Cuentos para el Andén Nº69

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nº69

julioagosto2018 elmuro [3] andénuno [5]

El chico de las flores, Óscar Esquivias andéndos [12]

Anomalía, Pilar Fraile Amador andéntres [16]

Dos microrrelatos de Javier Vela Microconcurso [18] brevemente [20]

Relatos en cadena dindondin [22] decamino [24] entrecocheyandén [26]

novedades

A contraluz , Óscar Amador

En este número poesía y cuento se dan la mano: los autores que pueblan nuestros andenes son, en su mayoría, poetas antes que narradores, y en todos los casos, fantásticos cuentistas. Y eso se nota.

Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | edicion@cuentosanden.com | www.cuentosanden.com

Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: marketing@cuentosanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com

Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Kike Ibáñez | www.kikeibanez.com

Con la colaboración de:

ISSN: 2605-1710


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Tema: Azoteas

Azoteas del Garbí, Juan Reina. Valencia (España) Desde Las 7 tetas, Enrique Pérez. Madrid (España) Saris en Udaipur, Trinidad Pinazo. Toulouse (Francia)

Ganadora: Soledad, Eloína Calvete. Sevilla (España)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@cuentosanden.com Consulta las bases en cuentosanden.com Tema del próximo concurso: Mares lejanos

Te escuchamos:

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Este número 69 de Cuentos para el Andén trae una historia de ¿amor?, del último libro de relato de Óscar Esquivias; una anomalía meteorológica, y no solo, de Pilar Fraile Amador, y dos breves homenajes a la confusión que, como las buenas esencias, nos trae en frasco pequeño Javier Vela. Y cuatro fantásticos microrrelatos de nuestro microconcurso. Y un proyecto que grita No me cuentes cuentos. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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El chico de las flores Óscar Esquivias

CUANDO leí en la tarjeta que las flores eran para Conchi Colino, yo no sabía quién era; sólo cuando entré en su camerino para entregárselas me di cuenta de que sí la conocía: era la enfermera Subijana de Hospital de sangre, la serie de televisión de los viernes por la noche, la favorita de mi madre. En realidad, nadie recordaba el nombre de esta actriz, sólo el de su personaje, la heroica enfermera que recorría las trincheras haciendo torniquetes a los milicianos y que improvisaba vendas con su propia falda si era necesario (lo era, más que nada, para mostrar las piernas de vez en cuando). Hospital de sangre estaba ambientada durante la Guerra Civil y la enfermera Subijana se hizo muy popular a partir del episodio en el que el camarada Pablito moría desangrado en sus brazos tras una operación desesperada en la que le cosieron el vientre con el cordón de sus propias botas. A la enfermera Subijana le dieron una medalla (en la serie) y un premio TP de Oro (en la vida real). A partir de entonces, en todos los episodios llevaba la medallita colgada en el peto de su uniforme y esa imagen acabó por destacarla del resto de enfermeras: dejó de ser una más del reparto y terminó convirtiéndose en la protagonista. Los guionistas reforzaron su personaje atribuyéndole amoríos con Durruti, con el poeta Miguel Hernández y (en la última temporada) con el general Miaja. El caso es que la enfermera Subijana debutó en el teatro. Lo hizo en el papel de Electra, no la de Sófocles, sino la de Galdós, cuya obra se repuso para celebrar el centenario de su estreno. Mis tíos tienen un puesto de flores en Cibeles y no es raro que les encarguen ramos para llevarlos al teatro

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los días de gran estreno: en estos casos siempre me piden que las entregue yo, porque el mozo que tienen contratado es muy bruto y temen que cause mal efecto. «Para algo estás estudiando Filología Hispánica», me dicen. La verdad es que lo único productivo que he sacado de mis estudios ha sido este trabajito de llevar flores a los camerinos. Yo lo hago con gusto, no sólo por el dinero (mis tíos no me pagan ni un duro, pero me permiten quedarme con las propinas), sino también porque me divierte curiosear dentro de los teatros y conocer a los actores (y, sobre todo, a las actrices). No es por presumir, pero a veces me han invitado a tomar una copa, y después a cenar y luego a su ático (todas viven en un ático). Bueno, esto último sólo me pasó una vez y con una actriz bastante madura que vivía en un entresuelo tenebroso, pero yo fantaseo con que se repita con una estrella joven de las que salen en las portadas de las revistas; al fin y al cabo (modestia aparte) creo que soy bastante guapo, o al menos lo suficientemente guapo como para gustar a las chicas. Aquella noche algún admirador había comprado un centro de amarilis y rosas con el encargo de entregarlas en mano a Conchi Colino tras la función. Ni mi tía ni yo teníamos la más remota idea de quién era esa actriz, así que cuando la vi en el camerino, pensé: «¡La enfermera Subijana! Le tengo que pedir un autógrafo, vaya sorpresa que se va a llevar mi madre». A ella le parecía la chica más guapa de España y no podía entender cómo se había liado con el vejestorio del general Miaja. —¡Absurdo! ¡Ridículo! Estos guionistas ya no saben qué inventar —se indignaba mi madre al final de cada episodio. Luego se pasaba la semana deseando que llegara el siguiente. —Pobre enfermera Subibaja, enamorada de un calvo —suspiraba.

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Y allí estaba yo aquella noche, ante la enfermera Subijana, con mi centro de amarilis y rosas en las manos. Conchi Colino no pareció alegrarse lo más mínimo. Estaba de muy mal humor, con surcos de lágrimas en el maquillaje. Cogió el sobre (que iba sin remitente), extrajo la tarjeta e inmediatamente la espachurró y la metió entre las flores, al tiempo que me daba un empujón para que saliera del cuarto. —No quiero flores, fuera. —Pero... —Devuélveselas a quien las manda. Adiós. —Es que no sabemos quién es. —Pues para ti. Y me echó. Era la primera vez que me sucedía algo así. En la tarjeta sólo había dos líneas manuscritas: «Me ha gustado mucho la función, enhorabuena, bombón». ¿Qué podría haberle ofendido tanto? Seguramente la Colino había reconocido la letra de alguien a quien aborrecía. Quizá no le gustaba que la llamaran «bombón». Bien pensado, como elogio suena bastante mal, ¿quién puede decir algo así? Me imaginé inmediatamente a un señor mayor, con dentadura postiza, aliento a coñac, manos calientes y unos dedos pringosos. Seguro que las flores las había mandado el general Miaja, me podía jugar el cuello. Cuando volví, el quiosco de mis tíos ya estaba cerrado. Cogí el metro y fui a casa, a Aluche. Le di el centro de flores a mi madre, que se puso contentísima. —¡Qué bonitas, pero qué bonitas! —exclamó entusiasmada. —Eran para Conchi Colino, mamá. —¿Quién es esa? —La enfermera Subijana. Me las ha regalado. Nunca pensé que esta noticia fuera a causarle tanta emoción. Casi se me echa a llorar. —¡La enfermera Subibaja! —mi madre nunca pronunció

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bien ese apellido—. ¡Ay, qué suerte tienes, hijo mío! ¿Y por qué te las ha dado a ti? —No lo sé. Ella no las quería. —Claro, te habrá visto tan guapo, tan buen mozo. ¿Y no le has pedido un autógrafo? —No me ha dejado decir ni mu. Estaba enfadadísima. —Excusas. Seguro que no te has acordado de pedírselo, ¡con la ilusión que me habría hecho! Pero, claro, tú nunca piensas en tu madre, sólo vas a lo tuyo. —¡Mamá! —Ni mamá ni monas, eres un egoísta. Cuando a mi madre se le mete algo en la cabeza es imposible convencerla de lo contrario, así que no insistí. Colocó el centro de flores encima de la televisión y al día siguiente vimos juntos el episodio de Hospital de sangre. El general Miaja quería romper su noviazgo con la enfermera Subijana y ella le amenazaba con cortarse la yugular con un bisturí si la dejaba por otra. —Ay, qué dramatismo, qué dramatismo —decía mi madre mientras lloraba a moco tendido. Luego añadió—: Esto no hay quien se lo crea, ella tan joven, él tan viejo, y que sea él quien se desenamore, no puede ser, no puede ser. Pero no dejaba de llorar, sobre todo en la escena final, cuando la enfermera Subijana y Miaja se reconciliaban y se besaban apasionadamente en un balcón del Estado Mayor mientras sonaban las alarmas antiaéreas de Madrid. La prensa del viernes no había comentado nada del estreno, pero en la del sábado aparecieron varias críticas sobre Electra. Todas ponían verde la función, desde los tijeretazos al texto original («Ultraje a Galdós» era uno de los titulares) hasta las actuaciones («penosas», «patéticas», escribía el crítico más benévolo). Se ensañaron especialmente con Conchi Colino, a la que calificaban de «televisiva» (ni siquiera la llamaban actriz, sólo «televisiva»: «la televisiva Colino no estuvo a la altura del personaje», «la televisiva

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Colino parecía perdida en el escenario», «poco estimulante debut de la televisiva Subijana», y así). —¡Pobre enfermera Subibaja! —se apiadó mi madre—. Seguro que lo dicen por envidia. Ese es el problema de España, la envidia. Mi madre todo lo explicaba aludiendo al carácter nacional, cuyos defectos —curiosamente— parecían ser los mismos que los de sus cuñadas, así que de niño yo pensaba que España era como una tía más: tacaña, malhumorada, pobre, envidiosa, quizá con un fondo de buen corazón. Mi madre enseñó el centro de flores a todas las vecinas. Le encantaba presumir: —Es de la enfermera Subibaja. Se lo ha regalado a mi hijo, es que son muy amigos. —Pues a ver si nos consigue un autógrafo. —Pues eso está hecho, ¿verdad, Miguelín? —Claro, mamá. A ver quién decía otra cosa. Ese mismo sábado me acerqué al quiosco de mi tía y le pregunté si había algún ramo para el Teatro Alcázar. Me miró con cara de pasmo. —Ni para el Alcázar ni para ningún sitio, si no ya te habríamos llamado. —Ya, claro, pero he venido por si acaso. —Pues te has paseado a lo tonto. Los estrenos son los jueves y el resto de días ya nadie manda flores, deberías saberlo. Tanta carrera y tanta Filología y no te enteras de nada. —Sí, ya lo sé, pero me he dicho: voy a ir por si acaso... —Oye, ¿a ti te pasa algo? Al final he comprado un ramo de claveles (mi tía es muy tacaña y ni siquiera me ha hecho descuento) y me he plantado en el teatro. El portero, pese a que me conoce de sobra, me ha sometido al mismo interrogatorio de siempre: —¿Para quién son?

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—Para Conchi Colino. —¿Para quién? —Para la enfermera Subijana. Son de un admirador, debo entregarlas en mano. —Pasa, pasa. Golpeé la puerta del camerino con un poco de miedo. En cuanto me vio, exclamó: —¿Otra vez? Devuélvelas, no las quiero. —Espere, por favor, escúcheme. Estas no se las manda nadie. Quiero decir, que son mías, las traigo yo. —¿Tú? —Yo. —¿Seguro que no son del gordo Miaja? —¡Por supuesto que no! Me miró de arriba abajo y pareció sopesar algo. Después extendió los brazos y recogió las flores. Sonrió. —Pasa, que busco la propina. ¿Te apetece un ron? Un ron, dos, ¿vamos a cenar?, ¿qué edad tienes?, elige tú el vino, yo también empecé Filología, ¿tomamos una copa?, conozco un sitio donde podemos bailar, ¿me acompañas a casa?, me gustas, el corazón se me quiebra, / el cabello se me eriza, / y todo el cuerpo me tiembla, a ver qué escondes ahí, más suave, Miguel, me haces daño, está amaneciendo, ¡se ve todo Madrid!, ponte el albornoz, que vas a coger frío. Lo peor es que salí del ático de la enfermera Subijana sin acordarme de pedirle un autógrafo para mi madre. Tiene razón: soy un egoísta.<

tw Del libro Pampanitos verdes. Ediciones del Viento, 2010.

Óscar Esquivias (Burgos, 1972) es licenciado en Filosofía y Letras, miembro de la Real Academia Burgense de Historia y Bellas Artes y Premio Castilla y León de las Letras de 2016. Colaborador habitual de las páginas culturales y de periódicos como Diario de Burgos o 20minutos. Ha escrito novela, poesía, ensayo, literatura infantil y juvenil y los libros de cuentos La marca de Creta (2008), Pampanitos verdes (2010) y Andarás perdido por el mundo (2016).

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Anomalía

Pilar Fraile Amador

DECIR la primera palabra. Un sonido suave mientras se abren lentamente los labios. La lengua que roza los dientes y expulsa el aire contenido. Sin miedo. Es lo que les digo siempre a los niños: hay que hacerlo sin miedo, venga, repetid conmigo. Ahora copian una canción. Les encanta copiar cosas. Mientras lo hacen se oye el cri cri de los radiadores, les cuesta arrancar después de un mes sin uso. Así, entre el cri cri y el suave roce de los lapiceros se pasa la mañana. Afuera el campo está nevado, llevamos así una semana. Esta nieve tardía, inexplicable, pone nerviosos a los niños, que no paran de repetir: —¿Por qué ha nevado? —¿Va a nevar en verano? Cuando llego a casa el telediario sigue su cantinela. Lo mismo en el café al que bajo por las tardes, en la cola del supermercado, en la calle, todo el mundo comenta lo extraño de la nieve. Por la noche mi padre vuelve a llamar, de nuevo me pregunta si estamos incomunicados, si funciona la calefacción, si he comprado ropa de alta montaña. No deja de sorprenderme que mi padre use términos como «ropa de alta montaña»; supongo que él también repite lo que oye en la televisión. Es agotador. Quiero decirle: —Papá, basta ya. No haces más que poner las cosas más difíciles. Estoy harto de que te preocupes de esa manera. En lugar de eso miento y le digo: —Sí, he comprado la ropa que me dijiste, sí, todo funciona, sí, he acumulado comida enlatada.

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Luego cuelgo el auricular y siento cómo mi pecho se hunde y empieza a oprimirme los pulmones. Cuando me levanto la nieve sigue ahí. Tomo un café de camino al trabajo e intento no escuchar nada de lo que sucede alrededor, en vano. El camarero está hablando de construir un refugio debajo del bar: —Cerca de la tierra se está más caliente —dice—. Tendríamos que ponernos ya, manos a la obra. En la primera hora Iván, uno de los niños, entra en pánico: se levanta de la silla y empieza a gritar: —Vamos a morirnos de frío, vamos a morirnos de frío, vamos a morirnos de frío… los caníbales, los caníbales… Lo cojo y lo saco de la clase, la ansiedad se ha apoderado de él y no puede respirar, le pongo la mano en el pecho. Su cara se ha puesto roja y los ojillos azules están a punto de salírsele de las órbitas. Así que le digo, poniendo una de sus manos en mi pecho para que se acompase con mi respiración: despacio, despacio, despacio. Dejo a Iván en la enfermería, ahora que está más tranquilo, y vuelvo a la clase. Los otros niños están mudos. Me miran esperando que les diga algo. Es asombroso, pienso, que todos tengan sus ojos perfectos, sus fuertes piernas que los sostienen. Me asombra lo poco que la naturaleza ha dejado al azar: cada uno nace con la posibilidad de usar todos y cada uno de sus miembros y convertirse en una maquinaria perfecta. Sin embargo, la gente se sorprendería de lo reacios que son algunos niños a hacer uso de sus capacidades. —Vamos a contar —les digo; les encanta repetir los números. Al día siguiente deja de nevar. Es viernes. El fin de semana luce un sol radiante, de primavera. Para el lunes la nieve ha desaparecido por completo. —Espero que no vuelva a haber otra anomalía ciclogénica —dice el camarero del bar del colegio—. Está uno ya cansado del invierno.

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El camarero resopla mientras me sirve el café y el pincho de tortilla. —Hoy ya hace calor, ¿verdad? Asiento y sorbo mi café, sin dejar de sorprenderme de lo rápido que la gente aprende las palabras nuevas que salen en la televisión; con lo que a mí me cuesta que los niños las aprendan en clase. Los niños parecen haberse olvidado de la nieve, no paran de hablar y armar jaleo, se quitan las chaquetas y las ponen en los respaldos de las sillas, cuando el día acaba casi todas las chaquetas han pasado por el suelo y alguien ha caminado por encima de ellas. Alguno empieza a quejarse de que hace mucho calor. Por la tarde pongo la radio para escuchar un poco de música, la emisión es interrumpida por un mensaje del Ministerio de Sanidad, la delegada avisa de posible riesgo de golpes de calor: —Recomendaría a los ciudadanos que llevaran siempre consigo botellas de agua y algo para protegerse la cabeza. Es conveniente que no se permanezca en la calle en las horas del mediodía, si se quiere pasear los centros comerciales o cualquier recinto con aire acondicionado son una óptima opción. Cuando termina la advertencia suena el teléfono, es mi padre. No voy a cogerlo, me digo.<

tw Del libro Los nuevos pobladores. Ed Traspiés, 2014.

Pilar Fraile Amador es profesora de Filosofía y doctora en Teoría de la literatura por la UCM. Ha escrito la novela Las ventajas de la vida en el campo (2018) y los poemarios Falta (2015), Larva seguido de Cerca (2012), La pecera subterránea (2010) y El límite de la ceniza (2006). Recibió en 2005 el Premio de Poesía de la Universidad de Zaragoza y sendos accésits del Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid en 2004 y 2005.

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Dos microrrelatos de Javier Vela

Antes del fin del mundo UN meteorito había colisionado contra el planeta Tierra sin el menor estrépito. Un par de horas más tarde, sin embargo, todos los noticiarios profetizaban el apocalipsis. Miles de botiquines de primeros auxilios fueron ávidamente dispensados. El precio del petróleo marcó cifras insólitas. Ana pidió permiso en el trabajo para pasar más tiempo con sus hijos. Stefan y su novio se besaron como si se tratase de la última, de la primera vez. La gente comenzó a salir de casa con un raro calambre de entusiasmo. A veces sonreían. A veces simplemente se sentaban sobre un palmo de césped y esperaban a la salida del sol. Lo que llamamos mundo, lejos de extinguirse, giró sobre sí mismo con renovado ímpetu. El meteorito nunca apareció.<

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andéntres

El impostor HARÁ cosa de un año, presa de los efectos antigravitatorios de una jornada pródiga en alcohol, me vi sin saber cómo en una fiesta a la que todo el mundo debía ir disfrazado de su mejor amigo. Yo no sabía ni jota, desde luego, así que fui vestido de mí mismo, aunque por suerte nadie se dio cuenta. —Mirad a ese de ahí —dijo una mujerota de rostro mofletudo cuando me vio pasar frente a su mesa para servirme un vaso de cerveza—. Es el mejor disfraz que he visto hoy. Vino y me dio dos besos con aire fraternal. Se hacía llamar Sofía. Ningún otro invitado se opuso a su dictamen ni pareció dudar por un instante de mi autenticidad. —Hasta camina igual —observó alguien—. Y esa postura... ¡Cómo se parece! No supe qué decir. Yo no podía saber quién era quién, ni si Sofía realmente era Sofía o una impostora más que, con astucia, se hacía pasar por ella. Cuando acerté a juntar unas palabras, un tipo situado a la derecha me señaló de nuevo: —¿Le estáis oyendo hablar? —se sorprendió, jocoso, haciendo un gesto cómplice a la audiencia—. Tiene su misma voz... Callé de pronto, un poco consternado. La mesa de bebidas era más bien insulsa y la comida estaba algo manida. Discretamente anduve hasta la puerta, dejé el vaso y salí sin despedirme. Al regresar a casa entré en el baño y al verme en el espejo no me reconocí. Confuso, fui a acostarme. La cama era más dura de lo que recordaba, aunque el cansancio me hizo transigir. Cuando me desperté, me descubrí abrazado a la cintura de la mujer de otro, y aquí sigo: los meses pasan sin escapatoria por este bucle de suplantaciones y malos entendidos. Mientras tanto, deambulo por la casa fingiendo ser quien era y día a día intento convencerla de que lo nuestro debe terminar. Su llanto me conmueve, qué remedio. Pero ella no me cree, y así es feliz.< tw Del libro Pequeñas sediciones. Menoscuarto Ediciones, 2017.

Javier Vela (Madrid, 1981). Licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la UCM. Ha publicado los libros de poemas La hora del crepúsculo (2004), galardonado con el Premio Adonáis; Tiempo adentro (2006); Imaginario (2009), por el que recibió el premio Loewe a la joven Creación; Ofelia y otras lunas (2012); Hotel origen (2015), y Fábula (2017). Pequeñas sediciones es su primer libro de relato en solitario.

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Microconcurso

Huelga

Viviana E. G. Battistesa Castelar. Argentina Se proclamaron en huelga todas las almas que jamás encontraron a su gemela. Acudieron también todas las corduras perdidas. Juntas increparon al supremo. El alboroto incitó a otros muchos reclamos. El paraíso, al fin, ardió en demandas.<

Cada cosa en su lugar Sergio Gustavo Simionato Buenos Aires. Argentina

Aunque digan que no se puede adquirir con dinero, ayer compré una porción de felicidad para microondas. Hay que tener cuidado porque el envase se parece al de fideos chinos instantáneos tan de moda hoy día. Es fácil notar la diferencia entre los fideos y la felicidad, pero al tratarse de productos instantáneos, en la vorágine de consumir pronto, uno puede llevarse un chasco. Y sepan que es tan desmoralizante esperar la felicidad en la mano y descubrir pastas deshidratadas, como prepararse para saborear fideos y encontrarse con una insulsa felicidad, innecesaria cuando nos ruge el estómago de hambre.<

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Microconcurso

La joven pareja y el casero Isidro Moreno Ciudad Real. España

Descubrieron ignotos y prohibidos placeres. Como consecuencia, fueron expulsados por el bonachón de su casero. Aquello tenía nuevos inconvenientes no previstos, pues suponía que debían buscarse el sustento diario. Además, descubrieron y cataron la acritud de la vida, sin embargo, no se arrepentían de su decisión. Ambos se habían aburrido de aquel paraíso y de la monótona felicidad eterna. —Al menos, ahora, los días son más animados, ¡dónde va a parar!. A menudo recuerda con nostalgia los viejos tiempos y, con el pequeño Caín en sus brazos, Eva maldice a la serpiente, pero presiente el inicio de una fructífera Humanidad.<

Ley de correspondencia Lluís Talavera Barcelona. España

El atleta va por delante de todos, su sueño ya no tiene más obstáculos a superar que las últimas vallas hasta la meta. Ignora que la concordancia universal teje una correspondencia entre la vida del ser humano y la de otras criaturas. Esa es la razón por la que ha tropezado al salir de la última curva. De ahí que observe desconcertado cómo primero los pies, y poco a poco el resto del cuerpo, se desvanecen como si fueran ecos de un espejismo. Todo ello sucede al mismo tiempo que una oveja cansada de contar entra en un sueño profundo.< tw Microconcurso es un concurso de microrrelatos organizado por CpA, una convocatoria de 48 horas para textos de un máximo de 100 palabras. Se recibieron 85 relatos. Seis de ellos fueron preseleccionados por jurado; publicamos aquí los cuatro que resultaron ganadores por votación abierta en Facebook, por orden de votos recibidos.

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brevemente

Thriller

Semana 30 de concurso: 11 de junio de 2018 Ganadora: Raquel Lozano Los dejaremos entrar en nuestra habitación esta noche, cuando salgan del jardín. Con la luz de las linternas en nuestro rostro, les daremos un buen susto y cuando recuperen el aliento jugaremos al póker con los billetes del Monopoly y reiremos con algún chiste macabro. Eso sí, sin montar mucha bulla para que no se entere mamá. Ella dice que no existen, que siempre estamos contando cosas de esas y lo dice con esa voz dormida que se le quedó cuando se fue papá, con los ojos perdidos y con una mueca casi de asco que le produce hablar de muertos vivientes.<

Recuerdos

Semana 31 concurso: 18 de junio de 2018 Ganador: Javier Regalado Hablar de muertos vivientes en el desván de tu casa, a la luz de las velas. Pasarnos la chuleta en el examen de física. Sujetarnos la frente mientras vomitábamos nuestras primeras borracheras. Bañarnos desnudos en el pantano. Mirarte mientras te secabas, con esa parsimonia tan tuya. Recorrernos Europa, mochila al hombro. Conocer a tu novia. Acompañarte en tu boda. Ser el padrino de tu primera hija. Querer a tus nietos como si fueran míos. Visitarte en el hospital. Poner flores en tu tumba cada lunes. Volver solo a mi casa. Preguntarme, una vez más, por qué decías que el valiente era yo.<

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brevemente

Microrrelato ganador XI Edición Relatos en Cadena

Pagar las facturas

Ganador: Fernando Díaz Salieron juntos cogidos de la mano después de limpiar el cuadrilátero, coserse las heridas y darse una ducha. Como cada noche, se llevaron el montante de la bolsa a casa. Abrazados en la cama, dijeron que sería la última vez; ya se las apañarían para pagar las facturas.<

tw Relatos finalistas de junio de 2018 y ganador de la XI temporada del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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Insurgencias 68 Hasta el 31 de julio de 2018 Biblioteca Nacional Mariano Moreno, Agüero 2502. Ciudad de Buenos Aires. (Argentina) https://www.cultura.gob.ar

XXXVII Premio “Leonor” de poesía (España) Hasta el 24 de julio de 2018 Premio: 10.000 €, edición y 50 ejemplares http://www.escritores.org

Curso de verano: El tianguis de Tlatelolco Actividad para niños. Hasta el 3 de agosto Zona Arqueológica de Tlatelolco, Tlatelolco (México) https://www.timeoutmexico.mx

Tren de la ruta de los faros Hasta el 29 de septiembre España http://www.renfe.com

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decamino

En la Fundación Sandra Ibarra de Solidaridad Frente al Cáncer han encontrado en la cultura el aliado perfecto para dar un nuevo impulso a sus iniciativas. Y lo han hecho con un mensaje claro y directo: instalando máquinas expendedoras de libros en hospitales. Esta campaña, que han denominado Libro Solidario, comercializa publicaciones para financiar diferentes proyectos de investigación frente al cáncer con el 50% de los fondos recaudados, así de sencillo. La experiencia ha comenzado en dos hospitales de Madrid, que hallarán en los libros un impulso para el proyecto de investigación de cáncer de pulmón, en el hospital de La Paz, y apoyarán a la Unidad de Patología Mamaria en el hospital Ramón y Cajal.

https://fundacionsandraibarra.org/

tw Libro Solidario busca llegar al mayor número de hospitales posible, y van por buen camino, pues son ya los propios centros los que les están llamando para unirse al proyecto, dentro y fuera de la Comunidad de Madrid e incluso desde otros países: Portugal es el primero de ellos. De momento, en septiembre ya se instalarán 4 máquinas más en Madrid.

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A contraluz Óscar Amador

Alumno de Ítaca Escuela de Escritura

ENZO se fue, pero dejó su sombra. La descubrí una noche a los pocos días de su marcha, acurrucada en una esquina del salón, como asustada, fuera de lugar, abandonada, visible tan solo gracias a la media luz que confería a la estancia la lámpara de pie que tanto le gustaba a Enzo. Era su sombra, sin duda. Distinguí a la perfección su peinado, sus hombros ligeramente caídos, la forma alargada de su hábiles dedos. Era su esencia, silenciosa y oscura. Me acerqué sin hacer ruido y me senté en el sofá. Ella extendió su forma ovillada, se deslizó por la pared y posó su ser ingrávido en el otro extremo. Nos quedamos allí las dos, sin decir nada. La falta de Enzo me había deshecho como un muñeco de trapo que se descose y esparce sus tripas de algodón allí por donde pasa, que se deshilacha en finas hebras de hilo que va desperdigando aquí y allá. Me convertí en una nómada en mi propia casa, una figura errante que se movía por estancias repletas de muebles y recuerdos, pero vacías de presencia. Las habitaciones se agrandaban, se hinchaban como globos, y lo que antes eran refugios en compañía mutaron a solitarios océanos desecados, infinitos universos repletos de nada, por los que yo pululaba en un intento de reencontrar ese hogar que fue y que en ese momento no era más que una sucesión de muros hostiles. Esa fue mi existencia hasta que encontré su sombra, arrebujada entre el sofá y la pared, y su silente presencia me otorgase la calma y sosiego perdidos la mañana nubosa de domingo en la que se fue. Esa primera noche que compartió asiento conmigo desapareció la extrañeza, la angustia, y por primera vez en varios días me encontré tranquila y serena en una habitación, sin la necesidad compulsiva de tener que deambular por la casa. Al principio la encontraba por todas partes. La sombra me estaba esperando allá a donde iba; en un rincón del cuarto de baño, en el recibidor, junto a la mesa de la cocina. Para poder verla, durante las horas de luz tuve que bajar casi por completo las persianas, con la llegada la noche fue necesario encender un par de luces tenues, de ese modo conseguí la iluminación adecuada. Al acostarme se tumbaba a mi lado; en ese momento yo sentía a Enzo junto a mí, en ese instante en el que la vigilia torna a sueño era como si no se hubiese ido y le tuviese a mi lado; me parecía incluso escuchar su respiración tranquila y constante. Yo y su sombra fuimos uno. Me serví de su opaca compañía, de su presencia constante, de su silueta sin detalle, para sobrevivir y tolerar la ausencia de Enzo sin dolor. Vivía a contraluz, en un mundo inverso, en un negativo fotográfico, pero esos días de oscuridad me trajeron el regalo

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de una luz invisible que refulgía desde mi interior, una luz que disipó las tinieblas de la soledad y la angustia, que mitigó el recuerdo de esa mañana de domingo cubierta de nubarrones de vientre gris. Pero comenzó a evitarme. Con el paso de los días tuve que ser yo quien la buscase por toda la casa. Cada búsqueda duraba más que la anterior. Sin embargo, no me importaba dedicar todo mi tiempo a ello, mi tiempo sin la sombra no tenía sentido. Necesitaba tenerla a mi lado, sentirla conmigo, silenciosa, presente, llenando ese hueco que dejó Enzo al irse. Se ocultaba en los lugares más inaccesibles; tras los muebles, bajo la cama, entre los muchos trastos que hay en el sótano, en los techos. Ayudada por una linterna y hostigada por la desesperación tenía que invertir horas para localizarla. Siempre la encontraba, pero me di cuenta de que su figura fue variando ligeramente con cada búsqueda, un poco cada vez, degradándose más y más hasta perder la fisonomía de Enzo. Llegué a olvidar el aspecto de aquella primera forma que se sentó conmigo en el sofá. Me fue imprescindible revisar varios álbumes de fotografías para localizar instantáneas de Enzo en las que, extendida a sus pies, cosida a ellos, apareciese, y así recordar cómo era. La he visto por última vez esta mañana. He pasado toda la noche buscándola. Di con ella al amanecer, dentro de un armario; una madeja oscura entre la ropa, desdibujada, deformada, ya en nada se parecía a la silueta de Enzo, pero era su sombra, seguía siendo su sombra. Se tapaba la cara con las manos. Sollozaba. Un llanto mudo, un recorte oscuro revelado por los escasos jirones de luz que dejaba entrar la persiana echada. Me quedé junto a ella, sentada a su lado, obteniendo la calma que busqué durante la noche, pero la visión de esa silueta doliente, ese lamento hecho forma, ha sido una revelación repentina, una epifanía inesperada. La explicación a las búsquedas, al ocultamiento de la sombra. Lo he comprendido. Creo que estuve un poco más a su lado, creo que he llorado, no estoy segura, y después he abierto la ventana. El brochazo de luz ocultó la sombra, la ha dejado escondida en un espectro de visión inasequible. La ha liberado, quizá. Hice lo mismo con el resto de ventanas y la luz entró a borbotones, violentando mis ojos, ya mutados en ojos nocturnos, alérgicos al día. He pasado varias horas aclimatándome a mi nuevo hábitat, y cuando al fin he logrado mantener los ojos abiertos, redescubrí una casa que no había visto iluminada en semanas. Ha sido una sensación extraña y amarga, porque la sombra ya no estaba, y por eso he pasado el resto del día en la terraza, bajo el sol, dando tiempo a que esa sensación remita y desaparezca. Antes de que llegue la noche cambiaré las luces de la casa. Colocaré bombillas nuevas en todas las habitaciones, de las que no producen sombra.< tw Óscar Amador (Madrid, 1973). Desde 2014 adquiere inspiración y sabiduría en las playas de

Ítaca Escuela de Escritura. Destacar como últimas publicaciones los relatos KM 32 (Incómodos, Ed. RELEE, 2016) y Reflejos (Error 404, Ed. RELEE, 2017). Actualmente da forma a lo que será una futura recopilación.

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