se difuminaron en rojo. El hombre sintió una inexplicable emoción, seguida, como cualquier esperanza, de una no menos inexplicable tristeza. La noche se cerró en negro. Aquel día no llovió, pero la probabilidad de lluvia perfumó el aire e hizo zozobrar todas las hojas de los árboles en los parques de la ciudad.< tw Olga Sesa. He nacido y vivo en Madrid. Con veinticinco años dejé de escribir y me zambullí de
lleno en la vida real. Tras un verdadero empacho de “no ficción” regreso ahora a la literatura, de donde nunca debí salir. Soy alumna de Ángel Zapata en la Escuela de Escritores de Madrid.
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